The Project Gutenberg eBook of Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (5 de 5), by Conde de José María Queipo de Llano Ruiz de Saravia Toreno This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (5 de 5) Author: Conde de José María Queipo de Llano Ruiz de Saravia Toreno Release Date: February 26, 2023 [eBook #70153] Language: Spanish Produced by: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (5 DE 5) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, las negritas entre =iguales= y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También han sido modernizados los topónimos y los nombres propios de persona, siempre que se han encontrado referencias bibliográficas. * Se han incorporado las correcciones mencionadas en la fe de erratas aparecida en este quinto tomo. * Se ha alterado la numeración de los apéndices para que incorporen el número del libro al que corresponden, obteniendo así una identificación única a lo largo de todos los tomos de la obra. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. HISTORIA DEL Levantamiento, Guerra y Revolución de España. HISTORIA DEL Levantamiento, Guerra y Revolución DE ESPAÑA POR EL CONDE DE TORENO. TOMO V. Madrid: OFICINA DE DON TOMÁS JORDÁN, IMPRESOR DE CÁMARA. DE S. M. 1837. ...quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in scribendo? ne qua simultatis? CICER., _De Oratore, Lib. 2, c. 15._ RESUMEN DEL LIBRO DECIMONONO. Acontecimientos en las provincias. — Primer distrito. — Combate de Villaseca. — De San Feliú de Codinas. — De Altafulla. — Sarsfield en Francia. — Acción de Roda. — Otros combates y sucesos. — Divide Napoleón la Cataluña en departamentos. — Da el mando de ella a Suchet. — Segundo distrito. — Segundo y tercer ejército. — Partidas. — Divisiones de Roche y Whittingham. — Guerrillas en Valencia. — Empresas del Empecinado, de Villacampa y de Durán. — El Manco. — Gayán. — Toma Durán a Soria y a Tudela. — Cuarto distrito. — Ballesteros. — Quinto distrito. — Penne y Morillo. — Partidas. — Sexto distrito. — Evacuación de Asturias. — Proclama del general Castaños. — Nueva entrada de los franceses en Asturias. — Su salida. — Séptimo distrito. — Porlier. — Otros caudillos y junta de Vizcaya. — Renovales. — El Pastor. — Individuos de la junta de Burgos ahorcados por los franceses. — Venganza que toma Merino. — Decretos notables de Napoleón. — Espoz y Mina. — Acción de Sangüesa. — Presa de un 2.º convoy en Arlabán. — Muerte de Mr. Deslandes, secretario de José. — Muerte de Cruchaga. — Medidas administrativas de Mina. — Juicio de Wellington sobre las guerrillas. — Movimiento de Wellington. — Pone el inglés sitio a Badajoz. — Asalto dado a la plaza. — Tómanla los anglo-portugueses. — Maltratan a los vecinos. — Gracias concedidas. — Avanza Soult y se retira. — Acércanse los españoles a Sevilla. — Movimientos de Marmont hacia Ciudad Rodrigo. — Wellington vuelve al Águeda. — Destruye Hill las obras de los franceses en el Tajo. — Soult y Ballesteros. — Choques en Osuna y Álora. — Acción de Bornos o del Guadalete. — Guerra entre Napoleón y la Rusia. — Opinión en Alemania. — Medidas preventivas de Napoleón. — Proposiciones de Napoleón a la Inglaterra. — Contestación. — Empieza la guerra de Francia con Rusia. — Influjo de esta guerra respecto de España. — Manejos en Cádiz del partido de José. — Sociedades secretas. — Esperanzas del partido de José en los tratos con Cádiz. — Desvanécense. — Aserción falsa del memorial de Santa Elena. — Proyecto de José de convocar Cortes. — Escasez y hambre, sobre todo en Madrid. — Providencias desastradas. — Escasez en las provincias. — Abundancia y alegría en Cádiz. — Tareas de las Cortes. — Libertad de la imprenta y sus abusos. — Diccionario manual y Diccionario crítico-burlesco. — Sensación que causa el Diccionario crítico-burlesco. — Sesión de Cortes y resolución que provoca. — Tentativa para restablecer la Inquisición. — Estado de aquel tribunal. — Sesión importante para restablecer la Inquisición. — Se esquiva el restablecimiento de la Inquisición. — Promuévese que se disuelvan las Cortes. — Para el golpe la Comisión de Constitución. — Se convocan las Cortes ordinarias para 1813. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO DECIMONONO. [Marginal: Acontecimientos en las provincias.] Antes de referir los combinados y extensos movimientos que ejecutaron, al promediar del año de 1812, las armas aliadas, echaremos una ojeada rápida sobre los acontecimientos parciales ocurridos durante los primeros meses del año en la diversas provincias de España. Comenzaremos por la de Cataluña, o sea el primer distrito. [Marginal: Primer distrito.] Allí Don Luis Lacy, ayudado de la junta del principado y de los demás jefes, mantenía cruda guerra; habiéndose situado a mediados de enero en Reus, con amago a Tarragona. Escasez de víveres y secretos tratos habían dado esperanza de recuperar por sorpresa aquella plaza. Avisado Suchet, previno el caso y comunicó para ello órdenes al general Musnier que mandaba en las riberas del Ebro hacia su embocadero; quien por su parte encargó al general Lafosse, comandante de Tortosa, que avanzase más allá del Coll de Balaguer y explorase los movimientos de los españoles. Confiado este sobradamente, imaginó que Lacy se había alejado al saber la noticia de la rendición de Valencia; por lo que, sin reparo, y participándoselo así a Musnier, [Marginal: Combate de Villaseca.] prosiguió a Villaseca en donde acampó el 19 de enero. Consistía la fuerza de Lafosse en un batallón y 60 caballos, con los que se metió en Tarragona, dejando a los infantes, para que descansasen, en dicho Villaseca. Don Luis Lacy aprovechó tan buena oportunidad y arremetió contra los últimos, logrando, a pesar de una larga y vivísima resistencia, desbaratarlos y coger el batallón casi entero con su jefe Dubarry. En vano quiso Lafosse revolver en socorro de los suyos: habíanlos ya puesto en cobro los nuestros. Se distinguieron en tan glorioso combate el barón de Eroles y el comandante de coraceros Casasola. Llamado entonces el general en jefe español a otras partes, dejó apostado en Reus a Eroles, y marchó con Don Pedro Sarsfield la vuelta de Vic, a donde había acudido el general francés Decaen. Al aproximarse los nuestros, evacuaron los enemigos la ciudad [Marginal: De S. Feliú de Codinas.] y en San Feliú de Codinas trabose sangrienta lid. Al principio cayó en ella prisionero Sarsfield; mas a poco libertáronle cuatro de sus soldados y, cambiando la suerte, tuvieron los franceses que retirarse apresuradamente. [Marginal: De Altafulla.] En tanto Eroles sostuvo el 24 de enero otra acometida del enemigo. Embistiéronle los generales Lamarque y Maurice Mathieu en Altafulla, acorriendo ambos de Barcelona con superiores fuerzas. Acosado y envuelto el general español, viose en la precisión de dispersar sus tropas, a las que señaló para punto de reunión el monasterio de Santas Cruces. Sacrificáronse dos compañías del batallón de cazadores de Cataluña con intento de salvar la división, y lo consiguieron, arrostrando y conteniendo el ímpetu del enemigo en un bosque cercano. Nuestra pérdida consistió en 500 hombres y 2 piezas; no escasa la de los franceses, que quisieron vengar en este reencuentro el revés de Villaseca. Rehecho luego Eroles, caminó por disposición de Lacy al norte de Cataluña, vía del valle de Arán, [Marginal: Sarsfield en Francia.] con orden de apoyar a Don Pedro Sarsfield, quien penetró bravamente en Francia el 14 de febrero, siguiendo el valle del Querol, y derrotando en Hospitalet a un batallón que le quiso hacer frente. Recorrió Sarsfield varios pueblos del territorio enemigo; exigió 50.000 francos de contribución; cogió más de 2000 cabezas de ganado, y también pertrechos de guerra. [Marginal: Acción de Roda.] Acabada que fue la incursión de Sarsfield en Francia, revolvió Eroles con su gente sobre Aragón, y se adelantó hasta Benasque y Graus. Andaba por aquí la brigada del general Bourke, perteneciente al cuerpo llamado de reserva de Reille, que, después de la conquista de Valencia, había tornado atrás y tomado el nombre de cuerpo de observación del Ebro. Atacó Bourke a Eroles en Roda, partido de Benavarre, el 5 de marzo, hallándole apostado en el pueblo que se asienta en un monte erguido. Duró la refriega diez horas, y al cabo quedó la victoria del lado de los españoles, teniendo los franceses que retirarse abrigados de la noche, muy mal herido su general, y con pérdida de cerca de 1000 hombres. Refugiose Bourke en Barbastro, y después en la plaza de Lérida, temeroso de Mina. A poco vino en su ayuda parte de la división de Severoli, que era otra de las del cuerpo de Reille, la cual penetró tierra adentro en Cataluña en persecución de Eroles infructuosa e inútilmente. [Marginal: Otros combates y sucesos.] Con suerte varia empeñáronse por el mismo tiempo diversos combates en los demás distritos de aquel principado. De notar fue el que sostuvo en 27 de febrero cerca de la villa de Darníus el teniente coronel Don Juan Rimbau, al frente del primer batallón de San Fernando, en el que quedaron destruidos 500 infantes y 20 caballos enemigos. Lo mismo aconteció en otras refriegas trabadas en abril, no lejos de Aulot y Llavaneras, por Miláns y Rovira. Repetíanse a cada instante parecidos choques, si no todos de igual importancia, a las órdenes de Fábregas, Gay, Manso y otros jefes. Continuaba por nosotros la montaña de Abusa, lugar propio para instrucción de reclutas; también la plaza de Cardona y la Seu de Urgel, desde cuyo punto su gobernador Don Manuel Fernández Villamil, atalayando el territorio francés, no desaprovechaba ocasión de incomodar a sus habitantes y sacar contribuciones. Del lado de la mar manteníanse en nuestro poder las islas Medas, impenetrable asilo, gobernado ahora por Don Manuel Llauder, que molestaba a los enemigos hasta con corsarios que se destacaban de aquella guarida. [Marginal: Divide Napoleón la Cataluña en departamentos.] Y como si no bastasen los hechos anteriores para sustentar tráfago tan belicoso, vino aún a avivarle un decreto dado por Napoleón, en 26 de enero, según el cual se dividía la Cataluña, como si ya perteneciese a Francia, en cuatro departamentos, a saber: 1.º, del Ter, capital Gerona; 2.º, de Monserrat, capital Barcelona; 3.º, de las Bocas del Ebro, capital Lérida; y 4.º, del Segre, capital Puigcerdá. Para llevar a efecto esta determinación, llegaron en abril a la ciudad de Barcelona varios empleados de Francia, y entre ellos Mr. de Chauvelin, encargado de la intendencia de los llamados departamentos de Monserrat y Bocas del Ebro; y Mr. Trelliard, nombrado prefecto del de Monserrat. Los instaló en sus puestos el 15 del mismo mes el general Decaen. Burlábanse de tales disposiciones aun los mismos franceses, diciendo en cartas interceptadas «aquí deberían enviarse, por diez años a lo menos, ejércitos y bayonetas, no prefectos.» Los moradores, por su parte, despechábanse más y más viendo en aquella resolución, no ya la mudanza de dinastía y de gobierno, sino hasta la pérdida de su antiguo nombre y naturaleza, sentimiento arraigado y muy profundo entre los españoles, y sobre todo entre los habitantes de aquella provincia. [Marginal: Da el mando de ella a Suchet.] Por entonces, aunque continuó al frente de Cataluña el general Decaen, dieron los franceses la supremacía del mando de toda ella, como ya la tenía de una parte de la misma provincia, y de Aragón y Valencia, al mariscal Suchet. Con este motivo, y el de prevenir desembarcos que se temían por aquellas costas, avistáronse él y Decaen en Reus el 10 de julio. [Marginal: Otras ocurrencias.] Nacían semejantes recelos de una expedición inglesa que se dirigía a España procedente de Sicilia, de la cual hablaremos después como conexa con la campaña general e importante que empezó en este verano. También inquietaban a dichos generales movimientos de Lacy hacia la costa, y anuncios de conspiraciones en Barcelona y Lérida. En la primera de las dos ciudades prendieron los franceses y castigaron a varios individuos; y en la última el gobernador Henriod, conocido ya como hombre cruel, halló ocasión de saciar su saña con motivo de haberse volado el 16 de julio un almacén de pólvora, de cuya explosión resultaron muchas víctimas y abrirse una brecha en el baluarte del Rey. Atribuyó el general francés este suceso no a casualidad, sino a secretos manejos de los españoles. Sospechas fundadas, si bien nada pudo Henriod descubrir ni poner en claro en el asunto. [Marginal: Segundo distrito.] El fatal golpe de la caída de Valencia comprimió por algún tiempo el fervor patriótico de aquel reino, no habiendo ocurrido en él al principio acontecimiento notable. Sin embargo, el gobierno supremo de Cádiz envió por comandante general de la provincia a Don Francisco de Copons y Navia, quien, gozando de buen nombre por la reciente defensa de Tarifa, trató ya en abril de animar con proclamas a los valencianos desde el punto de Alicante. [Marginal: Segundo y tercer ejército.] Rehacíanse en Murcia el segundo y tercer ejército, todavía al mando de Don José O’Donnell; ascendiendo el número de gente en ambos a unos 18.000 hombres. Limitáronse sus operaciones a varias correrías, ya por la parte de Granada, ya por la de la Mancha, ya en fin por la de Valencia: todas entonces no muy importantes, pero que de nuevo inquietaban al enemigo. [Marginal: Partidas.] Don Antonio Porta, comandante del reino de Jaén bajo la dependencia de este ejército, cogió en 5 de abril, entre Bailén y Guarromán, porción de un numeroso convoy que iba de Madrid a Sevilla. Se señalaba también por allí el partidario Don Bernardo Márquez, como igualmente hacia la Carolina Don Juan Baca, segundo de Don Francisco Abad [Chaleco], quien proseguía en la Mancha sus empresas. En esta provincia mandaba aún Don José Martínez de San Martín: y recorriendo a veces la tierra con feliz estrella, se abrigaba en las montañas o en Murcia, habiendo repelido el 16 de marzo, en la ciudad de Chinchilla, una columna francesa que vino en busca suya. [Marginal: Divisiones de Roche y Whittingham.] Mirábase como refuerzo importante para el segundo y tercer ejército una división española que se formaba en Alicante, equipada a costa del gobierno británico, y regida por el general Roche, inglés al servicio de España; asimismo otra de la misma clase que adiestraba en Mallorca el general Whittingham, debiendo ambas obrar de acuerdo con el segundo y tercer ejército, y con la expedición anglo-siciliana mencionada arriba. [Marginal: Guerrillas en Valencia.] Tampoco perjudicaban a la tropa reglada algunas guerrillas que empezaban a rebullir hasta en las mismas puertas de la ciudad de Valencia; principalmente la del Fraile, denominada así por capitanearla el franciscano descalzo Fr. Asensio Nebot, que importunaba bastantemente al enemigo con acometimientos y sorpresas. [Marginal: Empresas del Empecinado, de Villacampa y de Durán.] Pero las partidas que se mostraban incansables en sus trabajos eran las ya antes famosas del Empecinado, Villacampa y Durán, pertenecientes a este segundo distrito. El conde del Montijo, a quien Blake había nombrado jefe de todas tres, retirose, verificada la rendición de Valencia, y se incorporó a las reliquias de aquel ejército, campeando de nuevo por sí los mencionados caudillos según deseaban, y cual quizá convenía a su modo de guerrear. [Marginal: El Manco.] Tuvo Don Juan Martín el Empecinado que deplorar en 7 de febrero la pérdida de 1200 hombres, acaecida en Rebollar de Sigüenza en un reencuentro con el general Gui, estando para ser cogido el mismo Empecinado en persona, quien solo se salvó echándose a rodar por un despeñadero abajo. Achacaron algunos tal descalabro a una alevosía de su segundo Don Saturnino Abuín, llamado el Manco, y parece que con razón, si se atiende a que hecho prisionero este tomó partido con los enemigos, empañando el brillo de su anterior conducta. Ni aun aquí paró el Manco en su desbocada carrera; preparose a querer seducir a Don Juan Martín y a otros compañeros, aunque en balde, y a levantar partidas que apellidaron de _contra-Empecinados_: las cuales no se portaron a sabor del enemigo, pasándose los soldados a nuestro bando luego que se les abría ocasión. Al regresar Don Pedro Villacampa de Murcia a Aragón escarmentó, durante el marzo, a los generales Palombini y Pannetier en Campillo, Ateca y Pozohondón. Uniose en seguida con el Empecinado y, obrando juntos, ambos jefes amenazaron a Guadalajara. Separáronse luego, y Villacampa tornó a su Aragón, al paso que Don Juan Martín acometió a los franceses en Cuenca, entrando en la ciudad el 9 de mayo, y encerrando a los enemigos en la casa de la Inquisición y en el hospital de Santiago. No siéndole posible al Empecinado forzar de pronto estos edificios, se retiró y pasó a Cifuentes; y hallándose el 21 en la vega de Masegoso, dudaba si aguardaría o no a los enemigos que se acercaban, cuando, sabedores los soldados de que venía el Manco, quisieron pelear a todo trance. Lograron los nuestros la ventaja, y el Manco huyó apresuradamente; que no cabe por lo común valor muy firme en los traidores. [Marginal: Gayán.] También Don Ramón Gayán estuvo para apoderarse el 29 de abril del castillo de Calatayud, muy fortificado por los franceses. No lo consiguió; pero a lo menos tuvo la dicha de coger a su comandante, de nombre Favalelli, y a 60 soldados que se hallaban a la sazón en la ciudad. [Marginal: Toma Durán a Soria y a Tudela.] Por su parte, llevó igualmente entonces a cabo Don José Durán dos empresas señaladas, que fueron la toma de Soria y el asalto de Tudela. Ejecutó la primera el 18 de marzo, auxiliado de un plano y de noticias que le dio el arquitecto Don Dionisio Badiola. Inútilmente quisieron los enemigos defender la ciudad: penetraron dentro los nuestros, rompiendo las puertas, y obligando a los franceses a recogerse al castillo con pérdida de gente y de algunos prisioneros. Alcanzaron la libertad muchos buenos españoles allí encarcelados. Guarnecían a Tudela de 800 a 1000 infantes enemigos, y la embistieron los nuestros el 28 de mayo. Habíanla los franceses fortalecido bastantemente; mas todo cedió al ímpetu de los soldados de Durán, que asaltaron la ciudad por el Carmen Descalzo y por la Misericordia, guiando las columnas Don Juan Antonio Tabuenca y Don Domingo Murcia. Los enemigos se metieron también esta vez en el castillo, dejando en nuestro poder 100 prisioneros y muchos pertrechos. [Marginal: Cuarto distrito.] En el cuarto distrito manteníase la mayor parte de su ejército en la Isla de León con buena disciplina y orden, yendo en aumento su fuerza más bien que en mengua. Las salidas en este tiempo no fueron muchas ni de entidad. Continuaba maniobrando por el flanco derecho en Ronda [Marginal: Ballesteros.] el general Ballesteros, habiendo atacado el 16 de febrero en Cártama al general Maransin. Desbaratole con pérdida considerable, siendo además herido gravemente de dos balazos el general francés. En seguida tornó Ballesteros al Campo de Gibraltar, por venir tras de él con bastante gente el general Rey: tomó el español la ofensiva no mucho tiempo después con objeto, según veremos, de atraer a los enemigos de Extremadura. [Marginal: Quinto distrito.] Aquí y en todo el quinto distrito se hallaba reducido el ejército por escasez de medios, si bien apoyado en el cuerpo que gobernaba el general Hill. Consistía su principal fuerza en las dos divisiones [Marginal: Penne y Morillo.] que mandaban el conde de Penne Villemur y Don Pablo Morillo. Coadyuvaron ambas a las operaciones que favorecieron el sitio y reconquista de Badajoz, de que hablaremos más adelante. Penne solía acudir al condado de Niebla y libertar de tiempo en tiempo aquellos pueblos que enviaban de continuo provisiones a Cádiz, y formaban como el flanco izquierdo de tan inexpugnable plaza. Morillo con su acostumbrada rapidez y destreza hizo en enero una excursión en la Mancha, y llegó hasta Almagro. Entró el 14 en Ciudad Real, en donde le recibieron los vecinos con gran júbilo, y volvió a Extremadura después de molestar a los franceses, de causarles pérdidas, cogerles algunos prisioneros, y alcanzar otras ventajas. [Marginal: Partidas.] Las partidas de este distrito, sobre todo las de Toledo, seguían molestando al enemigo; y Palarea, uno de los principales guerrilleros de la comarca, recibió del príncipe regente de Inglaterra, por mano de Lord Wellington, un sable, «en prueba de admiración por su valor y constancia.» [Marginal: Sexto distrito. Evacuación de Asturias.] El ejército del sexto distrito contribuyó con sus movimientos a acelerar la evacuación de Asturias verificada nuevamente a últimos de enero, en virtud de órdenes de Marmont, apurado con el sitio y toma de Ciudad Rodrigo. No pudieron los franceses ejecutar la salida del principado sino a duras penas por las muchas nieves, y molestados por los paisanos y tropas asturianas, como asimismo por Don Juan Díaz Porlier que los hostilizó con la caballería, cogiendo bagajes y muchos rezagados. También perecieron no pocos hombres, dinero y efectos a bordo de cinco trincaduras que tripularon los enemigos en Gijón, de las cuales se fueron cuatro a pique acometidas de un temporal harto recio. Por lo demás, las operaciones del sexto ejército en el invierno se limitaron a algunos amagos, a causa de lo riguroso de la estación, y en espera de los movimientos generales que preparaban los aliados. Mandábale como antes Don Francisco Javier Abadía, conservando la potestad suprema militar el general Castaños que, según indicamos, gozaba también de la del quinto y séptimo ejército. [Marginal: Proclama del general Castaños.] Trasladose este último jefe a Galicia, yendo de Ciudad Rodrigo por Portugal, y pisó a principios de abril aquel territorio. Para alentar con su presencia a los habitantes, juzgó del caso no solo tomar providencias militares y administrativas, sino también halagar los ánimos con la deleitable perspectiva de un mejor orden de cosas. Decíales, por tanto, en una proclama datada en Pontevedra a 14 de abril:[*] [Marginal: (* Ap. n. 19-1.)] «Mi buena suerte me proporciona ser quien ponga en ejecución en el reino de Galicia la nueva Constitución del imperio español, ese gran monumento del saber y energía de nuestros representantes en el Congreso nacional, que asegura nuestra libertad, y ha de ser el cimiento de nuestra gloria venidera.» [Marginal: Nueva entrada de los franceses en Asturias.] Volvieron los franceses a mediados de mayo a ocupar a Asturias; ya por lo que agradaba al general Bonnet residir en aquella provincia donde obraba con independencia casi absoluta, ya por disposición del mariscal Marmont, en busca de carnes de que escaseaba su ejército en Castilla. La permanencia entonces no fue larga ni tampoco tranquila, siendo de notar, entre otros hechos, la defensa que el coronel de Laredo, Don Francisco Rato, hizo en el convento de San Francisco de Villaviciosa contra el general Gauthier, que no pudo desalojarle de allí a la fuerza. Tuvo Bonnet que evacuar el principado en junio, aguijados los suyos hacia Salamanca por los movimientos de los anglo-portugueses. [Marginal: Su salida.] Verificaron los franceses la salida del lado de la costa, vía de Santander, temerosos de encontrar tropiezos si tomaban el camino de las montañas que parten términos con León. El mando del sexto ejército español, después de una corta interinidad del marqués de Portago, recayó de nuevo en Don José María de Santocildes con universal aplauso. [Marginal: Séptimo distrito.] Muchos continuaban siendo los reencuentros y choques de los diversos cuerpos y guerrillas que formaban el séptimo ejército bajo Don Gabriel de Mendizábal, quien, poniéndose al frente, cuándo de unas fuerzas cuándo de otras, juntábalas o las separaba según creía conveniente, estrechando en una ocasión a los franceses de Burgos mismo. [Marginal: Porlier.] De los jefes que le estaban subordinados, maniobraba Porlier, conforme hemos visto, al este de Asturias, siempre que el principado se hallaba en poder de enemigos, acudiendo en el caso contrario a los llanos de Castilla o a Santander, o bien embarcándose a bordo de buques ingleses y españoles en amago de algunos puntos de la costa. [Marginal: Otros caudillos.] Lo mismo ejecutaban en Cantabria el ya nombrado Don Juan López Campillo, con Salcedo, La Riva y otros varios caudillos. [Marginal: Junta de Vizcaya.] En las provincias Vascongadas instalose en febrero la junta del Señorío, que comúnmente residía ahora en Orduña. Por el esmero que dicha autoridad puso, y bajo la inspección del general Mendizábal, [Marginal: Renovales.] acabó Don Mariano Renovales de formar entonces tres batallones y un escuadrón, los primeros de a 1200 hombres cada uno, que empezaron a obrar en la actual primavera. Alimentáronse así los diversos focos de insurrección, creados ya antes en gran parte por la actividad y cuidado especial [Marginal: El Pastor.] del Pastor y Longa. En sus correrías, extendíase Renovales por la costa, mancomunando sus operaciones con las fuerzas marítimas británicas que a la orden de sir Home Popham cruzaban por aquellos mares; y hubo circunstancia en que ambos cerraron de cerca o escarmentaron a los franceses de Bilbao y otros puertos. Bien así como Don Gaspar Jáuregui [el Pastor], poco ha nombrado, a quien se debió, sostenido por dicho Popham, la toma en Lequeitio el 18 de junio, de un fuerte ganado por asalto, y la de un convento en donde se cogieron cañones, pertrechos y 290 prisioneros. Perseguían los enemigos con encono a las juntas de este séptimo distrito, que, auxiliadoras en gran manera de las guerrillas y cuerpos francos, fomentaban además el espíritu hostil de los habitadores por medio de impresos y periódicos publicados en los lugares recónditos en donde se albergaban. Así avínole terrible fracaso a la de Burgos, una de las más diligentes y tenaces. [Marginal: Individuos de la junta de Burgos ahorcados por los franceses.] Cuatro de sus vocales, Don Pedro Gordo, Don José Ortiz Covarrubias, Don Eulogio José Muro, y Don José Navas [nombres que no debe olvidar la historia] tuvieron la fatal desgracia de que, sorprendiéndolos los enemigos el 21 de marzo en Grado, los trasladasen a la ciudad de Soria y los arcabuceasen ilegal e inhumanamente, suspendiendo sus cadáveres en la horca. [Marginal: Venganza que toma Merino.] Irritado con razón Don Jerónimo Merino, adalid de aquellas partes, pasó por las armas a 110 prisioneros franceses: 20 por cada vocal de la junta, y los demás por otros dependientes de ella que igualmente sacrificó el francés. Tal retorno tiene la violenta saña. No querían entonces nuestros contrarios reconocer en el ciudadano español los derechos que a todo hombre asisten en la defensa de sus propios hogares, y trataban a los que no eran soldados como salteadores o rebeldes. [Marginal: Decretos notables de Napoleón. (* Ap. n. 19-2.)] Sin embargo, Napoleón, cuando en 1814 tocaba ya al borde de su ruina, dio un decreto en Fismes a 5 de marzo en el que decía:[*] «1.º Que todos los ciudadanos franceses estaban no solo autorizados a tomar las armas, sino obligados a hacerlo, como también a tocar al arma..., a reunirse, registrar los bosques, cortar los puentes, interceptar los caminos, y acometer al enemigo por flanco y espalda... 2.º Que todo ciudadano francés cogido por el enemigo y castigado de muerte sería vengado inmediatamente en represalia con la muerte de un prisionero enemigo». Otros decretos del mismo tenor acompañaron o precedieron a este, señaladamente uno en que se autorizaba el levantamiento en masa de varios departamentos, con facultad a los generales de permitir la formación de partidas y cuerpos francos. Defensa esta mejor que otra ninguna de la conducta de los españoles: lección dura para conquistadores sin previsión ni piedad, que en el devaneo de su encumbrada alteza prodigan improperios e imponen castigos a los hijos valerosos de un suelo profanado e injustamente invadido. [Marginal: Espoz y Mina.] En este séptimo distrito quédannos por referir algunos hechos de Don Francisco Espoz y Mina, no desmerecedores de los ya contados. A vueltas siempre con el enemigo pasaba aquel caudillo de una provincia a otra, juntaba su fuerza, la dispersaba, reuníala de nuevo, obrando también a veces en compañía de otros partidarios. En 11 de enero, presente Don Gabriel de Mendizábal, general en jefe del séptimo ejército, y en compañía de la partida de Don Francisco Longa, [Marginal: Acción de Sangüesa.] hizo Espoz y Mina firme rostro al enemigo a la derecha del río Aragón, inmediato a la ciudad de Sangüesa. Mandaba a los franceses el general Abbé, gobernador de Pamplona, quien, envuelto y acometido por todas partes, tuvo que salvarse al abrigo de la noche, después de perder 2 cañones y unos 400 hombres. [Marginal: Presa de un segundo convoy en Arlabán.] Aunque amalado, no cesó Espoz y Mina en sus lides, cogiendo en 9 de abril, de un modo muy notable, un convoy en Arlabán, lugar célebre por la sorpresa ya relatada del año anterior. Presentábanse para el logro de aquel intento varias dificultades: era una la misma victoria antes alcanzada, y otra un castillo que habían construido allí los franceses y artilládole con cuatro piezas. Cuidadoso Mina de alejar cualquiera sospecha, maniobró diestramente; y todavía le creían sus contrarios en el alto Aragón, cuando, haciendo en un día una marcha de 15 leguas de las largas de España, se presentó con sus batallones el 9 al quebrar del alba en las inmediaciones de Arlabán y pueblo de Salinas, en donde formó con su gente un círculo que pudiese rodear todo el convoy y fuerza enemiga. Cruchaga, segundo de Mina, contribuyó mucho a los preparativos, y opuso a la vanguardia de los contrarios al bravo y después mal aventurado comandante Don Francisco Ignacio Asura. Era el convoy muy considerable: escoltábanle 2000 hombres, llevaba muchos prisioneros españoles, y caminaba con él a Francia Mr. Deslandes, secretario de gabinete del rey intruso y portador de correspondencia importante. Al descubrir el convoy y tras la primera descarga, cerraron los españoles bayoneta calada con la columna enemiga, y punzáronla antes de que volviese de la primera sorpresa. Duró el combate solo una hora, destrozados los enemigos y acosados de todos lados. 600 de ellos quedaron tendidos en el campo, 150 prisioneros, y se cogió rico botín y 2 banderas. Parte de la retaguardia pudo ciar precipitadamente protegida por los fuegos del castillo de Arlabán. [Marginal: Muerte de Mr. Deslandes, secretario de José.] Mr. Deslandes, al querer salvarse saliendo de su coche, cayó muerto de un sablazo que le dio el subteniente Don León Mayo. Su esposa Doña Carlota Aranza fue respetada, con otras damas que allí iban. Cinco niños, de quienes se ignoraban los padres, enviolos Mina a Vitoria, diciendo en su parte al gobierno «estos angelitos, víctimas inocentes en los primeros pasos de su vida, han merecido de mi división todos los sentimientos de compasión y cariño que dictan la religión, la humanidad, edad tan tierna y suerte tan desventurada... Los niños por su candor tienen sobre mi alma el mayor ascendiente, y son la única fuerza que imprime y amolda el corazón guerrero de Cruchaga.» Expresiones que no pintan a los partidarios españoles tan hoscos y fieros como algunos han querido delinearlos. Poco antes, el general Dorsenne [que aunque tenía sus cuarteles en Valladolid, hacía excursiones en Vizcaya y Navarra], combinándose con tropas de Aragón y juntando en todo unos 20.000 hombres, penetró en el valle del Roncal, abrigo de enfermos y heridos, depósito de municiones de boca y guerra. Grande peligro estrechó entonces a Mina, que consiguió superar burlándose de los ardides y maniobras del francés, y ejecutar en seguida la empresa relatada de Arlabán. Tanto empeño en concluir del todo con Espoz, no solo lo motivaban los daños que de sus acometidas se seguían al enemigo, sino la resolución cada vez más clara de agregar a Francia la Navarra con las otras provincias de la izquierda del Ebro. Así se lo manifestó Dorsenne por este tiempo a las autoridades y cuerpos de Pamplona, entre los que varios replicaron oponiéndose con el mayor tesón. Esta resistencia, y los acontecimientos que sobrevinieron en el norte de Europa, impidieron que aquella determinación pasase a ejecución abierta. Después de lo de Arlabán se trasladó Mina al reino de Aragón y, habiéndose introducido en el pueblo de Robres, se vio cercado al amanecer del 23 de abril y casi cogido en la misma casa donde moraba, y en cuya puerta se defendió con la tranca no teniendo por de pronto otra arma, hasta que acudió en auxilio suyo su asistente, el bravo y fiel Luis, que, llamando al mismo tiempo a otros compañeros, le sacó del trance, y lograron todos esquivar la vigilancia y presteza de los enemigos. [Marginal: Muerte de Cruchaga.] Así siguió Mina de un lado a otro, y no paró antes de mediar mayo; en cuya sazón, habiéndose dirigido a Guipúzcoa, ocurrió la desgracia de que al penetrar por la carretera de Tolosa, en el pueblo de Ormáiztegui, una bala de cañón arrebatase las dos manos al esforzado Don Gregorio Cruchaga, de cuya grave herida murió a poco tiempo. También entonces en Santa Cruz de Campezo recibió Mina un balazo en el muslo derecho, por lo que estuvo privado de mandar hasta el inmediato agosto. Con esto respiraron los franceses algún trecho, necesario descanso a su mucha molestia. [Marginal: Medidas administrativas de Mina.] Si admira tanto guerrear, más destructivo y enfadoso para los franceses cuanto se asemejaba al de los pueblos primitivos en sus lides, igualmente eran de notar varios actos de la administración de Mina. Estableció este cerca de su campo casi todos los cuerpos y autoridades que residían antes en Pamplona, saltando de sitio en sitio al son de la guerra, pero desempeñando todos, no obstante, sus respectivos cargos con bastante regularidad, ya por la adhesión de los pueblos a la causa nacional, ya por el terror que infundía el solo nombre de Mina, cuya severidad frisaba a veces con cruel saña, si bien algo disculpable y forzosa en medio de los riesgos que le circuían y de los lazos que los enemigos le armaban. Cubría principalmente Espoz y Mina sus necesidades con los bienes que secuestraba a los reputados traidores, con las presas y botín tomado al enemigo, y con el producto de las aduanas fronterizas. Modo el último de sacar dinero, quizá nuevo en la económica de la guerra. Resultó de un convenio hecho con los mismos franceses según el cual, nombrándose por cada parte interesada un comisionado, se recaudaban y distribuían entre ellos los derechos de entrada y salida. Amigos y enemigos ganaban en el trato, con la ventaja de dejar más expedito el comercio. [Marginal: Juicio de Wellington sobre las guerrillas. (* Ap. n. 19-3.)] La utilidad y buenas resultas en la guerra de este fuego lento y devorador de las partidas reconocíalo Lord Wellington, quien decía por aquel tiempo en uno de sus pliegos, escrito en su acostumbrado lenguaje verídico, severo y frío.[*] «Las guerrillas obran muy activamente en todas las partes de España, y han sido felices muchas de sus últimas empresas contra el enemigo.» [Marginal: Movimiento de Wellington.] Dicho general proseguía con pausa en sacar ventaja de sus triunfos. Tomado que hubo a Ciudad Rodrigo, destruidos los trabajos de sitio, reparadas las brechas y abastecida la plaza, pensó moverse hacia el Alentejo, y emprender el asedio de Badajoz. Ejecutáronse los preparativos con el mayor sigilo, queriendo el general inglés no despertar el cuidado de los mariscales Soult y Marmont. Dispuesto todo, empezaron a ponerse en marcha las divisiones anglo-portuguesas, dejando solo una con algunos caballos en el Águeda. Lord Wellington salió el 5 de marzo, y sentó ya el 11 en Elvas su cuartel general. [Marginal: Pone el inglés sitio a Badajoz.] En seguida mandó echar un puente de barcas sobre el Guadiana, una legua por bajo de Badajoz; y pasando el río su tercera y cuarta división, embistieron estas la plaza, juntamente con la división ligera, el 16 del mismo marzo: agregóseles después la quinta, que era la que había quedado en Castilla. La primera, sexta y séptima con dos brigadas de caballería se adelantaron a los Santos, Zafra y Llerena, para contener cualquiera tentativa del mariscal Soult, al paso que el general Hill avanzó con su cuerpo desde los acantonamientos de Alburquerque a Mérida y Almendralejo, encargado de interponerse entre los mariscales Soult y Marmont, si, como era probable, trataban de unirse. Coadyuvó a este movimiento el quinto ejército español, cuyo cuartel general estaba en Valencia de Alcántara. El gobernador francés Philippon no solo había reparado las obras de Badajoz, sino que las había mejorado, y aumentado algunas. Por lo mismo, pareció a los ingleses preferible emprender el ataque por el baluarte de la Trinidad, que estaba más al descubierto y se hallaba más defectuoso, batiéndole de lejos, y confiando para lo demás en el valor de las tropas. Dicho ataque podía ejecutarse desde la altura en que estaba el reducto de la Picuriña, para lo cual menester era apoderarse de esta obra y unirla con la primera paralela; operación arriesgada, de cuyo éxito feliz dudó Lord Wellington. Metiéndose el tiempo en agua desde el 20 al 25, creció tanto Guadiana que se llevó el puente de barcas; a cuya desgracia añadiose también la de que el 19, haciendo los franceses una salida con 1500 infantes y 40 caballos, causaron confusión y destrozo en los trabajos. Con todo, los ingleses continuaron ocupándose en ellos con ahínco, y rompieron el fuego desde su primera paralela el 25, con 28 piezas en 6 baterías: 2 contra la Picuriña, y 4 para enfilar y destruir el frente atacado. Al anochecer del mismo día asaltaron los ingleses aquel fuerte, defendido por 250 hombres, y le tomaron. Establecidos aquí los sitiadores, abrieron a distancia de 130 toesas del cuerpo de la plaza la segunda paralela. En esta se plantaron baterías de brecha para abrir una en la cara derecha del baluarte de la Trinidad, y otra en el flanco izquierdo del de Santa María, situado a la diestra del primero. Los enemigos habían preparado por este lado, por donde corre el Rivillas, una inundación que se extendía a doscientas varas del recinto, y cuya esclusa la cubría el revellín de San Roque, colocado a la derecha de aquel río, y enfrente de la cortina de la Trinidad y San Pedro, en la cual también se trató de aportillar una tercera brecha. Los ingleses, para inutilizar la mencionada esclusa, quisieron asimismo apoderarse del revellín, pero tropezaron con dificultades que no pudieron remover de golpe. Prosiguió el sitiador sus trabajos hasta el 4 de abril, esforzándose el gobernador Philippon en impedir el progreso, y empleando para ello suma vigilancia, y todos los medios que le daba su valor y consumada experiencia. Mientras tanto, viniendo sobre Extremadura el mariscal Soult, aunque no ayudado todavía, como deseaba, por el mariscal Marmont, preparose Wellington a presentar batalla si se le acercaba, y resolviose a asaltar cuanto antes la plaza. Ya entonces estaban practicables las brechas. Por tres puntos principalmente debía empezarse la acometida: por el castillo, por la cara del baluarte de la Trinidad, y por el flanco del de Santa María. Encargábase la primera a la tercera división del mando de Picton, y las otras dos a las divisiones regidas por el teniente coronel Barnard, y el general Colville. Doscientos hombres de la guardia de trinchera tuvieron la orden de atacar el revellín de San Roque, y la quinta división, al cargo de Leith, la de llamar la atención del enemigo desde Pardaleras al Guadiana, sirviéndose al propio tiempo de una de sus brigadas para escalar el baluarte de San Vicente y su cortina hacia el río. [Marginal: Asalto dado a la plaza.] Diose principio a la embestida el 6 de abril a las diez de la noche, y le dieron los ingleses con su habitual brío. Escalaron el castillo, y le entraron después de tenaz resistencia. Enseñoreáronse también del revellín de San Roque, y llegaron por el lado occidental hasta el foso de las brechas; mas se pararon, estrellándose contra la maña y ardor francés. Allí apiñados, desoyendo ya la voz de sus jefes, sin ir adelante ni atrás, dejáronse acribillar largo rato con todo linaje de armas y mortíferos instrumentos. Apesadumbrado lord Wellington de tal contratiempo, iba a ordenar que se retirasen todos para aguardar al día, cuando le detuvo en el mismo instante el saber que Picton era ya dueño del castillo, e igualmente que sucediera bien el ataque que había dado una de las brigadas de la quinta división al mando de Walker, la cual, si bien a costa de mucha sangre, vacilaciones y fatiga, había escalado el baluarte de San Vicente y extendídose lo largo del muro. Incidente feliz que amenazando por la espalda a los franceses de las brechas, los aterró; y animó a los ingleses a acometerlas de nuevo y apoderarse de ellas. [Marginal: Tómanla los anglo-portugueses.] Lográronlo en efecto, y se rindió prisionera la guarnición enemiga. El general Philippon con los principales oficiales se recogió al fuerte de San Cristóbal y capituló en la mañana siguiente. Ascendía la guarnición francesa al principiar el sitio a unos 5000 hombres. Perecieron en él más de 800. Tuvieron los ingleses de pérdida, entre muertos y heridos, obra de 4900 combatientes: menoscabo enorme, padecido especialmente en los asaltos de las brechas. Los franceses desplegaron en este sitio suma bizarría y destreza: los ingleses sí lo primero, mas no lo último. Probolo el mal suceso que tuvieron en el asalto de las brechas, y su valor en el triunfo de la escalada. Así les acontecía comúnmente en los asedios de plazas. [Marginal: Maltratan a los vecinos.] Trataron bien los ingleses a sus contrarios: malamente a los vecinos de Badajoz. Aguardaban estos con impaciencia a sus libertadores, y preparáronles regalos y refrescos, no para evitar su furia, como han afirmado ciertos historiadores británicos, pues aquella no era de esperar de amigos y aliados, sino para agasajarlos y complacerlos. Más de cien habitantes de ambos sexos mataron allí los ingleses. Duró el pillaje y destrozo toda la noche del 6 y el siguiente día. Fueron desatendidas las exhortaciones de los jefes, y hasta lord Wellington se vio amenazado por las bayonetas de sus soldados que le impidieron entrar en la plaza a contener el desenfreno. Restableciose el orden un día después con tropas que de intento se trajeron de fuera. [Marginal: Gracias concedidas.] Sin embargo, las Cortes decretaron gracias al ejército inglés, no queriendo que se confundiesen los excesos del soldado con las ventajas que proporcionaba la reconquista de Badajoz. Condecoró la regencia a lord Wellington con la gran cruz de San Fernando. Pusieron los ingleses la plaza en manos del marqués de Monsalud, general de la provincia de Extremadura. [Marginal: Avanza Soult y se retira.] El 8 de aquel abril se había adelantado Soult hasta Villafranca de los Barros, y retrocedió mal enojado luego que supo la rendición de Badajoz; atacó el 11 a su caballería y la arrolló la inglesa. [Marginal: Acércanse los españoles a Sevilla.] Al propio tiempo el conde de Penne Villemur, con un trozo del quinto ejército español, se acercó a Sevilla por la derecha del Guadalquivir, y peleó con la guarnición francesa de aquella ciudad, y con la que había en el convento de la Cartuja. Culpose a Ballesteros de no haberle ayudado a tiempo por la otra orilla del río, y de ser causa de no arrojar de allí a los franceses. Retirose Penne Villemur el 10 por orden de Wellington, habiendo contribuido su movimiento a acelerar la retirada de Soult a Sevilla, después de dejar este a Drouet apostado entre Fuente Obejuna y Guadalcanal. [Marginal: Movimiento de Marmont hacia Ciudad Rodrigo.] Luego que acudió al sitio de Badajoz, como ya indicamos, la quinta división británica, no quedaron más tropas por el lado de Ciudad Rodrigo que algunas partidas y la gente de D. Carlos de España junto con el regimiento inglés primero de húsares, bajo el mayor general Alten, encargado de permanecer allí hasta fines de marzo. Pareciole, pues, al mariscal Marmont buena ocasión aquella de recuperar a Ciudad Rodrigo u Almeida, y de hacer una excursión en Portugal, más atento a mirar por las cosas de su distrito, que a socorrer a Badajoz que se hallaba comprendido en el del mariscal Soult, trabajados continuamente estos generales con rivalidades y celos. En aquel pensamiento partió Marmont de Salamanca asistido de 20.000 hombres, entre ellos 1200 de caballería. Intimó en vano la rendición a Ciudad Rodrigo, desde cuyo punto, no bien hubo apostado una división de bloqueo, se enderezó a Almeida, donde tampoco tuvo gran dicha. Muy estrechado se vio Don Carlos de España, colocado no lejos de Ciudad Rodrigo, y a duras penas pudo unirse con milicias portuguesas que habían pisado las riberas del Coa. Por su parte el mayor general Alten se retiró, y le siguió a la Beira baja la vanguardia francesa que entró el 12 de abril en Castello Branco, de donde volvió pies atrás. Pero Marmont habiendo espantado a las milicias portuguesas y dispersádolas, se adelantó más allá de Guarda, y llegó el 15 a la Lagiosa. Mayores hubieran sido entonces los estragos, si noticioso el general francés de la toma de Badajoz, no hubiera comenzado el 16 su retirada, levantado en seguida el bloqueo de Ciudad Rodrigo, y replegádose en fin a Salamanca. [Marginal: Wellington vuelve al Águeda.] Aguijole también a ello el haberse puesto en movimiento lord Wellington caminando al norte, después que Soult tornó a Sevilla. El general inglés sentó en breve sus cuarteles en Fuenteguinaldo, acantonando sus tropas entre el Águeda y el Coa. [Marginal: Destruye Hill las obras de los franceses en el Tajo.] Adelante Wellington en su plan de campaña, pero yendo poco a poco y con mesura, determinó embarazar y aun destruir las obras que aseguraban al enemigo el paso del Tajo en Extremadura, y por consiguiente sus comunicaciones con Castilla. Los franceses habían suplido en Almaraz el puente de piedra, antes volado, con otro de barcas, y afirmádole en ambas orillas de Tajo con dos fuertes, denominados Napoleón y Ragusa. A estas obras habían añadido otras, como lo era la reedificación y fortaleza de un castillo antiguo situado en el puerto de Miravete a una legua del puente, y único paso de carruajes. Encomendó Wellington la empresa al general Hill, que regía como antes el cuerpo aliado que maniobraba a la izquierda del Tajo. Le acompañó el marqués de Alameda, individuo de la junta de Extremadura, de quien no menos que del pueblo recibió Hill mucha ayuda y apoyo. Al despuntar del alba atacaron los ingleses el 19 de mayo y tomaron por asalto el fuerte de Napoleón, colocado en la orilla izquierda: lo cual infundió tal terror en los enemigos que abandonaron el de Ragusa, sito en la opuesta, huyendo la guarnición en el mayor desorden hacia Navalmoral. Cogieron los ingleses 250 prisioneros; arrasaron ambos fuertes; destruyeron el puente, y quemaron las demás obras, las oficinas y el maderaje que encontraron. Libertose el castillo de Miravete por su posición, que estorbaba se le tomase de sobresalto. Sacó la guarnición dos días después el general Darmagnac, del ejército francés del Centro, viniendo por la Puente del Arzobispo. Otros auxilios que intentaron enviar Marmont y Soult llegaron tarde. Con el triunfo alcanzado quitóseles a los franceses la mejor comunicación entre su ejército del Mediodía y el que llamaban de Portugal. [Marginal: Soult y Ballesteros.] Por su lado el mariscal Soult, de vuelta de Extremadura, había atendido a contener a Don Francisco Ballesteros; en particular después que Penne Villemur se había alejado de la margen derecha del Guadalquivir. El Don Francisco, desembocando del campo de Gibraltar para cooperar a los movimientos del último, había hecho alto en Utrera el 4 de abril, sin pasar adelante; con lo cual se dio tiempo a la llegada de Soult de Extremadura, y a que Penne Villemur se viese obligado a retroceder a sus anteriores puestos. Ballesteros hubo de hacer otro tanto y replegarse vía de la sierra de Ronda. Sin embargo, haciendo un movimiento rápido, [Marginal: Choques en Osuna y Álora.] tuvo la fortuna de escarmentar a los enemigos el 14 de abril en Osuna y Álora. En la primera ciudad se peleó en las calles, viéndose los franceses obligados a encerrarse en el fuerte que habían construido, picándoles de cerca, y avanzando hasta el segundo recinto el regimiento de Sigüenza a las órdenes de su valiente jefe Don Rafael Cevallos Escalera. Y en Álora, trabándose refriega con una división enemiga se le tomaron bagajes, dos cañones y algunos prisioneros. Lo mismo aconteció el 23 entre otra columna enemiga y la vanguardia española al cargo de Don Juan de la Cruz Mourgeon; la cual, en una reñida lid, y hasta el punto de llegar a la bayoneta, arrolló a los contrarios y les causó mucha pérdida y daño. Tales excursiones, marchas y embestidas, con lo que amagaba por Extremadura y Castilla, pusieron muy sobre aviso al mariscal Soult, quien temeroso de que Ballesteros fuese reforzado con nueva gente de desembarco y dificultase las comunicaciones entre Sevilla y las tropas sitiadoras de Cádiz, trató de asegurar la línea del Guadalete, fortificando con especialidad, y como paraje muy importante, a Bornos. Mandaba allí el general Conroux, teniendo bajo sus órdenes una división de 4500 hombres. Salió entonces Ballesteros de Gibraltar, bajo cuyo cañón había vuelto a guarecerse, y pensó en impedir los trabajos del enemigo y de tentar de nuevo la fortuna. [Marginal: Acción de Bornos o del Guadalete.] Así fue que avanzando vadeó el Guadalete el 1.º de junio, y acometió a los franceses en Bornos mismo. Embistieron valerosamente los primeros Don Juan de la Cruz Mourgeon y el príncipe de Anglona con la vanguardia y tercera división. Fueron al principio felices, mas ciando la izquierda, en donde mandaba D. José Aymerich y el marqués de las Cuevas, cundió el desmayo a las demás tropas y creció con un movimiento rápido y general de los enemigos sobre los nuestros, y el avance de su caballería, superior a la española, viniendo al trote y amagando nuestra retaguardia. Consiguieron, no obstante, las fuerzas de Ballesteros repasar el río, si bien algunos cuerpos con trabajo y a costa de sangre. Favoreció el repliegue D. Luis del Corral, que gobernaba los jinetes, quien se portó con tino y denodadamente; también sobresalió allí por su serenidad y brío Don Pedro Téllez Girón, príncipe de Anglona, deteniendo a los franceses en el paso del Guadalete, ayudado de algunas tropas y en especial del regimiento asturiano de Infiesto. Recordarse no menos debe el esclarecido porte de Don Rafael Cevallos Escalera, ya mencionado honrosamente en otros lugares, quien, mandando el batallón de granaderos del general, aunque herido en un muslo, siempre al frente de su cuerpo, menguado con bastantes pérdidas, avanzó de nuevo, recobró por sí mismo una pieza de artillería, sostúvola, y cuando vio cargaban muchos enemigos sobre el reducido número de su gente, no queriendo perder el cañón cogido, asiose a una de las ruedas de la cureña y defendiole gallardamente hasta que cayó tendido de un balazo junto a su trofeo. Las Cortes tributaron justos elogios a la memoria de Cevallos, y dispensaron premios a su afligida familia. No prosiguieron los enemigos el alcance, siendo considerable su pérdida, mas la nuestra ascendió a 1500 hombres, muchos en verdad extraviados. Seguro, entre tanto, Wellington de que los españoles, a pesar de infortunios y descalabros, distraerían a Soult por el mediodía, y de que, avituallado Badajoz y guarnecida la Extremadura con el cuerpo del general Hill y el quinto ejército, quedaría toda aquella provincia bastantemente cubierta, resolviose a marchar adelante por Castilla, y abrir una campaña importante, y tal vez decisiva. Animábale mucho lo que ocurría en el norte de Europa y los sucesos que de allí se anunciaban. [Marginal: Guerra entre Napoleón y la Rusia.] Conforme a lo que en el año pasado había indicado en Cádiz Don Francisco de Cea Bermúdez, disponíase la Rusia a sustentar guerra a muerte contra Napoleón. El desasosiego de este, su desapoderada ambición, el anhelo por dominar a su antojo la Europa toda, eran la verdadera y fundamental causa de las desavenencias suscitadas entre las cortes de París y San Petersburgo. Mas los pretextos que Napoleón alegaba nacían: 1.º, de un ukase del emperador de Rusia de 31 de diciembre de 1810, que destruía en parte el sistema continental adoptado por la Francia en perjuicio del comercio marítimo; 2.º, una protesta de Alejandro contra la reunión que Bonaparte había resuelto del ducado de Oldemburgo; y 3.º, los armamentos de Rusia. Figurábase el emperador francés que una batalla ganada en las márgenes del Niemen amansaría aquella potencia y le daría a él lugar para redondear sus planes respecto de la Polonia y de la Alemania, y continuar sin obstáculo en adoptar otros nuevos, siguiendo una carrera que no tenía ya otros límites que los de su propia ruina. Pero el emperador Alejandro, amaestrado con la experiencia, y trayendo siempre a la memoria el ejemplo de España, en donde la guerra se prolongaba indefinidamente convertida en nacional, y en donde Wellington iba consumiendo con su prudencia las mejores tropas de Napoleón, no pensaba aventurar en una acción sola la suerte y el honor de la Rusia. [Marginal: Opinión en Alemania.] Aunque todavía tranquila, podía también la Alemania entrar en una guerra contra la Francia, según cálculo de buenas probabilidades. Llevaba allí muy a mal el pueblo la insolencia del conquistador y la influencia extranjera, y se lamentaba de que los gobiernos doblasen la cerviz tan sumisamente. Alentados con eso ciertos hombres atrevidos que deseaban en Alemania dar rumbo ventajoso a la disposición nacional, empezaron a prepararse, pero a las calladas, por medio de sociedades secretas. Parece que una de las primeras establecidas, centro de las demás, fue la llamada de _Amigos de la virtud_. Advirtiéronse ya sus efectos y se vislumbraron chispazos en 1809, en cuyo año, a ejemplo de España, plantaron bandera de ventura Katt, Darnberg, Schill, y hasta el duque mismo Guillermo de Brunswick. Tuvieron tales empresas éxito desgraciado, mas no por eso acabó el fomes, siendo imposible extirparle a la policía vigilante de Napoleón, pues se hallaba como connaturalizado con todos los alemanes y no repugnaba ni a los generales, ni a los ministros, ni a príncipes esclarecidos, que le excitaban, si bien muy encubiertamente. Una victoria de los rusos o un favorable incidente bastaba para que prendiese la llama, tanto más fácil de propagarse, cuanto mayores y más extendidos eran los medios de abrirle paso. [Marginal: Medidas preventivas de Napoleón.] Por tanto, Napoleón procuró impedir en lo posible una manifestación cualquiera de insurrección popular, más peligrosa al comenzar la guerra en el norte. Creyó, pues, oportuno y prudente tomar prendas que fuesen seguro de la obediencia. Así que se enseñoreó sucesivamente de varias plazas de Alemania en los meses de febrero y marzo, y concluyó tratados de alianza con Prusia y Austria, persuadiéndose que afianzaba de este modo la base de su vasto y militar movimiento contra el imperio ruso. No le sucedía tan bien en cuanto a las potencias que formaban, por decirlo así, las alas: Suecia y Turquía. Con la primera no pudo entenderse, y antes bien se enajenaron las voluntades a punto de que dicho gobierno, no obstante hallarse a su frente un príncipe francés [Bernardotte], firmó con la Rusia un tratado en marzo del mismo año. Con la segunda tampoco alcanzó Bonaparte ninguna ventaja, porque, si bien en un principio mantenía guerra el Sultán con el emperador Alejandro, irritado después con los efugios y tergiversaciones del gabinete de Francia, y acariciado por la Inglaterra, hizo la paz y terminó sus altercados con Rusia en virtud de un tratado concluido en Bucarest, al finalizar mayo. [Marginal: Proposiciones de Napoleón a la Inglaterra.] Napoleón, aunque decidido a la guerra, deseoso sin embargo de aparentar moderación, dio, antes de romper las hostilidades, un paso ostensible en favor de la paz. Tal era su costumbre al emprender nuevas campañas; mas siempre en términos inadmisibles. Dirigiéronse las proposiciones al gabinete inglés, cuya política no había variado aun después de haber hecho dejación este año de su puesto el marqués de Wellesley, fundándose en que no se suministraban a su hermano Lord Wellington medios bastante abundantes para proseguir la guerra con mayor tesón y esfuerzo. Las propuestas del gobierno francés, hechas en 17 de abril, las recibió lord Castlereagh, ministro a la sazón de negocios extranjeros. En ellas, tras de un largo preámbulo, considerábanse los asuntos de la península española y los de las dos Sicilias como los más difíciles de arreglarse, por lo cual se proponía un ajuste apoyado en las siguientes bases: «1.ª [decía el gabinete de las Tullerías]: Se garantirá la integridad de la España. La Francia renunciará toda idea de extender sus dominios al otro lado de los Pirineos. La presente dinastía será declarada independiente, y la España se gobernará por una Constitución nacional de Cortes. Serán igualmente garantidas la independencia e integridad de Portugal, y la autoridad soberana la obtendrá la casa de Braganza. 2.ª El reino de Nápoles permanecerá en posesión del monarca presente, y el reino de Sicilia será garantido en favor de la actual familia de Sicilia. Como consecuencia de estas estipulaciones la España, Portugal y la Sicilia serán evacuadas por las fuerzas navales y de tierra, tanto de la Francia como de la Inglaterra.» [Marginal: Contestación.] Con fecha de 23 del mismo abril contestó lord Castlereagh, a nombre del príncipe regente de Inglaterra [que ejercía la autoridad real por la incapacidad mental que había sobrevenido años atrás a su augusto padre], que «si, como se lo recelaba su alteza real, el significado de la proposición: _la dinastía actual será declarada independiente, y la España gobernada por una Constitución nacional de Cortes_, era que la autoridad real de España y su gobierno serían reconocidos como residiendo en el hermano del que gobernaba la Francia y de las Cortes reunidas bajo su autoridad, y no como residiendo en su legítimo monarca Fernando VII y sus herederos, y las Cortes generales y extraordinarias que actualmente representaban a la nación española; se le mandaba que franca y expeditamente declarase a S. E. [el duque de Basano] que las obligaciones que imponía la buena fe apartaban a S. A. R. de admitir para la paz proposiciones que se fundasen sobre una base semejante. Que «si las expresiones referidas se aplicasen al gobierno que existía en España, y que obraba bajo el nombre de Fernando VII; en este caso, después de haberlo así asegurado S. E., S. A. R. estaría pronto a manifestar plenamente sus intenciones sobre las bases que habían sido propuestas a su consideración...» No entró lord Castlereagh a tratar de los demás puntos, como dependientes de este más principal, y la negociación tampoco tuvo otras resultas; debiendo las armas continuar en su impetuoso curso. [Marginal: Empieza la guerra de Francia con Rusia.] De consiguiente, el emperador francés, prevenido y aderezado para la campaña, salió de París el 9 de mayo, y después de haberse detenido hasta últimos del mes en Dresde, donde recibió el homenaje y cumplidos de los principales soberanos de Alemania, encaminose al Niemen, límite de la Rusia. Más de 600.000 hombres tomaban el mismo rumbo, entre ellos unos pocos españoles y portugueses, reliquias de los regimientos de la división de Romana que quedaron en el norte, y de la del marqués de Alorna que salió de Portugal en 1808, con algunos prisioneros que de grado o fuerza se les habían unido. De tan inmenso tropel de gente armada 480.000 hombres estaban ya presentes, y comenzaron a pasar el Niemen en la noche del 23 al 24 de junio, siendo Napoleón quien primero invadió el territorio ruso y dio la señal de guerra; señal que resonó por el ámbito de aquel imperio y fue principio de tantas mudanzas y trastornos. [Marginal: Influjo de esta guerra respecto de España.] En medio de la confianza que inspiraba a Napoleón su constante y venturoso hado, obligáronle las circunstancias a aflojar, por lo menos temporalmente, en el proyecto de ir agregando a Francia las provincias de España. Sin embargo, aferrado en sus decisiones primeras, no varió ni tomó ahora esta sino muy entrada la primavera y cuando ya había fijado el momento de romper con Rusia. Notose, por lo mismo, que José continuaba quejándose, aun en los primeros meses del año, del porte de su hermano, resaltando su descontento en las cartas interceptadas a su desgraciado secretario Mr. Deslandes. Entre ellas, las más curiosas eran dos escritas a su esposa y una al emperador; todas tres de fecha 23 de marzo. Y la última inclusa en una de las primeras, con la advertencia de solo entregarla en el caso de que «se publicase el decreto de reunión [son sus expresiones], y de que se publicase en la Gaceta.» Por la palabra «reunión» entendía José la de las provincias del Ebro a Francia, pues aunque estas, según hemos visto, sobre todo Cataluña, se consideraban ya como agregadas, no se había anunciado de oficio aquella resolución en los papeles públicos. En la carta a su hermano le pedía José «que le permitiese deponer en sus manos los derechos que se había dignado transmitirle a la corona de España hacía cuatro años; porque no habiendo tenido otro objeto en aceptarla que la felicidad de tan vasta monarquía, no estaba en su mano el realizarla». Explayaba en la otra carta a su esposa el mismo pensamiento, e indicaba la ocasión que le obligaría a permanecer en España, y las condiciones que para ello juzgaba necesarias. Decía: 1.º: «Si el emperador tiene guerra con Rusia y me cree útil aquí, me quedo con el mando general y con la administración general. Si tiene guerra y no me da el mando, y no me deja la administración del país, deseo volver a Francia.» 2.º: «Si no se verifica la guerra con Rusia y el emperador me da el mando, o no me lo da, también me quedo; mientras no se exija de mí cosa alguna que pueda hacer creer que consiento en el desmembramiento de la monarquía, y se me dejen bastantes tropas y territorio, y se me envíe el millón de préstamo mensual que se me ha prometido... Un decreto de reunión del Ebro que me llegase de improviso, me haría ponerme en camino al día siguiente. Si el emperador difiere sus proyectos hasta la paz, que me dé los medios de existir durante la guerra.» Triste situación y necesaria consecuencia de haber aceptado un trono que afirmaba solo la fuerza extraña; debiendo advertirse que la hidalguía de pensamientos que José mostraba respecto de la desmembración de España desaparecía con el periodo último de la postrer carta; pues en su contexto ya no manifiesta aquel oposición a la providencia en sí misma, sino a la oportunidad y tiempo de ejecutarla. De poco hubieran servido los duelos y plegarias de José, si los acontecimientos del norte no hubieran venido en su ayuda. Napoleón, atento a eso, pero sin alterar las medidas tomadas respecto de Cataluña y otras partes, cedió en algo a la necesidad, y autorizó a su hermano con el mando de las tropas; dejándole en todo mayores ensanches, y aun consintiendo que entrase en habla con las Cortes y el gobierno nacional. Hicimos antes mención del origen de semejantes tratos, y de la repulsa que recibieron las primeras proposiciones. No por eso desistieron de su intento los emisarios de José en Cádiz, animados con el disgusto que produjo la caída de Valencia en todo el reino, con el que produciría en el mismo Cádiz el incesante bombardeo, y esperanzados también en las alteraciones que consigo trajese en la política la regencia últimamente nombrada. Dos eran los principales medios de que solían valerse dichos emisarios; uno, procurar influir en las determinaciones del gobierno o empantanarlas; otro, agitar la opinión con falsas nuevas, con el abuso de la imprenta o con otros arbitrios; sirviéndose para ello a veces de logias masónicas establecidas en Cádiz. [Marginal: Sociedades secretas.] Apenas había tomado arraigo ni casi se conocía en España esta institución antes de 1808; perseguida por el gobierno y por la Inquisición. Tampoco ni ella ni ninguna otra sociedad secreta coadyuvaron al levantamiento contra los franceses, ni tuvieron parte; pues entonces todos se entendían como por encanto y no se requería sigilo ni comunicación expresa en donde reinaba universalmente correspondencia natural y simultánea. Derramados los franceses por la península, fundaron logias masónicas en las ciudades principales del reino, y convirtieron ese instituto de pura beneficencia, en instrumento que ayudase a su parcialidad. Trataron luego de extender las logias a los puntos donde regía el gobierno nacional; proyecto más hacedero después que la libertad fundada por las Cortes estorbaba que se tomasen providencias arbitrarias o demasiado rigurosas. Fue Cádiz uno de los sitios en que más paró la consideración el gobierno intruso para propagar la francmasonería. Dos eran las logias principales, y una sobre todo se mostraba aviesa a la causa nacional y afecta a la de José. Celábalas el gobierno, y el influjo de ellas era limitado, porque ni los individuos conspicuos de la potestad ejecutiva, ni los diputados de Cortes, excepto alguno que otro por América, aficionado a la perturbación, entraron en las sociedades secretas. Y es de notar que así como estas no soplaron el fuego para el levantamiento de 1808, tampoco intervinieron en el establecimiento de la Constitución y de las libertades públicas. Lo contrario de Alemania: diferencia que se explica por la diversa situación de ambas naciones. Hallábase la última agobiada y opresa antes de poder sublevarse; y España revolviose a tiempo y primero que la coyunda francesa pesase del todo sobre su cuello. Más adelante, cuando otra de distinta naturaleza vino a abrumarle en el aciago año de 1814, se recurrió también entre nosotros al mismo medio de comunicación y a los mismos manejos que en Alemania: representando gran papel las sociedades secretas en las repetidas tentativas que hubo después, enderezadas a derrocar de su asiento al gobierno absoluto. [Marginal: Esperanzas del partido de José en los tratos con Cádiz.] Lisonjeábanse los emisarios de José de alcanzar más pronto sus fines por medio de la nueva regencia, en especial al llegar en junio a presidirla, de Inglaterra, el duque del Infantado. No porque este prócer se doblase a transigir con el enemigo, ni menos quisiera faltar a lo que debía a la independencia de su patria, sino porque, distraído y flojo, daba lugar a que se formasen en su derredor tramoyas y conjuras. Igualmente esperaban los mismos emisarios sorprender la buena fe de cierto ministro, y sobre todo contaban con el favor de otro, quien, travieso y codicioso de dinero y honores, no se mostraba hosco a la causa del intruso José. Omitiremos estampar aquí el nombre por carecer de pruebas materiales que afiancen nuestro aserto, ya que no de muchas morales. Lo cierto es que en la primavera y entradas de verano se duplicaron los manejos, las idas y venidas, en disposición de que el canónigo Peña, ya mencionado en otro libro, consiguió pasar a Galicia con el título de vicario de aquel ejército, resultando de aquí que él y los demás emisarios de José, anunciasen a este, como si fuera a nombre del gobierno de Cádiz, el principio de una negociación, y la propuesta de nombrar por ambas partes comisionados que se avocasen, y tratasen de la materia siempre que se guardara el mayor sigilo. Debían verificarse las vistas de dichos comisionados en las fronteras de Portugal y Castilla, obligándose José a establecer un gobierno representativo fundado sobre bases consentidas recíprocamente, o bien a aceptar la Constitución promulgada en Cádiz con las modificaciones y mejoras que se creyesen necesarias. Ignoraban las Cortes semejante negociación, o, por mejor decir, embrollo, y podemos aseverar que también lo ignoraba la regencia en cuerpo. Todo procedía de donde hemos indicado, de cierta dama amiga del duque del Infantado, y de alguno que otro sujeto muy revolvedor. Quizá había también entre las personas que tal trataban, hombres de buena fe que, no creyendo ya posible resistir a los franceses, y obrando con buena intención, querían proporcionar a España el mejor partido en tamaño aprieto. No faltaban asimismo quienes viviendo de las larguezas de Madrid, a fin de que estas durasen, abultaban y encarecían más allá de la realidad las promesas que se les hicieran. Tantas en efecto fueron las que a José le anunciaron sus emisarios, que hasta le ofrecieron granjear la voluntad de alguno de nuestros generales. A este propósito, y al de avistarse con los comisionados que se esperaban de Cádiz, nombró José por su parte otros; entre ellos a un abogado de apellido Pardo [Marginal: Desvanécense.] que, si bien llegó a salir de Madrid, tuvo a poco que pararse y desandar su camino, noticioso en Valladolid de la batalla de Salamanca. Suceso que deshizo y desbarató como de un soplo tales enredos y maquinaciones. [Marginal: Aserción falsa del memorial de Santa Elena.] Preséntanse siempre muy oscuros semejantes negocios, y dificultoso es ponerlos en claro. Por eso nos hemos abstenido de narrar otros hechos que se nos han comunicado, refiriendo solo y con tiento los que tenemos por seguros. Basta ya lo que hubo para que escritores franceses hayan asegurado que las Cortes se metieron en tratos con José; [Marginal: (* Ap. n. 19-4.)] e igualmente para que en el Memorial de Santa Elena ponga Mr. de Las Cases en boca de Napoleón [*] «que las Cortes [por el tiempo en que vamos] negociaban en secreto con los franceses.» Aserción falsísima y calumniosa: pues, repetimos, y nunca nos cansaremos de repetir lo ya dicho en otro libro, que para todo tenían poder y facultades las Cortes y el gobierno de Cádiz menos para transigir y componerse con el rey intruso: por cuya imprudencia, que justamente se hubiera tachado luego de traición, hubiérales impuesto la furia española un ejemplar y merecido castigo. [Marginal: Proyecto de José de convocar Cortes.] Ni José mismo tuvo nunca gran confianza, al parecer, en la buena salida de tales negociaciones, pues pensaba por sí juntar Cortes en Madrid, siguiendo el consejo del ministro Azanza que le decía ser ese el medio de levantar _altar contra altar_. Ya antes había nombrado José una comisión que se ocupase en el modo y forma de convocar las Cortes, y ahora se provocaron por su gobierno súplicas para lo mismo. Así fue que el ayuntamiento de Madrid en 7 de mayo, y una diputación de Valencia en 19 de julio, pidieron solemnemente el llamamiento de aquel cuerpo. Contestó José a los individuos de la última, «que los deseos que expresaban de la reunión de Cortes eran los de la mayoría inmensa de la nación, y los de la parte instruida, y que S. M. los tomaría en consideración para ocuparse seriamente de ellos en un momento oportuno.» Añadió: «que estas Cortes serían más numerosas que cuantas se habían celebrado en España...» Los acontecimientos militares, el temor a Napoleón, que hasta en sus mayores apuros repugnaba la congregación de cuerpos populares, y también los obstáculos que ofrecían los pueblos para nombrar representantes llamados por el gobierno intruso, estorbaron la realización de semejantes Cortes, y aun su convocatoria. [Marginal: Escasez y hambre, sobre todo en Madrid.] De todas maneras inútiles e infructuosos parecían cuantos planes y beneficios se ideasen por un gobierno que no podía sostenerse sin puntal extranjero. Entre las plagas que ahora afligían a la nación, y que eran consecuencia de la guerra y devastación francesa, aparecían entre las más terribles la escasez y su compañera el hambre. Apuntamos cómo principió en el año pasado. En este llegó a su colmo, especialmente en Madrid, donde costaba en primeros de marzo el pan de dos libras a 8 y 9 reales, ascendiendo en seguida a 12 y 13. Hubo ocasión en que se pagaba la fanega de trigo a 530 y 540 reales; encareciéndose los demás víveres en proporción y yendo la penuria a tan grande aumento que aun los tronchos de berzas y otros desperdicios tomaron valor en los cambios y permutas, y se buscaban con ansia. La miseria se mostraba por calles y plazas, y se mostraba espantosa. Hormigueaban los pobres, en cuyos rostros representábase la muerte, acabando muchos por expirar desfallecidos y ahilados. Mujeres, religiosos, magistrados, personas antes en altos empleos, mendigaban por todas partes el indispensable sustento. La mortandad subió por manera que desde el septiembre de 1811 que comenzó el hambre hasta el julio inmediato, sepultáronse en Madrid unos 20.000 cadáveres; estrago tanto más asombroso cuanto la población había menguado con la emigración y las desdichas. La policía atemorizábase de cualquier reunión que hubiese, y puso 200 ducados de multa a los dueños de tiendas si permitían que delante se detuviesen las gentes, según es costumbre en Madrid, particularmente en la Puerta del Sol. Presentaba en consecuencia la capital cuadro asqueroso, triste y horrendo, que partía el corazón. Deformábanla hasta los mismos derribos de casas y edificios, que, si bien se ordenaban para hermosear ciertos barrios, como nunca se cumplían los planes quedaban solo las ruinas y el desamparo. [Marginal: Providencias desastrosas.] No era factible al gobierno de José reparar ahora tan profundos males, ni tampoco aquietar el desasosiego que asomaba con motivo de buscar alimento. La escasez provenía de malas cosechas anteriores, de los destrozos de la guerra y sus resultas, de muchas medidas administrativas, poco cuerdas y casi siempre arbitrarias. Hablamos de las providencias de monopolio y logrería que tomó el gobierno intruso en el año pasado: las mismas continuaron en este, acopiándose granos para los ejércitos franceses, y encajonando a este fin galleta en Madrid mismo, cuando faltaba a los naturales pan que llevar a la boca. Las contribuciones, en vez de aminorarse, crecían; pues, además de las anteriores ordinarias y extraordinarias, y de una organización y aumento en la del sello, mandó José, antes de finalizar junio, a las seis prefecturas de Madrid, Cuenca, Guadalajara, Toledo, Ciudad Real y Segovia [que era a donde llegaba su verdadero dominio], que sin demora ni excusa aprontasen 570.000 fanegas de trigo, 275.000 de cebada y 73.000.000 de reales en metálico; cuya carga en su totalidad, aun regulando el grano a menos de la mitad del precio corriente, pasaba de 250.000.000 de reales; exacción que hubiera convertido en vasto desierto país tan devastado, pero que no se realizó por los sucesos que sobrevinieron, [Marginal: (* Ap. n. 19-5.)] y porque, según hermosamente dice el rey Don Alonso:[*] «lo que es además no puede durar.» [Marginal: Escasez en las provincias.] En las provincias sometidas a los franceses, sobre todo en las centrales, la carestía y miseria corría parejas con la de Madrid. Casi a lo mismo que en esta capital valía el grano en Castilla la Vieja. En Aragón andaba la fanega de trigo a 450 reales, y no quedó en zaga en las Andalucías, si a veces no excedió. Hubo que custodiar en la ciudad de Sevilla las casas de los panaderos; y en aquel reino ya antes había mandado Soult que se hiciesen las siembras, como también aconteció en otras partes; porque al cultivador faltábale para ejecutar las labores semilla o ánimo, privado a cada paso del fruto de su sudor. Más adelante haremos mención, según se vayan desocupando las provincias, y según esté a nuestro alcance, de las contribuciones que los pueblos pagaron, de las derramas que padecieron. Cúmulo de males todos ellos que asolaban las provincias ocupadas, y las transformaban en cadáveres descarnados. [Marginal: Abundancia y alegría en Cádiz.] ¡Cuán otro semblante ofrecía Cádiz, a pesar del sitio y de los proyectiles que caían! Gozábase allí de libertad, reinaba la alegría, arribaban a su puerto mercaderías de ambos mundos, abastábanle víveres de todas clases, hasta de los más regalados; de suerte que ni la nieve faltaba, traída por mar de montañas distantes, para hacer sorbetes y aguas heladas. Sucedíanse sin interrupción las fiestas y diversiones, y no se suspendieron ni los toros ni las comedias; construyéndose al intento del lado del mar una nueva plaza de toros, y un teatro fuera del alcance de las bombas, para que se entregasen los habitantes con entero sosiego al entretenimiento y holganza. [Marginal: Tareas de las Cortes.] Allí las Cortes prosiguieron atareadas con aplauso muy universal. Organizar conforme a la Constitución las corporaciones supremas del reino, no menos que la potestad judicial y el gobierno económico de los pueblos, con los ramos dependientes de troncos tan principales, fue lo que llamó en estos meses la atención primera. Expidiéronse pues reglamentos individualizados y extensos para el consejo de Estado y tribunal supremo de justicia. Los recibieron también los tribunales especiales de guerra y marina, de hacienda y de órdenes, conocidos antes bajo el nombre de consejos; los cuales quedaron en pie, o por ser necesarios a la buena administración del estado, o por no haberse aún admitido ciertas reformas que se requería precediesen a su entera o parcial abolición. Las audiencias, los juzgados de primera instancia y sus dependencias se ordenaron y fueron planteando bajo una nueva forma. En el ramo económico y gobernación de los pueblos se deslindaron por menor las facultades que le competían, y se dieron reglas a las diputaciones y ayuntamientos. Faena enredosa y larga en una monarquía tan vasta que abrazaba entonces ambos hemisferios, de situación y climas tan lejanos, de prácticas y costumbres tan diferentes. [Marginal: Libertad de la imprenta y sus abusos.] Abusos de la libertad de imprenta dieron ocasión a disgustos y altercados, y acabaron por excitar vivos debates sobre restablecer o no la Inquisición. A tanto llegó por una parte el desliz de ciertos escritores, y a tanto por otra la ceguedad de hombres fanáticos o apasionados. Se publicaban en Cádiz, sin contar los de las provincias, periódicos que salían a luz todos los días, o con intervalos más o menos largos. Pocos había que conservasen el justo medio, y no se sintiesen del partido a que pertenecían. Entre los que sustentaban las doctrinas liberales distinguíanse el Semanario patriótico, que apareció de nuevo después de juntas las Cortes, el Conciso, el Redactor de Cádiz, el Tribuno y otros varios. Publicaba uno el estado mayor general, moderado y circunscrito comúnmente al ramo de su incumbencia. Se imprimía otro bajo el nombre del Robespierre, cuyo título basta por sí solo para denotar lo exagerado y violento de sus opiniones. En contraposición, daban a la prensa y circulaban los del bando adverso periódicos no menos furiosos y desaforados. Tales eran el Diario mercantil, el Censor y el Procurador de la Nación y del Rey, que se publicó más tarde, y superó a todos en iracundos arranques y en personalidades. Otros papeles sueltos, o que formaban parte de un cuerpo de obra, salían a luz de cuando en cuando, como las Cartas del Filósofo rancio, sustentáculo de las doctrinas que indicaba su título; el Tomista en las Cortes, producción notable concebida en sentir opuesto; y la Inquisición sin máscara, cuyo autor, enemigo de aquel establecimiento, le impugnaba despojándole de todo disfraz o velo, con copia de argumentos y citas escogidas. Semejantes escritos u opúsculos arrojaban de sí mucha claridad y difundían bastantes conocimientos, mas no sin suscitar a veces reyertas que encancerasen los ánimos. Males inseparables de la libertad, sobre todo en un principio, pero preferibles por el desarrollo e impulso que imprimen, al encogimiento y aniquilación de la servidumbre. [Marginal: Diccionario manual, y Diccionario crítico-burlesco.] Pararon mucho en este tiempo la consideración pública dos producciones intituladas, la una «Diccionario razonado manual», y la otra «Diccionario crítico-burlesco», no tanto la primera por su mérito intrínseco, como por la contestación que recibió en la segunda, y por el estruendo que ambas movieron. El Diccionario manual, parto de una alma aviesa, enderezábase a sostener doctrinas añejas, interpretadas según la mejor conveniencia del autor. Censuraba amargamente a las Cortes y sus providencias, no respetaba a los individuos, y bajo pretexto de defender la religión, perjudicábala en realidad, y la insultaba quizá no menos que al entendimiento. Guardar silencio hubiera sido la mejor respuesta a tales invectivas; pero Don Bartolomé Gallardo, bibliotecario de las Cortes, hombre de ingenio agudo mas de natural acerbo, y que manejaba la lengua con pureza y chiste, muy acreditado poco antes con motivo de un folleto satírico y festivo nombrado «Apología de los palos», quiso refutar, ridiculizándole, al autor de la mencionada obra. Hízolo por medio de la que intituló «Diccionario crítico-burlesco», en la que desgraciadamente no se limitó a patentizar las falsas doctrinas y las calumnias de su adversario, y a quitarle el barniz de hipocresía con que se disfrazaba, sino que se propasó, rozándose con los dogmas religiosos, e imitando a ciertos escritores franceses del siglo XVIII. Conducta que reprobaba el filósofo por inoportuna, el hombre de estado por indiscreta, y por muy escandalosa el hombre religioso y pío. Los que buscaban ocasión para tachar de incrédulos a algunos de los que gobernaban y a muchos diputados, halláronla ahora, y la hallaron al parecer plausible por ser el Don Bartolomé bibliotecario de Cortes, y llevar con eso trazas de haber impreso el libro con anuencia de ciertos vocales. Presunción infundada, porque no era Gallardo hombre de pedir ni de escuchar consejos; y en este lance obró por sí, no mostrando a nadie aquellos artículos que hubieran podido merecer la censura de varones prudentes o timoratos. [Marginal: Sensación que causa el Diccionario crítico-burlesco.] La publicación del libro produjo en Cádiz sensación extrema, y contraria a lo que el autor esperaba. Desaprobose universalmente, y la voz popular no tardó en penetrar y subir hasta las Cortes. [Marginal: Sesión de Cortes, y resolución que provoca.] En una sesión secreta celebrada el 18 de abril fue cuando allí se oyeron los primeros clamores. Vivos y agudos salieron de la boca de muchos diputados, de cuyas resultas enzarzáronse graves y largos debates. Había señores que querían se saltase por encima de todos los trámites, y se impusiese al autor un ejemplar castigo. Otros más cuerdos los apaciguaron, y consiguieron que se ciñese la providencia de las Cortes a excitar con esfuerzo la atención del gobierno. Ejecutose así en términos severos, que fueron los siguientes: «que se manifieste a la regencia la amargura y sentimiento que ha producido a las Cortes la publicación de un impreso titulado «Diccionario crítico-burlesco», y que en resultando comprobados debidamente los insultos que pueda sufrir la religión por este escrito, proceda con la brevedad que corresponda a reparar sus males con todo el rigor que prescriben las leyes; dando cuenta a las Cortes de todo para su tranquilidad y sosiego.» Aunque impropia de las Cortes semejante resolución, y ajena quizá de sus facultades, no hubiera ella tenido trascendencia muy general, si hombres fanáticos o que aparentaban serlo, validos de tan inesperada ocurrencia, no se hubiesen cebado ya con la esperanza de establecer la Inquisición. Nunca en efecto se les había presentado coyuntura más favorable; cuando atizando unos y atemorizados otros, casi faltaba arrimo a los que no cambian de opinión o la modifican por solo los extravíos o errores de un individuo. [Marginal: Tentativa para restablecer la Inquisición.] En la sesión pública de 22 de abril levantose, pues, a provocar el restablecimiento del Santo Oficio Don Francisco Riesco, inquisidor del tribunal de Llerena, hombre sano y bien intencionado, pero afecto a la corporación a que pertenecía. No era el Don Francisco sino un echadizo; detrás venía todo el partido antirreformador, engrosado esta vez con muchos tímidos, y dispuesto a ganar por sorpresa la votación. Pero antes de referir lo que entonces pasó, conviene detenernos y contar el estado de la Inquisición en España desde el levantamiento de 1808. [Marginal: Estado de aquel tribunal.] En aquel tiempo hallose el tribunal como suspendido. Le quiso poner en ejercicio, según insinuamos, la Junta central, cuando en un principio, inclinando a ideas rancias, nombró por inquisidor general al obispo de Orense. Pero entonces además del impedimento que presentaron los sucesos de la guerra, tropezose con otra dificultad. Nombraban los papas a propuesta del rey los inquisidores generales, y les expedían bulas atribuyéndoles a ellos solos la omnímoda jurisdicción eclesiástica; de manera que no podían reputarse los demás inquisidores sino meros consejeros suyos. Estos, sin embargo, sostenían que en la vacante correspondía la jurisdicción al Consejo supremo; pero sin mostrar las bulas que lo probasen, alegando que habían dejado todos los papeles en Madrid, ocupado a la sazón por los enemigos. Excusa al parecer inventada, e inútil aun siendo cierta, no pudiendo considerarse como vacante la plaza de inquisidor general, pues el último, el señor Arce, no había muerto, y solo, sí, se había quedado con los franceses. Cierto que se aseguraba haber hecho renuncia de su oficio en 1808; mas no se probaba la hubiese admitido el papa, requisito necesario para su validación, por estar ya interrumpida la correspondencia con la Santa Sede; cuya circunstancia impedía asimismo la expedición de cualquiera otra bula que confirmase el nombramiento de un nuevo inquisidor general. En tal coyuntura, no siéndole dado a la Junta suplir la autoridad eclesiástica por medio de la civil, y no constando legalmente que le fuese lícito al Consejo supremo de la Inquisición sustituirse en lugar de aquella, se estancó el asunto, coadyuvando a ello los desafectos al restablecimiento, que se agarraron de aquel incidente para llenar su objeto y aquietar las conciencias tímidas. Sucedió la primera Regencia a la Junta central, y en su descaminado celo o mal entendida ambición, ansiosa de reponer todos los consejos, conforme en su lugar apuntamos, repuso también el de la Inquisición. Mas los ministros de este tribunal prudentes, conociendo quizá ellos mismos su falta de autoridad, y columbrando a donde inclinaba la balanza de la opinión, mantuviéronse tranquilos sin dar señales de vida, satisfechos con cobrar su sueldo y gozar de honores en expectativa quizá de mejores tiempos. Instaláronse las Cortes, cuyo comienzo y rumbo parecía desvanecer para siempre las esperanzas de los afectos al Santo Oficio. Una imprudencia entonces, semejante a la de Gallardo ahora, aunque no tan inconsiderada, reanimóselas fundadamente. Poco después de la discusión de la libertad de la imprenta, hallándose todavía las Cortes en la Isla de León, se publicó un papel intitulado la triple alianza, su autor Don Manuel Alzáibar, su protector el diputado Don José Mejía, su contenido harto libre. Tomaron las Cortes mano en el asunto, que provocó una discusión acalorada, decidiendo la mayoría que el papel pasase a la calificación del Santo Oficio. Contradicción manifiesta en una asamblea que acababa de decretar la libertad de la imprenta, e inexplicable a los que desconocen la instabilidad de doctrinas de que adolecen cuerpos todavía nuevos, y la diferencia que en la opinión mediaba en España entre la libertad política y la religiosa; propendiendo todos a adoptar sin obstáculo la primera, y rehuyendo muchos de la otra por hábito, por timidez, por escrupulosa conciencia o por devoción fingida. Entre los diputados que admitieron el que pasase a la Inquisición el asunto de la triple alianza, los había de buena fe, aunque escasos de luces; y había otros muy capaces que se fueron al hilo de la opinión extraviada. Más adelante convirtiéronse muchos de ellos en acérrimos antagonistas del mismo tribunal, o por haber adquirido mayor ilustración, o por no ver ya riesgo en mudar de dictamen. En aquella sazón, no obstante lo resuelto, tropezose para llevar a efecto la providencia de las Cortes con los mismos obstáculos que en tiempo de la Junta central; y se nombró para removerlos y tratar a fondo el asunto una comisión, compuesta de los señores obispo de Mallorca, Muñoz Torrero, Valiente, Gutiérrez de la Huerta y Pérez de la Puebla. Creíase entonces que estos señores por la mayor parte se desviarían de restablecer la Inquisición. No cabía duda en ello respecto del señor Muñoz Torrero, y también se contaba como de seguro con el obispo de Mallorca, quien, si no docto a la manera del anterior diputado, no por eso carecía de conocimientos, manifestando además celo por la conservación de los derechos del episcopado, usurpados por la Inquisición. A los señores Valiente y Gutiérrez de la Huerta los reputaban muchos en aquel tiempo por hombres despreocupados y entendidos, y de consiguiente adversarios de dicho tribunal. No así se pensaba del señor Pérez, que fue siempre muy secuaz suyo. Llegado en fin el momento de que la comisión evacuase su informe, opinó la mayoría, por convicción, por recelo o por personal resentimiento, que se dejasen expeditas las facultades de la Inquisición, y que dicho tribunal se pusiese desde luego en ejercicio. Hízose este acuerdo en julio de 1811. Mas como la cuestión se había ido ilustrando entre tanto y tomado revuelo la oposición al Santo Oficio, empozose por mucho tiempo lo resuelto en la comisión. Agacháronse, por decirlo así, los promovedores, aguardando ocasión oportuna; y presentósela, según queda dicho, el libro de Don Bartolomé Gallardo, y no la desaprovecharon. [Marginal: Sesión importante para restablecer la Inquisición.] Y ahora siguiendo de nuevo el curso de la narración suspendida arriba, referiremos que en aquel día 22 de abril el ya citado Don Francisco Riesco, doliéndose amargamente de lo postergado que se dejaba el negocio de la Inquisición, pidió se diese sin tardanza cuenta del expediente que presumía despachado por la comisión. En efecto, acababan de recibirlo los secretarios; y tanta priesa corría la aprobación del informe dado, que ni siquiera permitían los partidarios de la Inquisición que se registrase, según era costumbre. Diligente conato que les dañó en vez de favorecerlos. Dañáronles también ciertas precauciones que habían tomado, pues se figuraron que no les bastaba contar con la mayoría en las Cortes, sino se escudaban con el público de las galerías. Así fue que muy de madrugada las llenaron de ahijados suyos, con tan poco disimulo que entre los concurrentes se divisaban muchos frailes, cuya presencia no se advertía en las demás ocasiones. Pensamiento muy desacordado, además de anárquico, porque daban así armas al bando liberal que no pecaba de tímido, y volvían contra ellos las mismas de que se habían valido en sus reclamaciones contra los susurros, y alguna vez desmanes de los asistentes a las sesiones. La del 22 de abril amaneció muy sombría, pues el triunfo de la Inquisición socavaba por sus cimientos las novedades adoptadas, y pronosticaba persecuciones con la completa ruina además del partido reformador. Por lo tanto, decidiose este a echar el resto y aventurarlo todo antes de permitir su total destrucción; mas trató primero de maniobrar con destreza para evitar estruendos; lo cual consiguió bien y cumplidamente. Entablado asunto tan grave, diose principio a los debates por leer el dictamen de la comisión, que llevaba la fecha atrasada del 30 de octubre de 1811, y le había extendido el señor Valiente estando ya en el navío Asia. Indicamos en su lugar, cuando la desgracia ocurrida a dicho diputado en 26 de octubre, que más adelante referiríamos en qué se había ocupado luego que se halló a bordo de aquel buque. Pues esta fue su tarea, a nuestro entender no muy digna, en especial siendo el señor Valiente de ideas muy contrarias, y llevando su opinión visos de venganza por el ultraje padecido. Reducíase el dictamen de la comisión, según apuntamos antes, a reponer en el ejercicio de sus funciones al consejo de la suprema Inquisición, añadiendo solo ciertas limitaciones relativas a los negocios políticos y censura de obras de la misma clase. No firmó el dictamen, como era natural, el señor Muñoz Torrero, ni tampoco puso su voto por separado: pendió de falta de tiempo. «La víspera por la tarde [dijo] habíanle llamado los señores de la comisión que estaban presentes; y convenídose, a pesar de las reflexiones que les hizo, en adoptar el dictamen extendido por el señor Valiente sin variación alguna.» No negó en su contestación el señor Gutiérrez de la Huerta la verdad de lo alegado por el señor Muñoz Torrero; mas conceptuaba ser el asunto demasiadamente obvio para sobreseer en su discusión por tiempo indeterminado. Prosiguiendo el debate se encendieron más y más los ánimos, a punto que las galerías, compuestas al principio de los espectadores que hemos dicho, se desmandaron y tomaron parte en favor de los defensores de la Inquisición; y acordámonos haber visto algunos frailes desatarse en murmullos y palmoteos sin cordura, y olvidados del hábito que los cubría. No se arredraron los liberales; antes bien les sirvió de mucho un celo tan indiscreto. [Marginal: Se esquiva el restablecimiento de la Inquisición.] Avezados los que de ellos había en las Cortes a no acometer de frente ciertas cuestiones, y conociendo lo mucho que ayudan en los cuerpos los antecedentes para no precipitar las resoluciones y dar buena salida a los vocales que, deseosos de no comprometerse, ansían hallar alguna a fin de no decidirse ni en pro ni en contra en asuntos peliagudos, habían tomado de antemano medidas que llenasen su objeto. Fue una introducir, en un decreto aprobado en 25 de marzo último sobre la creación del tribunal supremo de justicia, un artículo que decía: «Quedan suprimidos los tribunales conocidos con el nombre de Consejos». Estaba en este caso la Inquisición, y, o se conceptuaba abolida por la decisión anterior, o a lo menos exigíase por ella que, dado que se restableciese, se verificase bajo otro nombre y forma; lo cual daba largas y proporcionaba plausible efugio para esquivar cualquiera sorpresa. Mayor le ofrecía otro acuerdo de las mismas Cortes, propuesto con gran previsión por Don Juan Nicasio Gallego al acabarse de discutir el 13 de diciembre la segunda parte del proyecto de Constitución. Se hallaba concebido en estos términos: «Que ninguna proposición que tuviese relación con los asuntos comprendidos en aquella ley fundamental fuese admitida a discusión sin que, examinada previamente por la comisión que había formado el proyecto, se viese que no era de modo alguno contraria a ninguno de sus artículos aprobados.» Hizo ya entonces el diputado Gallego esta proposición pensando en el Santo Oficio, como recordamos que nos dijo al extenderla. Acertó en su conjetura. Mas antes de determinar sobre ella, y en vista ya de lo resuelto en cuanto a supresión de consejos, habíase aprobado después de largo debate «suspéndase por ahora la discusión de este asunto [el de la Inquisición], señalándose día para ella.» En seguida fue cuando suscitándose nueva reyerta, se logró que, conforme a la propuesta aprobada del señor Gallego, pasase el expediente a la comisión de Constitución. Providencia que paró el golpe preparado tan de antemano por el partido fanático, y dio esperanzas fundadas de que más adelante se destruiría de raíz y solemnemente el Santo Oficio; porque tanto confiaban todos en la comisión de Constitución, cuya mayoría constaba de personas prudentes, instruidas y doctas. No desayudó este triunfo a Don Bartolomé Gallardo, origen de semejante ruido. Permaneció dicho autor preso tres meses: duró bastante tiempo su causa, de la cual se vio al cabo quito y libre, no a tanta costa como era de recelar, y anunciaba en un principio la tormenta que levantó su opúsculo. [Marginal: Promuévese que se disuelvan las Cortes.] Tras esto, exasperados cada vez más los enemigos de las reformas, y viendo que cuanto intentaban otro tanto se les frustraba y volvía contra ellos, idearon promover que se disolviesen las actuales Cortes, y se convocasen las ordinarias conforme a la Constitución. Lisonjeaba el pensamiento a muchos diputados, aun de los liberales, y retraía a otros manifestar francamente su opinión el temor de que se les atribuyesen miras personales o anhelo de perpetuarse, según propalaban ya sus émulos. [Marginal: Para el golpe la comisión de Constitución.] En tal estado de cosas presentó el 25 de abril la comisión de Constitución un informe acerca del asunto, siendo de parecer que deberían reunirse las Cortes ordinarias en el año próximo de 1813, y no disolverse las actuales antes de instalarse aquellas, sino a lo más cerrarse. Apoyaba la comisión en este punto juiciosamente su dictamen, diciendo: «Que si se disolviesen las Cortes, sucedería forzosamente que hasta la reunión de las nuevas ordinarias quedaría la nación sin representación efectiva, y consiguientemente imposibilitada de sostener con sus medidas legislativas al gobierno, y de intervenir en aquellos casos graves que a cada paso podían y debían ocurrir en aquella época.» Y después añadía que si se cerrasen las actuales Cortes, pero sin disolverse, «los actuales diputados deberían entenderse obligados a concurrir a extraordinarias, si ocurriese su convocación una o más veces, hasta que se constituyesen las próximas ordinarias.» Por lo que respecta al mes en que convenía se juntasen las últimas que se llamaban para el año de 1813, opinaba la misma comisión que en vez del 1.º de marzo, como señalaba la Constitución, fuese el 1.º de octubre, por quedar ya poco tiempo para que se realizasen las elecciones, y acudiesen diputados de tan distantes puntos, en especial los de ultramar. A la exposición de la comisión mesurada y sabia, acompañaba la minuta de decreto de convocatoria, y dos instrucciones, una para la península, y otra para América y Asia, necesarias por las circunstancias peculiares en que se hallaban los españoles de ambos hemisferios: acá con la invasión francesa, allá con las revueltas intestinas. [Marginal: Se convocan las Cortes ordinarias para 1813.] En los días 4 y 6 de mayo aprobaron las Cortes el dictamen de la comisión, después de haberse pronunciado en pro y en contra notables discursos; con cuya resolución vinieron al suelo hasta cierto punto los proyectos de los que ya presumían derribar, disolviéndose las Cortes, la obra de las reformas, todavía no bien afianzada. RESUMEN DEL LIBRO VIGÉSIMO. Campaña de Salamanca. — Movimiento de Wellington. — Fuertes de Salamanca. — Los ataca Wellington. — Se apodera de ellos. — Va Wellington tras del ejército de Marmont. — Movimientos de los franceses y de los ingleses en el Duero. — Empieza Wellington a retirarse. — Varias maniobras de ambos ejércitos. — Sitúase Wellington cerca de Salamanca. — Batalla de Salamanca. — Gánanla los aliados. — Gracias concedidas a Wellington. — Continúan retirándose los franceses. — Avanza José de Madrid a Castilla la Vieja. — Guerrilleros en Castilla. — Sexto ejército español: bloquea varios puntos. — Toma el de Tordesillas. — Revuelve Wellington contra José. — Reencuentro en Majadahonda. — Retírase José de Madrid. — Entran los aliados en la capital. — Publícase y júrase la Constitución. — Wellington ataca el Retiro. — Le toma. — Proclama del general Álava. — Reprehensible porte de Don Carlos España. — Otras medidas desacertadas. — La de monedas. — Toma el Empecinado a Guadalajara. — Abandonan el Tajo los franceses del centro, y se dirigen a Valencia. — Trabajos que tuvieron en el camino. — Algunos sucesos en Castilla la Vieja. — La guarnición de Astorga se entrega a los españoles. — Séptimo ejército español. — Evacúan los franceses a Santander. — Sucesos de Vizcaya. — Sale Wellington de Madrid y pasa a Castilla la Vieja. — Sucesos en Andalucía. — Levantan los franceses el sitio de Cádiz. — Marcha de Cruz Mourgeon sobre Sevilla. — Evacúa Soult a Sevilla. — Arremete Cruz Mourgeon en Triana contra la retaguardia francesa. — Downie. — Entra Cruz en Sevilla. — Sigue Soult su retirada hacia Murcia. — Ballesteros. Reencuentros de este. — Drouet abandona la Extremadura. — Se dirige por Córdoba a Granada. — Va tras él en observación el coronel Schepeler. — Entra Schepeler en Córdoba. — Desmanes de Echevarri. — Sigue Drouet retirándose. — Entra en Granada el ejército de Ballesteros. — Administración francesa en las Andalucías. — Objetos de bellas artes llevados de las mismas provincias. — Sigue su retirada Soult. — Acontecimientos en Valencia. — Acción de Castalla. — Discusiones sobre esto en las Cortes. — Resoluciones de las Cortes. — Renuncia que hace del cargo de regente el conde del Abisbal. — Se la admiten las Cortes. — Nómbrase regente a Don Juan Pérez Villamil. — Jura Villamil. — Expedición anglo-siciliana. — Se le junta la división de Whittingham. — Desembarca la expedición en Alicante. — Algunas maniobras y sucesos. — Entra José en Valencia. — Llega Soult al reino de Valencia. — Acomete Drouet el castillo de Chinchilla. — Le toma. — Elío sucede a D. José O’Donnell en el mando del segundo y tercer ejército. — Excursiones suyas en la Mancha. — Medidas de precaución de Suchet. — Sucesos en Aragón. — Sucesos en Cataluña. — Situación de lord Wellington en Castilla la Vieja. — Avanza a Burgos. — Se le reúne el sexto ejército español. — Entran los aliados en Burgos. — Atacan el castillo. — Nombran las Cortes general en jefe a lord Wellington. — Incidentes que ocurren en este negocio. — Desobediencia de Ballesteros. — Se le separa del mando. — Continúa el sitio del castillo de Burgos. — Descércanle los aliados. — Movimientos de los franceses. — De José sobre Madrid. — Retíranse los aliados de Madrid. — Estado triste de la capital. — Don Pedro Sainz de Baranda. — Entra José en Madrid. — Sale otra vez. — Va José a Castilla la Vieja. — Movimiento de Wellington. — Avanzan a Castilla la Vieja los ejércitos franceses de Portugal y el Norte. — Empieza Wellington a retirarse. — Maniobras de los ejércitos. — Repasa Wellington el Duero. — Únesele Hill. — Wellington en Salamanca. — Júntase José a los ejércitos suyos del Norte y de Portugal. — Pasan los franceses el Tormes. — Se retiran los ingleses vía de Portugal. — Desorden en la retirada. — Cae prisionero el general Paget. — Entra lord Wellington en Portugal. — Pasan a Galicia y Asturias el sexto ejército español y Porlier. — Defensa honrosa del castillo de Alba de Tormes. — Cuarteles de Wellington en Portugal. — Divídense los franceses. — Vuelve José a Madrid. — Circular de lord Wellington. — Pasa a Cádiz lord Wellington. — Recibo lisonjero que se le hace. — Se le da asiento en las Cortes. — Varias disposiciones de la Regencia. — Nueva distribución de los ejércitos españoles. — Pasa Wellington a Lisboa. — Se prepara a nuevas campañas. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO VIGÉSIMO. [Marginal: Campaña de Salamanca.] Rumbo cierto, y que conducía a puerto más seguro y cercano, tomó ahora la guerra peninsular. Decidido lord Wellington a obrar activamente en lo interior de Castilla, constituyose, por decirlo así, centro de todos los movimientos militares, que si bien eran antes muchos y gloriosos, carecían de unión, y no estribaban en una base sólida, cual se requiere en la milicia para alcanzar prontos e inmediatos resultados. [Marginal: Movimiento de Wellington.] Empezó el general inglés su marcha, y levantó sus reales de Fuenteguinaldo el 13 de junio. Llevaba repartido su ejército en tres columnas; la de la derecha, mandada por el general Graham, tomó el camino de Tamames; la del centro, a cuyo frente se divisaba lord Wellington, el de San Muñoz; y se dirigió al de Sancti Spiritus la de la izquierda, mandada por Picton. Agregábase a la última la fuerza de Don Carlos de España, que formaba como una cuarta columna. El 16 se pusieron los aliados sobre el Valmuza, riachuelo a dos leguas cortas de Salamanca, cuya ciudad evacuó aquella noche el ejército enemigo yendo la vuelta de Toro, después de dejar unos 800 hombres en las fortificaciones erigidas sobre las ruinas de conventos y colegios que los mismos franceses habían demolido. [Marginal: Fuertes de Salamanca.] Tres eran los puntos fortalecidos que se contaban en Salamanca, defendiéndose uno a otro por su posición y distancia: el principal el de San Vicente, trazado en el sitio del colegio de benedictinos del propio nombre, que se hallaba colocado en el vértice del ángulo interior de la antigua muralla sobre un peñasco perpendicular al río. Habían los franceses tapiado y aspillerado las ventanas del edificio, y unídole por cada lado con el antiguo recinto, tirando unas líneas que amparaban foso y camino cubierto, con escarpas y contraescarpas revestidas de mampostería. No resultaba encerrado dentro de aquellas el ángulo entrante del convento, y por eso le cubrieron con una batería de fajinas, protegida de una pared o muro atronerado, que tenía además por delante una empalizada. A la distancia de 250 varas levantábanse los otros dos fuertes o reductos, el de San Cayetano y el de la Merced; el último, cercano al río. Llamábanse así por haberse formado con los escombros de dos conventos de la misma denominación, dispuestos por los franceses de manera que se convirtieron en dos fuertes con escarpas verticales, fosos profundos, y contraescarpas acasamatadas. Construyéronse varias obras a prueba de bomba, y otros reparos. En el espacio intermedio de los puntos fortificados y en su derredor, como igualmente en otros parajes, habían derribado los franceses para despejar el terreno, o con otros intentos, muchos de los famosos edificios que adornaban a Salamanca. De veinticinco colegios, hubo veintidós más o menos arruinados, señaladamente los de Cuenca y Oviedo, fundación de los ilustres prelados Villaescusa y Muros; y el del Rey, magnífico monumento erigido en el reinado de Felipe II, según el plan del muy entendido arquitecto Juan Gómez de Mora. ¡Suerte singular y adversa! Que cuanto la piedad y la ciencia de los españoles había levantado en aquella ciudad, morada célebre del saber, casi todo fuese destruido o trastornado por la mano asoladora de soldados de Francia, nación por otra parte tan humana y culta. [Marginal: Los ataca Wellington.] Servían las fortificaciones allí construidas, no precisamente para reprimir a los habitadores de Salamanca, sino más bien para vigilar el paso del Tormes y su puente, antigüedad romana de las más notables de España. Como le dominaban los fuegos del enemigo, tuvieron los ingleses que pasar el río el día 17 por los vados del Canto y San Martín, asediando después e inmediatamente los fuertes; para cuyo objeto destinaron la sexta división del cargo del general Clinton. Al penetrar los aliados por la ciudad, prorrumpieron los vecinos en increíbles demostraciones de júbilo y alegría, no pudiendo contener sus pechos aliviados repentinamente de la opresión gravosa que los había molestado durante tres años. Corrían todos a ofrecer comodidad y regalos a sus libertadores; y a la hora del pelear hasta las mujeres anduvieron solícitas, sin distinción de clase, en asistir a los heridos y enfermos. Superabundaron a los aliados en Salamanca víveres y todo lo necesario, especialmente buena y desinteresada voluntad, muestra del patriotismo de Castilla que les causó profunda y apacibilísima sensación. Los 800 franceses que guarnecían los fuertes habían sido entresacados de lo más granado del ejército, y sus jefes eran mirados como selectos: al paso que los aliados, azarosos en esto del sitiar, se sorprendieron al ver obras más robustas de lo que se imaginaban, hallándose por tanto desprevenidos para atacarlas, sin municiones ni tren correspondiente. Conociendo la falta, dieron modo de abastecerse de Almeida, principiando empero los trabajos y el fuego que continuaron hasta el 20, en cuyo día tornó a aparecer el mariscal Marmont, apoyada su derecha en el camino real de Toro, su izquierda en Castellanos de los Moriscos, y colocado el centro en la llanura intermedia. Los aliados se situaron enfrente, teniendo la izquierda en un ribazo circuido por un barranco, el centro en San Cristóbal de la Cuesta, y la derecha en una eminencia que hacía cara al Castellanos nombrado. Permanecieron en mutua observación ambos ejércitos el 20, 21 y 22, sin más novedad que una ligera escaramuza en este día. Tomaron por su parte diversas precauciones los sitiadores de los fuertes, desarmaron las baterías, y pasaron los cañones al otro lado del río. Sin embargo el 22 levantaron una nueva, con intento de aportillar la gola del reducto de San Cayetano, y con la esperanza de apoderarse de esta obra, cuya ocupación facilitaría la toma de San Vicente, la primera y más importante de todas. Maltratado el parapeto y la empalizada de San Cayetano, resolvieron los sitiadores escalar el fuerte el 23, como asimismo el de la Merced, mas se les malogró la tentativa, pereciendo en ella 120 hombres y el mayor general Bowes. En el propio día Marmont, que ansiaba introducir socorro en los fuertes, varió de posición tomando otra oblicua, de que se siguió quedar alojada su izquierda en Huerta de Tormes, su derecha en las alturas cerca de Cabezabellosa, y el centro en Aldearrubia. Lord Wellington, para evitar que al favor de este movimiento se pusiesen los enemigos en comunicación con los fuertes por la izquierda del Tormes, mudó también el frente de su ejército prolongando la línea, de forma que cubriese completamente a Salamanca, y pudiese ser acortada en breve, caso de una reconcentración repentina: se extendían los puestos avanzados a Aldealengua. El 24, antes de la aurora, 10.000 infantes franceses y 1000 jinetes cruzaron el Tormes por Huerta; contrapúsoles Wellington su primera y séptima división, que pasaron también el río, al mando de sir Thomas Graham, juntamente con una brigada de caballería: se apostó lo restante del ejército inglés entre Castellanos y Cabrerizos. Hora de mediodía sería cuando avanzó el enemigo hasta Calvarrasa de Abajo; mas vislumbrando a sus contrarios apercibidos, y que estos le seguían en sus movimientos, parose, y tornó muy luego a sus estancias del 23. [Marginal: Se apodera de ellos.] Entre tanto recibieron los ingleses el 26 las municiones y artillería que aguardaban de Almeida, y renovaron el fuego contra la gola del reducto de San Cayetano, en la que lograron romper brecha a las diez de la mañana del día siguiente: al propio tiempo consiguieron también incendiar, tirando con bala roja, el edificio de San Vicente. En tal apuro, los comandantes de todos tres fuertes dieron muestra de querer capitular; pero sospechando Wellington que era ardid, a fin de ganar tiempo y apagar el incendio, solo les concedió cortos minutos para rendirse, pasados los cuales ordenó que sin tardanza fuesen asaltados los reductos de San Cayetano y la Merced. Se apoderaron los aliados del primero por la brecha de la gola, del segundo por escalada. Entonces el comandante del fuerte de San Vicente pidió ya capitular, y Wellington accedió a ello, si bien enseñoreado de una de las obras exteriores. Quedó prisionera la guarnición, y obtuvo los honores de la guerra. Cogieron los ingleses vestuarios y muchos pertrechos militares, pues los enemigos habían considerado por muy seguros aquellos depósitos, en cuyas obras habían trabajado cerca de tres años, y expendido sumas cuantiosas. Eran acomodados los fuertes para resistir a las guerrillas, comprimir cualquier alboroto popular, y evitar una sorpresa, no para contrarrestar el ímpetu de un ejército como el aliado. Después de la toma se demolieron por inútiles, lo mismo que otras obras que habían levantado los franceses en Alba de Tormes, de donde, escarmentados, sacaron a tiempo la guarnición. El mariscal Marmont, que no parecía sino que había acudido a Salamanca para presenciar la entrega de los fuertes, se alejó la noche del 27, llevando distribuida su gente en tres columnas, una la vuelta de Toro, las otras dos hacia Tordesillas. Al retirarse, pusieron fuego los franceses a los pueblos de Huerta, Babilafuente, Villoria y Villoruela: causaron estrago en los demás, y talaron y quemaron la cosecha que ofrecía rico y precioso esquilmo. Prosiguieron los ingleses en su marcha el 28 tras sus contrarios, y, poniéndose sobre el Trabancos, se alojó su vanguardia en la Nava del Rey. [Marginal: Va Wellington tras del ejército de Marmont.] Tampoco se pararon aquí los franceses, juzgando prudente, antes de emprender cosa alguna, aguardar refuerzos de su ejército del Norte; por lo cual, hostigados de los ingleses, atravesaron el Duero en Tordesillas el día 2 de julio por su hermoso puente, de estructura, según se cree, del tiempo de los Reyes Católicos. Situáronse en esta nueva estancia, apoyando su derecha enfrente de Pollos, el centro en el mismo Tordesillas, y la izquierda en Simancas sobre Pisuerga. No desaprovechó Marmont aquí su tiempo, y tardando en llegar los refuerzos del ejército del Norte, viendo también que la superioridad inglesa consistía principalmente en su caballería, trató de aumentar la suya propia despojando de sus caballos a los que no correspondía tenerlos por ordenanza, y lo mismo a los que gozando de este derecho se hallaban con un número excedente de ellos, por cuyo medio aumentó su fuerza con más de 1000 jinetes. También se aumentó esta con la división de Bonnet, que se juntó al ejército francés el 7 de julio, viniendo de Asturias por Reinosa. [Marginal: Movimientos de los franceses y de los ingleses en el Duero.] Animado con esto Marmont, y sabedor además de que el sexto ejército español, saliendo de Galicia, daba muestra de venir sobre Castilla, decidió repasar el Duero, y acercarse al inglés para empeñar batalla. Pero receloso de cruzar aquel río en presencia de ejército tan respetable, efectuó antes marchas y contramarchas desde el 13 al 16 de julio, encaminándose orilla abajo hacia Toro, en donde empezó a ocuparse en reparar el puente que había destruido. Durante este tiempo, lord Wellington había colocado en un principio su derecha en la Seca, y su izquierda en Pollos. Aquí existe un vado no muy practicable entonces para la infantería, así por su naturaleza como por el lugar en que se alojaba el enemigo. No ofrece el Duero en su curso desde la unión del Pisuerga, y aun quizá desde más arriba hasta la del Esla, muchos parajes cómodos y apropiados para cruzarle delante de un enemigo que ocupe la derecha. Corre en gran parte por llanuras bastante anchas, solo ceñidas por ribazos y alturas más o menos lejanas del río, resultando de aquí que el sitio más acomodado para pasarle en todo aquel terreno, teatro a la sazón de los ejércitos beligerantes, era el de Castro Nuño, dos leguas corriente arriba de Toro, en donde se divisa un buen vado y una curva que forma el terreno, propicia a las operaciones de tropas que enseñoreen la margen izquierda. [Marginal: Empieza Wellington a retirarse.] Pensaba lord Wellington en verificar el paso, cuando advirtiendo el movimiento de Marmont hacia Toro, y aun noticioso de que algunas fuerzas francesas atravesaban el Duero el día 16 por el puente de aquella ciudad, se corrió sobre su izquierda, y trató de reconcentrarse a las márgenes del Guareña. Con efecto hizo maniobrar en este sentido a todo su ejército, excepto a las divisiones primera y ligera, con una brigada de caballería a las órdenes de sir Stapleton Cotton, fuerza apostada en Castrejón. Pero el mariscal francés, contramarchando entonces rápidamente, se dirigió en la noche del 16 al 17 sobre Tordesillas, cruzó el río, y juntó todo su ejército en la mañana del mismo día en la Nava del Rey, habiendo andado sin parar no menos de diez leguas. Con tan inesperado movimiento, no solo consiguió repasar el Duero y burlar la vigilancia de los ingleses, sino que puso casi a merced suya a Cotton, muy separado del cuerpo principal del ejército británico. Así fue que al amanecer del 18 le atacaron los franceses, y aun rodearon la izquierda de su posición por Alaejos. Dichosamente pudo Cotton, a pesar de fuerzas tan superiores, mantenerse firme, y dar tiempo a que acudiesen refuerzos de Wellington que le ayudaron a replegarse ordenadamente, si bien hostigado por retaguardia y flanco, a Torrecilla de la Orden, y de allí a incorporarse al grueso del ejército aliado. Colocáronse en seguida los franceses en unas lomas a la derecha del Guareña, y Wellington, después de situar en otras opuestas tres de sus divisiones, decidió que lo restante de su ejército atravesase aquel río por Vallesa, para impedir que el enemigo envolviese su derecha como intentaba. [Marginal: Varias maniobras de ambos ejércitos.] Atravesó este también dicho río Guareña por Castrillo, tratando el general Clauzel, que mandaba una de las columnas principales, de apoderarse de cierta situación ventajosa, y caer sobre la izquierda inglesa, operación que se le frustró con pérdida de bastantes prisioneros, entre ellos el general Carrié. El 19, ya en la tarde, sacó el enemigo muchos cuerpos de su derecha y los trasladó a la izquierda, lo que obligó a Wellington a ejecutar maniobras análogas con el objeto de inutilizar cualquiera tentativa de sus contrarios. Se preparó también el general inglés a admitir batalla, si se la presentaban los franceses en las llanuras de Vallesa. No era todavía tal la intención del mariscal enemigo, quien más bien quería maniobras que aventurar acción alguna. Así fue que en el día 20 se puso todo el ejército francés en plena marcha sobre su izquierda, y obligó a Wellington a emprender otra igual por su propia derecha, de que resultó el singular caso de que dos ejércitos enemigos no detenidos por ningún obstáculo, y moviéndose por líneas paralelas a distancia cada uno de medio tiro de cañón, no empeñasen entre sí batalla ni reencuentro notable. Marchaban ambos aceleradamente y en masas unidas. Uno y otro se observaban aguardando el momento de que su adversario cayese en falta. [Marginal: Sitúase Wellington cerca de Salamanca.] Amaneció el 21, y reconcentrando lord Wellington su ejército hacia el Tormes, se situó de nuevo en San Cristóbal, a una legua de Salamanca, posición que ocupó durante el asedio de los fuertes. Los franceses pasaron aquel río por Alba, en donde dejaron una guarnición, alojándose entre esta villa y Salamanca. Atravesaron los aliados en seguida el Tormes por el puente de la misma ciudad y por los vados inmediatos, y solo apostaron a la margen derecha la tercera división con alguna caballería. Entonces se afianzó Wellington en otra posición nueva: apoyó su derecha en un cerro de dos que hay cerca del pueblo llamado de los Arapiles, y la izquierda en el Tormes, más abajo de los vados de Santa Marta. Los franceses, situados al frente, estaban cubiertos por un espeso bosque, dueños desde la víspera de Calvarrasa de Arriba, y de la altura contigua apellidada de Nuestra Señora de la Peña. A las ocho de la mañana desembocó rápidamente del mencionado bosque el general Bonnet y se apoderó del otro Arapil, apartado más que el primero de la posición inglesa, pero muy importante por su mayor elevación y anchura. Descuido imperdonable en los aliados no haberle ocupado antes; y adquisición ventajosísima para los franceses, como excelente punto de apoyo caso que se trabase batalla. Conoció su yerro lord Wellington, y por lo mismo trató de enmendarle retirándose, no siéndole fácil desalojar de allí al enemigo, y temiendo también que le llegasen pronto a Marmont refuerzos del ejército francés del Norte, y otros del llamado del Centro con el rey José en persona. Pero presuntuoso el mariscal francés, probó en breve estar lejos de querer aguardar aquellos socorros. [Marginal: Batalla de Salamanca.] En efecto empezó a maniobrar y girar en torno del Arapil grande en la mañana del 22, ocupando ambos ejércitos estancias paralelas. Constaba el de los franceses, después que se le había unido Bonnet, de unos 47.000 hombres; lo mismo, poco más o menos, el de los anglo-portugueses. Apoyaba este su derecha en el pueblo de los Arapiles, delante del cual se levantan los dos cerros del propio nombre, ya indicados, y su izquierda en Santa Marta. Afianzaba aquel sus mismos y respectivos costados sobre el Tormes y Santa María de la Peña; Wellington trajo cerca de sí las fuerzas que había dejado al otro lado del río, y las colocó detrás de Aldeatejada, al paso que los franceses, favorecidos con la posesión del Arapil grande, iban tomando una posición oblicua, que a asegurarla fuera muy molesta para los aliados en su retirada. Diose prisa por tanto Wellington a emprender esta, y la comenzó a las diez de la mañana, antes de que los contrarios pudiesen estorbar semejante intento. En él andaba cuando, observando las maniobras del enemigo, advirtió que, queriendo Marmont incomodarle y estrecharle más y más, prolongaba su izquierda demasiadamente. Entonces con aquel ojo admirable de la campaña, tan solo dado a los grandes capitanes, ni un minuto transcurrió entre moverse el enemigo, notar la falta el inglés, y ordenar este su ataque para no desaprovechar la ocasión que se le presentaba. Fue la embestida en la forma siguiente: reforzó Wellington su derecha, y dispuso que la tercera división bajo del general Pakenham, y la caballería del general Urban con dos escuadrones más, se adelantasen en cuatro columnas, y procurasen envolver en las alturas la izquierda del enemigo, mientras que la brigada de Bradford, las divisiones quinta y cuarta del cargo de los generales Leith y Cole, y la caballería de Cotton le acometían por el frente, sostenidas en reserva por la sexta división del mando de Clinton, la séptima de Hope, y la española regida por Don Carlos de España. Las divisiones primera y ligera se alojaban en el ala izquierda, y sonaban como de respeto. Además debía apoyar el general Pack la izquierda de la cuarta división, y arremeter contra el cerro del Arapil que enseñoreaba el enemigo. Correspondió el éxito a las buenas disposiciones del general aliado. Flanqueó Pakenham al francés, y arrolló cuanto se le puso por delante. Las divisiones inglesas que atacaron al centro enemigo, desalojaron las tropas de este de una en otra altura, avanzando a punto de amenazar sus costados. No fue permitido con todo al general Pack apoderarse del Arapil grande, aunque le asaltó con el mayor denuedo: solo distrajo la atención de los que le ocupaban. [Marginal: Gánanla los aliados.] En aquella hora, que era las de las cuatro y media de la tarde, al ver el mariscal Marmont arrollada una de sus alas y mal parado el centro, se dirigió en persona a restablecer la batalla; mas su mala estrella se lo impidió, sintiéndose en el mismo instante herido gravemente en el brazo y costado derecho: la misma suerte cupo a su segundo el general Bonnet, teniendo al cabo que recaer el mando en el general Clauzel. Contratiempos tales influyeron siniestramente en el ánimo de las tropas francesas; sin embargo, reforzada su izquierda, y señoras todavía las mismas del Arapil grande, hicieron cejar, muy maltratada, a la cuarta división inglesa. Relevola inmediatamente Wellington con la sexta, e introdujo de nuevo allí buena ordenanza, a punto que ahuyentó a los franceses de la izquierda, obligándolos a abandonar el cerro del Arapil. Manteníase no obstante firme la derecha enemiga, y no abandonó su puesto sino a eso del anochecer. Entonces comenzó a retirarse ordenadamente todo el ejército francés por los encinares del Tormes. Persiguiole Wellington algún tanto, si bien no como quisiera, abrigado aquel de la oscuridad de la noche. Repasaron los enemigos el río sin tropiezo, y continuaron los aliados el alcance. Cargaron estos la retaguardia francesa el 23, la cual, abandonada de su caballería, perdió tres batallones. Los ingleses se pararon después en Peñaranda, reforzado el enemigo con 1200 caballos procedentes de su ejército del Norte. Apellidaron los aliados esta batalla la de Salamanca por haberse dado en las cercanías de aquella ciudad; los franceses de los Arapiles por los dos cerros que antes hemos mencionado; [Marginal: (* Ap. n. 20-1.)] cerros famosos en las canciones populares de aquel país, que recuerdan las glorias de Bernardo del Carpio.[*] Sangrienta batalla por ambas partes; pues en ella y en sus inmediatas consecuencias, contaron los franceses entre los heridos a los arriba indicados Marmont y Bonnet, y entre los muertos a los de la misma clase Ferey, Thomières y Desgraviers. Ascendió a mucho su pérdida de oficiales y soldados, con 2 águilas, 6 banderas y unos 11 cañones: cerca de 7000 fueron los prisioneros. Costó también no poco a los aliados la victoria, y no menos que a 5520 subieron los muertos y heridos: hubo de estos muchos jefes, y entre los primeros se contó al general Le Marchant. Don Carlos de España y Don Julián Sánchez tuvieron algunos hombres fuera de combate; y aunque no tomaron parte activa en la batalla, por mantenerse de reserva con otras divisiones del ejército aliado, no por eso dejaron de ejecutar con serenidad y acierto las maniobras que les prescribió el general en jefe. [Marginal: Gracias concedidas a Wellington.] En recompensa de jornada tan importante, y a propuesta de la Regencia del reino, concedieron las Cortes a lord Wellington la orden del Toison de oro; regalándole el collar Doña María Teresa de Borbón, princesa de la Paz, conocida en este tiempo bajo el título de condesa de Chinchón, collar que había pertenecido a su padre el infante Don Luis, y de que hacía don aquella señora a tan ilustre capitán en prueba del aprecio y admiración que le merecían sus altos hechos. También recibió lord Wellington del parlamento británico gracias, mercedes y nuevos honores. [Marginal: Continúan retirándose los franceses.] Prosiguieron los franceses su retirada, y se reconcentraron en Tudela y Puente de Duero, a la derecha de este río. Fueron tras ellos los ingleses, si bien tenían que parar su consideración en el rey José, que con la mayor parte de su ejército del Centro y otras fuerzas se adelantaba por Castilla la Vieja. [Marginal: Avanza José de Madrid a Castilla la Vieja.] Había salido de Madrid el 21 de julio trayendo consigo más de 10.000 infantes y 2000 caballos. En su número se contaba la división italiana de Palombini, procedente de Aragón. Habíala llamado José para engrosar sus fuerzas, y en el mismo día 21 había entrado en Madrid. Estaban ya el 25 los puestos avanzados de este ejército en Blasconuño, y allí les cogieron los aliados unos cuantos de sus jinetes con 2 oficiales. Supo José a poco la derrota de Salamanca, y desde la fonda de San Rafael, en donde se albergaba, tomó el 27 la ruta de Segovia, en cuyo punto, adoptando una estancia oblicua sobre el Eresma, sin abandonar las faldas de las sierras de Guadarrama ni alejarse mucho de Madrid, conseguía proteger la marcha retrógrada de Clauzel, amagando el flanco de los ingleses. No dejó por eso lord Wellington de acosar a sus contrarios, obligándolos a continuar su retirada vía de Burgos, y a abandonar a Valladolid. Entró en esta ciudad el general en jefe inglés el 30 de julio, y acogiéronle los moradores con júbilo extremado. [Marginal: Guerrilleros en Castilla.] Derramados los guerrilleros de Castilla la Vieja en torno del ejército británico, ayudaban a molestar al francés en su retirada, y el llamado Marquinez cogió el mismo día 30, en las cercanías de Valladolid, unos 300 prisioneros. [Marginal: Sexto ejército español. Bloquea varios puntos.] Igualmente favoreció los movimientos de lord Wellington el sexto ejército español, compuesto en su totalidad de 15.300 hombres, entre ellos unos 600 de caballería. Se adelantó en parte desde el Bierzo aquende los montes, y bloqueó los puntos de Astorga, Toro y Tordesillas. [Marginal: Toma el de Tordesillas.] En este pueblo abrigábanse fortificados en la iglesia 250 hombres, que se entregaron el 5 de agosto al brigadier Don Federico Castañón. Se metió al propio tiempo en España, con la milicia portuguesa de Tras-os-Montes, el conde de Amarante, y coadyuvó al plan general de los aliados cercando a Zamora. No hizo en Valladolid larga parada lord Wellington, queriendo impedir la unión que se anunciaba del ejército enemigo de Portugal hacia la parte superior del Duero, con el otro que mandaba José. Por eso dejando al cuidado de su centro e izquierda el perseguimiento de Clauzel, movió el general inglés su derecha a lo largo del Cega, y sentó sus reales en Cuéllar el 1.º de agosto; día en que el rey intruso, desistiendo de todo otro intento, abandonó a Segovia pensando solo en recogerse a Madrid. No dudó sin embargo Wellington en proseguir inquietándole, porque, persuadido de que el ejército francés de Portugal, maltratado ahora, no podría en algún tiempo empeñarse en nuevas empresas, resolvió estrechar a José y forzarle a evacuar la capital del reino, cuya ocupación por las armas aliadas resonaría en Europa y tendría venturosas resultas. [Marginal: Revuelve Wellington contra José.] Con este propósito levantó lord Wellington sus cuarteles de Cuéllar el 6 de agosto y, atravesando por Segovia, llegó a San Ildefonso el 8, en donde hizo alto un día para aguardar a que cruzase su ejército las sierras de Guadarrama. Había dejado en el Duero, al salir de Cuéllar, la división del general Clinton y la brigada de caballería del general Anson, a fin de observar aquella línea. El grueso de su ejército, viniendo la vuelta de Castilla la Nueva, pasó sin tropiezo alguno en los días 9, 10 y 11 los puertos de Guadarrama y Navacerrada. El general d’Urban, que precedía a todos con un cuerpo de caballería portuguesa y alemana, y tropas ligeras, [Marginal: Reencuentro de Majadahonda.] tropezó con 2000 jinetes enemigos, que, si bien al principio hicieron ademán de retirarse, tornaron en busca de los aliados, a quienes hallaron enfrente de Majadahonda. Ordenó d’Urban el ataque, mas los portugueses aflojaron, dejando en poder del enemigo 3 cañones y al vizconde de Barbacena, que se portó briosamente. Los alemanes, que estaban formados detrás del mismo pueblo de Majadahonda, sirvieron de amparo a los fugitivos y contuvieron a los franceses. Perdieron los aliados 200 infantes y 120 caballos en este reencuentro. [Marginal: Retírase José de Madrid.] Antes, y desde que se susurró entre los parciales del gobierno intruso el progreso de los ingleses y su descenso por las sierras de Guadarrama, trataron todos de poner en salvo sus personas y sus intereses. Cualesquiera precauciones no eran sobradas: los partidarios, que en todos tiempos batían sin cesar los caminos y sitios cercanos a la capital, habían acrecido ahora su audacia y apenas consentían que impunemente ningún francés suelto ni aficionado suyo asomase por fuera de sus cercas. En momento tan crítico renovose, hasta cierto punto, el caso del día de Santa Ana en el año de 1809. Azorados los comprometidos con el gobierno intruso, acongojábanse, y previendo un porvenir desventurado, enfardelaban y se disponían a ausentarse. Los que les eran opuestos corrían alborozados las calles y se agolpaban a las puertas por donde presumían entrasen los que miraban como libertadores. Llegó el 11 de agosto y José salió de Madrid con parte de su ejército, encaminándose al Tajo; hicieron lo mismo en la mañana del día siguiente, aún temprano, las fuerzas que quedaban dentro y demás allegados, dejando tan solo en el Retiro una guarnición de 2000 hombres con el especial objeto de custodiar a los enfermos y heridos. [Marginal: Entran los aliados en la capital.] Dadas las diez, y echadas las campanas a vuelo, empezaron poco después a pisar el suelo de la capital los aliados y varios jefes de guerrilla, señaladamente entre ellos Don Juan Martín el Empecinado y Don Juan Palarea. No tardó en presentarse por la puerta de San Vicente lord Wellington, a quien salió a recibir el ayuntamiento formado de nuevo, y le llevó a la casa de la villa, en donde, asomándose al balcón acompañado del Empecinado, fue saludado por la muchedumbre con grandes aclamaciones. Se le hospedó en Palacio, en alojamiento correspondiente y suntuoso. Las tropas todas entraron en la capital en medio de muchos vivas, habiéndose colgado y adornado las casas como por encanto. Obsequiaron los moradores a los nuestros y a los aliados con esmero y hasta el punto que lo consentían las estrecheces y la miseria a que se veían reducidos. Las aclamaciones no cesaron en muchos días, y abrazábanse los vecinos unos a otros, gozándose casi todos no menos en el contentamiento ajeno que en el propio. [Marginal: Publícase y júrase la Constitución.] Recayó el nombramiento de gobernador de Madrid en Don Carlos de España; y el 13, por orden de lord Wellington, conforme a lo dispuesto por la Regencia del reino, se proclamó la Constitución formada por las Cortes generales y extraordinarias. Presidieron el acto Don Carlos de España y Don Miguel de Álava. El concurso, numerosísimo; los aplausos, universales. Se prestó el juramento el 14, por parroquias, según lo prevenido en decreto de 18 de marzo del año en que vamos. Los vecinos acudieron con celo vivísimo a cumplir con este deber, pronunciando dicho juramento en voz alta, y apresurándose espontáneamente muchos a responder aun antes que les llegase su turno; considerando en este acto no solo la Constitución en sí misma sino también, y más particularmente, creyendo dar en él una prueba de adhesión a la causa de la patria y de su independencia. Don Carlos de España y Don Miguel de Álava prestaron el juramento en la parroquia de Santa María de la Almudena. Llamó el primero la atención de los asistentes por los extremos que hizo, y palabras que pronunció en apoyo de la nueva ley fundamental, que según manifestó, quería defender aun a costa de la última gota de su sangre. [Marginal: Wellington ataca el Retiro.] A pesar de tales muestras de confianza y júbilo no se aquietaba Wellington hasta posesionarse del Retiro, y por tanto le cercó y le empezó a embestir a las seis de la tarde del 13. Habían establecido allí los franceses tres recintos. El primero, o exterior, le componían el palacio, el museo y las tapias del mismo jardín con algunas flechas avanzadas para flanquear los aproches. Formaba el segundo una línea de nueve frentes construidos a manera de obras de campaña, con un revellín además, y una media luna. Reducíase el tercero a una estrella de ocho puntas o ángulos que ceñía la casa llamada de la China, por ser antes fábrica de este artefacto. El Retiro, morada antes de placer de algunos reyes austriacos, especialmente de Felipe IV, que se solazaba allí componiendo de repente obras dramáticas con Calderón y otros ingenios de su tiempo, y también de Fernando VI y de su esposa Doña Bárbara, muy dada a oír en su espléndido y ostentoso teatro los dulces acentos de cantores italianos; este sitio, recuerdo de tan amenas y pacíficas ocupaciones, habiendo cambiado ahora de semblante y llenádose de aparato bélico, no experimentó semejante transformación sin gran detrimento y menoscabo de las reliquias de bellas artes que aún sobrevivían, y la experimentó bien inútilmente, si hubo el propósito de que allí se hiciese defensa algo duradera. [Marginal: Le toma.] Porque en la misma tarde del 13 que fue acometida la fortaleza, arrojó el general Pakenham los puestos enemigos del Prado y de todo el recinto exterior, penetrando en el Retiro por las tapias que caen al jardín botánico, y por las que dan enfrente de la plaza de toros, junto a la puerta de Alcalá. Y en la mañana del 14, al ir a atacar el mismo general el segundo recinto, se rindió a partido el gobernador, que lo era el coronel Lefond. Tan corta fue la resistencia, bien que no permitía otra cosa la naturaleza de las obras, suficientes para libertar aquel paraje de un rebate de guerrillas, pero no para sostener un asedio formal. Concediéronse a los prisioneros los honores de la guerra, y quedaron en poder de los aliados, contando también empleados y enfermos, 2506 hombres. Además 189 piezas de artillería, 2000 fusiles, y almacenes considerables de municiones de boca y guerra. [Marginal: Proclama del general Álava.] Para calmar los ánimos de los comprometidos con José, residentes todavía en Madrid, y atraer a nuestras banderas a los alistados en su servicio, o sea jurados, como los apellidaban, dio el general Álava una proclama concebida en términos conciliadores. Su publicación produjo buen efecto, y tal, que en pocas horas se presentaron a las autoridades legítimas más de 800 soldados y oficiales. Sin embargo, las pasiones que reinaban, y sobre todo la enemistad y el encono contra la parcialidad de José de los que antes se consideraban oprimidos bajo su yugo, fueron causa de que se motejase de lene y aun de impolítica la conducta del general Álava. Achaque común en semejantes crisis, en donde tienen poca cabida las decisiones de la fría razón, y sí mucho séquito las que sugieren propias ofensas, o irritantes y recientes memorias. Subieron las quejas hasta las Cortes mismas, y costó bastante a los que solo apetecían indulgencia y concordia evitar que se desaprobase el acertado y tolerante proceder de aquel general. [Marginal: Reprehensible porte de Don Carlos de España.] Otro rumbo siguió Don Carlos de España. Inclinado a escudriñar vidas pasadas y a molestar al caído, de condición en todos tiempos perseguidora, tomó determinaciones inadecuadas y aun violentas, publicando un edicto en el que, teniéndose poca cuenta con la desgracia, se ordenaban malos tratamientos, con palabras irónicas, y se traslucían venganzas. Desacuerdo muy vituperable en una autoridad suprema, la cual, sobreponiéndose al furor ciego y momentáneo de los partidos, conviene que solo escuche al interés bien entendido y permanente del Estado, y que exprese sus pensamientos en lenguaje desapasionado y digno. En Don Carlos de España graduose tal porte hasta de culpable, por notarse en sus actos propensión codiciosa, de que dio en breve pruebas palpables, apropiándose haberes ajenos atropellada y descaradamente. [Marginal: Otras medidas desacertadas.] Ahogaron, pues, en gran manera el gozo de los madrileños semejantes procedimientos. También el no sentir inmediato alivio en la miseria y males que los abrumaban, habiendo confiado sucedería así luego que se alejase el enemigo y se restableciese la autoridad legítima. Esperanzas que, consolando en la desdicha, casi nunca se realizan; porque en los tránsitos y cambios de las naciones, ni es dable tornar a lo pasado, ni subsanar cumplidamente los daños padecidos, como tampoco premiar los servicios que cada cual alega, a veces ciertos, a veces fingidos o exagerados. [Marginal: La de monedas.] Destemplaron asimismo la alegría varias medidas de la Regencia y de las Cortes. Tales fueron las decretadas sobre empleados y sus purificaciones, de que hablaremos en otro lugar. Tales igualmente las que se publicaron acerca de las monedas de Francia introducidas en el reino, y de las acuñadas dentro de él con el busto del rey intruso. Tuvieron origen las resoluciones sobre esta materia en el año de 1808 a la propia sazón que invadieron nuestro territorio las tropas francesas; pues sus jefes, solicitando entonces que sus monedas circulasen con igual ventaja que las españolas, consiguieron se nombrase una comisión mixta de ensayadores naturales y extranjeros, cuyos individuos, parciales o temerosos, [Marginal: (* Ap. n. 20-2.)] formaron una tarifa en gran menoscabo de nuestros intereses,[*] la cual mereció la aprobación del Consejo de Castilla, amedrentado o con poco conocimiento de la materia. No es dado afirmar si esta comisión verificó los debidos ensayos de las monedas respectivas, ni tampoco si se vio asistida de los conocimientos necesarios acerca de la ley metálica o grado de fino y del peso legal, con otras circunstancias que es menester concurran para determinar el _verdadero valor intrínseco_ de las monedas. Pero parece fuera de duda que tomó por base general de la reducción el valor que correspondía entonces _legalmente_ al peso fuerte de plata reducido a francos, sin tener cuenta con el _remedio_ o _tolerancia_ que se concedía en su ley y peso, ni con el desgaste que resulta del uso. Así evaluábase la pieza de 5 francos en 18 reales 25 maravedises, ⁴⁷⁹⁄₅₃₃, y el escudo de 6 libras tornesas en 22 reales y 8 maravedises. En el oro la diferencia fue más leve, habiéndosele dado al napoleón de 20 francos el valor de 75 reales, y al luis de oro de 24 libras tornesas el de 88 reales y 32 maravedises: consistió esto en no haber tenido presente la comisión de ensayadores, entre otras cosas, la razón diversa que guardan ambos metales en las dos naciones; pues en España se estima ser dieciséis veces mayor el valor nominal del oro, cuando en Francia no llega ni a quince y medio. Siguiose de esta tarifa en adelante para los españoles, en las monedas de plata, un quebranto de 9 y 11 por 100, y en las de oro de 1 y 2 por 100; de manera que en las provincias ocupadas apenas circulaba más cuño que el extranjero. Los daños que de ello se originaron, junto con la aversión que había a todo lo que emanaba del invasor, motivaron dos órdenes, fechas una en 4 de abril de 1811 y otra en 16 de julio de 1812. Dirigíase la primera a prohibir el curso de las piezas acuñadas en España con busto de José, previniéndose a los tenedores las llevasen a la casa de la moneda, en donde recibirían su justo valor en otras legales y permitidas. Encaminábase la segunda, o sea la circular de 1812, a igual prohibición respecto de la moneda francesa, especificándose lo que en las tesorerías se había de dar en cambio; a cuyo fin se acompañaba una tarifa apreciativa del valor intrínseco de dicha moneda, y por tanto bastante diverso del que calcularon en 1808 los ensayadores nombrados al intento. Este trabajo, aunque imperfecto, se aproximaba a la verdad, en especial respecto de las piezas de 5 francos, si bien no tanto en los escudos de 6 libras, y menos todavía en las monedas de oro. La prohibición de las fabricadas con busto del rey intruso no tuvo otro fundamento sino odios políticos o precipitada irreflexión, pues sabido es que se acuñaban los pesos fuertes de José con el mismo peso y ley que los procedentes de América: debiendo también notarse que en Francia se estiman los primeros aun más desde que el arte perfeccionado de la afinación ha descubierto en ellos mayor porción de oro que en los antiguos, habiendo sido comúnmente fabricados los modernos del tiempo de la invasión con vajillas y alhajas de iglesia, en que entraba casi siempre plata sobredorada. Estas dos providencias, tan poco meditadas como lo había sido la tarifa de 1808, excitaron clamor general, lo mismo en Madrid que en los demás puntos a medida que se evacuaban, por el quebranto insinuado arriba que de súbito resultó, mayormente pesando las pérdidas sobre los particulares y no sobre el erario, y alterándose [*] [Marginal: (* Ap. n. 20-3.)] repentinamente por sus disposiciones el valor de las cosas. En muchos parajes suspendieron sus efectos las autoridades locales, y representaron al gobierno legítimo, el cual a lo último, aunque lentamente, pues no lo verificó [*] [Marginal: (* Ap. n. 20-4.)] hasta el septiembre de 1813, mandó que por entonces se permitiese la circulación de la moneda del rey intruso acuñada en España, y también la del imperio francés, arreglándose casi en un todo a la tarifa de 1808, perjudicialísima esta en sí misma, mas de difícil derogación en tanto que no fuese el erario, y no los particulares, el que soportase la pérdida o diferencia que existía entre el valor real o intrínseco de la circular de 1812, y el supuesto de la tarifa de 1808. Habiendo tardado algún tiempo en efectuarse la suspensión, aun por las autoridades locales, de las órdenes de 1811 y 1812, el trastorno que ellas causaron fue notable y mucha la desazón, encareciéndose los víveres en lugar de abaratarse, y acreciéndose por de pronto el daño con las especulaciones lucrosas e inevitables de algunos trajineros y comerciantes. Así que necesidad hubo del odio profundo que se abrigaba en casi todos los corazones contra el extranjero, y también de que prosiguiesen cogiendo laureles las armas aliadas, para que no se entibiasen los moradores de los pueblos, ahora libres, en favor de la buena causa. [Marginal: Toma el Empecinado a Guadalajara.] A dicha continuaron sucediéndose faustos acontecimientos alrededor y aun lejos de la capital. En Guadalajara 700 a 800 hombres que guarnecían la ciudad a las órdenes del general Preux, antiguo oficial suizo al servicio de España, se rindieron el 16 de este agosto a Don Juan Martín el Empecinado. Desconfiado Preux a causa de su anterior conducta, quería capitular solo con lord Wellington, mas este le advirtió que si no se entregaba a las tropas españolas que le cercaban, le haría pasar a cuchillo con toda la guarnición. [Marginal: Abandonan el Tajo los franceses del centro, y se dirigen a Valencia.] Fueron evacuando los franceses la orilla derecha del Tajo, y uniéndose sus destacamentos al cuerpo principal de su ejército del Centro, que proseguía retirándose vía de Valencia. Salieron de Toledo el día 14, en donde entró muy luego la partida del Abuelo, recibida con repique general de campanas, iluminaciones y otros regocijos. Por todas partes destruía el enemigo la artillería y las municiones que no podía llevar consigo, y daba indicio de abandonar para siempre, o a lo menos por largo tiempo, las provincias de Castilla la Nueva. [Marginal: Trabajos que tuvieron en el camino.] En su tránsito a Valencia, encontraron José y los suyos tropiezos y muchas incomodidades, escaseándoles los víveres y sobre todo el agua, por haber los naturales cegado los pozos y destruido las fuentes en casi todos los pueblos, que tal era su enemistad y encono contra la dominación extraña. Padecieron más que todos los comprometidos con el intruso y sus desgraciadas familias, pues hubo ocasión en que no tuvieron ni siquiera una sed de agua que llevar a la boca, según aconteció al terrible ministro de policía Don Pablo Arribas. [Marginal: Algunos sucesos en Castilla la Vieja.] En Castilla la Vieja, viendo los enemigos la suerte que había cabido a su guarnición de Tordesillas y temerosos de que acaeciera otro tanto a las ya bloqueadas de Zamora, Toro y Astorga, destacaron del ejército suyo, llamado de Portugal, 6000 infantes y 1200 caballos a las órdenes del general Foy, para que, aprovechándose del respiro que les daba el ejército aliado en su excursión sobre Madrid, libertasen las tropas encerradas en aquellos puntos. Consiguiéronlo con las de Toro, alejándose los españoles que bloqueaban la ciudad. No fueron tan dichosos en Astorga, adonde se dirigió Foy engrosado en el camino con otro cuerpo de igual fuerza al que llevaba. Trescientos de sus jinetes se adelantaron a las cercanías, [Marginal: La guarnición de Astorga se entrega a los españoles.] mas la guarnición, compuesta de 1200 hombres y mandada por el general Rémond, se había rendido el 18 de agosto en consecuencia de las repetidas y mañosas intimaciones del coronel Don Pascual Enrile, ayudante general del estado mayor del sexto ejército. Recibió Foy tan sensible nueva en La Bañeza, y no pasando adelante, se enderezó hacia Carbajales con intento de sorprender al conde de Amarante que, habiendo levantado el bloqueo de Zamora, tornaba a su provincia de Tras-os-Montes. Se le frustró el golpe proyectado al general francés, quien tuvo que contentarse con recoger el 29 la guarnición de aquella plaza, no habiendo llenado sino a medias el objeto de su expedición. [Marginal: Séptimo ejército español.] Ni dejaron tampoco de inquietar al enemigo por el propio tiempo los diferentes cuerpos de que se componía el séptimo ejército, y que ascendían a unos 12.000 infantes y 1600 caballos, ayudados en las costas de Cantabria por las fuerzas marítimas inglesas. Colocose Don Juan Díaz Porlier entre Torrelavega y Santander, y ejecutando diversas maniobras disponíase a atacar esta ciudad [Marginal: Evacúan los franceses a Santander.] cuando los enemigos la evacuaron, como también toda aquella costa, excepto el punto de Santoña. Porlier entró en Santander el 2 de agosto, y allí proclamó con pompa la Constitución, haciendo el saludo correspondiente por tan fausto motivo los buques británicos fondeados en el puerto. [Marginal: Sucesos en Vizcaya.] Avanzó Porlier en seguida a Vizcaya, cuya capital Bilbao habían desamparado los enemigos en los primeros días de agosto. Reunido allí con Don Gabriel de Mendizábal, general en jefe del séptimo ejército, y con Don Mariano Renovales, que mandaba la fuerza levantada por el señorío, se apostaron juntos en el punto llamado de Bolueta para hacer rostro al francés, que, engrosado, revolvía sobre la villa de Bilbao. Le rechazaron los nuestros completamente el 13 y 14 del mismo agosto. El 21 insistieron los enemigos, regidos por el general Rouget, en igual propósito mas no con mayor ventura, teniendo al fin que acudir en persona el general Caffarelli para penetrar en aquella villa, como lo verificó el día 28. Pero siendo el principal objeto de los franceses socorrer y avituallar a Santoña, luego que lo consiguieron abandonaron otra vez a Bilbao el 9 de septiembre. Entonces celebráronse allí grandes festejos, se presentó la junta diputación y, convocándose la general, se instaló esta el 16 de octubre presidida por Don Gabriel de Mendizábal, se publicó la Constitución y, conforme a ella, después de haber examinado dicha junta el estado de armamento y defensa de la provincia, hicieron sus individuos dejación de sus cargos para que los habitantes usasen a su arbitrio de los nuevos derechos que les competían. A poco depositaron la confianza en Don Gabriel de Mendizábal, a fin de que indicase los individuos que juzgase más dignos de componer la nueva diputación, recayendo el nombramiento en las mismas personas que designó aquel general. Unidos todos, continuaron haciéndose notables esfuerzos en los meses que restaban de 1812, con deseo de inquietar al enemigo y poner en más orden la tropa alistada y la exacción de arbitrios. Longa, dependiente de este distrito, coadyuvó a estos fines molestando a los franceses, señaladamente en un encuentro que tuvo en el valle de Sedano al acabar noviembre, en donde sorprendió al general Fromant, matándole a él y a mucha gente suya, y cogiéndole bastantes prisioneros. Después atacó a los que ocupaban las Salinas de Añana y les tomó el punto y 250 hombres, habiendo también destruido los fuertes de Nanclares y Armiñón, que abandonó el enemigo. No bastaron sin embargo tales conatos para impedir que, al cerrar del año, el mismo 31 de diciembre, ocupasen nuevamente los franceses la villa de Bilbao. Contratiempo que era de temer sobreviniera por la situación topográfica de aquellas provincias aledañas de Francia, y de conservación indispensable para el enemigo, en tanto que permanecieron sus tropas en Castilla, pero que compensó grandemente la suerte en el año inmediato de 1813, en que amanecieron días prósperos para el afianzamiento de la independencia peninsular. [Marginal: Sale Wellington de Madrid y pasa a Castilla la Vieja.] Salió lord Wellington de Madrid el 1.º de septiembre, habiendo alcanzado con la toma de la capital dar aliento a los defensores de la patria, libertar varias provincias y, más que todo, producir en la Europa entera una impresión propicia en favor de la buena causa. Para añadir otras ventajas a las ya conseguidas, pensó en continuar la guerra sin dar descanso al enemigo, y mandó que en Arévalo se juntasen en su mayor parte las fuerzas aliadas. [Marginal: Sucesos en Andalucía.] Allí le dejaremos ahora para volver los ojos a las Andalucías. La victoria de Salamanca, la entrada de los aliados en Madrid, el impulso que por todas partes recibió la opinión, y la necesidad de reconcentrar el enemigo sus diversos cuerpos, eran sucesos que naturalmente habían de ocasionar prontas y favorables resultas en aquellas provincias; mayormente desamparadas las de Castilla la Nueva y recogido a Valencia José y su ejército del Centro, movimiento que embarazaba la correspondencia con los franceses del mediodía, o permitía solo comunicaciones tardías e inciertas. Nada digno de referirse había ocurrido en las Andalucías desde la acción de Bornos, ni por la parte de la sierra de Ronda, ni tampoco por la de Extremadura. La expedición que el general Cruz Mourgeon había llevado en auxilio de Don Francisco Ballesteros, después de volver a la Isla de León, y de hacer un nuevo desembarco y amago en Tarifa, tornó a Cádiz por última vez en los primeros días de agosto; y rehecha y aumentada se envió, a las órdenes del mismo general Cruz, al condado de Niebla, tomando tierra en Huelva en los días 11 y 15 del propio mes. Por su lado lord Hill, después de su excursión al Tajo, en que había tomado los fuertes de Napoleón y Ragusa, permanecía en la parte meridional de Extremadura con las fuerzas anglo-portuguesas de su mando, y asistido del quinto ejército español, no muy numeroso. Observaban allí unos y otros los movimientos del cuerpo que regía el general Drouet. Mas ahora tratose de maniobrar de modo que hostilizasen al mariscal Soult y a los cuerpos dependientes de su mando las tropas aliadas que andaban en su torno, y las obligasen a acelerar la evacuación de las Andalucías, cuya posesión no podía el enemigo mantener largo tiempo, después de lo ocurrido en las Castillas durante los meses de julio y agosto. [Marginal: Levantan los franceses el sitio de Cádiz.] Dieron los franceses muestras claras de tales intentos cuando, sin aguardar a que los acometiesen, comenzaron a levantar el sitio de la Isla gaditana el 24 de agosto de este año de 1812, quedando enteramente libre y despejada la línea en el día 25, después de haberla ocupado los enemigos por espacio de más de dos años y medio. Las noches anteriores, y en particular la víspera, arrojaron los franceses bastantes bombas a la plaza; y aumentando sobremanera la carga de los cañones, y poniendo a veces en contacto unas bocas con otras, reventaron y se destrozaron muchas piezas de las 600 que se contaban entre Chiclana y Rota. Repique general de campanas, cohetes, luminarias, todo linaje, en fin, de festejos análogos a tan venturoso suceso, anunciaron el contentamiento y universal alborozo de la población. Las Cortes interrumpieron sus tareas, suspendiendo la sesión de aquel día, y los vecinos y forasteros residentes en Cádiz salieron de tropel fuera del recinto para examinar por sí propios los trabajos del enemigo, y gozar libremente de la apacible vista y saludable temple del campo de que habían estado privados por tanto tiempo. Distracción del ánimo, inocente y pura, que consolaba de males pasados y disponía a sobrellevar los que encerrase la inconstante fortuna en su porvenir oscuro. En los mismos días que los enemigos levantaron el sitio de Cádiz, abandonaron también los puntos que guardaban en las márgenes del Guadalete y serranía de Ronda, clavando por todas partes la artillería, y destruyendo cuanto pudieron de pertrechos y municiones de guerra. Cogieron sin embargo los españoles una parte de ellos, como también 30 barcas cañoneras que quedaron intactas delante de la línea de Cádiz. [Marginal: Marcha de Cruz Mourgeon sobre Sevilla.] Llano era que a semejantes movimientos se seguiría la evacuación de Sevilla. Impelió igualmente a que se verificase, la marcha que sobre aquella ciudad emprendió el general Cruz Mourgeon, conforme a la resolución tomada de molestar al mariscal Soult. Le sostenía y ayudaba en esta operación el coronel Skerret con fuerza británica. Los franceses se habían retirado del condado de Niebla a mediados de agosto, después de haber volado el castillo de la villa del mismo nombre, dejando solo de observación en Sanlúcar la Mayor unos 500 a 600 hombres, infantes y jinetes. Los dos jefes aliados trataron de aproximarse a Sevilla, y creyendo ser paso previo atacar a los últimos, lo verificaron arrojándolos de allí con pérdida. En seguida reconcentraron los nuestros sus fuerzas en aquel pueblo, y les sirvió de estímulo para avanzar el saber que Soult desamparaba a Sevilla con casi toda su gente. [Marginal: Evacúa Soult a Sevilla.] Habíalo en efecto verificado a las doce de la noche del 27, dejando solo en la ciudad parte de su retaguardia, que no debía salir hasta las 48 horas después. Lejos estaban de recelar los enemigos un pronto avance de nuestras tropas, y por tanto continuaron ocupando sosegadamente las alturas que se dilatan desde Tomares hasta Santa Brígida, en donde tenían un reducto. El general Cruz Mourgeon, destacando algunas guerrillas que cubriesen sus flancos, se adelantó a Castilleja de la Cuesta, en cuyos inmediatos olivares se alojaban los enemigos, teniendo unos 40 hombres en Santa Brígida, sin artillería por haberla sacado en los días anteriores. Acometieron los nuestros con brío a sus contrarios y los desalojaron de los olivares, obligándolos a precipitarse al llano. Protegía a los franceses su caballería; pero estrechada esta por los jinetes españoles, abandonó a los infantes que se vieron perseguidos por nuestra vanguardia al mando del escocés D. Juan Downie, quien había levantado una legión que se apellidaba de leales extremeños, vestida a la antigua usanza; servicio que dio ocasión a que la marquesa de la Conquista, descendiente de Francisco Pizarro, ciñese al Don Juan la espada de aquel ilustre guerrero, que se conservaba aún en la familia. [Marginal: Arremete Cruz Mourgeon en Triana contra la retaguardia francesa.] Al propio tiempo se atacó el reducto, pero malogradamente, hasta que vieron los que le guarnecían ser imposible su salida, e inútil resistencia más prolongada. El general Cruz queriendo también aprovecharse de la ventaja ya conseguida en los olivares de Castilleja, destacó algunos cuerpos para que, yendo por la derecha, camino de San Juan de Alfarache, se interpusiesen entre los enemigos y el puente de Triana, a fin de evitar la rotura o quema de este; cosa hacedera siendo de barcas. Mas no parándose la vanguardia española ni el coronel Skerret en perseguimiento de los franceses, impidieron que se realizase aquella maniobra, pues cerraron de cerca por el camino real no solo a las fuerzas rechazadas de Castilleja, sino también a todas las que el enemigo allí reunía, las cuales fueron replegándose en 3 columnas con 2 piezas de artillería y 200 caballos, y se apostaron teniendo a su derecha el río y a sus espaldas el arrabal de Triana. Motivo por el que resolvió Cruz Mourgeon, consultando al tiempo, que Don José Canterac, en vez de sostener con la caballería, como había pensado, los cuerpos de la derecha, ayudase el ataque que daban Downie y Skerret, verificándolo con tal dicha que su llegada decidió la completa retirada del enemigo de la llanura que todavía ocupaba. [Marginal: Downie.] Avanzaron los aliados y se metieron en Triana, empeñándose reciamente el combate en la cabeza del puente. Quien más se arriscó fue Downie con su legión: dos veces le rechazaron, y dos le hirieron; a la tercera, arremetiendo casi solo, saltó a caballo por uno de los huecos que los franceses habían practicado en una parte del puente, quitando las tablas traviesas, y fue derribado, herido nuevamente en la mejilla y en un ojo, y hecho prisionero. Conservó sin embargo bastante presencia de ánimo para arrojar a su gente la espada de Pizarro, logrando así que no sirviese de glorioso trofeo a los enemigos. [Marginal: Entra Cruz en Sevilla.] Estos, aunque ufanos de haber cogido a Downie, viéndose batidos por nuestra artillería colocada en el malecón de Triana, y atacados por nuestras tropas ligeras que cruzaron el puente por las vigas, ni pudieron acabar de cortar este, ni les quedó más arbitrio que meterse en la ciudad cerrando la puerta del Arenal. Pero habilitado sin tardanza el puente con tablones que pusieron los vecinos, fueles permitido a todas las tropas aliadas ir pasando el río con celeridad, infundiendo así aliento a las guerrillas que iban delante y a los moradores. Pronto se vieron felices resultas, pues abierta la puerta del Arenal sin que los enemigos lo notasen, echadas a vuelo las campanas, colgadas muchas casas, y siendo universal el júbilo y la algazara, metiéronse los nuestros por las calles, y subió a tanto grado el aturdimiento de los franceses y su espanto, que a pesar de los esfuerzos de sus generales, empezaron los soldados a huir hasta el punto de arrojar algunos las armas, teniendo todos al fin que salir por la puerta Nueva y la de Carmona con dirección a Alcalá, abandonando 2 piezas, muchos equipajes, rico botín, caballos, y perdiendo 200 prisioneros. En desquite, lleváronse consigo a Downie gran trecho, y solo le dejaron libre, aunque mal parado, a unas cuantas leguas de Sevilla. [Marginal: Sigue Soult su retirada hacia Murcia.] No persiguieron los nuestros a los franceses en la retirada, observándolos tan solo de lejos la caballería. Cruz Mourgeon se detuvo en la ciudad, en donde se publicó la Constitución el 29 de agosto, dos días después de la entrada de los aliados. Se celebró el acto en la plaza de San Francisco, acompañado de las mismas fiestas y alegría que en las demás partes. [Marginal: Ballesteros.] Continuó el mariscal Soult su marcha, obligado a estar siempre en vela por la aversión que le tenían los pueblos, y por atender a los movimientos de Don Francisco Ballesteros, que desembocando de la serranía de Ronda, le amagaba continuamente, engrosado algún tanto con 3 regimientos que de la Isla de León destacó la Regencia bajo el mando de Don Joaquín Virués. En el tiempo que promedió desde la funesta acción de Bornos hasta la evacuación de Sevilla, no dejó Ballesteros de molestar al enemigo, ya amenazando a Málaga, aunque irreflexivamente, [Marginal: Reencuentros de este.] ya entrando en Osuna con la dicha de sorprender a su gobernador y de coger un convoy, ya en fin distrayendo la atención de los franceses de varios modos. Mas ahora, no siéndole tampoco dado atacar a Soult de frente a causa de la superioridad de las fuerzas de este, se limitó, para incomodarle, a ejecutar maniobras de flanco, amparado de las breñas y pintorescas rocas de la sierra de Torcal. Acometió el 3 de septiembre en Antequera a la retaguardia francesa, mandada por el general Semellé, y la acosó tomándole algunos prisioneros, bagajes y 3 cañones. Lo mismo repitió al amanecer del 5 en Loja, apretando de cerca los españoles a sus contrarios hasta Santa Fe. [Marginal: Drouet abandona la Extremadura.] Permaneció el mariscal Soult algunos días en Granada, donde se le juntaron varios destacamentos que fueron sucesivamente evacuando los pueblos y ciudades de aquella parte, entre ellas Málaga, que había sido abandonada en los últimos días de agosto después de haber volado el castillo de Gibralfaro. Dio también con eso lugar a que se le aproximase el quinto cuerpo francés a las órdenes del general Drouet, conde d’Erlon, quien, acantonado en Extremadura hacia Llerena, se había mantenido allí desde mayo sin ser incomodado por el general Hill ni por los españoles. Así lo había querido lord Wellington, temeroso de algún desmán que comprometiese sus operaciones de Castilla la Vieja, de cuya resolución no se apartó hasta que yendo de ventura en ventura, y habiéndose dispuesto, según insinuamos, a hostilizar a Soult y cuerpos dependientes de su mando, recibió orden Hill de coadyuvar a este plan: [Marginal: Se dirige por Córdoba a Granada.] por lo cual, al paso que Cruz y Skerret se movieron la vuelta de Sevilla, marchó también aquel general inglés sobre Llerena el 29 de agosto, formado en cuatro columnas, con ánimo de espantar a Drouet de aquellos lugares; mas llegó cuando los franceses habían ya levantado el campo y se retiraban por Azuaga camino de Córdoba. Desistió Hill de ir tras ellos; y conforme a instrucciones de lord Wellington se enderezó al Tajo, acompañado de las divisiones españolas de Morillo y de Penne Villemur, para obrar de concierto con las demás tropas británicas, ya a la sazón en Castilla la Nueva. [Marginal: Va tras él en observación el coronel Schepeler.] Dejósele pues a Drouet continuar tranquilamente su marcha, y ni siquiera fue rastreando su huella otra fuerza que un corto trozo de caballería que el general español Penne Villemur destacó a las órdenes del coronel alemán Schepeler, de quien hablamos con ocasión de la batalla de la Albuera. Desempeñó tan distinguido oficial cumplidamente su encargo, empleando el ardid y la maña a falta de otros medios más poderosos y eficaces. Replegábase el enemigo lentamente, como que no era incomodado, conservando todavía cerca del antiguo Castel de Bélmez, ahora fortalecido, una retaguardia. Deseoso el coronel Schepeler de aventarle, y careciendo de fuerzas suficientes, envió de echadizos a unos franceses que sobornó, los cuales con facilidad persuadieron a sus compatriotas ser tropas de Hill las que se acercaban, resolviendo Drouet, en su consecuencia, destruir las fortificaciones de Bélmez el 31 de agosto y no detenerse ya hasta entrar en Córdoba. Schepeler avanzó con su pequeña columna, y, desparramándola en destacamentos por las alturas de Campillo y salidas de la sierra, cuyas faldas descienden hacia el Guadalquivir, ayudado también de los paisanos, hizo fuegos y ahumadas durante la noche y el día en aquellas cumbres, como si viniesen sobre Córdoba fuerzas considerables, apariencias que sirvieron de apoyo a las engañosas noticias de los espías. No tardó el enemigo en disponer su marcha, y a la una de la madrugada del 3 de septiembre tocó generala, desamparando los muros de Córdoba al quebrar del alba. Tomaron sus huestes el camino del puente de Alcolea, yendo formadas en tres columnas. Otros ardides continuó empleando Schepeler para alucinar a sus contrarios, y el mismo día 3 por la tarde se presentó delante de la ciudad, [Marginal: Entra Schepeler en Córdoba.] cuyas puertas halló cerradas, temerosos algunos vecinos de las guerrillas y sus tropelías. Pero cerciorados muy luego de que eran tropas del ejército las que llegaban, todos, hasta los más tímidos, levantaron la voz para que se abriesen las puertas; y franqueadas, penetró Schepeler por las calles, siendo llevado en triunfo y como en vilo hasta las casas consistoriales con aclamación universal, y gritando los moradores: «¡Ya somos libres!» En el arrobamiento que se apoderó del coronel con tan entusiasmada acogida, figurósele, según nos ha contado él mismo, que renacían los tiempos de los Omeyas, y que volvía victorioso a Córdoba el invencible [*] [Marginal: (* Ap. n. 20-5.)] Almanzor después de haber dado feliz remate a alguna de sus muchas campañas, tan decantadas y aplaudidas por los ingenios y poetas árabes de aquella era; similitud no muy exacta y vuelo harto remontado de la fantasía del coronel alemán, hombre por otra parte respetable y digno. [Marginal: Desmanes de Echevarri.] Mas a pesar de su triunfo se vio este angustiado no asistiéndole las fuerzas que se imaginaban en la ciudad, y manteniéndose todavía no muy lejos el general Drouet. Aumentó su desasosiego la llegada de Don Pedro Echevarri, quien, valido del favor popular de que gozaba en aquella provincia, había acudido allí al saber la evacuación de Córdoba. Hombre ignorante el Don Pedro, y atropellado, quiso, arrogándose el mando, hacer pesquisas y ejecutar encarcelamientos, procurando cautivar aún más la afición que ya le tenía el vulgo con actos de devoción exagerada. Contuvo Schepeler al principio tales demasías; mas no después, siendo nombrado Echevarri por la Regencia comandante general de Córdoba; merced que alcanzó por amistades particulares y por haber lisonjeado las pasiones del día, ya persiguiendo a los verdaderos o supuestos partidarios del gobierno intruso, ya publicando pomposamente la Constitución; pues este general adulaba bajamente al poder cuando le creía afianzado, y se gallardeaba en el abuso brutal y crudo de la autoridad siempre que la ejercía contra el flaco y desvalido. [Marginal: Sigue Drouet retirándose.] Afortunadamente no le era dado a Drouet, a pesar de constarle las pocas fuerzas nuestras que había en Córdoba y de los desvaríos de Echevarri, revolver sobre aquella ciudad. Impedíaselo el plan general de retirada; por lo que prosiguió él la suya, aunque despacio, vía de Jaén con rumbo a Huéscar, donde se puso en inmediato contacto con el ejército del mariscal Soult. Rodeado ya este de todas sus fuerzas evacuó a Granada el 16, encaminándose al reino de Murcia. Noticioso de ello, Ballesteros trató de inquietarle algún tanto haciendo que el brigadier Barrutell, pasando por Sierra Nevada, le acometiese en los Dientes de la Vieja; lo cual se ejecutó causando al enemigo mucho azoramiento y alguna pérdida. [Marginal: Entra en Granada el ejército de Ballesteros.] Libre Granada pisó su suelo el 17 de septiembre el ejército del general Ballesteros, siendo el primero que penetró allí el príncipe de Anglona, acogido con no menores obsequios, alegría, y festejos que los demás caudillos en las otras ciudades. [Marginal: Administración francesa en las Andalucías.] Respiraron así desahogadamente las Andalucías; y será bien que ahora antes de apartar la vista de país tan deleitoso y bello, examinemos, aunque rápidamente, la administración francesa que rigió en ellas durante la ocupación, y refiramos algunos de los males y pérdidas que allí se padecieron. Apareció en general desastrada y ruinosa dicha administración. Eran las contribuciones extraordinarias, como casi en todos los países en que los enemigos dominaban, de dos especies: una que se pagaba en frutos, aplicada a la manutención de las tropas y a los hospitales, otra en dinero, y conocida bajo el nombre de contribución de guerra. Fija esta, variaba la primera según el número de tropas estantes o transeúntes, y según la probidad de los jefes o su venal conducta. Adolecían especialmente de este achaque algunos comisarios de guerra, quienes con frecuencia recibían de los ayuntamientos gratificaciones pecuniarias para que no hiciesen pedidos exorbitantes de raciones, o para que las distribuyesen equitativamente conforme a lo que prevenían los reglamentos militares. Con dificultad se podrá computar lo que pagaron los pueblos de la Andalucía a los franceses durante los dos y más años de su ocupación. No obstante si nos atenemos a una liquidación ejecutada por el comisario regio de José, conde de Montarco, la cual no debiera ser exagerada atendiendo a la situación y destino del que la formó, aquellos pueblos entregaron a la administración militar francesa 600.000.000 de reales. Suma enorme respecto de lo que antes pagaban; siendo de advertir no se incluyen en ella otras derramas impuestas al antojo de jefes y oficiales sin gran cuenta ni razón, como tampoco auxilios en metálico que venían de Francia destinados a su ejército. Para dar una idea más cabal e individualizada de lo que estas provincias debieron satisfacer, y para inferir de ahí lo gravadas que fueron las demás de España, según la duración mayor o menor de su ocupación, manifestaremos en este lugar lo que pagó la provincia de Jaén, de la que hemos podido haber a las manos datos más puntuales y circunstanciados. Echósele a esta provincia por contribución de guerra la suma de 800.000 reales mensuales, o sea 21.600.000 reales al año. Y pagó por este solo impuesto y por el de subsistencias, desde febrero de 1810 hasta diciembre de 1811, 60.000.000 de reales: cantidad que resulta de las oficinas de cuenta y razón, y a la cual, si fuese dable, debería añadirse la de las exacciones de los comandantes de la provincia y de su partido, y de los comisarios de guerra y otros jefes para su gasto personal, de las que no daban recibos, considerándolas como cargas locales. Lo molesto y ruinoso de semejantes disposiciones aparece claramente comparando estos gravámenes con los que antes de la guerra actual pesaban sobre la misma provincia, y se reducían a unos 8.000.000 de reales en cada un año, a saber: mitad por rentas provinciales y mitad por ramos estancados. Así, una comarca meramente agrícola, y cuya población no es excesiva, aprontó en menos de dos años lo que antes pagaba casi en ocho. Las cargas llegaron a ser más sensibles en 1811. Hasta entonces los ayuntamientos buscaban recursos para los suministros en los granos del diezmo, exigiéndolos de los cabildos eclesiásticos, ya como contribuyentes en los repartimientos comunes, ya por vía de anticipación con calidad de reintegro. Pero en aquel año dispuso el mariscal Soult que los granos procedentes del diezmo se depositasen en almacenes de reserva para el mantenimiento del ejército, orden que se miró como inhumana y algo parecida a los [*] [Marginal: (* Ap. n. 20-6.)] edictos sobre granos del pretor romano de Sicilia; principalmente entonces, cuando el hambre producía los mayores estragos, y cuando el precio del trigo se había encarecido a punto de valer a más de 400 reales la fanega. Consecuencia necesaria tamaña escasez del agolpamiento de muchas causas. Había sido la cosecha casi ninguna; y después del guerrear y de los muchos recargos, teniendo por costumbre el ejército enemigo embargar para acarreos y transportes las caballerías de cualquiera clase que fuesen, y robar sus soldados en las marchas las que por ventura quedaban libres, vínose al caso de que desapareciese casi completamente el tráfico interior, y de que las Andalucías, en el desconcierto de su administración, ofreciesen una imagen más espantosa que la de otras provincias del reino. [Marginal: Objetos de bellas artes llevados de las mismas provincias.] A tanta ruina y aniquilamiento juntose el desconsuelo de ver despojados los conventos y los templos de las galas y arreo que les daban las producciones del arte debidas al diestro y delicado pincel de los Murillos y Zurbaranes. Sevilla, principal depósito de tan inestimables tesoros, sintió más particularmente la solícita diligencia de la codiciosa mano del conquistador, habiéndose reunido en el alcázar una comisión imperial con el objeto de recoger para el museo de París los mejores cuadros que se hallasen en las iglesias y conventos suprimidos. Cúpoles esta suerte a ocho lienzos históricos que había pintado Murillo para el hospital de la Caridad, alusivos a las obras de misericordia que en aquel establecimiento se practican. Aconteció lo mismo al Santo Tomás de Zurbarán, colocado en el colegio de religiosos dominicos, y al San Bruno del mismo autor, que pertenecía a la cartuja de las Cuevas de Triana, con otros muchos y sobreexcelentes, cuya enumeración no toca a este lugar. Al ver la abundancia de cuadros acopiados, y la riqueza que resultaba de la escudriñadora tarea de la comisión, despertose en el mariscal Soult el deseo vehemente de adquirir algunos de los más afamados. Sobresalían entre ellos dos de Bartolomé Murillo; a saber, el llamado de la Virgen del reposo, y el que representaba el nacimiento de la misma divina Señora. Hallábase el último en el testero a espaldas del altar mayor de la catedral, a donde le habían trasladado a principios del corriente siglo por insinuación de Don Juan Ceán, sacándole de un sitio en que carecía de buena luz. Gozando ahora de ella creció la celebridad del cuadro, y aun la devoción de los fieles, excitada en gran manera por el interés mismo del argumento y por el gusto y primores que brillan en la ejecución; [Marginal: (* Ap. n. 20-7.)] los cuales acreditan [*] [según la expresión de Palomino] «la eminencia del pincel de tan superior artífice.» Han creído algunos que el cabildo de Sevilla hiciera un presente con aquel cuadro al mariscal Soult; mas se han equivocado, a no ser que diesen ese nombre a un don forzoso. Habían los capitulares ocultado dicho cuadro, recelosos de que se lo arrebatasen; precaución que fue en su daño, porque sabedor el mariscal francés de lo sucedido, mandó reponerle en su sitio, y en seguida dio a entender, sin disfraz, por medio de su mayordomo, al tesorero de la iglesia, Don Juan de Pradas, que le quería para sí, con otros que especificó, y que si se los negaban mandaría a buscarlos. Conferenció el cabildo, y resolvió dar de grado lo que de otro modo hubiera tenido que entregar por fuerza. Los cuadros que se llevó el mariscal Soult no han vuelto a España, ni es probable vuelvan nunca. Se recobraron en 1815, del museo de París, varios de los que pertenecían a establecimientos públicos, entre los cuales se contaron los de la Caridad, restituidos a aquella casa, excepto el de Santa Isabel, que se ha conservado en la academia de San Fernando de Madrid. Con eso los moradores de Sevilla han podido ufanos continuar mostrando obras maestras de sus pintores, y no limitarse a enseñar tan solo, cual en otro tiempo los sicilianos, los lugares que aquellas ocupaban antes de la irrupción francesa. [Marginal: Sigue su retirada Soult.] Yendo, pues, de marcha a Murcia y Valencia el mariscal Soult, y unidas con él las tropas del general Drouet, aproximándose al mismo punto las mandadas por José en persona, y tratando unos y otros de incorporarse al ejército de la corona de Aragón, que regía el mariscal Suchet, nos parece, antes de pasar adelante, ocasión oportuna esta de referir lo que ocurrió durante estos meses en aquellas provincias. [Marginal: Acontecimientos en Valencia.] Inquietaba especialmente a Suchet el arribo que se anunciaba, y ya indicamos, de una escuadra anglo-siciliana procedente de Palermo. En julio creyó el mariscal ser buques de ella unos que por el 20 del propio mes se presentaron a la vista de Denia y Cullera, entre la Albufera y la desembocadura del Júcar, pues bastole el aviso para abandonar los confines de Valencia y Cuenca, aunque invadidos por Villacampa y Bassecourt, y reconcentrar sus fuerzas hacia la costa. Sin embargo, el amago no provenía aún de la expedición que se temía, sino de un plan de ataque que trataban de ejecutar los españoles. Habíale concebido Don José O’Donnell, general, como antes, del segundo y tercero ejército; y para llevarle a efecto había juzgado conveniente amenazar la costa con un gran número de bajeles españoles e ingleses, con cuya aparición, si bien no iban a bordo más tropas que el regimiento de Mallorca, se distrajese la atención del enemigo, y fuese más fácil acometer por tierra al general Harispe, que gobernaba la vanguardia francesa colocada en primera línea, vía de Alicante. [Marginal: Acción de Castalla.] Era en los mismos días de julio cuando intentaba el general español atacar a los enemigos. En cuatro trozos distribuyó su gente, cuyo número ascendía a 12.000 hombres. El ala derecha, que se componía de uno de los dichos trozos, bajo el mando de Don Felipe Roche, se alojaba entre Ibi y Jijona. Otro, formando el centro, acampaba a media legua de Castalla, y le regía el brigadier Don Luis Michelena. Servía de reserva el tercero, a las órdenes del conde del Montijo, a una legua a retaguardia en la venta de Tibi. El cuarto y último trozo, que era el ala izquierda, constaba de infantería y caballería: dependía aquella del coronel Don Fernando Miyares, y esta del coronel Santisteban, situándose los peones en Petrel y los jinetes en Villena; parece ser que los postreros tuvieron orden de ponerse entre Sax y Biar, y no donde lo verificaron, para caer sobre Ibi si los enemigos abandonaban el pueblo. Don Luis Bassecourt, por su lado, vino con la tercera división del segundo ejército sobre la retaguardia de los franceses. Habiendo agolpado Suchet mucha de su gente hacia la costa, para observar la escuadra que se divisaba, no quedaban por los puntos que los nuestros se disponían a atacar sino fuerzas poco considerables: en Alcoy una reserva, a cuya cabeza permanecía el general Harispe; en Ibi una brigada de este, a las inmediatas órdenes del coronel Mesclop, estando avanzado hacia Castalla, con el séptimo regimiento de línea, el general Delort; acantonábase el veinticuatro de dragones en Onil y Biar. Rompieron los nuestros la acometida en la mañana del 21. Repelido Mesclop por las tropas de Roche, trató de buscar amparo al lado de Delort, dejando en el fuerte de Ibi 2 cañones y algunas compañías. Mas acometido también el mismo Delort por nuestra izquierda y centro, se vio obligado a desamparar a Castalla, cuyo pueblo atravesó Michelena, situándose el francés en un paraje más próximo a Ibi, y dándose así la mano con Mesclop, aguardó de firme a que se juntasen los dragones. Verificado lo cual y advirtiendo que los españoles se mostraban confiados por el éxito de su primer avance, tomó la ofensiva y dispuso que, saliendo sus jinetes de los olivares, acometiesen a nuestros batallones, no apoyados por la caballería, con lo que consiguió desbaratarlos y aun acuchillar algunas tropas del centro. En balde intentó la reserva protegerlos: el enemigo se apoderó de una batería compuesta de solo 2 cañones, por no haber llegado los demás a tiempo, y cogió prisionero a un batallón de walones, abandonado por otro de Bajadoz: retirose en buena ordenanza el de Cuenca, que dio lugar a que se le reuniesen 2 escuadrones del segundo regimiento provisional de línea, únicos que presenciaron la acción, si bien fueron también deshechos. Desembarazados los enemigos por el lado de Castalla, tornó Mesclop a Ibi y arremetió a los nuestros, del mando de Roche. Recibieron los españoles con serenidad la acometida, y aun permanecieron inmobles, hasta que acudiendo de Alcoy el general Harispe con un regimiento de refresco, se fueron retirando con bastante orden por el país quebrado y de sierra que conduce a Alicante, en donde entraron sin particular contratiempo. Perdieron los españoles en tan desastrosa jornada 2796 prisioneros, más de 800 entre muertos y heridos, 2 cañones, 3 banderas, fusiles y bastantes municiones. Mengua y baldón cayó sobre Don José O’Donnell, ya por haberse acelerado a atacar estando en vísperas de que aportase a Alicante la división anglo-siciliana, ya por sus disposiciones mal concertadas, y ya porque afirmaban muchos haber desaparecido de la acción en el trance más apretado. Hubo también quien echase la culpa al coronel Santisteban por no haber acudido oportunamente con su caballería; y acreditó en verdad impericia extrema el no haber calculado de antemano los tropiezos que encontraría la artillería para llegar a tiempo, hallándose nuestro ejército en terreno que a palmos debían conocer sus jefes. Indignados todos, y reclamando severa aplicación de las leyes militares, tuvo necesidad la Regencia de mandar se «formase causa a fin de averiguar los incidentes que motivaron la desagracia de Castalla.» [Marginal: Discusiones sobre esto en las Cortes.] No poco contribuyó a esta resolución el desabrimiento y enojo que mostraron los diputados de Valencia; acabando por provocar en las Cortes discusiones empeñadas y muy reñidas. Clamaron con vehemencia en la sesión del 17 de agosto contra tan vergonzosa rota los señores Traver y Villanueva, y en el caluroso fervor del debate acusaron a la Regencia de omisión y descuido, habiendo quien intentase ponerla en juicio. En enero habían pedido aquellos diputados se mudasen los jefes, autorizando ampliamente a los que se nombrasen de nuevo, y aun habían indicado las personas que serían gratas a la provincia. La Regencia se había conformado con la propuesta de los diputados de dar plenas facultades a los jefes, mas no con la que hicieron respecto de las personas; disposición notable y arriesgada si se advierte que el general en jefe y el intendente del ejército eran los señores O’Donnell y Rivas, hermanos ambos de dos regentes. Hizo resaltar este hecho en su discurso el señor Traver, y por eso y arrastrado de inconsiderado ardor llegó a expresar «que no mereciéndole el gobierno confianza, los comisionados que se nombrasen para la averiguación de lo ocurrido en la acción del 21 de julio, fuesen precisamente del seno de las Cortes.» Concurrió también, para enardecer los ánimos, la poca destreza con que el ministro de la guerra, no acostumbrado a las luchas parlamentarias, defendió las medidas tomadas por la Regencia; y el haber acontecido a la propia sazón la batalla de Salamanca, cuyas glorias hacían contraste con aquellas lástimas de Castalla: por lo que, aquejado de agudo dolor, exclamó un diputado ser bochornoso y de gran deshonra «que, al mismo tiempo que naciones extranjeras lidiaban afortunadamente por nuestra causa y derramaban su sangre en los campos de Salamanca, huyesen nuestros soldados con baldón de un ejército inferior en Castalla y sus inmediaciones.» [Marginal: Resoluciones de las Cortes.] Las Cortes, aunque no se conformaron con la opinión del señor Traver en cuanto a que individuos de su seno entrasen en la averiguación de lo ocurrido, resolvieron, oída la comisión de guerra, que la Regencia mandase formar la sumaria correspondiente sobre la jornada de Castalla, empezando por examinar la conducta del general en jefe; de todo lo cual debía darse cuenta a las Cortes con copia certificada. Ordenaron también estas que se continuase y concluyese el proceso a la mayor brevedad, desaprobando el que se hubiese nombrado a Don José O’Donnell general de una reserva que iba a organizarse en la Isla de León, según lo había verificado ya la Regencia incauta e irreflexivamente. Entrometíanse las Cortes, adoptando semejante providencia, más allá de lo que era propio de sus facultades. Desacuerdo que solo disculpaban las circunstancias y el anhelo de apaciguar los ánimos sobradamente alterados. Consiguiose este objeto, mas no el que se refrenase con la conveniente severidad el escándalo que se había dado en Castalla, puesto que al son de las demás terminó la presente causa: siendo grave y muy arraigado mal este de España, en donde casi siempre caminan a la par la falta de castigo y la arbitrariedad; y hasta que ambos extremos no desaparezcan de nuestro suelo, nunca lucirán para él días de felicidad verdadera. [Marginal: Renuncia que hace del cargo de regente el conde del Abisbal.] El golpe disparado contra Don José O’Donnell hirió de rechazo a su hermano Don Enrique, conde del Abisbal,[1] regente del reino, quien agraviado de algunas palabras que se soltaron en la discusión, juzgó comprometido su honor y su buen nombre si no hacía dejación de su cargo, como lo verificó, por medio de una exposición que elevó a las Cortes. [1] NOTA. _Del Abisbal_. Escribimos así este nombre, porque comúnmente se firmaba de ese modo _El conde del Abisbal_. Mas el pueblo de donde tomó el título, en Cataluña, se escribe _La Bisbal_. Varios diputados, especialmente los más distinguidos entre los de la opinión reformadora, se negaban a admitir la renuncia del Don Enrique, conceptuándole el más entendido de los regentes en asuntos de guerra, empeñado cual ninguno en la causa nacional, no desafecto a las mudanzas políticas y de difícil sustitución, atendida la escasez de hombres verdaderamente repúblicos. [Marginal: Se la admiten las Cortes.] Muchos de la parcialidad antirreformadora y los americanos fueron de distinto dictamen; estos llevados siempre del mal ánimo de desnudar al gobierno de todo lo que le diese brío y fortaleza, aquellos por creer al del Abisbal hombre de partes aventajadas y de arrojo bastante para abalanzarse por las nuevas sendas que se abrían a la ambición honrosa. Hubo también diputados que sensibles por una parte a lo de Castalla, de cuya infeliz jornada achacaban alguna culpa a Don Enrique por el tenaz empeño de conservar a su hermano en el mando, y enojados por otra de que se mostrase tan poco sufrido de cualquier desvío inoportuno, o personalidad ofensiva que hubiese ocurrido en la discusión, se arrimaron al dictamen de los que querían aceptar la dimisión que voluntariamente se ofrecía; lo cual se verificó por una gran mayoría de votos en sesión celebrada en secreto. Esta resolución apesadumbró al conde del Abisbal, quien, arrepentido de la renuncia dada, hizo gestiones para enmendar lo hecho. A este fin nos habló entonces el mismo conde; mas era ya tarde para borrar en las Cortes el mal efecto que había producido su exposición poco meditada. [Marginal: Nómbrase regente a Don Juan Pérez Villamil.] Nació discordancia en los pareceres acerca de la persona que debería suceder al conde del Abisbal, distribuyéndose los más de los votos entre Don Juan Pérez Villamil y Don Pedro Gómez Labrador, recién llegados ambos de Francia, en donde los habían tenido largo tiempo mal de su grado. El primero volvía con permiso de aquel gobierno; el segundo escapado y a escondidas de la policía imperial. Humanista distinguido Villamil y erudito jurisconsulto al paso que magistrado íntegro y adicto a la causa de la independencia, como autor que fue, según apuntamos, del célebre aviso que dio el alcalde de Móstoles en 1808 a las provincias del mediodía, disfrutaba de buen concepto entre los ilustrados, realzado ahora con su presentación en Cádiz. Pues si bien tornó a Madrid de Francia con la correspondiente licencia de la policía, y bajo el pretexto de continuar una traducción que había empezado años antes del Columela, mantuvo intacta su reputación y aun la acreció con haber usado de aquel ardid solo para correr a unirse al gobierno legítimo. No obstante, los que tuvieron ocasión de tratarle a su llegada a Cádiz advirtieron la gran repugnancia que le asistía en aprobar las innovaciones hechas, y su inalterable apego a rancias doctrinas y a la gobernación de los consejos, tan opuestos a las Cortes y sus providencias. Por eso, desconfiando de él la parcialidad reformadora, no pensó en nombrarle sino que al contrario fijó sus miras en Don Pedro Gómez Labrador, a quien se reputaba hombre firme después de las conferencias de Bayona, en las que, según dijimos, tuvo intervención, y se le creía además sujeto de luces e inclinado a ideas modernas; principalmente viendo que le sostenían sus antiguos condiscípulos de la universidad de Salamanca, de que varios eran diputados, y alguno como Don Antonio Oliveros, tan amigo suyo que meses antes anduvo allegando dineros en Cádiz para facilitarle la evasión y el costo del viaje. El tiempo probó lo errado de semejante juicio. [Marginal: Jura Villamil.] Disputose de consiguiente la elección; pero vencieron en fin los antirreformadores, quedando electo regente, aunque por una mayoría cortísima, Don Juan Pérez Villamil, quien tomó posesión de su dignidad el 29 de septiembre de este año de 1812. La experiencia acreditó muy luego que el partido liberal no se había equivocado en el concepto que de él formara, bien que al prestar Villamil en el seno de las Cortes el juramento debido, [Marginal: (* Ap. n. 20-8.)] manifestó entre otras cosas [*] «que le alentaba la confianza de que le facilitaría su desempeño en tan ardua carrera el rumbo señalado ya de un modo claro y distinto por los rectos y luminosos principios del admirable código constitucional que las Cortes acababan de dar a la nación española.» Expresiones que salieron solo de los labios, y cuya falsía no tardó en mostrarse. [Marginal: Expedición anglo-siciliana.] Volvamos a Valencia. Allí, en medio de la aflicción que produjo el desastre de Castalla, repusiéronse los ánimos con la pronta llegada de la expedición anglo-siciliana ya enunciada. Había salido de Palermo en junio: constaba de 6000 hombres, sin caballería, a las órdenes del teniente general Tomás Maitland, y la convoyaban buques de la escuadra inglesa del Mediterráneo, bajo el mando del contralmirante Hallowell. Arribó a Mahón a mediados del propio mes. [Marginal: Se le junta la división de Whittingham.] Debía reunírsele, como lo verificó, la división que formaba en Mallorca el general Whittingham, de composición muy varia y no la más escogida, cuya fuerza no pasaba de 4500 hombres. Tomadas diferentes disposiciones, y juntas todas las tropas, salió de nuevo la expedición a la mar en los últimos días de julio, y ancló el 1.º de agosto en las costas de Cataluña hacia la boca del Tordera. Dio señales Maitland de querer desembarcar, pero dejó de realizarlo, conferenciado que hubo con Eroles, quien se acercó allí autorizado por el general en jefe Don Luis Lacy. Temían los jefes del principado no llamase sobradamente la atención del enemigo la presencia de aquellas fuerzas, en especial siendo inglesas, y preferían continuar guerreando solos como hasta entonces, a recibir auxilio extraño; por lo cual aconsejaron a Maitland dirigiese el rumbo a Alicante, cuya plaza pudiera ser amenazada después de lo acaecido en Castalla. [Marginal: Desembarca la expedición en Alicante.] Pareciéronle fundadas al general inglés las razones de los nuestros, y levando el ancla surgió el 9 de agosto con su escuadra en Alicante, saltando sus tropas en tierra al día siguiente. [Marginal: Algunas maniobras y sucesos.] A poco, saliendo los aliados de aquel punto, avanzaron, y Suchet juzgó prudente reconcentrar sus fuerzas alrededor de San Felipe de Játiva, en cuya ciudad estableció sus cuarteles, engrosado con gente suya de Cataluña, y con dos regimientos que de Teruel le trajo el general Paris. Levantó en San Felipe obras de campaña, y construyó sobre el Júcar, cerca de Alberique, un puente de barcas. Era su propósito no retirarse sin combatir, a no ser que le atacasen superiores fuerzas. Pudieron luego desvanecerse cualesquiera recelos que le inquietaran, porque el 19 volvieron a replegarse los aliados sobre Alicante, noticiosos de que se acercaba al reino de Valencia José con su ejército del Centro. Súpolo Suchet el 23, y más alentado mandó al general Harispe que se adelantase camino de Madrid para facilitar los movimientos del intruso. El 25 estaban ya reunidos todos, verificando en breve lo mismo, aunque muy mal parado, el general Maupoint, quien saliendo de Madrid con un regimiento de línea y algunos húsares, y habiendo libertado, en su paso a Valencia, la guarnición de Cuenca, estrechada de los nuestros, viose acometido cerca del río Utiel por Don Pedro Villacampa, y deshecho con pérdida de 2 cañones, de los bagajes y de más de 300 hombres. [Marginal: Entra José en Valencia.] Las fuerzas que traía José se componían de las divisiones de los generales Darmagnac y Trelliard, de muchos destacamentos y depósitos de los ejércitos suyos de Portugal, del Centro y del Mediodía, de la división de Palombini, y de algunos cuerpos españoles a su servicio, inclusa su guardia real, ascendiendo la totalidad a unos 12.000 combatientes. Los militares inválidos, los empleados y los que seguían a aquel ejército por sus compromisos aumentaban mucho la cuenta, subiendo el consumo a 40.000 raciones de víveres, y a 10.000 de paja y cebada. José entró en Valencia el 26 de agosto, esmerándose el mariscal Suchet en el recibo que le preparó. [Marginal: Llega Soult al reino de Valencia.] Acrecidos en tan gran manera por esta parte los medios del enemigo, dificultoso era tomasen los aliados la ofensiva, y así muchas de sus fuerzas mantuviéronse en Alicante; otras emprendieron acometimientos y correrías hacia la Mancha, en donde se juntaron con el general Hill: obligaban las circunstancias a obrar cada día más precavidamente. El mariscal Soult había ido adelantándose hacia el reino de Valencia por el camino de Ciézar, después de haber pasado el Segura en Calasparra. Su ejército había padecido bastante; pues aunque no le molestaron los españoles, desamparando los moradores sus hogares, le escasearon mucho los mantenimientos y demás auxilios. Púsose este en comunicación el 2 de octubre con los ejércitos de Suchet y el Centro, ocupando las estancias de Yecla, Albacete, Almansa y Jorquera. Pidió el mariscal Soult al rey José unos días de reposo, indispensable para sus tropas harto cansadas, y conveniente para meditar con detención el plan que debía adoptarse en días apurados como los que corrían. Entre tanto, aquel mariscal no dejó ociosa una parte de su ejército, pues dio orden a Drouet, conde d’Erlon, jefe del quinto cuerpo y ahora también de la vanguardia, [Marginal: Acomete Drouet al castillo de Chinchilla.] de que se apoderase del castillo de Chinchilla, antiguo y de poco valer, guarnecido por 200 hombres que capitaneaba el teniente coronel de ingenieros Don Juan Antonio Cearra. En 3 de octubre embistieron los franceses el recinto, y abrieron brecha al cabo de pocos días. Mantúvose el gobernador sordo a las propuestas que se le hicieron de rendirse, insistiendo en su negativa, hasta que el día 8 tuvo la mala suerte de que cayese un rayo y le hiriese, matando o lastimando a unos 50 de sus soldados. [Marginal: Le toma.] Forzoso se hizo entonces el capitular; pero se verificó con honor, y dejando sin mancilla el lustre de nuestras armas. [Marginal: Elío sucede a Don José O’Donnell en el mando del segundo y tercer ejército.] En los primeros días de septiembre había tomado el mando del segundo y tercer ejército, como sucesor de Don José O’Donnell, el general Don Francisco Javier Elío, de vuelta a España del mando que vimos se le había dado en el Río de la Plata. Aunque su llegada no influyese notablemente en mejorar las operaciones de aquel distrito, no dejaron por eso de realizarse con ventaja algunas excursiones, sobre todo las ya indicadas de la Mancha [Marginal: Excursiones suyas en la Mancha.] que capitaneó el mismo Elío, en donde se recobró el 22 de septiembre el castillo de Consuegra, que tenía 290 hombres de guarnición, después de siete días de resistencia esforzada. Suceso este con otros parecidos que molestaban al francés, no parando sin embargo en ellos su principal consideración, fija en los acontecimientos más generales de los ejércitos aliados de Castilla; por los que, vislumbrando el mariscal Suchet los peligros a que se hallaría expuesto más adelante, redobló su cuidado ya tan vivo, fortificando varios pasos y avituallando y mejorando las plazas fuertes. Ni desatendió la ciudad misma de Valencia, [Marginal: Medidas de precaución de Suchet.] en donde, entre otros preparativos y defensas, dispuso aislar el edificio de la aduana, vasto y sólido, derribando una iglesia que le dominaba, y colocando además unos morteros que infundiesen respeto en la población, caso de que intentara desmandarse. Llevaba Suchet la mira, al tomar estas providencias, no solo de repeler cualquier ataque del ejército aliado y de enfrenar a los habitadores, sino también la de conservar ciertos puntos que le ofreciesen mayor comodidad de reconquistar la provincia, si las vicisitudes de la guerra le obligasen a evacuarla momentáneamente. [Marginal: Sucesos de Aragón.] No fueron por este tiempo de mayor entidad comparadas con las de ambas Castillas y Andalucía, las ocurrencias de las otras provincias del mando del mariscal Suchet, como lo eran Aragón y Cataluña. Incesantes peleas, reencuentros, sorpresas difíciles de relatar, si bien inquietadoras para el enemigo, fueron el entretenimiento afanoso y bélico de aquellas comarcas. Y la Regencia deseosa de darle impulso, multiplicando focos de resistencia, nombró comandante general de Aragón a Don Pedro Sarsfield, a cuyo reino pasó este desde Cataluña acompañado de algunos cuadros del ejército bien aguerridos y disciplinados. En su primera incursión avanzó Sarsfield a Barbastro, entró en la ciudad el 28 de septiembre, y se hizo dueño de los muchos repuestos que había acopiado allí el enemigo. En los otros meses hasta fin del año este jefe, Mina y otros partidarios desasosegaron mucho al enemigo por la izquierda del Ebro, y por la derecha Gayán, Villacampa, y en ocasiones Durán, el Empecinado y diversos caudillos no cesaron de maniobrar poniendo en aprieto en diciembre a los que guarnecían el castillo de Daroca, y en mucho riesgo de perderse al general Severoli al frente de una columna bastante considerable. Zaragoza misma, en donde continuaba mandando el general Paris, estuvo a punto más de una vez de caer en manos de los españoles. [Marginal: Sucesos en Cataluña.] En Cataluña procuraba Don Luis Lacy que no se abatiese el valor de los habitantes, dando pábulo al ardimiento común en cuanto lo consentían sus recursos, cada día más limitados con la pérdida de las plazas fuertes y principales puertos, y no teniendo apenas otro abrigo ni apoyo más que el de la lealtad y constancia catalanas. Eroles, Manso, Miláns y otros jefes sostenían la lucha con el mismo brío que antes; favoreciendo las empresas, siempre que eran del lado de la costa, el comodoro inglés Codrington, que surcaba por aquellos mares e incendió y cogió varios buques surtos en el puerto de Tarragona. Frecuentemente encruelecíase la guerra por ambas partes, sin haber causa fundada que disculpase encarnizamiento tan porfiado. Era, sin embargo, por lo común primer móvil de los rigores más inhumanos el gobernador francés de Lérida Henriod, en otra ocasión citado, a cuyas demasías respondía, y a veces con sobras, Don Luis Lacy. Cierto que inquietaban con razón a los franceses continuadas tramas; mas un leve indicio, una delación infame o una mera cavilación bastaban a menudo para sumir en calabozos y aun para llevar al cadalso a respetables ciudadanos. Nos inclinamos a contar en las de este número una conspiración preconizada por el general Decaen, que dio lugar a la prisión del comerciante de Barcelona Don José Baigés y de otros 22 individuos. Imputábaseles el crimen de querer envenenar la guarnición entera de aquella plaza: atrocidad que a ser cierta hubiera merecido un ejemplar castigo; pero a la cual no dio crédito Don Luis Lacy, y la conceptuó invención de la malevolencia, o traza buscada de intento para deshacerse de los que por su patriotismo y arrojo causaban sombra a los invasores y sus secuaces: razón que le impelió a publicar con toda solemnidad un decreto mandando tratar con la misma severidad con que fuesen tratados los últimamente perseguidos en Barcelona a otro igual número de prisioneros franceses. La amenaza impidió se verificasen posteriores procedimientos por ambas partes; y duélenos ver empleados a guerreros ilustres en retos tan carniceros e impropios de la noble profesión de las armas. [Marginal: Situación de Lord Wellington en Castilla la Vieja.] Páginas más gloriosas, si bien deslustradas alguna vez, va ahora a desdoblar la historia, refiriendo las campañas sucesivas de lord Wellington, importantes y de pujanza para acabar de afianzar la libertad española. Recordará el lector que anunciamos en otro lugar haber salido aquel caudillo de Madrid el 1.º de septiembre con dirección a Arévalo, en donde había mandado reunir sus principales fuerzas. Le acompañaron en sus marchas las divisiones de su ejército primera, quinta, sexta y séptima, quedando en Madrid y sus cercanías la tercera con la ligera y cuarta. [Marginal: Avanza a Burgos.] Al aproximarse los anglo-portugueses evacuaron los enemigos a Valladolid, cuya ciudad habían ocupado de nuevo, entrando Clauzel en Burgos, ya de retirada, el 17 del propio septiembre. No continuó este mandando su gente largo tiempo, pues reuniéndosele luego que salió de Burgos el general Souham con 9000 infantes del ejército del Norte, se encargó al último la dirección en jefe de toda esta fuerza. [Marginal: Se le reúne el sexto ejército español.] Habían proseguido su movimiento las tropas aliadas, y el 16 juntóseles el sexto ejército español entre los pueblos de Villanueva de las Carretas, Pampliega y Villazopeque. Capitaneábalo Don Francisco Javier Castaños, y habíase ocupado mucho en su organización y mejora el general jefe de estado mayor Don Pedro Agustín Girón. Constaba su fuerza de unos 16.000 hombres, según arriba indicamos. [Marginal: Entran los aliados en Burgos.] Pisaron los aliados las calles de Burgos el 18 de septiembre, acogiéndolos el vecindario con las usuales aclamaciones, turbadas un instante por desmanes de algunos guerrilleros que no tardó en reprimir Don Miguel de Álava. [Marginal: Atacan el castillo.] El 19 procedieron los aliados a embestir el castillo de Burgos, circuido de obras y nuevas fortificaciones. Para ello colocaron una división a la izquierda del Arlanzón, e hicieron que otras dos, con dos brigadas portuguesas, vadeasen este río y se aproximasen a los fuertes, arrojando a los enemigos de unas flechas avanzadas. Situose en el camino real lo demás del ejército para cubrir el ataque. En la antigüedad era este castillo robusto, majestuoso, casi inaccesible; y fortaleciole en gran manera Don Enrique II, el de las mercedes, arruinándose los muros notablemente en la resistencia empeñada que, dentro de él y contra los Reyes Católicos, hizo la bandería que llevaba el nombre del rey de Portugal. Mandole, no obstante, reedificar la reina Doña Isabel, y todavía se mantenía en pie cuando por los años de 1736 un cohete tirado de la ciudad en una fiesta le prendió fuego, sin que nadie se moviese a apagar las llamas, cuya voracidad duró algunos días. Domina el castillo los puntos y cerros que se elevan en su derredor, excepto el de San Miguel, del que le divide una profunda quebrada, y en cuya cima habían construido los franceses un hornabeque muy espacioso. Los antiguos muros del castillo eran bastante sólidos para sostener cañones de grueso calibre, y en una de las principales torres levantaron los franceses una batería acasamatada. Dos líneas de reductos rodeaban la colina, dentro de las cuales quedaba encerrada la iglesia de la Blanca, edificio más bien embarazoso que propio para la defensa. Componíase la guarnición de 2 a 3000 hombres, y la mandaba el general Dubreton. Fiados los ingleses en su valor y en los defectos que notaron en la construcción de las obras, resolvieron tomarlas por asalto unas tras otras, empezando por el hornabeque de San Miguel, enseñoreador de todas ellas. Consiguieron apoderarse de este recinto en la noche del 19 al 20 de septiembre, si bien a costa de sangre, y con la desventura de no haber podido impedir la escapada furtiva de la guarnición francesa que se acogió al castillo, cuyas murallas pensaron los aliados acometer inmediatamente, casi seguros de coronar luego con sus armas hasta las almenas más elevadas. [Marginal: Nombran las Cortes general en jefe a Lord Wellington.] Pero frustrándoseles sus esperanzas, dásenos vagar para que refiramos lo que ocurrió con motivo de una medida tomada por las Cortes en este tiempo, que, aunque motejada de algunos, fue en la nación universalmente aplaudida. Queremos hablar del mando en jefe de los ejércitos españoles conferido a lord Wellington. Vimos en un libro anterior la resistencia de las Cortes en acceder a los deseos de aquel general, que, por el conducto de su hermano Sir Enrique Wellesley, había pedido el mando de las provincias españolas limítrofes de Portugal. Pareció entonces prematuro el paso por la sazón en que se dio, y por no concurrir todavía en la persona del lord Wellington condiciones suficientes que coloreasen la oportunidad de la medida. Mas orlada ahora la frente de aquel caudillo con los laureles de Salamanca, y con los que le proporcionaron las inmediatas y felices resultas de tan venturosa jornada, habían cambiado las circunstancias, juzgando muchos que era llegado el tiempo de poner bajo la mano firme, vigorosa y acreditada de lord Wellington, duque de Ciudad Rodrigo, la dirección de todos los ejércitos españoles; mayormente cuando se hallaba ya a la cabeza de las tropas británicas y portuguesas, convertidas por sus victorias en principal centro de las operaciones activas y regulares de la guerra. Tomó cuerpo el pensamiento que rodaba por la mente de hombres de peso entre varios diputados, aun de aquellos que antes habían esquivado la medida y que siempre se mostraban hoscos a intervenciones extrañas en los asuntos internos. El diputado por Asturias Don Andrés Ángel de la Vega, afecto a estrechar la alianza inglesa, apareció como primer apoyador de la idea, ya por las felices consecuencias que esperaba resultarían para la guerra, ya por estar persuadido de que cualquiera mudanza política en España, intrincada selva de intereses opuestos, necesitaba para ser sólida de un arrimo extraño, no teniéndole dentro; y que este debía buscarse en Inglaterra, cuya amistad no comprometía la independencia nacional, como sucedía entonces con Francia, sujeta a un soberano que no soñaba sino en continuas invasiones y atrevidas conquistas. Al Don Andrés Ángel agregáronsele Don Francisco Ciscar, Don Agustín de Argüelles, Don José María Calatrava, el conde de Toreno, Don Fernando Navarro, Don José Mejía, Don Francisco Golfín, Don Juan María Herrera y Don Francisco Martínez de Tejada. Juntos todos estos examinaron la cuestión con reserva y detenidamente; decidiendo al cabo formalizar la propuesta ante las Cortes, en la inteligencia de que se verificase en sesión secreta, para evitar, si aquella fuese desechada, el desaire notorio que de ello se seguiría a lord Wellington, y también la publicidad de cualquiera expresión disonante que pudiera soltarse en el debate y ofender al general aliado, con quien entonces más que nunca tenía cuenta mantener buena y sincera correspondencia. No ignoró el ministro inglés nada de lo que se trataba: dio su asenso y aun suministró apuntes acerca de los términos en que convendría extender la gracia; mas sin provocar su concesión ni acelerarla, por vivo que fuese su deseo de verla realizada. Encargose Don Francisco Ciscar, diputado por Valencia, de presentar la proposición por escrito, firmada por los vocales ya expresados. No encontró la medida en las Cortes resistencia notable, preparado ya el terreno. Hubo con todo quien la rechazase, en particular varios diputados de Cataluña, y entre ellos Don Jaime Creux, más adelante arzobispo de Tarragona, e individuo en 1822 de la que se apellidó regencia de Urgel. Nació principalmente esta oposición del temor de que se diesen ensanches en lo venidero al comercio británico en perjuicio de las fábricas y artefactos de aquel principado, en cuya conservación se muestran siempre tan celosos sus naturales. Mañosamente usó de la palabra el señor Creux, mirando la cuestión por diversos lados. Dudaba tuviesen las Cortes facultades para dispensar a un extranjero favor tan distinguido; añadiendo que la propuesta debía proceder de la Regencia, única autoridad que fuese juez competente de la precisión de acudir a semejante y extremo remedio, y no dejando tampoco de alegar en apoyo de su dictamen lo imposible que se hacía sujetar a responsabilidad a un general súbdito de otro gobierno, y obligado por tanto a obedecer sus superiores órdenes. Razones poderosas contra las que no había más salida que la de la necesidad de aunar el mando, y vigorizarle para poner pronto y favorable término a guerra tan funesta y prolongada. Convencidas de ello las Cortes, aprobaron por una gran mayoría la proposición de Don Francisco Ciscar y sus compañeros, resolviendo asimismo que la Regencia manifestase el modo más conveniente de extender la concesión, con todo lo demás que creyese oportuno especificar en el caso. Evacuado este informe, dieron las Cortes el decreto siguiente. «Siendo indispensable para la más pronta y segura destrucción del enemigo, que haya unidad en los planes y operaciones de los ejércitos aliados en la Península, y no pudiendo conseguirse tan importante objeto sin que un solo general mande en jefe todas las tropas españolas de la misma, las Cortes generales y extraordinarias, atendiendo a la urgente necesidad de aprovechar los gloriosos triunfos de las armas aliadas, y las favorables circunstancias que van acelerando el deseado momento de poner fin a los males que han afligido a la nación; y apreciando en gran manera los distinguidos talentos y relevantes servicios del duque de Ciudad Rodrigo, capitán general de los ejércitos nacionales, han venido en decretar y decretan: Que durante la cooperación de las fuerzas aliadas en defensa de la misma Península, se le confiera el mando en jefe de todas ellas, ejerciéndole conforme a las ordenanzas generales, sin más diferencia que hacerse, como respecto al mencionado duque se hace por el presente decreto, extensivo a todas las provincias de la Península cuanto previene el artículo 6.º, título 1.º, tratado 7.º de ellas: debiendo aquel ilustre caudillo entenderse con el gobierno español por la secretaría del despacho universal de la guerra. Tendralo entendido la Regencia del reino, etc. Dado en Cádiz a 22 de septiembre de 1812.» [Marginal: Incidentes que ocurren en este negocio.] Con sumo reconocimiento y agrado recibió la noticia lord Wellington, contestando en este sentido desde Villatoro con fecha de 2 de octubre; mas expuso al mismo tiempo que antes de admitir el mando con que se le honraba, érale necesario obtener el beneplácito del príncipe regente de Inglaterra, lo que dio lugar a cierto retraso en la publicación del decreto. Motivó semejante tardanza diversas hablillas, y aun siniestras interpretaciones y deslenguamientos, acabando por insertar a la letra el decreto de las Cortes un periódico de Cádiz intitulado La Abeja. Diose por ofendida de esta publicación la Regencia, temiendo se la tachase de haber faltado a la reserva convenida; y por lo mismo trató de justificarse en la Gaceta de oficio: otro tanto hizo la secretaría de Cortes, como si pudiera nadie responder de que se guardase secreto en una determinación sabida de tantos, y que había pasado por tantos conductos. Se enredó sin embargo el negocio a punto de entablarse contra el periódico una demanda judicial. Cortó la causa el diputado Don José Mejía, quien a sí propio se denunció ante las Cortes como culpable del hecho, si culpa había en dar a luz un documento conocido de muchos, y con cuya publicación se conseguía aquietar los ánimos, sobrado alterados con las voces esparcidas por la malevolencia, y aumentadas por el misterio mismo que se había empleado en este asunto. Hubo quien quiso se hiciesen cargos al diputado Mejía, graduando su proceder de abuso de confianza. Las Cortes fallaron lo contrario, bien que después de haber oído a una comisión, y suscitádose debates y contiendas. Livianos incidentes en que se descarrían con frecuencia los cuerpos representativos, malgastando el tiempo tanto más lastimosamente, cuanto en discusiones tales toman parte los diputados de menor valía, aficionados a minucias y personales ataques. Envió entre tanto lord Wellington su aceptación definitiva en virtud del consentimiento alcanzado del príncipe regente, y las Cortes dispusieron que se leyese en público el expediente entero, como se verificó en la sesión del 20 de noviembre, cesando con esto las dudas y el desasosiego, y quedando así satisfecha la curiosidad de la muchedumbre. No faltaron sin embargo personas, aunque contadas, que censuraban acerbamente la providencia. Los redactores del Diario mercantil de Cádiz, so color de patriotas, alzaron vivo clamor, reprendiendo de ilegal el decreto de las Cortes. Eran eco de los parciales del gobierno intruso, y de la ambición inmoderada de algunos jefes. [Marginal: Desobediencia de Ballesteros.] Acaudillaba a estos en su descontento Don Francisco Ballesteros,[2] quien abiertamente trató de desobedecer al gobierno. Capitán general de Andalucía, encontrábase a la sazón en Granada al frente del cuarto ejército, y mal avenido en todos tiempos con el freno de la subordinación, gozando de cierta fama y popularidad, pareciole aquella acomodada coyuntura de ensanchar su poder y dar realce a su nombre, lisonjeando las pasiones del vulgo, opuestas en general al influjo extranjero. [2] NOTA. Hemos escrito siempre el apellido de _Ballesteros_ con _B_, con arreglo a la verdadera ortografía de su procedencia, seguida por todos los periódicos de aquel tiempo. Sin embargo, este general se firmaba _Vallesteros_, con _V_. Descubrió a las claras su intento en un oficio dirigido al ministro de la guerra con fecha 23 de octubre, en cuyo contenido, haciendo inexacta y ostentosa reseña de sus servicios en favor de la causa de la independencia, antes y después del 2 de mayo de 1808, que se hallaba en Madrid, y no hablando con mucha mesura de la fe inglesa, requería que antes de conferir el mando a lord Wellington, se consultase en la materia a los ejércitos nacionales y a los ciudadanos, y que si unos y otros consintiesen en aquel nombramiento, él aun así y de todos modos se retiraría a su casa, manifestando en eso que solo el honor y bien de su país le guiaban, y no otro interés ni mira particular. Dañoso tan mal ejemplo, si hubiera cundido, no tuvo afortunadamente seguidores, a lo que contribuyó una pronta y vigorosa determinación de la Regencia del reino, [Marginal: Se le separa del mando.] la cual, resolviendo separar del mando a Ballesteros, envió a Granada para desempeñar este encargo al oficial de artillería Don Ildefonso Díez de Ribera, hoy conde de Almodóvar, el cual, ya conocido en el sitio de Olivenza, había pasado últimamente a Madrid a presentar de parte del gobierno a lord Wellington las insignias de la orden del Toison de oro. Iba autorizado Ribera competentemente con órdenes firmadas en blanco para los jefes, y de las que debía hacer el uso que juzgase prudente. Era segundo de Ballesteros Don Joaquín Virués, y a falta del general en jefe recaía en su persona el mando según ordenanza; mas no conceptuándose sujeto apto para el caso, echose mano del príncipe de Anglona, de condición firme y en sus procederes atinado, quien todavía se mantenía en Granada, si bien pronto a separarse de aquel ejército, disgustado con Ballesteros por sus demasías. Avistáronse el príncipe y Ribera, y puestos de acuerdo, llevaron a cumplido efecto las disposiciones del gobierno supremo. Para ello apoyáronse particularmente en el cuerpo de guardias españolas, sucediendo que las otras tropas, aunque muy entusiasmadas por Ballesteros, luego que vislumbraron desobedecía este a la Regencia y las Cortes, abandonáronle y le dejaron solo. Intentó Ballesteros atraerlas, pero desvaneciéndosele en breve aquella esperanza, sometiose a su adversa suerte, y pasó a Ceuta, a donde se le destinó de cuartel. En el camino no se portó cuerdamente, dando ocasión con sus importunas reclamaciones, tardanzas y desmanes a que no se desistiese de proseguir contra él una causa ya empezada, la cual a dicha suya no tuvo éxito infausto, tapando las faltas hasta el mismo príncipe de Anglona, quien en su declaración favoreció a Ballesteros generosamente. La Regencia, sin embargo, graduó el asunto de grave, y publicó con este motivo en diciembre un manifiesto especificando las razones que había tenido presentes para separar del mando del cuarto ejército a aquel general, de suyo insubordinado y descontentadizo siempre. Cierto que la popularidad de que gozaba Ballesteros, y el atribuir muchos su desgracia al ardiente deseo que le asistía de querer conservar intactos el honor y la independencia nacional, eran causas que reclamaban la atención del gobierno para no consentir se extraviase sin defensa la opinión pública. Adornaban a Ballesteros, valeroso y sobrio, prendas militares recomendables en verdad, mas oscurecidas algún tanto con sus jactancias y con el prurito de alegar ponderados triunfos que cautivaban a la muchedumbre incauta. Creíala dicho general tan en favor suyo que se imaginó no pendía más de tener universal séquito cualquiera opinión suya que de cuanto él tardase en manifestarla. Pone también maravilla que hubiera quien sustentase que en conferir el mando a Wellington se comprometía el honor y la independencia española. Peligra esta y se pierde aquel, cuando un país se expone irreflexivamente a una desmembración, o concluye estipulaciones que menoscaban su bienestar o destruyen su prosperidad futura. En la actualidad ni asomo había de tales riesgos, y cuando estos no amagan, todos los pueblos en parecidos casos han solido depositar su confianza en caudillos aliados. La Grecia antigua vio a Temístocles sometido al general de Esparta tan inferior a él en capacidad y militares aciertos. Capitaneó Vendôme las armas aliadas hispano-francesas en la guerra de sucesión, y en nuestros días el mismo Wellington ha tenido bajo sus órdenes los ejércitos de las principales potencias de Europa, sin que por eso resultase para ellas desdoro ni mancilla alguna. [Marginal: Continúa el sitio del castillo de Burgos.] A la insubordinación y desobediencia de Ballesteros acompañó también el malograrse la toma del castillo de Burgos. Dejamos allí a los ingleses dueños del hornabeque de San Miguel, preliminar necesario para continuar las demás acometidas. Establecieron en seguida una batería por el lado izquierdo del hornabeque, decidiendo lord Wellington, aun antes de concluirla, escalar el recinto exterior en la noche del 22 al 23 de septiembre. Frustrose la tentativa, y entonces hicieron resolución los anglo-portugueses de continuar sus trabajos, queriendo derribar por medio de la mina los muros enemigos. Abrieron al efecto una comunicación que arrancaba del arrabal de San Pedro, y convirtieron en una paralela un camino hondo colocado a 50 varas de la línea exterior. En la noche del 29 jugó con poco fruto la primera mina, siendo rechazados los aliados en el asalto que intentaron. No por eso desistieron todavía de su empresa, y con diligencia practicaron una segunda galería de mina, también enfrente del arrabal de San Pedro. Lista ya esta el 4 de octubre, se puso fuego al hornillo; habíase apenas verificado la explosión cuando ya coronaban las brechas las columnas aliadas. Fue en el trance gravemente herido el teniente coronel de ingenieros Jones, diligente autor de los sitios de estas campañas. Alojados los ingleses en el primer recinto, comenzaron a cañonear el segundo, y a practicar al propio tiempo un ramal de mina que partía desde las casas cercanas a San Román, antes iglesia, ahora almacén de los franceses. La estación mostrábase lluviosa e inverniza, y las balas de a 24 no dejaban ya de escasear para los sitiadores. [Marginal: Descércanle los aliados.] Sin embargo, juzgando estos accesible la brecha del segundo recinto, le asaltaron el 18 de octubre, mas con éxito desgraciado y a punto que los desalentó en gran manera. Por eso, y porque los movimientos del enemigo ponían en cuidado a lord Wellington, determinó este descercar el castillo, como lo verificó el 22 del propio mes a las cinco de la mañana, sin conseguir tampoco, según intentó, la destrucción del hornabeque de San Miguel. Bien preparados los ingleses, hubieran debido tomar los fuertes de Burgos en el espacio de solo 8 días. Disculparon su descalabro con la falta de medios, y con no haber calculado bastantemente la resistencia con que encontraron. Mas entonces ¿para qué emprender un sitio tan inconsideradamente? [Marginal: Movimientos de los franceses.] Eran de gravedad los movimientos que forzaron a lord Wellington a alejarse de Burgos. Verificábanlos los ejércitos franceses del Mediodía y Centro y los llamados de Portugal y el Norte. Los primeros pusiéronse en marcha luego que en Fuente la Higuera celebró el rey José una conferencia con los mariscales Jourdan, Soult y Suchet. Hizo este grandes esfuerzos para que no se evacuase a Valencia, y lo consiguió; revolviendo solo sobre Madrid por Cuenca y por Albacete las tropas de los otros mariscales. [Marginal: De José sobre Madrid.] Creían los franceses trabar refriega en el tránsito con sir Rowland Hill, quien, después de su venida de Extremadura, manteníase a orillas del Tajo en Aranjuez y Toledo, engrosado con la fuerza anglo-portuguesa que compuso parte de la guarnición de Cádiz durante el sitio, y con las tropas que trajo de Alicante Don Francisco Javier Elío, y ascendían a 6000 infantes, 1200 caballos y 8 piezas de artillería, que se situaron a la izquierda del ejército británico en Fuentidueña. Mas advertido el general inglés de los intentos del ejército enemigo, avisóselo a Wellington, y poniéndose en camino de Madrid abandonó sus estancias y voló uno de los ojos del puente llamado Largo, sobre el Jarama, en cuyas riberas dejó, con algunas tropas, al coronel Skerret. [Marginal: Retíranse los aliados de Madrid.] Tuvo este allí un choque con el ejército de José que seguía la huella de sus contrarios, quienes de resultas desampararon del todo las orillas del Jarama. El general Hill pasó por Madrid el 31 de octubre; desocupó los almacenes de los franceses; hizo volar la casa de la China; destruyó las obras del Retiro, y recogiendo las divisiones que lord Wellington había dejado apostadas dentro y en los alrededores de la capital, continuó su viaje y traspuso las sierras de Guadarrama, dirigiéndose sobre Alba de Tormes con objeto de unirse a las demás fuerzas de su nación que guerreaban en Castilla la Vieja. Acompañáronle las divisiones principales del quinto ejército español que trajera de Extremadura; mas no las del segundo y tercero, que con Elío habían avanzado a la Mancha, y se le habían juntado las que tornaron a su respectivo distrito de Valencia y Murcia, cruzando el Tajo por el puente de Auñón, y dando lugar a que José avanzase a Madrid, para continuar ellas su marcha por los lindes de la provincia de Cuenca. [Marginal: Estado triste de la capital.] Presentaba Madrid en aquellos días penoso y melancólico aspecto. Los autoridades se habían alejado apresuradamente de la villa, y aun el ayuntamiento, ya establecido constitucionalmente, habíase quedado reducido a 4 regidores por la huida de los otros. Hubieran sobrevenido gravísimos males sin la presencia de ánimo de [Marginal: Don Pedro Sainz de Baranda.] Don Pedro Sainz de Baranda y el sacrificio que hizo este de su persona. Respetable vecino de Madrid y también regidor, se puso al frente de todo, erigido en primera y única cabeza de la capital. Las disposiciones de Baranda fueron vigorosas y cuerdas, impidiendo con ellas se realizasen los desórdenes que amagaban y eran de temer en una gran población, sola y entregada a sí misma en circunstancias críticas y dolorosas. [Marginal: Entra José en Madrid. Sale otra vez.] Entró José en Madrid a las dos de la tarde del 2 de noviembre. No fue su mansión larga ni duradera, pues de nuevo evacuó la capital el 7 del propio mes, no viéndose entonces los vecinos expuestos a la precaria suerte de pocos días antes, por conocer ya el remedio a su desamparo. Baranda, que se había recogido a su casa durante la breve permanencia de José en Madrid, fue repuesto en el ejercicio de sus facultades y continuó portándose atinadamente, hallando recursos que satisficiesen los excesivos pedidos de varios guerrilleros que se agolparon a la capital, y los del general Bassecourt, que el día 11 pisó también sus calles. [Marginal: Va José a Castilla la Vieja.] Enderezó su marcha José tras de los ingleses hacia Castilla la Vieja con intento de obrar mancomunadamente con sus ejércitos de Portugal y el Norte. Lord Wellington, antes de levantar el sitio del castillo de Burgos, prevínose para no ser sorprendido por las masas enemigas que de encontrados puntos venían sobre sus huestes; y [Marginal: Movimiento de Wellington.] ya desde el 18 de octubre se situó en ademán de defenderse y de estar dispuesto para la retirada, colocando la derecha de su ejército anglo-hispano-portugués en Ibeas, sobre el Arlanzón, el centro en Mijaradas y la izquierda en Sotopalacios. [Marginal: Avanzan a Castilla la Vieja los ejércitos franceses de Portugal y el Norte.] A la propia sazón habían reunido los franceses sus fuerzas disponibles de los ejércitos de Portugal y el Norte en Monasterio, empezando a avanzar el 20 a Quintanapalla, de donde tuvieron otra vez que replegarse flanqueándolos por su derecha sir Eduardo Paget. Wellington sin embargo no difirió levantar el sitio del castillo de Burgos según hemos visto; e hízolo con tal presteza que el enemigo no advirtió hasta tarde el movimiento de los aliados, [Marginal: Empieza Wellington a retirarse.] quienes pudieron continuar retirándose sin molestia, y pasar tranquilamente el Pisuerga por Torquemada y Cordovilla. Varios batallones ligeros de caballería al mando de sir Stapleton Cotton, Don Julián Sánchez y alguna que otra partida española componían la retaguardia. El enemigo adelantándose trabó refriegas parciales con los aliados, cuyas tropas colocadas a la margen del Carrión, sentaron el 24 su ala derecha en Dueñas y su izquierda en Villamuriel. [Marginal: Maniobras de los ejércitos.] Por aquí se extendía el sexto ejército español a las órdenes del general Castaños, cuyo jefe de estado mayor era Don Pedro Agustín Girón. Habíansele agregado guerrillas y gente del séptimo ejército, como lo era la división de Don Juan Díaz Porlier. Atacó el enemigo la izquierda de los aliados sin fruto; hizo Wellington en seguida marchar alguna fuerza sobre Palencia con deseo de cortar los puentes del Carrión, pero malogrósele, habiendo agolpado allí los franceses suficiente tropa que se lo estorbase. Pasó el enemigo aquel río por Palencia, y hubo entonces Wellington de cambiar su frente, consiguiendo volar dos puentes que hay también sobre el Carrión en Villamuriel y cerca de Dueñas. No acertaron los aliados a destruir otro sobre el Pisuerga en Tariego, por donde cruzaron aquel río los enemigos, como también el Carrión, siguiendo un vado peones suyos y jinetes. Ordenó Wellington que se contuviese a los contrarios en su ataque, y se trabó una pelea en la que tuvieron parte los españoles. De estos el regimiento de Asturias ció un momento, y notándolo Don Miguel de Álava que asistía al lado de lord Wellington, se adelantó para reprimir el desorden, y evitar que hubiese quiebra en la honra de las filas de sus compatriotas a la vista de tropas extranjeras. Intrépido Álava, avanzó demasiadamente y recibió una herida grave en la ingle. Pero los españoles entonces sin descorazonarse volvieron en sí y repelieron al enemigo, ayudándolos y completando la comenzada obra los de Brunswick, y el general Oswald con la quinta división de los aliados. Luego cejó lord Wellington repasando el Pisuerga por Cabezón de Campos. En la mañana del 27 apareció Souham, general en jefe del ejército enemigo a cierta distancia, sin que intentase ningún ataque de frente, limitándose, según se advirtió después, a enviar destacamentos vía de Cigales por su derecha para posesionarse del puente de Pisuerga en Valladolid, y colocarse así a espaldas del ejército aliado. Prolongaron los franceses su derecha aun más allá el día 28, siendo su intento enseñorearse del puente del Duero en Simancas; pero defendido este paso como el de Valladolid por el coronel Halkett y el conde Dalhousie, volaron los aliados el primer puente, y a prevención también el de Tordesillas. Mas no bastándole a lord Wellington estas precauciones, y temeroso de ser envuelto por su izquierda, se echó atrás, [Marginal: Repasa Wellington el Duero.] y pasó el Duero por los pueblos de Puente Duero y Tudela, cuyos puentes voló lo mismo que el de Quintanilla y los de Zamora y Toro. Advertido Wellington de que los enemigos cruzando a nado el Duero habían caído de golpe sobre la guardia inglesa de Tordesillas, y que reparaban el puente para facilitar la comunicación de ambas riberas, se encaminó al punto en donde se alojaba el ala izquierda, apostando el 30 sus tropas en las alturas que se elevan entre Rueda y Tordesillas. Nada sin embargo intentaron los enemigos por de pronto, contentándose con posesionarse nuevamente de Valladolid y Toro, y extenderse por la derecha de sus márgenes. Tampoco Wellington se movió antes del 6 de noviembre, ora por desistir el enemigo de su acosamiento, ora por ser necesario dar descanso a sus tropas y treguas al general Hill para que se le juntase. [Marginal: Únesele Hill.] Aquel mismo día llegó dicho general a Arévalo, y púsose en comunicación con Wellington, quien le mandó proseguir sin tardanza su movimiento por Fontiveros sobre Alba de Tormes. La marcha de Hill pecó de fatigosa por escasez de víveres, cuya falta se achacó al comisariato inglés, impróvido y más cuidadoso a la sazón del interés propio que del de sus tropas. También había decaído algún tanto la virtud militar en las divisiones que mandaba Hill. [Marginal: Wellington en Salamanca.] Aparejados ya los puentes de Tordesillas y Toro por el enemigo, no alargó más tiempo Wellington su permanencia en las últimas estancias, colocándose el 8 de noviembre en las que antes había ocupado frente de Salamanca. Pasó el mismo día sir Rowland Hill el Tormes por Alba, y guarneció el castillo. [Marginal: Júntase José a los ejércitos suyos del Norte y Portugal.] Detenidos los franceses en recoger provisiones, y atentos a unirse con los ejércitos del Mediodía y Centro, como lo fueron verificando en estos días, no molestaron a los aliados en sus marchas. Las fuerzas enemigas que se reunieron ahora ascendían a 80.000 infantes y 12.000 caballos, lo más florido de lo que tenían en España, si no contamos algunas de las tropas de Suchet. Constaba el ejército aliado de 48.000 infantes y 5000 caballos, y además 18.000 españoles, fuera de las guerrillas y de la gente de Extremadura que venía con Hill. [Marginal: Pasan los franceses el Tormes.] Comenzaron los enemigos a hacer ademán de atacar el 9 a los aliados por el lado de Alba, mas no se trabó pelea importante hasta el 14. En este día vadearon los franceses el Tormes por tres puntos, dos leguas por cima de Alba. Quiso lord Wellington poner estorbos al paso del francés por aquel río, pero siendo ya tarde y conociendo estar muy afianzados los enemigos en sus posiciones, determinó alejarse. Puso en ejecución su pensamiento después de haber recogido en la misma tarde del 14 las tropas suyas apostadas en las cercanías de Alba, y de haber destruido los puentes del Tormes, ciñéndose a dejar en el castillo de aquella villa, palacio de sus duques, una guarnición española de 300 hombres a las órdenes de Don José Miranda Cabezón. [Marginal: Se retiran los ingleses vía de Portugal.] Abandonó Wellington del todo el 15 las estancias de Salamanca, y partió distribuido su ejército en tres trozos que conservaban paralelas distancias, en cuanto lo consentía el terreno doblado de aquella comarca. Mandaba la primera columna el general Hill, la segunda o centro sir Eduardo Paget; componían la tercera los españoles. Cruzaron todos el Zurguén, y acamparon por la noche en los olivares que lame el Valmuza, tributario del Tormes. El tiempo lluvioso, las aguas rebalsadas en las tierras bajas, los víveres escasos, si bien se había surtido al soldado de pan para seis días, pero inútilmente, por la relajación de la disciplina sino en los casos de pelear. Los caballos desprovistos de forraje y pienso, teniendo que acudir para alimentarse a pacer la yerba o a ramonear y descortezar los árboles. Desaprovecharon los franceses, asistidos como se hallaban de fuerzas superiores, esta oportunidad de introducir desorden, y aumentar la turbación en el ejército aliado. [Marginal: Desorden en la retirada.] Permanecieron los nuestros al raso el 16, en un bosque a dos leguas de Tamames. Al día siguiente dirigieron su marcha por unos encinares, y detrás el enemigo sin perder la huella de la retaguardia. Aquí pastaban unas piaras, y con ellas rompieron recia escaramuza los soldados, así españoles como ingleses y portugueses, echándose la culpa unos a otros; hubo ocasión en que el fuego indujo a error, creyendo ser lid con hombres la que solo lo era contra desdichados animales. El desconcierto que nacía de tales incidentes junto con lo pantanoso e intransitable de los caminos, y lo hinchado de los arroyos, que desunían las divisiones o columnas, fue causa de que resultase entre dos de ellas un espacioso claro. Disgustado sir Eduardo Paget, y deseoso de averiguar en qué consistía, cabalgó de una a otra, en sazón justamente en que se interponía entre las columnas separadas un cuerpo de caballería enemiga que, cayendo de repente sobre el general inglés, [Marginal: Cae prisionero el general Paget.] le hizo prisionero sin resistencia. Afortunadamente ignoraban los franceses la verdadera situación de los aliados, si no otros perjuicios pudieran haberse seguido. Desde el Tormes no hubo más que cañoneo y escaramuza por ambas partes, con amago a veces de formalizarse campal batalla. Lord Wellington, cuya serenidad y presencia por doquiera alentaba y contribuía a que el soldado no diese suelta a su indisciplina, estableció en la noche del 18 sus cuarteles en Ciudad Rodrigo, y cruzando en los días 19 y 20 el Águeda, [Marginal: Entra lord Wellington en Portugal.] pisó en breve tierra de Portugal. Los españoles se dirigieron por lo interior de este reino a Galicia; alojándose otra vez en el Bierzo el sexto ejército para rehacerse y prepararse a nuevas campañas. [Marginal: Pasan a Galicia y Asturias el sexto ejército español y Porlier.] Tornó Porlier a Asturias, y las fuerzas de Extremadura que habían venido con Hill se acuartelaron durante el invierno en Cáceres y pueblos inmediatos, quedando cerca de Wellington pocos cuerpos y guerrillas, de las que algunas regolfaron otra vez a Castilla. [Marginal: Defensa honrosa del castillo de Alba de Tormes.] Entre tanto el gobernador de Alba de Tormes Don José Miranda Cabezón, a quien encargó Wellington sustentar el punto, condújose dignamente: reanimando su espíritu, si menester fuera, la vista de aquellas paredes en donde se representaban todavía las principales batallas de que saliera vencedor en otro tiempo el inmortal duque de Alba, Don Fernando Álvarez de Toledo. Solo Miranda, y ya lejos los ejércitos aliados, empezaron los enemigos a intimarle la rendición. Respondió Miranda siempre con brío a los diversos requerimientos, no desperdiciando coyuntura de hacer salidas y coger prisioneros. Ocuparon luego los franceses los lugares altos para descubrir a los nuestros que se defendían bravamente detrás de los muros, de las ruinas y parapetos del castillo. Así continuaron hasta el 24 de noviembre, en cuya noche resolvió el gobernador evacuar aquel recinto, dejando solo dentro al teniente de voluntarios del Ribero, Don Nicolás Solar, con 20 hombres, 33 enfermos y 112 prisioneros hechos en las anteriores salidas. Ordenó a este su jefe sostener fuego vivo por algún tiempo para cubrir al sitiador la escapada de la guarnición. Al ser de día llegó Miranda con los suyos al Carpio, pero teniendo que andar por medio de los enemigos y de sus puestos avanzados, viose obligado para evitar su encuentro a marchar y contramarchar durante los días 25, 26 y 27, hasta que el 28 favorecido por un movimiento de los contrarios, y ejecutando una marcha rápida, se desembarazó de ellos y se acogió libre al puerto del Pico. Antes de salir Miranda del castillo se correspondió con el general francés que le sitiaba, y en el último oficio díjole:[*] [Marginal: (* Ap. n. 20-9.)] «Emprendo la salida con mi guarnición; si las fuerzas de V. S. me encontrasen, siendo compatibles, pelearemos en campo raso. Dejo a V. S. el castillo con los enseres que encierra, particularmente los prisioneros, a quienes he mirado con toda mi consideración, y omito suplicar a V. S. tenga la suya con el oficial, enfermos y demás individuos que quedan a su cuidado, supuesto que sus escritos me han hecho ver la generosidad de su corazón.» Celebró debidamente lord Wellington el porte de Miranda, y tributáronle todos justas alabanzas. [Marginal: Cuarteles de Wellington en Portugal.] Penetrado que hubo en Portugal el general inglés, tomó cuarteles de invierno, acantonando su gente en una línea que se extendía desde Lamego hasta las sierras de Baños y Béjar, así para proporcionarse vituallas con mayor facilidad como para atalayar todos los pasos, y de manera que pudieran sus diferentes cuerpos reconcentrarse con celeridad y presteza. [Marginal: Divídense los franceses.] Los franceses, por su parte, tomaron varios rumbos y posiciones, esparciéndose por Castilla la Vieja, a las órdenes de Souham y Caffarelli, sus ejércitos de Portugal y el Norte, y revolviendo sobre Castilla la Nueva, regidos siempre por el rey intruso y los mariscales Jourdan y Soult, los del Centro y Mediodía. [Marginal: Vuelve José a Madrid.] En la tarde del 3 de diciembre entró de nuevo José en Madrid, enluteciéndose los corazones de los vecinos, comprometidos cada vez más con idas y venidas de unos y otros, y abrumados de cargas y de no interrumpidas infelicidades y desventuras. Mandó, no obstante, el gobierno intruso que se iluminasen los casas por el espacio de tres días en celebridad del retorno de su monarca, quien se mostró aun más placentero y apacible que lo que tenía de costumbre. Las demostraciones de alegría apesadumbraban a los moradores en vez de divertirlos y entretenerlos, mirándolas como mofa de sus miserias: ocasión bastante, cuando no fuera ayudada de tantas otras, para que creciese la indignación en los pechos. [Marginal: Circular de lord Wellington.] Repartidas las tropas británicas, según hemos dicho, y aseguradas en sus puestos, pasó Wellington una circular a todos los comandantes de los cuerpos, notable por sus razones y oportunos reparos, y por inferirse también de su contexto el desarreglo y la insubordinación a que habían llegado los soldados ingleses. «La disciplina del ejército de mi mando [decía Wellington] en la última campaña ha decaído a tal punto, que nunca he visto ni leído cosa semejante. Sin tener por disculpa desastres ni señaladas privaciones... Hanse cometido desmanes y excesos de toda especie, y se han experimentado pérdidas que no debieran haber ocurrido...» Achacaba en seguida el general inglés muchas de estas faltas al descuido y negligencia de los oficiales en los regimientos, y prescribía atinadas reglas para aminorar el mal y destruirle en lo sucesivo. Produjo esta circular maravilloso efecto. [Marginal: Pasa a Cádiz lord Wellington.] Poco después se trasladó lord Wellington a Cádiz, a fin de concertarse con el gobierno español acerca de la campaña que debía abrirse en la primavera, y también para dar descanso y recreo al ánimo después de tan continuadas fatigas. Llegó Wellington a aquella ciudad el 24 de diciembre, y la Regencia y las Cortes, y los grandes y los vecinos, [Marginal: Recibo lisonjero que se le hace.] todos se esmeraron en su obsequio. Diéronle los regentes el 26 un convite espléndido, al que asistió una comisión de las Cortes. En correspondencia, hizo otro tanto el embajador británico sir Enrique Wellesley, hoy lord Cowley, hermano del general, con la singularidad de haber invitado a todos los diputados. Festejole la grandeza de España, casi toda ella reunida en Cádiz, como muy adicta a la causa de la patria, celebrando un suntuoso baile a que concurrió lo más florido y bello de la población. Quisieron turbar la fiesta mal intencionados, o gente enojada de no haber sido parte en el convite, escribiendo una carta anónima a la condesa-duquesa de Benavente, duquesa también viuda de Osuna, que por sus particulares respetos y elevadas circunstancias presidía la función: tratábase en su contenido de atemorizar a esta señora con el anuncio de que la cena estaba envenenada. Vislumbrose luego el objeto de tan falso y oficioso aviso, y lejos de alterarse la alegría, aumentose, dando lugar tal incidente a donaires y chistosas agudezas. Otra casual ocurrencia hizo aquella noche subir más de punto el común gozo, y fue la noticia que entonces llegó de los desastres y completa ruina que iba sufriendo el ejército francés al retirarse de su campaña de Rusia: suaves recuerdos de hechos que presenciamos, tanto más indelebles para nosotros, cuanto acaecieron en nuestra primera mocedad. A tales diversiones y fiestas, grandes atendiendo a la estrecheza de los tiempos, nacidas todas del entusiasmo más puro y desinteresado, acompañaron ciertas y honoríficas muestras de aprecio, dispensadas a la persona de lord Wellington. Debe considerarse como notable la de una comisión que nombraron las Cortes para irle a cumplimentar a su casa luego de su arribo a Cádiz; paso preparatorio de una nueva y mayor distinción con que se le honró. [Marginal: Se le da asiento en las Cortes.] Fue esta recibirle las Cortes dentro de su mismo seno, y concederle asiento en medio de los diputados. Merced que Wellington tuvo en grande estima, como hijo de un país en cuyo gobierno tienen tanta parte los cuerpos representativos. Verificose esta ceremonia el 30 de diciembre. [Marginal: (* Ap. n. 20-10.)] Presidía las Cortes Don Francisco Ciscar.[*] Leyó lord Wellington un discurso sencillo en castellano, pero enérgico, realzando el vigor de las palabras el acento mismo aspirado y fuerte con que le pronunció. Respondiole el presidente de las Cortes atinadamente, [Marginal: (* Ap. n. 20-11.)] si bien de un modo algo ostentoso, y propio solo de los tiempos en que Alejandro Farnesio [*] y el duque de Feria dominaron en Francia, y dentro mismo de los muros parisienses. [Marginal: Varias disposiciones de la Regencia.] No se crea que solo a ceremonias y apacibles entretenimientos se limitaron las ocupaciones de lord Wellington en Cádiz. Otras disposiciones y acuerdos se tomaron enderezados a dar impulso a la guerra, o introducir mayor sencillez en la administración. La Regencia había por este tiempo refundido en cuatro ejércitos de operaciones [Marginal: Nueva distribución de los ejércitos españoles.] con dos de reserva los que antes se hallaban distribuidos en siete. Formaba el primero el de Cataluña, y se puso a las órdenes del general Copons y Navia. El segundo componíase del segundo y tercero de antes, y continuaba mandándole Don Francisco Javier Elío. El cuarto antiguo daba el ser al tercero nuevo, y a su frente el duque del Parque. Constaba el cuarto de ahora de los anteriores quinto, sexto y séptimo, y regíale el general Castaños. De los de reserva debía organizarse uno en Andalucía, al cuidado del conde del Abisbal; otro en Galicia, al de Don Luis Lacy. De esta fuerza, 50.000 hombres tenían que maniobrar a las inmediatas órdenes de lord Wellington. [Marginal: (* Ap. n. 20-12.)] También a instancia de la Regencia promulgaron las Cortes un [*] decreto, con fecha 6 de enero del año entrante de 1813, en el que se deslindaban las facultades de los generales, de los jefes políticos y de los intendentes, con otras disposiciones dirigidas a destruir, o por lo menos suavizar, todo ludimiento o roce de las autoridades entre sí; tratándose igualmente de mejorar la cuenta y razón, y toda la parte administrativa: asunto arduo de suyo, y más en aquella sazón, fecunda en pretextos y disculpas que ofrecían los reveses y azares de la guerra misma. [Marginal: Pasa Wellington a Lisboa.] En breve salió lord Wellington de Cádiz y pasó a Lisboa, siendo acogido en los pueblos portugueses por donde transitó, desde Elvas hasta el Tajo, con regocijos públicos y arcos de triunfo muy engalanados. Acorde en estos viajes con los gobiernos de la Península, [Marginal: Se prepara a nuevas campañas.] pudo sosegadamente prepararse a la ejecución del plan de la campaña próxima, que pronosticaban dichosa los trofeos adquiridos entonces contra Napoleón, no menos en los templados y calurosos climas que bañan el Tormes y el Manzanares, que en las frías y heladas regiones del septentrión. RESUMEN DEL LIBRO VIGÉSIMO PRIMO. Las Cortes. — Enajenación de baldíos y propios. — Abolición por las Cortes del voto de Santiago. — Declárase patrona de España a Santa Teresa de Jesús. — Españoles comprometidos con el gobierno intruso. — Decretos de las Cortes sobre este asunto. — Mediación inglesa para arreglar las desavenencias de América. — Tratado con Rusia. — Con Suecia. — Felicitación de la princesa del Brasil Doña Carlota. — Nueva proposición para nombrarla regenta. — Se rechaza. — Abolición de la Inquisición. — Decreto de la abolición de la Inquisición y manifiesto de las Cortes. — Reforma de conventos y monasterios. — Mudanza de la Regencia y sus causas. — Elección de nueva Regencia. — Su instalación en 8 de marzo. — Administración de la Regencia cesante. — Nuevo reglamento dado a la Regencia. — Oposición de prelados y cabildos a la publicación de decretos sobre Inquisición. — Conducta del nuncio del papa. — Debates y resoluciones en las Cortes sobre esta materia. — Causa formada a algunos canónigos de Cádiz. — Quejas de estos contra el ministro Cano Manuel. — Resolución sobre ello y debates en las Cortes. — Altercados con el nuncio, y su extrañamiento. — Disputa de precedencia con la Rusia. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO VIGÉSIMO PRIMO. [Marginal: Las Cortes.] Tiempo es ya que volvamos a las Cortes. En el que va corrido desde la primavera de 1812, tratáronse en ellas muchas y varias cuestiones. La de reducir a propiedad particular los terrenos de baldíos o realengos, y los de propios y arbitrios de los pueblos, se empezó a ventilar en abril y se prolongó hasta meses después, interrumpida con otros debates. [Marginal: Enajenación de baldíos y propios.] Al examinarla llevaron las Cortes el propósito de fomentar la riqueza agrícola, aumentando el número de propietarios, atender al pago de una parte de la deuda pública, y premiar debidamente a los defensores de la patria. Hubo sobre la utilidad de esta medida pareceres diversos. Quién la ensalzaba esperando de su favorable resolución cuantiosos bienes; quién la deprimía no viendo en ella sino engaño con apariencias falaces. Porque creían muchos, y no infundadamente, que el atraso de la agricultura en España y la despoblación de sus campos no tanto pendía de los baldíos y los propios, como de otras diferentes y complicadas causas. Contaban entre estas y de más alto origen las conquistas, señaladamente la sarracénica, cuyas incursiones y destrozos, durando siglos, obligaron a preferir como más segura y movible la granjería meramente pecuaria a la rural o de labor. También las acumuladas y abusivas amortizaciones civil y eclesiástica y otros errores políticos, económicos y administrativos que, si bien comunes a otras naciones, sembráronse en la nuestra como a granel, y se reprodujeron y perpetuaron al amor de la desidia y de arraigadas costumbres. La naturaleza misma ha puesto estorbos en el suelo peninsular a la extensión del cultivo; pues en medio de comarcas y valles fertilísimos y amenos, abundan, según había notado ya nuestro geopónico Herrera, los montes y las sierras peladas, los declives de capa vegetal muy somera, y las desnudas y pedregosas llanuras que, al paso que desadornan y afean la tierra, conviértenla a veces en árida y de poco provecho. Aumentan el daño la escasez de caudal de aguas en muchas provincias, y las frecuentes sequías que agostan los campos prematuramente. Además, hanse confundido en repetidas ocasiones terrenos incultos pertenecientes a particulares con los baldíos, exagerando la importancia de estos, cuando aquellos quedaban eriales por la incuria de sus dueños o por la dificultad de romperlos y desbrozarlos. En la discusión de las Cortes, luminosa bastante, no todos se alucinaron imaginándose resultarían abultados beneficios de la enajenación y venta de los baldíos y los propios. Notable fue el discurso del señor Aner, quien, sin oponerse, dio en contra razones sólidas que rebatieron en parte las de otros vocales, no tan poderosas. Al fin, aprobose un decreto sobre la materia que se promulgó en enero de 1813. Disponía este en sustancia: 1.º, reducir los terrenos baldíos o realengos y de propios y arbitrios así en la Península como en Ultramar a propiedad particular; 2.º, emplear la mitad de los baldíos o realengos en el pago de la deuda nacional, prefiriendo los créditos que tuviesen los vecinos de los pueblos en cuyo término se hallasen los terrenos; 3.º, distribuir en suertes, con el nombre de premio patriótico, las tierras restantes de los mismos baldíos, o las labrantías de propios y arbitrios, entre los oficiales de capitán abajo, y entre los sargentos, cabos y soldados rasos que hubiesen servido en la guerra de la independencia, y se hubiesen retirado con documento legítimo que acreditase su buen desempeño; y 4.º, repartir gratuitamente y por sorteo las tierras entre los vecinos que las pidiesen, y no gozasen de propiedad. Juzgaban los entendidos que no se seguiría utilidad grande y real de este decreto, porque conforme a su contexto poníanse muchas porciones de los terrenos enajenados en manos casi infructíferas, no asistiendo a la mitad quizá de los nuevos adquiridores la industria y el capital que se requieren para introducir y adaptar una oportuna y variada labranza. Pues sabido es que el progreso y la perfección de esta no consiste precisamente en dividir y subdividir las propiedades, sino en que estas no queden abandonadas; ni tampoco en cultivar mucho, sino en cultivar bien y de modo que el producto neto de un terreno dado sea superior al de otro terreno de la misma extensión y naturaleza; cuyo objeto no se logra por los escasos y débiles medios que acompañan al desvalido bracero, mas sí por los que concurren en el hombre industrioso y acaudalado. Ofrecíanse asimismo para la ejecución de la medida tales obstáculos que hubo de dejarse al arbitrio de las diputaciones provinciales señalar el tiempo y los términos de llevarla a cabo; pues únicamente así y «acomodando las providencias [según se expresa el sabio autor de la ley agraria] a la situación de cada provincia, y prefiriendo en cada una las más convenientes», pueden sacarse ventajas de la enajenación de los baldíos y los propios. [Marginal: Abolición por las Cortes del voto de Santiago.] Por entonces también abolieron las Cortes _el voto de Santiago_. Dábase tal nombre a un antiguo tributo de _cierta medida del mejor pan y del mejor vino_ que pechaban los labradores de algunas provincias de España para acudir a la manutención del arzobispo y cabildo de Santiago y hospital de la misma ciudad; percibiendo también una porción, aunque muy corta, otras catedrales del reino. Fundábase particularmente la legitimidad de esta exacción en un pretendido privilegio que resultaba de un diploma falsamente atribuido al rey Don Ramiro I de León, con la data en Calahorra del año de 872 de la era de César. Apoyados en semejante documento, lleno de inverosimilitudes, anacronismos y aun de extravagancias propias de la ignorancia de los tiempos en que se fraguó, siguieron realizando los canónigos de Santiago durante siglos valores considerables, sacados de las parvas y lagares de los agricultores de varias y distantes comarcas del reino, bien que no siempre sin resistencia, pues hubo controversias y litigios sin fin, negando a veces los pueblos hasta la autenticidad misma del privilegio; de donde nacieron fallos jurídicos, concordias y transacciones, aboliendo o alterando aquella carga en determinados distritos. El diploma extendía la obligación del pago a toda España, como si los dominios de Don Ramiro no se encerrasen en estrechos límites, y no fuese su autoridad desconocida más allá del territorio que comprendía la corona entonces de León. Al conquistarse Granada, tuvieron sus habitantes que soportar aquel tributo, habiéndolo dispuesto así los Reyes Católicos por la persuasión en que estaban de ser legítimo y auténtico el privilegio de Don Ramiro el I. Después, aunque pareciese apócrifo, y aunque los pueblos fuesen obteniendo en su favor sentencias y decisiones de los tribunales, continuó el cabildo de Santiago exigiendo el pago del voto, y hasta alcanzó del débil y piadoso Felipe III jurisdicción privativa para verificar la cobranza por medio de jueces que los mismos canónigos nombraban. [Marginal: (* Ap. n. 21-1.)] Célebre fue el memorial [*] que contra el voto, y en representación de muchas ciudades, villas y lugares, escribió en el siglo XVII Lázaro González de Acevedo, y más célebre aún, si cabe, el del duque de Arcos, en 1770 a Carlos III sobre igual materia. Producía el voto en sus buenos tiempos muchos millones de reales, rindiendo en los nuestros apenas tres líquidos, por la baja en el valor de los frutos y por el mayor retraimiento de los pueblos en satisfacerle con exactitud. En el marzo de 1812 hicieron la propuesta de su abolición en las Cortes 36 diputados, y discutiose el asunto en aquel octubre. Durante los debates distinguiéronse varios vocales por la profunda erudición, copia de doctrina y acendrada crítica que emplearon en sus discursos; descollando sobre todos los señores eclesiásticos Villanueva y Ruiz Padrón, y afirmando el segundo con fervorosa elocuencia, [Marginal: (* Ap. n. 21-2.)] y después de haber sostenido su dictamen con incontestables datos, que [*] «el origen del voto era una vergonzosa fábula, tejida con artificio y astucia bajo la máscara de la piedad y religión, abusando descaradamente de la ignorancia y credulidad de los pueblos.» En consecuencia, las Cortes decretaron en términos compendiosos y sencillos «que abolían la carga conocida en varias provincias de la España europea con el nombre de _voto de Santiago_.» [Marginal: Declárase patrona de España a santa Teresa de Jesús.] Tres meses antes, y como en contraposición, habían adoptado las Cortes una resolución muy diversa, de índole extraña, ajena al parecer de los tiempos actuales y de las tareas que incumben a los cuerpos representativos de nuestra edad, declarando solemnemente por un decreto patrona de España a santa Teresa de Jesús. Pidiéronlo los carmelitas descalzos de Cádiz, en conmemoración de haberse celebrado en su templo las festividades eclesiásticas de la jura de la Constitución, y también otras con motivo de acontecimientos plausibles. Apoyaron su solicitud en dos acuerdos de las Cortes de 1617 y 1636, aunque no llevados a efecto, por la oposición que hizo el cabildo de Santiago en defensa del patronato de su apóstol, cuyo origen, según asentaban aquellos capitulares, se perdía en la oscuridad de los tiempos. Abogaba no menos por santa Teresa el señor Larrazábal, diputado por Guatemala, conforme a especial encargo de su provincia; pues es de notar, y curioso para la historia, que las regiones españolas de Ultramar, que tan ansiosa y desventuradamente se han lanzado por el despeñadero de las revueltas, mezclaron entre instrucciones prudentes dadas entonces a sus representantes, otras solo propias de la ignorancia y atraso del siglo onceno. La comisión eclesiástica, en un largo y erudito informe, se inclinó a que se aprobase la propuesta, y así lo decidieron las Cortes el 27 de junio sin deliberación alguna, declarando patrona de las Españas, después del apóstol Santiago, a santa Teresa de Jesús. El silencio guardado probó en unos el respeto con que acataban el nombre de una religiosa esclarecida, a quien por sus virtudes había canonizado la Iglesia, y en otros la persuasión en que estaban de cuánto convenía no empeñar discusión acerca de un decreto que, sin perjudicar al bien público, halagaba las aficiones de la nación por una santa hija de su suelo, [Marginal: (* Ap. n. 21-3.)] y en cuyos [*] suavísimos escritos [como dice el obispo Palafox] «primero nos hallamos cautivos que vencidos, y aprisionados que presos.» [Marginal: Españoles comprometidos con el gobierno intruso.] Mayor gravedad y complicación envolvía el expediente de las personas comprometidas con el gobierno intruso. Interesábase en su decisión la suerte de bastantes españoles y de no pocas familias; mas la diversidad de casos y de tiempos, y lo enojada y aun embravecida que la opinión se mostraba, entorpecían el pronto despacho de este negocio y casi siempre le dilataban, mayormente cuando no terminada la lucha de la independencia no cabía tomar providencias generales ni de olvido, sin exponerse a que las desairasen y no las admitiesen los mismos en cuyo favor se expedían. Dijimos en su lugar fuera Napoleón quien en Burgos dio en 1808 los primeros decretos de proscripción, añadiendo que replicó a ellos la Junta central con otros que hacían juego como para despicarse del agravio y desafueros del invasor. No tener culpa en la agresión primitiva, y conceptuarse tan nacional y fundada nuestra causa, antecedentes eran que favorecían mucho en sus decisiones al gobierno español, e inclinaban grandemente a su lado la balanza de la razón y de la justicia. No por eso disculparíamos cualquiera exceso o desmán en que se hubiese incurrido, pues siempre, y más en semejantes guerras, toca a la autoridad suprema reprimir, no fomentar las venganzas y sanguinarias pasiones. Fuera de contados casos, verdad es que ni el gobierno ni los tribunales aplicaron nunca las leyes 1.ª y 2.ª, tít. 2.º, partida 7.ª, y otras antiguas, que deslindaban y definían las diversas infidencias o traiciones, y señalaban las penas. Impedíalo la equidad, e imposibilitaba su ejecución el gran número de los que hubieran resultado culpables, tomadas a la letra las disposiciones de aquellas leyes, hechas en otros siglos y en circunstancias y con objetos muy diversos. Para aclarar las muchas dudas que ocurrieron, dio la junta central ciertas reglas que, apareciendo muy imperfectas en la práctica, motivaron posteriores consultas y expedientes. Ni aquel gobierno ni la primera Regencia que le sucedió tuvieron tiempo ni comodidad para satisfacer a todos los puntos, dejándolos a la decisión de las Cortes. Congregadas estas, ya en el día 12 de octubre de 1810 se entabló la cuestión y se mandó al Consejo real presentase el reglamento que le pareciese más adecuado para sentenciar y fallar las causas por delitos de infidencia. Evacuó la consulta aquel cuerpo en el próximo enero; y, si bien en términos vagos, mostrábase en ella moderado, y circunscribía a pocos casos la aplicación de la ley 1.ª citada de partida, recomendando además indulgencia en favor de los que hubiesen ejercido empleo, sin mezcla de jurisdicción criminal, cuya conducta la sujetaba al mero examen de un expediente instructivo. Reducía así el Consejo a estrechos límites las pesquisas y averiguaciones judiciales que querían ensanchar otros, y caminaba con pulso y madura deliberación. Pasó la consulta del Consejo a examen de la comisión de justicia de las Cortes, y juntamente diferentes informes de cuerpos e individuos, y proposiciones de algunos diputados. En mayo presentó la comisión su informe, sin desvanecer las dudas ni proponer a las Cortes una resolución fija y bien determinada; pues era de parecer que para los casos urgentes bastaban las leyes antiguas, y que para los demás aventurábase mucho en descender a los pormenores que apetecían los poco reflexivos. Aun entonces esquivaron las Cortes providenciar en el negocio, y no le tomaron en seria consideración hasta el marzo de 1812, en que renovados los debates, procuraron todavía aplazarle para más adelante, acordando el 6 de aquel mes, a propuesta del señor Calatrava, que se suspendiese toda resolución final hasta que se publicase la Constitución. Tampoco el cumplimiento de este acto, celebrado pocos días después, bastó para hacer revivir la discusión de asunto tan enfadoso: necesitose para ello del agolpamiento de sucesos militares y felices que, libertando gran parte del territorio peninsular del yugo enemigo, dieron margen en unos lugares a encarnizados atropellamientos contra los empleados del intruso y sus parciales, y en otros a protecciones y favores que no agradaron, y les dispensaban ciertas autoridades y algunos generales. Quejas y clamores en diversos sentidos se levantaron de resultas, y subieron al gobierno y a las Cortes. [Marginal: Decreto de las Cortes sobre este asunto.] Viéronse, pues, obligadas estas a entrar de lleno nuevamente en la cuestión, en especial por lo que respectaba a empleados; y de sus deliberaciones siguiose la aprobación de un primer decreto, promulgado en 11 de agosto de este año de 1812. Conforme a su contexto adoptábanse varias medidas acerca de las provincias que iban quedando libres, y se mandaba cesasen todos los empleados nombrados o consentidos por el gobierno intruso, sin excluir a los jueces ni a los eclesiásticos; reservándose tan solo a la Regencia el permitir continuasen en el ejercicio de sus destinos aquellos que le constase haber prestado servicios a la buena causa. También se la facultaba para suspender, hasta que se purificasen, si se hubiesen hecho sospechosos, a los prelados eclesiásticos de cualquiera condición que fuesen. Por vivo y áspero que pareciese este decreto, tenía color apagado y suave al lado de lo que muchos apetecían, y de lo que ordenaba un reglamento enviado por la Regencia al examen y aprobación de las Cortes, según el cual, debiendo suspenderse la Constitución durante dos meses, nombrábanse comisiones pesquisidoras y se proponían otras medidas tan desacordadas [Marginal: (* Ap. n. 21-4.)] que, como dijo un señor diputado, tiraban a que [*] «decayese el ánimo de los pueblos, y a que se transformase en aversión el amor que entonces tenían al gobierno legítimo.» Sin embargo el decreto de las Cortes no aquietó la impaciencia pública, ni la satisfizo, tachándole en casi todos los pueblos de benigno y de contemporizador. Excitó por tanto más bien disgusto, y en Cádiz se aumentó al leer la proclama tolerante y conciliadora que, al entrar los aliados en Madrid, publicó el general Álava, y de la cual hemos hecho mención en el libro anterior. Provocó este papel en las Cortes reñidos debates, enviado indiscretamente por la Regencia, a la que solo incumbía reprender o alabar al general, según conviniese a su política y a sus fines. La comisión de Constitución, y una especial, que formaron el decreto de 11 de agosto, estuvieron encargadas también ahora de dar su parecer en el asunto, y lo verificaron, proponiendo «se hiciese entender al general Álava por medio de la Regencia, que omitiese en lo sucesivo recomendaciones de aquella especie, cuando no tuviese particular encargo del gobierno», y pidiendo además las mismas comisiones el expediente suscitado con motivo de varias providencias tomadas por Don Carlos de España, presentaron al propio tiempo otro decreto aclaratorio del de 11 de agosto, si bien más severo. La discusión trabada en las Cortes el 4 de septiembre prolongose bastante, interrumpida al empezarse por una exposición de los oficiales del estado mayor general dirigida no solo contra los individuos militares que hubiesen tomado partido con el enemigo, sino también y muy particularmente contra los que habían permanecido ocultos en país ocupado por los franceses, sin acudir a las banderas de sus respectivos cuerpos. Creciendo de punto por este incidente el ardor de la discusión, resaltaron en varios discursos los afectos apasionados de los tiempos, y si bien tuvo patrocinadores el general Álava defendiendo algunos diputados sus medidas, acordose no obstante un decreto que llevó la fecha de 21 de septiembre, severísimo en cuanto a empleados y ciertas clases. Vedábase en él agraciar a los primeros con destinos de cualquiera especie, y aun nombrarlos para oficios de concejo, diputaciones de provincia y diputación a Cortes; no dándoles ni siquiera voto en las elecciones, y pudiendo sujetárseles a la formación de causa si lo merecían por su conducta. A los que se hubiesen condecorado con insignias del intruso gozando de otras antiguas, privábaseles del uso de estas, y lo mismo del de sus títulos, durante su vida, a los duques, condes, marqueses, barones, que hubiesen solicitado o admitido de dicho gobierno la confirmación de aquellas dignidades. No se consideraba como a empleados a los individuos de ayuntamiento, ni a los que desempeñasen cargos nombrados por el pueblo, ni a los maestros y profesores de ciencias, ni a los médicos y cirujanos, ni a los cívicos ni a otros varios. Y se añadía que si alguno de los comprendidos entre los empleados hubiese hecho servicios importantes a la patria, las Cortes se reservaban atenderle, oído antes el parecer de la Regencia y el de los ayuntamientos constitucionales de los pueblos. También se prevenía a los que pretendiesen de nuevo destinos, y fuesen contados entre las clases excluidas, que hiciesen preceder sus solicitudes de la purificación de su conducta, cuyo acto se cumplía con hacer una información en juicio abierto contradictorio, que se remitía al gobierno acompañado del dictamen del ayuntamiento respectivo. Pero este decreto, expedido por las Cortes en virtud de peticiones y repetidas instancias de ayuntamientos y personas de cuenta de los pueblos que, según iban quedando libres, solo hablaban de rigores y persecución, desazonó sobremanera y valió a la representación nacional censuras y sinsabores. Los cuerpos mismos y los individuos que antes se habían desbocado contra la conducta del general Álava, y contra las mismas disposiciones de las Cortes que graduaron de blandas, pidieron luego se modificasen estas, y aún que se derogasen, viendo las dificultades con que se tropezaba en la práctica, y los muchos a quienes se podía extender la aplicación severa de las medidas promulgadas. De aquí nació nuevo decreto con fecha 14 de noviembre, reponiendo en sus empleos anteriores a todos los que, según declaración expresa y formal de los ayuntamientos respectivos, hubiesen dado pruebas de lealtad y patriotismo, y gozado de buen concepto. Excluíase sin embargo todavía a los magistrados, a los intendentes y a otros individuos de las oficinas generales del reino, y a los que hubiesen adquirido o comprado bienes nacionales. Excepción la última que aconsejó siempre mucho lord Wellington, convencido de cuanto convenía escarmentar a esta clase codiciosa, como la más interesada en la conservación y afianzamiento de un gobierno nuevo. Hubo aún otras aclaraciones y decretos sobre el asunto, en particular uno sobre militares de 8 de abril de 1813. Hubiéranse evitado, o abreviado al menos, tan prolijas discusiones, si la Regencia, nombrando para las provincias que se desocupaban autoridades prudentes y conciliadoras, las hubiera facultado con adecuadas instrucciones, y encargádolas no confundiesen a los vecinos pacíficos y a los empleados de honrado porte con los ayudadores oficiosos y aun delincuentes del gobierno intruso. Tomó la Regencia desgraciadamente diverso rumbo, mostrándose desacordada y escudriñadora, y dando pábulo a pesquisas y purificaciones; manantial este cenagoso y hediondo de manejos injustos y descarados sobornos, movido ya en tiempo de la central, y peor mil veces que el de las llamadas _epuraciones_ [_épurations_] en las oficinas de Francia, yendo las primeras acompañadas de los abusos y cavilaciones propias del foro, que no conocían las últimas, y destituidas de los medios de defensa y amparo que sugieren las leyes en los delitos comunes. Dulzura y tolerancia acompañadas de cierto rigor y una prudente severidad, hubieran atraído a unos y contenido a otros, mereciendo alabanzas de todos; principalmente si se completaban las medidas peculiares del caso con una ley de olvido, amplia y general, que, preparada en las Cortes, hubiérase promulgado al terminar de la lucha empeñada, según se ha practicado casi siempre desde Trasíbulo, quien, conseguido el triunfo, perdonó y tuvo la dicha de usar el primero de la hermosa palabra de amnistía, y siendo la suya de las más célebres y afamadas del mundo. [Marginal: (* Ap. n. 21-5.)] Un literato distinguido y varón apreciable [*] publicó en Francia, años atrás, en defensa de los comprometidos con el intruso, a cuyo bando pertenecía, una obra muy estimada de los suyos, y en realidad notable por su escogida erudición y mucha doctrina. Lástima ha sido se muestre en ella su autor tan apasionado y parcial; pues al paso que maltrata a las Cortes, y censura ásperamente a muchos de sus diputados, encomia a Fernando altamente, [Marginal: (* Ap. n. 21-6.)] calificándole hasta de _celestial_.[*] Y no se crea pendió el desliz del tiempo en que se escribió la obra; porque, si bien suena haberse concluido esta al volver aquel monarca a pisar nuestro suelo, su publicación no se verificó hasta dos años después, cuando, serenado el ánimo, podría el autor, encerrando en su pecho anteriores quejas, haber dejado en paz a los caídos, ya que quisiera prodigar lisonjas e incienso a un rey que restablecido en el solio, no daba indicio de ser agradecido con los leales, ni generoso con los extraviados o infieles. El libro que nos ocupa hubiera quizá entonces gozado de más séquito entre todos los partidos, como que abogaba en favor de la desgracia, y no se le hubiera tachado de ser un nuevo tejido de consecuencias erróneas, mañosa y sofísticamente sacadas de principios del derecho de gentes, sólidos en sí, pero no aplicables a la guerra y acontecimientos de España. [Marginal: Mediación inglesa para arreglar las desavenencias de América.] Celebradas en público las sesiones en que se ventilaban semejantes materias, resolviéronse a la propia sazón, en secreto, otras de no menor entidad, y señaladamente la de la mediación para arreglar las desavenencias de América ofrecida en el año pasado por la Inglaterra, de que empezamos entonces a dar cuenta, obligándonos a acabarla luego que tocásemos en nuestra narración al tiempo presente en que finalizaron las negociaciones de asunto tan importante. Traemos a la memoria haber referido en aquel lugar cómo las Cortes recibieron favorablemente los ofrecimientos del gabinete británico, quedándonos ahora por especificar el modo y términos que tuvieron de verificarlo. [Marginal: (* Ap. n. 21-7.)] En 1.º de junio de 1811 [*] fue cuando el ministro de estado se presentó a las Cortes para informarlas de los primeros pasos dados por la Inglaterra acerca de la materia, en cuya consecuencia, habiendo entrado aquellas de lleno en la discusión durante el propio mes, determinaron adoptar la mediación ofrecida bajo seis bases que fijaron, [Marginal: (* Ap. n. 21-8.)] y cuyo tenor a la letra era como sigue:[*] «1.ª: Para que tenga [la mediación] el efecto deseado, es indispensable que las provincias disidentes de América se allanen a reconocer y jurar obediencia a las Cortes generales y extraordinarias y al gobierno que manda en España a nombre de S. M. el señor Don Fernando VII, debiendo allanarse igualmente a nombrar diputados que las representen en el Congreso, y se incorporen con los demás representantes de la nación. 2.ª: Durante las negociaciones que se entablen para efectuar la mediación, se suspenderán las hostilidades por una y otra parte, y en su consecuencia las juntas creadas en las provincias disidentes pondrán desde luego en libertad a los que se hallen presos o detenidos por ellas como adictos a la causa de la metrópoli, y les mandarán restituir las propiedades y posesiones de que hayan sido despojados; debiendo ejecutarse lo mismo recíprocamente con las personas que por haber abrazado el partido de las mencionadas juntas estuviesen presas o detenidas por las autoridades sujetas al gobierno legítimo de España, con arreglo a lo que se previene en el decreto de 15 de octubre de 1810. 3.ª: Como en medio de la confusión y desorden que traen consigo las turbulencias intestinas es inevitable que se cometan algunas injusticias por los encargados de defender la autoridad legítima, aunque estén animados del mejor celo, y poseídos de un verdadero amor a la justicia, el gobierno de España, fiel siempre a la rectitud de sus principios, está dispuesto a escuchar, y atender con paternal solicitud las reclamaciones que se le dirijan por los pueblos e individuos de las provincias que hayan sido agraviados. 4.ª: En el término de ocho meses contados desde el día en que empiece a negociarse la reconciliación en las provincias disidentes, o antes de este término [si ser pudiese], deberá informarse al gobierno español del estado en que se halle la negociación. 5.ª: A fin de que la Gran Bretaña pueda llevarla a cabo, y para dar a esta potencia un nuevo testimonio de la sincera amistad y gratitud que le profesa la nación española, el gobierno de España, legítimamente autorizado por las Cortes, le concede facultad de comunicar con las provincias disidentes mientras dure la referida negociación, quedando al cuidado de las mismas Cortes el arreglar definitivamente la parte que habrá de tener en el comercio con las demás provincias de la América española. 6.ª: Deseando el gobierno de España ver concluido cuanto antes un negocio en que tanto se interesan ambas potencias, exige como condición necesaria que haya de terminarse la negociación en el espacio de quince meses contados desde el día en que se entable.» Estas bases no se extendían a otras provincias sino a las del Río de la Plata, Venezuela, Santa Fe y Cartagena, permaneciendo aún tranquilas las demás de la América meridional, y no habiendo en las de la septentrional, como Nueva España, más que levantamientos parciales, conservándose ileso en Méjico el gobierno supremo dependiente del legítimo establecido en la península. El tenor de dichas bases era arreglado, y no parecía deber provocar, obrando de buena fe, obstáculos a la negociación. Mas la Regencia del reino al contestar en 29 de aquel junio al ministro de Inglaterra, después de defender atinadamente y con ventaja al gobierno español de varias inculpaciones hechas por el británico en anteriores notas, y de admitir de oficio la mediación ofrecida bajo las seis bases prefijadas por las Cortes, [Marginal: (* Ap. n. 21-9.)] añadió otra reservada no menos importante, cuyos términos eran los siguientes:[*] «7.ª: Por cuanto sería enteramente ilusoria la mediación de la Gran Bretaña, si malograda la negociación, por no querer prestarse las provincias disidentes a las justas y moderadas condiciones que van expresadas, se lisonjeasen de poder continuar sus relaciones de comercio y amistad con dicha potencia, y atendiendo a que frustradas en tal caso las benéficas intenciones del gobierno español, sin embargo de haber apurado por su parte todos los medios de conciliación, aspirarían sin duda dichas provincias a erigirse en estados independientes, en cuyo concepto se juzgarían, reconocidas de hecho por la Gran Bretaña, siempre que esta potencia mantuviese las mismas conexiones con ellas; debe tenerse por acordado entre las dos naciones que, no verificándose la reconciliación en el término de quince meses, según se expresa en el artículo anterior [el 6.º], la Gran Bretaña suspenderá toda comunicación con las referidas provincias, y además auxiliará con sus fuerzas a la metrópoli para reducirlas a su deber.» Artículo fue este inoportunamente añadido, y que desde luego debió temerse serviría de tropiezo para llevar adelante la negociación; cuanto más presentándose de improviso y sin anterior acuerdo con la potencia aliada. En primeros de julio replicó el ministro de S. M. B. en Cádiz algo sentido, y dejando ya vislumbrar no se accedería a la condición secreta agregada por la Regencia a las otras seis de las Cortes. En efecto así sucedió; y con tanta tardanza que solo al rematar enero de 1812 recibió el gabinete español la respuesta del de Londres. Tal negativa parecía indicar haberse roto del todo las negociaciones pendientes, cuando se supo que comisionados británicos llegaban a Cádiz para renovar los tratos y pasar en seguida a América con intento de llevarlos a cabo. Desembarcaron pues dichos comisionados, que se llamaban Sydenham y Cockburn, siendo el último el mismo que en 1815, ya almirante, condujo a Bonaparte a la isla de Santa Elena: y aunque entraron en Cádiz por abril, el ministro inglés, ya embajador, no hizo gestión alguna hasta el 9 de mayo, en que pasó una nota recordando el asunto, si bien insistiendo siempre en desechar la condición séptima, y con la añadidura ahora de que no hubiese en la negociación artículo alguno secreto. Don José Pizarro, sucesor de Don Eusebio de Bardají y Azara en el ministerio de Estado, habiéndose opuesto constantemente a que se suprimiese la base origen de disenso, quiso retirarse del ministerio más bien que variar de dictamen; a lo menos así lo ha dejado consignado en una apuntación escrita de su puño que hemos leído en el expediente. Sustituyole interinamente Don Ignacio de la Pezuela, ministro entonces de Gracia y Justicia, quien, en el mismo mayo, celebró varias conferencias con sir Henry Wellesley, cruzándose al propio tiempo entre ambos algunas notas acerca del asunto. De aquí resultó el convenirse recíprocamente las dos potencias contratantes en la supresión del artículo 7.º; pero refundiendo parte de su contenido en el 6.º, aunque no tan lata y explícitamente. Mas cuando el gobierno español creía allanadas por este medio todas las dificultades, hallose con que el embajador inglés dando por supuesta la total desaparición de la base 7.ª sin añadir nada en la 6.ª, pedía en una nota de 21 de mayo a nombre y por orden especial de su gabinete que la mediación se extendiese a todas las provincias de Méjico, o sea Nueva España. Admirada la Regencia del reino de tan inesperado incidente, y ofendido el recto e inflexible ánimo del ministro Pezuela de las tergiversaciones que parecía querían darse a las conferencias celebradas, [Marginal: (* Ap. n. 21-10.)] respondió [*] en 25 del propio mes con entereza amistosa, recordando al de Inglaterra no olvidase que lo ajustado no era suprimir del todo el artículo 7.º, sino refundirlo en el 6.º, concluyendo por afirmar que la Nueva España «no podía ser comprendida en la mediación, no habiendo sido provincia disidente ni computada para el efecto.» [Marginal: (* Ap. n. 21-11.)] No desistió por eso Wellesley de su demanda, pasando una nota en [*] 12 de junio, en que fijaba diez proposiciones que debían servir de base a la nueva negociación. Entre ellas notábase una para restablecer la libertad de comercio dando ciertas ventajas y preferencia a la madre patria; y otras dos, la 9.ª y la 10.ª, muy reparables, pues de su contexto inferíase que más bien que a mantener la antigua monarquía unida y compacta se tiraba a formar con las provincias de ultramar un nuevo gobierno federativo, exigiéndose solo de ellas cooperación y auxilios para sustentar la guerra actual contra la Francia, y no la obligación de concurrir al propio fin por los mismos medios y en iguales proporciones que las provincias peninsulares. Esto, y el alegar el embajador inglés en otra nota del 4 de julio ser meramente gratuitos los servicios hechos a la causa española, como si no tuviese la Gran Bretaña interés directo en la empeñada lucha, desazonó bastante a nuestro gobierno, y también disgustó en el público luego que se traslució más el punto de que se trataba. [Marginal: (* Ap. n. 21-12.)] En la nota citada arriba, afirmaba el embajador Wellesley [*] «que los gastos del armamento naval y terrestre de la Gran Bretaña en la Península no eran menos que de 17.000.000 de libras esterlinas al año, a cuya suma debía añadirse el socorro anual de 2.000.000 de libras esterlinas a Portugal y 1.000.000 a la España, en letras giradas contra la tesorería de S. M. B., de las armas, aprestos etc., etc...» Singular cuenta en que figuraban como principales partidas y a manera de cargo contra España el coste de la marina y ejército británico empleados en la Península, los auxilios suministrados a Portugal, y un millón de letras giradas por nuestra tesorería contra la de Inglaterra; sin que al propio tiempo apareciese en descargo el hallarse la Gran Bretaña tan interesada como los peninsulares en derrocar de su asiento al coloso de Francia, el no pertenecer a España el abono de los socorros suministrados a Portugal, y el haber en fin reembolsado a su aliada sucesivamente las cantidades anticipadas por el giro de letras en valores recibidos de América, o en pagarés librados contra las arcas del Perú y de Méjico, que en lo general fueron puntualmente pagados. No añadiremos en este recuento los muchos mercados que se abrieron a la industria y comercio inglés en toda la América y también en la Península, los cuales hubiéranse mantenido cerrados sin el levantamiento contra Napoleón, y no acrecieran con abundantes ingresos, como se verificó, la suma de sus exportaciones. Además, ya lo insinuamos, pero bueno será repetirlo: grande sacrificio fue el de la expedición de Walcheren y mayores otros que en distintos puntos del continente había hecho la Inglaterra sin fruto ni favorable salida, y no por eso se pregonaron tanto como los nuestros, ni se echaron en cara tan injusta ni rudamente. La sensación y desagrado que produjeron tan intempestivas observaciones y las oportunas con que contestó a ellas la Regencia del reino, desesperanzaron al embajador inglés del logro de la negociación; tomando de aquí pie para despedirse de nuestro gobierno, en 9 de julio, los comisionados ingleses, con resolución de regresar a su patria. Suspendieron, sin embargo, estos su partida por algunos días aguardando se tratase del asunto en las Cortes, a cuya deliberación se había elevado el expediente a instancias repetidas del embajador inglés, creído de hallar allí firme apoyo. Examinose, pues, la materia en secreto y se discutió detenidamente a mitad de julio, pronunciándose en pro y en contra discursos muy notables. Don Andrés Ángel de la Vega sostuvo con talento y esfuerzo la mediación aun bajo los mismos términos y bases que últimamente había indicado la Inglaterra: rebatiéronle con especialidad Don Agustín de Argüelles y el conde de Toreno, que aunque no opuestos a la mediación, y antes bien apoyadores de ella siempre que se verificase conforme a las seis bases propuestas por las Cortes, la desechaban, según ahora se ofrecía, variadas las primeras condiciones y sustituidas con las diez insinuadas. Arrimose la gran mayoría de las Cortes al dictamen de estos dos vocales, y redújose la decisión a dar una respuesta vaga que, envolviendo la tácita aprobación de la conducta de la Regencia, no llenaba en manera alguna los deseos de sir Enrique Wellesley. Decíase en ella sencillamente al gobierno «que las Cortes quedaban enteradas de la correspondencia seguida sobre la mediación entre el embajador inglés y el secretario de Estado»; con lo cual desmayó del todo el primero en su intento, embarcándose luego para Inglaterra los comisionados que al efecto habían aportado a Cádiz. Terminose así, y tan poco satisfactoriamente este asunto, por cierto de grande interés, pero empezado y seguido con desconfianza mutua y temores nimios. Porque receloso el gobierno español sobradamente de que no obrase de buena fe la Inglaterra, imaginose sin fundamento bastante que aquel gabinete andaba solo tras de la independencia de América, y exigió de él en la base 7.ª un seguro exagerado y fuera de razón. Manejaron los ingleses las negociaciones con harto desmaño e irresoluto giro, alegando beneficios, que aunque fuesen tales como los pintaban, no era ni generoso ni político traerlos entonces a la memoria, pidiendo de súbito y livianamente se extendiese a Méjico la pacificación, y esquivando siempre soltar prendas que los comprometiesen con los independientes, a cuyos gobiernos agasajaban por miras mercantiles, y temerosos de los acontecimientos diversos que podría acarrear la guerra peninsular. En septiembre del mismo año volvieron los ingleses a resucitar el negocio, mas flojamente y de modo que no tuvo otra resulta sino el de que pasase el expediente al consejo de Estado. Permaneció allí hasta el mayo de 1813, que se devolvió al gobierno supremo acompañado de una consulta muy larga, y cuyo trabajo sirvió tan solo para aumentar en los archivos el número de documentos que hace olvidar el tiempo por mucho esmero que se haya puesto al escribirlos. [Marginal: Tratado con Rusia.] De referir es aquí un tratado que por entonces se concluyó entre la Rusia y la España; de cuyo acontecimiento, aunque no tuviese íntima conexión con las tareas de las Cortes, diose a ellas cuenta como de asunto de la mayor importancia para el pronto y buen éxito de la guerra de la independencia, y de venturoso influjo para el afianzamiento de las instituciones liberales. Habíale ajustado D. Francisco de Cea Bermúdez de vuelta a Rusia, y competentemente autorizado para ventilar lodos los negocios que allí ocurriesen por la muerte acaecida a la sazón del cónsul general Don Antonio Colombi, a cuya hija la honraron las Cortes en premio de los servicios de su difunto padre con título de condesa, tomando la denominación de su apellido. El tratado se terminó y firmó en Weliky-Louky a 20 de julio de 1812, y se llamó de «amistad y sincera unión y alianza», comprendiéndose en él un artículo, que fue el 3.º, [Marginal: (* Ap. n. 21-13.)] concebido en estos términos:[*] «S. M. el emperador de todas las Rusias reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias, reunidas actualmente en Cádiz, y la Constitución que estas han decretado y sancionado.» Acto de reconocimiento desusado y no necesario, pero precioso como defensa y escudo de la causa patriótica y liberal que sustentaban las Cortes, y también como irrefragable prueba de la sanción y apoyo que daba entonces a aquellas opiniones el emperador Alejandro, tan enconado después contra ellas, y tan opuesto a su propagación. Fue canjeado este tratado de Weliky-Louky en debida forma por ambas partes contratantes, nombrando en seguida la Regencia enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en San Petersburgo a Don Eusebio de Bardají y Azara, y la Rusia en la misma calidad cerca de nuestro gobierno al consejero de estado y senador Tatischeff. Potencia esta la primera que reconoció solemnemente las nuevas y liberales instituciones españolas, la primera fue también que en adelante las desechó, apellidando guerra para destruirlas. Necesitaba de nosotros en el año de 1812, y nos necesitaban también los demás tronos europeos titubeantes hasta en sus cimientos: inútiles les parecimos en 1820, 23 y 34, a lo menos a los del norte; y hasta nos miraron como de poco valer y dañosas a las suyas nuestras doctrinas: por lo que antes, buena acogida y aplausos; después, ningún aprecio sino desdén y reprobación completa. [Marginal: Con Suecia. (* Ap. n. 21-14.)] Posteriormente, y pasados algunos meses, parecido tratado concluyó con nosotros la Suecia, que se firmó en Estocolmo [*] a 19 de marzo de 1813, encerrando su contexto otro artículo 3.º que decía: «S. M. el rey de Suecia reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas en Cádiz, así como la Constitución que ellas han decretado y sancionado.» No era tan extraño como el otro el ajuste de este tratado, haciendo allí cabeza un príncipe nacido de las revoluciones y trastornos ocurridos en Francia. A su tiempo veremos cómo la Prusia suministró ejemplo idéntico, aunque no se hallase su soberano en igual caso que el que regía a la Suecia. [Marginal: Felicitación de la princesa del Brasil Doña Carlota.] La princesa del Brasil Doña Carlota Joaquina, ya que no dio su asenso con estipulaciones y tratados a las innovaciones adoptadas por las Cortes, aprobolas al menos, agregándose al coro armónico de parabienes y felicitaciones por medio de una carta, fecha en Río Janeiro a 28 de junio de 1812, [Marginal: (* Ap. n. 21-15.)] que dirigió a la Regencia del reino y esta trasladó a las Cortes.[*] «Yo os ruego [decía en ella] que hagáis presente al augusto congreso de las Cortes mis sinceros y constantes sentimientos de amor y fidelidad a mi muy querido hermano Fernando; y el sumo interés que tomo por el bien y felicidad de mi amada nación, dándoles al mismo tiempo mil enhorabuenas y mil agradecimientos por haber jurado y publicado la Constitución. Llena de regocijo voy a congratularme con vosotros por la buena y sabia Constitución que el augusto congreso de las Cortes acaba de jurar y publicar con tanto aplauso de todos, y muy particularmente mío; pues la juzgo como base fundamental de la felicidad e independencia de la nación, y como una prueba que mis amados compatriotas dan a todo el mundo del amor y fidelidad que profesan a su legítimo soberano, y del valor y constancia con que defienden sus derechos y los de toda la nación. Guardando exactamente la Constitución, venceremos y arrollaremos de una vez al tirano usurpador de la Europa. Dios os guarde muchos años. Palacio del Río Janeiro, a los 28 de junio de 1812. — Vuestra infanta, Carlota Joaquina de Borbón. — Al consejo supremo de Regencia de las Españas a nombre de Fernando VII.» Se leyó esta carta en la sesión del día 24 de septiembre, y mandaron las Cortes se insertase íntegra en el diario de sus discusiones, declarando haberla oído con la mayor satisfacción. [Marginal: Nueva proposición para nombrarla regenta.] Mas la lectura de tal documento no fue sino proemial de la manifestación de ciertos manejos en favor de declarar regenta de España a aquella princesa. Andaban ahora en ellos algunos americanos, quienes, para facilitar su buen éxito, idearon y consiguieron se nombrase presidente de las Cortes en aquel mismo día 24 a Don Andrés Jáuregui, hombre moderado y que gozaba de buen concepto, pero patrocinador del proyecto como diputado que era por la Habana. Asegurados con tan buen apoyo, encargose de hacer la proposición Don Ramón Feliú, diputado por el Perú; mas hízola en secreto, y no más tarde que en el propio día, con la nueva y singular cláusula de que la princesa nombrada regenta pasaría desde el Brasil, antes de venir a España, a la ciudad de Méjico para apaciguar y arreglar allí las disensiones de las provincias ultramarinas. [Marginal: Se rechaza.] Al oír proposición tan inesperada y fuera del común sentido, un estrépito desaprobador salió de todos los bancos que ocupaban los europeos, rechazándola con indignación aun los mismos que apetecían la regencia de la infanta: pues queríanla acá, no allá, en donde hubiera servido solo de instrumento para mayores discordias y desavenencias. Feliú luego que advirtió el estruendo, atemorizose y aflojó en su resolución. Quiso sostenerle el presidente Jáuregui, mas viéndose acometido por algunos diputados con acrimonia impetuosa, desistió de su porfía; y abandonando la silla, no la volvió a ocupar en el mes que duró su cargo, creyéndose ofendido y negándosele satisfacciones que pedía. La propuesta de Feliú empantanose para siempre, y no levantaron tampoco de nuevo cabeza los demás partidarios de la princesa Carlota, acobardados todos con el fiero golpe que recibieran los americanos por su imprudente conducta. [Marginal: Abolición de la Inquisición.] Anunciar debemos ahora con altos pregones la caída del _Santo Oficio de la Inquisición_, que decretaron las Cortes después de una discusión prolongada y sabia, derramadora de puras y vivificantes lumbres, muy otras de las mortíferas y abrasadoras que durante siglos había encendido aquel tribunal, tan inexorable y duro. Leyó en 8 de diciembre la comisión de constitución el dictamen que sobre la materia se le había mandado extender; y si bien sus individuos no habían estado del todo acordes, decidiose la mayoría por la abolición, pero de modo que no se asustasen las almas piadosas que creían perdida la religión no habiendo tribunales especiales protectores de ella; que tan hondas raíces había echado en España el imperio de la intolerancia y de erradas y abusivas doctrinas. Así, no mostraba querer desmoronar del todo o derribar a la vez aquel antiguo alcázar sólido todavía, de construcción severa y sillares ennegrecidos, si no edificaba en su lugar otro que, aunque guardián de la fe, se cimentase sobre bases verdaderas e incontrastables, y cuyas dimensiones y formas se acomodasen a la regularidad y galanura de tiempos modernos y más cultos. La comisión, a la que seguiremos compendiosamente en nuestro relato, queriendo probar que el Santo Oficio era una novedad reciente en la Iglesia, introducida en el reino contra la voluntad de sus naturales, descendía a un examen prolijo y erudito de la materia, desentrañándola y poniendo de manifiesto la legislación española antigua en causas de fe; según la cual, expeditas las facultades de los obispos para exhortar y convertir a los extraviados, encomendábase a jueces civiles el castigo de los empedernidos y contumaces, graduándolos de infractores de las leyes, de que era una y fundamental la religión del estado. Indicaba en seguida la comisión las mudanzas sucesivas que tuvieron origen en Francia con motivo de la herejía de los albigenses y otras sectas; cuyas doctrinas, propagándose con rapidez, provocaron para atajarlas la formación de comisiones especiales, compuestas de clérigos y frailes, que inquiriesen y averiguasen quiénes eran los seductores y los seducidos para abandonarlos después a jueces eclesiásticos y seglares que los castigaban rigurosamente. Llamaron inquisidores a los comisionados, y aprobó su institución en 1204 el Papa Inocencio III. Las provincias españolas aledañas de Francia, como Aragón y Cataluña, se inficionaron en breve de los errores que aquejaban a aquellas, y, para contenerlos y descuajarlos, ya en 1232 usaron sus reyes de remedios idénticos a los de la nación vecina. No aconteció otro tanto en Castilla, porque no difundiéndose el contagio tan pronta ni universalmente, bastó a cortarle echar mano de temperamentos ordinarios y conocidos. Pero padeciose otro mal no menos grave por causa de los moros y judíos, tolerados y aun con permiso de profesar su respectivo culto. Ambos linajes componían dos pueblos muy diversos del de los cristianos; y aborrecíanlos estos, ya por la diferencia de religión y costumbres, ya por pertenecer los moros a nación dominadora y antigua, y ser los judíos hombres ricos y acaudalados a quienes se encomendaba comúnmente la odiosa, aunque lucrativa, faena de recaudar los pechos y cargas públicas. Tenían que aguantar a menudo persecuciones y acosamientos; reventando contra ellos, en varios puntos, horrorosa sublevación el año de 1391, en que los judíos especialmente lloraron estrago y mortandad terrible. Aterrados unos y otros, convirtiéronse muchos; pero, siendo a la fuerza, no dejaron los más de profesar en secreto su antigua religión. El siglo XV, tan fecundo en desórdenes, señalose también por el crecimiento de daños a que dieron ocasión los conversos, tocando a los Reyes Católicos reprimir tales excesos, como lo habían verificado con los otros desmanes de que tanto adoleció Castilla a fines de la propia centuria. Inclinose Don Fernando V a emplear desde luego rigores y severidad, particular distintivo de su carácter, valiéndose de las comisiones inquisitoriales introducidas tiempo había en Aragón. Opúsose a tal novedad en Castilla la reina Doña Isabel, su esposa, no solo llevada de su condición más apacible y suave, sino también por la cabida que en su pecho tenían los consejos de su confesor don fray Fernando de Talavera, hombre docto al par que piadoso y conciliador. Sin embargo, insistiendo el rey en su intento, y citándose a cada paso profanaciones sacrílegas de los conversos, ciertas unas y otras supuestas o exageradas, hubo al fin la reina de ceder en su repugnancia; e impetrándose la bula del establecimiento de la Inquisición, la otorgó y expidió el pontífice Sixto IV en noviembre de 1478. Por ella facultábase a los Reyes Católicos para elegir inquisidores y removerlos a su antojo, echando casi por tierra la autoridad de los obispos. Dos años transcurrieron sin ejecutarse la bula; pero planteada al cabo, abusaron de su poder los inquisidores en tan gran manera que a poco levantose contra ellos y su institución universal clamor. No desoyó Roma las quejas sino que, al revés, las acogió favorablemente, realizando el Papa algunas mudanzas hasta la de nombrar por sí otros inquisidores. Desagradó intrusión tan contraria a la prerrogativas de la corona a los Reyes Católicos, quienes, representando vigorosamente, alcanzaron se revocase lo hecho y se diese a la Inquisición una forma más regular y estable. Verificose esta alteración por medio de una bula expedida en 1483, que designaba para inquisidor general al arzobispo de Sevilla Iñigo Manrique. No conservó largo tiempo su cargo el agraciado, pues nombrose en el mismo año para sucederle a fray Tomás de Torquemada, confesor del rey, y de natural parecido al suyo, astuto y rígido. La bula concedida al efecto, y cuyo rastro no pudo descubrir la comisión de las Cortes a pesar de su diligencia, proveía al nuevo inquisidor general de poderes amplios, transferibles a otros, no usando de ellos los inquisidores particulares o subalternos sino «en virtud de subdelegación y facultad que aquel les daba.» De consiguiente, arregló Torquemada los tribunales inferiores a medida de su deseo, y aun formó el consejo real supremo de la Inquisición, que, no instituido por bula particular, carecía de autoridad propia en las vacantes de inquisidores generales. Nunca autorizaron las Cortes la introducción del Santo Oficio en el reino, siendo así que a ellas juntamente con el rey correspondía permitirla o desaprobarla; pecando por tanto la Inquisición, hasta en su origen, de la falta de verdadera legitimidad. Al contrario, siempre que se ofreció ocasión, mostraron las Cortes desvío e hicieron reclamaciones y demandas vivas tocante a las injusticias y desafueros de la Inquisición, pidiendo a veces su reforma con vehemencia no escasa. En algunas villas y ciudades desasosegáronse los vecinos, hubo en otras conmociones serias, y viéronse en casi todas atropellados los ministros y dependientes del Santo Oficio. La resistencia a que se plantease fue muy general en las vastas provincias que ya entonces componían la monarquía española. [Marginal: (* Ap. n. 21-16.)] En Aragón, refiere Zurita,[*] «comenzáronse de alterar y alborotar los que eran nuevamente convertidos del linaje de los judíos, y sin ellos muchos caballeros y gente principal, publicando que aquel modo de proceder era contra las libertades del reino, porque por este delito se les confiscaban los bienes, y no se les daban los nombres de los testigos que deponían contra los reos: que eran dos cosas muy nuevas y nunca usadas y muy perjudiciales al reino... Y como era gente caudalosa, y por aquella razón de la libertad del reino hallaban gran favor generalmente, fueron poderosos para que todo el reino y los cuatro estados de él se juntasen en la sala de diputación como en causa universal que tocaba a todos, y deliberaron enviar sobre ellos al rey sus embajadores...» Lo mismo en León y Castilla, [Marginal: (* Ap. n. 21-17.)] según lo atestigua Mariana,[*] tan poco sospechoso en la materia como Zurita... «Al principio, dice, pareció muy pesado [el establecimiento de la Inquisición] a los naturales; lo que sobre todo extrañaban era que los hijos pagasen por los delitos de los padres; que no se supiese ni se manifestase el que acusaba, ni se confrontase con el reo, ni hubiese publicación de testigos; todo contrario a lo que de antiguo se acostumbraba en los otros tribunales. Demás de esto, les parecía cosa nueva que semejantes pecados se castigasen con pena de muerte, y lo más grave, que por aquellas pesquisas secretas les quitaban la libertad de oír y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas personas a propósito para dar aviso de lo que pasaba, cosa que algunos tenían a figura de una servidumbre gravísima a par de muerte...» La voz y los clamores sonaron tan viva y constantemente, que Carlos V creyó oportuno impedir a la Inquisición continuase en el ejercicio de sus funciones en el año de 1535; suspensión que duró hasta diez años después, en que recibió aquel tribunal nuevo ser de Felipe II, que gobernaba estos reinos en ausencia de su padre; y después, monarca ya propietario, amplió la autoridad del Santo Oficio, aprobando los reglamentos que dio el inquisidor general Valdés, y privando a los procesados de la protección del recurso de fuerza. Usó Felipe también del mismo medio para mantener ilesa la religión católica, y como única en sus muchos e incoherentes estados, figurándosele sería aquel estrecho vínculo entre sus apartadas provincias, e instrumento político y acomodado de conservación y orden. Los prelados más esclarecidos de la nación por sus virtudes y ciencia no cesaron, en los mejores tiempos, de oponerse a la permanencia de un establecimiento que socavaba los derechos y preeminencias del episcopado. No hubo tampoco, en fin, corporación alguna importante y grave que no pugnase de cuando en cuando contra las prácticas, usurpaciones y tropelías de la Inquisición, cuya autoridad desapoderada, aseguraban los magistrados más doctos y dignos de respeto, [Marginal: (* Ap. n. 21-18.)] se entrometía hasta en los [*] «puntos de gobernación política y económica, ostentando independencia, y desconociendo la soberanía.» Después de discurrir así, pasaba la comisión a probar cuán incompatible era el Santo Oficio con la nueva Constitución política de la monarquía, proponiendo además lo que debería adoptarse, abolido que fuese aquel tribunal. No seguiremos a la comisión en todo su relato, pero trasladaremos, sí, cuanto expresaba acerca del modo de proceder de la Inquisición en sus juicios. Los reos [decía] «son conducidos a la prisión sin haber visto antes a sus jueces; se les encierra en aposentos oscuros y estrechos, y hasta la ejecución de la sentencia jamás están en comunicación; se les pide la declaración cuándo y cómo parece a los inquisidores; en ningún tiempo se les instruye, ni del nombre del acusador, si lo hubiere, ni de los testigos que deponen contra ellos, leyéndoles truncadas las declaraciones, y poniéndose en tercera persona los dichos de aquellos mismos que lo han visto u oído... El proceso nunca llega a ser público, y permanece sellado en el secreto de la Inquisición; se extracta de él lo que parece a los inquisidores, y con ello solo se hace la publicación de probanzas, y se invita al tratado como reo a que haga por sí o por el abogado que se le ha dado su defensa, y ponga tachas a los testigos: mas ¿qué defensa puede hacer con unas declaraciones incompletas y truncadas? ¿qué tachas poner a unas personas cuyos nombres ignora?... En el tribunal de la Inquisición siempre acompaña a la prisión el secuestro de todos los bienes, y se atormenta y gradúa el tormento por indicios, cuya suficiencia se deja a la conciencia de los inquisidores que asisten y presencian el tormento...», ¡siendo sacerdotes todos ellos! Vese por esta muestra cuán en contradicción se hallaba la nueva ley fundamental con las reglas que servían de pauta al Santo Oficio en sus procedimientos y en las causas de su competencia; probado lo cual largamente por la comisión, opinaba esta resolviesen las Cortes las dos proposiciones siguientes: Primera: «La religión católica, apostólica romana será protegida por leyes conformes a la Constitución.» Segunda: «El tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución.» Modo muy diestro de presentar el asunto a la deliberación de las Cortes, porque nadie podía resistirse fundadamente a votar la primera proposición, ni nadie tampoco negar después la incompatibilidad de la Constitución con el Santo Oficio, como se encontraba establecido en España. Siguiendo este rumbo, los hombres timoratos, pero de buena fe, arreglaban fácilmente con su conciencia asentir al dictamen de la comisión: aquietábanse también los tímidos que, si no escrupulosos, recelábanse del porvenir y ansiaban dar su voto de una manera indirecta y más embozada. Tampoco ponían reparo los ilustrados y de fortaleza, siempre que lograsen su objeto, fuese a las claras o tapadamente. Precauciones tales podían mirarse como nimias y aun sobrado ridículas, quedando ya tan atrás los tiempos en que se ventiló semejante materia. Pero reflexiónese cuáles eran aquellos de dónde se salía, y cómo se habían criado los españoles, hasta los de influencia entonces y que manejaban los negocios públicos. La comisión, procediendo así, dio pruebas de gran tino y circunspección, debiéndose a su andar pausado y firme el triunfo de la razón y de la humanidad afligida. De la decisión de ambas cuestiones, y en especial de la segunda, pendía verdaderamente abolirse o no el Santo Oficio. Así fue que al tratarla se empeñaron los debates, no siendo las que vinieron después más que una secuela y de inferior importancia. Habíase señalado el 5 de enero para abrir la discusión y dar así plausible comienzo al año de 1813. Escaramuzose no poco primero que se entrase plenamente en el asunto, según acontece en materias graves, procurando los que se consideran vencidos interponer de antemano incidentes que alejen la final derrota, o la suavicen y conviertan en más llevadera. Burlados los ardides y desvanecidas las estratagemas, entabláronse los debates con detenimiento y mucha solemnidad. Imposible se hace dar aquí un traslado, ni deslucido siquiera, de lo que fueron, y de su brillo, profundidad y grandeza. Duraron hasta el 23 de enero, solo por lo que respecta a las dos proposiciones insinuadas. Todos los oradores y hombres de cuenta tomaron parte. Los adalides más principales en favor de la Inquisición fueron el señor Inguanzo y el inquisidor Don Francisco Riesco. Casi dos sesiones ocupó el discurso del último orador, verdadero panegírico y defensa completa de aquel tribunal, no desnudo de razones, y fundado algún tanto en la parte de censura que hacía de los tribunales que la comisión deseaba sustituir al del Santo Oficio, y de los que hablaremos más adelante. El señor Inguanzo, sentando doctrinas las más ultramontanas, [Marginal: (* Ap. n. 21-19.)] quejábase del artificio con que la comisión presentaba su dictamen.[*] «Este ataque, [decía] no se presenta de frente, como parece lo pedía la buena fe... Lo que se ha hecho es urdir un plan de proposiciones ambiguas y de cierta apariencia, las cuales, envolviendo sentidos diferentes, den lugar a que se saque por consecuencia y por ilaciones lo que se pretende, y a hacer después un supuesto de la dificultad.» Días adelante respondió a este discurso el eclesiástico Don Joaquín de Villanueva, [Marginal: (* Ap. n. 21-20.)] quien dio autoridad a sus palabras empezando por [*] asentar que le «habían honrado con su amistad cinco inquisidores generales y otros respetables ministros e individuos de la Inquisición»; pues suponíase haber hallado el orador poderosos motivos de desengaño, cuando a pesar de tales conexiones se declaraba tan opuesto a la permanencia de aquel tribunal. Usó el señor Villanueva en su discurso de ironía amarga, lanzando tiros envenenados contra el señor Inguanzo en tono humilde y suave, la mano puesta en el pecho, y los ojos fijos en tierra, si bien a veces alzando aquella y estos, y despidiendo de ellos centelleantes miradas, ademanes propios de aquel diputado cuya palidez de rostro, cabello cano, estatura elevada y enjuta, y modo manso de hablar recordaban al vivo la imagen de alguno de los padres del yermo; aunque, escarbando más allá en su interior, descubríase que, como todos, pagaba tributo de flaquezas a la humanidad, las que asomaban en la voz y gesto al enardecerse o al estar el orador seguro de su triunfo. [Marginal: (* Ap. n. 21-21.)] En uno de los pasajes de su arenga, aludiendo al mencionado señor Inguanzo, decía:[*] «Como algunos señores sencillamente creyeron no injuriar a la comisión de Constitución, salvando la intención con que suponen haber caído en herejías y errores la mayoría de sus individuos, así yo guardándome de tratarlos a ellos de calumniadores, atribuyo sus falsedades a olvido de los primeros elementos del derecho público, civil y eclesiástico. ¡Ojalá pudiera desentenderse la caridad cristiana de lo que en este caso le corresponde! Pues siendo tan católica como la fe, prohíbe estrechamente la osadía y la ligereza de los que sin causa y contra toda razón denigran la doctrina de personas más sabias que ellos y no menos católicas... Espántame [siempre contra el señor Inguanzo] sobre todo el furor con que se asegura que si debe protegerse la religión conforme a la Constitución, no puede o no debe ser protegida la santa Iglesia... No dijera más Celso ni Juliano el apóstata...» De este modo, con tiento de blanda mano, profundiza y hiere el devoto allí donde al parecer solo acaricia o palpa. Algunas sesiones antes de haberse pronunciado este discurso, articuló otro el señor Mejía, esmerado y de los más selectos entre los muchos buenos que salieron de los labios de aquel diputado. No le fue en zaga el del digno eclesiástico Ruiz Padrón, sustentando constantemente el dictamen de la comisión los señores Muñoz Torrero, Espiga y Oliveros, también eclesiásticos, con copia de doctrina, cúmulo de razones, y manteniendo el predominio de la verdad por medio de la persuasión más viva. Al fin votáronse y se aprobaron las dos proposiciones de la comisión; ganándose la segunda, que realmente envolvía la destrucción de la Inquisición, por 90 votos contra 60 en el día 22 de enero. Desplómose así aquel tribunal, cuyo nombre solo asombraba y ponía aún espanto. Se pasó en seguida a tratar de lo restante del dictamen de la comisión, que debía adoptarse, según esta, después de aprobadas las dos proposiciones de que acabamos de hablar. Reducíase lo propuesto a un proyecto de decreto sobre tribunales protectores de la religión; manera de cobertizo que buscaba la comisión para guarecerse de la nota de irreligiosa y de las censuras que le preparaban los hombres interesados y de mala fe, o los fanáticos y de menguado seso. Comprendía el proyecto dos capítulos. En el 1.º se trataba del restablecimiento en su primitivo vigor de la ley 2.ª, título 26 de la partida 7.ª para las causas de fe, y del modo de proceder en estos juicios según varios trámites y variaciones que especificaba la comisión; y en el 2.º, de la prohibición de los escritos contrarios a la religión. El restablecimiento de la ley de partida era providencia oportuna y muy sustancial en cuanto dejaba expeditas las facultades de los obispos y sus vicarios para proceder con arreglo a los cánones y derecho común, sin confundirlas con las de los jueces a quienes incumbía imponer las penas. Así estaban divididas las dos potestades, y tenían los acusados todas las defensas y patrocinio que la ley concede en los delitos comunes. Sin duda rigurosas y de tiempos bárbaros eran las penas de las partidas contra los herejes; pero, además de estar ya aquellas en desuso, indicaba la comisión, en el modo mismo de extender su artículo, que se modificarían. Nuevos debates se empeñaron sobre este proyecto de decreto. Aprobose con gran mayoría el primer artículo, que comprendía el restablecimiento de la ley de partida, siendo muy señalado el discurso que en su favor y en apoyo de la jurisdicción episcopal pronunció el diputado eclesiástico Serra, venerable anciano, de saber tan profundo en materias sagradas como excesiva su modestia y grande su compostura. Los demás artículos del primer capítulo de dicho decreto siguieron discutiéndose, y se aprobaron todos los que favorecían la defensa de los reos, al paso que no se admitieron dos de ellos, según los cuales se formaba en cada diócesis una especie de tribunal de fe compuesto de los cuatro prebendados de oficio de la iglesia catedral. Este pensamiento habíanlo sugerido los diputados jansenistas que ocupaban asiento en las Cortes; y se unieron para reprobarle el partido jesuítico y el de los inclinados a opiniones más filosóficas, que en otras ocasiones andaban siempre muy desunidos. Pasó con poca variación y no discusión larga el 2.º capítulo del proyecto que hablaba de la prohibición de los escritos contrarios a la religión, limitados por la ley de la libertad de la imprenta a solo aquellos que tocasen al dogma y a puntos de la disciplina universal de la Iglesia. Mejorábase aun en este caso la suerte de los autores, poniéndose freno a la arbitrariedad o engaño en que pudieran incurrir los ordinarios eclesiásticos. [Marginal: Decreto de abolición de la Inquisición y manifiesto de las Cortes.] Concluyose la discusión de tan importante asunto el 5 de febrero; mas no se promulgó el decreto hasta el 22 del propio mes, ya con el objeto de extenderle conforme a lo aprobado, y ya también con el de escribir un manifiesto exponiendo los fundamentos y razones que habían tenido las Cortes para abolir la Inquisición y sustituir a ella los tribunales protectores de la fe; el cual juntamente con el decreto debía leerse por tres domingos consecutivos en las parroquias de todos los pueblos de la monarquía antes del ofertorio de la misa mayor. Así lo había propuesto el señor Terán con el mejor deseo, y así lo habían determinado las Cortes sin prever las malas consecuencias que pudiera acarrear semejante resolución, como en efecto las acarreó, según referiremos más adelante. El decreto aprobado llevó el título o epígrafe de _decreto de abolición de la Inquisición, y establecimiento de tribunales protectores de la fe_; estampándose como primeros artículos las dos proposiciones que habían sido discutidas y aprobadas con antelación y separadamente, y eran el tiro más cierto de destrucción y ruina despedido contra el Santo Oficio. Inmarcesible gloria adquirieron por haber derribado a este las Cortes extraordinarias congregadas en Cádiz. Paso previo era su abolición a toda reforma fundamental en España; resultando, si no, infructuosos cuantos esfuerzos se hiciesen para difundir [Marginal: (* Ap. n. 21-22.)] las luces y adelantar en la civilización moderna.[*] No consistía el principal daño de la Inquisición en sus calabozos y en sus hogueras: obraba así tiempos atrás cuando también se quemaba y perseguía en Alemania, en Inglaterra, en Francia, y lo mismo entre católicos que entre protestantes. Consistía, sí, en ser una magistratura clerical, uniforme, sola, omnipotente, armada de la excomunión y los tormentos; cuyas inalterables máximas pugnaban por cerrar la puerta al saber y cortar los vuelos al entendimiento en todas las épocas, del mismo modo y en cualesquiera ángulos del reino, sin variación sensible ni por la serie progresiva de los años, ni por la mudanza de los individuos; debiendo aquella institución, según su índole, mantenerse perpetuamente, y continuar siendo opresora tenaz de la razón y tirana del hombre hasta en el retirado asilo del pensamiento. [Marginal: Reforma de conventos y monasterios.] Durante estos meses, y conforme se fueron evacuando las Andalucías y gran parte del país ocupado, tratose largamente en el gobierno y en las Cortes de las providencias que convenía adoptar acerca de las comunidades religiosas. Hemos visto cómo las había suprimido Napoleón en parte, y después José en su totalidad. Coyuntura por tanto favorable esta, ya que no para extinguirlas absolutamente, a lo menos para reformarlas con arreglo a los primitivos institutos de muchas de ellas, y a lo que reclamaban con todo empeño la índole de los tiempos y la conveniencia pública. Aunque siguió España el mismo camino que los otros países de la cristiandad en el establecimiento y multiplicación de los monasterios y conventos, hubo en ella particulares motivos para que se aumentasen, en especial a últimos del siglo XVI y principios del inmediato. La superstición que el Santo Oficio y la política de nuestros monarcas esparció en aquella sazón sobre toda la haz del reino, el crecimiento de capitales atesorados en América e invertidos con larga mano en dotar establecimientos piadosos en expiación a veces del modo como se adquirieron, y por la dificultad también de hallar, si no, imposiciones seguras y lucrativas; la diligencia y apresuramiento con que se agolparon a vestir el hábito religioso las clases inferiores, atraídas por el cebo de cautivar la veneración de la muchedumbre y lograr entrada y aún poderoso influjo en las moradas de los grandes y hasta en los palacios de los reyes; estas causas juntas concurrieron a engrosar aquella avenida de fundaciones que, saliendo de madre, inundó el suelo peninsular de conventos y monasterios, de santuarios y ermitas, con séquito de funciones y aniversarios, de hermanos y cofrades que, ahogando la reproducción útil, dejaron brotar casi exclusivamente punzantes y estériles matorrales no menos dañosos al estado que al verdadero culto. Entonces fue cuando se introdujo con frecuencia en los testamentos la extraña cláusula de que se _dejaba por heredera a su alma_; queriendo significar por esto que se daba a la Iglesia cuanto se poseía, con el objeto de que se emplease todo en _misas y obras piadosas_. No impidió, sin embargo, eso el que se clamase constantemente en España contra las donaciones excesivas hechas al clero, y contra la multiplicación de casas religiosas. Hiciéronse peticiones acerca de la materia por las Cortes en el siglo XVI, [Marginal: (* Ap. n. 21-23.)] diciendo las de Valladolid de 1518 [*] que, si no se ponía coto a ese género de adquisiciones, _en breve tiempo sería todo del estado eclesiástico secular y regular_. Manifestaron los daños que de ellas se seguían los escritores del mismo tiempo y de los posteriores, los Sanchos de Moncada, los Martínez de Mata, los Navarretes. [Marginal: (* Ap. n. 21-24.)] Conocida es la representación [*] de la universidad de Toledo, hecha en 1618 a la junta formada por el duque de Lerma para examinar los medios de restablecer la nación; en la cual, hablando del aumento del estado eclesiástico, dícese: «hoy se ve que no habiendo la mitad de gente que solía, hay doblados religiosos, clérigos, estudiantes, porque ya no hallan otro modo de vivir...» [Marginal: (* Ap. n. 21-25.)] No menos conocida es también la famosa consulta [*] del Consejo de 1619, en cuyo contexto, entre los varios recursos que se excogitan para aliviar los males de la monarquía, se indica como uno de ellos el «que se tenga la mano en dar licencias para muchas fundaciones de religiones y monasterios...» con otras reflexiones muy oportunas al asunto, añadiendo que, aunque para los regulares sea aquel camino el «mejor y más seguro y de mayor perfección, para el público venía a ser muy dañoso y perjudicial.» De las Cortes del reino, que en el propio siglo representaron vigorosamente sobre lo mismo, [Marginal: (* Ap. n. 21-26.)] señaláronse las convocadas en Madrid,[*] año de 1626, por Felipe IV, explicándose los procuradores en esta sustancia: «Que se tratase con más veras de poner límite a los bienes que se sacaban cada día del brazo seglar al eclesiástico... Que las religiones eran muchas, los mendicantes en exceso, y el clero en grande multitud. Que había en España 9088 monasterios, aun no contando los de monjas [número que nos parece harto exagerado]. Que iban metiendo poco a poco con dotaciones, cofradías, capellanías o con compras a todo el reino en su poder. Que se atajase tanto mal. Que hubiese número en los frailes, moderación en los conventos, y aún en los clérigos seglares. Que siendo menos vivirían más venerados y sobrados, y no habría nadie que juzgase por impío y duro aquel remedio, del cual mirase resultar mayor defensa y reverencia de nuestra patria y religión.» Y si de este modo se expresaban ya nuestros antepasados en siglo tan cubierto de herrumbre supersticiosa, ¿podría esperarse menos de Cortes reunidas en la era actual, y después de los sacudimientos sobrevenidos en la nación? [Marginal: (* Ap. n. 21-27.)] Computábanse antes de 1808,[*] en España, 2051 casas de religiosos y 1075 de religiosas, ascendiendo el número de individuos de ambos sexos, inclusos legos, donados, criados y dependientes, a 92.727. Con la invasión, y las providencias del emperador francés y de José, los más de aquellos establecimientos habían desaparecido, subsistiendo solo en los puntos que se mantuvieran libres, o en donde la ocupación no había sido duradera. Favorecía mucho al gobierno legítimo semejante estado de cosas; y fácil le era adoptar cualquiera medida que juzgase prudente y discreta para impedir la repoblación de todas las casas religiosas, mayormente hallándose muchas destruidas, y destinadas otras a objetos de pública utilidad. A esto se enderezaba el prevenido ánimo de las Cortes, cuando, al dar en 17 de junio de 1812 un decreto sobre confiscos y secuestros, dispusieron estas, en el artículo 7.º, «que tendría lugar el secuestro y la aplicación de frutos a beneficio del estado cuando los bienes, de cualquiera clase que fuesen, pertenecieran a establecimientos públicos, cuerpos seculares, eclesiásticos o religiosos de ambos sexos, disueltos, extinguidos o reformados por resultas de la invasión enemiga, o por providencias del gobierno intruso; entendiéndose lo dicho con calidad de reintegrarlos en la posesión de las fincas y capitales que se les ocupasen, siempre que llegara el caso de su restablecimiento; y con calidad de señalar, sobre el producto de sus rentas, los alimentos precisos a aquellos individuos de dichas corporaciones que, debiendo ser mantenidos por las mismas, se hubiesen refugiado a las provincias libres, profesasen en ellas su instituto, y careciesen de otros medios de subsistencia.» La ejecución puntual de este artículo efectuaba insensiblemente, y de un modo hasta plausible, la reforma del clero regular, que pudiera haberse verificado en términos más o menos latos, según lo consintiesen el bien del estado y las necesidades del culto; alcanzándose tan deseado fin, ya que no por senda corta y derecha, a lo menos por rodeos y serpenteando, como sucedió en lo de la Inquisición y en otras materias en que procedieron aquellas Cortes muy cuerda y previsoramente. Tocaba a la Regencia el desempeño cabal de semejante cuidado, y dio en realidad muestra de ser tal su designio, mandando a los intendentes, en una instrucción que circuló en agosto, cerrasen los conventos y tomasen oportunas medidas para estorbar el deterioro de los edificios y sus enseres, que debían quedar a disposición del gobierno. Mas, desgraciadamente, no persistió la Regencia en tan acertado propósito, cediendo al clamor de muchos religiosos, y de algunos pueblos que pedían su restablecimiento, o más bien llevada de su propia inclinación, después que el conde del Abisbal cedió el puesto a Don Juan Pérez Villamil, sostenedor activo y centro firme de los desafectos a novedades. Antes del advenimiento al mando del Don Juan, ya la Regencia, incierta sobre lo que convenía determinar, había acudido a las Cortes pidiendo manifestasen cuáles eran sus intenciones en asunto de tal entidad. La comisión de hacienda opinó se llevase adelante lo prevenido en el artículo 7.º del citado decreto sobre confiscos y secuestros, y lo que la Regencia misma había mandado a los intendentes en la instrucción de agosto, encargando además a esta que propusiese todo lo que «conceptuase conveniente a la utilidad pública y al verdadero interés de los regulares.» Atinado dictamen que abría las zanjas de una reforma progresiva y lenta. Mas detúvose, en 18 de septiembre de este año de 1812, la aprobación de lo que la comisión indicaba, poniéndose de por medio algunos diputados patrocinadores de los religiosos, y entre ellos Don Joaquín de Villanueva, quien consiguió empantanar el asunto introduciendo en la discusión otras proposiciones que, si bien se dirigían a la reforma de los regulares, favorecían igualmente su restablecimiento y conservación. Muchos pensaron que el Villanueva se entendía en secreto con la Regencia. Los debates no se renovaron hasta el 30 del propio septiembre, en cuyo día pasó a las Cortes el ministro de Gracia y Justicia una memoria acerca de la materia, acompañada de una instrucción compuesta de 19 artículos, bien extendida en lo general, y encaminada a un nuevo arreglo y disminución de las comunidades religiosas. Recogió en consecuencia sus proposiciones el diputado Villanueva, y se decidió pasase todo el expediente a tres comisiones reunidas; ideada traza de dilatar la resolución final, y de dejar a la Regencia más desembarazada para que por sí, a las calladas y sucesivamente, permitiese a muchos regulares volver a ocupar sus conventos so pretexto de ser necesarios en los pueblos, faltos los fieles de auxilios espirituales. Así sucedió: mientras que negocio tan grave estaba aún pendiente en las Cortes, y sobre todo después que se traslució que las comisiones reunidas se inclinaban a una reforma algo lata, empezó la Regencia a permitir el restablecimiento de varios conventos, y a fomentar bajo de mano la pronta ocupación de otros; siendo de notar circulase estas disposiciones por conducto del ministerio de hacienda, diverso de aquel en que había radicado el expediente, y era el de Gracia y Justicia. Especie de dolo, ajeno de una potestad suprema, que excitó enojo en las Cortes y reñidos debates. Vino a disculparse en ellas Don Cristóbal de Góngora, entonces ministro interino de hacienda, quien en la sesión del 4 de febrero de 1813, sacando a plaza con poco pulso las desatentadas providencias del gobierno, acreció la irritación en vez de apaciguarla. Las comisiones encargadas de informar acerca del expediente general habíanle estado meditando largo tiempo, y no antes de enero habían presentado su parecer a las Cortes. Proponían en él una reforma equitativa y bastante completa del clero regular, sin que por eso ni aun entonces cejase la Regencia en dar su consentimiento para que se restableciesen varias casas religiosas; no descuidándose en solicitarle los interesados, sabedores del golpe que los amagaba, y de la propensión favorable que hacia ellos tenía el gobierno de Cádiz. El haber mandado este se expidiesen las órdenes por la secretaría de hacienda, no tanto pendía de que estuviesen aquellos establecimientos a la disposición del mencionado ramo en calidad de bienes nacionales, cuanto de ser más aficionado su jefe a la repoblación de los conventos que no su compañero, el de Gracia y Justicia, Don Antonio Cano Manuel, quien lidiaba en sentido opuesto, trocada así la índole respectiva de ambos ministerios; pues parecía más propia de la del primero querer la reforma de regulares, productora de medios, que de la del segundo, no ganancioso con la desaparición de instituciones de mucho valer que corrían bajo su dependencia. Entre los flojos descargos que alegó Don Cristóbal de Góngora en respuesta a las fundadas y vigorosas razones que le presentaron en la sesión indicada los diputados García Herreros y Traver, graduose a primera vista como de alguna fuerza el de que la Regencia se había visto obligada a obrar así por el espectáculo lastimoso que se presentaba en los pueblos de andar los religiosos a bandadas sin encontrar asilo en donde recogerse. Mas, bien examinado este descargo, carecía de fundamento lo mismo que todos los otros, porque si en realidad era tan desgraciada la suerte de los exclaustrados, ¿qué causa impedía auxiliarlos, según estaba prevenido, echando mano de las rentas de los mismos conventos, y bastando las de los ricos con muchas sobras a sufragar, no solo los gastos suyos, sino los de los que se consideraban pobres? ¿No era preferible semejante medio al de permitir se apoderasen de las casas y los bienes, antes de decretar la conveniente reforma? Pues, o esta no se verificaba entonces, y patentes daños resultarían para el estado y aun para la Iglesia; o si después, claro era que mayores obstáculos se ofrecerían, y mayor y más doloroso el sacrificio pedido a los regulares. Y por otra parte, ¿probábase de un modo cierto que la suerte de los exclaustrados fuese tan aciaga y mísera? ¿Imploraban la piedad de los fieles públicamente y de montón durante el dominio de los franceses? No. ¿Osaron aparecer vestidos con el hábito de religioso? Menos aún. Y ¿en qué consistía diferencia tan notable? En que el gobierno de José, vigoroso con el auxilio extranjero, y no protector de aquellas casas, estorbaba se representasen escenas tales de puro escándalo, al paso que la Regencia y sus autoridades las aplaudían y quizá las preparaban, rebuscando pretextos de restablecer sin mesura y tasa las comunidades religiosas. No se diga motivó la vista repentina de tantos frailes en las ciudades y poblaciones evacuadas el que se agolparon a ellas los residentes en las libres, porque pocos y muy contados fueron los que abandonaron su domicilio ordinario: habíanse los más quedado en sus respectivos distritos. Ni durante aquel tiempo se oyó hablar de sus apuros y extremada escasez: todos o los más tuvieron modo de subsistir honesto. Y ¿era imposible ahora lo que entonces no...? ¿Escaseaba de proporción el gobierno legítimo para suministrarles el debido sustento y una decente manutención, dueño de los muchos recursos que en sus manos ponía la suspensión mandada de repoblar semejantes establecimientos? Tampoco pedían eso los vecinos de los países desocupados, ni siquiera pensaban en ello los más. Acordámonos que en los dominados mucho tiempo por el invasor habíanse las gentes desacostumbrado en tan gran manera a ver el hábito religioso, tan venerado antes, que los primeros regulares que se pasearon así vestidos en las poblaciones grandes como Madrid y otras, tuvieron que esconderse para huir de la curiosidad y extrañeza con que los miraba y seguía el vulgo, en particular los muchachos que nacieran o habían crecido durante la ocupación francesa. Por tanto, las peticiones sobre restablecer las comunidades procedieron tan solo de manejos de los ayuntamientos o de algunos interesados, siéndole muy fácil al gobierno patentizar tales amaños para caminar en seguida con paso firme a la reforma prudente de los regulares, y de modo que, cubriendo las justas necesidades de estos, no se viesen desatendidos ni los intereses del estado ni los del culto. Pero restablecidas ya varias casas, y tomadas por la Regencia otras providencias, ofrecía obstáculos retroceder y desbaratar lo hecho, según querían las comisiones reunidas. Por lo tanto, pidiose a las mismas nuevo dictamen, que dieron en 8 de febrero y aprobaron las Cortes en sesiones sucesivas, promulgándose de resultas un decreto acerca de la materia en 18 del propio mes. Considerósele a este como provisional y sin perjuicio de las medidas generales que en adelante pudieran adoptarse. Las del actual decreto eran en sustancia: 1.º: Permitir la reunión de las comunidades consentidas por la Regencia, con tal que los conventos no estuviesen arruinados, y vedando pedir limosna para reedificarlos. 2.º: Rehusar la conservación o restablecimiento de los que no tuviesen 12 individuos profesos. 3.º: Impedir que hubiese en cada pueblo más de uno del mismo instituto. Y 4.º: Prohibir que se restableciesen más conventos, y se diesen nuevos hábitos hasta la resolución del expediente general. A pesar de que a algunos parecerán mancas y no bastantes para su objeto tales resoluciones, seguro es que si se hubieran puesto en práctica con tesón, y cumplido a la letra durante sucesivos años el decreto que las comprendía, la reforma del clero regular hubiérase verificado ampliamente y por medios suaves. Pero la mano destruidora del bien que, empuñando en 1814 una aguzada y cortante hoz, la extendió a ciegas y locamente sobre todas las providencias que emanaron de las Cortes, tampoco olvidó esta, y la segó muy por el pie. [Marginal: Mudanza de la Regencia y sus causas.] A otras mudanzas también de entidad dieron origen estas reformas de la Inquisición y los regulares. Debe contarse como la más principal la remoción de la Regencia que gobernaba entonces la monarquía. Casi nunca conforme en sus procedimientos con los deseos de las Cortes, desviose cada vez más y se apartó, si cabe, del todo, luego que Don Juan Pérez Villamil ocupó el puesto que dejó vacante por dimisión voluntaria el conde del Abisbal, lo cual, habiendo ocurrido en septiembre de 1812, coincidió con los importantes acontecimientos que sobrevinieron en la propia sazón. Íbase en ella desembarazando de enemigos nuestro territorio, tocando al gobierno en ocasión tan crítica obrar con el mayor pulso, y bien le era menester cuando de nada menos se trataba que de plantear la administración en todas sus partes, introducir las nuevas leyes, apaciguar las pasiones, recompensar servicios, aliviar padecimientos, echar un velo sobre extravíos y errores, y ganar en fin las voluntades de todos, usando de suavidad con unos y de firmeza con otros. Requeríase para ello maestría suma, el tino de hombres resueltos y probados, que supiesen sobreponerse a las preocupaciones y exageradas demandas de partidos extremos y resentidos. Tres eran estos en los pueblos evacuados: el del rey intruso, el de los opuestos a las reformas, y el de sus amigos y defensores. No muy numeroso el primero, tenía sin embargo raíces, no tanto por afición, cuanto por el temor de que, ahondando en vidas pasadas, se descubriesen compromisos, aun en donde ni siquiera se recelaban: dolencia que acompaña a las disensiones largas y domésticas. Era de todos el segundo partido el más crecido y fuerte, y en el que si bien muchos anhelaban por reformas respecto del gobierno antiguo, no las querían amplias, ni tan allá como las Cortes, desfavoreciendo a estas el que se asemejasen varias de sus mudanzas a otras de José, no permitiendo a veces los intereses individuales y los apasionados afectos de aquellos tiempos distinguir la diferencia que mediaba entre ambas autoridades de tan opuesto origen. Aunque más circunscrito el partido tercero y último (el de los amigos de las reformas) era su influjo grande y su pujanza mucha, abanderizándose generalmente en él la mocedad y los hombres ilustrados, que tenían a las Cortes por apoyo y principal arrimo. En vez la Regencia de mostrarse desnuda de aficiones, declarose casi abiertamente por los enemigos de las reformas, tirando a incomodar a los comprometidos con José, y desatendiendo indebidamente a los que pertenecían al tercer partido; por lo cual, estribando su política en medidas exclusivas y de intolerancia, adolecieron sus providencias de este achaque y de inclinaciones parciales. El nombramiento de empleados y jueces, asunto difícil siempre y en tales crisis muy arduo, tachose, y en general fundadamente, de desacertado, escogiendo hombres poco discretos que atizaban el fuego en lugar de apagarle, y desunían los ánimos lejos de concordarlos. Nacieron de aquí universales quejas, hijas algunas de males reales, muchas, como acontece, de imaginarios o muy ponderados, a que daban plausible pretexto el desacuerdo y desvaríos de la Regencia, poco cauta en su conducta, y nada cuidadosa de evitar se le atribuyesen las desgracias que procedían de trastornos anteriores, como tampoco de moderar las esperanzas sobrado lisonjeras que se formaban los pueblos con la evacuación enemiga. Cosa en que deben reparar mucho los repúblicos advertidos, porque la muchedumbre irrefleja, propensa en demasía a esperar venturas y a que se cicatricen añejas llagas con solo cambiar de gobierno, enfurécese al verse chasqueada y se desalienta en igual proporción y en contrario sentido de aquello mismo que primero le daba bríos. Al ruido de las representaciones y lamentos desatentada la Regencia, antes de examinar bien el origen de ellos y de apurar si provenían de determinaciones equivocadas o de desmaño y manejos torcidos de sus empleados, o bien de males inherentes a los tiempos, o si de todo junto, para ir aplicando los convenientes remedios sin espantarse ni inclinar su balanza a uno ni a otro lado; atropellose, y achacando a las trabas que se ponían al gobierno por las nuevas instituciones los desmanes y osadía de muchos y la culpa del desasosiego y daños que aquejaban a los pueblos, pidió a las Cortes se suspendiesen varios artículos de la Constitución. Error grave querer suspender en parte aquella ley apenas planteada, que gozaba de popularidad, y cuyos efectos ventajosos o perjudiciales no podían todavía sentirse. Sirvió de particular motivo para la demanda una conspiración descubierta, según se contaba, en Sevilla contra las Cortes y la Regencia, habiéndose de resultas formado causa a varios individuos, para cuya prosecución pronta y fácil exigíase a dicho del gobierno la suspensión de ciertos artículos constitucionales, entre los que estaban comprendidos algunos que no pertenecían a la dispensa de formalidades que, en los procesos y en determinados casos, consentía la nueva ley fundamental, sino a otras disposiciones de más sustancia. Las Cortes no accedieron a la demanda de la Regencia por no creer fuese grave la conspiración denunciada, y tener sospechas de que se abultaba su importancia para arrancar de ellas el consentimiento apetecido. No muy satisfechas ya desde antes del proceder del gobierno, quedáronlo aún menos con este incidente, entibiándose la buena avenencia entre ambas autoridades, y aumentándose la discrepancia, que rayó en aversión de resultas del asunto de los frailes, cuyos trámites y final remate por el propio tiempo hemos referido ya. En consecuencia, no desperdiciando coyuntura las Cortes de hostigar al gobierno, ofrecióseles una oportuna con motivo de discutirse el dictamen de cierta comisión encargada del examen de memorias presentadas por los secretarios del despacho, en que cada uno daba cuenta del estado de sus respectivos ramos. Aparecieron los ministros durante los debates en mala y desgraciada postura, trayéndolos los diputados a mal traer con preguntas y réplicas. El de la guerra, Don José Carvajal, que vimos desafortunado y de fofo y mermado seso allá en Aragón, fingiose malo por no comparecer, y los de hacienda y estado Don Cristóbal Góngora y Don Pedro Gómez Labrador tampoco representaron lucido papel, escasos de razones y confundiendo o desfigurando los hechos en sus discursos. Como individuo de la comisión díjoles el conde de Toreno, [Marginal: (* Ap. n. 21-28.)] entre otras cosas, en la sesión de 7 de febrero:[*] «El dictamen de la comisión está reducido a dos puntos: examen de las memorias de los secretarios del despacho, acompañado de las reflexiones que han parecido oportunas, y su dictamen particular, deducido del juicio que de ellas ha formado. Las memorias y discursos de los secretarios del despacho fueron provocadas por unas proposiciones del señor Argüelles aprobadas por el Congreso, y pasadas a la Regencia para que contestase a ellas. Cuatro son las proposiciones... La primera se dirigía a averiguar las providencias adoptadas por la Regencia para levantar y organizar ejércitos, particularmente en las provincias de Andalucía, Extremadura y las dos Castillas; la segunda, a las medidas que hubiese tomado para recoger los efectos abandonados por el enemigo; la tercera enderezábase a saber la opinión de la Regencia sobre las causas que habían producido la disminución y deplorable estado del ejército de Galicia; y la cuarta, la confianza que le inspiraban los jefes políticos enviados a las provincias. Quiere decir que tres de las cuatro proposiciones inmediata y directamente hablan de la parte militar, y así es que el secretario del despacho de la Guerra dio un informe más extenso que los demás compañeros suyos. Siento que la indisposición que ha acometido a este señor le impida asistir al Congreso, pues nos podría ilustrar sobre las contradicciones que aparecen en su memoria, deshacer las equivocaciones en que haya incurrido la comisión, y satisfacer a los reparos y réplicas que de nuevo se nos ofrecía hacerle. Reproduciré algunos de los puntos más esenciales, ya para que si se hallan instruidos tengan a bien respondernos los secretarios del despacho que se hallan presentes, ya también para que los diputados con todo acuerdo apoyen o impugnen a la comisión. Con dolor ha encontrado esta, al examinar la parte de guerra, un desorden que no era concebible. No se halla, ni se espere hallar, una organización vasta y perfecta que abrace la distribución de ejércitos, el repartimiento de su fuerza, el número de divisiones de que debiera constar cada uno, la proporción entre las respectivas armas de caballería, infantería y artillería; no la relación indispensable y necesaria entre los gastos de su manutención y los medios con que se contaba; no orden en la parte de hacienda militar; no una táctica uniforme y fija; no, nada de esto; tal vez parecería demasiado; pero ni siquiera se ha pensado en la menor de estas cosas: por lo que resulta de la memoria del secretario del despacho, providencias escasas y descosidas, abandono en su misma ejecución, y una inconexión tan grande entre ellas que solo puede ser hija del descuido más culpable. La comisión se ha hecho cargo de las circunstancias en que la nación se ha visto; ofrecían grandes obstáculos para seguir una misma regla en todas las provincias; pero no cree que impidiesen adoptar en unas un plan fijo, y en otras acomodarlo a las variaciones que dictase su posición. Además, después que la España se ha ido evacuando, ¿qué causas estorbaban el haber meditado un plan general para estas provincias del mediodía? ¿Qué el tener un sistema arreglado en Galicia, provincia extensa y de recursos, y que afortunadamente se halla libre de enemigos hace tanto tiempo?... La falta de medios es la queja más frecuente del secretario del despacho de la guerra para cubrir el desorden que se nota; pero ¿cómo nos podrá persuadir de su verdad cuando el gobierno procura por todos los medios aumentar el número de hombres de los ejércitos, los que, según la memoria de este secretario, han recibido un incremento considerable desde el mes de febrero del año pasado acá? Pues, ¿cómo la Regencia acrecentaría este número, si no fuera porque antes había consultado los medios con que contaba? Y ¿cómo entonces se lamenta de su escasez el secretario del despacho? Una de dos, o este señor se equivoca, o la Regencia procedió ligeramente, cuidándose solo de amontonar hombres que nominalmente, y nada más, reforzasen nuestros ejércitos. La comisión en su informe ha desentrañado bien esta cuestión...» Omitimos otros pormenores del citado discurso y del rumbo que la discusión llevó, por no apartarnos demasiadamente de nuestro propósito. Pero en ella trazose un cuadro fiel, si bien lóbrego y de tintas muy pardas, del estado administrativo de la nación, de que fueron causa descuidos de la Regencia, los estragos e índole de la guerra, y, antes que todo, el atraso y escasez entre nosotros de conocimientos prácticos de verdadera y bien entendida administración: los cuales se alcanzan tarde aun en los países más cultos, engañados los hombres al estallar de los trastornos políticos con el falso halago de teorías nuevas, en apariencia perfectas, aunque en realidad defectuosas; y llegándose solo a razón poco a poco y después de muchas caídas. Tenían estas que ser mayores y más frecuentes en España, nación rezagada, en donde los ministros, por ilustrados que sean, vagarán errantes todavía durante años, faltos de buena ayuda o circuidos tan pronto de hombres meramente especulativos, tan pronto de empleados antiguos llenos de preocupaciones y añejos estilos; siendo de advertir, además, que los experimentos en semejante materia son casi siempre costosos, y muy contingentes en sus resultas por rozarse en la aplicación con los intereses más esenciales de toda sociedad humana, y hasta con su vida y andar habitual. Pero la discusión suscitada perjudicó al gobierno en la opinión, y acreciéronse entre él y las Cortes los disgustos y sinsabores, a punto que se creía próximo un rompimiento desagradable y ruidoso. Y no faltó quien sospechase irían las cosas muy allá, suponiendo en la Regencia, o en alguno de sus individuos, la mira siniestra de destruir las Cortes, o de tomar por lo menos providencias violentas con los principales caudillos del partido liberal. Daban para ello pie indiscreciones de amigos de la misma Regencia, artículos amenazadores de periódicos que la defendían, conversaciones livianas de alguno de sus ministros, tanteando el modo de pensar de ciertos jefes de la guarnición; también el acercarse al Puerto de Santa María tropas, bajo pretexto de que se fuera formando el ejército de reserva llamado de Andalucía, y, en fin, la presencia allí del conde del Abisbal, a quien se le consideraba ofendido por su salida de la Regencia, y capaz de meterse en cualquier empeño, por arrojado que fuese, con tal que satisficiese rencorosos enojos; y eso que no se le tachaba aún de veleidoso y mudable, ni con justicia podía comparársele entonces, como quizá después, a aquel Planco, [Marginal: (* Ap. n. 21-29.)] de quien los antiguos dijeron que era [*] _morbo proditor_. Traía muy alterados los ánimos la coincidencia de tales hechos, llegando a su colmo el desasosiego y la inquietud de los liberales al cundir la nueva, en la noche del 7 de marzo, de que Don Cayetano Valdés, gobernador de Cádiz, acababa de ser exonerado de su puesto por la Regencia, acto que se miró como precursor de violencias, e indicante de que se quería seguir por el escabroso y ahora olvidado sendero de lo que antes se llamaba _razón de estado_. Confirmaba más y más semejante recelo el haber recaído el mando militar y político en Don José María Alós, gobernador de Ceuta, sujeto a quien se tenía entonces por de opiniones del todo opuestas a las del partido reformador, y que habiendo venido a Cádiz pocos días antes y conferenciado largamente con la Regencia, parecía destinado a cumplir órdenes ilegales y de atropellamiento, ya respecto de las Cortes, ya de sus individuos. A lo menos hubo de esto entre los diputados repetidos indicios y aun avisos, los cuales ahora mismo creemos no carecían de fundamento. El Don Cayetano, de quien ya hemos tenido tanta ocasión de hablar honrosamente, infundía en todos confianza ciega, y mientras él permaneciese mandando, nadie temía que la Regencia saltase fuera del círculo de sus facultades, no siendo hombre Valdés de entrar en manejos ni ligas, ni de apartarse del orden legal, y sí solo marino rígido, cortado a la traza y modelo que en nuestra mente formamos de un español antiguo, de un Don Álvaro de Bazán, o de un Antonio de Leyva. Para descubrir la causa primera de la separación de Valdés, será bien volver al asunto de la abolición del Santo Oficio. Dijimos entonces habían decidido las Cortes se leyese en todas las parroquias de la monarquía por tres domingos consecutivos un manifiesto en que se exponían los fundamentos que se habían tenido presentes para decretar dicha abolición; providencia que tomada solo con el buen deseo de ilustrar la opinión de los pueblos, interpretáronla torcidamente los partidarios de la Inquisición, y la miraron como inmoderado e insultante abuso del triunfo obtenido. Con eso, en Cádiz y otros puntos, crecieron cada día más los enredos y maquinaciones de los fanáticos y sostenedores de rancias y falsas doctrinas, ya porque victoriosas las armas aliadas, y libres muchas provincias, despertábase a la esperanza la ambición de todos, ya porque, dando la reforma agigantados pasos, temíanse sus enemigos que si se descuidaban no podrían contener el rápido progreso de aquella, ni avasallar a los que la protegían y le daban impulso. Era centro de semejantes manejos el nuncio de su Santidad, Don Pedro Gravina, hermano del general Don Federico que mandaba la escuadra española en el combate de Trafalgar, y pereció gloriosamente de heridas recibidas allí. Apoyaban al nuncio varios obispos que tenían sus diócesis en provincias ocupadas, y se habían acogido a las libres, señaladamente a Mallorca y Cádiz, e igualmente, aunque por debajo de cuerda, estimulábale a la oposición la misma Regencia, gobernada ahora por Don Juan Pérez Villamil. Que se urdía trama entre individuos del clero contra el decreto de la Inquisición y la lectura del manifiesto, traslucíase por muchas partes; y al fin se tuvieron noticias ciertas de ello por medio de un aviso secreto que recibió el diputado eclesiástico Don Antonio Oliveros, de que se había pasado al cabildo de la catedral de Cádiz cierta circular, haciéndole sabedor de un acuerdo tomado en la misma ciudad entre varios prelados y personas conspicuas para impedir sin embozo la publicación en los templos del citado manifiesto. Directamente también el nuncio ofició [Marginal: (* Ap. n. 21-30.)] sobre ello a la Regencia [*] en 5 de marzo, extendiendo sus reclamaciones hasta contra el decreto mismo de la supresión de la Inquisición, que ofendía [según expresaba] «a los derechos y primacía del romano Pontífice, que la había establecido como necesaria y muy útil al bien de la Iglesia y de los fieles.» Y es de advertir que esta nota se escribió en derechura a la Regencia, y se puso en manos de su presidente, sin remitirla por el conducto regular del ministerio de estado. Requeríase, para la ejecución de lo que se proyectaba, la separación de Valdés, aunque no fuesen tan allá como algunos se imaginaban los aviesos intentos de los maquinadores, y se limitasen solamente a estorbar la lectura del manifiesto y publicación en las iglesias del decreto de abolición del Santo Oficio. Porque Valdés no chanceaba cuando hablaban las leyes, y a él correspondía, como autoridad suprema de Cádiz, hacer que en esta ciudad se cumpliesen las dadas por las Cortes respecto de la Inquisición. Que no era, además, partidario suyo habíalo probado ya felicitando a las Cortes por haberla suprimido, a la cabeza del ayuntamiento gaditano, cuya corporación presidía. Tocaba ser el domingo 7 de marzo cuando en Cádiz debían leerse por primera vez el manifiesto y decretos insinuados. Con los rumores y hablillas que habían corrido, ansiaban todos llegase aquel día, y asombrados quedaron al cundir la noticia, en la noche del sábado 6, de haber la Regencia del reino quitado el mando al gobernador militar y jefe político Don Cayetano Valdés. No tuvo por tanto efecto, en la mañana del domingo, lo providenciado por las Cortes, permaneciendo silenciosos los templos, sin que se leyese en sus púlpitos nada de lo mandado acerca de Inquisición. Tal desobedecimiento alteró sobremanera a los diputados liberales y al público sensato, recelándose muchos fuese cierto que se quería atropellar alevemente a varios individuos de las Cortes; plan atribuido a la Regencia, cuyos malos deseos, por más que se comprimiesen y ocultasen, traslucíanse y reverberaban. Preparados los diputados liberales, creyeron ser coyuntura aquella de arrojarse a todo y jugar a resto abierto. Aguardaron, sin embargo, a que la Regencia se explicase. Llegó luego este caso en la sesión del lunes 8, en que dio parte el ministro de Gracia y Justicia, por medio de un oficio, de tres exposiciones que le habían dirigido el vicario capitular de la diócesis de Cádiz, los curas párrocos de la misma ciudad, y el cabildo de la iglesia catedral; alegando las razones que les habían impedido llevar a debido cumplimiento el decreto de 22 de febrero, que mandaba se leyese en todas las parroquias de la monarquía el manifiesto de la abolición de la Inquisición. Paso descaminado de parte de la Regencia, y por el que resulta contra ella o que obraba de connivencia con el clero, o que carecía de suficiente firmeza para hacer se obedeciesen las determinaciones supremas. Los diputados, que estaban concertados de antemano, pidieron, y así se acordó, que se declarase permanente aquella sesión hasta que se terminase el negocio del día. Habló primero el señor Terán, pronunciando un discurso que conmovió al auditorio, diciendo en contestación a [Marginal: (* Ap. n. 21-31.)] varias razones alegadas por el clero:[*] «¡Ojalá se hubiese tenido siempre presente el decoro y respeto debido a tan santos lugares, y que no se hubiese profanado la casa del Señor y la cátedra del Espíritu Santo, alabando, ¿a quién?... al perverso Godoy; a ese infame favorito, símbolo de la inmoralidad y corrupción que ha precipitado a la nación en un abismo de males!... ¡Profanación del templo por leer el decreto de V. M., cuando hemos visto colocado el inmundo retrato de aquel privado a la derecha del altar mayor!... ¿Cómo no lo rehusaron entonces?... ¡Ah, Señor! El celo y la piedad parece estaban reservadas para oponerse únicamente a las resoluciones soberanas dictadas con toda madurez, y para frustrar las medidas que con la más sana intención proponemos los que nos gloriamos de conocer y amar la verdadera religión, y procuramos en todo el mayor bien de la patria... Señor, yo no puedo más...» Embargaron aquí abundantes lágrimas la voz del orador; lágrimas sentidas que brotaban del corazón, y que produjeron efecto maravilloso, como que no eran fingidas ni de aparato, a la manera de otras que en semejantes casos hemos solido ver. Tomó en seguida la palabra el señor Argüelles, y después de un discurso notable concluyó por formalizar esta proposición. «Que atendiendo a las circunstancias en que se hallaba la nación, se sirviese el Congreso resolver que se encargasen provisionalmente de la Regencia del reino el número de individuos del consejo de estado de que hablaba la Constitución en el artículo 189, agregándole, en lugar de los individuos de la diputación permanente, dos individuos del Congreso; y que la elección de estos fuese en público y nominal.» El artículo de la Constitución que aquí se citaba decía: «En los casos en que vacare la corona siendo el príncipe de Asturias menor de edad, hasta que se junten las Cortes extraordinarias, si no se hallaren reunidas las ordinarias, la Regencia provisional se compondrá de la reina madre, si la hubiere, de dos diputados de la diputación permanente de las Cortes, los más antiguos por orden de su elección en la diputación, y de dos consejeros del consejo de estado, los más antiguos, a saber: el decano y el que le siga, si no hubiere reina madre, entrará en la Regencia el consejero de estado tercero en antigüedad.» Idéntico en nada este caso con el actual, podía solo descubrirse la conformidad entre ambos, o a lo menos la semejanza, atendiendo a la urgencia y sazón del tiempo, y a querer ciertos diputados precaver, madrugando, los malos designios que suponían en la Regencia. Así que aprobose con gran mayoría la proposición del señor Argüelles, si bien no se puso en ejecución más que la primera parte, esto es la de «que se encargasen de la Regencia provisional los tres consejeros de estado más antiguos», suspendiéndose la otra en que se hablaba de diputados, por consideraciones personales y laudables, rehuyendo siempre estos de que se les achacasen miras interesadas en donde no llevaban sino las del bien del estado. [Marginal: Elección de nueva Regencia.] Los tres consejeros de estado más antiguos presentes entonces en Cádiz eran Don Pedro Agar, Don Gabriel Ciscar, y el cardenal de santa María de Scala, arzobispo de Toledo Don Luis de Borbón, hijo del infante Don Luis, hermano que fue del rey Carlos III. A los dos primeros, ya antes regentes, bien que no asistidos de todas las exquisitas y raras prendas que a la sazón requería la elevada magistratura con que se les investía de nuevo, por lo menos teníaseles con razón por leales y afectos a las reformas. Adornaban al cardenal acendrada virtud, juicio muy recto e instrucción no escasa; mas, criado en la soledad y retiro de un palacio episcopal de España, era su cortedad tanta que oscurecíanse casi del todo aquellas dotes, apareciendo a veces pobreza de entendimiento lo que tan solo pendía de falta de uso y embarazo en el trato de gentes. Aunque por antigüedad tercero este en número, escogiósele a propuesta del conde de Toreno para presidente de la nueva Regencia, según lo indicaba la excelsa clase que ocupaba en el estado y su alta dignidad en la Iglesia. [Marginal: Su instalación en 8 de marzo.] Verificados estos nombramientos, y extendidos allí mismo los decretos, comunicáronse sin tardanza las respectivas órdenes. A poco juraron en el seno de las Cortes los tres nuevos regentes, y pasaron inmediatamente a posesionarse de sus cargos. Era ya entrada la noche y hora de las nueve, sereno el tiempo, y rodeados los regentes y los diputados de la comisión que los acompañaba, y en cuyo número nos incluyeron, de una muchedumbre inmensa que poblaba el aire de vítores y aplausos. Instalamos en sus sillas, los que para ello íbamos encargados, a los nuevos regentes, sin que los cesantes diesen señal alguna de resistencia ni oposición. Solo pintose en el rostro de cada cual la imagen de su índole o de sus pasiones. Atento y muy caballero en su porte, el duque del Infantado mostró en aquel lance la misma indiferencia, distracción y dejadez perezosa que en el manejo de los negocios públicos: despecho, Don Juan Pérez Villamil y Don Joaquín Mosquera y Figueroa, si bien de distintos modos: encubierto y reconcentrado en el primero, menos disimulado en el último, como hombre vano y de cortos alcances, según representaba su mismo exterior siendo de estatura elevada, de pequeña cabeza y encogido cerebro. Aunque enérgico, y quizá violento a fuer de marino, no dio señas de enojo Don Juan María Villavicencio, y justo es decir en alabanza suya que poco antes había escrito a los diputados proponedores de su nombramiento que vista la división que reinaba entre los individuos del gobierno, ni él ni sus colegas, si continuaban al frente de los negocios públicos, podían ya despacharlos bien, ni contribuir en nada a la prosperidad de la patria. Casi es por demás hablar del último regente, de Don Ignacio Rodríguez de Rivas, cuitado varón que acabó en su mando tan poco notable y significativamente como había comenzado; debiendo advertirse que al nombrarle de la Regencia, estando todos convenidos en que hubiese en ella dos americanos, no se buscó en la persona del elegido ni en la de Don Joaquín Mosquera otra circunstancia sino la del lugar de su nacimiento; agradando también el que ni uno ni otro se inclinaban a proteger la separación e independencia de las provincias de ultramar, cualidad no común y a veces peregrina en los que allá recibieran el ser. [Marginal: Administración de la Regencia cesante.] Llamaron a esta Regencia la del _Quintillo_, por componerse de cinco y en signo de menosprecio; desestimador siempre suyo el partido liberal, de influjo ya en la opinión y de mucha pujanza. Hubo tres tiempos en su gobernación: el anterior a la llegada de Inglaterra del duque del Infantado, el posterior hasta la salida del conde del Abisbal, y el último que tuvo principio entonces con la entrada de Don Juan Pérez Villamil, y terminó en la separación de la Regencia entera y nombramiento de otra nueva. En el primer periodo no se apartó la antigua del partido reformador que componía la mayoría de las Cortes; en el segundo algún tanto, aunque no aparecía mucho el desvío por ser cabecera y guía el conde del Abisbal, nacido con natural predominio en materia de autoridad y de aventajadas partes para el gobierno a pesar de los lunares que le deslucían. En el tercero saltó a los ojos de todos el desapego, acabando por aversión no disfrazada que acrecía el carácter envidioso y acre de Villamil, contrarrestado en sus inclinaciones y deseos por los dictámenes de las Cortes y sus providencias. Verdad es que en esta sazón salieron de tropel a la escena pública cuestiones graves, origen de mayor discrepancia en las opiniones, y que nacieron de la evacuación de varias provincias, del asunto de la Inquisición y de los frailes, bastante cada uno de por sí para sentar bandera de desunión y de lid muy reñida. Acontécenos, al tener que hablar de la administración de esta Regencia y de sus medidas en los respectivos ramos, lo mismo que en el caso de su antecesora, sobre la cual dijimos que al lado de autoridad tan poderosa como la de las Cortes, disminuíase la importancia de otra, no siendo la misma potestad ejecutiva sino mera ejecutora de las leyes y aun reglamentos que emanaban de la representación nacional, y de cuyo tenor hemos hablado sucesivamente al dar cuenta de las sesiones más principales y sus resultas. Sin embargo, recordaremos ahora algunos puntos de que hicimos ya mención en su lugar, y tocaremos otros no referidos aún. Fueron los tratados con Rusia y Suecia y el asunto de la mediación los expedientes de verdadero interés despachados en este tiempo por la secretaría de Estado. Las de la Gobernación y Gracia y Justicia entendieron en todo lo relativo a la nueva organización y planta de las oficinas y tribunales de las provincias conforme a la Constitución y a varias leyes y decretos particulares. Tarea penosa y ardua, y para la que no tuvo la Regencia ni la fortaleza ni el saber necesarios y aún menos la voluntad, prendas que se requieren en sumo grado si se ha de salir de tales empresas con aplauso y buen aire: mayormente tropezándose en la práctica, según sucede al establecer leyes nuevas, con dificultades y obstáculos que nunca prevé en la especulativa el ojo más suspicaz y lince. Por lo que respecta a Guerra el mando dado a lord Wellington y la nueva división de los ejércitos, indicada en su lugar, pueden mirarse como las determinaciones más principales tomadas en este ramo durante el gobierno de la Regencia de los cinco; pero que nacieron, en particular la primera, más bien del seno de las Cortes que de disposición y propio movimiento de la potestad ejecutiva. Había también ordenado esta, en punto a suministros, que para estorbar que se viesen acumuladas las obligaciones y pedidos de diferentes ejércitos sobre unas mismas provincias, se recogiesen los productos de diezmos, excusado, noveno y otros ramos en las comarcas que se iban libertando de enemigos, y se formasen grandes almacenes en señalados puntos con depósitos intermedios, cuyos acopios debían después distribuirse, en cuanto fuese dable, arreglada y equitativamente. Por desgracia, la súbita retirada en otoño del ejército aliado desde las márgenes del Ebro hasta la frontera de Portugal, malogró en parte la recolección de cereales en el abundoso granero de Castilla, aprovechándose el invasor de nuestro abandono y apresuramiento. En el inmediato verano no hubo en esto tan escasa dicha. Por lo demás, continuó el ramo de hacienda en lo general como hasta aquí. Las mudanzas que en él ocurrieron verificáronse meses después. La recaudación en las provincias desocupadas ejecutose con lentitud y tropiezos, no planteándose sino a medias o malamente la contribución extraordinaria de guerra, y siendo muy poco fructuosas las otras, relajada la administración, y teniendo en muchos parajes un exclusivo influjo en ella los jefes militares y sus dependientes, sin gran cuenta ni razón: inevitable consecuencia de tantos trastornos, invasiones y lides, y que solo remedia la mano reparadora del tiempo y un gobierno entendido y firme. En la tesorería central de Cádiz no entraban otros caudales que los de su provincia y aduana, invirtiéndose desde luego los restantes en sus respectivos distritos: ascendiendo aproximadamente la suma de los recibidos en dichas arcas de Cádiz a unos 138.000.000 de reales en todo el año de 1812; de ellos solo unos 15 procedían de América, inclusos los derechos devengados por plata perteneciente a particulares, que a tal punto iban menguando las remesas de aquellas regiones; y otros 14 o 15 de letras facilitadas por el cónsul inglés, pagaderas en Londres. Otros auxilios suministró directamente lord Wellington al ejército que avanzó a los Pirineos, pero de ello hablaremos más adelante, si bien fueron todos limitados para atenciones tantas. Al estrecho a donde habían llegado los asuntos públicos, indispensable se hacía encontrar inmediata salida cambiando la Regencia del reino. Desunidas y en lid abierta las dos potestades ejecutiva y legislativa, una de ellas tenía que ceder y dejar a la otra desembarazado el paso. No ausente el rey y alterada la Constitución en alguna de sus partes, hubiérase presentado en breve a tamaño aprieto un desenlace obvio y fácil; pues, o los ministros se hubieran retirado, o hubiérase disuelto el poder legislador, convocándose al propio tiempo otro nuevo; con lo cual se desataba el nudo legal y sosegadamente. No se estaba entonces por desgracia entre nosotros en el caso de usar de ninguno de ambos remedios; y por tanto disculpable aparece la resolución que tomaron las Cortes, y de absoluta necesidad, bien considerado el trance en que se hallaban; pues si no, juzgaríamos su hecho altamente reprensible y de pernicioso ejemplo. [Marginal: Nuevo reglamento dado a la Regencia.] A la nueva Regencia quitósele en 22 de marzo la condición transitoria de provisional, quedando nombrada en propiedad, así ella como su digno presidente, sin que se despojase a ninguno de los tres de las plazas que obtenían en el consejo de Estado. El reglamento que gobernaba a la anterior Regencia, dado en 26 de enero de 1812, se modificó con otro promulgado en 8 de abril de este año de 1813,[*] [Marginal: (* Ap. n. 21-32.)] mejorándole en alguno de sus artículos. Tres individuos solos en lugar de cinco debían componer la Regencia: las relaciones de esta con los ministros y las de los ministros entre sí se deslindaban atinadamente, y sobre todo se declaró a los últimos, que fue lo más sustancial, únicos responsables, quedando irresponsable la Regencia, ya que la inviolabilidad estaba reservada a solo el monarca; creyendo muchos se afianzaría por aquel medio la autoridad del gobierno, y se le daría mayor consistencia en sus principales miembros; [Marginal: (* Ap. n. 21-33.)] porque de no ser así, decía un diputado, resultan [*] «varios y graves males. Primero, la instabilidad de la Regencia, a la que se desacredita; segundo, la dificultad de defenderse esta por sí, y verse obligada a defenderse por medio de sus ministros, que quizá piensan de un modo contrario; tercero, las revueltas a que se expone el estado en la continua variación de Regencia, que es inevitable.» Doctrina cuya verdad confirmaba cada día la serie de los sucesos. [Marginal: Oposición de prelados y cabildos a la publicación de decretos sobre Inquisición.] Por la separación de la Regencia de los cinco no se destruía del todo la oposición intentada contra la lectura del manifiesto y decretos de las Cortes sobre la abolición del Santo Oficio: quedando aún latente centella que pudiera estallar y producir en el reino extenso y voraz incendio. Para dar idea cabal de este incidente, forzoso nos es volver atrás y añadir algo a lo ya referido, bien que nunca sea nuestro propósito entrar en muchos pormenores. [Marginal: (* Ap. n. 21-34.)] Fue primer indicio de lo que se fraguaba una pastoral [*] o manifiesto, con fecha de Palma de Mallorca a 12 de diciembre de 1812, aunque impreso y circulado más tarde, y que firmaban los obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona, acogidos a aquella isla huyendo de la invasión francesa. Comprendía la pastoral varios puntos, dividiéndose en capítulos encaminados a probar que la Iglesia se hallaba ultrajada en sus ministros, atropellada en sus inmunidades, y combatida en sus doctrinas. Desencadenábanse sus autores contra el Diccionario crítico-burlesco de Don Bartolomé Gallardo, y refutaban con ahínco las opiniones de algunos diputados, en especial de los que eran eclesiásticos y se tenían por jansenistas y partidarios del sínodo de Pistoya. Hacían también gala de doctrinas inquisitoriales y ultramontanas, apartándose de los grandes ejemplos que presentaban nuestros insignes prelados del siglo XVI, de quienes decía Melchor Cano al emperador Carlos V: «No fuera mucho que su escuadrón y el de hombres doctos de acá hiciera más espanto en Roma que el ejército de soldados que S. M. allá tiene.» [Marginal: (* Ap. n. 21-35.)] Por el mismo estilo y en un rincón opuesto de España, en la Coruña, preparó otro papel [*] el obispo de Santander, si bien concebido en términos solo asonantes con el desbarro mental de que solía adolecer aquel prelado, subido ahora de punto hasta en el título y forma del escrito que publicaba actualmente, compuesto en octavas rimas. Coincidían con la publicación de tales impresos los pasos dados en Cádiz por su cabildo y clero, cuyos individuos empezaron a tratar de resistencia, ya en 6 de febrero, dirigiéndose también a los cabildos comprovinciales de Sevilla, Málaga, Córdoba y Jaén, pidiéndoles «poderes o instrucciones para representarlos», y encargándoles el mayor secreto respecto de los _legos_ y de los _sacerdotes_ que no mereciesen su confianza. [Marginal: Conducta del nuncio del papa.] Alma y centro de tan cautelosos manejos, el nuncio de su Santidad no se contentó con la nota que, de un modo irregular y según indicamos, había pasado a la Regencia en 5 de marzo, [Marginal: (* Ap. n. 21-36.)] sino que con la misma fecha [*] escribió igualmente al obispo de Jaén y a los cabildos de Málaga y Granada exhortándolos a formar causa común con el clero de España, y a oponerse al manifiesto y decretos de las Cortes sobre la abolición del Santo Oficio. [Marginal: Debates y resoluciones en las Cortes sobre esta materia.] De liga y peligroso bando calificaron algunos este suceso, no dándole otros tanta importancia, persuadidos de que todo se cortaría mudada la Regencia de los cinco, gran patrocinadora del enredo o trama. No se engañaron los últimos, pues el 9 de marzo, día inmediato al de la separación, habiendo hecho Don Miguel Antonio de Zumalacárregui y aprobado las Cortes la proposición de que «en la mañana siguiente y en los dos domingos consecutivos se leyesen los decretos...», conformose el clero con lo mandado, sometiéndose a ello pacíficamente y sin linaje alguno de oposición. [Marginal: Causa formada a algunos canónigos de Cádiz.] Había una segunda parte, que también aprobaron las Cortes, en lo propuesto por el señor Zumalacárregui, y era que «en lo demás se procediese con arreglo a las leyes y decretos»; lo cual equivalía a mandar se examinase la conducta de las autoridades eclesiásticas que se habían mostrado desobedientes a las providencias soberanas; y entendiéndolo así la Regencia, determinó, por medio de Don Antonio Cano Manuel, ministro de Gracia y Justicia, que se formase causa a Don Mariano Martín Esperanza, vicario capitular del obispado de Cádiz, sede vacante, y a tres prebendados de la misma iglesia comisionados por el cabildo para entender en la materia, y ponerse de acuerdo con los de otras catedrales. Decidió además la Regencia quedasen todos cuatro suspensos de las temporalidades mientras durase el proceso. Severa resolución, pero merecida por el motivo que la provocó; pues el mandato de las Cortes a cuyo cumplimiento se oponía el clero, si bien indiscreto y quizá fuera de sazón, no era contrario a los usos de la primitiva Iglesia, ufana de que se publicasen en el templo las leyes civiles de los emperadores, ni tampoco a lo que se acostumbraba en España, desde cuyos púlpitos se leían a veces hasta los reglamentos penales sobre tabacos, sin que nadie motejase semejante práctica ni la apellidase desacato cometido contra la majestad del santuario. [Marginal: Quejas de estos contra el ministro Cano Manuel.] Aunque asustados en un principio los canónigos, y por tanto sumisos, volviendo después en sí, cobraron ánimo poco a poco, y envalentonándose al fin por el amparo que les dieron algunos cuerpos y personas, y sobre todo por el que esperaban encontrar en el seno de las mismas Cortes, elevaron a estas en 7 de abril representaciones enérgicas, y se querellaron acerbamente de los procedimientos de que se decían víctima, pidiendo además Don Mariano Esperanza «la responsabilidad del ministro de Gracia y Justicia por la inexcusable infracción de Constitución hecha en su persona, y por la de otros decretos que expresaba.» Traíanle los clérigos a aquel ministro sobre ojo, por achacarle falsía en su porte, obrando, según afirmaban, de consuno con ellos, mientras la suerte se les mostró propicia, y abandonándolos cuando cambiada la Regencia se trocó aquella, y se trocó también la política del gobierno. Creyeron muchos no carecían de fundamento tales quejas, tachando al ministro quién de doble en su conducta, quién de inconsecuencia liviana. Nos inclinamos a lo postrero, según concepto que de él formamos entonces, y aun en tiempos más recientes. [Marginal: Resolución sobre ello, y debates en las Cortes.] La exposición del vicario y la de los canónigos pasaron ambas a una comisión de las Cortes, la cual se manifestó discorde, declarando la mayoría no haber infracción de Constitución en la providencia del ministro, y la minoría por el contrario, que sí. Hasta el 9 de mayo no se discutió el punto en las Cortes, en donde también hubo diversidad y aun confusión de pareceres, votando diputados liberales con los que no lo eran, y mezclándose indistintamente unos y otros, por sospechar los primeros connivencia en un principio del ministro con los canónigos, y acusar los segundos al mismo sin rebozo de haber obrado engañosa y falazmente. Sin embargo Cano Manuel pronunció entonces en defensa propia un discurso que le honrará siempre, y superior quizá a cuantos hemos oído de su boca; probando ventajosamente que el gobierno, aun después de publicada la Constitución, tenía facultades para proceder conforme había hecho, y que teniéndolas las había ejercido con oportunidad. En el conflicto de opiniones e intereses tan diversos prolongáronse los debates por varios días; no se admitieron los informes de la mayoría ni de la minoría de la comisión; desecháronse otras proposiciones, y solo en la sesión del 17 de mayo se aprobó una que extendió el señor Zorraquín concebida en estos términos: «sin perjuicio de lo que resuelvan las Cortes, para no entorpecer el curso de la causa, devuélvase el expediente al juez que conoce de ella.» Esquivose así tomar una resolución definitiva y bien expresa, permaneciendo en respeto los partidos en que se dividían las Cortes, pues ni se accedió a la demanda de que se exigiese la responsabidad al ministro, ni tampoco se aprobó claramente su conducta, quedando todo como en suspenso. Manera de terminar en ciertas crisis los asuntos espinosos, nunca agradable a los hombres de opiniones encontradas y extremas, pero preferible a mantener en el público excitación viva e inquietudes peligrosas. Los canónigos procesados fueron después expelidos de Cádiz en virtud de fallo del juez que entendía en la causa; y aunque continuó sintiéndose por algún tiempo cierta agitación respecto de este negocio, en breve se apaciguó, yendo a perderse en el remolino de acontecimientos graves que a cada instante sucedían, y unos a otros se arrebataban. [Marginal: Altercados con el nuncio y su extrañamiento.] Tocaba ahora a la nueva Regencia habérselas con el nuncio que tan desmedidamente se había propasado. Mostrole aquella su enojo en oficio de 23 de abril, dirigido por conducto del ministro de Gracia y Justicia, en cuyo contenido, después de echarle con razón en cara su desacordado porte, finalizábase por decirle que, [Marginal: (* Ap. n. 21-37.)] aunque la obligación que incumbía a S. A. de [*] «defender el estado y proteger la religión, la autorizaba para extrañar a S. E. de estos reinos y ocuparle las temporalidades; con todo, el deseo de acreditar la veneración y el respeto con que la nación española había mirado siempre la sagrada persona del papa... detenían a S. A. para tomar esta providencia, habiéndose limitado a mandar que se desaprobase la conducta de S. E.» El nuncio en vez de amansar replicó en 28 de abril al de Gracia y Justicia altamente, y escribió además con la misma fecha a Don Pedro Gómez Labrador, ministro a la sazón de Estado, extrañando no viniese esta correspondencia por su conducto. Singular queja, procediendo de un nuncio que había enviado en derechura su primera nota a la anterior Regencia, olvidando las formalidades de estilo, y sin contar para nada con los ministros del despacho. Hízoselo así entender Labrador en respuesta de 5 de mayo, pidiéndole al propio tiempo nuevas y varias explicaciones. No las dio el nuncio satisfactorias; por lo que oído el Consejo de Estado, e insistiendo siempre Gravina en su propósito, resolvió la Regencia tomar en el caso una pronta y enérgica resolución. Así lo verificó, comunicando la orden al nuncio por medio de Don Pedro Gómez Labrador, de salir de estos reinos, y el aviso de que se le ocupaban sus temporalidades, remitiéndole igualmente sus pasaportes fechos en 7 de julio. Se le hizo la oferta de la fragata Sabina, que no admitió, para trasladarle con el decoro debido a donde gustase, retirándose por sí solo a la ciudad de Tavira en Portugal, punto cercano a España, y desde donde no cesó de atizar el fuego de la discordia sacerdotal. La Regencia publicó por entonces un manifiesto acerca de lo ocurrido; también otro el nuncio, bien que el de este no salió a luz hasta el inmediato enero de 1814. Sin motivos tan graves, los reyes más piadosos de España hicieron a veces en tiempos antiguos lo que ahora la Regencia, [Marginal: (* Ap. n. 21-38.)] extrañando de sus tierras a los legados de Roma que se desmandaban.[*] «Muy determinados estamos [decía en cierta ocasión Don Fernando el Católico al conde de Ribagorza] si S. S. no revoca luego el breve e los autos en virtud de él fechos de le quitar la obediencia de todos los reinos de Castilla e de Aragón, e facer otras cosas e provisiones convenientes a caso tan grave e de tanta importancia...» Y después en la misma carta... «al cursor que os presentó dicho breve... si le pudiérades haber, faced que se renuncie o se aparte... e mandadle luego ahorcar... e ellos al papa e vos a la capa.» Lo mismo ejecutaron los reyes sus sucesores, incluso Felipe II, quien, cansado una vez de las malas pasadas que le jugaba la corte de Roma, expulsó al fin de estos reinos al nuncio, aunque para honrarle hízole llevar en un coche de la casa real. Hubo en el enfadoso e intrincado negocio de la publicación en los templos del manifiesto y decretos sobre Inquisición, imprudente porte en unos, error y tenacidad en otros, pasión en casi todos. Más hubiera valido que las Cortes, contentándose con la abolición de aquel tribunal, no se hubiesen empeñado, aunque con sana intención, en llevar más allá su triunfo, pregonándole en las iglesias: también que el cabildo y clero de Cádiz, ya que no hubiese obedecido cual debiera los preceptos soberanos, se hubiese a lo menos limitado a representar acatadamente, sin propasarse a entablar correspondencia con prelados y otras corporaciones que llevaba asomo de bando o liga. Por ambas partes enardecidos los ánimos, achacáronse todos mutuamente culpas no merecidas quizá, y se abultaron en extremo las miras siniestras y los malos hechos, interpretándose torcidamente en las Cortes y en los clérigos lo que en ellas solo fue efecto de un laudable pero equivocado celo, y en ellos, más bien que otra cosa, extravíos de una piedad poco ilustrada, movida por afanosos temores del porvenir. Adoleció de lo mismo la Regencia de los cinco, agravado el mal en ella por la secreta y profunda aversión contra las Cortes de algunos de sus individuos. Quien faltó, y sin disculpa, fue el nuncio de S. S. En sus procedimientos no hizo cuenta ni del estado de España ni del suyo particular. Dar pábulo entonces a desavenencias entre las autoridades civil y eclesiástica era acarrear desventuras a la causa peninsular, en gran detrimento del Vaticano mismo, cuyo nuncio, desempeñando ahora un ministerio muy disputable en cuanto a la legitimidad de su ejercicio, por hallarse incomunicado y cautivo el papa, expúsose a que se le desconociese, comprometiendo así los intereses más sagrados de la religión, y en especial los de la silla apostólica. Su extrañamiento pareció a todos tan justo, que no vaciló en llevarlo a ejecución Don Pedro Gómez Labrador, en quien mediaban motivos de afecto a los romanos pontífices, como compañero que había sido de Pío VI, antecesor del actual, en sus viajes de persecución y destierro. [Marginal: Disputa de precedencia con la Rusia.] Este Don Pedro, que mostró en aquel acto laudable entereza, convirtió luego esta en obstinación porfiada al tratarse de un asunto que en sus resultas hubiera podido ser grave, aunque fuera en sus apariencias leve, [Marginal: (* Ap. n. 21-39.)] reduciéndose a una disputa de mera etiqueta.[*] Fue el caso que con la llegada a Londres del conde, hoy príncipe de Lieven, embajador de Rusia cerca de aquella corte, ocurrió allí la duda de quién tendría el paso de precedencia, si este embajador o el de España, que era a la sazón el conde, después duque de Fernán Núñez. Asaltó por primera vez semejante duda con motivo de un convite que debía dar al recién llegado, en diciembre de 1812, lord Castlereagh, ministro de relaciones exteriores, quien embarazado, aunque inclinándose en favor del ruso, consultó primero con nuestro embajador, y le manifestó deseos de que se arreglase el asunto de común acuerdo y amistosamente. Avocáronse al efecto Fernán Núñez y Lieven, y desde luego convinieron ambos en adoptar la alternativa, empezando a usar de ella el de Rusia. Acomodamiento al parecer prudente y honroso, por el que entró nuestro embajador, anhelando evitar choques con la corte de San Petersburgo y desabrimientos con la de Londres. Pero antecedentes que en el negocio había, y de los que no era sabedor Fernán Núñez, fueron causa de que no agradase el convenio ajustado, y de que se calificase en Cádiz al que lo hizo de estadista ligero y no muy cuerdo. Para determinar de qué lado estaba la razón, menester se hace traer a la memoria cosas pasadas, y enterar al lector de cuales eran los antecedentes enunciados. Al tomar Pedro el Grande de Rusia el título de emperador, en vez de solo el de zar de que antes usaba, circuló a las potencias que le fueron reconociendo, una reversal en prenda de que la mudanza de título no alteraría en nada el ceremonial establecido anteriormente entre las diversas cortes. Renovábase por lo común esta reversal a cada sucesión que ocurría en el trono moscovita, y con ella, y bajo esta condición, reconoció el rey Carlos III a la emperatriz de las Rusias Isabel, acto que habían rehusado verificar hasta entonces los reyes sus predecesores. Al advenimiento al solio de Pedro III repitió la misma reversal la corte de San Petersburgo, [Marginal: (* Ap. n. 21-40.)] y solo [*] Catalina II se negó a ello cuando ciñó la corona, si bien sustituyendo una declaración, firmada en Moscú a 3 de diciembre de 1762, en la que al paso que se anunciaba que en adelante no se renovarían las reversales de uso, manifestábase igualmente que el título de imperial no causaría «mudanza alguna en el ceremonial usado entre las cortes, el cual debía de subsistir en el mismo pie que antes.» Respondieron a este documento por medio de contra-declaraciones la Francia y la España, diciendo nuestro gabinete en la suya, fecha en 5 de febrero de 1763, que consentía en continuar dando el título de _imperial_ al soberano de Rusia, siempre que este paso no influyese en nada respecto de la clase y de la precedencia establecidas entre las potencias, pues a no ser así, la España volvería a tomar su antiguo estilo, y rehusaría dar a la Rusia el título de imperial. Acordes en ello ambos gabinetes de Madrid y San Petersburgo, y no habiendo habido posteriormente tratado ni acto alguno que invalidase lo convenido en 1762 y 1763, claro era que la precedencia quedaba, y de derecho pertenecía a España, y que no podía disputársela fundadamente. Mas las variaciones de los tiempos, y lo obrado por nuestro embajador en Londres, aconsejaban se echase tierra al negocio, y se aprobase sin dilación la alternativa adoptada, reprendiendo solo al conde de Fernán Núñez por haber procedido con demasiada facilidad, y sin pedir instrucciones que le guiasen acertadamente en asunto para él nuevo. La razón y el interés público dictaban se hubiese seguido este rumbo, pero no fue así. D. Pedro Labrador, cual si estuviera en los días de poderío y gloria de Fernando el Católico o de Carlos V, no solo desaprobó la conducta del conde de Fernán Núñez, sino que también le mandó pasar una nota, reclamando del gobierno inglés la observancia de lo determinado y convenido entre Rusia y España en los años de 1762 y 1763; advirtiéndole además que en caso de no accederse a tan justa demanda [*] [Marginal: (* Ap. n. 21-41.)] «se abstuviese él [conde de Fernán Núñez] de concurrir con el de Rusia en toda ocasión en que fuese preciso ocupar un puesto determinado, protestando de lo hecho para que no sirviese de ejemplar, por haberse ejecutado sin orden de la Regencia.» Desacordada resolución que enfrió la amistad de Rusia con España, dando lugar a que la corte de San Petersburgo exigiese, como paso previo de toda negociación, el que se retirase la nota citada. Labrador, pertinaz en su propósito, insistió no obstante a punto de decir, en un oficio de 7 de junio dirigido a Don Eusebio de Bardají, nuestro ministro en Rusia, que «aun era muy dudoso se creyesen las Cortes con facultades para variar lo determinado en tiempo de Carlos III.» Pasmosa ceguedad que no descubría este poder en un cuerpo en el que Labrador mismo había voluntariamente reconocido otro mucho mayor, cual era el de hacer la guerra y cambiar muy de raíz las leyes fundamentales del reino. Subió por fin el asunto a las Cortes, en cuyo seno desazonó a lo sumo el modo de conducirse del ministro de Estado; queriendo algunos vocales de la comisión diplomática, entre ellos D. Jaime Creux, arzobispo después de Tarragona, y más adelante individuo de la llamada Regencia de Urgel, que se le exigiese la responsabilidad; otros, de que fuimos parte, templaron el justo enojo de sus compañeros, y de acuerdo con el consejo de Estado lograron se limitase la decisión a recomendar a la Regencia concluyese prontamente un amigable arreglo con la Rusia, desaprobando además, en 11 de julio, el proceder de Labrador durante el curso de toda esta negociación, y en términos que a poco salió aquel del ministerio. Sin embargo no se concluyó tan en breve este asunto, empeñada la Rusia en que se retirase, antes de entrar en cosa alguna, la malhadada nota de Don Pedro Labrador, teniendo todo cumplido remate solo en mayo de 1814, en cuyo tiempo se adoptó la base de perfecta igualdad entre ambas coronas, y la alternativa en la precedencia. Hemos narrado hasta aquí las reformas y las providencias políticas y de universal gobernación que, en los referidos meses de los años de 1812 y 1813, se ventilaron y decidieron en las Cortes y en la Regencia; muchas oportunas y grandiosas, otras no tan adecuadas y de menor tamaño, pudiendo las más mejorarse con lo que trae el tiempo y la experiencia enseña; la cual, gran maestra en todo, corrige y modera hasta el saber más profundo, convirtiéndole en seguro medio de asentar de macizo las instituciones y las leyes introducidas de nuevo en un estado. RESUMEN DEL LIBRO VIGÉSIMO SEGUNDO. Estado en Europa de las potencias beligerantes. — En España. — Ejército anglo-portugués. — Cuarto ejército español. — Tercer ejército. — Fuerzas francesas. — Ejército suyo del Mediodía y del Centro. — Ejército de Portugal. — Ejército del Norte. — Tropas francesas que salen de España. — Partida de Soult. — Mando de José. — Su partida de Madrid. — Sucesos varios. — Toman los españoles el fuerte del Cubo. — Sorpresa y refriega en Poza. — Peleas en las provincias Vascongadas. — Ataque de los franceses contra Castro-Urdiales. — Frústraseles su intento. — Segundo ataque contra Castro. — Toman los franceses la villa. — Correrías y hechos de Mina y los suyos. — Acontecimientos en la corona de Aragón. — Cataluña, primer ejército. — Segundo ejército. — División mallorquina. — Expedición anglo-siciliana. — Movimiento y situación del segundo ejército y de los anglo-sicilianos. — Disposiciones de Suchet. — Acción de Yecla. — Ataque de Villena por los franceses y pérdida de los españoles. — Refriega en Biar. — Acción de Castalla. — Campaña principiada en el norte de Europa. — También en España. — Movimiento de los aliados hacia el Duero. — Cooperación del cuarto ejército. — Prosiguen su marcha los aliados. — Abandonan los franceses y vuelan el castillo de Burgos. — Cruzan los aliados el Ebro. — Penalidades del ejército aliado. — Movimientos de los franceses y algunos choques. — Situación respectiva de los ejércitos. — Juicio sobre la marcha de Wellington. — Evacúan por última vez a Madrid los franceses. — Gran convoy que llevan consigo y manda Hugo. — Despojo de las pinturas y de los establecimientos públicos en algunas partes. — Prosigue Hugo su retirada. — Se junta al grueso de su ejército. — Movimiento del tercer ejército y del de reserva de Andalucía. — Ejércitos en las cercanías de Vitoria. — Batalla de Vitoria. — Gran presa que hacen los aliados. — Gracias que se conceden a lord Wellington. — Testimonio de agradecimientos al general Álava. — Persíguese a los franceses por el camino de Pamplona. — Y por el de Irún. — Encuentro en Mondragón. — En Villafranca. — En Tolosa. — Arroja el general Girón a los franceses del otro lado del Bidasoa. — Se rinden los fuertes de Pasajes. — También los de Pancorbo. — Persiguen los ingleses por Navarra hasta Francia a José. — Clauzel, su avance y retirada. — Entra en Zaragoza y se mete después en Francia. — Estancias de los aliados. — Pone Wellington sitio a San Sebastián y a Pamplona. — Resultado de la campaña. — Valencia. — Expedición aliada sobre Tarragona. — Se desgracia. — Otros sucesos en Cataluña. — En Valencia. — Evacúa Suchet la ciudad. — Prosigue su retirada. — Evacúan los franceses a Zaragoza. — Entra allí Durán. — Mina desbarata a Paris. — Le toma un convoy. — Sitia Durán la Aljafería. — Manda Mina en Aragón. — Se rinde la Aljafería. — Suchet se retira más allá de Tarragona. — Le incomodan y avanzan los españoles. — Estado de Aragón. — Contribuciones que pagó. — Estado de Valencia. — Contribuciones también que pagó. — Bellas artes. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO VIGÉSIMO SEGUNDO. [Marginal: Estado en Europa de las potencias beligerantes.] Había cesado algún tanto en el invierno de 1813 el ruido de las armas, harto estrepitoso en el otoño y estío anteriores, así por el norte como por el mediodía de la Europa; conviniendo a todos hacer pausa en los combates, para cobrar aliento y emprender de nuevo otras campañas. Vencido Napoleón en Rusia, y destrozadas sus huestes por el furor de los hombres y la cruda inclemencia del cielo, hallábase de regreso en París al terminar del año de 1812, y menester le era cierto respiro para reponerse de sus descalabros, y allegar medios con que hacer frente, no solo ya a las numerosas tropas regladas y tribus bárbaras que poco ha le habían acosado hasta el Berezina, sino también a casi todas las demás potencias de Europa que, segregándose de la alianza francesa, se confederaban entre sí, queriendo vengar injurias pasadas, y asegurar su independencia tan en riesgo antes y a la continua. El estado que todavía tenían los asuntos políticos y militares obligaba a la Rusia a caminar despacio, y a no internarse ligeramente en el riñón de Europa, esperando se le uniesen los pueblos y gobiernos de Alemania, que unos y otros procedían de conformidad en la ocasión actual. Verificolo en febrero el rey de Prusia, meses después el emperador de Austria, agrupándose en seguida alrededor de ambos monarcas, como más grandes y poderosos, otros príncipes y estados inferiores en importancia. Así podía de firme y confiadamente la Rusia continuar en su marcha progresiva y triunfal, sin temor de que la incomodasen por la espalda, e interrumpiesen sus comunicaciones las fuerzas francesas que ocupaban aún las respetables plazas que amparan los países y riberas del Vístula, Oder y Elba. [Marginal: En España.] No menor necesidad teníamos en España de tomar descanso, porque si bien se había señalado la campaña última por sus agigantados pasos hacia un feliz remate, preciso era para empujar al enemigo más allá, y aun arrojarle del otro lado del Pirineo, obrar al son de los intentos y operaciones de las potencias beligerantes del norte, y dar lugar a que Wellington reparase las pérdidas que experimentó en su retirada, como también a que los españoles uniformasen sus ejércitos, e introdujesen en ellos mayor disciplina y orden. Siguiose pues este plan, huyendo de empeñar acciones campales y reñidas contiendas antes de asomar el verano, y contentándose con lidiar a veces en aquellas comarcas, en donde mezclados y sin distinción dominaban todavía soldados amigos y enemigos. Por tanto mantuviéronse en lo general quietos durante el invierno los ejércitos aliados, no separándose de sus respectivas provincias y estancias. [Marginal: Ejército anglo-portugués.] El anglo-portugués continuó ocupando las mismas en que hizo parada al retirarse en el pasado otoño, teniendo sus reales en Freineda, y dilatando sus acantonamientos por la frontera que hace cara a Ciudad Rodrigo. Considerábase a este ejército como principal base de las grandes maniobras y operaciones militares de la península hispana. A su derecha e izquierda, por Extremadura, Galicia, Asturias y demás partes de los distritos del norte, [Marginal: Cuarto ejército español.] se alojaba el cuarto ejército, compuesto ahora, según indicamos en otro libro, de los apellidados antes quinto, sexto y séptimo. Seguía a cargo de Don Francisco Javier Castaños. Su gente había mejorado en disciplina, e instruíase esmeradamente tomando para ello acertadas disposiciones el general Don Pedro Agustín Girón, jefe de estado mayor. Fue una de las primeras subdividir en febrero todo aquel ejército en tres cuerpos, bajo el nombre cada uno de ala derecha, centro y ala izquierda, medida necesaria por hallarse las fuerzas desparramadas, permaneciendo unas en Extremadura y Castilla, otras en el Bierzo y Asturias, y las restantes en las montañas de Santander, provincias Vascongadas y Navarra. El ala derecha constaba de dos divisiones, 1.ª y 2.ª, a las órdenes de Don Pablo Morillo y de Don Carlos de España; el centro de tres, 3.ª, 4.ª y 5.ª, que gobernaban Don Francisco Javier Losada [hoy conde de San Román], Don Pedro de la Bárcena y Don Juan Díaz Porlier; el ala izquierda, organizada más tarde, componíase de la 6.ª división, que algunos llamaron de Iberia, y era acaudillada por Don Francisco Longa; de la 7.ª, que formaban los batallones reunidos de las tres provincias Vascongadas, a cuya cabeza hallábase Don Gabriel de Mendizábal, considerado también supremo jefe de toda esta ala; y de la 8.ª, que regía Don Francisco Espoz y Mina. Debe no menos agregarse a la cuenta una división de caballería bajo del conde de Penne Villemur, que por lo común maniobraba unida con el centro. Los tres cuerpos juntos contaban 39.953 hombres, de ellos 3600 jinetes. Las dos divisiones del ala derecha anduvieron casi siempre en compañía del ejército anglo-portugués y se amaestraron a su lado. Las tres que constituían el centro, antes sexto ejército, y cuyo total sumaba por sí solo 15.305 infantes y 1577 caballos, se ejercitaron en sus respectivos acantonamientos, en donde la oficialidad tenía continuas academias, y el soldado, a pesar de lo lluvioso de la estación, evolucionaba casi diariamente, sobresaliendo todos por su aseo, subordinación a los jefes, y respeto a las personas y bienes de los habitantes. El ala izquierda, o sea las divisiones 6.ª, 7.ª y 8.ª, que recorrían distritos ocupados por el enemigo, apenas hallaban vagar para instruirse en pueblos ni campamentos, y solo podían adiestrarse al propio tiempo que trababan lides; de las que no tardaremos en dar razón. [Marginal: Tercer ejército.] Desde Granada, Jaén y Córdoba, donde se apostó el tercer ejército al evacuar los franceses las Andalucías, fue avanzando a la Sierra Morena y Mancha. Le guiaba el duque del Parque. Ascendían sus fuerzas a unos 22.800 hombres y 1400 caballos, distribuidos todos en tres divisiones de infantería y una de jinetes, mandadas respectivamente por el príncipe de Anglona, marqués de las Cuevas, Don Juan de la Cruz Mourgeon y Don Manuel Sisternes. Dábase la mano con este ejército el de reserva, que pronta y muy atinadamente arregló e instruyó en las Andalucías el conde del Abisbal, caudillo entendido en la materia y presto en la ejecución, teniendo ya bien organizados y dispuestos antes de concluirse la primavera unos 15.600 infantes y 700 caballos, repartidos en tres divisiones que más de una vez variaron de jefes. Esta reserva y los dos mencionados ejércitos cuarto y tercero fueron los que por el lado de Vizcaya y Pirineos occidentales cooperaron, si bien el último más tarde, con los anglo-lusitanos a la prosecución de las célebres campañas que se abrieron allí durante el estío. Porque el otro, llamado también de reserva, que formaba en Galicia Don Luis Lacy, no llegó el caso de que saliese de los confines de aquella provincia, y el primero y segundo peleando de continuo, ayudados en un principio por el tercero en Cataluña, Valencia y Aragón, seguían separado rumbo, sirviendo más bien sus lides para distraer al enemigo y auxiliar de lejos las otras operaciones, que para llevar por sí mismos la guerra a un término decisivo y pronto. [Marginal: Fuerzas francesas.] Siendo pues aquellas fuerzas las que tenían cerca mayor número de contrarios, será bien especifiquemos cuáles eran estos y cuáles sus estancias. Durante el invierno permanecieron en Castilla la Nueva todas o la mayor parte de las tropas que componían los ejércitos del Mediodía y Centro de España; [Marginal: Ejército suyo del Mediodía y del Centro.] a las órdenes el primero del mariscal Soult con sus cuarteles en Toledo, y el segundo a las inmediatas de José mismo en la capital del reino, cubriendo ambos las orillas del Tajo, y haciendo sus correrías en la Mancha. Ocupaba a Castilla la Vieja y parte del reino de León [Marginal: Ejército de Portugal.] el ejército que llamaban de Portugal, manteniéndose en observación del de los aliados y del cuarto de los españoles. Tenía en Valladolid su cuartel general, y después de haber pasado su dirección, como en sus respectivos lugares dijimos, por las manos de Marmont, Clauzel y Souham, paraba ahora en las del general Reille, ayudante de Napoleón, y jefe antes de una de las divisiones pertenecientes al cuerpo del mariscal Suchet. Acudía a amparar las costas de Cantabria, y hacer rostro a los españoles que guerreaban en aquellas provincias y Navarra, [Marginal: Ejército del Norte.] el ejército apellidado del Norte, cuyo principal asiento era Vitoria, y a veces lo fue Burgos, sucediendo a Caffarelli en el mando al rematar febrero el general Clauzel. Todas estas huestes no veían acrecida su fuerza, sino que al revés notábase menguada, habiendo ido sacando Napoleón hombres, y especialmente cuadros desde el noviembre, sin esperanza de nuevos socorros, acaecidas ya las derrotas tan aciagas para él en el septentrión de Europa, [Marginal: Tropas francesas que salen de España.] y aumentados sus apuros en disposición de irse desplomando por todos lados el edificio de sus conquistas, tan robusto al parecer pocos meses antes. El total de estos cuatro ejércitos reunidos ascendía a unos 80.000 hombres, entre ellos 6 a 7000 de caballería. Al llegar marzo comenzáronse a divisar señales de movimientos y marchas que tomaron incremento y se realizaron al finalizar la primavera. Quien primero dejó su puesto y salió de España [Marginal: Partida de Soult.] fue el mariscal Soult, atravesando la frontera en fines del propio mes; le acompañaban unos 6000 hombres. Llamábale Napoleón para que le ayudase en Alemania. Mientras aquel mariscal permaneció en Toledo impuso contribuciones gravosas, prendiendo para realizarlas al ayuntamiento y a varios vecinos de la ciudad y cometiendo otros desmanes. [Marginal: Mando de José.] También se movió por entonces el rey José para pasar a Valladolid y tomar el mando en jefe por disposición del emperador de todas estas fuerzas que hemos enumerado, y debían servir de dique contra el ímpetu de las acometidas que proyectasen los aliados. [Marginal: Su partida de Madrid.] Salió aquel de Madrid el 17 de marzo, y salió para no volver a pisar el suelo de la capital, llevándose consigo parte de las tropas que había en Castilla la Nueva. Dejó sin embargo en Madrid al general Leval con una división, apostando en el Tajo otras fuerzas, y sobre todo caballería ligera. Hacia aquel tiempo, y con la ausencia de Soult y nuevo poder de José, capitanearon los ejércitos franceses del Mediodía y Centro los generales Gazan y Drouet, conde d’Erlon. [Marginal: Sucesos varios] Nada por eso hubo todavía de importante en lo militar por estas partes de España, reduciéndose todo a reencuentros y correrías no del mayor momento. El ejército de reserva, mandado por Abisbal, no había, digámoslo así, entrado aún en línea, y el tercero apenas tuvo otro choque notable con el enemigo sino uno acaecido el 26 de marzo cerca de Orgaz, en el que se distinguió el regimiento de Ubrique, animado con la presencia y cuerdas disposiciones del ayudante primero de estado mayor Don Mariano Villa. Esquivó peleas en cuanto pudo, y aun escaramuzas el ejército anglo-lusitano, e imitaron en gran parte su ejemplo el ala derecha y el centro del cuarto ejército español, conforme al sabio y concertado plan que seguía lord Wellington. No sucedió lo mismo al ala izquierda, ni era posible le sucediese, enclavijadas constantemente sus fuerzas con las francesas. Esta ala que debía componerse de tres divisiones, no tomó dicha forma sino lentamente, según apuntamos, conservándose excéntricos sus diversos trozos, y no pudiendo por lo tanto mantener comunicaciones muy frecuentes ni regulares con el cuerpo principal del ejército hasta que este avanzase al Ebro. Así continuaron maniobrando en el invierno, no separándose de su anterior arreglo y distribución. El mando que sobre todos ellos tenía Don Gabriel de Mendizábal era, más bien que real, aparente; pero bastó aun así para que amohinándose el general Renovales, en cierta manera antecesor suyo, se alejase de aquel país, y fuese en busca de lord Wellington a quien quería exponer sus quejas; lo cual puso en ejecución con tan fatal estrella que, hallándose en territorio cercano al que ocupaban los enemigos, descubriéronle estos y le cogieron prisioneros a él y a otros seis oficiales en Carbajales de Zamora. Referiremos pues aquí las refriegas y sucesos militares de más cuenta que hubo entre esta ala izquierda del cuarto ejército, y el de los contrarios llamado del Norte por los meses de invierno y primavera, antes de abrirse la gran campaña, en la que jugaron casi a la vez las fuerzas combinadas de Inglaterra, Portugal y España contra las francesas destinadas a combatir en la península hispana. Dando principio a la tarea, diremos que Don Francisco Longa, acompañado de su partida y de dos batallones vascongados, acometió en 28 de enero un punto que los enemigos tenían fortalecido en Cubo, camino de Burgos a Pancorbo, y le rindió cogiendo su guarnición prisionera. [Marginal: Toman los españoles el fuerte del Cubo.] Demolió Longa el fuerte, de cierta importancia por su posición. Enderezose en seguida a Briviesca, mas se halló entre dos fuegos, viniendo sobre él Caffarelli, que todavía mandaba el ejército francés del Norte, y Palombini, al frente de sus italianos, enviado de refuerzo por José desde Madrid, de donde había salido el 8 de febrero, tomando la ruta por Segovia y Burgos. Evitó Longa el encuentro de ambos, y no siéndole dado a Caffarelli escarmentar cual deseaba al partidario español, retrocedió a Vitoria, después de haber asegurado aún más las guarniciones del tránsito, y apostado a Palombini en Poza. [Marginal: Sorpresa y refriega en Poza.] Era la posesión de esta villa importante, ya por hallarse en la carretera que conduce de Burgos a Santoña, ya por servir de guarda y amparo al laboreo de los ricos minerales y salinas que producen aquellos contornos, cuyos rendimientos no descuidaba recoger la codicia del invasor. Está Poza situado al pie de una empinada roca, sobre la cual asiéntase el castillo estrecho, y que guarnecían solos 50 hombres. Confiado Palombini, y creyéndose del todo seguro, destacó algunas fuerzas con intento de echar derramas y juntar víveres de que carecía. En acecho Longa, avisó a Don Gabriel de Mendizábal, y unidos ambos acometieron a los italianos de Poza al amanecer del 11 de febrero, con lo que les dieron buena alborada. Traían los españoles 5000 hombres, que distribuyó Mendizábal en tres trozos, mandando a Longa que con uno sorprendiese al enemigo en sus alojamientos. Consiguiolo el español hasta cierto punto, apoderándose de bagajes, de hombres y de bastantes armas. Y completo hubiera sido el triunfo, si Palombini, a fuer de veterano en la guerra de España fatigosa y de incesante afán, no hubiera estado vigilante, alejándose al primer ruido para apostarse en el campo por donde sus soldados habían salido a forrajear y proveerse de bastimentos; con lo cual, y manteniéndose a cierta distancia, aguardando el día claro y la vuelta de las fuerzas segregadas que en parte tornaron luego, no solo se salvó, sino que, reanimado, trató a su vez de atacar a los españoles, dándoles en efecto impetuosa arremetida. Fue esta empeñada, y el terreno disputado a palmos; mas al fin no queriendo los nuestros aventurarse a perder lo ganado, se retiraron poniendo en cobro casi toda la presa. No permaneció Palombini en aquel sitio, para él no de gran dicha, enderezando sin dilación sus pasos a las provincias Vascongadas. [Marginal: Peleas en las provincias Vascongadas.] En ellas proseguía sin interrupción el tráfago de la guerra, y los batallones del país se portaron con valentía en repetidas peleas que se sucedieron desde entradas de año hasta el junio, amenazando en ocasiones a Bilbao, y aun metiéndose hasta en la misma villa, según aconteció el 8 de enero y el 10 de mayo, mereciendo además honrosa mención los reencuentros habidos en Ceberio, Marquina y Guernica. [Marginal: Ataque de los franceses contra Castro-Urdiales.] Tuvieron también los franceses mala salida en un primer ataque que intentaron contra Castro-Urdiales. Mandaba ya el ejército enemigo del Norte el general Clauzel, sucesor de Caffarelli, y queriendo asegurar más y más la costa de cualquier desembarco que trazasen los ingleses, pensó en apoderarse de Castro-Urdiales, puerto abrigado y bueno para el cabotaje y buques menores, situado en la provincia de Santander, partido de Laredo. Tiene la villa 3000 habitantes, y la circuye un muro antiguo torreado que corre de mar a mar, y cierra el istmo que sirve de comunicación a península tan reducida. En ambos extremos de la muralla habíanse establecido dos baterías, divisándose en la parte opuesta al istmo, avanzada al mar, la iglesia parroquial y el castillo, fundado sobre un peñasco que domina la playa; saliendo de aquí hacia el este, unidas por dos arcos, escarpadas rocas que a causa de su mucha altura resguardan de los noroestes el puerto, hallándose colocada en su remate una ermita con la advocación de Santa Ana. Había de guarnición en la plaza 1000 hombres, y artillaban sus adarves unas 22 piezas. Era gobernador Don Pedro Pablo Álvarez. Vinieron sobre Castro el 13 de marzo Palombini con su división italiana, y el mismo Clauzel acompañado de un batallón francés y 100 caballos. Llegados que fueron, examinaron las avenidas del puerto, y se decidieron a acometer los muros por escalada en la noche del 22 al 23; lo que se les frustró, rechazándolos la guarnición gallardamente, ayudada del fuego de buques ingleses que por allí cruzaban. Aguardó Clauzel entonces refuerzos de Bilbao, que no acudieron, amagada aquella villa por algunos cuerpos españoles de las mismas provincias Vascongadas. Y con eso, y adelantarse por un lado a Castro Don Juan López Campillo al frente del segundo batallón de tiradores de Cantabria, y por otro Don Gabriel de Mendizábal seguido de algunas fuerzas, [Marginal: Frústraseles su intento.] desistió Clauzel de su intento, yéndose en la noche del 25 al 26 de mayo, después de haber abandonado escalas y muchos pertrechos. En seguida, y para no perder del todo el fruto de su expedición, se acercaron los enemigos a Santoña, y metieron dentro socorros de que estaba falta la plaza, tornando a Bilbao hostigados por los nuestros, y llenos de molestia y cansancio. [Marginal: Segundo ataque contra Castro.] Al principiar mayo emprendieron de nuevo los franceses el cerco de Castro-Urdiales, sirviéndose para ello de la división de Palombini y de la del general Foy, procedente de Castilla la Vieja. La guarnición se preparó a rebatir los ataques, aproximándose en su auxilio fuerzas inglesas de mar que mandaba el capitán Bloye. Verificaron los enemigos su propósito, teniendo para lograrle que asediar con regularidad tan débil plaza. Los cercados hicieron sus salidas y retardaron los trabajos, pero no pudieron impedir que la flaqueza de los muros cediese pronto al constante fuego del sitiador. Aportillada brecha, se halló practicable el 11 de mayo en el ángulo inmediato al convento de San Francisco. No por eso se dieron los nuestros a partido, y una y dos veces rechazaron las embestidas de los acometedores, alentando a los nuestros el brioso gobernador Don Pedro Pablo Álvarez. Duró tiempo la defensa, a la que contribuyó no poco el vecindario, hasta que, cargando gran golpe de enemigos y entrando a escalada por otros puntos, refugiáronse los sitiados en el castillo y desde allí fuéronse embarcando con muchos habitantes a bordo de los buques ingleses por el lado de la ermita de Santa Ana. Quedáronse en el castillo dos compañías, aguantando los acometimientos del francés sin alejarse hasta haber arrojado al agua los cañones y varios enseres. De los postreros que dejaron la orilla fue el gobernador Don Pedro Pablo Álvarez, digno de loa y prez. El historiador Vacani, allí presente, dice en su narración: «La gloria de la defensa, si no igualó a la del ataque [cuenta que habla boca enemiga], fue tal, empero, que la guarnición pudo jactarse de haber obligado al ejército sitiador a emplear muchos medios y muchas fuerzas...» [Marginal: Toman los franceses la villa.] Era, por tanto, acreedora la población a recibir buen trato; que los bríos del adversario, más bien que venganza e ira, infundir deben admiración y respeto en un vencedor de generoso sentir. Aquí sucedió muy al revés: los invasores entraron a saco la villa, pasaron a muchos por la espada, pusieron fuego a las casas, y ya no hubo sino lástimas y destrozos. En vano quiso impedir estos males el general Foy: los italianos dieron la señal de muerte y ruina, y no tardaron los franceses en seguir ejemplo tan inhumano. [Marginal: Correrías y hechos de Mina y los suyos.] Compensábanse tales quebrantos y agravios con los que padecían los enemigos en otros lugares. Espoz y Mina era de los que más pronto procuraban tomar de ellos cumplida satisfacción y desquite. Su pelear no cesaba, ni tampoco sus movimientos, comenzando el año de 1813 por arrimarse a Guipúzcoa y recoger en Deva municiones, vestuarios y 2 cañones de batir que los ingleses le regalaron; con cuya ayuda pudo ya en 8 de febrero poner cerco a Tafalla, recinto guardado por 400 franceses. En esto andaba cuando, noticioso de que venía sobre él de Pamplona el general Abbé, a quien había escarmentado el 28 de enero en Mendívil, dividió sus fuerzas, dejando una parte en el sitio y saliendo con la otra al encuentro de los enemigos. Dio con ellos en paraje inmediato a Tievas, y logró aventarlos, revolviendo sin dilación sobre Tafalla para continuar estrechando el asedio. Abrió allí brecha, y al ir a asaltar el fuerte, en 10 de febrero rindiéronsele los franceses. Inutilizó Mina las obras que estos habían practicado, y demolió los edificios en que aún podían volver a encastillarse, y de los que tenían fortalecidos algunos. Otro tanto ejecutó en Sos, si bien la guarnición se salvó ayudada por el general Paris que a tiempo vino en socorro suyo de Zaragoza. Destruíanse así en grave perjuicio de los enemigos los puntos fortificados que tenían para asegurar sus comunicaciones. Oficiales y partidas dependientes de Mina hacían a veces excursiones, algunas muy de contar. Atrevida y aun temeraria fue la de Fermín de Leguía, quien, acercándose con solos 15 hombres muy a las calladas y hora de media noche al castillo de Fuenterrabía, subió primero acompañado de otro a lo alto, y matando al centinela, apoderáronse ambos de las llaves dando entrada por este medio a los que se habían quedado fuera. Juntos desarmaron y cogieron a 8 artilleros enemigos que estaban dentro, clavaron un cañón y arrojaron al mar las municiones que no pudieron llevar consigo, prendiendo por último fuego al castillo. Hiciéronlo todo con tal presteza que al despertarse la corta guarnición que dormía en la ciudad, habían los nuestros tomado viento, y no osaron los franceses perseguirlos recelando fuese mucho su número, encubiertos los pocos con la oscuridad de la noche. Por su lado, incansable siempre, Mina tuvo el 31 de marzo otro reencuentro en Lerín y campos de Lodosa con una columna enemiga que desbarató, llevando la palma en aquella jornada la caballería, cuyos jinetes cogieron 300 prisioneros. Incomodado Clauzel de tan continuadas pérdidas y menoscabo en su gente, quiso como jefe del ejército francés del Norte, poniéndose de acuerdo con el general Abbé, que mandaba en Pamplona, estrechar a Mina batiendo el país y cercándole como si fuera a ojeo y cacería de reses. Cada uno de dichos generales salió de diverso punto, y Clauzel, después de reforzar a Puente la Reina, y de apostar en Mendigorría un destacamento, avanzó yendo la vuelta del valle de Berrueza. Pero Mina, haciendo una rápida contramarcha, habíase ya colocado a espaldas del francés, obligando en 21 de abril a los de Mendigorría a que se rindiesen. En lo que restaba de mes y posteriormente no alzó mano Clauzel en el acosamiento de Mina, entrando asimismo Abbé en el Valle de Roncal, en donde, si por una parte trató bien a los prisioneros, por otra no dejó de quemar los hospitales y sus enseres, y de abrasar en Isaba muchas casas y edificios. Hubo aún nuevas marchas y contramarchas, inútiles todas; por lo que, desesperanzado Clauzel de aniquilar al guerrillero español, escribía al rey intruso no poder verificarlo sin mayores fuerzas, pues su contrario no arriesgaba choques sino sobre seguro, acometiendo solo a cuerpos sueltos inferiores en número. Sin embargo, Mina, vivamente estrechado, tuvo ya en una de sus maniobras que tomar rumbo a Vitoria para guarecerse del ejército aliado que avanzaba, y a cuyos movimientos favorecieron también los suyos, trayendo siempre a Clauzel divertido y embarazado. Estos fueron los acontecimientos más de referir que ocurrieron por estas partes de la Península antes de abrirse la gran campaña que empezó con el estío. Veamos lo que pasó en la corona de Aragón por el propio tiempo. [Marginal: Acontecimientos en la Corona de Aragón.] Allí sostenían el peso de la guerra los ejércitos españoles primero y segundo, auxiliados de la expedición anglo-siciliana y de somatenes y cuerpos francos. Campeaba aquel en Cataluña, el otro en Valencia; algunas divisiones dentro de Aragón mismo. Tenía de ordinario el primer ejército su cuartel general en Vic, y constaba de unos 17.700 infantes y de 550 caballos. No estaban comprendidos en este número los somatenes. [Marginal: Cataluña. Primer ejército.] Era general en jefe Don Francisco de Copons y Navia, sucesor de Don Luis Lacy, y hasta su llegada, que se verificó en marzo, mandó interinamente el barón de Eroles. No desaprovechó este ocasión de molestar al francés, si bien estrenose por un acto de humanidad muy laudable, ajustando con el general enemigo un convenio dirigido a mejorar el trato de los prisioneros conforme a lo dispuesto antes y al derecho de gentes, hollado sobradas veces por ambas partes. Los franceses de esta provincia, aunque sometidos, como todos los demás de la corona de Aragón, al mariscal Suchet, dependían inmediatamente del general Decaen, bajo cuyas órdenes se hallaban dos divisiones, capitaneadas la una por el general Maurice Mathieu, gobernador al propio tiempo de Barcelona, y la otra por el general Lamarque, que residía casi siempre en Gerona, ascendiendo la totalidad de ambas a 14.091 hombres de infantería con 876 jinetes. Había, además, en Tarragona una brigada de italianos compuesta de 2000, hombres que mandaba el general Bertoletti. Seguían los españoles ahora en Cataluña un plan de campaña acomodado a las circunstancias del país y según el prudente querer de lord Wellington. Era este huir de acciones generales, estrechar al enemigo en las plazas, interrumpir sus comunicaciones, y arruinar y desfortalecer los puntos que se le tomasen. Obró de este modo el barón de Eroles, ayudado a veces cuando se acercaba a la costa por los buques británicos: así aconteció yendo sobre Rosas; así en una tentativa del lado de Tarragona, teniendo también la dicha de rechazar a los franceses en un reencuentro que tuvo con ellos en la Cerdaña. Al promediar marzo, tomando Copons el mando, lleváronse adelante las empresas contra el enemigo fundadas en probabilidad de buen éxito, tocando a Eroles, como diligente y osado, ejecutar las más difíciles y arriesgadas. En el propio mes y antes de su remate se determinó acometer y desmantelar los puestos fortificados que conservaba el francés entre Tarragona y Tortosa, y amparaban comunicación tan importante. Tomó Eroles de su cuenta el empeño, y favorecido por la ayuda que le dio Mr. Adam, comandante del navío inglés Invencible, arrasó en el término de tres días varios de aquellos fuertes colocados en Perelló, Torre de la Granadella, venta de la Ampolla y otros sitios vecinos, cogiendo cañones, prisioneros, ganado y algunos buques menores. Poco antes el brigadier Rovira había penetrado en Francia y metídose en Prats de Moló, pueblo murado en medio de las montañas, con un castillo fortalecido a la traza de Vauban. Ayudaron mucho a Rovira en su empresa el coronel Llauder y el capitán Don Nicolás Iglesias. Saquearon parte de la población, apoderáronse de dinero, y se llevaron rehenes y prisioneros, entre ellos a los comandantes de la plaza y del castillo. A la guardia nacional de los contornos, que acudió en socorro de los suyos, escarmentáronla los españoles, y cogieron a dos de sus jefes. El Coll de Balaguer, Olot y otros puntos solían permanecer bloqueados por los nuestros, y hallándose durante el mes de mayo en observación de las avenidas del segundo Don Manuel Llauder, quisieron los franceses espantarle, y para ello aproximaron por la espalda una columna de 1500 hombres, dirigida por el coronel Marechal; de lo que noticioso Llauder, le salió al encuentro, el día 7 del propio mes, la vuelta del valle de Ribas, por donde los enemigos enderezaban su marcha. Trabose allí porfiado choque, y no solo se vieron los enemigos repelidos del todo, sino que también fueron desalojados por los nuestros de las alturas de Grast y Coronas, persiguiéndoles hasta más allá Llauder en persona, que se portó briosamente. En el espacio de siete a ocho horas que duró la refriega perecieron de los enemigos unos 300 hombres, quedando en nuestro poder 290 prisioneros, fusiles, mochilas y otros pertrechos. Por esta acción, en verdad señalada, agraciose años adelante a Don Manuel Llauder con el título de marqués del Valle de Ribas. No pudieron, sin embargo, los españoles impedir que los enemigos, después de un movimiento hábil y concertado de todas sus fuerzas en Cataluña, socorriesen a mitad de mayo las plazas de Tarragona y Coll de Balaguer, escasas de medios, capitaneándolos Maurice Mathieu. Pero al tornar de su expedición espiolos Don Francisco Copons, que tuvo entonces tiempo de reunir alguna gente, y los aguardó en La Bisbal del Panadés, situándose en el Coll de Santa Cristina. Desde allí, incomodándolos bastante, los repelió en cuantas tentativas hicieron para destruirle, o a lo menos ahuyentarle, y les causó una pérdida de más de 600 hombres. [Marginal: Segundo ejército.] Alojábase por lo común el cuartel general del segundo ejército en Murcia, a las órdenes de Don Francisco Javier Elío, apoyándose para sus operaciones en las plazas de Cartagena y Alicante, y consistiendo su fuerza en 34.900 hombres de infantería y 3400 de caballería, distribuidos en seis divisiones que regían Don Francisco Miyares, Don Pedro Villacampa, Don Pedro Sarsfield, Don Felipe Roche, Don Juan Martín el Empecinado y Don José Durán, si bien alguna de ellas varió después de jefe. Contábanse por separado, y permanecían en Alicante y sus alrededores, la expedición anglo-siciliana y la división mallorquina del mando de Whittingham. Las de Sarsfield, Villacampa, el Empecinado y Durán fueron las que, sosteniéndose en Aragón, guerrearon más en el invierno, arrimándose las de los dos primeros a Cataluña para favorecer aquellas maniobras, la del tercero a Soria y Navarra, y la del cuarto y último a Castilla la Nueva, poniéndose a veces todas de concierto para hacer incursiones que distraían al enemigo y le hostigaban. Parecidas estas peleas a las muchas ya referidas del mismo linaje, inútil se hace entrar aquí en sus pormenores, particularmente no habiendo entre ellas ninguna muy señalada, aunque molestas siempre al enemigo por doquiera, y en Madrid mismo, a cuyas puertas acercábase el Empecinado a la manera de antes, e interceptaba las comunicaciones con pueblos tan vecinos como Alcalá y Guadalajara, burlándose de los ardides y evoluciones que para destruirle verificó en abril el general Soult. Hubiera valido más se redujesen a semejantes correrías las operaciones de este segundo ejército hasta que se abriese la campaña general proyectada por lord Wellington; pero el acaso, o más bien reprehensible negligencia, empeñole en refriegas en las que tocó desgraciadamente la peor parte a las divisiones suyas que se albergaban en Murcia, cuyos cuerpos habían comenzado a moverse en marzo, de acuerdo [Marginal: División mallorquina.] con la división mallorquina del mando de Whittingham y la expedición anglo-siciliana. Aquella tenía ahora unos 8939 infantes y 1167 caballos, hallándose la última reforzada con 4000 hombres que en diciembre anterior había traído de Palermo el general J. Campbell; [Marginal: Expedición anglo-siciliana.] mandaba a esta en la actualidad Sir Juan Murray, después de haber pasado su gobernación por las manos de Clinton y del mismo Campbell, ausente ya su primer caudillo, el general Maitland, por causa de enfermedad. Lord Guillermo Bentinck era el destinado para ponerse al frente, mas retardó su viaje, ocupado en Sicilia en otros asuntos: por manera que a esta porción del ejército británico le cupo la misma suerte en cuanto al mando que al otro suyo de Portugal en 1808, pendiendo la sucesión rápida ocurrida en los jefes de accidentes inesperados y de abusos y descuidos que nunca faltan aún en los mejores gobiernos. [Marginal: Movimiento y situación del segundo ejército y de los anglo-sicilianos.] Avanzando los aliados, formaron una línea que corría desde Alcoy a Yecla por Castalla, Biar y Villena, conservando tropas en Sax y Elda. Aquí estaba el general Roche con su división; en Yecla, ocupando la izquierda, Don Fernando Miyares, de que era centro Castalla, guarnecida por el general Murray; y la derecha Alcoy, que cubría Don Santiago Whittingham, quien primero se había posesionado, en 15 de marzo, de aquel pueblo arrojando a los franceses y dilatando sus movimientos hasta Concentaina, en donde hizo un reconocimiento de venturosas resultas con pérdida para el enemigo de unos 100 hombres. La reunión amenazadora de estas tropas y el temor de que se engrosasen cada vez más [Marginal: Disposiciones de Suchet.] obligó al mariscal Suchet a vivir muy sobre aviso, y dispuesto a no desperdiciar ocasión de precaver los intentos hostiles de los españoles. Acechábala el francés, y le pareció llegada en los primeros días de abril, bien informado de la distribución de las tropas de los aliados, y de cuáles eran las más flacas por su organización y disciplina. Creía se hallaban en este caso las de la división apostada en Yecla a las órdenes de Miyares, y trató Suchet de cogerla entera, confiado, además, en nuestro habitual descuido y en la distancia que la separaba de los otros cuerpos. Escogió con este propósito lo más florido de su gente, y juntola el 10 de abril por la noche en Fuente la Higuera, en cuyo pueblo, repartida en dos trozos, mandó marchase uno de ellos en donde él iba, compuesto de la división del general Habert y de otras fuerzas con golpe de caballería, la vuelta de Villena, y que el otro, formado de la división que regía Harispe, [Marginal: Acción de Yecla.] cayese rápidamente y a las calladas sobre Yecla y sobre los españoles allí situados. No pudieron los enemigos marchar tan silenciosamente que no fuesen sentidos de los nuestros, los cuales, al aparecer aquellos, poníanse ya en camino con dirección a Jumilla. Eran los de Miyares de 3 a 4000 peones y pocos jinetes; más los franceses, quienes atacando el 11 muy de mañana y de recio, encontraron en los nuestros resistencia hidalga, trabándose la pelea dentro del mismo pueblo, aún no evacuado del todo, cuyas calles defendieron a palmos los regimientos de Burgos y de Cádiz, replegándose en seguida a una ermita cercana. Junta entonces la división, pasando de loma en loma retirábase en buen orden, disputando con brío cada puesto, cuando impaciente Harispe y queriendo [Marginal: (* Ap. n. 22-1.)] desconcertar a los españoles,[*] apresuró su carga e hizo punta de sus tropas sobre el centro nuestro, que, cansado y perdiendo la conveniente serenidad, flaqueó en disposición que, rota la línea, cundió el desánimo, echándose unos atrás precipitadamente, y arrojándose otros al llano, en donde, si bien lidiaron largo rato sustentando la militar honra, rodeados y opresos, muertos y heridos muchos, tuvieron los demás que deponer las armas en número de unos 1000 con 68 oficiales y el coronel Don José Montero. [Marginal: Ataque de Villena por los franceses, y pérdida de los españoles.] Entre tanto, siempre en vela Suchet, manteníase en Caudete ya para reforzar, si era necesario, a los suyos de Yecla, ya para impedir cualesquiera socorros que enviasen Murray y Elío. Continuó en aquel sitio mientras alumbró el sol; pero adelantándose a explorar su estancia caballería inglesa, moviose el francés a la caída de la tarde, y llegó a Villena después de oscurecido. Retiráronse a su avance los jinetes británicos, mas Elío a pesar de instancias juiciosas que se le hicieron, dejó en el antiguo y mal acomodado castillo de aquella ciudad, sito en la cumbre del cerro apellidado de San Cristóbal, al batallón de Velez Málaga, que mandaba su coronel Don José Luna. Imaginose se hallaba este provisto de suficientes municiones de boca y guerra para mantenerse firme durante dos o tres días, y sobre todo que el enemigo no acometería aquel sitio antes de que despuntase el día 12. Persuasión liviana tratándose de contrarios tan audaces y prestos como son los franceses. Fue en vano pensar en contenerlos: no dieron vagar, pues hundiendo las puertas a cañonazos, penetraron en Villena muy luego, y a poco tuvieron que capitular los del castillo. Eran sobre 1000 hombres. [Marginal: Refriega en Biar.] Anhelando el mariscal Suchet no pararse en carril tan venturoso, dio principio en el mismo día 12 a sus acometidas contra los ingleses. Tenían estos su vanguardia, capitaneada por Federico Adam, en el puerto y angosturas de Biar, con orden de replegarse a Castalla, disputando antes al enemigo el paso. Cumpliéronlo así aquellos soldados, y su jefe mostró pericia suma, apresurando su retirada tan solo al caer de la noche, si bien después de haber perdido alguna gente, y tenido que abandonar 2 cañones de montaña. [Marginal: Acción de Castalla.] Posesionáronse los enemigos de Biar, y se acamparon a la salida que va a Castalla; en donde, ufanos con los lauros conseguidos, aguardaron impacientes la llegada del día, seguros casi de coger otros mayores, y de singular y gustosa prez para ellos por ser ganados en parte contra ingleses. No abatido por su lado el general Murray, preparose a hacer rostro a sus contrarios tranquila y confiadamente. Colocó la división mallorquina de Whittingham con la vanguardia, que guiaba el coronel Adam, en unas alturas a la izquierda, roqueñas y de escabrosa subida, que terminan en Castalla; a cuya población, puesta a la raíz de un monte coronado por un castillo, la encubría en ruedo la división del general Mackenzie, y un regimiento de la de Clinton. Seguía lo restante de la fuerza de este por la derecha, sirviéndole de resguardo naturales defensas, y de reserva tres batallones de la gente de Don Felipe Roche. Habían los aliados construido por acá, y al frente del castillo, diversas baterías. No se hallaba presente, ni tampoco acudió a la acción que se preparaba, el general Elío, retirado en Petrel con algunos batallones, después de lo acaecido en Villena. Amaneció por fin el día 13, y desembocando el enemigo de las estrechuras de Biar, desplegó sus fuerzas por la hoya de Castalla, fecunda y en productos rica. Ascendían estas a 18.000 infantes y 1600 caballos. No inferiores los nuestros en número, éranlo bastante en jinetes. Empezó Suchet el combate explorando el campo y enviando hacia Onil la caballería. Luego, teniendo fijo su principal conato en trastornar la izquierda de los contrarios, soltó 600 tiradores acaudillados por el coronel d’Arbod, con orden de que trepando por la posición arriba la envolviesen y dominasen. Al mismo tiempo amagó el mariscal francés a los aliados por lo largo de toda la línea, ostentando gallardía y mucha firmeza. Corrieron en aquel trance los nuestros algún riesgo, debilitada la izquierda por la ausencia momentánea de Don Santiago Whittingham que se había alejado poco antes para hacer un reconocimiento; pero a dicha y oportunamente llegó de Alcoy con fuerza Don Julián Romero, quien reprimió la audacia de los enemigos que ya se encaramaban a las cimas. También Whittingham, noticioso de lo que ocurría, tornó a su puesto, y él y Adam y los demás arrollaron a los acometedores, quedando muerto el coronel d’Arbod. Infructuosamente envió en apoyo de los suyos el mariscal Suchet al general Robert con cuatro batallones: todos ellos bajaron desgalgados la montaña, y muchos coloraron con sangre el suelo. Whittingham y Adam, principales jefes, alentaban a la tropa que por la mayor parte era española, dándole ellos mismos ejemplo, y lo propio los que mandaban en las cumbres, Romero, Casas, Campbell, Casteras y el teniente coronel Ochoa, brillando a cual más todos, no solo en denuedo sino también en habilidad y destreza; [Marginal: (* Ap. n. 22-2.)] porque, a dicho de nuestros antiguos,[*] «las fuerzas del cuerpo non pueden ejercer acto loado de fortaleza, si non son guiadas por corazón sabidor.» Igualmente se le malogró al francés el amago que había hecho contra el centro y derecha de los anglo-sicilianos; por lo que, recogiendo Suchet su gente, la apostó en escalones, apoyándola por retaguardia en la división del general Harispe, y defendiéndola por el frente con la artillería que plantó en las entradas del camino de Biar. Entonces más animoso Murray resolvió avanzar, y lo verificó en dos líneas, dejando en las alturas las tropas de su izquierda y cubriendo su derecha con la caballería. Pero intimidado Suchet, no se detuvo en la hoya o valle, sino que triste tornó a cruzar por la tarde un desfiladero que, como decía Murray en su parte, había atravesado por la mañana triunfante y alegre. Prosiguió Suchet retirándose hacia Villena, y no paró hasta Fuente la Higuera y Onteniente, volviéndose los aliados, anochecido ya, a sus estancias de Castalla. Perdieron los franceses en esta jornada algo más de 1000 hombres, nosotros 670, la mayor parte españoles, como que representaron allí el más glorioso y sobresaliente papel, despicándose del golpe recibido en los días anteriores; que son nuestros soldados bravos e intrépidos, siempre que los guían caudillos de buen entendimiento y brío. Procuró Suchet ocultar su descalabro presentando con cuidadoso estudio, por los caminos de Valencia y Cataluña, a manera de trofeo, los prisioneros de Villena y Yecla. Bien lo necesitaba para mantener en alguna quietud los pueblos, muy conmovidos con lo que pasaba en España y en toda Europa, y con lo que se preveía. Empezó Suchet en Castalla a probar los reveses de la fortuna, tan propicia para él hasta entonces; pero que varia y antojadiza, adversa ya a las armas francesas, perseguíalas en muchas partes, y les preparaba en todas largos días de entristecimiento y luto. [Marginal: Campaña principiada en el norte de Europa.] Dieron abril y mayo las primeras señales del asombroso estremecimiento que iba de nuevo a conmover el mundo, y hacer más caediza la suerte de cuerpos e individuos, de estados y coronas. Fue una de ellas la salida de Napoleón de París en 15 de abril para empezar la campaña en Alemania; y fue otra el haber lord Wellington alzado sus cuarteles a mitad de mayo para abrir también la suya en Castilla y continuarla hasta los Pirineos, y aun dentro de la Francia misma. En aquella viose todavía equilibrado en un principio el poder del emperador francés con el de los soberanos del norte, cautivadas algún tiempo las fantasías de la fortuna por el coloso que la había tenido como aprisionada y rendida no pocos años; [Marginal: También en España.] en la última salieron vencedores siempre en los más empeñados reencuentros, rompiendo por cima de valladares y obstáculos los intrépidos aliados. Siendo solo propio de esta historia el detenernos a referir lo tocante a los acontecimientos postreramente indicados, pasaremos a verificarlo, prescindiendo, a lo menos por ahora, de los demás ocurridos fuera del suelo peninsular. Al moverse tenía lord Wellington bajo de sus inmediatas órdenes 48.000 hombres de su nación, 28.000 portugueses, y además las divisiones españolas del cuarto ejército que se alojaban a su derecha, con las que del mismo permanecían en el Bierzo y Asturias, ascendiendo juntas a 26.000 combatientes. [Marginal: Movimientos de los aliados hacia el Duero.] Fue la marcha de los aliados por este orden. La caballería, que había invernado en los alrededores de Coímbra, púsose en movimiento por Oporto a Braga para pasar desde allí a Braganza, en donde debían darse la mano con la izquierda de los suyos, gobernada por Sir Thomas Graham, quien cruzó el Duero en Portugal cerca de Lamego; maniobra que se practicó sin que los franceses la barruntasen, proveyéndose los aliados fácilmente de barcas sin excitar sospecha, por la abundancia que de ellas había con motivo de haber los ingleses habilitado para su abastecimiento la navegación del Duero hasta donde el Águeda descarga en él sus aguas. Colocáronse así, a la derecha de aquel río, cinco divisiones de infantería y dos brigadas de caballería, sobrecogiendo a los enemigos que se figuraban vendrían sus contrarios solo por la izquierda. Tuvieron los anglo-portugueses tropiezos en su marcha por lo escabroso del país y estrechuras de los caminos, mas todo lo venció la perseverancia británica. Asegurada la izquierda, y amagado el francés por la derecha del Duero, alzó lord Wellington sus reales a la propia sazón, saliendo de Freineda el 22 de mayo, acompañado de dos divisiones inglesas, otra portuguesa, y alguna fuerza de caballería. Juntósele en Tamames la mayor parte de la segunda división española del mando de Don Carlos España [la restante quedó en Ciudad Rodrigo], perteneciendo a ella los jinetes de Don Julián Sánchez: y todos se encaminaron al Tormes, vía de Salamanca. Sobre el mismo río, pero del lado de Alba, formando la derecha, moviose Sir Rowland Hill, y con él la primera división española que capitaneaba Don Pablo Morillo, quien venía de la Extremadura, habiendo pasado los puertos que la dividen de León y Castilla. Disponíanse los enemigos a contrarrestar la marcha de los aliados, reunidos en Castilla la Vieja los ejércitos suyos llamados del Centro, Mediodía y Norte, y a su frente José en persona, manteniendo aún sus cuarteles en Valladolid. Fuera su primer intento defender el paso del Duero, si no se lo desbarataran las acertadas maniobras de los ingleses poniéndose a la derecha del mismo río. Sin embargo, se trabaron choques antes de abandonar aquella línea. Guarnecía a Salamanca la división de Villatte con tres escuadrones, quien evacuó la ciudad al aproximarse lord Wellington, colocándose en unas alturas inmediatas, de donde le arrojaron el general Fane, atravesando el Tormes por el vado de Santa Marta, y el general Alten, que lo verificó por el puente. Villatte perdió municiones, equipajes y muchos hombres entre muertos y heridos, con 200 prisioneros. Retirose por Encina a Babilafuente, uniéndosele cerca del lugar de Huerta un cuerpo de infantería y caballería procedente de Alba de Tormes, de cuyo punto los había echado Don Pablo Morillo, cruzando el río con gran valentía, y distinguiéndose al enseñorearse de la puente los cazadores de la Unión y Doyle. [Marginal: Cooperación del cuarto ejército.] El centro del cuarto ejército español, antes sexto, acantonado en el Bierzo, y la quinta división también suya, situada en Oviedo, concurrieron, según hemos insinuado, al movimiento general y de avance. Preparábase el 29 de mayo el general Don Pedro Agustín Girón, que mandaba en jefe en ausencia de Don Francisco Javier Castaños, a celebrar el 30 en Camponaraya los días del rey Fernando por medio de paradas y simulacros guerreros, cuando recibió orden de lord Wellington, duque de Ciudad Rodrigo, para ponerse sin dilación en marcha sobre Benavente y en contacto con la izquierda del ejército aliado, huyendo de dar la suya al enemigo, en términos de evitar cualquiera refriega que no fuese general o de concierto. No tardó Don Pedro en cumplir con lo que se le encargaba, y trasladando el mismo día 29 su cuartel general a Ponferrada, entró ya el 2 de junio en Benavente. Vadearon sus tropas el Esla al amanecer del 3 en Castropepe y Castillo, arruinado por los enemigos el puente de Castrogonzalo, y llegaron por la noche a Villalpando en donde descansaron el 4, agregándoseles allí la quinta división que venía de Asturias y mandaba Don Juan Díaz Porlier. Hiciéronse las marchas muy ordenadamente, y empezáronse a coger los frutos de los ejercicios militares del invierno y primavera, y los de una rígida y conveniente disciplina. [Marginal: Prosiguen su marcha los aliados.] Hacia estas partes y derecha del Duero habíase dirigido ya no solo la izquierda inglesa, guiada por el general Graham, sino también el centro de su ejército, capitaneado por lord Wellington en persona. Dueño este de Salamanca, hizo allí alto dos días, reuniendo su centro y derecha entre el Tormes y el Duero inferior. Marchó el 29 la vuelta de Miranda, ciudad de Portugal fronteriza a las márgenes del último río, cuyas aguas cruzó por aquí el general inglés acompañado solo del centro que se juntó el 30 con la izquierda en Carbajales; todos los puentes, excepto el de Zamora, habían permanecido destruidos desde la retirada del ejército británico en el otoño, o habíanlo sido de nuevo por el francés cuando se hallaban reparados. Quisieron en seguida los ingleses pasar el Esla, tributario del Duero, por un vado próximo al mismo Carbajales, pero siendo de dificultoso tránsito echaron un puente y lo verificaron el 31. Desprevenidos los franceses, no tenían en aquellas orillas sino un piquete, y por tanto no ofrecieron resistencia notable. Los movimientos de los aliados habíanse ejecutado con tales precauciones y celeridad que los ignoraba del todo el enemigo, quien percibió ahora claramente el sabio y bien entendido plan de lord Wellington; conociendo, aunque tarde, ser inútil y ya imposible sostener la línea del Duero. En consecuencia inhabilitaron sus tropas en Zamora el puente que habían conservado reparado, retirándose de aquella ciudad y de Toro, en donde entraron los aliados, trabándose después en Morales, vía de Tordesillas, un choque en que los franceses experimentaron bastante pérdida, y lució por su brío la caballería de Don Julián Sánchez. Parose lord Wellington en Toro así para dar tiempo a que toda su gente se le reuniese como también para que las tropas de su derecha, que guiaba sir Rowland Hill, pasasen el Duero. Todo se ejecutó a su sabor y cual tenía ordenado; hallándose ya en comunicación y aun en inmediato contacto el ejército de Galicia, o sea centro del cuarto español, cuyos reales alojáronse el 6 de junio en Cuenca de Campos, día en que los de Wellington se establecieron en Ampudia, pueblo vecino. Cruzado el Duero por los cuerpos que ocupaban antes la izquierda, correspondiéndose ya todos entre sí, prosiguió su marcha el general inglés, dejando en Zamora municiones y efectos de guerra, y para su custodia a la segunda división española, que tenía también gente suya repartida en Ciudad Rodrigo, Salamanca y Toro. Andaban los franceses algo desalentados con irrupción tan súbita, en especial por ser inesperado el modo como Wellington la verificara. Así, sus medidas resintiéronse de apresuramiento, e indicaban sobresalto y dudas. Distribuidas ahora sus fuerzas entre Valladolid, Tordesillas y Medina, se retiraron detrás del Pisuerga, que también abandonaron, marchando en líneas convergentes camino de Burgos. Allí se trasladó el intruso, habiendo salido de Palencia el 6 de junio, en cuya ciudad hizo corta parada viniendo de Valladolid. Le siguieron sus tropas, estrechadas cada vez más por lord Wellington, quien atravesó el Carrión el 7, y adelantando su izquierda en los días 8, 9 y 10, cruzó también el Pisuerga, no apresurando su marcha el 11, y dando el 12 descanso a su gente excepto a la de la derecha, a la cual ordenó avanzar a Burgos y reconocer la situación del enemigo, con deseo de obligarle a que desamparase el castillo o a que, para defenderle, reconcentrase allí sus fuerzas. Al poner en obra el general Hill por mandato de Wellington esta operación, descubrió a los enemigos apostados en unas alturas próximas al pueblo de Hormaza, con su siniestro costado en frente de Estépar. Acometiolos, mas ellos se echaron atrás, si bien en la mejor ordenanza, aguantando sin descomponerse repetidas descargas de la artillería volante, manejada con destreza por el mayor Gardiner. Perdieron sin embargo los franceses varios prisioneros y un cañón, y se situaron después en las riberas de los ríos Arlanzón y Urbel, que con las lluvias habían cogido mucha agua, retirándose solo de aquel puesto durante la noche, después de haber evacuado a Burgos el 14 de junio. Verificáronlo así, acosados constantemente y ceñidos de cerca por los aliados, que llevaban casi siempre abrazada la derecha enemiga. También por la opuesta hostigábalos Don Julián Sánchez y otros guerrilleros revueltos y a la continua, como si ya no tuviesen bastante los franceses con sentir sobre sí el fatigoso y no interrumpido látigo de un ejército bien ordenado, que marchaba a sus alcances con presunción de vencer. [Marginal: Abandonan los franceses y vuelan el castillo de Burgos.] Abandonaron los enemigos el castillo de Burgos, desfortaleciéndole antes y arruinándole hasta en sus cimientos. El modo como lo ejecutaron dio lugar a siniestras interpretaciones; porque, conservándose dentro desde el último sitio muchos proyectiles todavía cargados, acaeció que, al reventar las minas practicadas para derribar los muros, volaron también muchas bombas y granadas que causaron estrago notable. Escritores ingleses han afirmado que el enemigo procedió así para aniquilar los cuerpos de las tropas aliadas que se arrimasen a tomar posesión de la ciudad y del castillo. Por el contrario los franceses, que achacan tan lamentable contratiempo a mero olvido de la guarnición. Nos inclinamos a lo último; mas sea de ello lo que fuere, cierto que de la explosión resultaron destrozos grandes, padeciendo la catedral bastante con el estremecimiento, no menos que muchas casas y otros edificios. Redújose el castillo a un confuso montón de ruinas y escombros. Tomó José, al desocupar a Burgos, la ruta de Vitoria, yendo por Pancorbo y Miranda de Ebro, si bien no muy de priesa. Era su propósito trasladarse al otro lado de este río para poner más en resguardo las estancias de su ejército, aproximándole a la raya de Francia, y engrosándole, además, con el suyo del Norte y otras tropas que lidiaban en aquel distrito. Desbaratar en todo o en parte semejantes intentos, y asegurar sin tropiezo el paso del Ebro, debía ser la mira del general británico, para aprovechar después la primera oportunidad de combatir con ventaja. Tal fue en efecto, no teniendo que hacer para alcanzarla más que perseverar en el plan de marchas y movimientos que desde un principio había trazado. Firme en él, dispuso que su izquierda siguiese maniobrando para amagar siempre la derecha enemiga, y ganarle a veces la delantera. [Marginal: Cruzan los aliados el Ebro.] Así fue que dicha izquierda buscó la ribera alta del Ebro para pasarle, marchando a su derecha no muy lejos con el centro lord Wellington, y después a las inmediaciones y siniestro lado de la carretera que va a Pancorbo y Miranda el general Hill. Tocando ya al Ebro todo el ejército, le cruzaron el 14 por Polientes los españoles del mando de Don Pedro Agustín Girón, que formaban el extremo del costado de Graham, y cruzole también el mismo día este general por San Martín de Elines, lugares ambos situados en el valle de Valderredible. Las demás tropas aliadas, con Wellington e Hill a su cabeza, atravesaron el Ebro el 15; algunas por los mismos parajes que Graham y los españoles, el mayor número por Puente-Arenas, en la merindad de Valdivielso. Al día siguiente, todo el ejército se movió sobre la derecha, si bien apartándose algún tanto los españoles, que tuvieron orden de tirar más a la izquierda por el valle de Mena con dirección a Valmaseda, a donde llegaron el 18. Agregose a Graham en Medina de Pomar Don Francisco Longa con su división. [Marginal: Penalidades del ejército aliado.] La marcha fue en realidad penosa, señaladamente en los últimos días; los caminos, ásperos de suyo e impracticables para el carruaje, estábanlo ahora más con las copiosas lluvias que sobrevinieron, teniendo a menudo el brazo del gastador que allanar el terreno, y aun abrir paso que franquease la ruta al soldado y diese a la artillería transitable carril. Hubo escasez de víveres, y a veces apretó el hambre por la priesa del caminar, la pobreza de la tierra y la devastación que había producido guerra tan prolongada; pero hízose todo llevadero con la esperanza de un cambio próximo y venturoso obtenido por medio de inmediatos triunfos. [Marginal: Movimientos de los franceses y algunos choques.] Azoró a los franceses y los desconcertó el rápido andar de los aliados, y el verlos al otro lado del Ebro, casi impensadamente, teniendo con eso que desistir de cualquiera empresa enderezada a defender el paso de aquel río. Por tanto, el día 18 salió el grueso del ejército enemigo de Pancorbo, dejando solo de guarnición en el castillo sobre 1000 hombres, y se encaminó a Vitoria. Al avanzar los aliados, tenían de observación los franceses algunos cuerpos apostados en Frías y en Espejo, que se replegaron el 18 a San Millán y a Osma de Álava. Atacó a los primeros el general Alten y los ahuyentó, cogiéndoles 300 prisioneros; obligó Graham a los últimos a retirarse, acometiendo el 19 Wellington mismo, asistido de sir Lowry Cole, a la retaguardia francesa situada en Subijana-Morillas y en Pobes, con la dicha de forzarla a desamparar su puesto y a que buscase abrigo en el grueso de su ejército, que venía de Pancorbo. Esta aparición repentina e inesperada de los aliados en las montañas de Vizcaya y Álava, y el haberse aproximado a Bilbao, hallándose ya en Valmaseda el centro del cuarto ejército español bajo las órdenes de Don Pedro Agustín Girón, impelió igualmente a los enemigos a reconcentrar las fuerzas suyas de aquellas partes, conservando solo los puntos de la mayor importancia, y abandonando los que no lo eran tanto. Con este propósito embarcaron los franceses el 22 de junio con premura la guarnición de Castro-Urdiales trasladándola a Santoña, que avituallaron competentemente, y en breve también dejaron libre a Guetaria, manteniéndose firmes en Bilbao, donde se alojaban italianos de los que Palombini, ahora ya ausente, había traído de Castilla. Foy, que recorría antes la tierra, tomó asimismo disposiciones análogas, según veremos después. Bloqueaba a Santoña Don Gabriel de Mendizábal con parte de la séptima división del cuarto ejército, o sea batallones de las provincias Vascongadas. [Marginal: Situación respectiva de los ejércitos.] De este relato colígese claramente la situación respectiva de los ejércitos enemigos, y cuán próxima se anunciaba una batalla campal. Deseábala lord Wellington, y para empeñarla había tratado de reconcentrar sus fuerzas algo desparramadas, llamando a sí la izquierda extendida hasta Valmaseda, y haciéndola venir por Orduña y Munguía sobre Vitoria. Tenía el general inglés su centro y sus cuarteles el 20 en Subijana-Morillas, no lejos de su derecha, manifestándose todo el ejército muy animoso e impaciente de que se trabase pelea. Ocupaban ya entonces los franceses, mandados por José, las orillas del Zadorra y cercanías de Vitoria. [Marginal: Juicio sobre la marcha de Wellington.] El modo glorioso y feliz con que en menos de un mes habían los aliados llevado a cabo una marcha que, concluyendo en las provincias Vascongadas, había empezado en Portugal y en los puntos opuestos y distantes de Galicia, Asturias y Extremadura, alentaba a todos, recreándose de antemano con la placentera idea de una victoria completa y cercana. Más de una vez hemos oído de boca de lord Wellington, en conversación privada, que nunca había dudado del buen éxito de la acción que entonces se preparaba, seguro de los bríos y concertada disciplina de sus soldados. Tan ilustre caudillo acreció justamente su fama en el avance y comienzo de esta nueva campaña. Calcular bien y con tino las marchas, anticiparse a los designios del enemigo y prevenirlos, tener a este en continua arma y recelo, y obligarle a abandonar casi sin resistencia sus mejores puestos, estrechándole y jaqueándole siempre, digámoslo así, por su flanco derecho, maniobras son de superior estrategia, merecedoras de eterno loor; pues en ellas, según expresaba el mariscal de Sajonia, aunque en lenguaje más familiar, consiste el _secreto de la guerra_. Enfrente ahora uno de otro los ejércitos combatientes, parecía ser esta ocasión de hablar de la batalla que ambos trabaron luego. Mas suspenderémoslo por un rato, atentos a echar antes una ojeada sobre la evacuación de Madrid y ocurrencias habidas con este motivo. [Marginal: Evacúan por última vez a Madrid los franceses.] Desde el tiempo en que José saliera de aquella capital en marzo, fueron también retirándose muchas de las tropas francesas que allí había, quedando reducido a número muy corto las que se alojaban en toda Castilla la Nueva. Motivo por el cual los invasores trataron con más miramiento y menor dureza a los vecinos, aunque no por eso dejasen de gravarlos con contribuciones extraordinarias y pesadas. Mandaba últimamente en Madrid el general Hugo, y a él le tocó evacuar por postrera vez la capital del reino. Refiere este en las memorias que ha escrito lo que entonces le acaeció, [Marginal: (* Ap. n. 22-3.)] y entre otras cosas cuenta [*] que poco antes de su salida habíansele hecho proposiciones, de que tuvo noticia José, según las cuales ofrecía pasarse a las banderas del intruso un cuerpo entero del ejército español. Presumimos quiera hablar del tercero como más inmediato. El duque del Parque le mandaba, y guiaban sus divisiones generales fieles siempre, honrados y de prez; y si lo fueron en los días de mayor tribulación para la patria, ¿qué traza lleva que pudieran variar y tener aviesos intentos en los de prosperidad y ventura? Ahora ni el interés hubiera estimulado a ello a hombres que fuesen de poco valer y baja ralea, ¡cuánto menos a caudillos ilustres, de muchos servicios y de esforzados pechos! Nosotros hemos tratado de apurar la verdad del hecho, y ni siquiera hemos hallado el menor indicio ni rastro de tan extraña negociación, y eso que nos hemos informado de personas imparciales muy en disposición de saber lo que pasaba. Creemos por tanto que hay grave error en el aserto del general francés, haciéndole la merced, para disculpar su proceder liviano, de que sorprendieron su buena fe embaidores o falsos mensajeros. [Marginal: Gran convoy que llevan consigo y manda Hugo.] El embargo de caballerías y carruajes, anunciador de la partida de los enemigos y sus secuaces, empezó el 25 de mayo, y el 27 quedó evacuada del todo la capital; rompiendo el 26 la marcha un convoy numerosísimo de coches y calesas, de galeras, carros y acémilas en que iban los comprometidos con José, sus familias y enseres, y además el despojo que los invasores y el gobierno intruso hicieron de los establecimientos militares, científicos y de bellas artes, y de los palacios y archivos; despojo que fue esta vez más colmado, porque sin duda le consideraron como que sería el último y de despedida. [Marginal: Despojos de pinturas, y de los establecimientos públicos en varias partes.] Había comenzado el primero ya desde 1808, y se había extendido a Toledo, al Escorial y a las ciudades y sitios que encerraban en ambas Castillas, así como en las Andalucías y otras provincias, objetos de valor y estima. Recogió Murat en su tiempo varios de ellos principalmente del real palacio y de la casa del príncipe de la Paz, parando mucho su consideración los cuadros del Correggio de que casi se llevó los pocos que España poseía, entre los cuales merece citarse [Marginal: (* Ap. n. 22-3bis.)] el llamado la _Escuela del amor_ [*] que fue de los duques de Alba, prodigiosa obra de aquel inimitable ingenio. Después contose entre las señaladas rapiñas la que verificó cierto general francés, muy conocido, en el convento de dominicas de Loeches, lugar de la Alcarria, y fundación del conde duque de Olivares, [Marginal: (* Ap. n. 22-4.)] de donde se llevó afamados [*] cuadros de Rubens, que al decir de Don Antonio Ponz, [Marginal: (* Ap. n. 22-5.)] eran [*] «de lo más bello de aquel artífice en lo acabado, expresivo, bien compuesto y colorido.» En Toledo, si bien las producciones del Greco, de Luis Tristán y Juan Bautista Maíno estuvieron más al abrigo del ojo escudriñador del francés, no por eso dejaron de sentirse allí pérdidas muy lamentables, pues en 1808 estrenáronse las tropas del mariscal Victor con poner fuego, por descuido o de propósito, al suntuoso convento franciscano de San Juan de los Reyes que fundaron los católicos monarcas Don Fernando y Doña Isabel, cuyo edificio se aniquiló, desapareciendo entre las llamas y escombros su importantísimo archivo y librería; y ahora para despedirse en 1813 los soldados del invasor que a lo último ocuparon la ciudad, quemaron en gran parte el famoso alcázar, obra de Carlos V, y en cuyo trazo y fábrica tuvieron parte los insignes arquitectos Covarrubias, Vergara y Herrera. Que no parece sino que los franceses querían celebrar sus entradas y salidas en aquel pueblo con luminarias de destrucción. No podía en el rebusco quedar olvidado el Escorial, y entre los muchos despojos y riqueza que de allí salieron, deben citarse los dos primorosos y selectísimos cuadros de Rafael, Nuestra Señora del Pez y la Perla. Varios otros los acompañaron muy escogidos, ya que no de tanta belleza. En Madrid habíanse formado depósitos para la conservación de las preciosidades artísticas de los conventos suprimidos, en las iglesias del Rosario, Doña María de Aragón, San Francisco y San Felipe, y nombrádose además comisiones a la manera de Sevilla para poner por separado las producciones del arte que fuesen de mano maestra y pareciesen más dignas de ser trasladadas a París y colocadas en su museo. Varias se remitieron, y se apoderaron de otras los particulares, siendo sin embargo muy de maravillar se libertasen de esta especie de saqueo las más señaladas obras que salieron del pincel divino de nuestro inmortal Don Diego Velázquez. Arrebataron, sí, los encargados de José, entre otros muchos y primorosos cuadros, las Venus del Ticiano que se custodiaban en las piezas reservadas de la real academia de San Fernando, y el incomparable de Rafael, perteneciente al real palacio, conocido bajo el nombre del _Pasmo de Sicilia_, que se aventajaba a todos y sobresalía por cima de ellos maravillosamente. [Marginal: (* Ap. n. 22-6.)] Estas últimas pinturas, junto con las de Nuestra Señora del Pez y la Perla,[*] aunque se las apropió José, restituyéronse a España en 1815 al propio tiempo que las destinadas al museo de París; mas hallábase ya la madera tan carcomida y tan arruinadas ellas que se hubieran del todo descascarado y perdido, en especial la del _Pasmo_, si Mr. Bonnemaison, artista de aquella capital, no las hubiese trasladado de la tabla al lienzo con destreza y habilidad admirables: invento no muy esparcido entonces y de que quisieron burlarse los que no le conocían. Los archivos, las secretarías, los depósitos de artillería e ingenieros y el hidrográfico, el gabinete de Historia natural y otros establecimientos, viéronse privados también de muchas preciosidades, modelos y documentos entresacados de propósito para llevarlos a Francia. Sería largo y no fácil de relatar todo lo que de acá se extrajo. Estos objetos y los cuadros expresados de Rafael y Ticiano además de otros muchos iban en el convoy que escoltaba el general Hugo al salir de Madrid. [Marginal: (* Ap. n. 22-7.)] En Castilla la Vieja padeció mucho el archivo de Simancas,[*] de donde tomaron los franceses documentos y papeles de grande interés, en especial los que pertenecían a los antiguos estados de Italia y Flandes; asimismo el testamento de Carlos II, de que a dicha se conservaba un duplicado en otra parte. Algunos han sido devueltos en 1816: han retenido otros en Francia, reclamados hasta ahora en vano. Hubo en aquel archivo gran confusión y trastorno no solo por el destrozo que la soldadesca causó, sino igualmente porque habiéndose después metido dentro los paisanos de los alrededores, arrancaron los pergaminos que cubrían los legajos y sobre todo las cintas que los ataban, con lo que sueltos los papeles mezcláronse muchos y se revolvieron. También las bellas artes tuvieron sus pérdidas en aquella provincia, y sin detenernos a hablar de otras, indicaremos el desaparecimiento por algunos años de tres pinturas de Rubens, muy famosas y de primer orden, que adornaban el retablo mayor y los dos colaterales del convento [Marginal: (* Ap. n. 22-8.)] de religiosas franciscas de la villa de Fuensaldaña.[*] No iremos más allá en nuestro escudriñamiento sobre tanto saqueo y despojos, que ya parecerá a algunos fuera de lugar; si bien en medio del ruido y furor bélico se espacia el ánimo y descansa hablando de otros asuntos, y sobre todo del ameno y suave de bellas artes, aunque sea para lamentar robos y pérdidas de obras maestras y su alejamiento del suelo patrio. Cierto que mucha de tanta riqueza yacía como sepultada y desconocida, ignorando los extraños la perfección y muchedumbre de los pintores de nuestra escuela. El que se difundiesen ahora sus producciones por el extranjero, los sacó de oscuridad y les dio nuevo lustre y mayores timbres a la admiración del mundo; resultando así un bien real y fructuoso de la misma ruina y escandaloso pillaje. Madre España de esclarecidos ingenios, dominadora en Italia y Flandes cuando florecían allí los más célebres artistas de aquellos estados, recogió inmenso tesoro de tales bellezas, guardándole en sus templos y palacios. Mucho le queda aún a pesar de haber soltado los diques a la salida, ya la guerra, ya la desidia de unos y los amaños y codicia de otros. Tiempo es que los repare y cierre el amor bien entendido de las artes, y la esperanza de días más venturosos. Desgraciadísimos los de entonces, no lo fueron menos para ambas Castillas en la exacción de pesadas contribuciones impuestas por los franceses durante los años que las dominaron. Difícil es formar un cómputo exacto de su total rendimiento, pero por datos y noticias que han llegado hasta nosotros, asegurar podemos que excedieron, habida la proporción conveniente, a lo que importaron las de la Andalucía por la permanencia más larga en ellas del enemigo, y el continuado y afanoso pelear. Luego que evacuó el 27 de junio a Madrid el general Hugo, entraron allí partidas de guerrillas que acechaban la marcha de los franceses, volviendo a poco las autoridades legítimas que antes se habían alejado. Nada a su regreso ocurrió muy de contar. [Marginal: Prosigue Hugo su retirada.] Hugo, superando obstáculos, traspasó el Guadarrama, y tomando desde la fonda de San Rafael caminos de travesía, se dirigió a Segovia y en seguida a Cuéllar, en donde pensó tener que defenderse contra las guerrillas guareciéndose en su castillo, antiguo y bueno, fundado en paraje elevado, con dos galerías alta y baja construidas por Don Beltrán de la Cueva, en que se custodiaba una armería célebre de la casa de los duques de Alburquerque, extraviada o destruida en parte ínterin que duró la actual guerra. No tuvo el general francés que acudir a este medio peligroso que le hubiera retardado en su marcha y quizá comprometido, sino que valiéndose de ardides y mudando a veces los días de ruta que José le había trazado, y aun las horas, aceleró el paso consiguiendo cruzar el Duero por Tudela, de noche y tan a tiempo, que mayor demora le hubiera privado de aquel puente, reparado solo con tablones y al que a su llegada iban a prender fuego las últimas tropas de su nación que se retiraban. [Marginal: Se junta al grueso de su ejército.] Juntose el convoy enemigo al grueso de su ejército en Valladolid, y salvose entonces, si bien después pereció en parte, ganada que fue la batalla de Vitoria. Le mandó Hugo hasta llegar a la ciudad de Burgos. [Marginal: Movimientos del tercer ejército y del de reserva de Andalucía.] La evacuación de Madrid permitió disponer del tercer ejército, que había avanzado a la Mancha, y también del de reserva, organizado en Andalucía por el conde del Abisbal. El primero partió la vuelta de Valencia, uniéndose el 6 de junio en Alcoy y Concentaina al segundo ejército, con el cual, por resolución de Wellington, debía maniobrar ahora para impedir destacase Suchet fuerzas contra las tropas combinadas que lidiaban en el Ebro, sin perjuicio de que se juntase más adelante con estas mismas, según lo verificó. El segundo, saliendo de Andalucía marchó por Extremadura, camino más resguardado, y se enderezó a Castilla la Vieja. Llegó allí cuando los aliados estaban ya muy adentro y en completa retirada los franceses, penetrando en Burgos por los días 24 y 25 de junio. Encargole lord Wellington estrechar el castillo de Pancorbo hasta tomarle; en donde los enemigos habían dejado de guarnición, conforme apuntamos, unos 1000 hombres. Reconcentradas de este modo las fuerzas de la península, amigas y enemigas, y agrupadas todas, por decirlo así, en dos principales puntos que eran, uno, las inmediaciones del Ebro y provincias Vascongadas, y otro, la parte oriental de España, irase simplificando nuestra narración, y convirtiéndose cada vez más en guerra regular lucha tan empeñada. [Marginal: Ejércitos en las cercanías de Vitoria.] Dejamos a los ejércitos combatientes próximos uno a otro y dispuestos a trabar batalla en las cercanías de Vitoria, ciudad de 11 a 12.000 habitantes situada en terreno elevado y en medio de una llanura de dos leguas, terminada de un lado por ramales del Pirineo y del otro por una sierra de montes que divide la provincia de Álava de la de Vizcaya. Tenían los aliados reunidos, sin contar la división de Don Pablo Morillo y las tropas españolas que gobernaba el general Girón, 60.440 hombres, 35.090 ingleses, 25.350 portugueses, y de ellos 9290 de caballería. La sexta división inglesa en número de 6300 hombres se había quedado en Medina de Pomar. Mandaba a los franceses José en persona, siendo su mayor general el mariscal Jourdan. Su izquierda, compuesta del ejército del Mediodía bajo las órdenes del general Gazan, se apoyaba en las alturas que fenecen en la Puebla de Arganzón, dilatándose por el Zadorra hasta el puente de Villodas. A la siniestra margen del mismo río, siguiendo unas colinas, alojábase su centro, formado del ejército que llevaba el mismo título y dirigía Drouet, conde d’Erlon, estribando principalmente en un cerro muy artillado, de figura circular, que domina el valle a que Zadorra da nombre. Extendíase su derecha al pueblo de Abechuco, más allá de Vitoria, y constaba del ejército de Portugal gobernado por el conde de Reille. Todos tres cuerpos tenían sus reservas. Abrazaba la posición cerca de tres leguas, y cubría los caminos reales de Bilbao, Bayona, Logroño y Madrid. Su fuerza era algo inferior a la de los aliados, ausente en la costa Foy y los italianos, ocupado Clauzel en perseguir a Mina, y Maucune en escoltar un convoy que se enderezaba a Francia. Proponíase José guardar la defensiva, hasta que todas o la mayor parte de las tropas suyas que estaban allí separadas se le agregasen, para lo que contaba con su ventajosa estancia y con el pausado proceder de Wellington, que equivocadamente graduaban algunos de prudencia excesiva. Sustentábale en su pensamiento el mariscal Jourdan, hombre irresoluto y espacioso hasta en su daño, y más ahora que recordaba pérdidas que padeció en Arnsberg y Wurzburgo por haber entonces destacado fuerzas del cuerpo principal de batalla. También Wellington titubeaba sobre si emprendería o no una acción campal, y proseguía en su incertidumbre cuando, hallándose en las alturas de Nanclares de Oca, recibió aviso del alcalde de San Vicente de cómo Clauzel había llegado allí el 20, y pensaba descansar todo aquel día. Al instante determinó acometer el general inglés, calculando los perjuicios que resultarían de dar espera a que los enemigos tuviesen tiempo de ser reforzados. [Marginal: Batalla de Vitoria.] Rompió el ataque desde el río Bayas, moviéndose primero, al despuntar de la aurora del día 21 de junio, la derecha aliada que regía el general Hill. Consistía su fuerza en la segunda división británica, en la portuguesa del cargo del conde de Amarante, y en la española que capitaneaba Don Pablo Morillo, a quien tocó empezar el combate contra la izquierda enemiga atacando las alturas: ejecutolo Don Pablo con gallardía, quedando herido, pero sin abandonar el campo. Reforzados los contrarios por aquella parte, sostuvo Hill también a los españoles, los cuales consiguieron al fin, ayudados de los ingleses, arrojar al francés de las cimas. Entonces Hill cruzó el Zadorra en la Puebla, y embocándose por el desfiladero que forman las alturas y el río, embistió y ganó a Subijana de Álava, que cubría la izquierda de las líneas del enemigo, quien, conociendo la importancia de esta posición, trató en vano de recobrarla, estrellándose sus ímpetus y repetidas tentativas en la firmeza inmutable de las filas aliadas. Moviose también el centro británico, compuesto de las divisiones tercera, cuarta, séptima y ligera. Dos de ellas atravesaron el Zadorra tan luego como Hill se enseñoreaba de Subijana, la cuarta por el puente de Nanclares, la ligera por Tres Puentes, llegando casi al mismo tiempo a Mendoza la tercera y séptima que guiaba lord Dalhousie, cruzando ambas el Zadorra por más arriba: siendo de notar que no hubiesen los franceses roto ninguno de los puentes que franquean por allí el paso de aquel río: tal era su zozobra y apresuramiento. Puesto el centro británico en la siniestra orilla del Zadorra, debía proseguir en sus acometimientos contra el enemigo y su principal arrimo, que era el cerro artillado. Providenciolo así Wellington, como igualmente que el general Hill no cesase de acosar la izquierda francesa, estrechándola contra su centro y descantillando a este, si ser podía. Mantuviéronse firmes los contrarios, y forzados se vieron los ingleses a acercar dos brigadas de artillería que batiesen el cerro fortalecido. Al fin cedieron aquellos, si bien después de largo lidiar, y su centro e izquierda replegáronse vía de la ciudad, dejando en poder de la tercera división inglesa 18 cañones. Prosiguieron los aliados avanzando a Vitoria, formada su gente por escalones en dos y tres líneas; y los franceses, no desconcertados aún del todo, recejaban también en buen orden, sacando ventaja de cualquier descuido, según aconteció con la brigada del general Colville que, más adelantada, desviose y le costó su negligencia la pérdida de 550 hombres. Mientras que esto ocurría en la derecha y centro de los aliados, no permanecía ociosa su izquierda, junta toda o en inmediato contacto; porque la gente de Don Pedro Agustín Girón, que era la apostada más lejos, saliendo de Valmaseda llegó el 20 a Orduña yendo por Amurrio, y al día siguiente continuó la marcha avistándose su jefe el día 21 con el general Graham en Murguía. Allí conferenciaron ambos breves momentos, aguijado el inglés por las órdenes de Wellington para tomar parte en la batalla ya empezada; quedando la incumbencia a Don Pedro de sustentar las maniobras del aliado, y entrar en lid siempre que necesario fuese. No antes de las diez de la mañana pudo Graham llegar al sitio que le estaba destinado. En él tenían los enemigos alguna infantería y caballería avanzada sobre el camino de Bilbao, descansando toda su derecha en montes de no fácil acceso, y ocupando con fuerza los pueblos de Gamarra Mayor y Abechuco, considerados como de mucha entidad para defender los puentes del Zadorra en aquellos parajes. Atacaron las alturas por frente y flanco la brigada portuguesa del general Pack y la división española de Don Francisco Longa, sostenidas por la brigada de dragones ligeros a las órdenes de Anson, y la quinta división inglesa de infantería, mandada toda esta fuerza por el mayor general Oswald. Portáronse valientemente españoles y portugueses. Longa se apoderó del pueblo de Gamarra Menor, enseñoreándose del de Gamarra Mayor, con presa de 3 cañones, la brigada de Robinson, que pertenecía a la quinta división. Procedió Graham en aquel momento contra Abechuco, asistido de la primera división británica, y logró ganarle cogiendo en el puente mismo 3 cañones y 1 obús. Temiendo el enemigo que, dueños los nuestros de aquel pueblo, quedase cortada su comunicación con Bayona, destacó por su derecha un cuerpo numeroso para recuperarle. En balde empleó sus esfuerzos: dos veces se vio rechazado, habiendo Graham previsivamente y con prontitud atronerado las casas vecinas al puente, plantado cañones por los costados, y puesto como en celada algunos batallones que hicieron fuego vivo detrás de unas paredes y vallados. Logró con eso el inglés repeler un nuevo y tercer ataque. Pero no le pareció aún cuerdo empeñar refriega con dos divisiones de infantería que mantenían de reserva los franceses en la izquierda del Zadorra, aguardando para verificarlo a que el centro e izquierda de los enemigos fuesen arrojadas contra Vitoria por el centro y derecha de los aliados. Sucedió esto sobre las seis de la tarde, hora en que abandonando el sitio las dos divisiones citadas, temerosas de ser embestidas por la espalda, pasó Graham el Zadorra, y asentose de firme en el camino que de Vitoria conduce a Bayona, compeliendo a toda la derecha enemiga a que fuese vía de Pamplona. No hubo ya entonces entre los franceses sino desorden y confusión: imposible les fue sostenerse en ningún sitio, arrojados contra la ciudad o puestos en fuga desatentadamente. Abandonáronlo todo, artillería, bagajes, almacenes, no conservando más que un cañón y un obús. Perdieron los enemigos 151 cañones, y 8000 hombres entre muertos y heridos; 5000 no completos los aliados, de los que 3300 eran ingleses, 1000 portugueses y 600 españoles. No más de 1000 fueron los prisioneros, por la precipitación con que los enemigos se pusieron en cobro al ser vencidos, y por ampararlos lo áspero y doblado de aquella tierra. [Marginal: Gran presa que hacen los aliados.] José, estrechado de cerca, tuvo al retirarse que montar a caballo y abandonar su coche, en el que se cogieron correspondencias, una espada que la ciudad de Nápoles le había regalado, y otras cosas de lujo y curiosas, con alguna que la decencia y buenas costumbres no permiten nombrar. Igual suerte cupo a todo el convoy que estaba a la izquierda del camino de Francia saliendo de Vitoria. Era de grande importancia, y se componía de carruajes y de varios y preciosos enseres pertenecientes a generales y a personas del séquito del intruso: también de artillería allí depositada, y de cajas militares llenas de dinero, que se repartieron los vencedores, y de cuya riqueza alcanzó parte a los vecinos de la ciudad y de los inmediatos barrios. Estableciose en el campo un mercado a manera de feria, en donde se trocaba todo lo aprehendido, y hasta la moneda misma, llegando a ofrecerse ocho duros por una guinea como de más fácil transporte. Perdido quedó igualmente el bastón de mando del mariscal Jourdan, que viniendo a poder de lord Wellington, hizo este con él rendido y triunfal obsequio al príncipe regente de Inglaterra, quien remuneró al ilustre caudillo con el de feld-mariscal de la Gran Bretaña, merced otorgada a pocos. ¡Qué de pedrería y alhajas, qué de vestidos y ropas, qué de caprichos al uso del día, qué de bebidas también y manjares, qué de municiones y armas, qué de objetos en fin de vario linaje no quedaron desamparados al arbitrio del vencedor, esparcidos muchos por el suelo, y alterados después o destruidos! Atónitos igualmente andaban y como espantados los españoles del bando de José que seguían al ejército enemigo, y sus mujeres y sus niños, y las familias de los invasores, poniendo unos y otros en el cielo sus quejidos y sus lamentos. Quién lloraba la hacienda perdida, quién al hijo extraviado, quién a la mujer o al marido amenazados por la soldadesca en el honor o en la vida. Todo se mezcló allí y confundió. Aquel sitio representábase caos de tribulación y lágrimas, no liza solo de varonil y carnicero combate. Quiso lord Wellington endulzar en algo la suerte de tanto infeliz enviando a muchos, en especial a las mujeres de los oficiales, a Pamplona con bandera de tregua. Y esmerose en dar a la condesa Gazan particular muestra de tan caballeresco y cortesano porte, poniéndola en libertad después de prisionera, y permitiéndola además ir a juntarse con su esposo conducida en su propio coche, que también había sido cogido con la demás presa. [Marginal: (* Ap. n. 22-9.)] Asemejose el campo de Vitoria en sus despojos a lo que Plutarco [*] nos ha transmitido del de la batalla de Iso, teniendo solo los nuestros menor dicha en no haber sido completa la toma del botín, como entonces lo fue con la entrega de Damasco, pues ahora salvose una parte en un gran convoy que salió de Vitoria escoltado por el general Maucune a las cuatro de la mañana del mismo día 21. En él iban los célebres cuadros del Ticiano y de Rafael expresados antes, muestras y ejemplares del gabinete de historia natural, y otros efectos muy escogidos. Impidieron el alcance y el entero apresamiento del convoy refuerzos que este recibió, y azares de que luego daremos cuenta. Han comparado algunos esta jornada de Vitoria a la que no lejos del propio campo vio España en el siglo XIV, en cuya contienda también se trataba de la posesión de un trono, apareciendo por un lado ingleses y el rey Don Pedro, y por el otro franceses y Don Enrique el Bastardo. [Marginal: (* Ap. n. 22-10.)] Pero si bien allí, según nos cuenta la crónica,[*] empezaron las escaramuzas cerca de Aríñez, y por lo mismo en paraje inmediato al sitio de la presente batalla, en un recuesto que desde entonces lleva en el país el nombre de _Inglesmendi_, que quiere decir en vascuence _cerro de los ingleses_, no se empeñó formalmente aquella sino en Navarrete y márgenes del Najerilla, no siendo tampoco exacto ni justo formar parangón entre causas tan desemejantes y entre príncipes tan opuestos y encontrados por carácter y origen. Golpe terrible fue para los franceses la pérdida de batalla tan desastrada, viéndose desnudos y desposeídos de todo, hasta de municiones, y acabando por destruirse la disciplina y virtud militar de sus soldados, ya tan estragada. Sus apuros en consecuencia crecieron en sumo grado, porque abandonadas tantas estancias en lo interior de España, no defendidas las del Ebro, y repelidos y deshechos sus batallones en el país quebrado de las provincias Vascongadas, nada les quedaba, ni tenían otro recurso sino evacuar a España y sustentar la lid dentro de su mismo territorio. Notable mudanza y trastrocamiento que convertía en invadido al que se mostraba poco antes invasor altanero. [Marginal: Gracias que se conceden a lord Wellington.] Por tan señalada victoria viose honrado lord Wellington con nuevas mercedes y recompensas, además de la del cargo de feld-mariscal de que ya hemos hecho mención. El parlamento británico votó acción de gracias a su ejército, y también al nuestro; lo mismo las Cortes del reino, las que, a propuesta de Don Agustín de Argüelles, concedieron a lord Wellington por decreto de 22 de julio, para sí, sus herederos y sucesores, el sitio y posesión real conocido en la vega de Granada bajo el nombre del _Soto de Roma_, con inclusión del terreno llamado de las _Chanchinas_, dádiva generosa de rendimientos pingües. [Marginal: Testimonio de agradecimiento al general Álava.] Viose también justamente galardonado, si bien de otra manera, el general Don Miguel de Álava, recibiendo del ayuntamiento de Vitoria, a nombre del vecindario, una espada de oro, en que iban esculpidas las armas de su casa y las de aquella ciudad, de donde era natural. Testimonio de amor y reconocimiento muy grato al general, por haber conseguido la eficacia y celo de este preservar a sus compatriotas de todo daño y tropelías después de la batalla dada casi a sus puertas. [Marginal: Persíguese a los franceses por el camino de Pamplona.] Encomendose al centro y derecha del ejército aliado la persecución del grueso del enemigo, que se retiraba en desorden camino de Pamplona, quemando, asolando y cometiendo mil estragos en los pueblos del tránsito. Una intensa lluvia que duró dos días estorbó a lord Wellington acosar más de cerca a sus contrarios, los cuales iban tan depriesa y despavoridos que al llegar a Pamplona quisieron saltar por cima de las murallas, estando cerradas las puertas, y deteniéndolos solo el fuego que les hicieron de dentro. Celebraron allí los jefes enemigos un consejo de guerra en que trataron de volar las fortificaciones y abandonar la plaza. Opúsose José, pensando sería útil su conservación para proteger la retirada y no causar en los suyos mayor desánimo; mandando de consiguiente abastecerla de cuanto a la fuerza o de grado pudiera recogerse en aquellos contornos: último acto de soberanía que ejerció, instable siempre la suya, transitoria y casi en el nombre. Llegaron los aliados a la vista de Pamplona en sazón en que no estaba aún lejana la retaguardia francesa, que caminaba, como lo demás del grueso de su ejército, en busca de la tierra nativa. [Marginal: Y por el de Irún.] En tanto que así obraba el centro y derecha de los aliados, otra incumbencia cupo a toda la izquierda. La parte de esta que se componía de las tropas españolas bajo Don Pedro Agustín Girón, y la división que se le agregó de D. Francisco Longa, tuvieron orden de dirigirse por la calzada que va de Vitoria a Irún tras del convoy que había salido de aquella ciudad en la madrugada del 21; y así lo verificaron el 22 aunque tarde, aguardando subsistencias, y forzados también a contramarchar durante corto rato por la voz esparcida de que Clauzel se hallaba próximo con rumbo a Vitoria. Incidentes que retrasaron algo en aquel día el movimiento del general Girón, si bien la presencia de la fuerza de Longa, que iba delantera, aceleró la partida de los enemigos de Mondragón, a quienes se cogieron 90 prisioneros, quedando herido levemente el general Foy, y 300 hombres fuera de combate. Y noticioso Wellington de que los españoles de Girón podrían tener que habérselas, no solo con la división francesa de Maucune que escoltaba el convoy antes expresado, sino además con Foy y los italianos, determinó que Graham con toda la izquierda británica fuese en apoyo de los nuestros, tomando la ruta traviesa del puerto de San Adrián que enlaza el camino real de Irún con el de Pamplona, y que se enderezase a Villafranca, poniéndose, si dable fuera, a la espalda del general Foy. Dilación en el recibo de las órdenes, el mal tiempo y lo perdido de aquel camino, de suyo agrio y muy escabroso, no consintieron que Sir Thomas Graham se menease tan pronto como era de desear. Bien le vino a Foy la tardanza para proceder más desahogadamente. Este general, de condición activa y emprendedora, no había descansado desde el momento en que tomó a Castro-Urdiales, afanado de continuo en perseguir a los batallones vascongados, en cuyas peleas distinguiose por nuestra parte el coronel Don Antonio Cano. Nada importante había Foy alcanzado cuando José le ordenó acudir a Vitoria en socorro suyo. Apresurose Foy a cumplir con lo que se le prevenía, y se colocó entre Plasencia y Mondragón, llamando a sí para engrosar su gente las guarniciones de varios puntos fortalecidos. Entre ellas contábase como de las principales la de Bilbao, en donde estaban los italianos y el general Rouget, quienes el 20 evacuaron la villa, y tan depriesa, que si bien clavaron la artillería, dejaron intactas las fortificaciones, aguijados por las órdenes de Foy, y también por Don Gabriel de Mendizábal, que dejando alguna fuerza en el bloqueo de Santoña, uniose sobre aquella comarca con casi toda la séptima división, que componían los batallones vascongados. [Marginal: Reencuentro en Mondragón.] Uniéronse los italianos y franceses en Vergara, a cuyo movimiento, feliz para ellos, favoreció mucho la resistencia que, aunque costosa, hizo al efecto en Mondragón el general Foy. Este capitaneó en seguida la retirada de aquellas tropas, que juntas ascendían a 12.000 hombres, con gran valor y presencia de ánimo, desvelándose por su conservación, expuesta bastantemente porque amenazábalos por el frente Don Pedro Agustín Girón y por la espalda el general Graham. Afortunadamente para Foy, librole de infausto suceso su presteza, y la tardanza en la marcha del inglés nacida de lo que hemos apuntado. [Marginal: En Villafranca.] Por manera que al llegar Graham a Villafranca, encontrose el día 24 de junio solo ya con la retaguardia enemiga, desalojada también en breve de los puestos que ocupaba a la derecha del Oria, fronteros al pueblo de Olaberría. Situáronse en seguida cerca de Tolosa de Guipúzcoa todas las fuerzas que gobernaba Foy, cubriendo el camino de Francia y el que de allí se dirige a Pamplona, con ademán de hacer rostro a los aliados. Aquella noche se unió al general Graham la división de Longa, y tres cuerpos de la gente de D. Pedro Agustín Girón, quien maniobró acertadamente al avanzar a Vergara, destacando por su derecha, camino de Oñate, al citado Longa, con intento de que apretase al enemigo por su flanco izquierdo del lado de la cuesta de Descarga. Evolución que aceleró la marcha de los enemigos y los molestó. [Marginal: En Tolosa.] Tratose ahora de ahuyentar de Tolosa al francés, y de enseñorear la posición que ocupaba. Entre seis y siete de la tarde del día 25 empezó el ataque general. Apoyábase la izquierda del enemigo en un reducto casi inexpugnable, contra cuyo sitio marchó Longa por Alzo sobre Lizarza; descansaba su derecha en una montaña que cortaba por el frente un profundo y enriscado barranco, y se encargó a Don Gabriel de Mendizábal, que se había adelantado de Azpeitia, el maniobrar por este lado del mismo modo que Longa por el opuesto. Enseñoreaban además los franceses la cima de una montaña interpuesta entre las carreteras de Vitoria y Pamplona, de donde los arrojó con gran valor y maestría el teniente coronel británico de nombre Williams. Perdieron también los enemigos las demás posiciones, atacadas vigorosamente por todas las tropas combinadas, distinguiéndose las españolas en varios parajes. Foy, presente en muchos, hizo en todos gloriosa y atinada resistencia. Al fin abrigose a la villa, la cual hallábase fortificada y era arduo tomarla, y más de rebate. Las puertas de Castilla y Navarra barreadas, y aspillerados los muros, diversos conventos y edificios fortalecidos, dándose entre sí la mano, y además en la plaza o centro un fortín portátil de madera, a traza de los fijos y por lo común de piedra o material, que ahora llaman _Blockhaus_; formando el todo un conjunto de defensas que podía ofrecer resistencia vigorosa y larga. Sin embargo, acometida de firme la villa, abandonáronla los franceses y la entraron los aliados, ya muy de noche, con aplauso y universales vítores de los vecinos. Se replegó a Andoain el general Foy y cortó el puente; deteniéndose Graham dos días en Tolosa, por querer cerciorarse antes del avance de Wellington por su derecha, camino de Pamplona. Don Pedro Agustín Girón parose menos, y prosiguió adelante yendo tras Foy, que cejó metiéndose en Francia sin gran detención, sabedor de la retirada de José y puesto ya en cobro el convoy que Maucune escoltaba, y por cuya salvación suspiraban los contrarios tanto. [Marginal: Arroja el general Girón a los franceses del otro lado del Bidasoa.] Llegado que hubo a Irún el general Girón, pensó en atacar la retaguardia enemiga que todavía conservaba algunos puestos en la frontera española, encargando la ejecución al brigadier Don Federico Castañón, quien desalojó bizarramente a los enemigos que estaban colocados delante del puente del Bidasoa, siendo destinados para la acometida el regimiento de la Constitución, que guiaba su coronel Don Juan Loarte, y la compañía de cazadores del segundo regimiento de Asturias. Permanecieron los franceses no obstante inmobles en las cabezas fortificadas del puente, y para arrojarlos de ellas dispuso Girón traer una compañía de artillería de a caballo, manejada por Don Pablo Puente, y pidió a los ingleses otra de la misma arma, que se presentó luego al mando del capitán Dubourdieu, juntas las cuales diose comienzo a batir vigorosamente las obras de los contrarios, quienes, sufriendo mucho, volaron las de la izquierda del río y quemaron el puente. Sucedió esto en 1.º de julio a las seis de la tarde; día y hora memorable en la que adquirió Don Pedro Agustín Girón, primogénito entonces del marqués de las Amarillas y hoy duque de Ahumada, la apetecida gloria de haber sido el primero que por este lado arrojó fuera del suelo patrio las tropas de los enemigos. [Marginal: Se rinden los fuertes de Pasajes.] Al propio tiempo apoderose Don Francisco Longa de los fuertes de Pasajes, puerto importante, rindiéndosele 147 hombres de que constaba la guarnición, incluso el gobernador. Y como iba de dicha, también se hizo dueño de los de Pancorbo el conde del Abisbal, situados en garganta angosta que circuyen empinadísimos montes, por donde corre estrechado el camino que va de Vitoria a Burgos. [Marginal: También los de Pancorbo.] Eran dos, el llamado de Santa María, en paraje inferior, y el de Santa Engracia, que se miraba como el más principal. Ganose aquel por asalto el 28 de junio, y capituló el otro dos días después, privado de agua y amenazado de ruina por los fuegos de una batería que con gran presteza se construyó, bajo la dirección del comandante de ingenieros Don Manuel Zapino, en la loma de la Cimera; habiendo ideado el modo de subir las piezas, y ejecutádolo hábil y rápidamente los oficiales de artillería Ferraz, Saravia y Don Bartolomé Gutiérrez. También se distinguió el brigadier Don José Latorre, que se hallaba a la cabeza de la infantería empleada en el sitio. Quedaron prisioneros unos 700 hombres junto con su comandante, apellidado de Ceva. No tardó Abisbal en ponerse en marcha, debiendo encaminar sus pasos, según órdenes de lord Wellington, por Logroño y Puente la Reina a Pamplona, a cuyos alrededores llegó en los primeros días de julio. [Marginal: Persiguen los ingleses por Navarra hasta Francia a José.] No le podía estorbar ya en su marcha el general Clauzel, de cuyas operaciones daremos en breve cuenta, teniendo antes que terminar la narración de las maniobras de las tropas aliadas que dejamos a la vista de Pamplona. De ellas, las que componían la derecha del ejército siguieron, al mando de sir Rowland Hill, el rastro de José y su ejército, el cual se metió en Francia por tres de las cinco principales comunicaciones que tiene la Navarra con aquel reino, a saber: 1.º, por el puerto de Arraiz en el valle de Ulzama con rumbo a Donamaría y valle de San Esteban de Lerín hasta Lesaca y Vera, partido de las Cinco Villas de la Montaña, internándose luego en Francia con dirección a Urrugne. Iba por aquí el ejército enemigo llamado del Centro, y en su compañía José, afligido y triste. Al tocar las cumbres que parten términos entre ambos reinos saludaron los soldados franceses con lágrimas de regocijo el suelo de la patria que muchos no habían visto años hacía, echando sus miradas deleitosamente por las risueñas y frondosas márgenes del Nive y el Adour, verdegueantes, tranquilas y ricas, y a sus ojos aún más bellas en la actualidad, comparándolas con la tierra de España inquieta y turbada ahora, de naturaleza por este lado desnuda, y de severo y ceñudo aspecto. 2.º, Por Velate y Valle de Baztán, pasando el puerto de Maya, y de allí a Urdax hasta salir de los lindes españoles. Y 3.º y último, por Roncesvalles, de recuerdo triste para el francés a dicho de romanceros, atravesando por Valcarlos y yendo a parar a San Juan de Pie de Puerto. Los ejércitos de Portugal y Mediodía que fueron los que marcharon por los dos puntos postreros, diéronse la mano entre sí y con el del Centro, alargándola luego a las demás tropas de su nación que habían cruzado por el Bidasoa. Púsose Hill a caballo en las montañas observando la tierra enemiga, mas sin emprender cosa importante, conforme a instrucciones de lord Wellington, no olvidándose este tampoco de Clauzel, contra quien destacó fuerzas considerables de su centro. [Marginal: Clauzel, su avance y retirada.] Aquel general habíase acercado a Vitoria al día siguiente de la batalla, ignorando lo que ocurría y en cumplimiento de mandato expreso de José. Observábale siempre Don Francisco Espoz y Mina, a quien se había agregado Don Julián Sánchez con sus jinetes, y ambos por orden de lord Wellington circuíanle y le molestaban de modo que marchaba como aislado y a ciegas. Estaba ya adelantada a estas horas en Vitoria la sexta división inglesa del cargo del mayor general Pakenham, única que no tomara parte en la batalla, habiendo quedado apostada en Medina de Pomar para asegurar el arribo al ejército de socorros y municiones de boca y guerra. Su presencia, y la certeza de lo sucedido, retrajo a Clauzel de proseguir adelante, y retrocediendo abandonó a Logroño el 24 de junio acompañado de la guarnición, y marchó lo largo de la izquierda del Ebro, cuyo río pasó por el puente de Lodosa, llegando a Calahorra el 25. Supo el 26, entrando en Tudela, que venían sobre él respetables fuerzas de los aliados, y llevándose igualmente consigo la gente que custodiaba aquella ciudad, partió la vuelta de Zaragoza. No era de más su precaución y recelos, pues en efecto Wellington, según apuntamos antes, había destacado ya de las cercanías de Pamplona tres divisiones suyas, y mandado además a Pakenham, y a otra división que se hallaba en Salvatierra, siguiesen detrás del enemigo por las orillas del Ebro, juzgando sería aquella suficiente fuerza para escarmentar a Clauzel, si insistía en mantenerse en Navarra. No lo hizo este así, y por tanto avanzaron los ingleses más allá de Tudela, dejando al cuidado de Mina picar la retirada de los contrarios y observar sus movimientos. [Marginal: Entra en Zaragoza y se mete después en Francia.] Entró Clauzel en Zaragoza el 1.º de julio, en cuya ciudad se detuvo poco, situándose sobre el Gállego, de donde igualmente partió muy en breve, inclinándose en un principio al camino de Navarra, de lo que se arrepintió luego marchando en seguida a Francia por Jaca y Canfranc. Llegó a Oloron, y desde allí entendiose y obró en adelante de acuerdo con las demás tropas de su nación que se habían retirado de España por las vertientes septentrionales del Pirineo y riberas del Bidasoa. Mina, persiguiéndole, parose a cierta distancia de Zaragoza, en donde no tardaremos en volver a encontrarle. [Marginal: Estancias de los aliados.] Desembarazado así lord Wellington de los ejércitos franceses que pudieran incomodarle de cerca en España, sentó sus reales en Hernani como punto más céntrico, y colocó el ejército anglo-hispano-portugués en las provincias de Guipúzcoa y Navarra, aquende los montes, corriendo desde el Bidasoa arriba hasta Roncesvalles, en cuyo más apartado sitio y al nacimiento del sol hallábase Don Pablo Morillo, del mismo modo que se extendía al ocaso y en el extremo opuesto, por Vera, Irún, Fuenterrabía y Oyarzun, el grueso del cuarto ejército español. [Marginal: Pone Wellington sitio a San Sebastián y Pamplona.] Diligentemente resolvió entonces Wellington emprender los sitios de San Sebastián y Pamplona. Encargó el de la primera plaza a Sir Thomas Graham con la quinta división británica del mando del general Oswald y algunas fuerzas más; y el de la segunda, que se redujo a bloqueo, al conde del Abisbal, asistido del ejército de reserva de Andalucía, al que se agregó poco después la división de Don Carlos de España que dejamos repartida en Zamora, Ciudad Rodrigo y otros puntos. Empezose el cerco de San Sebastián en los primeros días de julio, y no tardó mucho en estrecharse el de Pamplona. [Marginal: Resultado de la campaña.] De este modo, y en menos de dos meses, despejose de enemigos el reino de León, ambas Castillas, las provincias Vascongadas y Navarra, viéndose también reconquistados o libres todos los pueblos allí fortalecidos, excepto Santoña y las dos plazas recién nombradas. Campaña rápida y muy dichosa que ayudó a mejorar igualmente la suerte de nuestras armas, no tan feliz, en las provincias de Cataluña, Aragón y Valencia. [Marginal: Valencia.] En ellas quedaron hasta cierto punto descubiertos los enemigos con tales sucesos, columbrando pronto el mariscal Suchet lo crítico de su estado. Antes, y en los meses de mayo y junio, llevadero se le hizo todo con su diligencia y maña, inutilizando por aquella parte los esfuerzos de los aliados o equilibrándolos; mayormente cuando, fortalecida la línea del Júcar después de la acción de Castalla, había acercado a Valencia la división de Severoli que estaba en Aragón, e interpuesto la brigada de Pannetier entre aquella ciudad y Tortosa; con lo que amparaba su flanco derecho y espalda, y podía no menos caer sobre cualquiera paraje que se viese amenazado repentinamente. [Marginal: Expedición aliada sobre Tarragona.] Obstáculos estos que impedían a los españoles y anglo-sicilianos obrar cual quisieran y con arreglo al bien entendido plan de campaña de Wellington, quien había ordenado se distrajese por allí a los franceses para obligarlos a mantener siempre unidas sus fuerzas de levante, sin consentir destacasen ninguna del lado de Navarra. En cumplimiento de semejante mandato, y pasando por cima de dificultades, determinaron los jefes aliados amagar y aun acometer al enemigo por varios y distantes puntos, enviado una expedición marítima a las costas de Cataluña al mismo tiempo que los ejércitos españoles segundo y tercero atacasen por frente y flanco la línea del Júcar, de manera que se pusiese a Suchet en el estrecho o de abandonar a la suerte el Ebro y las plazas cercanas, o de enflaquecer, queriendo ir en socorro suyo, las fuerzas que defendían y afianzaban la dominación francesa en el reino de Valencia. Por más que se intentó preparar la expedición a las calladas, traslució Suchet lo que había, y de consiguiente púsose muy sobreaviso. Lista aquella, embarcáronse las tropas en número de 14.000 infantes y 700 caballos, todos de los anglo-sicilianos y de la división española de Whittingham, a las órdenes unos y otros de Sir Juan Murray. Dieron a la vela desde Alicante el 31 de mayo, dirigiendo el convoy y escuadra el contralmirante británico Hallowell. Hicieron rumbo los buques a las aguas de Tarragona, y surgieron en la tarde del 2 de junio frente a Salou, puerto poco distante de aquella ciudad. Efectuose el 3 muy ordenadamente el desembarco, y ante todo destacó Murray una brigada a las órdenes del teniente coronel Prevost para apoderarse del castillo del Coll de Balaguer, que sojuzgaba el camino que va a Tarragona, único transitable para la artillería. Cooperó al ataque con cuatro batallones Don Francisco de Copons y Navia, general en jefe del primer ejército, quien advertido de antemano de la expedición proyectada, se arrimó a la costa, ocupando ya a Reus cuando aquella anclaba. Fue embestido vivamente el castillo el 5, y tomado el 7, amedrentada la guarnición francesa de solos 80 hombres con la explosión de un almacén de pólvora y las pérdidas que se siguieron. Mientras tanto, aproximose a Tarragona el general Murray, y determinó acometer la plaza por poniente, lado más flaco y preferible para la embestida, que favoreció Copons colocándose en el camino de Altafulla con objeto de interceptar los socorros que pudieran enviarse de Barcelona. Continuaba mandando en Tarragona por parte de los franceses el general Bertoletti, quien, lejos de acobardarse por lo que le amagaba, tomó bríos y convenientes disposiciones, rehabilitando varias obras anteriores arruinadas y aun demolidas en parte después del primer sitio. Al contrario Murray, que si bien se mostró valeroso, a manera de los de su nación, careció de tino y de suficiente serenidad de ánimo. Necesitábase en el caso usar de presteza y enseñorearse de la plaza casi de rebate; pero diéronse largas, y sin unión y flojamente se comenzó y siguió el ataque, teniendo espacio los contrarios para aumentar sus defensas y aguardar a los socorredores que se acercaban. No anduvo al efecto perezoso el mariscal Suchet, pues dejando en el Júcar al general Harispe, marchó con fuerzas considerables la vuelta de Tarragona, presentándose ya su vanguardia el 10 de junio en el Perelló. También llegaron el 11 a Villafranca, procedentes de Barcelona, 8000 hombres que traía el general Maurice Mathieu, anunciando además que venía tras él Decaen con el grueso del ejército de Cataluña. [Marginal: Se desgracia.] Recibió avisos Murray de estos movimientos, y aunque próximo a asaltar el mismo día 11 una de las obras exteriores más importantes, azorose de modo que sin dar oídos a consejo alguno determinó reembarcarse y abandonar la artillería de sitio y otros aprestos, antes de empeñarse en acción campal que creía arriesgada. Y como se requiriesen tres días para poner a bordo la expedición entera, empezó Murray a verificarlo desde el día 12. Notaron los franceses de la plaza, asomados a los muros, lo que ocurría en el campo de los aliados, y apenas daban crédito a lo que con sus propios ojos veían, temiendo fuese ardid y encubierta celada, por lo que permanecieron quietos dentro y muy recogidos. Sir Juan se embarcó el mismo día 12 por la tarde, dirigiendo parte de la caballería y artillería con alguna fuerza más al Coll de Balaguer para destruir el castillo y sacar a los que le guarnecían. A la sazón avanzaba Suchet por aquel lado, y tropezando con los ingleses y descubriendo no lejos la escuadra, ignorante de lo que pasaba, admirose; y no encontrando explicación ni salida a cuanto notaba, suspendió el juicio, y en la duda echose atrás vía del Perelló. Otros movimientos de los franceses, y recelos de Murray de que no pudiera acabar de embarcarse a tiempo toda su caballería, le obligaron a echar nuevamente a tierra la infantería, y colocarse en puesto favorable y propio para rechazar cualquiera acometida de los enemigos. Mas estos no lo intentaron, y habiendo metido socorros en Tarragona, retrocedieron unos a Tortosa y otros a Barcelona. Entonces juntó Murray un consejo de guerra, en el que se acordó proseguir el reembarco y volver a Alicante, atendiendo al estado en que ya se encontraban. En momento tan crítico arribó allí lord Guillermo Bentinck, que venía de Sicilia para suceder a sir Juan Murray en el mando, del que se encargó inmediatamente, conformándose luego con la resolución que acababa de tomar el consejo de guerra. Prosiguió de resultas el embarco, y se halló a bordo la expedición entera a las doce de la noche del día 19, hora en que los aliados volaron también el castillo del Coll de Balaguer. Quedaron en poder de los franceses 18 cañones de grueso calibre, y tuvo Copons que alejarse por no exponer su gente, quedando sola, a pérdidas y descalabros. Expedición fue esta que ejecutada con poca meditación terminó vergonzosa y atropelladamente. Formose en Inglaterra un consejo de guerra a sir Juan Murray, a quien se le declaró exento de culpa, si bien tachose su proceder de erróneo y poco juicioso. Fallo que ponía a salvo la intención del general, pero que le vulneraba en su capacidad y pericia. Otro amago hicieron por entonces los ingleses con buques de guerra del lado de Palamós. Favoreciole por tierra el barón de Eroles, dando ocasión a un empeñado reencuentro el 23 de junio con el general Lamarque en Bañolas, cuyo fuerte sitiaban los nuestros. Portose con bizarría Eroles y lo mismo su tropa, en especial los jinetes, que lidiaron largo rato al arma blanca, separando a unos y a otros la noche y un recio aguacero. [Marginal: Otros sucesos en Cataluña.] En julio, el mismo general Lamarque aproximose a Vic, deteniéndole en el Esquirol 3 batallones españoles. Reforzó Eroles a estos y también Copons, ya por aquí; y ambos escarmentaron en los días 8 y 9, en las alturas de la Salud, al enemigo, quien, engrosado, tomó en balde la ofensiva, teniendo que retirarse y tornar al Ampurdán con poca gloria, y menoscabo de gente. Fatigosas e inacabables peleas que impacientaban al francés, y le aburrían y descorazonaban. [Marginal: En Valencia.] En el intervalo de la expedición aliada a Cataluña, vinieron también a las manos en el reino de Valencia los españoles y el general Harispe; atacando aquellos el 11 de junio la retaguardia del último, mandada por el general Mesclop, la cual se recogía de San Felipe a la línea del Júcar. Obraban unidos los ejércitos españoles segundo y tercero, y acosaron bastante a los franceses hasta que, advirtiendo estos descuido en los nuestros, revolvieron sobre ellos y los desordenaron en el pueblo de Rotglá, con lo cual pudieron continuar tranquilamente su marcha al río. Renovaron los españoles el 13 sus ataques, avanzando y situándose en unas alturas a la derecha del Júcar. Desde ellas cañoneó Elío a los enemigos, y aun intentó apoderarse de una casa fuerte, lo que no consiguió; pero sí sustentar honradamente los puestos ocupados de donde Harispe no pudo desalojarle. Menos dichoso el duque del Parque, padeció en Carcagente un recio descalabro que costó 700 hombres, de los cuales quedaron prisioneros los más. Andaban sin embargo cuidadosos los franceses, y temían aún por Valencia, cuando los sacó de recelos el mariscal Suchet que desembarazado de lo de Cataluña tornó al Guadalaviar el 24 de junio, después de una marcha asombrosa por su rapidez. Malos tiempos retardaron la navegación de la escuadra inglesa y dificultaron su regreso a Alicante, con la desgracia de haber encallado en los Alfaques y desembocadura del Ebro 18 buques o trasportes, de que 13 se salvaron, cogiendo los otros los franceses junto con las tripulaciones. Más averías ocurrieron aún, pero al fin llegó Bentinck a Alicante, y situó a poco sus tropas en Jijona para sostener a los españoles que habían retrocedido hasta Castalla, compelidos a ello por las tropas francesas. Quería Suchet aprovechar la coyuntura propicia que le ofrecía el malogro de la expedición sobre Tarragona, y ya empezaba a verificarlo, no solo adelantándose por el lado del Júcar, según acabamos de ver, sino también aventando de hacia Requena y Liria gente de Elío allí avanzada y la división de Villacampa que maniobraban por aquella parte para favorecer las operaciones de la línea del Júcar, y estrechar por el flanco derecho a los franceses de Valencia. Animoso Suchet ahora con su buena ventura en Cataluña, nada le hubiera arredrado ya en la ejecución de sus intentos, si no hubiera venido a desvanecerlos la noticia de la batalla de Vitoria, y la de haber repasado los Pirineos José y su ejército muy mal parados. Con tales nuevas suspendiolo todo, y resolvió desamparar a Valencia, retirándose camino de las orillas del Ebro. Tiempo atrás el ministro de la guerra de Francia habíale indicado conservase sus conquistas tenazmente, dando lugar a que libre Napoleón en el norte de compromisos y estorbos, pudiese acudir a lo de España. Tal era el anhelo de Suchet, muy apesarado de abandonar a Valencia, en donde poseía opulentos estados y de cuya tierra considerábase señor y régulo. Por eso determinó mantener ciertos puntos fortificados como medio de facilitar a su vez nuevas invasiones y aun la reconquista. [Marginal: Evacúa Suchet la ciudad.] El 5 de julio evacuó a Valencia el mariscal francés, casi al cumplirse los 18 meses de ocupación. Iba al frente de sus columnas con dirección a Murviedro, haciendo la retirada por escalones, e inclinándose a Aragón; todo muy ordenadamente. Tan luego como se verificó la salida entró en la ciudad Don Francisco Javier Elío, viniendo de Requena, lo mismo que la división de Don Pedro Villacampa, con alguna caballería y la gente del brigadier Don Francisco Miyares. Al retirarse, arruinó Suchet en Valencia las obras que había construido, más para enfrenar desmanes de la población que para defender la ciudad contra ataques exteriores. No dejó, por tanto, allí ningún punto fortalecido. Al mediodía, y más avanzado, guardó el reducido castillo de Denia con 120 hombres, al mando del jefe de batallón Bin. Metió en el de Murviedro, o sea Sagunto, 1200 a las órdenes del general Rouelle, con vituallas para un año, reparados sus muros y muy aumentados. Tampoco desamparó a Peñíscola, punto marítimo no despreciable, y púsole al cuidado del jefe de batallón Bardout, con 500 hombres. Igualmente dejó 120 bajo del capitán Boissonade en el castillejo de Morella, que atalayaba el camino montuoso y de herradura que viene de Aragón, y por donde podía en todo tiempo embocarse dentro del reino de Valencia un cuerpo de infantería a la ligera y sin cañones. Daba fuerza y servía como de apoyo a esta ocupación la plaza de Tortosa, de cuya importancia persuadido Suchet, aumentó la guarnición hasta con 4500 hombres, poniendo a su cabeza al general Robert, militar de su confianza. [Marginal: Prosigue su retirada.] Inclinose Suchet en su retirada, conforme apuntamos, hacia Aragón, noticioso de que Clauzel, apremiado por las circunstancias, se alejaba y metía en Francia, dejando su artillería en Zaragoza bajo la custodia del general Paris. Libertar a este, amenazado por Mina y Durán, y cubrir los movimientos de las demás tropas que en Aragón había, fueron causa del rodeo o desvío que en su camino hizo aquel mariscal. Consiguió así que se reuniese a Musnier, que caminaba por el país montuoso, una brigada de la división de Severoli apostada en Teruel y Alcañiz, cuyos castillos, al ser evacuados, fueron destruidos también. Y juntos todos cayeron el 12 de julio hacia Caspe, alojando Suchet entonces su derecha en este pueblo, su centro en Gandesa y su izquierda en Tortosa. Tenía asimismo orden el general Paris de abandonar a Zaragoza y de arrimarse a Mequinenza, caso de que pudiese ejecutar semejante movimiento libre de compromisos y desahogadamente. Deseos de verificarlo sin desprenderse de un grueso convoy, y la proximidad de Durán y Mina pusieron a la ejecución insuperables estorbos. Dejamos al último de los expresados caudillos no lejos de Zaragoza, y allí permanecía a 2 leguas, en el pueblo de Casetas, teniendo fuerza en Alagón, y en Pedrola a Don Julián Sánchez, cuando el coronel Tabuenca, enviado por el general Durán, que se hallaba en Ricla, vino a avistarse con él y proponerle atacar a Zaragoza, obrando ambos mancomunadamente. No se mostró Mina al principio muy propicio, ya porque no le pareciese fácil lo que se proyectaba, ya porque no le gustase tener en el mando compañeros, y menos rivales. Solo al fin, y después de largo conferenciar, avínose y ofreció concurrir a la empresa. Pero antes los enemigos, que se preparaban a abandonar la ciudad, queriendo encubrir su intento, adelantáronse en busca de los nuestros. Fue Mina con quien encontraron, y viéronse rechazados, haciendo también estrago en ellos por el flanco y del lado del puente de la Muela el coronel Tabuenca asistido de su regimiento. Avanzó este a la Casa Blanca y Monte Torrero, y Mina a las alturas de la Bernardona, alejándose los franceses de aquellos puestos sin resistencia. Intentó, a pesar de eso, Paris nueva arremetida, que Mina repelió sustentado por el mismo Tabuenca y los lanceros de Don Julián Sánchez, escarmentando a los enemigos con pérdida de más de 200 hombres. Allí se le juntó Durán, habiendo ocurrido estos acontecimientos en los días 5, 6 y 7 de julio. [Marginal: Evacúan los franceses a Zaragoza.] Pensaron entonces los nuestros apoderarse por fuerza de Zaragoza, aunque todavía reacio Mina; y apercibíanse a verificarlo cuando recibieron aviso de que los enemigos desamparaban la ciudad. Era en efecto así; saliendo toda la guarnición francesa y sus parciales al caer de la tarde del 8, con numeroso convoy de acémilas y carruaje, de grande embarazo para una marcha que tenía que ser rápida y afanosa. Solo dejaron 500 hombres al mando del jefe Roquemont en la Aljafería, y volaron un ojo del puente de piedra, con deseo de retardar el perseguimiento de los nuestros. [Marginal: Entra allí Durán.] Tocaba a Don José Durán el mando de todas las tropas y el de la ciudad de Zaragoza por antigüedad, y por hallarse asentada aquella a la margen derecha del Ebro, país puesto bajo sus órdenes pero cuya supremacía incomodaba a Mina y motivaba tal vez su tibieza, nacida de ocultos celos. En consecuencia, ordenó Durán, de conformidad con el ayuntamiento y para prevenir excesos, que penetrase en la ciudad aquella misma noche Don Julián Sánchez con sus lanceros. Aparecieron de repente iluminadas las calles y el gentío en todas inmenso, especialmente en el Coso, prorrumpiendo los habitadores en unánimes aclamaciones de júbilo y contentamiento. Al día inmediato entró también Durán en Zaragoza, al paso que Mina, vadeando el Ebro, ocupose solo en seguir las pisadas del general Paris. [Marginal: Mina desbarata a Paris.] Alcanzó aquel en breve al enemigo en una altura cerca de Leciñena, de donde le desalojó, y lo mismo de otra que estaba próxima a la ermita de Magallón; teniendo los franceses que retirarse vía de Alcubierre. Fueron allí alcanzados [Marginal: Le toma un convoy.] y, viéndose en gran congoja, abandonaron la artillería y el convoy, y los coches, y las calesas, y casi todo el pillaje cogido en Zaragoza; representando en compendio este campo las lástimas y confusión del de Vitoria. Paris, aunque con orden expresa de recogerse a Mequinenza, no pudo cumplirla, y a duras penas tirando por Huesca y Jaca internose en tierra de Francia. [Marginal: Sitia Durán la Aljafería.] Don José Durán, a quien festejaron mucho en Zaragoza, no desatendió por eso poner cerco a la Aljafería, ni tampoco apoderarse de una corta guarnición que dejara el enemigo en la Almunia. Logró lo último sin gran tropiezo, y empezaba a formalizar el sitio del castillo cuando tornó Mina de su perseguimiento. Quedose este en el arrabal sin pasar el Ebro, como país el de la izquierda perteneciente a sus anteriores mandos, al paso que el de la derecha incumbía más bien, según dijimos, al de Don José Durán. Desvío y comportamiento, propio solo de ánimos apocados y ajeno de quien ceñía gloriosos laureles. [Marginal: Manda Mina en Aragón.] Para cortar semejantes desavenencias, aunque no quizá con justa imparcialidad, nombró el gobierno a Mina comandante general de Aragón con licencia de añadir a sus fuerzas las que quisiese entresacar de las de Durán, mandando al último partiese con las demás la vuelta de Cataluña. [Marginal: Se le rinde la Aljafería.] Dueño de todo Mina y solo, cual deseaba, apretó con ahínco el sitio de la Aljafería. No creía sin embargo enseñorearse tan luego de aquel castillo, más a dicha, habiendo caído en la mañana del 2 de agosto una granada en el reducto del camino de Aragón, que es el más próximo a la ciudad, y prendídose fuego a otra porción de ellas allí depositadas, resultó tremenda explosión, muertes y desgracias, y el desmoronamiento de un lienzo de la muralla; por lo que, descubriéndose lo interior del castillo, quedó este sin defensa ni amparo. Por tanto, forzoso le fue al gobernador francés capitular el mismo día 2, cogiendo nosotros sobre 500 prisioneros, muchos enseres y municiones de boca y guerra. Entregose en breve Daroca, y también poco después al capitán Don Ramón Elorrio el fuerte de Mallén. Tomado el castillo de la Aljafería, recibió Mina orden de Wellington para avanzar a Sangüesa y favorecer el asedio de Pamplona, guarneciendo a Zaragoza con un batallón, y destacando contra Jaca y Monzón otros 2, que debían comenzar el bloqueo de aquellas plazas. [Marginal: Suchet se retira más allá de Tarragona.] Claramente advirtió Suchet entonces cuán imposible le era sostenerse en sus estancias, y cuán ocioso además, dueños ya los españoles de casi todo Aragón. Por tanto, dispuso cruzase su ejército el Ebro del 14 al 15 de julio por Mequinenza, Mora y Tortosa, ordenando antes al general Isidoro Lamarque recoger y poner en cobro las cortas guarniciones de Belchite, Fuentes, Pina y Bujaraloz; difícil, si no, el desencerrarlas después. Conservó a Mequinenza, y de gobernador, con 400 hombres, al general Bourgeois; no desamparando tampoco a Monzón, por considerar ambos puntos como avanzados resguardos de la plaza de Lérida, cuyos muros visitó, removiendo a su gobernador, el aborrecido Henriod, molestado de gota y de inveterados achaques, y poniendo en su lugar al citado Lamarque. Pasó en seguida Suchet con su ejército a Reus, Valls y Tarragona, en cuyo recinto mandó preparar hornillos para volar las fortificaciones en caso de que se aproximasen los aliados, encargando la ejecución a la diligencia y buen tino del general Bertoletti. Hecho lo cual, trasladose a Villafranca del Panadés, tierra feraz y pingüe, y de donde, sin alejarse mucho de Tarragona, dábase la mano con Barcelona y el general Decaen. [Marginal: Le incomodan y avanzan los españoles.] Por su parte los españoles moviéronse también: Copons, para incomodar el flanco derecho de Suchet y cortarle los víveres; lord Bentinck y la expedición anglo-siciliana con la división de Whittingham y el tercer ejército bajo del duque del Parque, avanzando al Ebro y cruzándole por un puente volante que echaron en Amposta, protegidos en sus maniobras por la marina inglesa. Tampoco omitieron destacar al paso gente que ciñese la plaza de Tortosa, empezando a embestir ya el 29 de julio la de Tarragona. Siguió ocupando el segundo ejército el reino de Valencia, y bloqueó los puntos en que había quedado guarnición enemiga, excepto la división de Sarsfield, que no tardó en pasar a Cataluña. [Marginal: Estado de Aragón.] Aquí los dejaremos por ahora a unos y a otros, queriendo echar una ojeada sobre el estado de estas provincias recién evacuadas. En Aragón habíase mantenido viva la llama del patriotismo, especialmente en ciertas comarcas, bien que yaciesen los ánimos caídos y amortiguados por el yugo que de continuo pesaba sobre ellos. Invariables los naturales en sus pensamientos, ayudaban debajo de mano, si no podían de público, la buena causa, y elevaban siempre al cielo fervorosas oraciones por el triunfo de ella, después de servirla a la manera que les era lícito; y en Zaragoza no se limitaban a encerrar en sus pechos la tristeza y duelo, sino que aún vestían luto en lo interior de las casas en los días y anuales de calamidades y desdichas públicas. [Marginal: Contribuciones que pagó.] Hiciéronse allí sentir mucho las cargas y exacciones, sobre todo en un principio, que fueron pesadas y sin cuento. Más llevaderas parecieron al encargarse Suchet del mando, no porque se aminorasen en realidad, sino por el orden y mayor justicia que adoptó aquel mariscal en el repartimiento. Entraron en las arcas de los recibidores generales franceses de Aragón desde 1810 hasta la evacuación en 1813 gruesas sumas, no incluyéndose en ellas lo exigido en 1809, ni el valor de las raciones ni otras derramas de cuantía echadas por los jefes y por varios subalternos. Y si a esto se agrega lo que por su lado cobraron los españoles, calcularse ha fácilmente lo mucho que satisfizo Aragón, aprontando tres y cuatro veces más de lo que acostumbraba en tiempos ordinarios cuando la riqueza y los productos, siendo muy superiores, favorecían también el pago de los impuestos. [Marginal: Estado de Valencia.] Lo mismo aconteció en Valencia, ascendiendo la suma de los gravámenes a cantidades cuya realización hubiera antes parecido del todo increíble. En 1812, primer año de la ocupación francesa, impusieron los invasores a aquel reino una contribución extraordinaria [Marginal: (* Ap. n. 22-11.)] de guerra de doscientos millones de reales,[*] [Marginal: Contribuciones que también pagó.] cuya mitad o más se cobró en dinero, y la otra en granos, ganado, paños y otras materias necesarias al consumo del ejército enemigo. Al comenzar el segundo año, esto es, el de 1813, convocó Suchet una junta compuesta de los principales empleados civiles y militares, de individuos del comercio, y de un diputado por cada distrito de recaudación de los catorce en que había dividido aquel reino. Debatiose en ella el modo y forma de llenar las atenciones del ejército francés en el año entrante, procurando fuesen puntualmente satisfechas aquellas, y distribuidas las cargas entre los pueblos con equidad. Fijose la suma en setenta millones de reales. Dificultoso es concebir cómo pudieron aprontarse; explicándose solo con la presencia de un conquistador inflexible para recaudar los tributos, como pronto también a mantener igualdad y justicia en el repartimiento y cobranza, no menos que a reprimir los desmanes de la tropa, conservando en las filas orden y disciplina muy rigurosa. Objetos diversos que hizo resolución de alcanzar en su gobierno el mariscal Suchet, y que en cierta manera logró: mereciendo por lo mismo su nombre loor muy cumplido. Así fue que Valencia formaba contraste notable con lo demás del reino, en donde no se descubría ni tráfico ni rastro alguno de bienestar ni de prosperidad, al paso que allí, seguros los habitantes, aunque sobrecargados de impuestos, de que no se les arrancaría violentamente ni por mero antojo el fruto de su sudor y afanes, entregábanse tranquilamente al trabajo, y recogían de él abundante esquilmo en provecho suyo y de los dominadores. Que en los pueblos de la Europa moderna reposo interior y disfrute pacífico y libre de la propiedad e industria son ansiados bienes, y bienes más necesarios para la vida y acrecentamiento de las naciones cultas que las mismas instituciones políticas, que mal interpretadas son origen a veces o pretexto de bullicios y atropellamientos, antes que prenda cierta de estabilidad, y que supremo amparo y privilegiada caución de cosas y personas. [Marginal: Bellas artes.] Tampoco las bellas artes tuvieron que deplorar por acá las pérdidas que en otros lugares; y si desaparecieron en Zaragoza algunos cuadros de Claudio Coello, del Guercino y del Ticiano, no en Valencia, en donde casi se conservaron intactos los que adornaban sus iglesias y conventos; producciones célebres de pintores hijos de aquella provincia, como lo son, entre otros, y descuellan, los Juanes, los Ribaltas y el Españoleto. RESUMEN DEL LIBRO VIGÉSIMO TERCERO. Nombra Napoleón a Soult su lugarteniente en España. — Medidas que toma Soult. — Proclama que da. — Sitian los ingleses a San Sebastián. — Asalto infructuoso. — Intentos de Soult. — Estancias de los ejércitos. — Se estrecha de nuevo a San Sebastián. — La asaltan los aliados. — La entran a viva fuerza. — Se incendia y la saquean los anglo-portugueses. — Cuarto ejército español. — Dónde se acantona. — Acción de San Marcial. — Victoria que consiguen los españoles. — Atacan los aliados el castillo de San Sebastián. — Se rinde. — Estado de Cataluña. — Reencuentro en Sadurní. — Socorren y vuelan los franceses a Tarragona. — Sarsfield. — Tercer ejército en el Ebro. — Reencuentro que tiene. — Pasa a Navarra. — Bentinck en Villafranca. — Pelea en Ordal. — Sucesos posteriores. — Estado de los negocios en Alemania. — Armisticio de Pläswitz. — Rómpese. — Únese el Austria a los aliados. — Las Cortes y su rumbo. — Discusión sobre trasladarse a Madrid. — Se dilata la traslación. — Otros debates sobre la materia. — El diputado Antillón. — Varias medidas útiles de las Cortes. — Resoluciones de las mismas en hacienda. — El diputado Porcel. — Nombran las Cortes la diputación permanente. — Cierran las Cortes extraordinarias sus sesiones el 14 de septiembre. — La fiebre amarilla en Cádiz. — Vuélvense a abrir el 16 las Cortes extraordinarias. — Motivo de ello la fiebre amarilla. — Acalorados debates. — Ciérranse de nuevo el 20 las Cortes extraordinarias. — Su legitimidad. — Su forma y rara composición. — Sus faltas. — Constitúyense y abren sus sesiones en Cádiz las Cortes ordinarias. — Se trasladan a la Isla de León. — Su composición al principio. — Lo que hubo en las elecciones. — Estado de los partidos en las nuevas Cortes. — Diputados que se distinguen en ellas. — Antillón y sus riesgos. — Martínez de la Rosa. — Primeros trabajos de estas Cortes. — Contienda sobre el mando de lord Wellington. — Nada se resuelve. — Trasládanse las Cortes y el Gobierno de la Isla a Madrid. — Estado de la guerra. — Ejército aliado en el Bidasoa. — Ejército del mariscal Soult. — Se dispone Wellington al paso del Bidasoa. — Verifícalo. — Se distingue el cuarto ejército español. — También el de reserva de Andalucía. — Pisan los aliados el territorio francés. — Providencias de Wellington. — Bloqueo de Pamplona. — Se rinde la plaza a los españoles. — Exacciones y pérdidas de Navarra y provincias Vascongadas. — Situación de Soult en el Nivelle. — Proyecto de Wellington. — Lord Wellington en Saint-Pée. — Cura de este pueblo. — Venida del duque de Angulema. — Wellington en San Juan de Luz: su línea. — Disciplina y estado del ejército anglo-hispano-portugués. — Vuelven a España casi todo el cuarto ejército y el de reserva de Andalucía. — Movimientos y combates en el Nive. — Estancias de los respectivos ejércitos. — El general Harispe. — Sucesos en Cataluña. — Valencia. — Ríndense a los españoles Morella y Denia. — Sucesos en Alemania y norte de Europa. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO VIGÉSIMO TERCERO. [Marginal: Nombra Napoleón a Soult su lugarteniente en España.] En medio de los graves cuidados que rodeaban a Napoleón en Alemania y demás partes del norte, no ponía él en olvido las cosas de España. Enojole a lo sumo lo acaecido en Vitoria; y como achacase a impericia de José y del mariscal Jourdan tamaña desgracia, separolos del mando, nombrando por sucesor de ambos al mariscal Soult bajo el título de lugarteniente del emperador en España; determinación que tomó en Dresde por decreto de 1.º de julio. [Marginal: Medidas que toma Soult.] Posesionose del nuevo cargo aquel mariscal el 12 del propio mes en San Juan de Pie de Puerto, y refundió en uno solo los diversos ejércitos que antes se apellidaran del Norte, Portugal, Mediodía y Centro, denominando al formado ahora ejército de España, y distribuyéndole en nueve divisiones repartidas en tres grandes trozos, a saber: el de la derecha a las órdenes del conde de Reille, el del centro a las del conde d’Erlon, y el de la izquierda a las del general Clauzel. Compuso además una reserva que gobernaba el general Villatte, junto con dos divisiones de caballería pesada conducidas por los generales Tilly y Trelliard, y otra ligera de la misma arma que regía el general Soult, hermano del mariscal. [Marginal: Proclama que da.] Al encargarse este del mando en jefe dio a las tropas una proclama, en cuyo tenor al paso que comprometía la fama y buen nombre de sus antecesores, mostraba abrigar en su pecho esperanzas harto lisonjeras sobre la campaña que iba a emprenderse. «Culpa es de otros [decía] el estado actual del ejército; sea gloria nuestra el mejorarle. — He dado parte al emperador de vuestro valor y de vuestro celo. — Son sus órdenes echar al enemigo de esas cumbres, desde donde atalaya nuestros fértiles valles, y forzarle a repasar el Ebro. — Plantaremos en breve nuestras tiendas en tierra española, y de ella sacaremos los recursos que nos sean necesarios. — Fechemos en Vitoria nuestros primeros triunfos, y celebremos allí el día del cumpleaños del emperador.» No correspondiendo los hechos a confianza tan sobrada y ciega, convirtiose esta proclama en simple despavorizadero de pomposas palabras. El día mismo en que tomó el mando el mariscal Soult partieron de San Juan de Pie de Puerto el rey José y el mariscal Jourdan, este para lo interior de Francia, aquel para Saint-Esprit, arrabal de Bayona, al otro lado del Adour. Terminó José así y de un modo tan poco airoso su transitorio reinado, graduando con razón de ofensa el que le desposeyera del trono hasta su propio hermano, quien, sin tener cuenta con su persona, había conferido a Soult la lugartenencia de España, a nombre solo y en representación de la corona de Francia. Queriendo, pues, el nuevo general dar principio al plan anunciado en su proclama, hizo resolución de socorrer desde luego a Pamplona y San Sebastián, asediadas ya; animándole también a ello el malogro de las primeras tentativas de los aliados contra la última de dichas plazas, cuyo cerco empezaremos a narrar. [Marginal: Sitian los ingleses a San Sebastián.] Asiéntase San Sebastián, ciudad de 13.000 habitantes, con puerto de reducida concha y no muy hondable, en una especie de península al pie de un monte entre dos brazos de mar, desaguando en el que está más al cierzo el Urumea, río de caudal no abundoso. Comunica con tierra la plaza solo por un istmo, representándose a primera vista, yendo de lo interior, como muy robusta, no teniendo otro camino para llegar a ella sino el del referido istmo, amparado del hornabeque de San Carlos y del recinto principal, dominados y defendidos ambos por el castillo de Santa Cruz de la Mota, puesto en lo alto del monte en que se respalda la ciudad. Mas su flaqueza descúbrese en breve; pues si la resguardan por tierra convenientes obras provistas de doble recinto, contraescarpa y camino cubierto, no así del lado de la Zurriola y el Urumea; fiado quizá quien trazó allí el muro en las aguas que por el pie le bañan, sin echar de ver los puntos que quedan vadeables y aun en seco a baja mar, con el padrastro además de ciertas dunas o méganos que corren lo largo de la margen del río y sojuzgan la línea. Defecto de que ya se aprovechó en 1719 el mariscal de Berwick para rendir la plaza, y en que no se había puesto remedio, a pesar de ir transcurrido desde entonces casi un siglo. Habían aumentado los franceses la guarnición de San Sebastián hasta el número de unos 4000 hombres bajo del general Rey, militar de concepto; y si bien los españoles bloquearon en un principio la plaza, solo formalizaron el sitio los anglo-portugueses, según se apuntó en otro libro, a las órdenes siempre de Sir Thomas Graham, quien resolvió encaminar el ataque contra el lado descubierto y débil de la Zurriola. Plantaron al efecto los aliados fuertes baterías en las alturas a la derecha del Urumea, anhelando abrir brecha entre el cubo de los Hornos y el de Amezqueta, situados en el lienzo de muralla frontero. Dirigieron los demás fuegos contra el castillo y hornabeque de San Carlos, adelantando por la lengua o istmo otros trabajos. En él y a su entrada levantábase a 700 u 800 varas de la plaza el convento de San Bartolomé, del cual quisieron apoderarse los aliados, juzgándolo paso conveniente y previo al acometimiento de las otras obras y del recinto principal. Comenzó el ataque en la noche del 13 al 14, tirando los ingleses hasta con bala roja. Destruyose el convento, mas los sitiadores todavía no le entraron, permaneciendo en las ruinas los contrarios y sosteniéndose vigorosamente: de lo que, enojados los ingleses, cargaron a la bayoneta, acabando por apoderarse el día 17 de aquellos escombros, después de quedar tendidos 250 de los defensores. Avanzaron de resultas los aliados, pero no mucho, detenidos hasta el 20 por un reducto circular que en el istmo había. [Marginal: Asalto infructuoso.] En vano Graham intimó al día siguiente la rendición a la plaza, pues ni siquiera admitió al parlamento el gobernador Rey; motivo por el cual decidieron los ingleses dar el asalto, juzgando ya practicable la brecha aportillada entre los dos cubos. Efectuose la embestida al amanecer del 25 formando la columna de ataque la brigada del mayor general Hay, que tenía en reserva otras bajo el mando todas del mayor general Oswald. Pero malogrose la tentativa a pesar del brío y esfuerzos de los aliados, ya por estar todavía intactos los demás fuegos de la plaza que abrasaron a los acometedores, ya por la distancia considerable que mediaba entre las trincheras y la brecha, y ser aquel tránsito de piso muy pedregoso, lleno de plantas marinas y aguazales. Acercose poco después Wellington a San Sebastián viniendo de Lesaca, en donde ahora tenía sus cuarteles, y trataba ya de repetir el asalto, cuando sabedor de ciertos movimientos de Soult, suspendiolo, y aun dispuso convertir en bloqueo el sitio, embarcando la artillería en Pasajes, sin desamparar por eso las trincheras y algunos trabajos. [Marginal: Intentos de Soult.] No eran en realidad engañosos los avisos que recibió Wellington, porque entonces dio Soult la señal de abrir su proyectada campaña. Socorrer a Pamplona y San Sebastián debían ser los estrenos de ella, empezando por acudir a la primera, pudiendo la otra alcanzar más fácilmente auxilios con la cercanía y proporción del mar. Ponían a lord Wellington en apurado estrecho los intentos del mariscal Soult, incierto todavía de cuáles fuesen. Porque teniendo que atender a dos puntos bloqueados, distante uno de otro dieciséis leguas, y que cubrir muchos pasos en país montañoso, a veces inaccesible o falto de comunicaciones laterales, arduo se hacía salir airoso de tamaña empresa, importando por una parte no dejar indefenso ningún paraje, y siendo arriesgado por otra debilitarse, subdividiendo su fuerza en sazón que el enemigo era dueño de escoger el punto de ataque y de acometerle con golpe de gente muy superior y más respetable. [Marginal: Estancias de los ejércitos.] De antemano se había preparado Soult para meterse de nuevo en España, recogiendo en San Juan de Pie de Puerto gran copia de víveres y muchos pertrechos. Acampaban ambos ejércitos en las respectivas fronteras sobre cumbres distantes entre sí medio tiro de cañón, aproximándose las centinelas o puestos avanzados hasta unas 150 varas. Los franceses, alegres y joviales según su natural condición, y más gozosos por estar en su tierra; los ingleses, al contrario, taciturnos y con pensativo y serio ademán, si bien satisfechos, complacido su nacional orgullo con poder amenazar de cerca la Francia, su antigua y poderosa rival. Tenían los aliados las siguientes estancias: la brigada del general Byng y la división de Don Pablo Morillo ocupaban la derecha, cubriendo el puerto de Roncesvalles. Las sostenía, apostado en Viscarret, sir Lowry Cole con la cuarta división británica, formando la reserva la tercera del cargo de sir Thomas Picton, que se alojaba en Olagüe. Extendíase por el valle de Baztán a las órdenes del general Hill parte de la segunda división inglesa y la portuguesa del conde de Amarante, destacada solo la brigada de Campbell en los Alduides. La división ligera y séptima acantonábanse en la altura de santa Bárbara, villa de Vera y puerto de Echalar, y se daban la mano con los que guarnecían el Baztán. Servía de reserva a estas tropas en Santisteban la sexta división inglesa. Don Francisco Longa con la suya mantenía las comunicaciones entre esta izquierda de los aliados y las divisiones del cuarto ejército español alojadas a orillas del Bidasoa y en los pueblos de Guipúzcoa. Llevaba Soult la mira de acometer a un tiempo por Roncesvalles y por el puerto de Maya, término del valle de Baztán, reuniendo para ello en San Juan de Pie de Puerto, el 24 de julio, sus alas derecha e izquierda con una división del centro y dos de caballería. Dirigía Soult en persona el movimiento del lado de Roncesvalles con unos 35.000 hombres, al paso que embestía con 13.000 por Maya Drouet, conde d’Erlon. Se trabó la refriega el 25 en la mañana hacia las entradas de Roncesvalles, cuya posición mantuvo vigorosamente el general Byng apoyado por sir Lowry Cole, hasta que en la tarde yendo a ser envuelta la posición se replegaron ambos a Lizoáin y cercanías de Zubiri. Defendió entonces largo rato y con brío el edificio de la fábrica de municiones de Orbaizeta el regimiento de León, que capitaneaba el teniente coronel Aguier. También por su parte empezó Drouet a maniobrar en el mismo día desde temprano por el puerto de Maya, queriendo habérselas especialmente con la división del conde de Amarante, colocada a la derecha. En un principio limitose todo a solo amagos, recogiendo en seguida Drouet su fuerza en una montaña detrás de un paso angosto, de donde, intentando un súbito y rápido avance, viose favorecido de la suerte, porque soñolientos con el calor del día dos centinelas puestas en un alto, durmiéronse y pudieron los franceses acercarse sin ser sentidos, y aun desalojar de su posición a los aliados mal de su grado. Recobráronla estos después, ayudados de la brigada del mayor general Barnes, y hubiéranla conservado, si noticioso Hill de lo ocurrido en Roncesvalles, no hubiese dado orden de que se replegasen todos a Irurita. Pelearon los aliados en este día por espacio de siete horas, perdiendo 4 cañones y 600 hombres. Wellington en camino de San Sebastián ignoró hasta la noche lo que por el día había pasado. Permanecieron quedos los franceses el 26 en el puerto de Maya. No sucedió así por el otro punto, adelantándose a dar nuevo ataque en la tarde del mismo día. Se hallaban los aliados prevenidos y más fuertes, habiendo avanzado el general Picton a sostener a los de Lizoáin; y juntos todos, replegáronse escaramuzando a un puesto ventajoso, en donde se mantuvieron firmes y formados en batalla hasta después de cerrada la noche. Continuaron el 27 retirándose en busca de un sitio más acomodado para cubrir el bloqueo de Pamplona, apostando, a este propósito, su derecha enfrente de Huarte y su izquierda en los cerros que hacen cara al pueblo de Villava, descansando parte [inclusos los regimientos españoles Príncipe y Pravia] en un viso que resguarda el camino de Zubiri y Roncesvalles, y parte en una ermita detrás de Sorauren, vía de Ostiz. Colocáronse cerca, de respeto, la división de Don Pablo Morillo y el conde del Abisbal con todo su ejército de Andalucía, excepto 2000 hombres que continuaron en el bloqueo de Pamplona, quedando la caballería británica, del mando de sir Stapleton Cotton, a la derecha sobre Huarte, único descampado en que le era dable evolucionar. Supieron en el ínterin los franceses de la plaza que se aproximaba Soult, y contentos y fuera de sí prorrumpieron en grandes demostraciones de júbilo, e hicieron alguna salida. Unido Abisbal al ejército aliado de operaciones, dirigía el bloqueo Don Carlos de España, estando a sus órdenes Don José Aymerich con los 2000 hombres del ejército de Andalucía que quedaron allí. Los franceses acometieron al último jefe, le desordenaron y aun le cogieron cañones; y más daños se seguirían, si sereno y reportado España en aquella ocasión, no hubiese por su parte rechazado a los sitiados y arrinconádolos contra los muros. El 27 llegó lord Wellington a las estancias en que Picton y Cole se habían situado aquel día, casi a tiempo que Soult, teniendo a sus inmediatas órdenes a los generales Reille y Clauzel, empezaba a formar su gente en una montaña que se dilata desde Ostiz hasta Zubiri. Aquí y en otros puntos vecinos colocó dicho mariscal un cuerpo numeroso de caballería; destacando por la tarde una columna para apoderarse de una eminencia empinada, a la derecha de la división del general Cole. Ocupábala un regimiento portugués y el español de Pravia, que tenía por coronel al bizarro Don Francisco Moreda, defendiendo ambos el puesto gallardamente y a la bayoneta. Reforzolos Wellington, por ser importante la conservación de aquel sitio, enviando el 40 inglés y el del Príncipe también español, que mandaba su benemérito teniente coronel Don Javier Llamas; con lo que allí se le frustró a Soult su intento, si bien se apoderó de Sorauren en el camino de Ostiz, sustentando un fuego vivo de fusilería todo lo largo de la línea hasta boca de noche. Amaneció el 28, día que fuera de mayor empeño. Temprano en la mañana incorporose a los de Wellington la división del general Pack, que destinaron a ocupar las alturas del valle de Lanz, a retaguardia de Cole. Apenas la divisó el mariscal Soult, atacola con superiores fuerzas viniendo de Sorauren; pero viose repelido y privado de mucha gente. Insistió no obstante el francés en enseñorearse de una ermita cercana, y si bien en un principio venció, sucediole al fin como antes, teniendo que echarse atrás. Encendiose entonces la batalla por todas las cimas, logrando los franceses solo ventajas del lado en que se alojaba la brigada de la cuarta división británica que mandaba el general Ross, a punto de colocarse en la misma línea de los aliados. En breve acudió Wellington al remedio, y recuperó lo perdido. Rechazado el mariscal Soult en todos los lugares, empezó a perder la esperanza de auxiliar a Pamplona, y para aligerar su hueste, en caso de retirada, envió cañones, heridos y mucho bagaje, camino de San Juan de Pie de Puerto. Ni uno ni otro ejército se movió el 29, en acecho cada cual de las maniobras de su contrario. Tuvo orden el general Hill de aproximarse a donde estaba Wellington, marchando sobre Lizaso: lo mismo Dalhousie, con la diferencia este de tener que extenderse hasta Marcaláin para afianzar las comunicaciones del ejército, que se puso así todo él en inmediato contacto. Igual caso sucedió al de los franceses, arrimándose al cuerpo principal el general Drouet en seguimiento y observación de sir R. Hill. Alerta Soult, no quiso desaprovechar la ocasión, y ya que se le había malogrado lo de Pamplona discurrió auxiliar a San Sebastián, y sacó al propósito tropas de su izquierda para enrobustecer su derecha, tratando de abrirse paso por el camino de Tolosa, abrazando y ciñendo la izquierda de los aliados. Advirtió lord Wellington esta maniobra al alborear del 30, y descubriendo la intención que el enemigo llevaba, determinó atacar a los franceses en sus puestos, mirados como muy fuertes. En consecuencia ordenó a lord Dalhousie envolver la derecha enemiga, encaramándose a la cresta de la montaña que tenía delante, y otro tanto mandó respecto de la izquierda a sir Thomas Picton debiendo dirigirse camino de Roncesvalles. Efectuados estos movimientos por los flancos, arremetió Wellington por el frente y con tal acierto y vigor que los franceses retiráronse y abandonaron unas estancias que ellos mismos conceptuaban de dificilísimo acceso. Mientras tanto, no quedaron tampoco parados el general Drouet y sir R. Hill. Fue aquel quien primero atacó, consiguiendo por medio de un rodeo envolver la izquierda del último, y obligarle a retroceder hasta colocarse en unos cerros cerca de Eguarás, en los que, firme el inglés, repelió cuantas arremetidas intentó su contrario para desalojarle. Y desembarazado ya entonces Wellington del mariscal Soult, sirvió de mucho a Hill, hallándose a puesta de sol en Olagüe, a retaguardia de Drouet, quien, sabedor de ello, escabullose diestramente durante la noche por el paso de Donamaría, dejando 2 divisiones que cubriesen la retirada. Reforzado Hill, fue tras ellos y logró aventarlos. Al propio tiempo se movió lord Wellington vía de Velate sobre Irurita, inclinándose a Donamaría, con la dicha el general Byng de coger en Elizondo un convoy de municiones de boca y guerra. Continuose el perseguimiento el día 1.º de agosto por los valles del Bidasoa y del Baztán, posesionándose los anglo-portugueses del punto de Maya, y de modo que, al cerrar de la tarde, hallábanse restablecidas las divisiones aliadas casi en el mismo campo en donde habían empezado las operaciones 8 días antes. También el enemigo tornó a pisar la tierra de Francia, dejando solo 2 divisiones en el puerto de Echalar, a las que desalojó Wellington por medio de una combinada maniobra de las divisiones cuarta, séptima y ligera, que sucedió bien y completamente. Aunque lejana la fuerza principal del cuarto ejército español del teatro de estos combates, no por eso permaneció ociosa. Supo su general Don Pedro Agustín Girón, al amanecer del 1.º, lo acaecido cerca de Pamplona, y previendo que alguna columna enemiga se replegaría por Santisteban, permitió inquietarla a Don Francisco Longa, que se lo propuso, mandando además a Don Pedro de la Bárcena ocupar con la primera brigada de su división los puntos de Vera y Lesaca. Sobre aviso Longa, y noticioso de que los enemigos iban de retirada, adelantó 3 compañías al puente de Yanci, que, si bien ciaron en un principio, volvieron en sí acudiendo Bárcena, y disputaron juntos el paso a los franceses, durante cinco horas, el día 1.º de agosto. Obligados los enemigos a rehacerse, tomaron nuevas precauciones para vencer tan inesperada resistencia, pero gastando en ello mucho tiempo, dieron lugar a que despacio y ordenadamente se replegasen los nuestros refugiándose en las alturas. Reencuentro fue este glorioso y que mereció alabanzas de lord Wellington. Ascendió la pérdida del ejército aliado en tan diversos combates y peleas a 6000 hombres entre muertos, heridos y extraviados. Pasó de 8000 la de los franceses. Capacidad y consumada pericia desplegaron lord Wellington y el mariscal Soult en aquellas jornadas que malamente llamaron algunos batalla de los Pirineos. Fueron por ambos lados muy acertadas y bien entendidas las marchas y movimientos, ya perpendiculares ya en dirección paralela que cada cual imaginó o se vio obligado a practicar, graduándose esta de parte muy importante y difícil en el arte de la guerra, si bien adecuada para que el hombre de profundo ingenio desdoble sus facultades empleadas a la vez en percibir muchos objetos y en abrazar número grande de combinaciones; sobre todo siendo, como aquí, el campo de la lid un país quebrado y montuoso, lleno de desfiladeros, tropiezos, tornos y revueltas, en donde no es muy hacedero al general en jefe obrar desembarazadamente y con voluntad exclusiva y pronta. [Marginal: Se estrecha de nuevo a San Sebastián.] Pensaron ahora los aliados en apretar más y más el sitio de San Sebastián. Suspendido este en julio, emprendiose de nuevo el 24 de agosto, haciendo propósito los ingleses de franquear más las brechas anteriores y abrir otra en el semibaluarte de Santiago a la izquierda del frente principal. Para ello aumentaron baterías en el istmo y también al otro lado del Urumea. Igualmente desembarcaron fuerzas en la isla de Santa Clara, roca erguida a la boca del puerto, y la tomaron, como asimismo a unos 30 soldados que la guardaban. [Marginal: La asaltan los aliados.] Apareciendo ya entonces buenas y practicables las brechas, dispúsose todo para dar el asalto el 31 de agosto. Las once de la mañana eran y hora de la baja marea cuando salieron de las trincheras las columnas de ataque. Fue este impetuoso, recibiéndole los enemigos serena y briosamente. Larga y reñida contienda se trabó, con visos ya de malograrse para los aliados, si a dicha no se hubiese prendido fuego a un acopio de materias combustibles almacenadas cerca de la brecha, causando tal estampido y retumbo que se sobrecogieron los enemigos y espantaron, aprovechándose de ello los anglo-portugueses para apoderarse de la cortina y meterse dentro de la ciudad. [Marginal: La entran a viva fuerza.] Retiráronse apriesa los franceses y se refugiaron en el castillo, cogiendo los aliados unos 700 prisioneros. Tuvieron los sitiadores más de 500 muertos y sobre 1500 heridos: contose entre los primeros al ilustre ingeniero sir Ricardo Fletcher, principal trazador de las líneas de Torres Vedras. Con la lluvia y el humo denso oscureciose la tarde del 31; por el contrario la noche que brilló clara y resplandeciente, si bien con llamas lúgubres encendidas quizá o al menos atizadas por el vencedor desalumbrado y perdido. [Marginal: Se incendia y la saquean los anglo-portugueses.] Melancolízase y se estremece el ánimo solo al recordar escena tan lamentable y trágica, a que no dieron ocasión los desapercibidos y pacíficos habitantes, que alegres y alborozados salieron al encuentro de los que miraban como libertadores, recibiendo en recompensa amenazas, insultos y malos tratos. Anunciaban tales principios lo que tenían aquellos que esperar de los nuevos huéspedes. No tardaron en experimentarlo comportándose en breve los aliados con San Sebastián como si fuese ciudad enemiga, que desapiadado y ofendido conquistador condena a la destrucción y al pillaje. Robos, violencia, muertes, horrores sin cuento sucediéronse con presteza y atropelladamente. Ni la ancianidad decrépita, ni la tierna infancia pudieron preservarse de la licencia y desenfreno de la soldadesca, que furiosa forzaba a las hijas en el regazo de las madres, a las madres en los brazos de los maridos, y a las mujeres todas por doquiera. ¡Qué deshonra y atrocidad! Tras ella sobrevino al anochecer el voraz incendio; si casual, si puesto de intento, ignorámoslo todavía. La ciudad entera ardió, solo 60 casas se habían destruido durante el sitio: ahora consumiéronse todas excepto 40, de 600 que antes San Sebastián contaba. Caudales, mercadurías, papeles, casi todo pereció, y también los archivos del consulado y ayuntamiento, precioso depósito de exquisitas memorias y antigüedades. Más de 1500 familias quedaron desvalidas, y muchas saliendo como sombras de en medio de los escombros, dejábanse ver con semblantes pálidos y macilentos, desarropado el cuerpo y martillado el corazón con tan repetidos y dolorosos golpes. Ruina y destrozo que no se creyera obra de soldados de una nación aliada, europea y culta, sino estrago y asolamiento de enemigas y salvajes bandas venidas del África. Las autoridades españolas pusieron sus clamores en el cielo, y el ayuntamiento y muchos vecinos reunidos en la comunidad de Zubieta elevaron a lord Wellington enérgicas y sentidas, aunque inútiles, representaciones; lo mismo que al gobierno supremo de la nación: siendo dignas de inmortal memoria las actas de tres sesiones que se celebraron en aquel sitio dirigidas a enjugar las lágrimas de tantos infelices, y a poner algún remedio en tales desdichas y a tan acerbos males. Pues no desmayados ni abatidos los que allí acudieron, no solo emplearon sus tareas en tan laudable y santo objeto, sino que quisieron también hacer que de entre sus cenizas renaciese la ciudad a ejemplo de lo que practicaron sus mayores con el antiguo y arruinado pueblo de Oiasso en los siglos XII y XV, reinando Don Sancho el Sabio de Navarra y los Reyes Católicos. Reedificose ahora San Sebastián en pocos años a expensas de los moradores y a impulso de sus infatigables esfuerzos, siguiéndose en su construcción una nueva y hermoseada traza, con lo que volvió a levantarse aquella ciudad más galana, elegante y bella. [Marginal: Cuarto ejército español.] Pensaron los franceses en socorrer a San Sebastián desde el momento en que por agosto se renovó el asedio, intentando verificarlo por donde estaba el cuarto ejército, que tenía ya otro general en jefe en lugar de Don Francisco Javier Castaños [que aunque ausente, continuaba antes siéndolo], y destinado también a Cataluña el que hacía sus veces Don Pedro Agustín Girón. Sucedió a ambos Don Manuel Freire, que tomó posesión el 9 de agosto en Oyarzun, quedándose asimismo Girón por acá al frente del ejército de reserva de Andalucía, de resultas de haber partido para Córdoba con licencia temporal el conde del Abisbal, aquejado de antiguas dolencias. [Marginal: Dónde se acantona.] A la sazón situábase el cuarto ejército en los parajes donde antes, si bien más avanzado hacia la frontera, hallándose la tercera división en los campos de Sorueta y Enacoleta, parte de la quinta en San Marcial, y la séptima en Irún y Fuenterrabía. Eran estos los puntos de la primera estancia. A retaguardia formaban segunda línea o reserva detrás de la tercera división, o sea derecha, la de Don Francisco Longa y dos brigadas de la cuarta división británica que ocupó unas alturas al diestro lado del monte de Aya, muy elevado, y como nudo que enlaza las cordilleras de Guipúzcoa y Navarra. Púsose en Lesaca una brigada portuguesa, y por la izquierda y a espaldas de Irún permaneció la primera división británica del cargo del mayor general Howard y la brigada del lord Aylmer. [Marginal: Acción de San Marcial.] Despuntaban ya los arreboles de la mañana cuando se presentaron los enemigos, el 31 de agosto, con grandes fuerzas en los vados de Socoa y Saraburo, para pasar con rapidez el Bidasoa por el último, como lo verificaron arrollando los puestos avanzados de los españoles, y posesionándose de la altura de Irachával, punto arbolado y por lo tanto propio para ocultar las columnas de ataque y moverlas encubiertamente. Intentáronlo así, amagando por su derecha a San Marcial, vía del monte de los Lobos, y procurando por su izquierda apoderarse de la posición importante de Soroya, penetrando para ello en la cañada de Ercuti. Aquí malogróseles su propósito, rechazándolos completamente el regimiento de voluntarios de Asturias, el primero de tiradores cántabros y algún otro que los ayudó. Más felices en un principio hacia San Marcial, también cedieron al fin, acudiendo el regimiento de Laredo y nuevos refuerzos; por lo que tornaron escarmentados al punto de donde habían partido. Nuevos ataques, pero igualmente infructuosos, repitió el francés para apoderarse de Soroya; con la desgracia, no obstante para nosotros, de que en una arremetida que dio el regimiento de Asturias cayó muerto su coronel Don Fernando Miranda, esforzado mozo que lloraron muchos, doliéndose todos de que desapareciese en flor tan preciosa vida. Temprano aún en la mañana, echaron los enemigos al amparo de la artillería, que tenían plantada a la derecha del Bidasoa en la altura que lleva el nombre de Luis XIV, un puente volante junto al paraje llamado de las Nasas, por el que habiendo atravesado aceleradamente sus columnas, trataron estas de penetrar hasta el puesto de San Marcial, acometiendo el centro nuestro y parte de la derecha; pero repeliolas con valor sumo, hasta desgalgar a sus soldados la falda abajo, la primera brigada de la quinta división, a cuya cabeza iba su comandante general, el intrépido cuanto desdichado Don Juan Díaz Porlier; habiendo también sostenido la maniobra el segundo batallón de marina que acudió al socorro desde la eminencia de Portó. Atacar este punto y toda la izquierda de los españoles fue la última tentativa que hicieron los enemigos en aquella jornada. Guarnecíale principalmente la segunda brigada de la tercera división, que regía Don José María Ezpeleta, quien recibió de firme y con serenidad a un sinnúmero de cazadores que, apoyados en dos columnas de infantería, le arremetieron vivamente. Apoderáronse sin embargo algunos de los contrarios, en el primer ímpetu, de las barracas de un campamento establecido en una de aquellas cimas; mas concurriendo a tiempo la cuarta división, y cooperando no menos la primera de Porlier con el segundo batallón de marina a las órdenes ahora todos de Don Gabriel de Mendizábal, arrollaron a los franceses, y los acosaron en tanto grado que, expelidos de todos los puntos y también del de Portó, que cerraba por allí la línea, comenzaron a repasar el río, hostigados siempre por nuestras tropas. Distinguiéronse en este trance, además de los ya expresados, los regimientos de Guadalajara, segundo de Asturias y la Corona, y en la última carga tres batallones de voluntarios de Guipúzcoa que guiaba Don Juan Ugartemendía. También brilló la segunda compañía de artilleros, manejada por Don Juan Loriga. Al propio tiempo que el enemigo se replegaba por el puente de las Nasas, abandonó igualmente en nuestra derecha el monte de Irachával y cruzó el Bidasoa por el vado de Saraburo no sin molestia, hinchándose ya el río con la lluvia que empezó a la tarde, y arreció después extraordinariamente. No dejaron tampoco los franceses de amenazar hacia los vados superiores, y aun de atacar por el extremo de la derecha española enfrente de donde se alojaba la novena brigada portuguesa; en ayuda de la cual envió Wellington al general Inglis, quien, reforzado además y mejorado que hubo de estancia colocándose en las alturas vecinas a San Antonio, impuso respeto a los enemigos obligándolos a desistir de su porfía. [Marginal: Victoria que consiguen los españoles.] Vencidos pues los franceses en todos los puntos y rechazados hasta dentro de su territorio, tuvo remate esta acción del 31 de agosto muy gloriosa para los españoles, y que dirigió con acierto Don Manuel Freire. La llamaron de San Marcial del nombre de la sierra así dicha: sierra aciaga en verdad para el extranjero, como lo atestigua la ermita que se divisa en su cumbre, fundada en conmemoración del gran descalabro que padecieron allí los franceses el día de aquel santo y año de 1522, en un combate que les ganó Don Beltrán de la Cueva, primogénito de los duques de Alburquerque. Perdieron los españoles en esta jornada entre muertos y heridos 1658 hombres, más los franceses; muy pocos los anglo-lusitanos, no habiendo apenas tomado parte en la acción. Lord Wellington se presentó solo a lo último, excitando su vista gran entusiasmo y aclamaciones en los españoles, de cuyas tropas dijo aquel general «se habían portado en San Marcial cual las mejores del mundo.» [Marginal: Atacan los aliados el castillo de San Sebastián.] Firme no obstante se mantuvo aún el castillo de San Sebastián desechando el general Rey proposiciones que le hicieron los aliados el 3 de septiembre; por lo cual resolvieron estos avivar sus ataques y cargar de recio. Para ello empezaron el 5 por tomar el convento de Santa Teresa, contigua su huerta al cerro del castillo, y desde donde, por las cercas, molestaban los enemigos a los sitiadores. [Marginal: Se rinde.] Terminadas después las baterías de brecha, y en especial una de 17 piezas que ocupaba el terraplén del hornabeque de San Carlos, descubriéronse el 8 los fuegos, asestándolos el inglés contra el castillo y las obras destacadas del mirador y batería de la reina, y contra otras defensas situadas por bajo. 59 cañones, morteros y obuses vomitaron a la vez destrucción y estrago, de manera que no pudiendo el enemigo aguantar su terrible efecto, tremoló a las doce del mismo día 8 bandera blanca, capitulando en seguida. De toda la guarnición restaban vivos solo 80 oficiales y 1756 soldados: los demás hasta 4000 habían perecido en la defensa de la plaza y del castillo. Costó a los ingleses el sitio 2490 hombres entre muertos, heridos y extraviados. [Marginal: Estado de Cataluña.] Vese cuán próspera se mostraba la fortuna a los nuestros por esta parte; no tanto por Cataluña. Dejamos a lord Bentinck, al finalizar julio, sitiando a Tarragona con la división de Whittingham y la primera del tercer ejército, apostadas las otras en las inmediaciones. La plaza quedó del todo embestida el 1.º de agosto. También se avecindó allí el general Copons con su ejército, y molestó a los franceses en sus comunicaciones, y les destruyó o atajó sus subsistencias. [Marginal: Reencuentro en Sadurní.] Provecho de este género resultó de la súbita acometida que al abrir el alba del 7 de agosto dio Don José Manso a un batallón de italianos que custodiaba, en San Sadurní, los molinos que en grande abundancia suministraban harinas a los contrarios. Había aquel coronel querido antes sorprender un convoy que Suchet enviaba la vuelta de Villafranca; pero encontrando dificultades en su realización, limitose a la otra empresa, tan feliz en su remate que solo se salvaron 300 de los 700 italianos apostados en San Sadurní. Los demás fueron o muertos o prisioneros, inutilizando Manso los molinos, y apoderándose de gran porción del acopio de harinas que en aquel sitio había; repartidas las otras entre los paisanos. [Marginal: Socorren y vuelan los franceses a Tarragona.] Urgía a Suchet socorrer a Tarragona, anhelando sobre todo no cayese en poder de sus contrarios el gobernador Bertoletti y 2000 hombres que guarnecían la plaza. Íbase sin embargo despacio, y aguardó a que se le juntasen con golpe de gente los generales Decaen, Maurice Mathieu y Maximiano Lamarque, cuyas fuerzas juntas ascendían a 30.000 hombres, inferiores tal vez en número a las de los aliados, pero superiores en calidad, siendo compactas y más aguerridas. Por eso lord Bentinck procedía también detenidamente, receloso de algún contratiempo. Los enemigos, viéndose reunidos, determinaron avanzar, yendo Decaen la vuelta de Valls y del Francolí, y el mariscal Suchet por el camino de Vendrell y Altafulla. Colocose lord Bentinck en orden de batalla delante de Tarragona; mas no con ánimo de combatir, retirándose en la noche del 15. Le siguieron los franceses durante los días 16 y 17 hasta los desfiladeros del Hospitalet que no franquearon, pensando solo Suchet en demoler y evacuar a Tarragona. Llevolo a efecto haciendo volar en la noche del 18 el recinto antiguo y las demás fortificaciones que quedaban aún en pie, pereciendo y desmantelándose aquella plaza, célebre ya desde el tiempo de los romanos. Bertoletti salió con sus 2000 hombres y se incorporó a su ejército que se reconcentró en la línea del Llobregat. [Marginal: Sarsfield.] La división española del segundo ejército, la cual regía Don Pedro Sarsfield, metiose al día siguiente en medio de aquellas ruinas, y empezó a querer descombrar el recinto, posesionándose desde luego de cañones y otros aprestos militares que se conservaron no obstante el casi universal destrozo de las fortificaciones. Quedó en Reus y Valls la división de Wittingham, si bien parte acompañó al Ebro al tercer ejército, y volvió a avanzar lord Bentinck situándose en Villafranca, ayudado por su izquierda del general Copons, apostado en Martorell y San Sadurní. [Marginal: Tercer ejército en el Ebro.] Recogiose a la derecha del Ebro el tercer ejército, yendo desde las inmediaciones de Tarragona, por Tivisa y Mora, la primera y segunda división, bajo del príncipe de Anglona, y la tercera con artillería, bagajes y algunos jinetes por Amposta, a las inmediatas órdenes del general en jefe duque del Parque. [Marginal: Reencuentro que tiene.] Tenía este para verificar el paso solo una balsa y cuatro botes, por lo que no pudo trasportarse con la deseada rapidez a la margen derecha, no obstante lo mucho que al intento se trabajó en los días 17 y 18, dando vagar a que el 19, saliendo el general Robert de Tortosa, hiciese una fuerte arremetida que hubo de costar caro. Reprimiose sin embargo al francés, y consiguió el duque pasar con sus tropas el río sin particular quebranto. Se acantonaron las divisiones que componían este ejército a la distancia de algunas leguas del Ebro, revolviendo después el príncipe de Anglona con la primera sobre Tortosa. La razón que hubo para el retroceso del tercer ejército provino de una determinación de lord Wellington, [Marginal: Pasa a Navarra.] enderezada a que dichas fuerzas se trasladasen a Navarra y se juntasen con las que allí lidiaban. Empezaron por tanto su marcha llegando a Tudela al promediar septiembre, de donde parte de ellas se dirigió a reforzar el bloqueo de Pamplona, teniendo a su frente al príncipe de Anglona, quien a poco tomó el mando de todo aquel ejército, cansado el duque del Parque y afligido de achaques. Llenaron el hueco que dejaba este ejército en Cataluña otras divisiones del segundo, además de la de Sarsfield, no ocupadas en el bloqueo de las plazas y fuertes del reino de Valencia, yendo a estrechar el de Tortosa la quinta, que capitaneaba Don Juan Martín el Empecinado. [Marginal: Suchet en el Llobregat.] Entre tanto, habíase afirmado Suchet en su línea del Llobregat, fortificando la cabeza del puente de Molins de Rey y construyendo varios reductos a la izquierda de aquel río. Formaba la vanguardia el general Mesclop y observaba ambas orillas, encomendándose el lado de Martorell a un batallón protegido por un escuadrón de húsares. Tuvo esta fuerza algún descuido de que se aprovechó Don José Manso, muy diligente en su caso, aunque hombre de espera, dando de sobresalto en ellos el 10 de septiembre en Pallejá, y desbaratándolos. Rechazó igualmente a otros que vinieron en ayuda de los primeros, mejorada su posición y muy afianzada. [Marginal: Bentinck en Villafranca.] Ni Bentinck desamparó tampoco a Villafranca y pueblos de enfrente, apostando en el ventajoso y difícil paso de Ordal, distante tres leguas, al coronel Adams con un trozo respetable de gente, compuesto de un regimiento británico y de otro calabrés, y de una brigada de la división española de Sarsfield, que mandaba Don José de Torres. Colocose a este en la izquierda con dos compañías inglesas, y en lo alto de la eminencia llamada la Cruz de Ordal a los calabreses, metidos en un reducto antiguo y dueños de 4 cañones pequeños, alojándose en la derecha lo que restaba de fuerzas inglesas. [Marginal: Pelea en Ordal.] Discurrió Suchet atacar este punto y aventar de allí a los aliados, para lo que se concertó con Decaen. No era fácil la empresa, siendo Ordal escarpado sitio con avenida que culebrea por largo espacio y ciñen vecinos cerros. Así fue que tomó el mariscal francés las correspondientes precauciones, pareciéndole la más oportuna acometer de repente y de noche a los aliados con propósito de sobrecogerlos. Se trabó la pelea en la noche del 12 al 13, habiendo lanzado el general Mesclop, que se hallaba a la cabeza de la columna del general Harispe, muchos tiradores apoyados de otra fuerza contra la izquierda aliada, en donde se apostaban los españoles que tenían también parte de su gente en el camino real. Vanos fueron por dos veces los ímpetus del enemigo, [Marginal: Sucesos posteriores.] estrellados en el valor y serenidad de nuestros soldados. Generalizose en breve el fuego por toda la línea, con la desgracia de quedar herido a poco gravemente el coronel Federico Adams, por lo que recayó el mando en Don José de Torres. Renovando los enemigos esforzadamente su ataque, desalojaron a los nuestros de un puesto importante que se recobró luego; debiéndose en particular el triunfo a los granaderos y cazadores de Aragón, a dos compañías inglesas, y a los tiros de metralla de la artillería británica en la Cruz de Ordal. Pero frustradas al francés sus tentativas por este lado, ideó otra sobre la derecha que amparaban los ingleses, destacando en contra suya la división de Habert, la cual logró su objeto, distinguiéndose el comandante Bugeaud con el batallón 116 que arrolló brioso a los que se le oponían. Entonces tuvieron también que ciar los de la izquierda y centro, y tomaron hacia San Sadurní en busca de las fuerzas del general Copons que andaban por allí y por Martorell. Los españoles se unieron a los suyos, mas no los calabreses, que, encontrándose con tropas de Decaen que avanzaban por la derecha de Suchet, retrocedieron, logrando sin embargo cruzar el camino real de Barcelona y embarcarse en Sitges con la buena ventura de no encontrar al paso con Suchet ni con gente de su ejército. Perdieron, sí, los cañones, mas no los extraviados, que consiguieron incorporarse con Don José Manso. Los restos de la derecha aliada del cuerpo lidiador en Ordal se unieron a Bentinck, quien avanzó al ruido de la contienda trabada. Pero no fue muy allá, tornando atrás luego que supo el infeliz desenlace. Tampoco Suchet porfió en el perseguimiento, ya porque tardó en adelantarse el general Decaen, con quien contaba, entretenido por los calabreses y Don José Manso, ya porque advirtiendo firmeza en el ademán de Bentinck, y por haber sido escarmentados sus jinetes en una refriega con los británicos, no creyó prudente empeñar nueva acción. No hubo después ninguna otra de importancia, replegándose al Llobregat el mariscal Suchet y los aliados a Tarragona, cuyo jefe Bentinck dejó en breve el mando, trasladándose otra vez a Sicilia. Sucediole sir Guillermo Clinton, esclarecido general y de fama bien adquirida. A pesar de vaivenes y desengaños de la suerte varia y aun adversa en Cataluña, no se siguió a España grave perjuicio, así por los trofeos cogidos en otros lugares, como también por los señalados acontecimientos que a la propia sazón ocurrieron en Alemania. [Marginal: Estado de los negocios en Alemania.] Eclipsábase allí cada vez más la estrella en otro tiempo tan resplandeciente y clara del emperador Napoleón. Porque, si bien brilló de nuevo en los campos de Lützen, Bautzen y Wurschen, no fue sino momentáneo su esplendor, y para ocultarse y desaparecer del todo sucesiva y lamentablemente. [Marginal: Armisticio de Pläswitz.] Habíase firmado un armisticio el 4 de junio en Pläswitz entre las potencias beligerantes, estipulando además el Austria en Dresde el 30 del propio mes una convención con la Francia en la que ofrecía su mediación, y a cuyo efecto debía reunirse un congreso en Praga, prolongándose hasta el 10 de agosto el armisticio pactado. Dificultades sin número se opusieron a la pacificación general, nacidas ya de los aliados, que mal contentadizos con los favores de la fortuna querían sacar mayor provecho de sus anteriores lauros, ya de Napoleón, que avezado a dominar siempre y a dictar condiciones, no se avenía a recibirlas, temiendo descender mal parado de la cumbre de su poderío y grandeza. [Marginal: Rómpese.] Por tanto rompiose el armisticio, y uniéndose el Austria a la confederación europea, declaró la guerra a la Francia el 12 de agosto de 1813, sin que los vínculos de la sangre que enlazaban a las familias reinantes de ambos estados [Marginal: Únese el Austria a los aliados.] bastasen a detener el movimiento bélico, ni a trocar frías resoluciones de la desapegada política. Las que tomó en este caso el augusto suegro de Napoleón acabaron de inclinar la balanza de los sucesos del lado de la liga europea. Ventura sobre todas esta que confortaba los ánimos de los españoles, creciendo en ellos la esperanza de ver concluida pronta y felizmente la lucha de la independencia; como afianzado también el establecimiento de las nuevas reformas, a lo menos de aquellas que se conceptuasen más útiles y necesarias. [Marginal: Las Cortes y su rumbo.] Tras de lograr objeto tan importante caminaban afanadas las Cortes generales y extraordinarias, llevando en las discusiones el anterior rumbo con mayoría casi igual aunque no siempre tan numerosa y compacta; allegándose al partido opuesto a las mudanzas muchos diputados de los últimamente elegidos por las provincias que iban quedando libres de la dominación extraña: en donde una porción considerable de las clases que se creían perjudicadas por las reformas o recelaban del porvenir, había influido poderosamente en las elecciones, con notable daño de la opinión liberal. [Marginal: Discusión sobre trasladarse a Madrid.] Equilibráronse principalmente los dictámenes al examinarse en las Cortes si convenía o no trasladar a Madrid el asiento del gobierno: cuestión que, promovida en 1812, se renovó ahora con visos de mejor éxito, obrando de concierto en el asunto diputados de sentir muy diverso en otras materias, unos por agradar a sus poderdantes, que eran de las provincias de lo interior, muy interesadas en tener cerca al gobierno y las Cortes; otros por alejar a estas del influjo, en su entender pernicioso, de los moradores de Cádiz, declarados del todo en favor de mudanzas y nuevos arreglos. Dio en la actualidad impulso al negocio una exposición del ayuntamiento de Madrid, atento este a las ventajas que reportaría aquel vecindario de la permanencia allí del gobierno, y temeroso igualmente de que se escogiese en lo sucesivo otro pueblo para cabecera del reino. Dictamen a que se inclinaban varios diputados, y del que en todos tiempos han sido secuaces hombres muy entendidos y de estado. Porque, en efecto, notable desacuerdo fue sentar en Madrid la capital de la monarquía, cuando el imperio español abrazando ambos mundos contaba entre sus ciudades no solo ya a la bella y opulenta Sevilla, sino también a la poderosa y bien situada Lisboa, emporios uno y otro de comercio y grandeza, más propios a infundir en el gobierno peninsular sanas y generosas ideas de economía pública y administración que un pueblo fundado en país estéril, nada industrioso, metido muy tierra adentro, y compuesto en general de empleados y clases meramente consumidoras. La exposición del ayuntamiento de Madrid pasó a informe de la Regencia y del consejo de Estado, y ambas corporaciones opinaron que por entonces no se moviese el gobierno de donde estaba: dueño todavía el enemigo de las plazas de la frontera y con posibilidad, en caso de algún descalabro, de volver a intentar atrevidas incursiones obligando a las autoridades legítimas a nuevas y peligrosas retiradas. Juicioso parecer que prevaleció en las Cortes, si bien después de acalorados debates; aprobándose en la sesión del 9 de agosto lo propuesto por la Regencia reducido: 1.º, a que no se fijase por entonces el día de la mudanza; [Marginal: Se dilata la traslación.] y 2.º, a que cuando esta se verificase fuese solo a Madrid; con lo que sin desagradar a los vecinos de la antigua capital del reino, tratose de serenar algún tanto a los de Cádiz muy apesadumbrados e inquietos por la traslación proyectada. [Marginal: Otros debates sobre la materia.] Mas ni aun así aflojaron en su intento los diputados que la deseaban, proponiendo en seguida uno de ellos que las sesiones de las Cortes ordinarias, cuya instalación estaba señalada para 1.º de octubre, se abriesen en Madrid y no en otra parte. Tan impensado incidente suscitó discusión muy viva, y tal que, al decidirse el asunto, resultó empatada la votación. Preveía semejante caso el reglamento interior de las Cortes, ordenando para cuando sucediese, que se repitiera el acto en el inmediato día, lo cual se verificó, quedando desechada la proposición por solos 4 votos pasando de 200 el número de vocales. Aunque ufana la mayoría con el triunfo, recelábase de la maledicencia, que muy suelta esparcía la voz de que los diputados de las extraordinarias querían eternizarse en sus puestos. Para desvanecerla e imponer silencio a tan falso y mal intencionado decir, hiciéronse varias proposiciones, enderezadas todas ellas, y en particular una del señor Mejía, a remover estorbos para acelerar la llegada de los diputados sucesores de los actuales. Laudable conato, bien que inútil para acallar las maliciosas pláticas y fingidos susurros de partidos apasionados; siendo la más acomodada y concluyente respuesta que pudieron dar las Cortes a sus detractores el modo con que se portaron cerrando sus sesiones al debido e indicado tiempo. [Marginal: El diputado Antillón.] En estos debates continuaron distinguiéndose algunos diputados de los que no habían asistido a las Cortes extraordinarias en los dos primeros años. Descolló entre todos ellos Don Isidoro Antillón, de robusto temple aunque de salud muy quebrantada, formando especial contraste las poderosas fuerzas de su entendimiento con las descaecidas y flacas de su cuerpo achacoso y endeble. Adornaban a este diputado ciencia y erudición bastante, no menos que concisa y punzante elocuencia, si bien con asomos alguna vez de impetuosidad tribunicia que no a todos gustaba. Fueron muy contados sus días, que abreviaron inhumanamente malos tratos del feroz despotismo. [Marginal: Varias medidas útiles de las Cortes.] Otras medidas de verdadera utilidad común, y en que rara vez despuntó notable disenso, ocuparon también por entonces a las Cortes extraordinarias. La agricultura y ganadería estante recibieron particular fomento en virtud de un decreto de 6 de junio de este año, en que se permitió cerrar y acotar libremente a los dueños las dehesas, heredades y demás tierras de cualquiera clase que fuesen, dejando a su arbitrio el beneficiarlas a labor o pasto como mejor les acomodase. Igual licencia y franquía se dio respecto de los arrendamientos, pudiendo concluirse estos a voluntad de los que contrataban, y obligando su cumplimiento a los herederos de ambas partes, por cuya disposición desaparecían los males que en el caso se originaban de las vinculaciones, según las cuales la fuerza y conservación de la escritura o contrato no dependían de la ley, sino de la vida del propietario y del buen o mal querer del sucesor: prendas frágiles y muy contingentes de duración o estabilidad. Decretaron asimismo las Cortes se fundasen escuelas prácticas de agricultura y economía civil, no de tanto provecho como imaginan algunos; debiéndose el progreso de la riqueza pública antes que a lecciones y discursos de celosos profesores, al conato e impulsión del interés individual y al estado de la sociedad y sus leyes. Ni descuidaron aquellas ventilar al mismo tiempo la espinosa cuestión de la propiedad de los escritos; derecho de particular índole muy necesario de afianzar en los países cultos, sobre todo en los que se admite la libertad de la imprenta, con la cual concuerda maravillosamente sirviendo de resguardo a las producciones del ingenio. Para no privar a este del fruto de su trabajo y desvelos, ni poner tampoco al público bajo la indefinida dependencia de herederos quizá indolentes, fanáticos o codiciosos, declararon las Cortes ser los escritos propiedad exclusiva del autor, y que solo a él o a quien hiciere sus veces pertenecía la facultad de imprimirlos, conservándola después de su muerte a los herederos, si bien a estos por espacio de solos diez años. Se daba el de cuarenta a las corporaciones por las obras que compusiesen o publicasen, contados desde la fecha de la primera edición. Habíanse abolido o modificado ya antes, según apuntamos, varias disposiciones y prácticas en lo criminal, repugnantes a la opinión y luces del siglo. Prosiguiose después en el mismo afán, quitando la pena de horca, y sustituyendo a ella la de garrote, con supresión total de la de azotes, infamatoria y vergonzosa. Loables tareas que tiraban a suavizar las costumbres, y a introducir mejoras dignas de un pueblo culto. [Marginal: Resoluciones de las mismas en hacienda.] Mereció la hacienda peculiar atención de las Cortes extraordinarias en los últimos meses de sus sesiones. Habíase dado la incumbencia de este ramo a dos comisiones suyas, una especial encargada de todas las materias pertenecientes al crédito público, y otra, llamada extraordinaria, que debía examinar los presupuestos y extender un nuevo plan de contribuciones y administración. Principió esta por dar cuenta el 6 de julio de sus trabajos en la última parte, [Marginal: El diputado Porcel.] leyendo un informe obra del señor Porcel, vocal que llegado también de los postreros como el señor Antillón, colocose en breve al lado de los más ilustres por su saber, y por ser hombre de gran despacho y muy de negocios. Trataba en su dictamen la comisión más que de todo, de uniformar en el reino y simplificar las contribuciones muchas y enredosas, de varia y opuesta naturaleza y muy diversas en unas provincias respecto de otras. No descendía sin embargo a todos los pormenores de tan intrincado asunto, contentándose con dividir para mayor claridad en cuatro clases las rentas existentes más principales; a saber: 1.ª, las eclesiásticas, así llamadas no porque en realidad lo fuesen, sino por traer origen de las destinadas a mantener el culto y sus ministros; 2.ª, las de aduanas, que se distinguían bajo el nombre de rentas generales; 3.ª, las provinciales, o sean alcabalas, cientos y millones; y 4.ª, las estancadas. La 3.ª y 4.ª clase eran como desconocidas en las provincias Vascongadas y en Navarra: lo mismo en Aragón la 3.ª, supliéndose el hueco en cada uno de sus reinos respectivamente con la contribución real, el catastro, el equivalente y la talla. Quería la comisión medir por la misma regla a España toda, igualando los impuestos; a cuyo fin proponía un plan en gran parte nuevo, creyéndole conducente al caso. Según su contexto manteníase la 1.ª clase de impuestos; y limitándose en la 2.ª a recomendar un cuerdo y periódico arreglo de aranceles y derechos, recaía la reforma esencialmente sobre la 3.ª y 4.ª, esto es, sobre las rentas provinciales y estancadas. Suprimíanse ambas, y se establecía en lugar de las primeras una contribución única y directa, debiéndose reemplazar las segundas con un recargo a la entrada y salida de los géneros en las costas y fronteras, y con un sobreprecio al pie de fábrica cuando estas fuesen propiedad del estado. Bienes sin duda redundaban al reino entero del nuevo plan, mayormente en la parte en que se igualaban los gravámenes, tan pesados antes en unas provincias respecto de otras. Pero pecaba aquel de especulativo en adoptar una contribución directa y única, mirada de reojo por los pueblos, poco aficionados a pagar a sabiendas sus cargas y obligaciones; de lo que, convencidos, los gobiernos expertos prefirieron gravar al contribuyente en lo que compra más bien que en lo que produce, y confundir así el impuesto con el precio de las cosas. Fuera de eso, justo es se advierta que siguiendo los impuestos indirectos en el curso de sus valores las mutaciones y variedades de la industria, crecen aquellos o menguan al son de esta, sin perjudicarlas notablemente, ni andar encontrados los ingresos del erario con la prosperidad pública. Acrecíanse en el plan de la comisión los males que son inherentes a los tributos directos, por recaer el suyo no solo sobre la renta de la tierra sino también sobre las utilidades de la industria y del comercio, enmarañada selva de dificultosas averiguaciones; añadiéndose para mayor daño la falta de un catastro bien individualizado y exacto, por no consentir la premura del tiempo y las circunstancias de entonces la formación de otro nuevo, tarea larga y de días sosegados. Motivo que obligó a adoptar por base del reparto el censo de la riqueza territorial e industrial de 1799, publicado en 1803, imperfectísimo y muy desigual, en que se mezcla a menudo y confunde el capital con los rendimientos, y se juzga como a tientas de los productos y valores de las diversas provincias del reino. En la materia no solo los gobiernos y hombres prácticos, según arriba hemos dicho, pero aun los economistas teóricos, al modo de Smith y Say, suelen graduar de error el establecimiento de una contribución directa y exclusiva, prefiriendo a la aparente y engañosa sencillez de esta una combinación proporcional y bien ajustada de varios impuestos: razón por la que se opuso discretamente Necker a refundir en uno los veintinueve de que habla en sus escritos, resultando a Francia de no haberle escuchado gran trastorno en la hacienda; bien que con la dicha aquel reino de volver en sí años adelante, y adoptar a tiempo un concertado plan de imposiciones de diversa índole; amaestrado su gobierno a costa de su propia y fatal experiencia. Disculpábase ahora en España la introducción de un impuesto directo y único con estar destruidos y sin fuerza, a causa de la guerra, casi todos los antiguos, y no considerarse el nuevo sino a manera de provisional, en tanto que se meditaba otro mejor y más completo, llevando ya el último la ventaja de igualar desde luego a todas las provincias del reino en la cuota y distribución de sus respectivas cargas. Suscitó en las Cortes el plan de la comisión extraordinaria largos debates, no escasos de saber y abundantes en curiosas noticias; acabándose por aprobar aquel en sus principales partes con gran mayoría de votos y general aplauso. Pero al establecerlo tocáronse de cerca las dificultades, tantas y tan grandes que nunca fue dado superarlas del todo; acarreando a las Cortes la nueva contribución directa, malquerencia y mucho desvío en los pueblos. La misma comisión extraordinaria de hacienda presentó el 7 de septiembre el presupuesto de gastos y entradas para el año próximo de 1814, remitido antes por el ministro del ramo; trabajo informe y desnudo de los datos y pormenores que requiere el caso. Otros presupuestos habían pasado del gobierno a las Cortes después del que en 1811 había leído en su seno el señor Canga: pero ninguno completo ni satisfactorio siquiera. Tampoco lo fue el actual, subsistiendo los mismos obstáculos que antes para extenderle debidamente, pues no se alcanza tan importante objeto sino a fuerza de años, de muchas y puntuales noticias, y de vagar y desahogo bastante para examinarlas todas y cotejarlas con perseverancia y juicioso discernimiento. Ascendía el total de gastos a 950.000.000 de reales, consumiendo solamente el ejército 560.000.000, y 80.000.000 la marina. Calculábase aproximadamente el total de la fuerza armada en 150.000 infantes y 12.000 caballos; y se contaba para cubrir los gastos con las rentas de aduanas, las eclesiásticas y las que a ellas solían andar unidas, cuyo producto se presumía fuese de 463.956.293 reales, debiendo llenarse el desfalco con la contribución directa que se sustituía ahora a las antiguas suprimidas. Alegres pero someros cómputos que nunca llegaron a realizarse. El día 8 aprobáronse ambos presupuestos apenas sin discusión; sucediendo, como en los de 1811, ser ningunos los gastos que pudieran graduarse de superfluos, por no merecer tal nombre los que resultaban todavía de antiguos abusos o de errores en la administración. Nacía también el pronto despacho de no gustar aún mucho las Cortes de materias prácticas, saboreándose con las teóricas, más fáciles de aprender y de mayor lucimiento, si bien momentáneamente. Agregábase a esto el aguijón del tiempo, que presuroso corría y anunciaba ya el remate y conclusión final de las Cortes extraordinarias. Por esta razón celebrábanse en aquellos días sesiones de noche para dejar terminados los trabajos pendientes de más importancia, con el que en la del mismo 7 de septiembre leyó la comisión especial de hacienda sobre la deuda pública. Habíanla reconocido solemnemente las Cortes, conforme en su lugar dijimos, y nombrado una junta que entendiese en el asunto; separando de intento esta dependencia de las demás del ramo de hacienda, no como regla de buena administración sino como medio de alentar a los acreedores del estado, que, chasqueados tantas veces, vivían en suma desconfianza de todo lo que corriese inmediatamente por el ministerio y se pagase por tesorería mayor. Antes había elevado ya a las Cortes la misma junta un plan de liquidación de la deuda, y otro de su clasificación y pago. Dio margen el primero a la publicación de un decreto con fecha del 15 de agosto de este año en que se prescribían reglas a los liquidadores, distinguiendo la deuda en anterior al 8 de marzo de 1808, y en posterior; atendiendo principalmente en la última a todo lo concerniente a suministros, préstamos y anticipaciones de los pueblos y particulares, cuyo reconocimiento, para evitar fraudes y vituperables abusos, exigía peculiar examen. Respecto de la clasificación y pago de la deuda, obraron de acuerdo la junta del crédito público y la comisión de las Cortes; y haciendo fundamento y diferencia, como para la liquidación, de las dos épocas arriba insinuadas, distribuían toda la deuda en deuda con interés y en deuda que no le gozaba; comprendiendo en la primera, así la procedente de capitales de amortización civil y eclesiástica, como la de los que eran de disposición libre, y en la segunda los réditos y sueldos no pagados con los atrasos y alcances de tesorería mayor, no menos que lo relativo a suministros y anticipaciones de los pueblos e individuos. Señalábase a la deuda con interés el uno y medio por ciento de rédito, durante la guerra con Francia y un año después; exceptuando los vitalicios que eran mejor tratados, y debiendo volver a entrar la clase entera de acreedores de esta deuda en sus respectivos y antiguos derechos en pasando aquel término. Destinábanse para el pago arbitrios correspondientes. La deuda sin interés aparecería por su nombre como cosa de mala sonada, si no se supiese que bajo él se encerraban solo débitos que nunca habían cobrado rédito alguno, ni contraídose por lo general con semejante condición ni promesa. Se extinguía esta deuda por medio de la venta de bienes nacionales, practicada no atropelladamente ni de una vez, sino a pausas y conforme a un reglamento que tenía que extender la junta del crédito público. Otras distinciones y particularidades para la ejecución se especificaban en el plan, en las que no entraremos; debiendo, sin embargo, advertir que no se incluían en este arreglo los empréstitos y deudas de cualquiera clase, contraídos hasta entonces, o que en adelante se contrajesen con las potencias extranjeras. Por muy defectuoso que fuese el presente plan, acarreaba ventajas, ofreciendo a los acreedores de la nación nuevas y más seguras prendas del pago de sus títulos; por lo que le aprobaron las Cortes en todas sus partes con leves variaciones. Su complicación y faltas hubieran desaparecido con el tiempo, y adoptádose al cabo reglas más justas y equitativas de reintegro y amortización, de lo cual sabíase en España muy poco entonces. Igualmente ordenaron las Cortes por los mismos días el cumplimiento de otra disposición muy útil al crédito en lo venidero, yendo dirigida a la cancelación y quema de 6401 vales reales que paraban en poder de la junta del crédito público y le pertenecían. Ejecutose lo mandado, y en ello hicieron ver las Cortes aún más claramente cuán decididas estaban a no desautorizar sus promesas, permitiendo circulasen de nuevo documentos amortizados ya; como a veces se ha practicado en menosprecio de la buena fe y honradez españolas. [Marginal: Nombran las Cortes la diputación permanente.] Nombraron las Cortes en 8 de septiembre la diputación permanente, la cual según la Constitución había de quedar instalada en el intermedio de unas Cortes a otras; y aunque se anunciaba sería corto el actual, fuerza sin embargo era cumplir con aquel artículo constitucional, teniendo la permanente que presidir, ya el 15 del propio mes, las juntas preparatorias de las Cortes ordinarias que iban a juntarse. [Marginal: Cierran las Cortes extraordinarias sus sesiones el 14 de septiembre.] Siendo el 14 el día señalado para cerrarse las extraordinarias, asistieron estas a un _Te Deum_ cantado en la catedral, volviendo después al salón de sus sesiones, en donde, leído que fue por uno de los secretarios el decreto de separación acordado antes, pronunció el presidente, que lo era a la sazón Don José Miguel Gordoa, diputado americano por la provincia de Zacatecas, un discurso apologético de las Cortes y especificativo de sus providencias y resoluciones, el cual acogieron los circunstantes con demostraciones y aplausos repetidos y muy cordiales. A poco, y guardado silencio, tomó nuevamente la palabra el mismo presidente, y dijo en voz elevada y firme: «Las Cortes generales y extraordinarias de la nación Española, instaladas en la Isla de León el 24 de septiembre de 1810, cierran sus sesiones hoy 14 de septiembre de 1813»; con lo que, y después de firmar los diputados el acta, separáronse y se consideraron disueltas aquellas Cortes. Al salir los individuos suyos de mayor nombradía fueron acompañados hasta sus casas de muchedumbre inmensa que vitoreándolos, los llenaba de elogios y bendiciones descasadas de todo interés. Continuaron por la noche los mismos obsequios, con iluminación además y músicas y serenatas que daban señoras y caballeros de lo más florido de la población de Cádiz, lo mismo que de los forasteros. [Marginal: La fiebre amarilla en Cádiz.] Pero, ¡ah!, tanta algazara y júbilo convirtiose luego en tristeza y llanto. La fiebre amarilla o vómito prieto que desde el comenzar del siglo había de tiempo en tiempo afligido a Cádiz, y que vimos retoñar con fuerza en 1810, picaba de nuevo este año, propagada ya en Gibraltar y otros puntos de aquellas costas. Nada se había hablado del asunto en las Cortes; pero al día siguiente de cerrarse estas, creyendo el gobierno que se aumentaba el peligro rápidamente, resolvió a las calladas trasladarse al puerto de Santa María para desde allí, si era necesario, pasar más lejos. Trasluciose la nueva en Cádiz y mostrose el pueblo cuidadoso y desasosegado, oficiando de resultas y sobre el caso al gobierno la diputación permanente temerosa de lo que pudiera influir aquella providencia en la instalación de las Cortes ordinarias, cuyas juntas preparatorias habíanse abierto aquel mismo día. Detúvose la Regencia al recibir las insinuaciones de la diputación y algunas particulares del diputado Villanueva; y a fin de no comprometerse más de lo que ya estaba, acordó precipitadamente excitar a dicha diputación a que convocase las Cortes para tratar del negocio en su seno. No era fácil determinar cuáles debían llamarse, pues las ordinarias todavía no se hallaban constituidas; y volver a juntar las extraordinarias recién disueltas, parecía desusado y muy fuera de lo regular; pero urgiendo el pronto despacho no se encontró otro medio más que el último para salir de dificultad tamaña. [Marginal: Vuélvense a abrir el 16 las Cortes extraordinarias.] Así las Cortes extraordinarias cerradas el 14 de septiembre, abriéronse de nuevo el 16, celebrando sesiones esta noche y los días siguientes 17, 18 y 20. Ventilose largamente en ellas el punto de la traslación, acusando muchos con aspereza al gobierno de haberla determinado por sí de tropel e irreflexivamente. [Marginal: Motivo de ello, la fiebre amarilla.] Procuraron defenderse los ministros, mas hiciéronlo con poca maña, embargado alguno de ellos por aquel pavor que a veces se apodera de las gentes al aparecimiento súbito de cualquiera peste o epidemia mortífera, y de cuya enojosa impresión no suelen desembarazarse ni aun los hombres que en otras ocasiones sobresalen en serenidad y buen ánimo. La cuestión en sí no dejaba de ser grave, sobre todo en las circunstancias. Moverse las Cortes desplacía a la ciudad de Cádiz, interesada en la permanencia del gobierno dentro de sus muros; y moverse también si la epidemia cundía y tomaba incremento, era expuesto a llevarla a todas partes, provocando el odio y animadversión de los pueblos. Mas, por otro lado, quedarse en Cádiz y dar lugar al desarrollo y completa propagación del mal, ponía al gobierno en grande aprieto, cortándole las comunicaciones, e impidiendo quizá la llegada de los diputados que debían componer las Cortes ordinarias. No ilustraba tampoco el punto cual se apetecía la facultad médica, ya por miedo de arrostrar la opinión interesada de Cádiz, ya por no conocer bastante la enfermedad que amagaba; andando tan perplejos sus individuos que casi todos decían un día lo contrario de lo que habían asentado en otro. Entre los diputados hubo igualmente notable disenso; y el señor Mejía, que se preciaba de médico, llegó en uno de sus discursos hasta apostar la cabeza a que no existía entonces allí la fiebre amarilla. Pero después pegósele, y le costó la vida. Amenazó la de otros el vulgo, desabrido con los que se inclinaban a apoyar las providencias del gobierno y su salida de Cádiz; corrió algún riesgo la de Don Agustín de Argüelles, tan querido y festejado dos días antes: que tan mudables son los amores y aficiones del pueblo. [Marginal: Acalorados debates.] Inciertas las Cortes, y no sabiendo cómo atinar en asunto tan espinoso, nombraron varias comisiones una tras de otra, y oyeron en su seno diversas y encontradas propuestas. Los debates, muy acalorados y ruidosos, no remataron en nada que fuese conveniente y claro, por lo que, no dando ya vagar el tiempo y aproximándose cada vez más el de la apertura de las Cortes ordinarias, dejose a la resolución de estas la de todo el expediente, según indicó el señor Antillón con atinada oportunidad. La inquietud y desasosiego de aquellos días, los alborotos que por instantes amagaban, y un viento caluroso y recio que sopló de levante con singular pertinacia, irritando en extremo los ánimos, provocolos a la alteración y enfado, y contribuyó no poco a desenvolver la epidemia rápida y dolorosamente. De los diputados que asistieron a las sesiones, aunque ahora en más reducido número, no menos de 60 cayeron enfermos, y pasados de 20 murieron en breves días, contándose entre ellos algunos de los más distinguidos, como lo eran el señor Mejía, mencionado ya, y los señores Vega Infanzón y Luján. Y aquellas Cortes que días antes se habían separado gozosas y celebradas, verificáronlo ahora de nuevo, pero abatidas y en gran desamparo. [Marginal: Ciérranse de nuevo el 20 las Cortes extraordinarias.] En el discurso de su dominación distinguirse pueden tres tiempos bien diversos: 1.º, el inmediato a su instalación, en el que con esfuerzo, aunque a veces con inferioridad, luchó siempre el partido reformador; 2.º, el de más adelante, cuando triunfando este adquirió mayoría haciendo de continuo prevalecer su dictamen; y 3.º y último, al cerrar de las Cortes, y en ocasión en que acudiendo muchos diputados de lo interior, equilibráronse las votaciones, ganándolas no obstante en lo general los liberales o reformadores, por lo halagüeño de sus doctrinas, por su mayor arrojo y por la superioridad en fin que les proporcionaba la práctica adquirida en las discusiones y modo de llevarlas, no desperdiciando resquicio que diese a su causa mayor cabida o ensanche. [Marginal: Su legitimidad.] Españoles ha habido, y aun extranjeros, que han suscitado dudas acerca de la legitimidad de estas Cortes. Apasionada opinión que ha cedido al tiempo y a las poderosas razones que la impugnaban. Fúndase la legitimidad de un gobierno o de una asamblea legislativa en la naturaleza de su origen, en el modo con que se ha formado, y en la obediencia y consentimiento que le han prestado los pueblos. Abandonada España y huérfana de sus príncipes, necesario le fue mirar por sí y usar del indisputable derecho que la asistía de nombrar un gobierno que la defendiese y conservase su independencia. Diósele pues en las juntas de provincia y en la central y primera regencia sucesiva y arregladamente. Vinieron al cabo las Cortes, conforme al deseo manifestado por la nación entera, y a lo resuelto también por Fernando VII desde su cautiverio; llevando por tanto el llamamiento y origen de aquel cuerpo el doble y firme sello de la autoridad real y de la autoridad popular, que no siempre van a una ni corren a las parejas. Objetarase quizá en seguida contra su legitimidad la forma que se dio a las Cortes, desusada en la antigua monarquía; pero en su lugar apuntamos los fundamentos que hubo para semejante resolución, atropellados o en olvido los venerandos y primitivos fueros, y teniendo ahora que acudir a la representación nacional diputados de las Américas, las cuales carecían antes de voz, y otros de varias provincias de Europa que estaban en igual o parecido caso: haciéndose indispensable igualar en derechos a los que se había igualado en cargas y obligaciones. Mayor el reparo de no haber concurrido desde un principio a las Cortes todos los diputados propietarios, ocupando sus puestos suplentes elegidos en Cádiz, desvanecerase si advertimos que ya en los primeros meses se hallaron presentes muchos vocales de los que gozaban de aquella calidad, aumentándose su número considerablemente al discutirse y firmarse la Constitución, acto de los más solemnes, y estando casi todos ya en Cádiz al cerrar de las Cortes: con la particularidad notable de haber elegido entre ellos las más de las provincias a los que eran suplentes, dando así a lo obrado anteriormente la aprobación más explícita y cumplida. ¿Y para qué cansarse? Todas ellas, lo mismo las de Europa que las de América, excepto Venezuela y Buenos Aires, ya en insurrección, reconocieron a las Cortes generales y extraordinarias, congregadas en la Isla gaditana libre y espontáneamente, sin que fuerza alguna las obligase a ello. Por el contrario, el remolino de turbulencias en que andaba metida la América y la ocupación extranjera que afligía a varias provincias de España facilitaba la oposición, en caso de desearla. Lejos de eso, mostrábanse todas muy diligentes en reconocer a las Cortes, llegando a Cádiz pruebas repetidas de lo mismo, aun de aquellas en donde dominaba el francés. Tanto era su conato en tributar rendimiento y obsequios a la autoridad legítima, y tanto su anhelo por apiñarse en derredor suyo, como único y verdadero centro de representación nacional. Cítese pues otro gobierno o asamblea pública que ni por su origen, ni por su forma, ni menos por el libre consentimiento y espontánea sumisión que hubiese recibido de los pueblos, pueda alegar títulos más fundados de legitimidad que las Cortes generales y extraordinarias instaladas en 1810. [Marginal: Su forma y rara composición.] Corporación insigne, que lo será siempre en los anales del mundo, por ir sus hechos unidos y mezclados con la gloriosa guerra de la independencia, y por ser la más singular de cuantas representaciones nacionales se han conocido hasta ahora, estando compuesta de hombres de tan diversa oriundez y venidos de regiones tan apartadas, hablando todos la bella y majestuosa lengua española. Ayudó a su fama, junto con sus desvelos y tareas, la fortuna o fuerza más alta; pues habiendo dichas Cortes abierto sus sesiones en el estrecho límite de la Isla gaditana, muy alteradas las Américas, e invadido por doquiera el territorio peninsular, cerráronlas no más alborotadas aquellas y casi del todo libre este, sin que apenas le hollase ya planta alguna enemiga. [Marginal: Sus faltas.] Adolecieron a veces sus diputados, comenzando por los más ilustres, de ideas teóricas, como ha acontecido en igual caso en los demás países; no bastando solo para gobernar lectura y saber abstracto, sino requiriéndose también roce del mundo y experiencia larga de la vida; que de todo ha menester el estadista o repúblico, llamado antes bien a ejecutar lo que sea hacedero que a extender en el retiro de su estudio planes inaplicables o estériles. Pero las faltas en que incurrieron los individuos de las extraordinarias, escasos de práctica, resarciéronlas con otros aciertos y con su buen celo y noble desinterés, dando justo realce a su nombre la lealtad e imperturbable constancia que mostraron en las adversidades de la patria y en los mayores peligros. [Marginal: Constitúyense y abren sus sesiones en Cádiz las Cortes ordinarias.] Constituyéronse las Cortes ordinarias el 26 de septiembre con arreglo a lo que prevenía la nueva ley fundamental, en cuanto consentían las circunstancias; e instaláronse en Cádiz solemnemente el 1.º de octubre, habiendo nombrado antes por presidente a Don Francisco Rodríguez de Ledesma, diputado por Extremadura. Prosiguieron sus tareas en aquella plaza hasta el 13 del propio mes, día en que las Cortes, como también la Regencia, se trasladaron a la Isla de León, donde volvieron a abrir el 14 sus sesiones en el convento de Carmelitas descalzos, preparado al efecto. Impelió a la mudanza el ir aumentándose en Cádiz la fiebre amarilla y [Marginal: Se trasladan a la Isla de León.] no picar tan reciamente en la Isla, desde cuya ciudad, pacífica y no tan populosa, era también más fácil realizar el proyectado viaje a Madrid, luego que cesase la epidemia reinante. [Marginal: Su composición al principio.] Al principio no se compusieron las Cortes ordinarias, ni con mucho, de todos los diputados que las provincias peninsulares y de América habían nombrado; no viniendo los últimos tan pronto por la lejanía y falta de tiempo, y deteniéndose los otros, despavoridos con la fiebre amarilla o estimulados del deseo de obligar al gobierno a trasladarse a Madrid, en donde pensaban tendrían mayor cabida y séquito sus ideas y opiniones, por lo común opuestas a reformas y cambios. Para llenar el hueco de los ausentes habían resuelto de antemano las Cortes, siguiendo lo prevenido en la Constitución, que mientras que llegaban los diputados propietarios, hiciesen sus veces como suplentes los de las extraordinarias; con lo cual conseguíase no dejar sin representación a ninguna provincia, poner remedio paliatorio al menos o momentáneo al artículo constitucional que vedaba las reelecciones, y no entregar la suerte del estado a un cuerpo del todo nuevo, no apreciador, por tanto, cabal ni justo de los motivos que hubiese habido para anteriores resoluciones. [Marginal: Lo que hubo en las elecciones.] Instaba más en la actualidad y era de la mayor importancia, si se querían conservar las reformas, el que quedasen en las Cortes antiguos diputados, por haber recaído generalmente los nombramientos para las ordinarias en sujetos desafectos a mudanzas y novedades. Coadyuvaron a esto los que se creían ofendidos en sus personas y cercenados en sus intereses por las alteraciones y nuevos arreglos, y que oteaban mayores daños en un porvenir no lejano. Estaban en ese caso algunos individuos de la nobleza, si bien los menos, bastantes magistrados, muchos cabildos eclesiásticos, y casi todo el clero regular; los que, juntos o separados, influyeron sobradamente, y cada uno a su manera, en las elecciones, ayudados de una turbamulta de curiales y dependientes de justicia que vivían de abusos; siendo estos y los religiosos mendicantes los más bulliciosos e inquietos de todos, como herrumbre la más pegadiza y roedora de las que consumían a España hasta en sus entrañas; habiendo los últimos llegado a formar en parte del pueblo, de cuya plebe comúnmente nacían, una especie de singular demagogia pordiosera y afrailada, supersticiosa y muy repugnante. Sirvió a todos de fiel instrumento para sus fines la misma ley electoral, que adoptando un modo indirecto de elección que pasaba por nada menos que por cuatro grados o escalones, favorecía sordos manejos y muy deplorables amaños, más fáciles de ejercer en esta ocasión por no haberse exigido de los votantes propiedad alguna ni especial arraigo; dando así, con desacuerdo grave, franca y anchurosa entrada al goce de los derechos políticos a hombres de poco valer y a la vulgar muchedumbre, muy sometida naturalmente al antojo y voluntad de las clases poderosas y privilegiadas. [Marginal: Estado de los partidos en las nuevas Cortes.] Hechas las elecciones en este sentido, déjase discurrir cuán útil fue para la conservación del nuevo orden de cosas que no llegasen a las Cortes de tropel todos los recién elegidos, y que permaneciesen en su seno muchos diputados de los antiguos. Sucediendo así, mantuviéronse en equilibrio los partidos y casi en el mismo estado en que se encontraban al cerrarse las extraordinarias, yendo desapareciendo poco a poco el de los americanos; pues muertos sus principales jefes, tuvieron que ceder los otros en sus pretensiones y unirse a los europeos liberales, amenazados, como ellos, en su suerte futura si llegase a triunfar del todo el bando contrario. [Marginal: Diputados que se distinguen en ellas.] De los diputados de las extraordinarias que continuaron tomando asiento en las actuales Cortes, resplandeció a la cabeza Don Isidoro Antillón, ya antes nombrado, cuyas opiniones incomodando a ciertos hombres desalmados que por desgracia contaba entre los suyos el partido antirreformador, [Marginal: Antillón y sus riesgos.] provocaron de parte de ellos en la Isla de León una tentativa de asesinato contra la persona de este diputado, tanto más aleve, cuanto hallábase Antillón imposibilitado de emplear defensa alguna por el estado achacoso y flaco de su salud. A dicha no consiguieron del todo los homicidas su depravado objeto, si bien le maltrataron amparados de la soledad y lobreguez de la noche que los puso en salvo. Precursor indicio del fin lastimoso y no merecido que había de caber a este diputado célebre más adelante, dado que con visos de proceder jurídico. Distinguiose también desde luego, pero entre los nuevos, [Marginal: Martínez de la Rosa.] Don Francisco Martínez de la Rosa, cuya fama, creciendo en breve, colocole pronto al lado de los primeros campeones de la libertad española y de las buenas ideas, brillando por su instrucción y acabadas dotes, de las que eran las más señaladas incontrastable entereza, y bellísimo, florido, fácil y muy elocuente decir. Descubríanse después, aunque en mayor o menor lontananza, las personas de Don Tomás Istúriz, Don José Canga Argüelles y Don Antonio Cuartero; arrimándose a este partido, que era el liberal, algunos eclesiásticos de los recién llegados, entre los que merece particular noticia Don Manuel López Cepero, informado en letras, de ameno trato y de gusto probado y bueno en el estudio de las bellas artes. Hubo diputados que se dieron a conocer también en el partido opuesto o sea antirreformador, pero estos en lo general más tarde; por lo que solo iremos mentándolos según vayan dando ocasión los debates y los acontecimientos. [Marginal: Primeros trabajos de estas Cortes.] Luego que se abrieron las Cortes ordinarias presentó, conforme a lo dispuesto en la Constitución, el secretario del despacho de hacienda el estado de esta y los presupuestos de ingresos y gastos; lo cual parecía a primera vista ser redundante, ya discutidos y aprobados los de 1814 al concluirse las sesiones de las extraordinarias. Pero forzoso era proceder así mandándolo expresamente la Constitución, y no siéndole lícito al ministro, sin incurrir en responsabilidad, separarse en nada de lo que aquella prevenía en su letra. Los presupuestos ahora presentados eran idénticos a los de antes con alguna rectificación, aunque muy leve, respecto del total de la fuerza armada. Trazaba en su contexto el encargado a la sazón de aquel ministerio, Don Manuel López Araujo, un cuadro muy lamentable del país y sus recursos; consecuencia precisa de guerra tan larga y devastadora, y de los desórdenes de la administración, aumentados con el sistema de suministros hechos por los pueblos, que acumulaba a veces sobre unas mismas provincias las obligaciones y pedidos que debían repartirse entre otras. Proponía el ministro, para cubrir el desfalco que resultaba, el medio que se había adoptado en las Cortes extraordinarias, esto es, el de la nueva contribución directa. Agregaba a este el de un empréstito en Londres de 10 millones de duros que, como otras veces, quedó solo en proyecto, no conocidas aún bien en España semejantes materias. Hubo anticipaciones del gobierno británico, en que nos ocuparemos después, escaseando cada vez más las remesas de América, de las que, como de las entradas en Cádiz, no haremos ya especial recuerdo, abrazándolas todas ahora el presupuesto general de la nación. Los otros asuntos en que anduvieron atareadas las Cortes ordinarias durante su permanencia en Cádiz y la Isla de León, redujéronse por lo común a mantener intacta la obra de las extraordinarias, y a aclarar dudas y satisfacer escrúpulos. Mandaron, sin embargo, además que aprontasen los pueblos un tercio anticipado de la contribución directa, y admitieron el ofrecimiento de 8 millones de reales que por equivalente de varias contribuciones hizo la diputación de Cádiz; aprobando asimismo un reglamento circunstanciado que para su gobierno y dirección había extendido la junta del Crédito público. [Marginal: Contienda sobre el mando de lord Wellington.] Espinosa en sí misma y grave fue otra cuestión que por entonces ventilaron también las Cortes. Trataban en ella nada menos que del mando concedido a lord Wellington; versando la disputa acerca de las facultades que había este de tener como generalísimo del ejército. Deseaba Wellington que se le ampliasen para dar más unidad y vigor a las operaciones militares, y oponíase a ello la Regencia del reino, naciendo de aquí una correspondencia larga y enfadosa, en la cual medió, para empeorar el asunto, enemistad personal del ministro de la Guerra Don Juan de Odonojú, irlandés de origen, mal avenido con los ingleses. Temiendo la Regencia que resultasen de la querella compromisos funestos, resolvió, para descargar su responsabilidad, someter el negocio a la determinación de las Cortes. Verificolo así en la Isla de León, y hubo con este motivo largas discusiones y vivas reyertas; queriendo valerse de la ocasión, unos para privar del mando a lord Wellington, y otros para acriminar al gobierno, y tal vez obligarle a dejar su puesto. [Marginal: Nada se resuelve.] Por fortuna, estando ya las Cortes en vísperas de trasladarse a Madrid, dilatose el decidir cuestión tan grave; y al instalarse aquellas en la capital del reino, corrieron tan veloces y prósperos los sucesos políticos y militares, que el mismo lord Wellington y los que promovían su causa en las Cortes, satisfechos con ver alejado del ministerio a Don Juan de Odonojú, atizador de la discordia, desistieron de su intento, conociendo cuán importuno sería resucitar semejante contienda; por lo que no hubo que tomar resolución ninguna sobre un asunto que al principio había excitado tanto calor y porfía. [Marginal: Trasládanse las Cortes y el gobierno de la Isla a Madrid.] En esto, aflojando la fiebre amarilla y mejorándose por días el estado de la salud pública, levantose en toda España un deseo general y muy vivo de que se restituyese el gobierno al centro de la monarquía y a su capital antigua. Condescendiendo en ello las Cortes, decretaron suspender sus sesiones en la Isla de León el 29 de noviembre de 1813 para volverlas a abrir en Madrid el 15 del próximo enero de 1814. Tuvo lo cual efecto, poniéndose sin tardanza en camino la Regencia y las Cortes con sus oficinas, dependencias y largo acompañamiento. Consentían también la traslación los acontecimientos de la guerra, [Marginal: Estado de la guerra.] favorables siempre y más dichosos cada día. En el septiembre permanecieron, sin embargo, quietos los ejércitos en la parte occidental de los Pirineos, queriendo lord Wellington dar respiro y algún descanso a las tropas aliadas, reparar sus pérdidas, aguardar municiones y aprestos militares, y proceder en todo con detenimiento, para asegurar el logro de sus ulteriores planes. [Marginal: Ejército aliado en el Bidasoa.] Conservaban los ejércitos casi las mismas estancias de antes, prolongándose desde la desembocadura del Bidasoa hasta los Alduides, en donde formaba ahora la extremidad de la línea la octava división del cargo de Don Francisco Espoz y Mina, de la cual un trozo bloqueaba el castillo de Jaca y otro amagaba a San Juan de Pie de Puerto y valle de Baigorry. Por el lado opuesto colocose el general Graham, luego que se desembarazó del sitio de San Sebastián, hacia el estribo más fuerte del Aya, cubriendo el valle que forma con el Jaizquíbel, entre cuyos dos montes construyéronse obras a manera de segunda línea, reforzada la primera que se extendía por las orillas del Bidasoa, camino arriba de aquellas asperezas. Mantenía lord Wellington sus cuarteles en Lesaca. [Marginal: Ejército del mariscal Soult.] Los suyos el mariscal Soult en San Juan de Luz, a cuyo ejército se iban incorporando 30.000 conscriptos sacados al intento del mediodía de Francia, poniendo aquel caudillo especial conato en mejorar la organización y en castigar cualquier descarrío y falta de sus soldados con inflexible severidad. Había también él mismo enrobustecido las obras de campaña de su primera línea y levantado otros resguardos, según iremos viendo en el curso de nuestra narración. [Marginal: Se dispone Wellington al paso del Bidasoa.] Resuelto Wellington a acometer, recomendó de nuevo el buen orden y la disciplina, dando vigor a sus anteriores disposiciones, cuya observancia hacíase ahora más necesaria, yendo los ejércitos combinados a pisar el territorio enemigo. Repartió el 5 lord Wellington a los principales jefes una instrucción para el ataque, empezando los preparativos en la noche del 6, que fue muy borrascosa, con relámpagos, lluvia y truenos, pero favorable a los aliados que encubrían mejor así su marcha y maniobras, no ofreciéndoles bajo otro respeto el temporal impedimento alguno. Imposible, con todo, era emprender la arremetida hasta dadas las siete de la inmediata mañana, a causa de la marea, debiendo servir de señal para los ingleses un cohete disparado desde un campanario de Fuenterrabía, y para los españoles una bandera blanca plantada en San Marcial, o en su defecto tres grandes ahumadas. Estaba convenido verificar a un tiempo el avance por toda la línea y cruzar el Bidasoa, término de España, cuyo reino acaba allí a la derecha del río, [Marginal: (* Ap. n. 23-1.)] según se ve establecido desde muy antiguo y explícitamente reconoció [*] Luis XI de Francia en las vistas que tuvo con Enrique IV de Castilla por los años de 1463, conferenciando ambos monarcas en aquella misma ribera. [Marginal: Verifícalo.] Dada la señal, moviéronse por la izquierda del ejército coligado las divisiones primera y quinta británicas y la brigada portuguesa del cargo de Wilson distribuidas en cuatro columnas, y atravesaron el río por tres vados fronteros a Fuenterrabía, y por otro que se divisaba cerca del antiguo puente de Behovia, en donde debía echarse prontamente uno de barcas. Verificaron los aliados el paso con distinguido valor, y tocando tierra de Francia acometieron desde Andaya la altura de Luis XIV, que ganaron esforzadamente, tomando 7 cañones en los reductos y baterías. Al propio tiempo empezó también la embestida Don Manuel Freire, [Marginal: Se distingue el cuarto ejército español.] que continuaba rigiendo el cuarto ejército, con su tercera y cuarta división y con la primera brigada de la quinta, bajo la dirección inmediata de Don Pedro de la Bárcena y de Don Juan Díaz Porlier. Habíalo Freire dispuesto todo atentamente para atravesar el río por vados más arriba de los que cruzaban los anglo-portugueses: junto a los cuales y por el de Saraburo se adelantó la segunda brigada de la tercera división, a las órdenes de Don José Ezpeleta, cuyo jefe, viendo vacilar por un instante a sus tropas de resultas de la muerte del bizarro coronel de Benavente, Don Antonio Losada, empuñó una bandera y arrojándose al río con intrepidez esclarecida, mantuvo el ánimo en los suyos que a porfía le siguieron entonces, apoderándose sin dilación de los puestos fortificados y casas de la parte baja de Biriatou. Cruzó la cuarta división, al mando interino de Don Rafael de Goicoechea, el Bidasoa por los vados superiores al de Saraburo que llevan el nombre de Alunda y las Cañas, y queriendo trepar hasta la parte alta del mismo Biriatou, consiguiolo y rodeó además los atrincheramientos que tenían los enemigos en el descenso de la montaña de Mandale, cogiéndoles 3 cañones. Distinguiose aquí el regimiento de voluntarios de la Corona, capitaneado por Don Francisco Balanzat. En seguida acometieron los nuestros la Montaña Verde y desalojaron a los franceses, persiguiéndolos camino de Urrugne obstinadamente. Apoyaba las maniobras contra Biriatou, yendo de reserva y a las órdenes de Don Francisco Plasencia, la primera brigada de la quinta división. La también primera de la tercera vadeó el río por Orañibar, Lamiarri y Picagua, teniendo a su cabeza a Don Diego del Barco, y encaramose por la derecha de Mandale con sumo brío, posesionándose de la cumbre casi de corrida. De este modo ganaron los españoles del cuarto ejército todos los puntos que se les indicaron, fortalecidos y escabrosos, pero que cedieron a su valentía, probada ya tantas veces, y no desmentida ahora. [Marginal: También el de reserva de Andalucía.] Tampoco se dormían a la propia sazón las tropas de la derecha aliada, embistiendo el barón Alten con la división ligera británica, sostenida por la española de Don Francisco Longa, los atrincheramientos de Vera, y a su diestro costado la montaña de La Rhune el ejército de reserva de Andalucía, que gobernaba Don Pedro Agustín Girón. Felizmente consiguió Alten su objeto, y tomó 22 oficiales y 700 soldados prisioneros. Por su lado, tratando nuestro general también de cumplir con lo que se le había prevenido, dispuso acometer la ya expresada montaña de La Rhune, atalaya de aquellos contornos y lugar de sangrientas lides en la campaña de 1794. Verificolo Girón, distribuida su gente en dos columnas, que regían Don Joaquín Virués y Don José Antonio Latorre, arrollando ambos cuanto encontraron, y obligando al enemigo a guarecerse en la cima peñascosa y en muchas partes inaccesible, en donde se divisa una ermita o santuario muy venerado de los naturales, y aun del país vecino. Mas en vano intentó Girón arrojar a los contrarios de su refugio; retardando la marcha de los españoles lo dificultoso y áspero del terreno, y poniendo fin al combate la noche que sobrevino. Pudieron durante toda ella y a su sombra permanecer los franceses en aquel sitio, y en una loma inmediata, pero no por mucho más tiempo. Porque acudiendo allí lord Wellington en la mañana del 8, registrado que hubo el campo, determinó pelear, persuadido de que lo verificaría ventajosamente por la derecha, si unía este ataque con el que a la vez se diese a unas obras de campaña que tenían los enemigos al frente del campo de Sare. De acuerdo lord Wellington con Don Pedro Agustín Girón, y reconcentrado el ejército de este, mandose a poco al regimiento de Órdenes, bajo la guía de su coronel Don Alejandro Hore, arremeter contra la loma, de que estaban enseñoreados los enemigos, próxima a La Rhune y sobre la derecha nuestra; lo cual se ejecutó tan cumplidamente que el mismo Wellington dijo en su parte «que aquel ataque era tan bueno como el mejor, ya por el denuedo en él desplegado, ya por su bien entendido orden.» Alcanzado semejante triunfo, los cazadores del propio cuerpo de Órdenes y los del de Almería desalojaron a los enemigos de unos atrincheramientos que cubrían la derecha de su campo de Sare; recogiéndose a este de golpe los vencidos, otros que venían en su socorro y la división de Conroux que ocupaba el llano. Destacamentos británicos de la división de lord Dalhousie, enviados por el puerto de Echalar, guarnecieron las diversas obras que habían evacuado los contrarios; quienes, antes de la madrugada del 9, desampararon también la cumbre y ermita de La Rhune, de cuyos puestos se posesionaron al instante las tropas del general Girón, acampadas al raso en aquellas faldas; con lo que se dio fin dichoso a la disputada refriega. Ascendió la pérdida total de los aliados en los diversos días y combates a 579 ingleses, 233 portugueses y 750 españoles: mayor la de estos por habérseles encomendado la arremetida de los sitios más arriesgados y expuestos. Los franceses, a pesar de sus descalabros, no se abatieron y antes cobraron aliento el 12 de resultas de haber sorprendido ellos por la noche un reducto y hecho unos cuantos prisioneros, queriendo el 13 atacar los puestos avanzados del ejército de Don Pedro Agustín Girón y recuperar las obras que habían perdido; pero, inútiles sus esfuerzos, viéronse sus huestes repelidas y escarmentadas. [Marginal: Pisan los aliados el territorio francés.] Dentro ahora de Francia, el ejército anglo-hispano-portugués tuvo la gloria de ser el primero de todos los de las potencias coligadas contra Napoleón que pisó aquel territorio, mirado poco antes como sagrado y casi impenetrable, guarecido del todo de invasiones extrañas. Al entrar allí, dificultoso era contener por una parte los excesos de los soldados, y por otra los desmanes del paisanaje desordenado y suelto. [Marginal: Providencias de Wellington.] En ambos extremos paró Wellington su atención muy cuidadosamente. Hizo en el último saludable escarmiento pocos días antes del paso del Bidasoa, con ocasión de haber hecho fuego a los soldados, hacia Roncesvalles, algunos paisanos franceses de los contornos; pues a 14 de ellos que se cogieron enviolos a Pasajes, y los mandó embarcar como prisioneros de guerra para Inglaterra. Providencia que causó en la gente rústica efecto maravilloso, y mayor que la de arcabucearlos, que pudiera haber introducido despecho en sus ánimos. No menos solícito anduvo Wellington en reprimir al ejército. Fueron los ingleses los primeros que en él se desmandaron, quemando en Urrugne casas y cometiendo otros desórdenes, sirviéndoles de ejemplo [Marginal: (* Ap. n. 23-2.)] varios oficiales suyos,[*] según cuentan sus propios historiadores; siendo en parte estas las mismas tropas que entraron a saco y arrasaron la malaventurada ciudad de San Sebastián. Impúsoles Wellington recio castigo. No dieron motivo a tanta queja los españoles, si bien más disculpables en sus excesos, que para algunos hubieran llevado visos de mera y justa represalia. Los prebostes ingleses tan solo arrestaron a unos pocos zagueros que por ladrones ahorcaron: eran de la división de Longa y por lo mismo soldados de origen guerrillero, atentos al cebo del pillaje y la pecorea. Observaron los demás rigurosa disciplina, aguantando con admirable paciencia escaseces y privaciones duras. [Marginal: Bloqueo de Pamplona.] Asegurado lord Wellington en estancias ventajosas allende los Pirineos, y echados tres puentes en el Bidasoa, no juzgó conveniente proseguir en sus operaciones antes de que se rindiese la plaza de Pamplona. A esta ciudad, capital del antiguo reino de Navarra, con 15.000 almas de población, riégala el Arga y la rodean fortificaciones irregulares que afianza una ciudadela erigida casi al sur, de figura pentágona, empezada a construir en el reinado de Felipe II, y mejorada ella y el recinto entero sucesivamente con obras trazadas al modo de las que practicó en diversas partes de Europa el insigne Vauban. Determinose desde un principio, según hemos visto, someter por bloqueo la plaza; mas los cercados mostráronse firmes en tanto que mantuvieron viva la esperanza de que los socorriesen de Francia. Era gobernador por parte de los enemigos el general Cassan, y por la nuestra continuaba dirigiendo el asedio Don Carlos de España, aunque presente el príncipe de Anglona con una división de 4000 hombres del tercer ejército, de que era general en jefe. Trascurriendo el tiempo y menguando los víveres, introdújose desmayo en los defensores, los cuales propusieron ya el 3 de octubre que se permitiese la salida a los paisanos, 3000 en número, o que se facilitase a estos para su manutención 7000 raciones diarias, diputando persona de confianza que asistiese a la distribución. Respondióseles que, como por edicto de los mismos franceses, se hubiese prevenido a los vecinos y residentes en Pamplona que hiciesen acopio de víveres para solo 3 meses, expirados estos en 26 de septiembre, tocaba a las autoridades de la plaza y era incumbencia suya propia subvenir a las necesidades de sus moradores, o de lo contrario capitular; intimando además Don Carlos de España al gobernador que se le tomaría estrecha cuenta, al tiempo de la rendición, de la vida de cualquier español que hubiese perecido por la escasez o el hambre. No cejando aun así los cercados en su propósito, verificaron el 10 una salida en que al principio lo atropellaron todo, alojándose en atrincheramientos colocados en el demolido fuerte del Príncipe; mas acudiendo al combate unas compañías que acaudillaba el ayudante segundo de estado mayor Don José Antonio Facio, pertenecientes a la fuerza del príncipe de Anglona, detuvieron a los acometedores y los arrojaron a bayonetazos del puesto que habían ganado, oprimiéndolos y acosándolos hasta el glacis de la plaza. Entre tanto, noticioso Don Carlos de España de que los sitiados pensaban en el arrasamiento total de Pamplona, trató de impedirlo haciendo saber el 19 al gobernador que, si tal sucediese, tenía orden de lord Wellington de pasar por la espada la plana mayor y la oficialidad, y de diezmar la guarnición entera. Replicó el francés con desdén y altaneramente, yendo adelante en el terrible intento de desmantelar la plaza. Pero, creciendo el hambre, moderáronse ímpetus tan arrebatados, y ya el 24 comenzó el gobernador a querer entrar en algún ajuste, pidiendo se le dejase a él y a los suyos tornar libremente a Francia. Se negó España a esta demanda, que creyó excesiva, corriendo algunos días en conferencias y pláticas. Los últimos de octubre habían llegado ya, [Marginal: Se rinde la plaza a los españoles.] cuando viniéndose a buenas el gobernador, firmose el 31 la capitulación, según la cual quedaba la guarnición francesa prisionera de guerra. Posesionáronse los españoles de la plaza inmediatamente, no habiendo padecido las fortificaciones perjuicio ni deterioro. Reconquistada Pamplona, aún respiró más libre y desembarazada toda esta parte del norte de España, no restando ya en poder del enemigo más que Santoña, cuyo bloqueo estrechaban los nuestros. [Marginal: Exacciones y pérdidas de Navarra y provincias Vascongadas.] No menos que otras provincias de España, experimentaron pérdidas y cercenamiento en sus bienes Navarra y las provincias Vascongadas; opresas siempre, y no cesando el tráfago de la guerra en su suelo, semillero fecundo de partidarios y numerosas cuadrillas. Según noticias que conservan los pueblos y los particulares, hay quien gradúe subieron a veces las cargas y exacciones a un 200 por 100 de la renta anual. Cómputo no tan exagerado como a primera vista parece, si se atiende a que solo el señorío de Vizcaya aprontó al gobierno intruso por contribuciones ordenadas 38.729.335 reales vellón: suma enorme y muy superior a lo usado en aquel país; no incluyéndose en las partidas otras cobranzas y derramas extraordinarias, impuestas sin cuenta ni razón y antojadizamente. [Marginal: Situación de Soult en el Nivelle.] Luego que supo lord Wellington la rendición de Pamplona, con lo que se ponía libre y se despejaba su derecha, pensó en internarse en Francia, y en alejar a Soult más y más de la frontera de España. Este mariscal hallábase apostado en puntos ventajosos y muy fortalecidos a las márgenes del Nivelle, que descarga sus aguas en el mar por San Juan de Luz. Descansaba la derecha del ejército francés, enfrente de este pueblo y a la izquierda del río, en una eminencia que domina a Socoa, puerto ruin a la desembocadura; habiendo los enemigos construido allí, y en derredor de una ermita, un reducto cuyas defensas se unían por atrincheramientos y árboles cortados con Urrugne, protegiendo, además, aquellos puntos inundaciones que cubrían a Ciboure. Alojábase el centro del propio ejército en alturas que se levantan detrás del pueblo de Sare y también en la que llaman la Petite-Rhune, la cual, si bien sojuzgada por la otra del mismo nombre más erguida, ganada por los españoles y de la que la divide un angosto valle, todavía se alza bastante y domina las cañadas y país vecino. Y, en fin, la izquierda, colocada a la derecha del Nivelle, buscaba arrimo y aun asentábase en un cerro a espaldas del pueblo de Ainhoa, no menos que en la montaña de Mondarin que ampara la avenida o entrada del propio lugar. Describía la posición entera un semicírculo desde Urrugne hasta Espelette y Cambo, resalido en Sare, que era el centro de ella. Todo su frente hallábase por lo general cubierto con una cadena de reductos y atrincheramientos que se eslabonaban por cerros, colinas y altozanos. Conservaba el enemigo en San Juan de Pie de Puerto algunas fuerzas empleadas en la defensa de esta plaza y en observar al general Mina y otros cuerpos aliados. No arredró a Wellington ver a su contrario tan encastillado y fuerte, y solo las lluvias le pararon algunos días. Pero aclarando luego el tiempo, decidiose el general inglés a trabar refriega empezando por forzar el cuerpo enemigo para establecerse después más allá del Nivelle. [Marginal: Proyecto de Wellington.] Sir Rolando Hill capitaneaba la derecha aliada, compuesta de dos divisiones inglesas a las órdenes de sir Guillermo Stewart y sir Enrique Clinton, de la portuguesa del cargo de sir Juan Hamilton, y de la primera española del cuarto ejército que dirigía Don Pablo Morillo, sin contar cañones y algunos jinetes. En el centro estaban, por la diestra parte, el mariscal Beresford y tres divisiones británicas que mandaban los jefes Colville, Lecor y sir Lowry Cole; y por la siniestra, Don Pedro Agustín Girón acompañado del ejército de reserva de Andalucía. Destinábanse la división ligera del barón Alten y la sexta española del cuarto ejército, bajo Don Francisco Longa, al acometimiento de la Petite-Rhune; moviéndose al compás del centro sir Stapleton Cotton con una brigada de caballería y tres de artillería. Don Manuel Freire, asistido de la tercera y cuarta división y de la primera brigada de la quinta del cuarto ejército español, había de marchar desde Mandale en dos columnas que gobernaban Don Diego del Barco y Don Pedro de la Bárcena, una con dirección a Ascain, y otra más allá a la izquierda nuestra, y casa de Choquetemborde, permaneciendo algunos cuerpos en Arrequicoborde y caseríos de Oleto, como de reserva y para afianzar las comunicaciones de las columnas. A sir Juan Hope, sucesor del general Graham en el mando, correspondíale obrar por lo largo de la línea desde donde estaba Don Manuel Freire hasta la mar; no pudiendo el último ni tampoco sir Juan, con arreglo a instrucción recibida, empeñar refriega y sí solo aprovecharse de los descuidos en que el enemigo incurriese. [Marginal: Pasan los aliados el Nivelle.] Colocado lord Wellington en el centro, diose principio al combate en la madrugada del 10 de noviembre, embistiendo sir Lowry Cole con la cuarta división británica un reducto construido muy esmeradamente en un terromontero que se divisa por cima de Sare, en donde hicieron los franceses firme rostro por espacio de una hora, hasta que le abandonaron, recelándose de un movimiento de los españoles a retaguardia y columbrando, asimismo, que se disponía a la escalada la infantería británica: sucedió igual caso con otra obra allí cercana. Esto, y haber acudido Wellington al primer reducto ganado, entusiasmó a las tropas, adelantándose briosamente la tercera y séptima división británicas bajo el mariscal Beresford, al paso que los nuestros de Girón acometieron el pueblo de Sare por la derecha, y que sir Lowry abrazaba su izquierda. Arrolláronlo todo los aliados, entrando con gran gallardía en dicho pueblo de Sare un cuerpo de españoles guiado por Don Juan Downie, quien mandó repicar las campanas para anunciar su triunfo con ruidoso pregón. Enseñoreose también Cole de las cumbres más bajas que están detrás de Sare en donde hizo parada. Feliz igualmente en sus acometidas el barón Alten forzó por su lado los atrincheramientos enemigos uno en pos de otro, hasta apoderarse de la Petite-Rhune, yendo después adelante para concurrir al total desenlace de las operaciones comenzadas. Eran las diez de la mañana en ocasión que Wellington se disponía a dar un general y simultáneo ataque contra la estancia más formidable de los enemigos en el centro, la cual se prolongaba largo espacio por detrás de Sare. Sucedió bien por todas partes la tentativa, a la que coadyuvaron los españoles de Don Pedro Agustín Girón y los de Longa, abandonando los enemigos sus puestos y fortificaciones construidas y rematadas a costa de trabajo y tiempo. Resistió con empeño un solo reducto, el más fuerte de todos, pero que al fin se entregó con un batallón de 560 hombres que le guardaba, después de muchos coloquios y de idas y venidas. No menos que por el centro favorecía la fortuna a los aliados por su derecha, en donde cruzando el Nivelle sir Enrique Clinton con la sexta división británica, ayudada de la portuguesa que regía sir Juan Hamilton, desalojó a los franceses de los sitios que ocupaban, y les tomó reductos y bastantes despojos. La segunda división, también británica del cargo de sir Guillermo Stewart, enseñoreose de una obra a retaguardia, y Don Pablo Morillo, a la cabeza de la primera división española del cuarto ejército, acometió los apostaderos enemigos en las faldas del Mondarin, y los repelió amparando así las maniobras de los ingleses dirigidas contra los cerros que yacen por detrás de Ainhoa, los cuales tomó sir R. Hill, arrojando al enemigo vía de Cambo. Las dos de la tarde eran, y ya los aliados tenían por suyas las posiciones de los contrarios a espaldas de Sare y Ainhoa. Por la izquierda corrieron igual y dichosa suerte las tropas combinadas. Se posesionó Don Manuel Freire de Ascain por la tarde, y sir Juan Hope desalojó a los franceses del reducto plantado en la eminencia cercana a Socoa, de que hemos hablado, hostigándolos hasta llegar a las inundaciones que cubrían a Ciboure. Durante una hora había lord Wellington hecho alto para dar respiro a sus tropas e informarse de cómo andaba el combate por los demás puntos. Conseguido el primer objeto y cerciorado de cuán venturosa por doquiera corría su estrella, dispúsose a formalizar una arremetida bien ordenada contra las eminencias y cerros que aparecen por detrás de Saint-Pée, pueblo a una legua de distancia de los aliados, situado a la margen derecha del Nivelle, por donde se había ido retirando el centro enemigo. Verificó el general inglés su intento atravesando pronto aquel río, de corriente rápida y allí no vadeable, por un puente de piedra frontero a Saint-Pée y por otros dos situados más abajo. No era tan factible tomar después las alturas de intrincado acceso, y así trabose combate muy reñido, en que, al cabo, ciando los contrarios, vencieron los nuestros y se enseñorearon del campo. Situose de resultas el mariscal Beresford a retaguardia de la derecha francesa, quedándose lo demás del ejército en los puntos que había ganado antes, no queriendo arriesgarse a más por causa de la noche que se acercaba. Pero en ella, temerosos los franceses de que el mariscal Beresford no se interpusiese entre San Juan de Luz y Bayona, evacuaron la primera de ambas ciudades y sus obras y defensas, y llevaron rumbo hacia la segunda por el camino real, rompiendo de antemano los puentes del Nivelle en su parte inferior; destrozo que retardó lograr el perseguimiento que meditaba sir Juan Hope, obligado este general a reparar el puente que une a Ciboure con San Juan de Luz, como indispensable para facilitar el paso de las tropas y los cañones. También en aquel día, que era el 11, adelantaron el centro y la derecha aliada, mas solo una legua, no permitiendo mayor progreso el cansancio y lo perdido y arruinado de los caminos. Niebla muy densa impidió el 12 moverse desde temprano, y no hubo necesidad ni apuro de verificarlo más tarde, noticioso lord Wellington de que en el intervalo el mariscal Soult se había recogido a un campo atrincherado y fuerte, dispuesto de tiempo atrás junto a Bayona para resguardo y sostenimiento de sus tropas en retirada. Logró así el general inglés lo que apetecía, habiendo ganado la margen derecha del Nivelle y los puestos y fortificaciones del enemigo, y arrojado también a este contra Bayona y sus ríos. Perdieron los aliados en estos combates unos 3000 hombres en todo; más los franceses, dejando en poder de aquellos 51 cañones, 1500 prisioneros y 400 heridos que no pudieron llevarse. [Marginal: Lord Wellington en Saint-Pée. Cura de este pueblo.] Se detuvo lord Wellington en Saint-Pée dos o tres días, y albergose en casa del cura párroco, hombre de agudo ingenio y de autoridad en la tierra vasca, muy conocedor del mundo y sus tratos. Ocurrencia que recordamos como origen de un suceso no desestimable en su giro y resultas. Fue el caso que, complacido lord Wellington con la buena acogida y grata conversación del eclesiástico, conferenciaba con él en los ratos ociosos sobre el estado del país, acabando un día por preguntarle «qué pensaba acerca de la llegada a la frontera de un príncipe de la casa de Borbón, y si creía que su presencia atrajese a su bando muchos parciales.» Respondió el cura: «que los veinticinco años transcurridos desde la revolución de 1789 y los portentos agolpados en el intermedio daban poca esperanza de que la generación nueva conservase memoria de aquella estirpe. Pero [añadió] que nada se perdía en hacer la prueba, siendo de ejecución tan fácil.» Wellington que probablemente revolvía ya en su pensamiento semejante plan, trató de ponerle por obra, alentado sobre todo con la reflexión última del eclesiástico, por lo que al efecto escribió a Inglaterra recomendando y apoyando la idea. No desagradó esta al gabinete de San James, consintiendo a poco en que diese la vela para España el duque de Angulema, primogénito del conde de Artois, a quien llamaban Monsieur, como hermano mayor del que ya entonces era tenido entre sus adictos por rey de Francia, bajo el nombre de Luis XVIII. [Marginal: Venida del duque de Angulema.] Desembarcó en la costa de Guipúzcoa el de Angulema, encubierto con el título de conde de Pradel, y acompañado del duque de Guiche y de los condes Etienne de Damas y D’Escars, yendo a buscarle de parte de lord Wellington a San Sebastián el coronel Freemantle, de donde se trasladaron todos a San Juan de Luz, lugar a la sazón de los cuarteles ingleses. Allí le dejaremos por ahora, guardando para más adelante el volver a anudar el hilo de la narración de este hecho que, casi imperceptible en sus principios, agrandose después y se convirtió en más abultado. Habiendo entre tanto las lluvias y lo crudo de la estación hinchado los ríos y los arroyos y puesto intransitables los caminos, en particular los de travesía, aflojó lord Wellington en sus operaciones, [Marginal: Wellington en San Juan de Luz: su línea.] y haciendo mansión en San Juan de Luz, forzoso le fue, para evitar sorpresas o repentinos ataques del ejército francés, más temible por cuanto estaba más reconcentrado, establecer una línea defensiva que, empezando en la costa a espaldas de Biarritz, se prolongaba por el camino real viniendo a parar al Nive, enfrente de Arcangues y cerca de una quinta de Mr. Garat, famoso ministro de la Justicia en tiempo de la Convención. Proseguía después dicha línea lo largo de la izquierda de aquel río por Arrauntz, Ustaritz, Larresore y Cambo, cuyo puente habían los contrarios inutilizado del todo. [Marginal: Disciplina y estado del ejército anglo-hispano-portugués.] Cada día se esforzaba más Wellington en mantener en sus tropas rígida disciplina, siempre receloso de que la continuación de la guerra en país enemigo no diese margen a que se traspasasen los límites de la obediencia y buen orden, mayormente teniendo el ejército aliado que padecer privaciones y acerbas penalidades: no bastando a impedirlas los inmensos recursos de que disponía la Gran Bretaña; inciertas las arribadas por mar con lo invernizo de la estación y lo bravo de aquellas orillas, y lentos y nada seguros los abastecimientos por tierra que venían, a costa de muchos dineros y desembolsos, hasta del corazón y provincias lejanas de España, en donde el ganado lanar y vacuno llegó a tomar un valor excesivo, arrebatándole los comisarios ingleses a cualquiera precio de los campos y mercados. Si temores tenía Wellington respecto de sus soldados, más le asaltaban en cuanto a los nuestros, escasos de todo, acampados al desabrigo o bajo miserables barracones, comiendo corta o escatimada ración, sin vestuario apenas algunos cuerpos, destruido el calzado de los más o roto, muchos los enfermos y desprovistos los hospitales aun de regular o pasadera asistencia. Consecuencia necesaria, ya de los males que abrumaban a todos y procedían del mismo origen, y ya de los que eran peculiares a los españoles, agotados sus haberes y caudales con la prolongada guerra, y no ayudados por la administración pública, nunca bien entendida en sus diversos ramos, y no mejorada ahora; dolencia añeja y como endémica del suelo peninsular, a los remedios muy rebelde y de curación enfadosa y tarda. Cierto que los nuestros sobrellevaban sus padecimientos con admirable resignación, sin queja ni desmán notables. Mas previendo Wellington cuán imposible se hacía durasen las cosas largo espacio en el mismo ser, resolvió tornasen los españoles al país nativo por huir de futuros y temibles daños, y también por no necesitar entonces de su apoyo y auxilios, decidido a no llevar muy adelante la invasión comenzada, en tanto que no abonanzase el tiempo y que no penetrasen en Francia los aliados del norte. [Marginal: Vuelven a España casi todo el cuarto ejército y el de reserva de Andalucía.] Así fue que Don Manuel Freire estableció su cuartel general en Irún, regresando a España las divisiones tercera, cuarta y sexta y la primera brigada de la quinta, todas del cuarto ejército, quedándose solo con los ingleses la de Don Pablo Morillo, que era la primera. La segunda, séptima y octava, y la segunda brigada de la quinta continuaron donde estaban; a saber, guarneciendo a Pamplona y San Sebastián, y en los bloqueos de Santoña y Jaca; si bien la segunda división no tardó en acercarse al Nivelle. Poca caballería había pasado antes a Francia, yéndose lo más de ella en busca de subsistencias a Castilla, a donde igualmente fue destinada la sexta división del cargo de Don Francisco Longa. Permanecieron las demás en las provincias fronterizas para acudir al primer llamamiento de Wellington y cubrir sus espaldas en caso de necesidad. Acantonose en el valle de Baztán el ejército de reserva de Andalucía, alejándose después hasta Puente la Reina y pueblos inmediatos. [Marginal: Movimientos y combates en el Nive.] Aunque no tuviese lord Wellington el proyecto de extender ahora sus incursiones, quería sin embargo, antes de hacer su última y mayor parada, cruzar el Nive y enseñorearse de parte de sus orillas. Empresa no fácil, apoyado el mariscal Soult en el fortalecido y atrincherado campo de Bayona, cuyos aproches cubrían los fuegos de aquella plaza, situada en donde el Adour y Nive se juntan en una madre; por lo cual hizo solo resolución el general inglés de adelantar su derecha, conservando en la izquierda la misma línea, y limitando sus acometidas a apoderarse de los puntos que defendían los enemigos en el Nive superior, cuya posesión ofrecíale más desahogo para su gente y afianzaba sus estancias. Para alcanzar su objeto, empezó Wellington a moverse el 8 de diciembre, disponiendo que el 9 atravesase el Nive por Cambo sir R. Hill, sostenido en la maniobra por el mariscal Beresford, a cuya sexta división, del mando del general Clinton, tocó pasar aquel río por Ustaritz. Ambas operaciones sucedieron bien, recogiéndose los enemigos a unos montes que corren paralelos al Adour, apoyada su derecha en Villefranque, de donde los arrojaron en breve los anglo-portugueses, obligándolos a retirarse más lejos. Ayudó al buen éxito Don Pablo Morillo, con la primera división española del cuarto ejército, quien pasó el mismo día el Nive por los vados de la Isleta y Cavarre, y se enseñoreó del cerro de Urcuray y otros inmediatos en los que quisieron los franceses hacerse firmes. Por su lado favorecieron los movimientos de la derecha aliada sir Juan Hope y el general barón Alten, arrollando el primero a los enemigos en Biarritz y Anglet, y distrayéndolos el segundo y causándolos daños por Bassussarry, a punto de tener que refugiarse en su campo la vuelta de Marracq, palacio ahora arruinado y teatro años antes de los escándalos referidos en su lugar. Al siguiente, día 10, yendo sir R. Hill a proseguir sus operaciones, suspendiolas en vista de que sus contrarios se habían también recogido y metídose por aquel lado en su atrincherado y bien fortalecido campo; y ocupó la estancia que de antemano le había señalado lord Wellington, descansando la derecha de dicho cuerpo de Hill hacia el Adour, su izquierda en Villefranque, y parándose el centro en la calzada inmediata a Saint Pierre. La división del general Morillo se apostó en Urcuray y una brigada de dragones ligeros británicos en Hasparren, destinadas ambas a observar y mantener en respeto al general Paris, quien al cruzar los aliados el Nive habíase corrido vía de Saint Palais. Mas en la mañana del mismo día 10 había trocado ya de papel el francés, convirtiéndose de acometido en acometedor. Para ello moviéronse todas sus tropas, menos las que guarnecían las obras colocadas delante del general Hill, y tomaron la vuelta de las estancias de la izquierda del ejército aliado y de las de la división ligera, arrollando los puestos avanzados y aun empezando a batir los sitios fortalecidos. Pero el barón Alten y sir Juan Hope repelieron todas las arremetidas y aun cogieron 500 prisioneros. Hacía propósito el enemigo, al intentar esta maniobra, de poner a la derecha inglesa en la necesidad de regresar a la izquierda del Nive, y quedarse él solo en la otra más desembarazado para sus comunicaciones; lo cual no logró, en grave perjuicio suyo. Ni aun aquí paró su desgracia, porque, concluida la refriega y ya anochecido, 3 batallones alemanes, uno de Francfort y 2 de Nassau Usingen, en número de 1300 hombres, guiados por el coronel Krusse, bávaro de nación y criado en Hanóver, pasaron a las banderas aliadas, si bien con la condición honrosa de ser trasladados a su país nativo, y de no hacer armas contra los que acababan de pelear a su lado y ser sus conmilitones. Fatal golpe y de nocivo ejemplo para los enemigos, causador de disturbios y desconfianza suma entre los soldados que eran franceses y los extranjeros a su servicio. Renovaron los contrarios sus ataques en los dos días inmediatos al 10 contra la izquierda inglesa, mas sin fruto, mostrando gallardía notable sir Juan Hope, y los oficiales de su estado mayor, heridos todos o contusos. Entonces proyectó el mariscal Soult revolver el 13 del lado de la derecha de los anglo-portugueses, y efectuolo dando contra ella un furibundo y desapoderado acometimiento. Habíalo previsto lord Wellington, y anticipose a reforzar su línea por aquella parte con la sexta división británica. Dirigieron los enemigos su principal ataque por el camino real que va de Bayona a San Juan de Pie de Puerto, teniendo que resistir al impetuoso choque la brigada inglesa del general Barnes y la portuguesa del mando de Ashworth, sostenidas por la división, también británica, que regía Lecor, la cual recobró un puesto importante, avanzando esforzadamente por el lado izquierdo y hacia donde lidiaba, en frente de Villefranque, el general Pringle. Otro tanto sucedió por el derecho, enseñoreándose de una altura y sustentándola con mucho brío las brigadas británica y portuguesa que gobernaban respectivamente los generales Byng y Buchan. Hubo otros reencuentros y choques igualmente gloriosos a los aliados, cuyas sólidas y macizas huestes no le fue dado romper, ni siquiera descantillar, al experto mariscal francés ni a sus arrojadas tropas. En los cinco días que duraron los diversos choques tuvo de baja el ejército combinado 5029 hombres, casi la mitad portugueses, como que fueron quienes llevaron el principal peso de la refriega en la última jornada, la más mortífera y destructora. Perdieron los franceses sobre 6000 hombres entre muertos, heridos y prisioneros. [Marginal: Estancias de los respectivos ejércitos.] Desesperanzado el mariscal Soult de lograr por entonces cosa alguna de entidad, levantó mano y cesó en sus empresas, a pesar de acaudillar todavía 50.000 infantes y 6000 caballos. Acantonose por tanto, manteniéndose sobre la defensiva, con su derecha en el campo atrincherado en rededor de Bayona, su centro a la diestra margen del Adour, extendiéndose hasta Port-de-Lanne, en donde colocó su principal depósito, y su izquierda lo largo de la derecha del Bidouze desde su junta con el otro río hasta Saint Palais: cubrió varios pasos de la orilla derecha de ambas corrientes, y no descuidó las fortificaciones de San Juan de Pie de Puerto y de Navarrenx, atrincherando también a Dax para almacén y abrigo de los auxilios y refuerzos que le llegaban de lo interior. Conforme a lo que ya insinuamos, tampoco Wellington insistió en batallar, dejándolo para más adelante, y afianzando solo y con mayor ahínco sus atrincheramientos. Púsose, si cabe, más en vela respecto de la disciplina; pues internado en Francia, mal le hubiera venido que molestados y oprimidos los pueblos se hubiesen alterado y tomado parte en la guerra, lo que en verdad deseaba el mariscal Soult, procurando por eso que acudiese del ejército de Suchet al país vasco [Marginal: El general Harispe.] el general Harispe, baigorriano y muy dispuesto para organizar cuerpos francos, según tenía acreditado en las campañas de 1793 y 1794. No dejaron sus esfuerzos de incomodar a los aliados, atajándoles a veces los pasos por retaguardia, y conteniendo las tentativas de Don Francisco Espoz y Mina, que con parte de sus tropas asomaba por aquellos valles, con amagos de embestir la plaza de San Juan de Pie de Puerto, que aunque pequeña, estaba bastante fortalecida ahora. [Marginal: Sucesos en Cataluña.] De poca importancia represéntase lo ocurrido en Cataluña por este tiempo y hasta fines de 1813, parangonado con lo que hemos referido ya de la parte occidental de los Pirineos. Había Napoleón elegido para coronel general de su guardia al mariscal Suchet, y agregado al ejército de Aragón y Valencia el de Cataluña; lo cual en realidad no alteraba sustancialmente el estado de las cosas, debiendo por disposición anterior juntarse todas aquellas fuerzas bajo la misma mano, siempre que se operase de un modo activo. Simplificose, sin embargo, con la nueva medida la administración, y se excusaron disputas y competencias. Retirose a Francia Decaen, que todavía gobernaba en Cataluña, cediendo a Suchet el puesto. Formaba este ejército así reunido un total que pasaba de 32.000 soldados. Pero disminuyose poco después su número en no menos que en 9000, llamado en breve a Italia el general Severoli con su división, compuesta de 2000 combatientes, desarmados de súbito en Barcelona, por decreto de Napoleón, 2400 alemanes, y retirados a Francia los gendarmes y gente escogida, sin que se enviase tropa alguna para llenar los huecos. [Marginal: Sus cargas.] Proseguía Cataluña abrumada bajo el peso de sus cargas y no interrumpidas pérdidas y estragos, en particular Barcelona, que, asiento de la dominación francesa, sentía de más cerca y a la continua el daño, habiendo sido como entregada al saco. Tuvieron sin embargo los franceses que traer frecuentemente auxilios de Francia para poder subsistir, agotada la provincia, y ofreciendo obstáculos a las exacciones la irreconciliable enemistad y profundo odio que abrigaban los catalanes constantemente en sus pechos contra la usurpación extranjera; al paso que sobrellevaban con noble desprendimiento los sacrificios y desembolsos que pedía de su fidelidad e inalterable celo el gobierno legítimo. [Marginal: (* Ap. n. 23-3.)] No menos de 285.727.453 reales vellón [*] compútase aprontó aquella provincia para el ejército nacional en los cinco años corridos desde 1809 hasta 1813, sin contar derramas y repartimientos que no ha sido dable se incluyan en la suma: exorbitante, por cierto, si se atiende a lo que por su lado arrancaron de los pueblos los invasores, y al deterioro y merma que causaba en los productos y haberes aquella guerra tan devastadora y de conquista, más sensibles y dolorosos en provincia de suyo tan industriosa y fabril como lo es la Cataluña. En cuanto a los reencuentros y combates que hubo en ella por este tiempo, apenas los hay que sean dignos de mencionarse. No dejaron, sin embargo, las tropas del primer ejército, y los cuerpos francos y guerrillas a él agregados, de molestar al enemigo y conseguir algunos trofeos por los meses de septiembre, octubre, noviembre y fines de año en Montalla, Sant Privat, Santa Eulalia, San Feliú de Codinas y otros lugares, regidos nuestros soldados por los entonces coroneles Valencia, Llauder, Manso y demás jefes ya conocidos y de nombre. Mandaba como antes este ejército Don Francisco Copons y Navia, teniendo por lo común sus reales en Vic. Se mantenían los anglo-sicilianos en las mismas estancias; y solo en diciembre, queriendo el mariscal Suchet sorprenderlos en Villafranca, donde tenían sus cuarteles, retiráronse, advertidos a tiempo, yendo la división española del general Sarsfield, que los acompañaba, camino de la izquierda, y ellos más de dos leguas atrás la vuelta de Arbós, para mejorar de puesto y reconcentrar todas sus fuerzas. Tornó Suchet burlado en sus esperanzas a las orillas del Llobregat y a la capital del principado, en cuya ciudad residía de ordinario ahora. [Marginal: Valencia.] Por esta parte oriental de España tampoco levantaba mano el segundo ejército, bajo la guía de Don Francisco Javier Elío, en los bloqueos de las plazas y castillos que se encomendaron a su cuidado, con la dicha de que se fuesen tomando algunos. [Marginal: Ríndese a los españoles Morella y Denia.] Así sucedió con el de Morella, que se entregó el 22 de octubre al ayudante de estado mayor Don Francisco del Rey, quedando prisioneros 100 hombres que le guarnecían con su comandante Boissomacs. Vinieron también el 6 de diciembre a partido otros tantos que defendían a Denia, y mandaba el jefe de batallón Bin, quien pactó la rendición con Don Diego Entrena, que dirigía el asedio. [Marginal: Sucesos en Alemania y norte de Europa.] Al mismo compás y de tan buena medida para España íbanse arreglando las cosas de Alemania y de todo el septentrión. Allí, comenzadas de nuevo las hostilidades y unida el Austria a la coalición europea, según dijimos, llovieron sobre la Francia infortunios y tremendas desdichas, siendo para sus ejércitos de mortal ruina e indecible fracaso la derrota que padecieron sus huestes en Leipzig durante los días 16, 17, 18 y 19 de octubre, de cuyas resultas casi solo Napoleón y sin aliados repasó el Rin con los remanentes de sus destrozadas tropas, y regresó a París el 8 de noviembre, desgajándose así, y una a una o muchas a la vez, las ramas del excelso y robusto árbol de su poco antes encumbrada dominación, cuyo tronco mismo iba luego a sentir los pesados golpes de dura, cortante y desapiadada hacha enemiga. RESUMEN DEL LIBRO VIGÉSIMO CUARTO. Viaje a Madrid de la Regencia y las Cortes, y su llegada. — Abren las Cortes allí sus sesiones. — Napoleón en París, y sus medidas. — Declaración de los aliados del norte. — Entran en Francia. — Entabla Napoleón negociaciones con Fernando. — Su carta a este rey. — Conferencias de los príncipes en Valençay con el conde de Laforest. — Llegada a Valençay del duque de San Carlos. — Tratado concluido en Valençay. — Viaje de San Carlos a España. — Envía Napoleón a Valençay a otros españoles. — Nuevas reflexiones. — Comisionados franceses enviados a España. — Llega San Carlos a Madrid. — Disgusto que causa su llegada. — Viaje también de Palafox a Madrid. — Contestación de la Regencia y sus cartas al rey. — Vuelven a Francia San Carlos y Palafox. — Da cuenta a las Cortes de este negocio la Regencia del reino. — Se recibe con aplauso. — Manifiesto que debe acompañarle. — Cambio en la opinión, y reflexión sobre esto. — Ligas y manejos contra las nuevas reformas. — Extraño discurso del diputado Reina. — Alboroto que causa en las Cortes y sus resultas. — Tratan algunos de mudar la Regencia. — No lo consiguen; con otros incidentes. — Cierran las Cortes ordinarias sus sesiones. — Las vuelven a abrir. — Reconocimiento del Austria y tratado con Prusia. — Sucesos militares. Cataluña. — Se retira Suchet a Gerona. — Van Halen. — Se pasa a los españoles; sus proyectos y ardides. — Tentativa contra Tortosa. — Frústrase esta. — Sale bien en Lérida, Mequinenza y Monzón. — Se cogen prisioneras las guarniciones. — Apuros, gestiones y movimientos de Suchet. — Ríndese el castillo de Jaca. — Ataques contra Santoña y sus obras exteriores. — Tómanse algunas de estas. — Muerte de Barco. — Movimientos de Wellington. — Paso del Adour. — Se cerca del todo a Bayona. — Echase un puente sobre el Adour. — Avances de Wellington. — Batalla de Orthez, 27 de febrero. — Movimientos posteriores. — Intentos de los partidarios de la casa de Borbón. — Envía Wellington vía de Burdeos a Beresford. — Se declara esta ciudad en favor de los Borbones. — Entran allí el 12 de marzo Beresford y el de Angulema. — Proclama de Soult. — Estado crítico de Napoleón y medidas que toma. — Sale de París. — Congreso de Châtillon. — Disuélvese. — Tratado de Chaumont. — Resultas de esto. — Suelta Napoleón a Fernando. — Precede Zayas al rey: su viaje. — Sale el rey de Valençay. — Llega a Perpiñán. — Quédase allí el infante Don Carlos. — Entra el rey en España. — Recibe Copons al rey en el Fluviá. — Entra el rey en Gerona. — Llega también allí el infante Don Carlos. — Carta del rey a la Regencia. — Monumento que decretan las Cortes. — Dádiva del Duque de Frías. — Trabajos y discusiones de las Cortes. — Presupuestos. — Secretarías. — Dotación de la casa Real. — Impostor Audinot. — Acontecimientos militares. — Movimientos del 4.º ejército español. — Auxilios que facilita Wellington. — Conducta del conde del Abisbal. — Pasa a Francia el 3.er ejército español. — Sigue Wellington moviéndose. — Llega Soult a Tolosa. — Llegan los aliados enfrente de la ciudad. — Tentativas para pasar el Garona. — Le pasan los aliados. — Otros movimientos. — Tolosa y su estado de defensa. — Batalla de Tolosa. — Evacúa Soult la ciudad. — Entran los aliados. — Son bien recibidos. — Acontecimientos y mudanzas en París. — Caída de Napoleón. — Otros sucesos militares. — En Burdeos. — En Bayona. — Santoña. — Cataluña. — La abandona Suchet. — Conducta de Soult y Suchet con motivo de lo ocurrido en París. — Conclúyese un armisticio entre Wellington y los mariscales franceses. — Asuntos políticos. — Salen el rey y los infantes de Gerona. — Llegan a Tarragona y Reus. — Va el rey a Zaragoza. — Buen recibo en esta ciudad. — Junta en Daroca. — Entrada en Teruel. — Junta en Segorbe. — Entrada del rey en Valencia. — El general Elío. — Lo que sucedió con el cardenal de Borbón. — Sale Elío a recibir al rey. — Lo mismo el cardenal. — Representación de los diputados llamados Persas. — Conducta de los liberales en las Cortes. — Se trasladan estas a Doña María de Aragón. — Función fúnebre del 2 de mayo. — Lo que pasa en Valencia. — Se acerca Whittingham a Madrid. — Conducta del embajador inglés. — Sale el rey de Valencia. — Lo que ocurre en el camino. — Diputación de las Cortes para recibir al rey. — Otras ocurrencias. — Prisión en Madrid de la Regencia y ministros y muchos diputados. — Disolución de las Cortes por orden del rey. — Asonadas en Madrid. — Manifiesto o decreto del 4 de mayo. — Autores y cooperarios de él. — Reflexiones. — Entrada del rey en Madrid. — Llegada de lord Wellington a la capital. — Recompensas que este recibe en su patria. — Evacuación de las plazas que aún conservaba el francés en España. — Tratado de paz y amistad con Francia. — Ministros de Fernando. — Política errada y reprehensible de estos. — Cuál hubiera convenido adoptar. — Conclusión de esta obra. HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO VIGÉSIMO CUARTO. [Marginal: Viaje a Madrid de la Regencia y las Cortes, y su llegada.] En medio de aclamaciones las más vivas y sinceras y de solemnes y espléndidos recibimientos, atravesó la Regencia del reino las ciudades, villas y lugares situados entre la Isla de León y la capital de la monarquía. Habíase aquella puesto en camino el 19 de diciembre, viajando a cortas jornadas y haciendo algunos descansos para corresponder al agasajador anhelo de los naturales, por lo que no llegó a Madrid hasta el 5 de enero de 1814; en donde no fue menos bien acogida y celebrada que en los demás pueblos, alojándose en el real palacio. Los diputados a Cortes, aunque por la índole de su cargo no iban juntos ni en cuerpo, tuvieron también parte en los obsequios y aplausos, ensanchados los corazones de los habitantes con la traslación a Madrid del gobierno supremo; indicante, al entender de los más, de la confianza que este tenía en que el enemigo no perturbaría ya con irrupciones nuevas la paz y sosiego de las provincias interiores del reino. [Marginal: Abren las Cortes allí sus sesiones.] Abrieron las Cortes sus sesiones el 15 de enero, suspendidas antes en la Isla de León, y nombraron por su presidente a Don Jerónimo Díez, diputado por Salamanca. El sitio en que se congregaron fue el teatro de los Caños del Peral, arruinado luego después, y en cuyo terreno y plazuela, denominada del Oriente, constrúyese desde años hace otro nuevo con suntuoso salón para bailes y grandes fiestas. No ofrecieron al principio particular interés los negocios que las Cortes ventilaron en público, sí alguno de los que trataron en secreto, pero del cual no será bien hablar antes de volver atrás y referir, como necesario proemio, lo que por entonces había ocurrido en Francia. [Marginal: Napoleón en París y sus medidas.] Llegado que hubo Napoleón a París el 9 de noviembre de 1813, buscó con diligencia suma modo de aventar lejos el nublado que le amagaba. Alistamientos, conferencias, manejos, nada olvidó, todo lo puso por obra, aunque prefiriendo a los demás medios el de las armas, rehuyendo, en cuanto podía, de una pacificación última y formal. Hiciéronle para ella los aliados desde Francfort proposiciones moderadas, atendiendo a los tiempos, según las cuales concedíanse a Francia por límites los Pirineos, los Alpes y el Rin, con tal que su gobierno abandonase y dejase libre la Alemania, la España y la Italia entera; pero Napoleón, esquivando dar una contestación clara y explícita, procuraba solo ganar tiempo avivando impaciente la ejecución de un decreto del Senado que disponía se levantasen 300.000 hombres en los ámbitos del imperio. [Marginal: Declaración de los aliados del norte.] Puestos los aliados en algún sobresalto con esta nueva y hostil resolución, y descontentos de la evasiva respuesta que el emperador francés había dado a las proposiciones hechas, publicaron una declaración, fecha en Francfort el 1.º de diciembre, por la que anunciaban al mundo no ser a la Francia a la que hacían guerra, sino a la preponderante superioridad que, por desgracia suya y de la Europa, había ejercido Napoleón aun fuera de su mismo imperio, cuyos límites habían consentido los soberanos aliados en ensanchar, clavando las mojoneras más allá de donde concluía el territorio de la antigua monarquía francesa; deseosos de labrar la felicidad de la nueva, y penetrados de cuán importante sería su conservación y grandeza para el afianzamiento de todas las partes del edificio social europeo. A los discursos siguiéronse las obras; y resueltos los aliados del norte a internarse en Francia con tres ejércitos y por tres puntos distintos, [Marginal: Entran en Francia.] pisaron aquella tierra por primera vez, cruzando sus tropas el Rin al concluir el año de 1813 y comenzar el de 1814: las cuales correspondieron así a las operaciones de los anglo-hispano-portugueses que por el mediodía habían llevado ya la guerra anticipadamente hasta las orillas del Adour y el Nive. [Marginal: Entabla Napoleón negociaciones con Fernando VII.] Diestro Napoleón en las artes del engaño y de enredadora política, figurose ser también oportuno, para enflaquecer a sus enemigos y sembrar entre ellos cizaña y fatal disensión, tener a hurtadillas y por medio de emisario seguro algún abocamiento con Fernando VII, a quien, como antes, guardaba cautivo en el palacio de Valençay. No bien lo hubo pensado, cuando al efecto envió allá, bajo el fingido nombre de Mr. Dubois, al conde de Laforest, consejero de estado, sujeto práctico y de sus confianzas, quien desde luego, y ya el 17 de noviembre de 1813, se presentó a Fernando y a los infantes Don Carlos y Don Antonio, [Marginal: Su carta a este rey.] siendo su primer paso entregar al rey, de parte de Napoleón, una carta del tenor siguiente: «Primo mío: Las circunstancias actuales en que se halla mi imperio y mi política me hacen desear acabar de una vez con los negocios de España. La Inglaterra fomenta en ella la anarquía y el jacobinismo, y procura aniquilar la monarquía y destruir la nobleza para establecer una república. No puedo menos de sentir en sumo grado la destrucción de una nación tan vecina a mis estados, y con la que tengo tantos intereses marítimos y comunes. »Deseo, pues, quitar a la influencia inglesa cualquier pretexto, y restablecer los vínculos de amistad y de buenos vecinos que tanto tiempo han existido entre las dos naciones. »Envío a V. A. R. [todavía no le trataba como a rey] al conde de Laforest, con un nombre fingido, y puede V. A. dar asenso a todo lo que le diga. Deseo que V. A. esté persuadido de los sentimientos de amor y estimación que le profeso. [Marginal: (* Ap. n. 24-1.)] »No teniendo más fin esta carta, ruego a Dios guarde a V. A., primo mío, muchos años. Saint Cloud, 12 de noviembre de 1813. — Vuestro primo. — Napoleón.»[*] [Marginal: Conferencias de los príncipes en Valençay con el conde de Laforest.] Siguiose a la lectura de esta carta, de la cual tomaron conocimiento el rey y los infantes con reserva y aparte, un largo discurso que de palabra pronunció el conde de Laforest, inculcando lo expresado en su misión con nuevas explicaciones, y tratando al rey Fernando, a imitación de su amo, solo de príncipe y de Alteza Real. «El emperador [decía] que ha querido que me presente bajo de un nombre supuesto para que esta negociación sea secreta, me ha enviado para decir a V. A. R. que queriendo componer las desavenencias que había entre padres e hijos, hizo cuanto pudo en Bayona para efectuarlo; pero que los ingleses lo han destruido todo, introduciendo la anarquía y el jacobinismo en España, cuyo suelo está talado y asolado, la religión destruida, el clero perdido, la nobleza abatida, la marina sin otra existencia que el nombre, las colonias de América desmembradas y en insurrección, y en fin todo en ella arruinado. Aquellos isleños no quieren otra cosa que erigir la monarquía en república, y sin embargo, para engañar al pueblo, en todos los actos públicos ponen a V. A. R. a la cabeza. Yo bien sé, Señor, que V. A. R. no ha tenido la menor parte en todo lo que ha pasado en este tiempo; pero no obstante se valen para todo del nombre de V. A. R., pues no se oye de su boca más que Fernando VII. Esto no impide que reine allí una verdadera anarquía, pues al mismo tiempo que tienen las Cortes en Cádiz y aparentan querer un rey, sus deseos no son otros que el de _establecer una república_. Este desorden ha conmovido al emperador, que me ha encargado haga presente a V. A. R. este funesto estado, a fin de que se sirva decirme los medios que le parezcan oportunos, ya para conciliar el interés respectivo de ambas naciones, ya para que vuelva la _tranquilidad a un reino_ acreedor a que le posea una persona del carácter y dignidad de V. A. R. Considerando pues S. M. I. mi larga experiencia en los negocios (pues hace más de cuarenta años que sigo la carrera diplomática, y he estado en todas las cortes), me ha honrado con esta comisión, que espero desempeñar a satisfacción del emperador y de V. A. R., deseando que se trate con el mayor secreto, porque si los ingleses llegasen por casualidad a saberla, no pararían hasta encontrar medios de impedirla...» [Marginal: (* Ap. n. 24-2.)] Concluida la arenga respondió el rey: «que un asunto tan serio como aquel, y que le había cogido tan de sorpresa, pedía mucha reflexión y tiempo para contestarle, y que cuando llegase este caso se lo haría avisar.»[*] No aguardó a tanto el desvivido emisario, sino que al día siguiente pidió nueva audiencia. Reprodujéronse en ella por ambas partes las mismas razones y pláticas, hasta que Laforest terminó por decir al rey: «Que si aceptaba la corona de España que el emperador quería volverle, era menester que se concertase con él sobre los medios de arrojar a los ingleses de ella.» Contestó Fernando y apoyáronle su hermano y tío: «Que de nada podía tratar hallándose en las circunstancias en que estaba en Valençay, y que además no podía dar ningún paso sin el consentimiento de la nación representada por la Regencia.» Hubo sucesivamente de una y otra parte nuevas vistas, observaciones y réplicas, variando de tema en uno de los casos Mr. de Laforest, para quien ya no era república lo que querían introducir los ingleses en España, sino otra estirpe real, en unión con los portugueses, cual era la de Braganza. Tan mudable y poco seguro mostrábase el francés en sus alegaciones y propósitos. En fin, un día exigió del rey que le dijera si al volver a España sería amigo o enemigo del emperador. Contestó S. M. «Estimo mucho al emperador; pero nunca haré cosa que sea en contra de mi nación y de su felicidad; y por último declaro a V. que sobre este punto nadie en este mundo me hará mudar de dictamen. Si el emperador quiere que yo vuelva a España, trate con la Regencia, y después de haber tratado, y habérmelo hecho constar, lo firmaré; pero para esto es preciso que vengan aquí diputados de ella, y me enteren de todo. Dígaselo V. así al emperador, y añádale que esto es lo que me dicta mi conciencia.» Firme y noble respuesta, si así fue dada, propia de quien ceñía la diadema de antiguos, gloriosos y dilatados reinos. Viniendo a cabo la negociación puso S. M. en manos de Mr. de Laforest una carta en contestación a la del emperador concebida en estos términos: «Señor: El conde de Laforest me ha entregado la carta que V. M. I. me ha hecho la honra de escribirme fecha 12 del corriente; e igualmente estoy muy reconocido a la honra que V. M. I. me hace de querer tratar conmigo para obtener el fin que desea de poner un término a los negocios de España. »V. M. I. dice en su carta _que la Inglaterra fomenta en ella la anarquía, el jacobinismo, y procura aniquilar la monarquía española. No puedo menos de sentir en sumo grado la destrucción de una nación tan vecina a mis estados y con la que tengo tantos intereses marítimos comunes. Deseo pues quitar_ [prosigue V. M.] _a la influencia inglesa cualquiera pretexto, y restablecer los vínculos de amistad y de buenos vecinos que tanto tiempo han existido entre las dos naciones_. A estas proposiciones, Señor, respondo lo mismo que a las que me ha hecho de palabra de parte de V. M. I. y R. el señor conde de Laforest; que yo estoy siempre bajo la protección de V. M. I., y que siempre le profeso el mismo amor y respeto de lo que tiene tantas pruebas V. M. I.; pero no puedo hacer ni tratar nada sin el consentimiento de la nación española, y por consiguiente de la Junta. V. M. I. me ha traído a Valençay, y si quiere colocarme de nuevo en el trono de España, puede V. M. hacerlo, pues tiene medios para tratar con la Junta, que yo no tengo; o si V. M. I. quiere absolutamente tratar conmigo, y no teniendo yo aquí en Francia ninguno de mi confianza, necesito que vengan aquí con anuencia de V. M., diputados de la Junta para enterarme de los negocios de España; [S. M. tenía idea muy confusa de ellos, según se ve por el modo como habla, no estando informado sino por el vicioso conducto de los diarios censurados del imperio.] ver los medios [prosigue la carta] de hacerla verdaderamente feliz, y para que sea válido en España todo lo que yo trate con V. M. I. y R. »Si la política de V. M. y las circunstancias actuales de su imperio no le permiten conformarse con estas condiciones, entonces quedaré quieto y muy gustoso en Valençay, donde he pasado ya cinco años y medio, y donde permaneceré toda mi vida si Dios lo dispone así. »Siento mucho, Señor, hablar de este mondo a V. M.; pero mi conciencia me obliga a ello. Tanto interés tengo por los ingleses como por los franceses; pero sin embargo debo preferir a todo los intereses y felicidad de mi nación. Espero que V. M. I. y R. no verá en esto mismo más que una nueva prueba de mi ingenua sinceridad y del amor y cariño que tengo a V. M. Si prometiese yo algo a V. M. y que después estuviese obligado a hacer todo lo contrario, ¿qué pensaría V. M. de mí? Diría que era un inconstante y se burlaría de mí, y además me deshonraría para con toda la Europa. »Estoy muy satisfecho, Señor, del conde de Laforest que ha manifestado mucho celo y ahínco por los intereses de V. M., y que ha tenido muchas consideraciones para conmigo. »Mi hermano y mi tío me encargan los ponga a la disposición de V. M. I. y R. »Pido, Señor, a Dios conserve a V. M. muchos años. [Marginal: (* Ap. n. 24-3.)] — Valençay, 21 de noviembre de 1813. — Fernando.»[*] La imparcialidad histórica nos ha impuesto la obligación de sacar estos hechos de la obra que, al volver a España, publicó Don Juan Escóiquiz, [Marginal: (* Ap. n. 24-4.)] bajo el título de [*] _Idea sencilla_, etc., cuyo relato en el asunto da este a entender haberle tomado de las apuntaciones que de su puño extendiera en Valençay Fernando mismo. Nada tenemos que oponer a semejante aseveración, y menos a una autoridad de esfera tan elevada. Mas, con todo, atendiendo a la anterior conducta, vacilante, débil y aún sumisa de los príncipes cautivos en Francia y a los acontecimientos que luego sobrevinieron, como también a una singular ocurrencia de que se hablará después; pudiera el lector sensato y desapasionado suspender el juicio sobre la veracidad en sus diversas partes de la narración citada, y aun inclinarse a creer que hubo olvidos en ella, o algunas variantes entre lo que S. M. escribió y el extracto o copia que hizo D. Juan Escóiquiz. Sea de ello lo que fuere, peregrinas por cierto aparecen no poco las expresiones de sentimiento y pesar que vertió Mr. de Laforest por la suerte deplorable de España, como si no fuera su amo el principal autor; y aún más las noticias y avisos que dio acerca de las maquinaciones o intentos del gabinete británico; pues pintar a este afanándose por introducir en España una república, o por mudar la dinastía sustituyendo a la antigua la de Braganza, invención es que traspasa los límites de la imaginación más desvariada o que se hunde en las cavilosidades de grosera vulgaridad. ¿Cómo ni siquiera pensar que los sucesores de Pitt y de sus máximas tratasen de fundar una república, y una república en España? ¿Cómo que les pluguiese unir aquella corona y la de Portugal, y unirlas bajo la rama de Braganza, enlazada con la de Borbón? ¡Ah! Menester fue gran desmemoramiento de cosas pasadas y presentes, y confianza suma en la ignorancia e impericia de los príncipes españoles, para producir, en apoyo de la política de Napoleón, argumentos tales, y tan falsas y ladeadas razones, expuestas con tanta desmaña. Asombra en verdad, mayormente viniendo la idea y su manifestación de un soberano diestro al par que astuto, y de un estadista envejecido en los negocios, [Marginal: (* Ap. n. 24-5.)] ambos de una nación en donde,[*] al decir ya del gran duque de Alba, _son tan grandes maestros en colorar cosas mal hechas_. [Marginal: Llegada a Valençay del duque de San Carlos.] Prosigamos en nuestra relación. No desistiendo el emperador francés de su propósito, a pesar de la respuesta que parece le dio el rey Fernando, repitió sus instancias y continuó la negociación entablada, al llegar a Valençay el duque de San Carlos, traído allí de su orden de Lons-le-Saulnier, en donde le tenía confinado cosa había de cinco años. Renováronse entonces las conferencias, a que asistieron S. M. y A. A., Laforest y San Carlos, acordándose unánimemente entre ellos, que los dos últimos, autorizados competentemente con plenos poderes de sus respectivos soberanos, hiciesen y firmasen un tratado concebido en términos ventajosos para España, si bien no debía considerarse este concluido hasta que llevado a Madrid por el duque, fuese ratificado por la Regencia y también por el rey cuando, restituido al trono, estuviese en el goce de verdadera y plena libertad. Vase por aquí viendo de qué modo empezaba Fernando a ceder en su repugnancia de meterse en tratos con Napoleón antes de averiguar cuáles fuesen los deseos del gobierno legítimo establecido en España; ora que en realidad no se hubiese mostrado nunca tan opuesto como nos lo encarece Escóiquiz, ora que torciesen aquel buen ánimo los consejeros españoles que iban llegando a Valençay, fieles a su persona, pero bastante desacertados en sus miras y rumbos políticos. [Marginal: Tratado concluido en Valençay.] No tardaron en estar conformes los plenipotenciarios Laforest y San Carlos, estipulando el 8 de diciembre un tratado cuyo tenor era en sustancia: «1.º Reconocer el emperador de los franceses a Fernando y sus sucesores por reyes de España y de las Indias, según el derecho hereditario establecido de antiguo en la monarquía, cuya integridad manteníase tal como estaba antes de comenzarse la actual guerra; con la obligación por parte del emperador de restituir las provincias y plazas que ocupasen aún los franceses, y con la misma por la de Fernando respecto del ejército británico, el cual debía evacuar el territorio español al propio tiempo que sus contrarios. 2.º Conservar recíprocamente ambos soberanos [Napoleón y Fernando] la independencia de los derechos marítimos conforme se había estipulado en el tratado de Utrecht, y continuádose hasta el año de 1792. 3.º Reintegrar a todos los españoles del partido de José en el goce de sus derechos, honores y prerrogativas, no menos que en la posesión de sus bienes, concediendo un plazo de 10 años a los que quisieran venderlos para residir fuera de España. 4.º Obligarse Fernando a pagar a sus augustos padres, el rey Carlos y la reina su esposa [quienes en busca de región más templada se habían trasladado de su anterior residencia a Marsella, como después a Roma], treinta millones de reales al año, y ocho a la última, en caso de quedar viuda. 5.º Convenirse las partes contratantes en ajustar un tratado de comercio entre ambas naciones, subsistiendo, hasta que esto se verificase, [Marginal: (* Ap. n. 24-6.)] las relaciones comerciales en el mismo pie en que estaban antes de la guerra de 1792.»[*] [Marginal: Viaje de San Carlos a España. (* Ap. n. 24-7.)] Confiose al duque de San Carlos el encargo de llevar este tratado a España con carta [*] del rey para la Regencia, que sirviese de credencial, y una instrucción ostensible que escudase a Fernando cerca del gobierno francés. Exigíase del de Madrid, en el primer documento, la ratificación del tratado; pensamos que lo mismo en el segundo, bien que nada nos asegura sobre esto Escóiquiz; y solo sí que S. M. hizo de palabra a San Carlos las advertencias siguientes: «1.ª, que en caso de que la Regencia y las Cortes fuesen leales al rey y no infieles e inclinadas al jacobinismo, _como ya S. M. sospechaba_, se les dijese era su real intención que se ratificase el tratado, con tal que lo consintiesen las relaciones entre España y las potencias ligadas contra la Francia, y no de otra manera. 2.ª, que si la Regencia, libre de compromisos, le ratificase, podía verificarlo temporalmente entendiéndose con la Inglaterra, resuelto S. M. a declarar dicho tratado forzado y nulo a su vuelta a España por los males que traería a su pueblo semejante confirmación. Y 3.ª, que si dominaba en la Regencia y en las Cortes _el espíritu jacobino_, nada dijese el duque y se contentase con insistir buenamente en la ratificación, reservándose S. M., luego que se viese libre, [Marginal: (* Ap. n. 24-8.)] el continuar o no la guerra, según lo requiriese el interés o la buena fe de la nación.»[*] [Marginal: Envía Napoleón a Valençay a otros españoles.] Después de esto, partió el de San Carlos de Valençay el 11 de diciembre, bajo el falso nombre de Ducos, para ocultar más bien su viaje e impedir hasta el trasluz del objeto de la comisión. En su ausencia, quedó encargado de continuar tratando con el conde de Laforest Don Pedro Macanaz, traído también allí algunos días antes por orden del emperador, lo mismo que los generales Don José Zayas y Don José de Palafox, encerrados en Vincennes, no habiéndose Napoleón olvidado tampoco en su llamamiento de Don Juan Escóiquiz, quien el 14 de diciembre llegó de Bourges, en donde le tenían confinado, y al instante tomó parte, por disposición de Fernando, en las conferencias de Macanaz y Laforest, sin que por eso mejorasen los asuntos de semblante, ni él adquiriese mayor fama de la que ya gozaba y habíale cabido como estadista y negociador en los sucesos de Madrid y Bayona. [Marginal: Nuevas reflexiones.] Apesárase el alma al contemplar, y desgracia es de España, que los mismos hombres [no se alude en este caso a Palafox ni a Zayas] que, por sus errados consejos, habían influido poderosamente en meter a la nación y al rey en un mar de desdichas sin suelo apenas ni cabo, volviesen a salir al teatro político para representar papeles parecidos a los de antes, trabajando por extremarse en idénticos desvíos de discernimiento y buen juicio. Porque, en efecto, si examinamos con atención el tratado de Valençay, cuya letra no ha podido alterarse, patente se hace permanecían aún vivas las inclinaciones de Bayona entre los cortesanos que asistieron allí en 1808; pues en el contexto del referido tratado ni siquiera se nombra al gobierno nacional, que durante la ausencia del rey había agarrado con gloria y dichosa estrella el timón de los negocios públicos, ni tampoco se hace mención de los aliados, acordándose solo de los ingleses para repelerlos fuera del territorio español a manera de enemigos. Y si del tratado pasamos a las instrucciones que de palabra se comunicaron a San Carlos, y cuenta Escóiquiz, ¿habrá nadie que no las gradúe de mal sonantes, falaces e impropias de la dignidad real? En ellas, queriendo por una parte engañar a Napoleón mismo y faltarle a lo pactado, suscítanse por la otra recelos contra la Regencia y las Cortes, y aun se sospecha de su lealtad, anunciando en su escrito Don Juan Escóiquiz, que, sin las precauciones adoptadas, «hubiera podido llegar, por la infidelidad de la Regencia, la noticia de las intenciones del rey al gobierno francés, y echarlo todo a perder.»[*] [Marginal: (* Ap. n. 24-9.)] En hora buena desagradasen al tal autor y a los suyos las opiniones de las Cortes y sus providencias en materia de reformas, aunque no las conociese bien; pero tildar a sus individuos del modo que lo hicieron, y aun creer que la Regencia fuese capaz de descubrir a Napoleón un secreto del rey, como en su folleto estampa osadamente el Don Juan, cosa es que alborota el ánimo y provocará a ira al español más pacífico y templado, siempre que sea amante de la verdad y de la justicia. ¡Qué! ¿Hombres íntegros y de incontrastable firmeza, en tiempos procelosos y desesperados, mudaríanse de repente y ahora, cuando iba a entrarse en otros serenos y bonancibles? No, ni imaginado lo hubieran antes ni después, ni entonces, aun dado caso que hubiese ya zumbado en sus oídos el ruido de los grillos y cadenas que preparaban para ellos y la patria, en recompensa de tribulaciones pasadas y grandes servicios, los de Valençay y secuaces. Que fuese el encubierto deseo de los consejeros de Fernando rehuir de otras alianzas y estrechar la del emperador francés, ya por miedo, ya por la ciega admiración que aún conservaban a su persona, colígese del tratado referido que no consiente interpretaciones ni posteriores variantes, y de la conducta que todos ellos tuvieron e iremos observando hasta la final caída de Bonaparte, no siendo de menospreciar tampoco, en comprobación, una ocurrencia que arriba apuntamos, y es oportuno contar aquí. [Marginal: Comisionados franceses enviados a España.] Por el mismo tiempo en que andaban los tratos de Valençay, vinieron a España unos comisionados franceses que bajo de cuerda dirigía y manejaba desde su país un tal Mr. Tassin, sujeto inquieto, muy entremetido y de secretos amaños. Traían aquellos encargo de introducir desconfianza respecto de los ingleses, y trabajar ahincadamente para que estos saliesen de España. Dos eran los principales comisionados, revestidos de poderes y con autorización competente. Presentose uno de ellos al general Mina, y esquivó el otro encontrarse hacia Irún con lord Wellington y Don Manuel Freire, encaminando sus pasos a Bilbao, en donde se avocó con un cierto Echevarría, amigo y corresponsal de los de Valençay desde los sucesos de Bayona, a quien de intendente vimos convertido en guerrillero allá en Alcañices. Mezcláronse con los expresados emisarios algunos otros, entre los cuales merece mentarse un Mr. Magdelaine, hombre muy gordo y de aparente buen natural, del que se sirvió para engañar a Don Miguel de Álava y a lord Wellington a punto de sacarles dinero y recomendaciones. El comisionado o agente que se avistó con Mina, de nombre Mr. Duclerc, descubriose a este y le manifestó el objeto de su comisión, entregándole diversos papeles. Informada de todo la Regencia del reino, y cierta de lo avieso y torcido de la trama urdida, dispuso proceder contra los ejecutores de ella, y ordenó, en consecuencia, la prisión de varios sujetos, señaladamente la del que hemos dicho haberse enderezado a Bilbao, de cuya persona, ya de vuelta, se apoderó dentro del territorio francés Don Miguel de Álava, en virtud de orden superior y por medio del comisario de policía Mr. Latour. Trataba la Regencia de que se castigase ejemplarmente a semejantes enredadores, cuando tuvo que detenerse, sabedora de que entre los documentos había algunos que aparecían firmados de puño y letra de persona muy elevada y augusta. Suspendiéronse de resultas las diligencias judiciales, y procurose dar treguas al asunto y aun echarle tierra. No faltó quien entonces pensase, y fundadamente, [Marginal: (* Ap. n. 24-10.)] que todo ello había sido pura fragua y falsificación [*] de Don Juan Amézaga, hombre mal reputado e instrumento secreto del gobierno francés; pero mudaron de dictamen, o quedaron perplejos al averiguar que los arrestados recobraron su libertad al tornar Fernando a España, [Marginal: (* Ap. n. 24-11.)] y que recibieron en 1815 una suma considerable [*] a trueque de que entregasen papeles al parecer importantes que todavía conservaban en su poder, y con cuya publicación amenazaban al rey Fernando soberbia y desacatadamente. [Marginal: Llega San Carlos a Madrid.] Mientras tanto, el duque de San Carlos iba acercándose a Madrid, si bien no llegó a aquella capital hasta el 4 de enero, impidiéndole las circunstancias verificarlo con mayor presteza. También se dilató el despacho del negocio que le traía, por hallarse a la propia sazón todavía de viaje la Regencia y las Cortes, y tardar estas algunos días en instalarse; [Marginal: Disgusto que causa su llegada.] con lo que se dio lugar a muchas hablillas, y a que se pusiese la opinión muy hosca y embravecida contra el de San Carlos, recordando lo de Bayona; y saltando a veces la valla de lo lícito los dichos y alusiones ofensivas que insertaban los periódicos, y se repetían en fiestas teatrales y en jácaras que entonaban y esparcían los ociosos por calles y plazas. [Marginal: Viaje también de Palafox a Madrid.] En Valençay, impacientes cada vez más los que allí quedaron, y temerosos de que el duque de San Carlos enfermase o tuviese tropiezos en el camino, idearon enviar con igual comisión a Don José de Palafox, cuyo nombre era más popular en conmemoración de Zaragoza, y por tanto menos expuesto a excitar enojo dentro de España, y causar quebrantos y detenciones. Púsose así el Don José en camino, trayendo los mismos papeles que el que le había precedido, [Marginal: (* Ap. n. 24-12.)] acompañados de otra instrucción [*] comprensiva de varios puntos relativos al cumplimiento del tratado, y una nueva carta o credencial para la Regencia, con expresiones, además, según parece, halagüeñas y de agradecimiento, si bien verbales, dirigidas al embajador de Inglaterra. Partió Palafox de Valençay el 24 del propio diciembre, bajo el nombre de Mr. Taysier, y llegó a Madrid en el mes inmediato, días después que San Carlos. [Marginal: Contestación de la Regencia y sus cartas al rey.] Enterada la Regencia de la comisión del último, ya a su paso por Aranjuez, ni un momento vaciló en lo que debía contestar. Teníale la ley trazado el sendero, habiendo declarado las Cortes extraordinarias, a la unanimidad, por su decreto de 1.º de enero de 1811, conforme en su lugar dijimos, «que no reconocerían, y antes bien tendrían por nulo y de ningún valor ni efecto, todo acto, tratado, convenio, o transacción de cualquiera clase o naturaleza... otorgados por el rey mientras permaneciese en el estado de opresión y falta de libertad en que se hallaba... pues jamás le consideraría libre la nación, ni le prestaría obediencia hasta verle entre sus fieles súbditos en el seno del Congreso nacional... o del gobierno formado por las Cortes.» Remitió pues la Regencia copia auténtica a S. M. de este decreto con una carta del tenor siguiente: «Señor: la Regencia de las Españas nombrada por las Cortes generales y extraordinarias de la Nación, ha recibido con el mayor respeto la carta que V. M. se ha servido dirigirle por el conducto del duque de San Carlos, así como el tratado de paz y demás documentos de que el mismo duque ha venido encargado. »La Regencia no puede expresar a V. M. debidamente el consuelo y júbilo que le ha causado el ver la firma de V. M., y quedar por ella asegurada de la buena salud que goza en compañía de sus muy amados hermano y tío, los señores infantes Don Carlos y Don Antonio, así como de los nobles sentimientos de V. M. por su amada España. »La Regencia todavía puede expresar mucho menos cuáles son los del leal y magnánimo pueblo que lo juró por su rey, ni los sacrificios que ha hecho, hace y hará hasta verlo colocado en el trono de amor y de justicia que le tiene preparado; y se contenta con manifestar á V. M. que es el amado y deseado de toda la Nación. »La Regencia, que en nombre de V. M. gobierna a la España, se ve en la precisión de poner en noticia de V. M. el decreto que las Cortes generales y extraordinarias expidieron el día 1.º de enero del año de 1811, de que acompaña la adjunta copia. »La Regencia, al trasmitir a V. M. este decreto soberano, se excusa de hacer la más mínima observación acerca del tratado de paz; y sí asegura a V. M. que en él halla la prueba más auténtica de que no han sido infructuosos los sacrificios que el pueblo español ha hecho por recobrar la real persona de V. M., y se congratula con V. M. de ver ya muy próximo el día en que logrará la inexplicable dicha de entregar a V. M. la autoridad real, que conserva a V. M. en fiel depósito, mientras dura el cautiverio de V. M. Dios conserve a V. M. muchos años para bien de la monarquía. — Madrid 8 de enero de 1814. — Señor. — A. L. R. P. de V. M. — Luis de Borbón, cardenal de Escala, arzobispo de Toledo, presidente. — José Luyando, ministro de estado.» Casi en los mismos términos, y con fecha de 28 del propio mes, respondió también la Regencia a la nueva carta que le dirigió el rey por conducto de Don José de Palafox, recordando solo que a S. M. se debía «el restablecimiento, desde su cautiverio, de las Cortes, haciendo libre a su pueblo, y ahuyentando del trono de la España el monstruo feroz del despotismo.» Aludía esta indicación al decreto que diera el rey en 1808 muy a las calladas en Bayona para convocar las Cortes, trayéndole sin duda a la memoria la Regencia por recelarse ya del rumbo que querían algunos siguiera S. M. al volver a España. Anunciábase también en la misma carta, haber el gobierno «nombrado embajador extraordinario para concurrir a un congreso en que las potencias beligerantes y aliadas iban a dar la paz a la Europa.» [Marginal: Vuelven a Francia San Carlos y Palafox.] Sucesivamente tornaron a Francia, siendo portadores de las respuestas, el duque de San Carlos y Don José de Palafox, no muy satisfechos uno ni otro, y algo despechado el primero por los desaires que había recibido y los insultos a que se viera expuesto. [Marginal: Da cuenta a las Cortes de este negocio la Regencia del reino.] Comunicó la Regencia a las Cortes todo el negocio, como de suma gravedad, inquiriendo además de ellas lo que convendría practicar, en caso de que Napoleón, prescindiendo de su propuesto tratado, soltase al rey, según ya se susurraba, con ánimo de descartar a España cuanto antes de la alianza europea, e introducir entre nosotros discordias y desazones nuevas. Primero que se satisficiese a cuestión tan ardua, decidieron las Cortes oír acerca de la misma al consejo de estado, cuya corporación, sin titubear en nada, fue de dictamen de «que no se permitiese ejercer la autoridad real a Fernando VII hasta que hubiese jurado la Constitución en el seno del congreso, y de que se nombrase una diputación que al entrar S. M. libre en España le presentase la nueva ley fundamental, y le enterase del estado del país y de sus sacrificios y muchos padecimientos»; con otras advertencias respecto de los españoles comprometidos con José, algo rigurosas y de temple áspero como el ambiente que corría. En vista de esta consulta y de lo manifestado por la Regencia, deliberaron en secreto las Cortes sobre el asunto; y bastante unidos sus vocales convinieron en dar un decreto que se publicó con fecha 2 de febrero, por el cual se declaraba que «conforme a lo decidido por las Cortes generales y extraordinarias en 1.º de enero de 1811, no se reconocería por libre al rey, ni por lo tanto se le prestaría obediencia, hasta que en el seno del congreso nacional prestase el juramento que se exigía en el artículo 173 de la Constitución; que al acercarse S. M. a España los generales de los ejércitos que ocupasen las provincias fronterizas, pusiesen en noticia de la Regencia, la que debía trasladarla a las Cortes, cuantas hubiesen adquirido acerca de la venida del rey y de su acompañamiento, con las demás circunstancias que pudiesen averiguar; que la Regencia diese a los generales las instrucciones y órdenes necesarias a fin de que al llegar el rey a la frontera, recibiese copia de este decreto del 2 de febrero, y una carta de la Regencia, con la solemnidad debida, enterándole del estado de la nación y de las resoluciones tomadas por las Cortes para asegurar la independencia nacional y la libertad del monarca; que no se permitiese entrar con el rey ninguna fuerza armada, y que en caso que esta intentase penetrar por nuestras fronteras o las líneas de nuestros ejércitos, fuese rechazada conforme a las leyes de la guerra; que si la fuerza armada que acompañare al rey fuere de españoles, los generales en jefe observasen las instrucciones que tuviesen del gobierno, dirigidas a conciliar el alivio de los que hayan padecido la desgraciada suerte de prisioneros con el orden y seguridad del estado; que el general del ejército que tuviese el honor de recibir al rey, le diese de su mismo ejército la tropa correspondiente a su alta dignidad y honores debidos a su real persona; que no se permitiese a ningún extranjero acompañar al rey, ni tampoco en manera alguna a los españoles que hubiesen obtenido de Napoleón o de José empleo, pensión o condecoración de cualquiera clase que fuese, o hubiesen seguido a los franceses en su retirada. Confiábase al celo de la Regencia el señalar la ruta que había de seguir S. M. hasta llegar a la capital, y se autorizaba a su presidente, para que, en constando la entrada del rey en territorio español, saliese a recibirle hasta encontrarle y acompañarle a la capital con la correspondiente comitiva; presentando a S. M. un ejemplar de la Constitución, a fin de que, bien instruido, pudiese prestar con cabal deliberación y libertad cumplida el juramento que dicha Constitución prescribía, cuya formalidad habíase de llenar yendo el rey en derechura al salón de Cortes, y pasando después acto continuo a palacio para recibir de manos de la Regencia el gobierno de la monarquía, todo lo cual debían las Cortes anunciarlo a la nación por medio de un decreto.»[*] [Marginal: (* Ap. n. 24-13.)] [Marginal: Se recibe con aplauso.] El actual ensalzáronle entonces los más, y le aplaudieron vivamente los aliados, calificándole de prudente y muy oportuno. Aprobáronse sus artículos y la totalidad en sesión secreta, por una mayoría muy crecida, sentándose y levantándose y no por votación nominal; habiéndole desechado solo diez o doce diputados. Firmaron el acta para más cumplida solemnidad todos los que de ellos estuvieron presentes, proponiendo en la sesión del 3 el diputado Sánchez, y decidiendo en la del 8 las Cortes, que se publicase y circulase, [Marginal: Manifiesto que debe acompañarle.] juntamente con el decreto del 2 y demás documentos en el negocio, un manifiesto en que se especificasen los fundamentos de la determinación tomada. Hízose así, leído que fue este y aprobado en el día 19 de febrero;[*] [Marginal: (* Ap. n. 24-14.)] distinguiéndose por su lenguaje elevado y bien sentido, como producción elocuente de Don Francisco Martínez de la Rosa. [Marginal: Cambio en la opinión y reflexión sobre esto.] Al caer Napoleón y las Cortes, sucedieron a las alabanzas prodigadas al decreto agrias censuras, y hubo muchos que le tacharon de nimio y aun depresivo de la autoridad real. Tuvieran en ello razón tratándose de tiempos ordinarios, no de revueltos y de tempestad y ventisca, como los que entonces corrían y se oteaban; en arma todavía los gobiernos y los pueblos contra el dominador de Francia, quien, no abatido del todo, esforzábase por mantenerse firme y aun por empinarse de nuevo con no menos presunción que astucia. Cierto que hubiera valido más no poner tantas trabas al viaje del rey, ni tanto retardo en la reintegración de su autoridad; prefiriendo a minuciosas precauciones otras de seguro y feliz éxito, y de viso no tan desapacible; procurando sobre todo rodear a Fernando desde su entrada en España de varones de buen consejo y tino, que atajasen en su origen cualquiera derivación que tirase a formar en el curso de los negocios públicos extravasado y peligroso caz. [Marginal: Ligas y manejos contra las nuevas reformas.] Los contados vocales que desaprobaron en las Cortes el decreto del 2 de febrero, no lo hicieron por ser partidarios o fautores de la usurpación extranjera, sino antes bien porque, mirando ya a esta como colgadiza y próxima a desprenderse y dar en el suelo, vagueaban su pensamiento, siendo enemigos de toda mudanza, sobre el modo más conveniente de destruir las nuevas reformas y reponer las cosas en el estado que tenían en España de muy antiguo. En Sevilla, Córdoba, Madrid y otros lugares, en donde, meses pasados, permanecieran ociosos ellos y varios de sus compañeros, no pudiendo, a causa de la fiebre amarilla, trasladarse a la Isla de León, habían menudeado las juntas y las conferencias enderezadas todas a la buena salida del indicado objeto; andando en ellas el conde del Abisbal, con licencia a la sazón en Córdoba, quien desde entonces llevó secretas inteligencias con Don Bernardo Mozo Rosales, Don Antonio Gómez Calderón y otros diputados, principales jefes del partido antirreformador. El recelo aún de franceses, impensados embarazos, y la falta de un apoyo efectivo y bien sólido, lejano y no seguro Abisbal de su ejército, impidieron entonces tomase cuerpo el plan proyectado, y bastantes vocales de los mismos que en él entraban no dejaron de coadyuvar con su voto a la aprobación del decreto de 2 de febrero; predominando entre ellos la idea de que Napoleón, no derrocado todavía del trono, podría influir malamente en el rey y en sus inadvertidos e ilusos consejeros. Pero firmes en llevar adelante su propósito, removido que fuese aquel obstáculo, abocáronse varios diputados y otros sujetos con el duque de San Carlos, procurando granjearle la voluntad para que indujese al rey a favorecer semejantes manejos. Aunque oculto el fuego, columbrábanse de cuando en cuando llamaradas que le descubrían, siendo en ello parte la vanagloriosa indiscreción, o algunos aventurados pasos de echadizos poco diestros. [Marginal: Extraño discurso del diputado Reina.] En este caso podemos decir estuvo Don Juan López Reina, diputado por Sevilla, quien en la sesión del 3 de febrero causó en las Cortes inaudito escándalo, levantándose a hablar después de admitida a discusión en aquel día la propuesta del manifiesto arriba indicado, y diciendo sin preámbulos y desarrebozadamente: «Cuando nació el señor Don Fernando VII, nació con un derecho a la absoluta soberanía de la nación española; cuando por abdicación del señor Don Carlos IV obtuvo la corona, quedó en propiedad del ejercicio absoluto de rey y señor...» Al oír estas palabras, gritos y clamores salieron contra el orador de todas partes, llamándole al orden. Pero no contenido por eso, ni reportado, exclamó el señor Reina: «Un representante de la nación puede exponer lo que juzgue conveniente a las Cortes, y estas estimarlo o desestimarlo...» «Sí, [interrumpiéronle varios diputados] si se encierra en los límites de la Constitución; no si se sale de ellos...» «Luego que [prosiguió tranquilamente el señor Reina], restituido el señor Don Fernando VII a la nación española, vuelva a ocupar el trono, indispensable es que siga ejerciendo la soberanía absoluta desde el momento que pise la raya...» [Marginal: Alboroto que causa en las Cortes y sus resultas.] Si grande fue el tumulto que produjeron las primeras palabras de este diputado, inexplicable fue el que excitaron las últimas, exclamando muchos que «no se le permitiese continuar hablando, que se escribiesen sus expresiones, y que expulsándole del salón pasasen estas, que eran contrarias a la ley fundamental del estado, al examen de una comisión especial.» Decidiose así al cabo de largo debate y no poco acaloramiento, habiendo pasado el asunto al examen de una comisión, y en seguida al tribunal de Cortes, donde no tuvo resulta, escondido y ausente poco después el señor Reina, a quien, en premio y a petición suya, concediósele, a la vuelta del rey a España, nobleza personal. Era antes este diputado hombre de escaso valer y de profesión escribano, instrumento ciego en aquella ocasión del bando anticonstitucional a que pertenecía. Traspié el suyo de escándalo solo y pernicioso ejemplo, sobresaltó más que por lo que sonaba, por lo que suponía de soterrado y oculto. [Marginal: Tratan algunos de mudar la Regencia.] Realizáronse estas sospechas al traslucirse que se fraguaba el cambiar de súbito la Regencia actual del reino. Varones de probidad los individuos que la componían, y a sus juramentos muy fieles, no daban entrada a maquinaciones ni a miras torcidas; y menester era separarlos del mando para socavar más desembarazadamente el edificio constitucional recién levantado, y preparar su entero hundimiento al tiempo que el rey volviese. Tantearon al efecto los promovedores a muchos diputados, y entre ellos a algunos de la opinión liberal, alegando en favor de la propuesta razones plausibles y de conveniencia pública. Pero no satisfechos los mismos de las resultas de los pasos dados, arrojáronse a ganar en silencio y por sorpresa lo que dudaban conseguir a las claras y francamente, intentando poner en práctica su pensamiento en una sesión secreta de las de febrero. [Marginal: No lo consiguen; con otros incidentes.] Salioles vana la tentativa, porque maniobrando el partido reformador con destreza y maña, previno el golpe, y aun lo paró del todo, aprobándose por gran mayoría de votos una proposición muy oportuna que hizo el 17 del propio mes el señor Cepero, según la cual se declaró que solo podría tratarse de mudanza de gobierno en sesión pública y con las formalidades que prevenía el reglamento. Proposición a que también movió un informe del ministro de gracia y justicia y una representación en aquel día del general Don Pedro Villacampa, que mandaba en Madrid, dando cuenta de las causas que habían impelido al arresto de un tal Don Juan Garrido y de cierto presbítero de nombre Don José González, como también al de algunos soldados; dispuestos los primeros a excitar trastornos, y gratificados los segundos por mano oculta con una peseta diaria, aguardiente y pan. Descompusieron semejantes providencias [Marginal: (* Ap. n. 24-16.)] la maraña tejida entonces,[*] de intrincada urdimbre, y hubieron sus tramadores de aguardar a que llegase tiempo más propicio para la ejecución de sus planes; el cual en verdad no anduvo en su curso ni perezoso ni lento. [Marginal: Cierran las Cortes ordinarias sus sesiones.] Terminaron las Cortes ordinarias las sesiones del primer año de su diputación el 19 de febrero, invertido el tiempo y orden constitucional a causa de las circunstancias particulares en que se habían juntado; y por lo que para volver a él, en cuanto fuese dable, y sujetarse a las minuciosas formalidades de la Constitución, extremas por cierto y nada conducentes al breve y acertado despacho de los negocios, empezaron el 20 del mismo mes las juntas preparatorias, [Marginal: Las vuelven a abrir.] abriéndose el 1.º de marzo las sesiones del segundo año, o sea segunda legislatura de estas Cortes. [Marginal: Reconocimiento del Austria y tratado con Prusia.] A la propia sazón ensancháronse también las relaciones de buena amistad y alianza con otros estados, recibiendo la Regencia del reino a Mr. Genotte como encargado de negocios de Austria, y concluyendo con la Prusia un tratado, hecho en Basilea el 20 de enero de este año de 1814, a semejanza de los celebrados en el anterior con Rusia y Suecia, y en cuyo artículo 2.º decíase: «S. M. prusiana reconoce a S. M. Fernando VII como solo legítimo rey de la Monarquía española en los dos hemisferios, así como a la Regencia del reino que durante su ausencia y cautividad le representa, legítimamente elegida por las Cortes generales y extraordinarias, según la Constitución sancionada por estas y jurada por la nación.» Artículo que aunque no tan directo ni explícito en algunas de sus cláusulas, como el correspondiente en los otros dos convenios, citados ya, de Rusia y Suecia, éralo bastante para probar que la Prusia no se desviaba en esta parte de la política de las demás potencias aliadas, ni desconocía la legitimidad de las Cortes, ni por consiguiente la de sus actos. [Marginal: Sucesos militares. Cataluña.] Tornemos ahora la vista a las cosas de la guerra. En Cataluña manteníase todavía en Barcelona el mariscal Suchet, bien que preparado a la retirada, conservando además la línea del Llobregat que se extendía desde Molins de Rey hasta San Boi y el desaguadero del río. El 16 de enero resolviéronse a embestir estos puntos las fuerzas anglo-sicilianas a las órdenes de Sir Guillermo Clinton, en unión con las del primer ejército que mandaba el general Copons, y la tercera división del segundo regida por Don Pedro Sarsfield. Tuvo origen este plan en un arreglo concluido entre el general Clinton y Don José Manso, tocando al inglés acometer de frente con 8000 hombres por la calzada de Barcelona, y al español situarse a espaldas de Molins de Rey en un ventajoso puesto que dominaba el camino por donde los enemigos tenían forzadamente que retirarse. Mas, al ir a ejecutar lo proyectado, aunque ya con la venia Manso de Don Francisco Copons, general en jefe, prefirió este tomar sobre sí la empresa y cooperar en persona a la acometida de Sir Guillermo Clinton. No correspondió a su deseo el éxito, porque habiendo el Don Francisco calculado mal el tiempo, sin atender a la oscuridad de la noche ni a lo perdido de los caminos, llegó tarde, y presentose no a la retaguardia de los franceses, según lo convenido, sino por el flanco; con lo que pudieron los enemigos, a las órdenes del general Mesclop, replegarse a la izquierda del Llobregat por el puente fortificado de Molins de Rey, y recibir ayuda de Pannetier, que mandaba toda la división. Don Pedro Sarsfield con la suya y caballería inglesa los apretó de cerca, señalándose el primer batallón de voluntarios de Aragón, cuyo teniente coronel, Don Juan Terán, quedó gravemente herido. Acorrieron en seguida tropas de Barcelona al son de guerra, y procuró Suchet atraer a los aliados hacia San Feliú del Llobregat, para cogerlos como en una red; pero viviendo los nuestros muy sobre aviso, retrocedieron y contentáronse con el reconocimiento hecho, y haber aventado a los franceses de la derecha del río. La suerte de estos en Cataluña se empeoraba cada día, disminuyéndose su fuerza considerablemente: dos terceras partes de jinetes, 8 a 10.000 peones, y casi toda la artillería recibieron orden de dirigirse sobre León de Francia; apremiado el emperador por los reveses y descalabros en tal grado que mandó se verificase este movimiento, tuviese o no buen paradero la comisión del duque de San Carlos. Así sucedió, emprendiendo su marcha aquellas tropas en el enero, [Marginal: Se retira Suchet a Gerona.] y saliendo de Barcelona el 1.º del inmediato mes el mismo general Suchet, quien se reconcentró en Gerona y sus cercanías con dos divisiones y una reserva de caballería, a que estaba ahora reducido todo su ejército. Quedó Robert en Tortosa con escasa fuerza, y Habert en la Cataluña baja con unos 9000 hombres, obligado bien pronto a encerrarse dentro de Barcelona, porque, adelantándose los aliados, bloquearon la plaza y estrecháronla del todo ya en 8 del propio febrero. [Marginal: Van Halen.] Golpes tras golpes que, si bien herían mucho al francés, no le hicieron quizá tanta mella como otro singular y muy recio que le sobrevino improvisamente de parte de quien no podía esperarlo, de un oficial español destinado cerca de su persona y de nombre Don Juan Van Halen. Había sido este alférez de navío de la real armada, y abrazado en los primeros meses de 1808 la causa santa de la independencia hasta que, hecho prisionero en el Ferrol, variando de rumbo tomó partido con los contrarios, y reconoció por rey a José Bonaparte, a quien sirvió durante algunos años dentro y fuera del reino. Estaba el Don Juan con una comisión en París en 1813, cuando empezaba a desplomarse el imperio napoleónico, y después de muchos pasos y empeños, obtuvo se le emplease en el estado mayor del mariscal Suchet, a cuyo cuartel general llegó el 20 de noviembre de aquel mismo año. [Marginal: (* Ap. n. 24-15.)] Cuenta Van Halen en un opúsculo [*] que publicó en 1814, haber solicitado semejante destino con el anhelo de prestar alguna asistencia meritoria y digna a la patria que había abandonado, y con la que quería reconciliarse. Púsose de consiguiente, tan luego como volvió a España, en correspondencia con el barón de Eroles, la que continuó por espacio de dos meses, en cuyo tiempo, agenciando dicho Van Halen la clave de la cifra del ejército francés, la pasó a manos del barón, indicando ser este servicio preludio de otros que meditaba. [Marginal: Se pasa a los españoles: sus proyectos y ardides.] Dio principio a ellos saliendo de Barcelona el 17 de enero por la noche, y haciendo que le siguiesen, en virtud de órdenes falsas, dos escuadrones de coraceros apostados en las cercanías de la ciudad, con intento de que cayesen en una celada que debía armarles el barón de Eroles. Pero retrasado casualmente un aviso remitido al efecto, frustrose la sorpresa, teniendo Van Halen que pensar solo en salvarse, uniéndose al de Eroles en San Feliú de Codinas. No arredrado ni por eso aquel, metiose en otro empeño aun más atrevido e importante que el anterior; tratándose de nada menos que de fraguar un convenio, que se diría firmado en Tarrasa entre los generales de los respectivos ejércitos, a fin de recuperar, por medio de esta estratagema, fundamento de otras de ejecución, las plazas de Tortosa, Peñíscola, Murviedro, Lérida, Mequinenza y Monzón, en poder todavía de los enemigos. Propuso Van Halen la idea al barón de Eroles, quien la aprobó, como asimismo el general en jefe Don Francisco Copons, si bien este después de ciertas vacilaciones y juiciosos reparos, desconfiando algún tanto del buen éxito de la empresa, por parecerle muy complicada y harto dificultosa. [Marginal: Tentativa contra Tortosa.] Finalmente acordes todos, determinaron empezar a probar ventura por Tortosa, cuya ciudad bloqueaban las divisiones segunda y quinta del segundo ejército bajo la comandancia de Don José Antonio de Sanz, asentados sus reales en Cherta. Allí llegaron el 25 de enero el barón de Eroles, y en su compañía el capitán Don Juan Antonio Daura, sujeto práctico y hábil en el arte de la delineación y dibujo, Don José Cid, vocal de la diputación de Cataluña, y el teniente Don Eduardo Bart, muy ejercitado y suelto en la lengua francesa. Conferenciaron con Sanz los recién venidos, resolviendo sin dilación circuir la plaza más estrechamente de lo que lo estaba; siendo necesario preliminar el que ni dentro ni fuera de ella se vislumbrase cosa alguna de lo que iba tratado. En seguida entendiéronse también los mismos acerca de los pasos que convenía dar y el modo; arreglando primero los papeles y documentos indispensables al caso, cuya imitación y falsía hízose a favor de la idónea y diestra mano del capitán Daura, y de la cifra, firmas y sello que había Van Halen sustraído del estado mayor francés. Dispuesto todo, pasose a poner por obra el ardid, que consistía en enviar, por un lado, secretamante pliegos contrahechos al gobernador de Tortosa, Robert, como si procediesen del Mariscal Suchet, anunciándole la negociación que se suponía entablada en Tarrasa, para que estuviese preparado a evacuar la plaza al recibir el aviso de verificarlo, y en participar, por otro, el general del bloqueo al de Tortosa, públicamente y con posterioridad, haberse concluido ya el tratado pendiente, y haber llegado al campo español un ayudante del mariscal Suchet, con quien podría el gobernador abocarse y platicar a su sabor cuanto gustare; excusando casi añadir nosotros aquí ser Van Halen quien había de representar el papel del ayudante fingido. Fuese efectuando la estratagema con dicha, no obstante un contratiempo ocurrido al portador de los pliegos secretos, yendo el ajuste tan adelante que estuvo próximo a cerrarse y llegar a venturoso fenecimiento. [Marginal: Frústrase esta.] Mas impidiolo, según unos, cierto aviso recibido por el gobernador francés al irse a terminar los tratos; según otros, la resistencia que opuso Van Halen a meterse en la plaza, receloso de que se le tendía un lazo, lo cual despertó las sospechas de los contrarios. Nosotros inclinarémonos a creer lo primero, y también a que hubo indiscreciones y demasía en el hablar. [Marginal: Sale bien en Lérida, Mequinenza y Monzón.] Malograda la tentativa en Tortosa, pareció acertado no repetirla en Peñíscola ni Murviedro, y sí en Lérida, Mequinenza y Monzón. Para ello pusiéronse en camino el 7 de febrero el inventor y los ejecutores de la traza, albergándose el 8 en Flix, desde donde envió a Mequinenza el barón de Eroles a Don Antonio Maceda, ayudante suyo, y al ya citado Don José Cid, con orden ambos de levantar allí los somatenes, bloquear la plaza, y dirigir después a su gobernador, por un paisano, pliegos y documentos que apareciesen despachados por Suchet, al modo mismo de lo que se fingió en Tortosa. Por su parte tiraron hacia Lérida Eroles, Daura, Van Halen y Bart pernoctando juntos a una jornada de la ciudad, pero con la precaución de separarse en la mañana inmediata, no queriendo despertar recelos, y yéndose por de pronto a Torres del Segre los dos últimos, y el de Eroles al campo de Lérida. Allí hizo ostentosa reseña de las tropas, aparentando designio de formalizar el sitio, para introducir después y de oculto en la plaza, por confidente seguro, pliegos concebidos en términos iguales a los enviados antes a Tortosa y Mequinenza, que servían siempre de preparativo a las negociaciones públicas y formales, que se entablaban después para alcanzar la evacuación y próxima entrega del punto en que se había puesto la mira. Sucedió bien el ardid en Mequinenza, sin que encontrase el portador del primer pliego tropiezo alguno, creyéndose allí verdadero emisario de Suchet; por lo que apresurose el de Eroles a expedir la segunda comunicación, como en Tortosa, valiéndose ahora para ello del ayudante de estado mayor Don José Baeza; quien bien recibido y agasajado por el gobernador francés, de nombre Bourgeois, consiguió evacuasen los enemigos la plaza el 13, precedido un coloquio entre un oficial francés nombrado al efecto y Van Halen, presente también Eroles, habiendo acudido ambos a Mequinenza con esta ocasión. Después tornó el último a Lérida, y en el camino llegó a sus manos la respuesta de aquel gobernador, de nombre Isidoro Lamarque, al mensaje secreto, extendida en la forma que se deseaba. Aproximose en consecuencia Eroles a aquellos muros, y despachó el segundo pliego a la manera de lo ejecutado en las demás partes, al que contestó dicho Lamarque favorablemente, nombrando para tratar de la evacuación de la plaza a Mr. Polwerell, jefe de su estado mayor. Escogió por su lado para lo mismo el general español a Don Miguel López Baños. Mientras arreglaban estos los artículos de la entrega, hubo una conferencia bastante larga entre Van Halen y el gobernador francés, en la cual procuró aquel desvanecer las dudas que aún inquietaban a su interlocutor. Por fin ocuparon el 15 nuestras tropas a Lérida y todas sus fortalezas. Faltaba Monzón para completar por esta parte obra tan bien comenzada y seguida. Encargose Don Eduardo Bart de la comisión, para cuyo desempeño debían emplearse los mismos medios que en los otros lugares. Pero tropezose aquí con resistencia obstinada; muy animosa la guarnición por haberse sostenido briosamente contra algunos batallones de Mina que la asediaban, y dirigida la defensa con ciencia y tino por un tal Saint Jacques, piamontés de nación y subalterno en el cuerpo francés de ingenieros, a cuya superioridad de conocimientos en la materia habíase sometido el comandante del castillo modesta y laudablemente. Alegábase por pretexto de no rendirse el depender Monzón del gobernador de Lérida, añadiendo los de dentro que no saldrían de los muros que guardaban, antes de que un oficial suyo se desengañase por sus propios ojos de no ser falso lo que se les anunciaba respecto de aquella plaza. Condescendió Bart con este deseo, no aventurando en ello nada, evacuada ya Lérida. Y acertolo de suerte que, no bien se aseguraron los de Monzón de la verdad del hecho, cuando cesaron en su porfía, abriendo el 18 a los españoles las puertas del castillo. Tan dichosamente se apoderaron los nuestros de las plazas de Lérida, Mequinenza y Monzón. Tenían todas ellas víveres para muchos meses, y con su reconquista salváronse de la miseria gran número de habitantes, desembarazáronse 6000 hombres ocupados en sus respectivos bloqueos; quedaron libres las comunicaciones del Ebro y sus tributarios, y encumbráronse a mayor remonte los bríos, tan probados ya, de las comarcas vecinas. [Marginal: Se cogen prisioneras las guarniciones.] Coger prisioneras en su marcha las guarniciones cuyo número en su totalidad ascendía a 2300 hombres, acabalaba el triunfo: no se descuidó Eroles en poner los medios para conseguirlo enviando fuerzas que precediesen a los enemigos, y en pos suyo a Don José Carlos con dos batallones y 200 jinetes. Quería el general español rodear a los contrarios y sorprenderlos en los desfiladeros de Igualada; pero prevenidos ellos y recelosos esquivaron el peligro redoblando la marcha. No desistió por eso Eroles de su pensamiento, y obrando de acuerdo con los jefes de las tropas aliadas que asediaban ya a Barcelona, obtuvo viniesen estas al encuentro de los franceses en su ruta para que, unidas con las que rastreaban su huella, los cercasen y estrechasen del todo al llegar a Martorell. Así sucedió, y allí, quitándosele a los franceses la venda que aún cubría sus ojos, prorrumpieron en expresiones de ira y desesperación. Inútiles ya los duelos y las reconvenciones, tuvo su valor que ceder al adverso hado, y entregarse prisioneros a los españoles, en vez de juntarse a los suyos según confiaban. Pero cuentan se les prometiera entonces la libertad de volver a Francia aunque sin armas ni equipajes militares, lo cual no se cumplió bajo simulados motivos y malamente, porque lícito antes el emplear las estratagemas referidas y lícito el ceñir las guarniciones y someterlas en su marcha como secuela del primer ardid, no lo era después faltar a una estipulación, ajustada libremente a ley de guerra por las opuestas partes, ni autorizaban tampoco a proceder semejante otros engaños de los mismos franceses, ni su omisión en cumplir parecidos empeños o pactos. Muy irritados los enemigos con la conducta de Don Juan Van Halen, afeáronla a lo sumo, y la graduaron de deserción y de abuso de confianza, nacido, según afirmaban, no de sentimientos honrosos, sino de mudanzas de la fortuna, que torva ahora volvía al francés la espalda y le desamparaba. Juzgáronla de otro modo los españoles por redundar de ella a la patria señalado servicio, digno de recompensa notable; [Marginal: (* Ap. n. 24-17.)] bien que de aquellos cuya imitación y ejemplo, al decir de Horacio,[*] puede traer daños en futuros tiempos. [Marginal: Apuros, gestiones y movimientos de Suchet.] Hirió en lo vivo a Suchet el golpe de la pérdida de las tres plazas, no restándole ya en España día de gloria ni sosiego; pues a poco llegole también de Francia orden del ministro de la guerra para negociar con Don Francisco Copons la entrega de las demás plazas de su distrito, excepto la de Figueras, a cuyo fin avistáronse el jefe de estado mayor francés y el del español, brigadier Cabanes, no terminando en nada la conferencia por subir de punto los nuestros en sus demandas, y no ceder mucho los franceses en las suyas a pesar de sus contratiempos. Crecían sin embargo los apuros del mariscal Suchet, obligado por disposición del emperador a enviar de nuevo, en los primeros días de marzo, otros 10.000 hombres la vuelta de León de Francia, por donde iban penetrando los aliados del norte. Afligido el mariscal francés de tener así que perder el fruto de sus campañas, y desesperanzado de sacar las guarniciones lejanas que le quedaban en Cataluña y Valencia, viose en la necesidad de juntar lo que ya pudiera llamarse reliquias de su ejército, y colocarlas bajo el cañón de Figueras después de haber volado los puestos fortalecidos de Besalú, Olot, Báscara, Palamós y otros, como también desmantelado a Gerona; de suerte que, no siéndole dado a dicho mariscal continuar aquí la guerra, limitose para no perderlo todo vergonzosamente a ocuparse en negociaciones de que hablaremos adelante. [Marginal: Ríndese el castillo de Jaca.] Por lo demás, en todos los puntos cundía la desgracia para los franceses. El castillo de Jaca, que cercaban, según se apuntó, tropas de Mina, vino a partido el 17 de febrero, quedando su comandante, Mr. de Sortis, y la guarnición obligados a no tomar parte en la guerra hasta que hubiese un perfecto y verdadero canje, clase por clase, e individuo por individuo, lo cual no cumplieron los capitulados, empuñando luego las armas en perjuicio y quiebra de su honra. [Marginal: Ataques contra Santoña y sus obras exteriores.] También avanzaban los trabajos contra Santoña, único paraje que permanecía por aquellas partes y costas del océano en manos del enemigo; habiéndose reforzado las tropas del bloqueo con una brigada que trajo Don Diego del Barco, encargado de dirigir y acelerar el sitio. [Marginal: Tómanse algunas de estas.] Acometiose de resultas, y se ganó, el fuerte del Puntal el 12 y 13 de febrero. Se entró el de Laredo el 21 y se ocupó luego del todo, enseñoreándose asimismo de las obras del Gromo y el Brusco principal, aunque con la desgracia de que pereciese el 26, de heridas recibidas días antes, [Marginal: Muerte de Barco.] Don Diego del Barco, universalmente sentido como oficial dotado de buenas prendas y de alto esfuerzo. Le sucedió Don Juan José San Llorente. [Marginal: Movimientos de Wellington.] Corrió enero sin que los ejércitos de operaciones a las orillas del Adour y el Nive hiciesen apenas movimiento ni ademán alguno. Pero al empezar febrero, ablandando el tiempo y desnevada la tierra por las cañadas y montes bajos, dispúsose Lord Wellington a cruzar el Adour, no menos que a embestir a Bayona, y llevar la guerra, si necesario fuese, hasta el riñón de la Francia misma. Tuvieron principio las maniobras en 14 del mencionado febrero por el ala derecha del ejército aliado, acometiendo el general Hill los piquetes del enemigo apostados en el río Joyeuse, y obligando al general Harispe a replegarse de Hélette, vía de San Martín; y de allí a Garris, en cuyo frente asegurose el francés en un puesto ventajoso, engrosado con tropas de su centro y la división de Paris que, en marcha hacia lo interior, retrocedió con este motivo y agregose al general Harispe. Cortó entonces Hill la comunicación del ejército enemigo con San Juan de Pie de Puerto, bloqueando esta plaza tropas de Mina situadas en el valle de Baztán, y que avanzaron vía de Baigorry y de Bidarray. En la mañana del 15 moviose, con la primera división española del cuarto ejército, Don Pablo Morillo en dirección de Saint-Palais, paralelamente a la posición de Harispe, a fin de envolver la izquierda de los enemigos, al paso que la segunda división británica del cargo de Sir Guillermo Stewart los atacaba por el frente. Comenzó tarde la acometida, que se prolongó hasta muy cerrada la noche, experimentando el francés bastante pérdida, y teniendo al fin que ciar, mas con la fortuna para él de llegar a Saint-Palais antes que Morillo, cruzando el Bidouze y destruyendo sus puentes. Reparolos luego Hill y atravesó aquel río, favoreciendo sus evoluciones la derecha del centro aliado. Cejaron entonces más los contrarios y pasaron el Gave de Mauléon, nombre que se da en los Pirineos a los torrentes que se descuelgan de sus cimas, pudiéndose considerar como más principales, el ya dicho de Mauléon y los de Oloron y Pau, tributarios los dos primeros del último, que descarga en el Adour sus aguas. Fueron los franceses abandonando por esta parte un puesto tras otro, sin detenerse largo espacio, ni a defender los ríos que los protegían, ni otras favorables estancias, decidiéndose de consiguiente el mariscal Soult a inutilizar todos los puentes, excepto los de Bayona, a dejar esta plaza entregada a sus propios recursos, y a reconcentrar en fin las fuerzas de su ejército detrás del Gave de Pau, fijando en Orthez sus cuarteles. [Marginal: Paso del Adour.] Prosiguió observando a Bayona el ala izquierda británica, y fuéronse acumulando allí preparativos para cruzar el Adour por bajo de aquella ciudad; faena penosa y de difícil ejecución. Reforzaron tropas de esta ala las de la derecha bastante empeñada y en continua pelea y riza con el enemigo. Llenó los huecos Don Manuel Freire, quien volvió a entrar en Francia el 23 de febrero llevando consigo la cuarta división de su ejército, mandada por Don José Ezpeleta, y la primera y segunda brigada de la quinta y tercera, que gobernaban respectivamente Don Francisco Plasencia y Don Pedro Méndez de Vigo. Cuanto más se acercaba el tiempo de cruzar el Adour, tanto más se descubrían los obstáculos e impedimentos para atravesarle por donde se intentaba, a causa de lo anchuroso del río y de la estación inverniza y contraria que estorbó, en un principio, favorecer por mar la empresa proyectada. También era no pequeño embarazo la defensa que preparaba el enemigo, teniendo en el río botes armados y cañoneras junto con la corbeta Safo, anclada donde amparase con sus fuegos la inundación que protegía la derecha del campo atrincherado de Bayona. Habían los ingleses reunido en Socoa barcos costaneros, y hecho otras prevenciones para formar el puente que había de echarse en el Adour, quedando al cuidado del almirante Penrose lo respectivo a las operaciones navales. Era el día 21 de febrero el señalado para la ejecución, pero soplando el viento del N. N. E., y siendo grande y de leva la marejada, tuvo el convoy que permanecer en Socoa sin serle dado salir a la mar. Pero Sir Juan Hope, que continuaba mandando el ala izquierda de los aliados, apremiado por el tiempo, no consintió en más largas, y quiso por sí y sin aguardar a Penrose y sus buques, tentar el paso y arriesgarse a todo. Empezó su movimiento en la noche del 22 al 23, acompañando a sus tropas la artillería correspondiente y un destacamento de coheteros a la Congreve. Al principio tiraron los ingleses hacia Anglet, mas a corta distancia de este pueblo variaron, tomando un camino de travesía estrecho, cenagoso y con fosos a los lados; lo cual y la noche lóbrega retardaron su marcha, si bien llegaron antes del alba a los méganos que coronan la playa desde Biarritz hasta la boca del Adour. Cubre un bosque el trecho que mediaba entre ellos y el campo atrincherado de Bayona, de donde fueron arrojados los piquetes enemigos, amagando por las alturas de Anglet Don Carlos de España, cuya segunda división de nuestro cuarto ejército ya dijimos había penetrado antes en Francia, acercándose al Nivelle. Para distraer al enemigo y ocupar sus fuerzas navales, desembocó la primera brigada inglesa bajo el coronel Maitland del bosque referido, y por el paraje que llaman _La Balise orientale_. A su vista, tremendo fuego vomitaron las baterías enemigas y la Safo y las cañoneras; pero disparados algunos cohetes de los a la Congreve, que a manera de serpientes ígneas deslizábanse por el agua y traspasaban los costados de los buques, aterráronse los marineros franceses, y de priesa trataron de abandonar el puesto y subir corriente arriba. Resistió la Safo en su ancladero hasta que, muerto su capitán y perdida bastante gente, refugiose bajo la protección de la ciudadela. Tales demostraciones contra los buques y el campo atrincherado causaron diversión al enemigo, y le alejaron de pensar en la boca del Adour, encubierta además por un torno o rodeo que toma allí el curso del río, y descuidada su defensa por considerar los franceses aquel punto muy fuerte y de ardua acometida, sobre todo estando el mar bravo e intransitable la barra, en todos tiempos peligrosa, y de crecida y mudable ceja. A esta ocupación y confianza del enemigo debiose en gran parte que pudiera la primera división británica ir desahogadamente en busca de un paso que no estuviese lejos del desaguadero del río. La acompañaban dieciocho pontones y seis pequeñas lanchas porteadas en carros, cuarenta coheteros y algunos soldados de artillería para clavar las piezas que tuviera el francés en la margen derecha. Habíase hecho resolución, para verificar la travesía, de construir seis balsas puestas sobre tres pontones cada una, y conducir en dos veces al otro lado, y antes de la aurora, 1200 hombres, sostenidos por igual número y por doce piezas planteadas en la ribera izquierda. Imposible de practicarse cosa alguna en la noche por más esfuerzos que se hicieron, no empezó la faena del paso hasta el 23 en la tarde, habiéndose escogido para ello un paraje que tenía 200 varas de ancho en baja mar y a distancia unas 100 de la boca del río. Echáronse de pronto al agua los seis botes, y se pasó una maroma de una orilla a otra para sujetar tres balsas listas ya, y de las que cada una trasportó a la vez sobre 60 hombres, consiguiendo desembarcar luego en la orilla opuesta hasta quinientos, entre ellos algunos coheteros. Pero subiendo la marea con fuerza, hubo de suspenderse la maniobra, teniendo los que habían pasado que abrigarse detrás de unas colinas de arena, o sea méganos, a las órdenes del coronel Stopford. Dos regimientos franceses salieron muy animosos de la ciudadela para atacarlos, pero una descarga de cohetes reprimió sus ímpetus, y los forzó a retirarse no acostumbrados a la novedad y estrago de proyectiles tan singulares. A favor de buena y despejada luna, cruzaron aquella noche el río más tropas inglesas, y afianzaron el puesto de los que habían tomado la delantera. En esto arribó al embocadero del Adour la flotilla procedente de Socoa; pero furiosa y encrespada la barra, no era fácil salvarla, y los que lo intentaron tuvieron que desistir, después de padecer trabajos y muchas averías. Más alta después la marea, renováronse las tentativas para entrar y perecieron algunos buques; pero metidos en el empeño los marineros británicos, y no tan impedidos por el viento, que fue amansando, venciéronlo todo con su arrojo y experiencia, y regolfaron por el río arriba 30 buques en la tarde del 24. Quedó lo demás del convoy sotaventeado. Seis mil ingleses estaban ya por la noche a la derecha del río, no habiendo cesado en su paso, y verificándolo aun a nado algunos caballos, luego que abonanzó el tiempo y lo consintió la marea. Acamparon al raso, y por la mañana marcharon sobre la ciudadela, la derecha tocando al Adour, y dilatada la izquierda por el camino real que conduce de Bayona a Burdeos; [Marginal: Se acerca del todo a Bayona.] con lo que, cortando las comunicaciones con el norte del río, completaron el acordonamiento de la plaza y el de todas sus obras, incluso el campo atrincherado. Ayudó a este movimiento un falso ataque, por la siniestra margen, de la brigada de lord Aylmer y de la quinta división británica en unión con los españoles del ejército de Don Manuel Freire. [Marginal: Echa un puente sobre el Adour.] Ni se dejaba de la mano el trabajo del puente que se finalizó el día 25, estableciéndole en donde tiene de anchura el río 370 varas, y yendo a dar el cabo opuesto cerca del pueblo de Boucau. Formose dicho puente con 26 cachamarines o barcos pequeños de la costa cantábrica, asegurados a proa y a popa con anclas o cañones de hierro cogidos en los reductos del Nive, con cables fijos en ambas orillas para resistir a los embates del flujo y reflujo, y extendidos por cima de las cubiertas tablones a manera de explanadas que facilitasen la rodadura y paso de la artillería. Una cadena colocada más arriba del puente le protegía contra las arremetidas y abordaje de las lanchas cañoneras y buques enemigos fondeados al abrigo de la ciudadela. Era esta obra de grande importancia por afianzar la comunicación entre ambas riberas durante el bloqueo y sitio intentado de Bayona, y franquear las calzadas de la derecha del Adour, de cuyos pueblos parecía más hacedero abastecerse de todo lo necesario, muy quietos por allí los naturales, libres de molestias y seguros de puntual y cumplido pago. [Marginal: Avance de Wellington.] Mientras que maniobraba así el ala izquierda del ejército aliado y que embestía también a Bayona, trató Wellington, reforzada que fue su derecha, de ejecutar un avance general por aquel lado contra las huestes del enemigo. En consecuencia, atacó el mariscal Beresford, seguido de la cuarta y séptima división y una brigada, los puntos fortificados de Hastingues y Oeyregave a la izquierda del río de Pau, y forzó a los enemigos a recogerse a Peyrehorade, en sazón que Hill cruzó el Gave de Oloron sin resistencia por un vado en Viellenave, y lo mismo Clinton entre Monfort y Laàs, amagando Picton el puente de Sauveterre, que volaron los franceses. Don Pablo Morillo rodeó por su parte la plaza de Navarrenx, la cual no era dable reducir de pronto sino con artillería gruesa. Los aliados, yendo adelante, enderezáronse a Orthez, pasando Beresford el Gave de Pau por bajo de su confluencia con el de Oloron, y continuando lo largo del camino real de Peyrehorade en dirección de aquella ciudad, sobre el diestro costado del enemigo, haciendo otro tanto Picton río abajo del puente de Mourenx y también Sir Stapleton Cotton con la caballería, sostenidos ambos por un movimiento de flanco que hicieron otras dos divisiones. Ocupó Hill las alturas fronteras de Orthez a la izquierda del Gave de Pau, no pudiendo forzar su puente. [Marginal: Batalla de Orthez: 27 de febrero.] Cabeza de subprefectura aquella ciudad, y residencia antigua y célebre de los príncipes de Bearne antes de su traslación a Pau, iba a presenciar ahora reñida contienda trabada a sus puertas y en los alrededores. Había escogido en ellos ventajosa estancia el mariscal Soult, a lo largo de unas lomas por espacio de media legua. Su derecha, bajo del general Reille, descansaba sobre el camino real que va a Dax, ocupando el pueblo de Saint Boès; su centro, que regía Drouet, alojábase en una curva por donde se metían y giraban las colinas, y su izquierda al cargo de Clauzel se apoyaba en la ciudad y defendía el paso del río. Las divisiones de los generales Villatte y Harispe y tropas del general Paris manteníanse de respeto en paraje elevado y en el camino que se dirige a Mont de Marsan por Sault de Navailles. Componía esta fuerza un total de más de 40.000 hombres. Dispuso lord Wellington, para empeñar la refriega, que Beresford, con las divisiones cuarta y séptima y la brigada de jinetes de Vivian, atacasen la derecha de los enemigos y se esforzasen por envolverla; debiendo a la propia sazón arremeter contra el centro e izquierda de aquellos el general Picton, asistido de la tercera y sexta división, y apoyado por Cotton con otra brigada de caballería. Incumbía al barón Alten quedar de reserva, y a Sir R. Hill forzar el paso del Gave, y trabar pelea con la izquierda de los franceses. A las nueve de la mañana del 27 de febrero se enredó la acción, con mala estrella para los aliados en un principio por la parte de Beresford, con buena por el centro; si bien disputada la victoria largo rato, cejando aquí el enemigo, pero pausada y admirablemente, formado en cuadros. Semejante repliegue precisó, sin embargo, al mariscal Soult a recoger sus alas y a ordenar una retirada general, acarreándole luego este movimiento otros daños, sin que le bastase la maestría y pericia militar que mostró; porque cruzando el general Hill el Gave y adelantándose sobre la izquierda francesa en ademán de atacarla en su marcha retrógrada, tuvo aquel mariscal que avivar sus maniobras, aunque inútilmente, avivando también las suyas al mismo compás el general Hill; de manera que acabaron los franceses por desparramarse e ir en completa huida, teniendo detrás a los ingleses, que a carrera abierta pugnaban por alcanzarlos y hundirlos. Allí vinieron lástimas y más lástimas sobre los vencidos, quienes perdieron 12 cañones y 2000 prisioneros; pereciendo o extraviándose infinidad de fugitivos punzados por la bayoneta británica y acuchillados o cosidos por el sable de sus jinetes. Hubo, no obstante, de costar a los ingleses muy caro tan glorioso triunfo, habiendo corrido riesgo la vida de lord Wellington, contuso de una bala de fusil que dio en el pomo de su espada y le tocó en el fémur, causándole el golpe tal estremecimiento que le derribó al suelo, estando apeado y en el momento mismo en que se chanceaba con el general Álava, herido este poco antes, no de gravedad, pero en parte sensible y blanda que siempre provoca a risa. Hizo alto el ejército británico al anochecer en Sault de Navailles: su pérdida consistió en 2300 hombres, de ellos seiscientos portugueses; no asistió a la acción fuerza alguna española. Tuvieron los enemigos en sus filas una baja enorme que, según cuentan relaciones suyas, pasó de 12.000 hombres; pero producida en mucha parte por la deserción, siendo grande el número de conscriptos y gente nueva. Fue gravemente herido el general Foy, y muerto el general Bechaud. [Marginal: Movimientos posteriores.] Prosiguieron los franceses por la noche su retirada, y paráronse detrás del Adour, junto a Saint Sever, para allegar y recomponer su hueste, juntándoseles algunos refuerzos que venían de camino. En pos suyo fueron los aliados al día inmediato; pero esquivaron aquellos el reencuentro yendo la vuelta de Agen. Entonces repartiéronse los anglo-portugueses, entrando su ala izquierda sin resistencia en Mont de Marsan, capital del departamento de las Landas, colocándose el centro en Cazères, y moviéndose el 2 de marzo la derecha a las órdenes de Hill del lado de Aire, margen izquierda del Adour, en donde tuvo este general un recio choque con la división de Harispe, no empeñada en Orthez, y llevó al fin la palma de la victoria, cogiendo o destruyendo muchos almacenes y efectos acopiados allí. Frutos opimos fueron, de todas estas operaciones, acordonar las plazas de Bayona, San Juan de Pie de Puerto y Navarrenx, atravesar el Adour, enseñorearse de sus principales comunicaciones y pasos, y coger o destrozar vituallas, enseres y otros abundantes recursos del enemigo. Libertó a este de mayores daños el tiempo lluvioso en demasía; intransitables de resultas los caminos, rebalsadas las tierras, hinchados los torrentes y arroyos, y aplayados los ríos. Viose, por tanto, lord Wellington obligado a detenerse, y pudo Soult mudar de rumbo yendo hacia Tarbes e inclinándose a los Pirineos, con intento de recibir por la espalda auxilios del mariscal Suchet, si bien incomodando a los pueblos con exacciones, falto de víveres, perdidos en los almacenes de Aire, y dejando descubierto a Burdeos y sus comarcas, en la confianza de que Wellington no osaría internarse tanto. [Marginal: Intento de los partidarios de la casa de Borbón.] Equivocose en esto, pues yendo de caída Napoleón y su imperio, alzaron cabeza y se multiplicaron los partidarios de la casa de Borbón, más numerosos en aquella parte de Francia que en otras, y alentaron a Wellington a que les prestase ayuda, y saliese de su acostumbrada pausa y circunspección. Hablamos de la llegada al cuartel general inglés del duque de Angulema, y de la protección que le dispensó lord Wellington. El aparecimiento de un príncipe como este, de la antigua y real estirpe de Francia, cebó con esperanzas nuevas a los de su partido, convirtiéndose muchos, so color de leales, en trazadores de revueltas y levantamientos. Amortiguó Wellington por algún tiempo tales ímpetus, y aun dejó como a un lado al duque de Angulema después de haber contribuido a traerle; ora por temor de que no correspondiese el país a cualquiera demostración que se hiciese en favor de los Borbones, y ora más bien por las dudas y perplejidad de los aliados del norte, que, no resueltos todavía a concluir con Napoleón, hiciéronle sucesivamente varias proposiciones de acomodamiento, temerosos de no poder sobrepujarle del todo y vencerle. [Marginal: Envía Wellington vía de Burdeos a Beresford.] Mas, rotos luego con él todos los tratos, según en breve veremos, y no detenido ya Wellington por empeños anteriores ni otros respetos, soltó la rienda a su inclinación, y consintió en dar apoyo a los que propendían a querer restablecer la dinastía borbónica. Por el tiempo mismo de la batalla de Orthez fue cuando acudieron emisarios de Tolosa y Burdeos en busca del de Angulema, mostrando vivo deseo de que se pusiera este príncipe al frente de los suyos, ciertos de que se conseguiría así y sin dificultad la restauración en el trono de la antigua y real familia de Francia. Abocáronse todos en Saint Sever con Wellington, quien, en vista de lo que le expusieron, accedió a sus encarecidas súplicas, y resolvió encaminar hacia Burdeos tres divisiones bajo el mando del mariscal Beresford, haciendo adelantar al propio tiempo fuerzas de Don Manuel Freire, que llenasen el vacío que dejaban las otras. [Marginal: Se declara esta ciudad en favor de los Borbones.] Luego que los ingleses se fueron acercando a Burdeos, retiráronse las autoridades imperiales y las tropas, quedando solo el arzobispo y el maire o corregidor, llamado Mr. Lynch. Determinaron entonces los realistas declararse del todo y alzar banderas por la casa de Borbón, estando ya los ingleses a las puertas de la ciudad. Salió a recibir a estos el maire, quien dijo a Beresford: «Si el señor mariscal quiere entrar en Burdeos como conquistador, podrá coger las llaves, no habiendo medio alguno de defensa; pero si viene a nombre del rey de Francia, y de su aliado el de Inglaterra, yo mismo en calidad de maire se las presentaré con gusto.» Respondiole Beresford satisfactoriamente, y al oírle, gritando Mr. Lynch «Viva el rey», púsose la escarapela blanca, antigua de Francia y se quitó la banda [écharpe] tricolor, distintivo de su autoridad. A poco, y siendo el 12 de marzo, [Marginal: Entran allí el 1.º de marzo Beresford y el de Angulema.] entraron en Burdeos el duque de Angulema y el mariscal Beresford, muy bien acogidos y vitoreados, amigo siempre el pueblo de novedades, y cansada aquella ciudad de la guerra marítima y bloqueo continental tan dañoso a su comercio y exportaciones agrícolas. [Marginal: Proclama de Soult.] Dio el mariscal Soult con esta ocasión tremenda proclama, condenando a la execración de los venideros y vergüenza pública a los franceses que hubiesen llamado y recibido al extranjero, y echando en cara al general inglés el favor y ayuda que daba a la rebeldía y sedición. No tuvo Wellington, sin embargo, motivo de arrepentirse, conformándose luego los aliados con lo que él practicó entonces, y cobrando ellos mismos cada día mayor espíritu con los sucesos prósperos, desengañados de lograr nada bueno con Napoleón, indómito e intratable siempre. [Marginal: Estado crítico de Napoleón y medidas que toma.] En efecto, echadas a un lado las proposiciones de Francfort, nunca procedió este derechamente ni con verdaderos deseos de concluir una paz acomodada a los tiempos; desoyendo a los hombres más adictos a su persona, como también los pareceres de las principales corporaciones de su imperio, hasta disolver apresuradamente el cuerpo legislativo, usando en aquel trance de palabras singulares y de mucho destemple. Cierto que el estado del emperador francés era muy otro del que tenían los que daban consejos; no aventurando los últimos nada en ello cuando Napoleón, en el recejar solo, exponíase a grandes riesgos y a interiores perturbaciones, decaído del militar poderío, fundamento de su elevación y grandeza. [Marginal: Sale de París.] Instó por tanto en que se activasen los convenientes preparativos para abrir la campaña dentro del territorio francés; pero por más diligente que anduvo, casi todo enero corrió antes de que le fuese dable ponerse en camino. Verificolo al fin saliendo de París el 25 del propio mes, después de haber conferido el 23 la Regencia a la emperatriz su esposa, y agregado a ella el 24 a su hermano José, bajo el título de lugarteniente del imperio. [Marginal: Congreso de Châtillon.] No por eso quiso Napoleón que se creyese cerraba las puertas a la pacificación apetecida, sino que, por el contrario, aparentando inclinarse a lo propuesto en Francfort, procuró por conducto del príncipe de Metternich se renovasen los interrumpidos tratos. No era, sin embargo, de presumir que las potencias aliadas se conformasen ahora con lo ofrecido anteriormente, vista la situación actual de las cosas, tan favorable a la coalición como contraria a Bonaparte, a quien a las claras iba torciendo el rostro la fortuna. Juntáronse pues en Châtillon del Sena negociadores autorizados: celebrose allí la primera sesión en 5 de febrero, y se hallaron presentes por una parte los plenipotenciarios de Rusia, Prusia, Inglaterra y Austria representando los intereses de la Europa confederada, y por la opuesta el de Francia Mr. de Caulincourt, duque de Vicenza. En otra sesión que tuvieron el 7 del propio febrero pidieron aquellos, con arreglo a instrucciones de sus soberanos, que para tratar se sentase la base de que «la Francia se conformaba con entrar en los límites que la ceñían antes de la revolución de 1789»; a lo cual no asintió Mr. de Caulincourt, reclamando se conservasen los mismos que los aliados «habían propuesto en Francfort y eran los del Rin.» Promoviéronse después explicaciones, réplicas y conferencias, y aun hubo una suspensión momentánea de la negociación; hasta que el 17 presentó el ministro de Austria la minuta de un tratado fundado en la base enunciada de antiguos límites, con la especificación de que la Francia abandonaría todo lo que poseyese o pretendía poseer en España, Alemania, Italia, Suiza y Holanda; ofreciendo la Inglaterra devolver como en remuneración la mayor parte de las conquistas que durante la guerra había hecho a aquella potencia en África, América y Asia. Lejos estaba Napoleón de consentir en semejantes proposiciones, y menos ahora que había recobrado aliento y ensoberbecidose con la campaña emprendida, cuyos movimientos dirigió maravillosamente contra fuerzas muy superiores, excediéndose a sí mismo y a su anterior y militar fama, tan bien sentada ya y tan esclarecida. Así fue que en respuesta a la última proposición de los aliados redújose a enviar un contra-proyecto, obstinándose en pedir los límites del Rin y además otros territorios e indemnizaciones exorbitantes para aquella sazón; [Marginal: Disuélvese.] de lo que enojadas las otras potencias, rompieron las negociaciones, disolviéndose el congreso el 19 de marzo. [Marginal: Tratado de Chaumont.] Antes y en primero de dicho mes habían firmado las mismas en Chaumont un convenio, según el cual, formando entre sí una liga defensiva por veinte años, comprometíanse a no tratar separadamente con el enemigo, y a mantener en pie cada una de ellas 150.000 hombres, sin contar las guarniciones; con la obligación la Inglaterra de aprontar cinco millones de libras esterlinas que debían distribuirse entre las potencias beligerantes para sostener la guerra permanente y viva. [Marginal: Resultas de esto.] Tales arreglos y el rompimiento de las negociaciones de Châtillon acrecían probabilidades en favor de la restauración de los Borbones, cuyos príncipes y sus partidarios meneábanse diligentemente, habiendo acudido Monsieur conde de Artois al cuartel general de los aliados, y dirigídose la vuelta de la Bretaña el duque de Berry, al paso que el de Angulema, conforme hemos visto, soplaba en el mediodía de Francia levantamientos y sediciones contra Napoleón. [Marginal: Suelta Napoleón a Fernando.] Estrechado este por todos lados, apresurose a concluir la negociación entablada con Fernando, poniéndole en libertad, y trató también de restituir a su silla de Roma al soberano pontífice, a quien tenía como aprisionado hacía años. Aligerábase con esto de embarazos y odiosas enemistades, esperando igualmente sacar útil fruto de esta generosidad, aunque aparente y forzada. Cuenta Escóiquiz que la libertad repentina del rey debiose a lo que él y Mr. de Laforest alegaron en su apoyo; pero parécenos no fue así, y que solo la provocó el apuro en que Napoleón se veía y el anhelo de que se le juntasen en todo o parte las tropas suyas que quedaban en Cataluña y algunas de las que combatían en el Pirineo, dejando a los ingleses solos y privados del sostenimiento de España. Coincidió la resolución del emperador francés con la vuelta a Valençay del duque de San Carlos, trayendo la negativa de la Regencia al tratado de que había sido portador. Grandes temores se suscitaron allí de que desbaratase tal incidente la determinación de Napoleón, y por eso pasó a París San Carlos tras del emperador, para remover cualesquiera estorbos que pudieran nacer; pero no le encontró ni en la capital ni en ninguna parte por donde le buscara, mudando Napoleón de lugar a cada paso, según lo exigía la guerra que llevaba entonces, andando siempre por caminos y veredas, y como quien dijera, a campo travieso. Sin embargo, absorbido él mismo en asuntos de la mayor importancia, no paró mientes en lo que la Regencia respondiera, y aguijado por el tiempo y por los acontecimientos, no desistió de su propósito sobre dejar a Fernando libre y en disposición de restituirse a España. En consecuencia, mandó se le expidiesen los convenientes pasaportes, que se recibieron en Valençay el 7 de marzo, a las diez y media de la noche, con indecible júbilo de S. M. y AA., bien así como de los demás que allí asistían; no estuvo de vuelta el de San Carlos hasta el 9. [Marginal: Precede Zayas al rey en su viaje.] Quiso el rey le precediese en su viaje el mariscal de campo Don José Zayas, quien salió de Valençay el 10 con carta para la Regencia y orden de que se preparase lo necesario para el recibimiento de S. M. en los pueblos del tránsito. Llegó Zayas el 16 a Gerona, a la sazón cuartel general del primer ejército, y al día siguiente, acompañado de un oficial de estado mayor, partió en posta para Madrid, en donde fue bien acogido, ya por lo que se estimaba su nombre, [Marginal: (* Ap. n. 24-18.)] ya por la carta [*] de que era portador, en cuyo contexto no se esquivaba, como en las otras, hablar de Cortes ni de lo que se había hecho durante la ausencia de S. M., dando a entender que merecería lo obrado su real aprobación en cuanto fuese útil al reino: modo de expresarse ambiguo, pero preferible al silencio guardado hasta entonces. Produjo la lectura de la carta en el seno de la representación nacional gran regocijo por anunciarse la próxima llegada de S. M., y también por lo que hemos dicho de no advertirse en su contenido aquella extrañeza y estudiado desvío que se había notado en las anteriores. Diose en conformidad un decreto que atestiguaba la satisfacción de las Cortes, y el aprecio que las mismas hacían, con tan fausto motivo, del general Don José Zayas. [Marginal: Sale el rey de Valençay.] No tardó S. M. en seguir los pasos de este, saliendo de Valençay el 13 de marzo, acompañado de SS. AA. los infantes Don Carlos y Don Antonio, y demás personas que concurrían a su lado. Dirigiose por Tolosa con rumbo a Perpiñán, según orden de Napoleón, para huir de cualquiera encuentro o relación con los ingleses. Venía el rey bajo el nombre de conde de Barcelona. [Marginal: Llega a Perpiñán.] Entró en Perpiñán el 19 de marzo, en donde le aguardaba el mariscal Suchet, a quien recibió S. M. con distinción, dándole gracias por el modo como se había portado en las provincias donde había hecho la guerra. Mas aquí empezaron ya los tropiezos. Quería el rey continuar su viaje y pasar a Valencia sin detenerse; pero oponíanse a ello las instrucciones que tenía el mariscal, según las cuales debía pasar el rey Fernando a Barcelona y permanecer en aquella plaza en rehenes, hasta que se realizase la vuelta a Francia de las guarniciones bloqueadas en las plazas de Cataluña y Valencia. Precaución ofensiva, que siendo ignorada de Fernando al salir de su confinación, representábase como alevosía nueva que afortunadamente no se consumó del todo, persuadido Suchet de cuán odioso e inútil sería llevarla a cabo. [Marginal: Quédase allí el infante Don Carlos.] Pidió en consecuencia nuevas instrucciones a París, aviniéndose a que en el entretanto quedase solo en Perpiñán como en prendas el infante Don Carlos. [Marginal: Entra el rey en España.] Pisó el 22 el territorio español S. M. Fernando VII, y parose el 23 en Figueras a causa de las muchas aguas que había cogido el Fluviá, furioso y muy aplayado. Suplicó en aquel día al rey el mariscal Suchet que se suavizase la suerte de los prisioneros, reiterando sus instancias para la vuelta a Francia de las diversas guarniciones de Cataluña y Valencia. Contestósele dándole buenas y seguras palabras en cuanto a lo primero, y extendiendo San Carlos en cuanto a lo segundo una promesa formal por escrito, en la que puso el rey de su [Marginal: (* Ap. n. 24-19.)] puño al margen,[*] «Apruebo este oficio. Fernando.» Dícese si también ofreció entonces S. M. a dicho mariscal que le conservaría la propiedad de la Albufera de Valencia, que Napoleón le había donado en premio de la conquista de aquella ciudad. [Marginal: Recibe Copons al rey en el Fluviá.] Habíase dispuesto a recibir al rey a su entrada en España Don Francisco de Copons, general del primer ejército, trasladando el 21 de marzo de Gerona a Báscara su cuartel general. Avisado de que S. M. se acercaba, colocó el Don Francisco sus tropas el día 24 al nacer del sol a la derecha del Fluviá. Lo mismo hicieron los jefes franceses en la orilla opuesta con las suyas, formando unas y otras vistoso anfiteatro. Oyéronse muy luego alternativamente en ambos campos salvas y músicas que retumbaban por el valle, y se mezclaron al ruido y algazara de los soldados y paisanos que acudieron a bandadas de las comarcas vecinas. Un saludo de nueve cañonazos precedido de un parlamento anunció la llegada del rey Fernando, quien a poco dejose ver en la ribera izquierda del Fluviá, acompañado de su tío el infante Don Antonio y del mariscal Suchet con alguna caballería. El jefe de estado mayor francés, Mr. Saint-Cyr Nugues, adelantose para poner en conocimiento del general español Don Francisco de Copons que iba a pasar S. M. el río, límite entonces de ambos ejércitos. Sucedió así, y al sentar el rey a hora de mediodía el pie en la margen derecha, solo ya con el infante su tío y la comitiva española, ofreciole Don Francisco de Copons, hincada la rodilla en tierra y con el acatamiento correspondiente, sus respetos, y pronunció un breve y gratulatorio discurso adecuado al caso, poniendo además en las reales manos un pliego cerrado y sellado que le había sido remitido por la Regencia del reino, conforme a lo que prevenía el artículo 3.º del decreto de 2 de febrero, bajo cuya cubierta venía una carta para S. M. informándole del estado de la nación con varios documentos y comprobantes adjuntos. Llegó entonces al mayor colmo la alegría y entusiasmo, dando los asistentes crédito apenas a sus ojos, viendo al rey entre ellos al cabo de seis años de ausencia y después de tropel tan grande de sucesos y portentos. Revistó en seguida S. M., acompañado del infante Don Antonio, las tropas que desfilaron por delante formadas en columna, aclamando los soldados unánimemente al rey con vivas de efusión verdadera, no prorrumpidos en virtud de mandato anterior y expreso. [Marginal: Entra el rey en Gerona.] Continuaron S. M. y A. su viaje, llevando al lado a Don Francisco de Copons y escoltados por algunos jinetes. Entraron todos el mismo día 24 en Gerona, cuyos adornos y colgaduras eran ruinas y escombros, y su alfombrado arreboles aún y salpicaduras de la sangre, que durante el sitio había corrido en abundancia y arroyado sus calles. Espectáculo sublime, si bien triste, cuya vista debió conmover al monarca y excitarle a meditación profunda, destinado a labrar la felicidad de un pueblo que al defender los propios hogares, había sustentado también y confundido con los suyos los intereses de la corona. [Marginal: Llega también allí el infante Don Carlos.] Fiado el mariscal Suchet en la promesa del rey, y no autorizado quizá bastante para detener en rehenes, como lo hizo, al infante Don Carlos [si atendemos a lo mucho que por ello le reprendió el gobierno provisional de Francia [*] [Marginal: (* Ap. n. 24-20.)] sucesor de Napoleón], púsole en libertad y el 26 le acompañó hasta el Fluviá, cuyo río cruzó S. A., entrando en Gerona aquel día en unión con el rey su hermano que había salido a recibirle. [Marginal: Carta del rey a la Regencia.] No tuvo sin embargo cumplido efecto lo ofrecido con relación a las plazas, resistiéndose a ello Don Francisco de Copons, quien guardando al Rey los miramientos debidos, no creyó serle lícito apartarse de los decretos de las Cortes, terminantes en la materia, y contrarios a tratar con el francés en tanto que no fuese de conformidad con los aliados. Resolución a la que de grado o fuerza tuvieron que adherir todos; siendo además arreglada al interés público y buena salida de la campaña, impidiendo se engrosasen las huestes del enemigo con aquellas tropas veteranas y muy aguerridas. Desde Gerona escribió Fernando a la Regencia del reino la carta siguiente, toda de puño de S. M.: «Acabo de llegar a esta perfectamente bueno, gracias a Dios, y el general Copons me ha entregado al instante la carta de la Regencia y documentos que la acompañan: me enteraré de todo, asegurando a la Regencia que nada ocupa tanto mi corazón como darla pruebas de mi satisfacción y mi anhelo por hacer cuanto pueda conducir al bien de mis vasallos.» «Es para mí de mucho consuelo verme ya en mi territorio en medio de una nación y de un ejército que me ha acreditado una fidelidad tan constante como generosa. Gerona, 24 de marzo de 1814. — Firmado. — Yo el rey. — A la Regencia de España.» Desazonó a los amigos de las Cortes y de las reformas el contenido de esta carta, en la que tornose al lenguaje ambiguo de las primeras, huyendo siempre de soltar prendas que comprometiesen las decisiones del porvenir. [Marginal: Monumento que decretan las Cortes.] Las Cortes, no obstante, abstuviéronse de dar muestras de descontento; y por el contrario dieron, días después, un decreto para levantar a la orilla derecha del río Fluviá, frente del pueblo de Báscara, un monumento que perpetuase la memoria de lo ocurrido allí a la llegada del rey Fernando. [Marginal: Dádiva del duque de Frías.] También quiso el duque de Frías y de Uceda dar una prueba de señalado afecto a la persona de S. M., y de su ardiente deseo por verle de vuelta en el reino, poniendo de antemano, a disposición de las Cortes, mil doblones que debían darse de sobrepaga al ejército que tuviese la dicha de recibir al rey. Admitieron las Cortes tan generosa dádiva, ofrecida por un grande de los primeros de España, y que, siendo aún conde de Haro, título de los primogénitos de su casa, habíase mantenido, durante la actual lucha, a la cabeza de un regimiento de caballería de que era coronel, honrándose en tiempos bélicos de servir a la patria con las armas quien en los pacíficos la ilustraba con sus versos y producciones literarias. Antes de continuar hablando del viaje del rey, parécenos oportuno volver la vista a lo que pasaba en las Cortes y en el teatro principal de la guerra; dejando por ahora a S. M. en la ciudad de Gerona. [Marginal: Trabajos y discusiones de las Cortes.] Instaladas que aquellas fueron en 1.º de marzo, para dar principio a la legislatura ordinaria correspondiente al año de 1814, ocupáronse en las tareas que conforme a la Constitución debían llamar primero su cuidado; leyendo los ministros del despacho sus respectivas memorias, [Marginal: Presupuestos.] y el de hacienda los presupuestos de gastos y entradas, como también el de guerra el estado general del ejército. Poco discrepaban los trabajos presentados ahora en ambos ramos de los que acerca de lo mismo examinaron las Cortes extraordinarias y ordinarias en septiembre y octubre anterior, causando solo enfado la diferencia que se advertía entre la fuerza armada real y disponible y la total que se pagaba: diferencia muy notable en verdad, nacida de la muchedumbre de comisionados y asistentes que se han consentido siempre en nuestro ejército, y de otros abusos de la administración militar; roedora lepra, honda y muy añeja, de difícil y penosa cura, pero a la que ha de aplicarse tarde o temprano remedio eficaz y vigoroso, si se quiere en España orden y economía prudente en la inversión de los caudales públicos. Por lo demás, siguiendo esta legislatura los pasos de la anterior, no se ventilaron por lo común en ella cuestiones que acarreasen sustanciales reformas, no pudiendo el partido liberal aspirar a otra cosa sino a conservar lo hecho por las extraordinarias, ni tampoco propasarse el opuesto a indicar medidas de retroceso o ruina. [Marginal: Secretarías.] Dieron sin embargo ahora las Cortes nueva planta a las secretarías del gobierno, en la que se atendió a la parsimonia y ahorro más bien que a una atinada distribución de negociados, y al pronto y conveniente despacho de ellos. También aprobaron las mismas un reglamento para la milicia nacional, en la que estaban obligados a entrar todos los españoles, excepto contadas clases, desde la edad de 30 años hasta la de 50; siendo elegidos los oficiales, sargentos y cabos, ante los ayuntamientos y a pluralidad de votos, por las compañías respectivas, con la precisión de usar todos del uniforme que allí se les señalaba. Reputábanse jefes natos de estos cuerpos los gobernadores o comandantes militares de nombramiento real en los pueblos en donde los hubiese. [Marginal: Dotación de la casa real.] Paró no menos la consideración de las Cortes la dotación del rey y de la familia real. Fijose aquella en cuarenta millones de reales al año, anticipando a S. M., por esta vez, un tercio para los gastos que a su vuelta pudiesen ocurrirle. Agregábase a la suma en dinero, la posesión de todos los palacios que hubiesen disfrutado los reyes predecesores del actual, y además los bosques, dehesas y terrenos que destinasen las Cortes para recreo de S. M. Asignose a cada uno de los dos infantes Don Carlos y Don Antonio la cantidad de 150.000 ducados pagaderos por tesorería mayor, y no se mentó al infante Don Francisco por hallarse ausente y al lado de los reyes padres, en quienes por entonces nadie pensó. Semejantes asuntos y otros debates a que dieron lugar en público o en secreto las cartas del rey, su viaje e incidentes análogos, consumieron en gran parte el tiempo de las sesiones del año que corría. [Marginal: Impostor Audinot.] No dejó también de robar alguno el negocio de un impostor que, diciéndose general francés y tomando el nombre fingido de _Luis Audinot_, ganado para ello por personas poco conocidas de Granada y Baza, pertenecientes a la parcialidad antirreformadora, trató de comprometer y hacer odiosos a varios habitantes de aquellas comarcas y a los principales cabezas del partido liberal, señaladamente a Don Agustín Argüelles; figurando obraban estos de acuerdo con Napoleón y sus agentes, llevados del deseo de fundar en la Península una república bajo el título de _Iberiana_, apoyada y sugerida, a dicho del impostor, por el príncipe de _Talleyrand_. Invención que, si bien extravagante y ridícula, tenía aceradas puntas de perversa y atroz intención; persuadidos los forjadores de que una patraña o fábula, cuanto más inverosímil o absurda aparezca, tanto más ha de cundir y ser aplaudida entre la muchedumbre ignorante, que la convierte en sabroso apacentadero de su incauta y ciega credulidad. Dio por tanto este suceso pie a muchas hablillas, a varias proposiciones en las Cortes, a una representación del señor Argüelles, pidiendo se le oyese judicialmente en desagravio de su honor ofendido, y al proseguimiento, en fin, de una causa que duró hasta después de haber vuelto el rey a España; queriendo entonces ciertos y malos hombres aprovecharse de semejante maquinación para empeorar la suerte, bastante desdichada ya, de los encarcelados por opiniones políticas. Pero felizmente hundiéronse tan dañinos intentos en el lodazal inmundo de la misma calumnia, acabando por confesar el supuesto _Audinot_ que, aunque de nación francés, no era general, ni su nombre otro que el de _Juan Barteau_, implicando además en sus declaraciones a varios personajes del partido antirreformador, que mandaban a la sazón o influían en los que mandaban; quienes, temerosos de que se descubriese todo el enredo, apresuráronse a echar tierra al negocio, dejando solo y sepultado en un calabozo al impostor, que, desesperado y fuera de sí, suicidose dentro de su prisión. [Marginal: Acontecimientos militares.] Mientras que tales sucesos y lástimas ocurrían en lo civil y político, caminaban dichosamente a su fin los asuntos de la guerra. Dada que fue la batalla de Orthez, y hechos los movimientos que de ella se siguieron, quiso de nuevo el mariscal Soult tomar la ofensiva, temeroso de lo que iba a acontecer en Burdeos, y deseoso de distraer la atención de lord Wellington. En consecuencia, revolvió el 13 aquel mariscal de Rabastens, en donde estaban sus cuarteles, sobre Lembeye y Conchez, amagando la derecha aliada. Afirmó entonces su puesto Sir R. Hill detrás del río Gros Lées y de Garlin en el camino de Pau a Aire, reforzándole Lord Wellington con dos divisiones; quien hizo también ademán de reconcentrar toda su gente en las cercanías del último pueblo. Visto lo cual, no insistió en su pensamiento el mariscal Soult, antes bien replegose yendo la vuelta de Vic-en-Bigorre para evitar la lid. Tras él fue el general inglés, habiéndosele juntado tropas suyas desparramadas por la tierra, reservas de artillería y caballería procedentes de España y otros refuerzos. Entre ellos, enumerarse deben las divisiones de nuestro cuarto ejército, que mandaba Don Manuel Freire, cuyas maniobras al pasar del Adour referimos ya, en las que prosiguieron favoreciendo después el total acordonamiento de Bayona y las operaciones generales del ejército aliado: sucesos que, con otros que entre sí se enlazan, será bien narremos antes de ir adelante en la de los movimientos de lord Wellington. [Marginal: Movimientos del cuarto ejército español.] La segunda división, del cargo de Don Carlos de España, púsose en un principio a la derecha del Adour para repasar en seguida este río y situarse entre su corriente y la del Nive, a fin de coadyuvar al bloqueo de Bayona. Evolución opuesta practicaron la cuarta división y las brigadas segunda y primera de la tercera y quinta que formaban ahora una nueva división llamada provisional, trasladándose esta y la otra a la derecha del Adour, marchando río arriba y uniéndose al movimiento del centro aliado, sin alejarse por algunos días de aquellas márgenes, pisando ya una ya otra ribera, según lo requerían las diversas operaciones de la campaña. Agregose igualmente a los ingleses, pero a su derecho costado, la segunda brigada de la división que regía Don Pablo Morillo, quedando solo la primera en el cerco de Navarrenx. [Marginal: Auxilios que facilita Wellington.] A estas fuerzas habíales lord Wellington suministrado auxilios desde que abrieron, en unión con su ejército, la campaña del año anterior, que empezó en los lindes de Portugal. Dos millones de reales mensuales recibía el cuarto ejército de la pagaduría inglesa para el abono del prest y demás atenciones de la misma clase. También tuvieron particulares socorros las divisiones de Morillo, España y Don Julián Sánchez, que, aunque pertenecientes a aquel ejército, militaban separadamente y por lo común cerca de las tropas inglesas. Fue asimismo muy atendido el ejército de reserva de Andalucía, en tanto que se mantuvo en Francia y le gobernara Don Pedro Agustín Girón. Cuando en este año de 1814 tornaron a marchar sobre Bayona las tropas del cuarto ejército, que meses antes habían regresado a España, no solo continuaron los ingleses suministrando los mismos auxilios en dinero, sino que además facilitaron víveres y otros recursos. Y queriendo Wellington acudiese también a Francia el ejército de reserva de Andalucía acantonado en la frontera, insinuóselo así a su general, que lo era otra vez el conde del Abisbal, de vuelta de la licencia que obtuviera para pasar a Córdoba a restablecer su salud. [Marginal: Conducta del conde del Abisbal.] Mas dicho jefe respondió al inglés desabridamente, poniendo muchos obstáculos y pidiendo antes bien que se le permitiese internar sus tropas en los pueblos de Castilla la Vieja para darles algún descanso y mejor temple, menesterosas y destrozadas de resultas de fatigas y grandes quebrantos, y también del abandono que suponía Abisbal haber habido en su disciplina y buena organización. Desazonó a Wellington semejante excusa y petición extraña, ya por constarle no ser cierto estuviese aquel ejército en la disposición que se le pintaba, ya también por haber recibido avisos de que siguiendo Abisbal secretas inteligencias con los diputados del partido antirreformador, que encontró en Córdoba, ansiaba por acercarse a la capital para sostener con su ejército los proyectos de aquellos, y trastornar el gobierno y las Cortes, presentada que fuese ocasión oportuna. [Marginal: Pasa a Francia el cuarto ejército español.] Rehusole, por tanto, Wellington avanzar a Castilla, y señalándole por acantonamientos las orillas del Ebro, no pensó ya en traerle a su lado, enojado con él, por lo cual volviendo la vista al tercer ejército, dio orden a su jefe, príncipe de Anglona, que se mostró comedido y tratable, de pasar con su gente a Francia en lugar del otro, [Marginal: (* Ap. n. 24-21.)] franqueándole además un auxilio de seis millones de reales [*] y seis mil vestuarios. No verificó, sin embargo, Anglona su avance hasta los primeros días de abril. [Marginal: Sigue Wellington moviéndose.] Continuemos ahora narrando las maniobras y marchas de lord Wellington, las cuales dejamos más arriba en suspenso. Reforzado aquel y muy animoso, prosiguió moviéndose el 17 de marzo, llevando la derecha por Conchez, el centro por Castelnau y la izquierda por Plaisance. Fueron los franceses retirándose, aunque mantuvieron una gruesa retaguardia en los viñedos que circundan a Vic-en-Bigorre, aparentando querer sustentar una resistencia que no verificaron. Juntáronse los aliados en aquel pueblo y en el de Rabastens, y encaminose el enemigo durante la noche vía de Tarbes. El 20, divisábanse en esta ciudad los puestos avanzados de la izquierda francesa, que se retiraba con el centro, apostada la derecha en los altos no muy distantes del molino de viento de Oléac. Avanzaron a la sazón los aliados, distribuido su ejército en dos masas o columnas, resueltos a embestir a los contrarios, quienes, en vez de aguardar, continuaron su marcha retrógada, y de dos caminos principales que de Tarbes guían a Tolosa, uno por Auch y otro por Saint Gaudens, escogieron el último, y siguiéronle hasta el mismo pueblo, en donde, reunidas sus tropas, le abandonaron en parte, tomando el otro las más de ellas atravesando la tierra. Aligerado Soult de sus bagajes más pesados y de muchos carros que había despachado antes, [Marginal: Llega Soult a Tolosa.] ejecutó su retirada a Tolosa con presteza, entrando en la ciudad el día 24, sin que nadie le incomodase ni le detuviese. Tres días de delantera llevaba el mariscal Soult a los aliados en su marcha, mas lentos estos por la precisión de conducir pontones y otros materiales para reparar o echar puentes y remover otros obstáculos que pudieran ofrecérseles, caminando con tiempo muy lluvioso, en tierra enemiga y de fe dudosa. [Marginal: Llegan los aliados enfrente de la ciudad.] Aparecieron pues los aliados el 27 en frente de Tolosa, ordenando Wellington el 28 que se estableciese un puente en el lugar de Portet, situado más arriba de la ciudad y por bajo de la junta de los dos ríos Ariège y Garona. Deseaba el inglés colocarse por aquella parte, como medio oportuno de obligar a Soult a abandonar su estancia, o de estorbarle, interponiéndose, unirse al mariscal Suchet. Imposible fue armar el puente allí por la rapidez excesiva de la corriente y su anchura, mayor que la que podían cubrir los pontones preparados. [Marginal: Tentativas para pasar el Garona.] Frustrada esta tentativa, tuvo mejor éxito otra que se ensayó y puso en planta el 31 en Roques, sitio más favorable aunque por cima de la confluencia de los expresados ríos; por donde atravesó el Garona Sir Rolando Hill, apoderándose en breve, en Cintegabelle, del puente del Ariège no destruido aún. Pero advirtiendo lord Wellington lo intransitable de aquel terreno pegadizo y gredoso, desistió de seguir obrando por aquella parte, y dispuso repasasen el Garona las tropas del general Hill que le habían cruzado poco antes. Registrose entonces la ribera por bajo de Tolosa, y se descubrió un paraje media legua más arriba de Grenade, en donde el río corre casi lamiendo el camino real, muy veloz en su curso, y teniendo sobre 130 varas de ancho; trazose allí el puente y se remató la mañana del 4 de abril en el espacio de pocas horas. [Marginal: Le pasan los aliados.] Determinado Wellington a atacar cuanto antes al mariscal Soult, hizo cruzasen el Garona en aquel día algunos jinetes y tres divisiones suyas de infantería a las órdenes de Beresford. Debían seguir a estas las divisiones españolas cuarta y provisional y la ligera británica; mas hincháronse tanto las aguas, y empezó a ir tan arrebatada la corriente, que hubo que suspender el paso y aun levantar el puente para impedir que se le llevase el río, quedando repartidas las fuerzas del ejército aliado con grave peligro suyo entre las dos orillas, expuestas las de la derecha a ser acometidas por las huestes muy superiores del mariscal Soult. A dicha no se meneó este, prefiriendo mantenerse sobre la defensiva. Amansó la crecida el 8, y aparejado de nuevo y sin dilación el puente, cruzaron por él entonces las divisiones ya nombradas, la artillería portuguesa y Wellington con su cuartel general, moviéndose todos la vuelta de Tolosa. [Marginal: Otros movimientos.] Tuvo al avanzar un reencuentro en la Croix-Daurade el general Vivian, estando al frente del regimiento dieciocho de húsares, y, si bien fue gravemente herido, no por eso dejó de coger cien prisioneros, cerrando al francés tan de cerca que no le dio tiempo para inutilizar en el río L’Hers, tributario del Garona, un puente único que quedaba en pie por aquel lado. Al día siguiente hacía resolución Wellington de atacar, y detúvose al ver que, apostado Sir R. Hill a la otra parte del río, frontero del arrabal de Saint Cyprien, hallábase este general muy a tras mano del puente de barcas; razón por la que antes de emprender cosa alguna determinó alzar dicho puente y trasladarle a Blagnac, una legua más arriba. Duró la faena bastante, en términos que no se pudo hasta el 10, domingo de pascua florida, dar principio al acometimiento contra el francés; lo que tampoco ni aun entonces era muy hacedero, fortalecido y atrincherado el mariscal Soult en Tolosa y sus alrededores. [Marginal: Tolosa y su estado de defensa.] Ciudad aquella de 60.000 almas, capital del antiguo Languedoc y ahora del departamento del Garona superior (Haute-Garonne), asiéntase a la derecha del río de este nombre que corre por el ocaso, quedando a la izquierda el arrabal de Saint Cyprien, que comunica con lo interior de la población por medio de un puente de piedra que apellidaban Nuevo. Rodea a Tolosa del lado del norte y este el famoso canal de Languedoc, llamado también del Mediodía o de Ambos mares, el cual desemboca en el Garona a mil toesas de la ciudad, si bien enlazado ya antes con el mismo río por el canal de Brienne, dicho así del nombre del cardenal que le construyó para facilitar la navegación; interrumpida la del Garona con las represas de las aceñas o molinos harineros de Bazacle, que se divisan más abajo del puente de piedra. De manera que, excepto por el mediodía, circundan a Tolosa por las demás partes ríos y canales que la protegen, y retardan cualquiera tentativa dirigida contra sus muros. A estas defensas que pudieran mirarse como naturales, agregábanse otras levantadas por el arte, ya en tiempos antiguos, ya en los recientes. Entre las primeras contábanse las murallas viejas, espesas y torreadas, que todavía en pie abrazaban entonces casi todo el recinto. Comenzáronse a construir las segundas después de la batalla de Orthez y de la entrada en Tolosa del mariscal Soult. Consistían estas por el lado de Saint Cyprien en una cabeza de puente y en obras que ceñían el arrabal, apoyándose a derecha e izquierda en el Garona. Pusieron los enemigos particular conato en fortalecer este punto, creyendo sería por donde intentasen los aliados su principal acometimiento. Pero luego que advirtieron lo contrario, afanáronse por aumentar y fortalecer las defensas de la derecha del Garona. Por tanto ampararon con obras bien entendidas de campaña los cinco puentes que se divisan en el canal de Languedoc desde el del _Embocadero_ hasta el de _Desmoiselles_, atronerando las casas y almacenes vecinos, lo mismo que la antigua muralla, dispuesta además en muchas partes para recibir artillería de grueso calibre. Unas colinas que se elevan al este de la ciudad y corren paralelamente entre el canal y el río L’Hers, conocidas bajo el nombre de _Montrave_ o del _Calvinet_, fortificáronse con líneas avanzadas, y en especial con cinco reductos, distantes entre sí los más lejanos unas 1200 toesas, sirviéndoles de comunicación por detrás un camino formado de tablones enrasados en lugar de otro resbaladizo y gredoso que retardaba antes el traspaso rápido de la artillería y municiones. Por el sur dispusiéronse y se artillaron varios edificios, trazándose también diversas obras que se daban la mano con las del Calvinet. Se ejecutaron semejantes trabajos en breve tiempo y con admirable presteza, obligados a tomar parte en ellos hasta los habitadores, quienes dolíanse ya de ver convertido en suelo de sangrientas lides el de sus moradas pacíficas: precursores tales preparativos de ruinas y desolación muy triste. Pasaban de 30.000 hombres, sin contar la guardia urbana, los que tenía Soult a sus órdenes, distribuidos como antes en tres grandes trozos bajo el mando de los generales Clauzel, D’Erlon y Reille, y repartidos estos en varias divisiones que se colocaron en torno de la ciudad y en sus fortificaciones y reductos. Excedían mucho a los franceses en número los aliados, bien que no favorecidos como los otros por sus estancias. [Marginal: Batalla de Tolosa.] A las siete de la mañana del 10 de abril trabose la acción anunciada ya, empezando Sir Thomas Picton al frente de la tercera división por arrojar las avanzadas francesas de donde los canales de Languedoc y Brienne se juntan en un mismo álveo, y extendiéndose por su izquierda la división ligera bajo el barón Alten hasta dar con el camino de Albi, paraje destinado al ataque que se reservaba a los españoles. Habíanse estos movido al amanecer y encontrádose en la Croix-Daurade con el mariscal Beresford, quien se desvió allí tirando vía de Montblanc y Montaudran, para encargarse de los acometimientos concertados por aquella parte. Eran el punto principal de la embestida las colinas de Montrave y el Calvinet, en donde los franceses, haciendo cara al L’Hers, aguardaban a los aliados con sereno y fiero ademán. Correspondía a los españoles acometer la izquierda y centro de semejantes estancias, y a los de Beresford la derecha; recayendo por tanto sobre unos y otros el mayor y más importante peso de la batalla. Marcharon con bizarría suma al ataque las divisiones españolas cuarta y provisional, regidas por Don José Ezpeleta y Don Antonio Garcés de Marcilla. Asistía también allí el general en jefe Don Manuel Freire, que llevaba a su lado, haciendo de segundo, a Don Pedro de la Bárcena y asimismo a Don Gabriel de Mendizábal, si bien este solo como voluntario. Fue de furioso ímpetu la primera acometida de los españoles que arrollaron a los franceses, y desalojaron del altozano de la Pujade, delantero de la posición enemiga, la brigada de Saint Paul perteneciente a la división del general Villatte, la cual, estrechada por los nuestros, tuvo que refugiarse en las líneas del reducto _grande_, que era el más robusto de los cinco construidos en las cumbres. Dueños los nuestros de la Pujade, plantaron allí la artillería portuguesa a las órdenes del teniente coronel Arentschild, y dejaron de reserva en el mismo paraje una brigada de la división provisional, manteniéndose detrás la caballería de Ponsonby. La otra brigada y la cuarta división dispusiéronse a proseguir en su avance, esta por la izquierda de la carretera de Albi, aquella en derechura contra dos reductos de los cinco de las colinas, situados en la parte septentrional, a saber; el _grande_ ya nombrado, y el _triangular_, dicho así a causa de su figura. Mientras tanto había ido marchando el mariscal Beresford por el L’Hers arriba con las divisiones cuarta y sexta británicas, del cargo ambas de Sir Lowry Cole y de Sir Enrique Clinton, y continuado hasta el punto por donde debían sus fuerzas ceñir y abrazar la derecha enemiga. Luego que llegó aviso de estar Beresford pronto ya a realizar su ataque, emprendió Don Manuel Freire el suyo en el indicado orden. Aguardábanle fuerzas de Villatte y Harispe, y la división Darmagnac, aquellas en las líneas y reductos, la última emboscada entre estos y el canal, en unas almácigas y jardines, favorecidos los enemigos del terreno y de las fortificaciones, en cuya parte baja colocaron alguna artillería por disposición del general Tirlet, para que rasantes los fuegos causasen mayor estrago en nuestras filas. Metralla horrorosa, granadas, balas inundaron a porfía el campo y esparcieron el destrozo y la muerte por los batallones españoles que, serenos e impávidos, llevando a su cabeza al mismo general Freire, adelantaron sin disparar casi un tiro hasta gallardearse en el escarpe de las primeras obras de los enemigos, titubeantes y próximos a abandonarlas. Era dirigido dicho ataque contra los reductos. El otro de la carretera de Albi, auxiliar suyo, venturoso al comenzar, estrellose después contra fuegos muy vivos y a quemarropa, que de repente descubrieron los enemigos en el puente de Matabiau, conteniendo a los nuestros y haciéndolos vacilar en su marcha. Advirtiolo Soult, y no desaprovechó tan feliz coyuntura, lanzando contra la izquierda de los españoles al general Darmagnac, quien arrancó de su puesto dando una arremetida a la bayoneta que desconcertó a los nuestros, muy acosados ya y oprimidos con mortíferos y cruzados fuegos. Ciaron pues algunos atropelladamente en un principio; pero volvieron luego en sí, por acudir a sostenerlos en su repliegue la brigada española que había quedado de reserva en Pujade, y también algunos cuerpos portugueses de la división ligera del barón Alten, que se corrió hacia nuestro costado derecho, infundiendo tales movimientos respeto a los enemigos y causándoles diversión. Señaláronse entonces entre los nuestros unos cuantos húsares de Cantabria al mando de Don Vicente Sierra, y brilló extraordinariamente el regimiento de tiradores de igual nombre, que se mantuvo firme y denodado bajo los atrincheramientos enemigos hasta que Wellington mismo le mandó retirarse; dando ejemplo su valeroso coronel Don Leonardo Sicilia, quien pagó con la vida su noble y singular arrojo. Muchos y grandes fueron los esfuerzos de los caudillos españoles, y en especial los del general Freire, para contener al soldado e impedirle hacer quiebra en la honra, muchos los del lord Wellington, que voló en persona al sitio del combate acompañado de los generales D. Luis Wimpffen y Don Miguel de Álava, consiguiendo rehacer la hueste y ponerla en estado de despicarse y correr de nuevo a la lid. Pero, ¡ah!, ¡qué de oficiales quedaron allí tendidos por el suelo, o le coloraron con pura y preciosa sangre! Muertos fueron, además de Sicilia, Don Francisco Balanzat, que gobernaba el regimiento de la Corona, Don José Ortega, teniente coronel de estado mayor, y otros varios, contándose entre los heridos a los generales Don Gabriel de Mendizábal y Don José Ezpeleta, como también a Don Pedro Méndez de Vigo y a Don José María Carrillo, jefes los dos de brigada, con muchos más que no nos es dado enumerar, bien que merecedores todos de justa y eterna loa. Afortunadamente reparábase a la sazón tal contratiempo por el lado de Beresford, a quien tocaba embestir la derecha enemiga. Había en efecto empezado este mariscal a desempeñar su encargo con tino y briosamente, acaudillando la cuarta y sexta división británicas del mando de Sir Lowry Cole y de Sir Enrique Clinton, cuyos soldados, formados en tres líneas, marchaban como hombres de alto pecho, sin que los detuviese ni el fuego violentísimo del cañón francés ni lo perdido de la campiña, llena en varios parajes con las recientes lluvias de marjales y ciénagas. Enderezose particularmente el general Cole contra la parte extrema de la derecha enemiga y contra el reducto de la _Cepière_ allí colocado, al paso que el general Clinton avanzaba por el frente para cooperar al mismo intento. Sucedieron bien ambos ataques, alojándose los ingleses en las alturas y enseñoreándose del reducto dicho, que guarnecía con un batallón el general Dauture. Pero habiendo dejado los ingleses su artillería en la aldea de Montblanc por causa de los malos caminos, corrió algún tiempo antes de que llegase aquella y pudiesen ellos proseguir adelante; lo que también dio vagar a que reforzase el mariscal Soult su derecha con la división del general Taupin, la cual ya de antes se había aproximado a las colinas para sostener las operaciones que por allí se efectuasen. Vino pues sobre los aliados esta división y vinieron otras tropas, mas todo lo arrolló la disciplina y valor británico, quedando muerto el general Taupin mismo. Acometieron en seguida los ingleses los dos reductos del centro llamados _Les Augustins_ y _Le Colombier_, y entrolos la brigada del general Pack, herido allí. En vano quiso entonces el enemigo recobrar por dos veces el de la _Cepière_, como clave de la posición: viose rechazado siempre, no restándole ya al francés en las colinas sino los dos reductos situados al norte. Hacia ellos se dirigieron los aliados victoriosos, caminando lo largo de las cumbres, y ayudándolos por el frente Don Manuel Freire, seguido de sus divisiones rehechas ya y bien dispuestas. Cedieron los enemigos y abandonaron reductos, atrincheramientos, todas sus obras en fin por aquella parte, y las dejaron en poder de las tropas aliadas, recogiendo solo la artillería que salvaron por un camino hondo que iba al canal. Por su lado el general Picton, al propio tiempo que atacaban los de Beresford la derecha francesa, quiso también probar ventura con la tercera división aliada, tratando de apoderarse del puente doble o _Jumeau_ en el embocadero del canal, y amagar al inmediato llamado de los _Mínimos_. Mas opúsosele y le rechazó el general Berlier, y herido este, Fririon; teniendo que ciar el inglés para evitar terrible fuego de fusilería y artillería que le abrasaba por su frente y flanco, no habiendo guiado aquí a su valor venturosa ni alegre estrella. Distrajo durante la batalla el general Hill con sus fuerzas [en las que se comprendía una brigada de Morillo] al general Reille, que defendía con la división Maransin el arrabal de Saint Cyprien, y le arrojó de las obras exteriores, obligándole a refugiarse dentro de la antigua muralla. A las cuatro de la tarde concluyose la acción, dueños los aliados de las colinas de Montrave o Calvinet, sojuzgada la ciudad con artillería que plantaron en las cumbres. Dio también orden a la misma hora el mariscal Soult al general Clauzel de no insistir en nuevos ataques contra el terreno perdido, y ceñirse a rodear solo con varias divisiones el canal de Ambos mares, escogido para servir entonces como de segunda línea. Fogueáronse, sin embargo, y aun se cañonearon hasta el anochecer por lo más extremo de la derecha francesa algunas tropas de los aliados provocadas a ello por otras de los enemigos. Sangrienta y empeñada lid esta de Tolosa, en la que tuvieron de pérdida los anglo-hispano-portugueses 4714 hombres, a saber: 2124 ingleses, 1983 españoles y 607 portugueses. Presúmese no fue tanta la de los enemigos, abrigados de su posición; contaron, sin embargo, estos entre sus heridos a los generales Harispe, Gasquet, Berlier, Lamorandière, Baurot y Dauture. Los habitantes de Tolosa, amedrantados, ocultáronse al principio en lo más escondido de sus casas; más animosos después, salieron de su retiro y se pusieron a contemplar la batalla desde los tejados y campanarios, adelantándose algunos hasta las líneas; pero suspensos y pendientes todos del progreso y conclusión de una refriega en la que les iba la vida, la hacienda, y quizá la honra. Mal estaban por eso con el mariscal Soult, a quien culpaban de haberlos comprometido y puesto en trance tan riguroso y duro. Han pintado los franceses la acción de Tolosa como victoria suya, y aun esculpídola a fuer de tal hasta en sus monumentos públicos. Pero abandonar muchos lugares, perder las principales estancias, y retirarse al fin cediéndolo todo a los contrarios, nunca se graduará de triunfo sino de descalabro, y descalabro muy funesto para los que le padecieron. Enhorabuena ensalzasen los franceses y aun magnificasen la resistencia y bríos que allí mostraron, grandes por cierto y sobre excelentes, mas no estaba bien en ellos robar glorias ajenas; en ellos que no las necesitan, teniéndolas propias y muy calificadas. [Marginal: Evacúa Soult la ciudad.] En la noche del 11 al 12 de abril desamparó el mariscal Soult a Tolosa, y tomó el camino de Carcasona que le quedaba abierto, y por donde le era dable juntarse con el mariscal Suchet. Dejó en la ciudad heridos, artillería y aprestos militares en grande abundancia. [Marginal: Entran los aliados.] Entraron los aliados el mismo 12 en medio de ruidosísimas aclamaciones de los habitantes que se agolpaban por ver a sus nuevos huéspedes y darles buena acogida, ya por los muchos partidarios y adictos que tenía allí la familia de Borbón, [Marginal: Son bien recibidos.] ya más bien por creerse libres los vecinos de los daños que les hubiera acarreado el continuar de la guerra en derredor de sus muros. [Marginal: Acontecimientos y mudanzas en París.] Por la tarde de aquel día súpose de oficio en Tolosa la entrada el 31 de marzo en París de los aliados del norte. Susurrábase esto ya antes, y se piensa no lo ignoraban los generales de los respectivos ejércitos; por lo que algunos censuráronlos agriamente de haber empeñado acción tan sangrienta en coyuntura semejante, siendo ya inútil cuando iba a terminarse la guerra. Trajeron ahora la noticia el coronel inglés Cook y el coronel francés Saint Simon; el primero encargado particularmente de comunicársela a lord Wellington, el segundo a los mariscales Soult y Suchet. Ni se limitaban las novedades ocurridas a la mera ocupación de la capital de Francia. El senado había establecido allí el 1.º de abril un gobierno provisional, a cuyo frente estaba el príncipe de Talleyrand, [Marginal: Caída de Napoleón.] y desposeído al día siguiente del cetro imperial a Napoleón Bonaparte, quien, abandonado de casi todos sus amigos y secuaces, habíase visto forzado a abdicar la corona en su hijo, y luego a despojarse de ella absolutamente y sin restricción alguna, a nombre suyo y de toda su estirpe; recibiendo, como por merced, para que le sirviese de refugio, la isla de Elba en el Mediterráneo, concesión que llevaba apariencias de estudiada mofa, mas que hubo de costar bien cara meses adelante. Decidió también el senado, en 6 del propio abril, llamar de nuevo al solio de Francia a la familia de los Borbones, y proclamar por rey a Luis XVIII, ausente todavía en Inglaterra; tomando el mando ínterin llegaba este, su hermano el conde de Artois, bajo el título de lugarteniente del reino. Conformáronse con tales mudanzas las potencias invasoras, y aun las aplaudieron y quizá apuntaron. Anunciáronse por la noche en el teatro de Tolosa las noticias traídas de París por los coroneles Cook y Saint Simon, y se celebraron extraordinariamente por los espectadores, muchos en número y muy entusiasmados con la ópera de _Ricardo Corazón de León_, que de intento se escogió aquel día por las arias y pasos que encierra aquella pieza, alusivos a las circunstancias de entonces. Prodigáronse igualmente vítores y palmoteos a lord Wellington que asistía a la representación: que tales, por lo común, son los pueblos en punto de novedades, aunque sean muy en su daño y mengua; si bien aquí los aplausos y loores iban dirigidos más que al general inglés vencedor en tantas lides, al que se consideraba como a restaurador de la paz tan ansiada en Tolosa, y prenda estable y firme del sosiego que en la ciudad reinaba. [Marginal: Otros sucesos militares.] No tardaron los coroneles Cook y Saint Simon en ir al encuentro de los mariscales Soult y Suchet para acabar de desempeñar su comisión y poner término pronto y cumplido a la guerra. Pero primero que continuemos refiriendo lo que en esto ocurrió, nos parece oportuno cerrar antes la narración de los sucesos militares de esta tan prolongada lucha, siendo ya pocos los que nos quedan y no de grande importancia. [Marginal: En Burdeos.] En Burdeos, luego que entraron allí los aliados, preparáronse los parciales de la casa de Borbón a repeler cualquier ataque que intentasen sus contrarios los bonapartistas, recelándose en particular de las fuerzas del general L’Huillier recogido al otro lado de los ríos, y de las del general Decaen, que había formado una división, de orden del emperador, destinada a marchar por Perigueux sobre aquella ciudad. Pero no trataron ambos generales de formalizar cosa alguna, ni se lo permitió Wellington, puesto que al reunir su gente para perseguir a Soult vía de Tarbes y Tolosa, sacó mucha de la que tenía en Burdeos, dejando solo al general Dalhousie con 5000 hombres. Bien es verdad que afirmábase por otro lado y al mismo tiempo la posesión de aquella ciudad, acudiendo el 27 de marzo a la boca del Gironda el almirante Penrose con tres fragatas y varios buques menores, quien penetró río arriba sin pérdida particular ni resistencia empeñada. Coincidió con la expedición marítima una excursión que el general Dalhousie verificó por tierra sobre el Dordoña para espantar al general L’Huillier. Esto, y las maniobras y ataques de los marineros británicos, causaron al enemigo mucho daño, desmantelando fuertes, clavando cañones y ahuyentando o cogiendo barcos, de modo que en 9 de abril estaban despejadas las riberas hasta el castillo de Blaye, cuyo gobernador, el general Merle, no quiso entrar en pactos hasta el 16 de aquel mes, en que se cercioró de lo ocurrido en París. [Marginal: En Bayona.] Supo también luego en Bayona las novedades de esta capital Sir Juan Hope, avisado por el coronel Cook desde Burdeos, pero no las comunicó al gobernador de la plaza, general Thouvenot, por no constarle de oficio. Hízolas sí correr por los puestos avanzados, mas no dieron crédito a ellas los franceses, y antes bien se irritaron ejecutando el 14 una salida bien meditada y fogosa. Fingieron pues atacar del lado de Anglet, y lo verificaron entre Saint Etienne y Saint Bernard, tan de rebate e improvisamente que tomaron varios puestos. Acudió a remediar el mal Sir Juan Hope con su estado mayor; pero sorprendiéronle los enemigos y le rodearon, cogiéndole prisionero después de muerto su caballo y herido él mismo. Al cabo, tornaron los franceses a la plaza y recuperaron los aliados los sitios antes perdidos, teniendo los últimos que deplorar la baja de 600 hombres entre muertos y heridos, además 231 prisioneros. Fue este el último y lamentable suceso militar que ocurrió en Francia por el mediodía. [Marginal: Santoña.] En España habíase dado a partido el 27 de marzo el gobernador francés de Santoña; pero pasando la capitulación a que la aprobase lord Wellington, notando este, al leerla, la cláusula de que los sitiados tornarían a Francia bajo palabra de no tomar las armas durante la presente guerra, negose a ratificar aquella, escarmentado con lo sucedido en Jaca, en donde otorgadas condiciones iguales, quebrantáronlas los franceses luego que pisaron su territorio y se vieron libres. [Marginal: Cataluña.] En Cataluña, al colocarse en Figueras el mariscal Suchet, guardó consigo y en las cercanías la división de Lamarque, poniendo la reserva de Mesclop en la Junquera y Coll de Pertús, y enviando a Perpiñán algunos infantes y caballos, a donde también iba él mismo a veces para tomar, sin alejarse de España, providencias convenientes a la defensa del territorio nativo. El total de combatientes que le quedaban ascendía a 11.327 hombres comprendidos 1088 caballos. Quiso Suchet acrecer el número trayéndose a Figueras 3000 hombres que tenía Robert en Tortosa, y 8000 Habert en Barcelona, lo que pensó sería factible uniéndose el primero al último por medio de una marcha rápida, y abriéndose paso los dos al frente de sus guarniciones respectivas. Mas frustrose al francés su proyecto, no pudiendo Robert menearse, muy observado por los españoles, y viéndose repelido Habert, con pérdida, por Don Pedro Sarsfield, tentado que hubo el 16 de abril una salida de Barcelona, ya que insistiese en llevar a cabo el plan del mariscal Suchet, ya que se animase a ello sabedor de que las tropas anglo-sicilianas al mando de Sir Guillermo Clinton evacuaban la Cataluña de orden de lord Wellington y pasaban a otros puntos. [Marginal: La abandona Suchet.] En los primeros días del mismo abril salió por fin de España el mariscal Suchet como también su ejército, después de haber volado las fortificaciones de Rosas, dirigiendo sus columnas vía de Narbona. Dejó solo guarniciones en Figueras, Hostalrich, Barcelona, Tortosa, Benasque, Murviedro y Peñíscola, cuyas plazas y fuertes bloqueaban los españoles, habiendo perecido en la última el gobernador francés, con su estado mayor y muchos otros, por la explosión de un almacén de pólvora. [Marginal: Conducta de Soult y Suchet con motivo de lo ocurrido en París.] Volvamos ahora a Tolosa. Salieron de allí, según antes empezamos a referir, los coroneles Cook y Saint Simon, y encamináronse a los cuarteles de Soult y Suchet para informarles de las grandes mudanzas y acontecimientos ocurridos, como también para entregarles las órdenes del gobierno provisional establecido en París. No quiso por de pronto someterse el primero a lo que se le ordenaba, manifestando carecían tales nuevas y comunicaciones de la autenticidad debida; y solo añadió que entraría en un armisticio con los aliados, hasta recibir órdenes u avisos del emperador, si lord Wellington convenía en ello. Desechó el inglés la propuesta, creyéndola, por lo menos, intempestiva y fuera de su lugar. Avínose mejor Suchet, pues habiendo reunido los principales jefes de su ejército, decidió de conformidad con ellos reconocer el gobierno provisional de París y someterse a sus mandatos y resoluciones. Al saber el mariscal Soult esta determinación, forzoso le fue ceder y obrar al son de los demás. [Marginal: Conclúyese un armisticio entre Wellington y los mariscales franceses.] Abriéronse en seguida y sin dilación tratos para una suspensión de armas, la cual se concluyó en los días 18 y 19 de abril entre los mariscales Soult y Suchet por una parte, y lord Wellington por otra, como general en jefe de todas las tropas aliadas. Celebráronse para ello dos convenios, exigiéndolo así el mariscal Suchet, que no quería reconocer ninguna supremacía en el otro, tenido por orgulloso y por de predominante condición. En consecuencia cesaron las hostilidades no solo en los ejércitos respectivos, sino también delante de las plazas bloqueadas, debiendo entregarse a los españoles en un breve término las que todavía estuviesen en poder del francés. Finalizó aquí y de este modo la guerra gloriosa de la independencia peninsular, fecunda en acontecimientos varios, y muy instructiva para el militar y hombre de estado: habiéndose combinado en ella las operaciones regulares de sitios, marchas y peleas en los trances descompuestos, repetidos y azarosos de una lucha nacional y, por decirlo así, perdurable. Inmarcesibles lauros cogieron en el prolongado curso de tanto lidiar los diferentes ejércitos que tomaron parte; pero como naciones descollaron en el caso actual, y levantarán por ello siempre su cabeza erguida, Portugal y España, escenario vivo de perseverancia constante. [Marginal: Asuntos políticos.] Mas al propio tiempo que cesaron honrosa y felizmente los estruendos bélicos, crecieron los políticos, cuyo retemblor y zumbido abrieron grietas por donde se atropellaron lástimas y desdichas. Pero necesario es para narrar lo acaecido en el asunto volver atrás y seguir en su viaje al rey Fernando VII a quien dejamos en Gerona con los infantes Don Carlos y Don Antonio. [Marginal: Salen el rey y los infantes de Gerona.] Salieron de esta ciudad S. M. y AA. el 28 de marzo, yendo a Tarragona sin pasar por Barcelona; bien que así en esta plaza como en las demás en que aún se conservaba guarnición francesa, recibieron orden los gobernadores de no cometer hostilidad alguna al paso por ellas o sus cercanías de Fernando VII, y de tributar a S. M. los honores y obsequios que eran debidos a su augusta persona. [Marginal: Llegan a Tarragona y Reus.] De Tarragona trasladáronse el rey y los infantes a Reus, en donde permanecieron el 2 de abril, no indicando nada hasta ahora el rumbo cierto que en lo político tomaría S. M. Generales, autoridades y pueblos habíanse conformado con lo dispuesto por las Cortes, y la familia real y sus consejeros tampoco se desviaban de ello, a lo menos en público. Verdad es que crecían los manejos y ofrecimientos reservados de descontentos y ambiciosos; pero sin difundirse por fuera, ni dar lugar más que a leves rumores y sospechas. Agrandáronse estas aquí en Reus. Según la ruta señalada por la Regencia con arreglo al decreto de 2 de febrero, tenía el rey que continuar su viaje siguiendo la costa del mediterráneo a Valencia, para de allí pasar a Madrid. Estábase en vía de dar cumplimiento a esta providencia, cuando la diputación provincial de Aragón, movida por sí o por sugestión ajena, dirigió a Don José de Palafox, que acompañaba al rey, una exposición gratulatoria pidiendo se dignase S. M. en su tránsito para la capital del reino honrar con su presencia a los zaragozanos, ansiosos de verle y contemplarle de cerca. Accedió Fernando a la súplica, ora que no quisiese este desairar a ciudad tan ilustre y tan merecedora de su particular atención, ora que mirasen sus consejeros aquella coyuntura como muy propicia para comenzar a romper las trabas que los ligaban, molestas en sumo grado y depresivas a su entender de la majestad real. [Marginal: Va el rey a Zaragoza.] Salió el rey de Reus el 3, y por Poblet encaminose a Lérida. Iba ya solo con su hermano Don Carlos, habiéndose quedado en la primera villa el infante Don Antonio, a causa de una indisposición leve y de estar resuelto a tomar en derechura el camino de Valencia. [Marginal: Buen recibo en esta ciudad.] Llegaron el rey y Don Carlos a Zaragoza el 6 de abril, tiempo de Semana santa. Fueron recibidos allí ambos príncipes con indecible amor y entusiasmo, realzado uno y otro por el aparecimiento de Don José de Palafox, ídolo entonces muy reverenciado y querido de los habitadores. Mostrábase S. M. aquí todavía incierto sobre el partido a que se inclinaría en la parte política; pudiendo solo colegirse de algunas palabras que vertió, que no desaprobaba del todo lo que se había hecho durante su ausencia en punto a reformas. Sin embargo, aguijón grande era para que procediese a su antojo la adhesión sin límites que manifestaban los pueblos hacia su persona, y las insinuaciones y consejos extraviados que le venían de varias partes; muy diligentes en esta ocasión los enemigos de novedades, no menos que los descontentos de cualquiera linaje que con ellos se abanderizaban. Partió el rey de Zaragoza el 11, y llegó a Daroca aquel mismo día. [Marginal: Junta en Daroca.] Estrechando el tiempo, afanábanse los que venían con el rey porque se tomase una determinación respecto de la conducta política que convenía se adoptase, celebrando al efecto una junta en la noche del 11, en la que se apareció el conde del Montijo. Fueron de dictamen todos los que allí concurrieron que no jurase el rey la Constitución, excepto solo Don José de Palafox, quien no pudiendo rebatir los argumentos de los demás y apurado ya, llamó en su ayuda a los duques de Frías y de Osuna, que habían acudido a Zaragoza a cumplimentar al rey y le seguían en el viaje. Juzgaba Palafox que su dictamen en la materia se arrimaría al suyo, y le daría gran peso por la elevada clase y riqueza de ambos duques y por su porte desde 1808; habiendo el de Frías, según ya hemos dicho, no desamparado nunca los estandartes de la patria, y expuéstose mucho el de Osuna por haberse fugado de Bayona en aquel año, no queriendo autorizar con su firma los escándalos que a la sazón ocurrían en la misma ciudad. Reunidos pues uno y otro a las personas que se hallaban ya en junta, sentó el de San Carlos la cuestión de si convendría o no que jurase el rey la Constitución. Opinó él mismo que no, mostrándose en especial muy contrario el conde del Montijo, abultando los riesgos y las dificultades que resultarían de la jura. Apartose de este parecer Don José de Palafox y le apoyó el duque de Frías, bien que respetando este los derechos que compitiesen al rey para introducir o efectuar en la Constitución las alteraciones convenientes o necesarias. Anduvo indeciso el de Osuna, separándose todos de la junta sin convenirse en nada; pero acordes en que antes de resolver cosa alguna acerca de semejante cuestión, se congregarían de nuevo. A pesar de eso determinó el rey pocos instantes después, siguiendo el consejo de San Carlos sugerido por el del Montijo, que sin tardanza y en derechura saldría este para Madrid, a fin de calar lo que tratasen allí los liberales, y de disponer los ánimos del pueblo a favor de las resoluciones del rey, cualesquiera que ellas fuesen, o más bien de pervertirlos; en lo que era gran maestro aquel conde, muy ligado siempre con gente pendenciera y bulliciosa. [Marginal: Entrada en Teruel.] Continuando S. M. el viaje a Valencia entró en Teruel el 13, en cuya ciudad, muy afecta a la Constitución, esmeráronse los habitantes en poner entre los ornatos escogidos para el recibimiento del rey, muchos alegóricos al caso, que miró S. M. atentamente y aun aplaudió, amaestrado desde la niñez en la escuela del disimulo. Hasta aquí había acompañado al rey en el viaje el capitán general de Cataluña Don Francisco de Copons y Navia, cuya presencia contuvo bastante a los que intentaban guiar al rey por sendero errado y torcido. Volvió el Don Francisco a su puesto, y con su ausencia no quedó apenas nadie al lado de S. M. de influjo y peso que balancease los consejos desacertados de los que aprisionaban su voluntad o le daban deplorable sesgo. [Marginal: Junta en Segorbe.] El 15 llegaron Fernando y su hermano el infante a Segorbe y multiplicáronse allí las marañas y enredos, arreciando el temporal declarado contra las Cortes. Juntose en aquella ciudad con sus sobrinos el infante Don Antonio, viniendo de Valencia, en donde había entrado el 17 acompañado de Don Pedro Macanaz. Acudieron también a Segorbe el duque del Infantado y Don Pedro Gómez Labrador, procedentes de Madrid; quienes, en unión con Don José de Palafox y los duques de Frías, Osuna y San Carlos celebraron la noche del mismo 15 nuevo consejo, siempre sobre el consabido asunto de si juraría o no el rey la Constitución. No asistió Don Juan Escóiquiz, que se había adelantado a Valencia para avistarse con sus amigos, y sondear por su parte el terreno y los ánimos. Prolongose la reunión aquella noche hasta tarde, y ventilábase ya la cuestión, cuando se presentó como de sorpresa el infante Don Carlos. Frías y Palafox reprodujeron en la junta los dictámenes que dieron en Daroca. También Osuna, pero más flojamente, influido, según se creía, por una dama de quien estaba muy apasionado, la cual muy hosca entonces contra los liberales, amansó después y cayó en opinión opuesta y muy exagerada. Dijo el duque del Infantado; «Aquí no hay más que tres caminos; jurar, no jurar o jurar con restricciones. En cuanto a no jurar participo mucho de los temores del duque de Frías...» dando a entender en lo demás que expresó, aunque no a las claras, que se ladeaba a la última de las tres indicaciones hechas. Se limitó Macanaz a insinuar que tenía ya manifestado su parecer al rey, lo mismo que al infante, sin determinar cuál fuese. Otro tanto repitió San Carlos, perdiendo los estribos al especificar la suya Don Pedro Gómez Labrador, quien en tono alborotado y feroz votó «porque de ningún modo jurase el rey la Constitución, siendo necesario meter en un puño a los liberales...» con otras palabras harto descompuestas, y como de hombre poco cuerdo y muy apasionado. Disolviose no obstante la junta actual como la anterior de Daroca, esto es, sin decidirse nada en ella, pero sí descubriéndose ya cuál sería la resolución final. [Marginal: Entrada del rey en Valencia.] Al día inmediato 16 de abril pasó el rey a la ciudad de Valencia, adonde le habían precedido personas de partidos opuestos y de diversa categoría. Por de pronto, el cardenal arzobispo de Toledo Don Luis de Borbón, presidente de la Regencia, acompañado de Don José Luyando, ministro interino de estado, y de algunas personas de la misma secretaría. También Don Juan Pérez Villamil y Don Miguel de Lardizábal, ambos muy resentidos contra las Cortes y de grande influjo en las resoluciones que se tomaron en Valencia, si bien no tanto el último por la imposibilidad a que le redujo, durante algún tiempo, un vuelco que dio en el camino. [Marginal: El general Elío.] Pero quien más que todos imprimió impulso y determinado rumbo a los negocios, fue el capitán general de Valencia Don Francisco Javier Elío, desafecto a las reformas, y agraviado por lo que de él se dijo en las Cortes y en los diarios después de la segunda acción de Castalla. Habíale también desazonado entonces un acontecimiento ocurrido en aquellos días. Fue, pues, que al llegar a Valencia el infante Don Antonio, pasando aquel a cumplimentar a S. A., pidiole el _santo_ por inadvertencia o de propósito para mostrar su aversión a las disposiciones de las Cortes, estando allí presente el cardenal arzobispo de Borbón. [Marginal: Lo que sucedió con el cardenal Borbón.] Pero apenas había Elío soltarlo semejante palabra, cuando el prelado, tenido por hombre manso y sin hiel, alterose en extremo e increpole de ignorancia en el cumplimiento de su obligación, debiendo saber que a él solo como presidente de la Regencia tenía que dirigirse para pedir el santo. Quedaron todos atónitos de arranque tan inesperado en el cardenal, que no se aplacó sino a ruegos del mismo infante. Callose Elío y aguardó a que llegase el rey para despicarse y tomar venganza. [Marginal: Sale Elío a recibir al rey.] En efecto al aproximarse S. M. le salió al encuentro aquel general, y pronunció un discurso en el que no solo vertió amargas quejas en nombre de los ejércitos, sino que también suplicó al rey empuñase el bastón de general que llevaba, cuya señal de mando [decía Elío] adquiriría con eso valor y fortaleza nueva. [Marginal: Lo mismo al cardenal.] A poco encontrose también S. M. con el cardenal arzobispo cerca de Puzol, e imbuido ya malamente contra la persona de este, recibiole con ceño ofreciéndole la mano para que se la besase. Hay quien dice tardó el cardenal en ceder a semejante insinuación, creyendo se lo prohibía el decreto de las Cortes, y que Fernando le mandó claramente entonces que obedeciese y que le besase la mano; hay quien asienta por el contrario no haberse opuesto S. Ema. a los deseos del rey, no viendo en aquel acto sino una muestra de puro respeto conforme al uso. De todas maneras cosas eran estas que descubrían sobradamente lo que amagaba ya. Entró por fin el rey en Valencia el 16, y al día siguiente pasó a la catedral a dar gracias al Todopoderoso por los beneficios que le dispensaba; presentándole aquella tarde el general Elío la oficialidad del ejército que mandaba, a la cual preguntó estando delante de S. M. «¿Juran VV. sostener al rey en la plenitud de sus derechos?» Respondieron todos: «Sí, juramos.» Y con eso empezó Fernando a ejercer en Valencia la soberanía sin miramiento alguno a lo que las Cortes habían resuelto; envalentonándose los adversarios de las reformas, y desbocándose del todo un papel subversivo que se publicaba en aquella ciudad bajo el título de Lucindo, o Fernandino, obra de un tal Don Justo Pastor Pérez, empleado en rentas decimales. [Marginal: Representación de los diputados llamados Persas.] Tenían íntimo enlace con semejantes pasos y sucesos otras tramas que se urdían en Madrid a fin de empeñar a muchos diputados a que pidiesen ellos mismos la destrucción de las Cortes. Húbolos que tal osaron, principalmente de los que anduvieron mezclados en las marañas de Córdoba con el del Abisbal, y en las de Madrid, cuando quisieron algunos mudar de súbito la Regencia del reino. Hacía cabeza Don Bernardo Mozo Rosales, ya mencionado, quien acordó con otros compañeros suyos elevar a S. M. una representación enderezada al deseado intento. Llevaba esta la fecha de 12 de abril, y era una reseña de todo lo ocurrido en España desde 1808, como también un elogio [*] de [Marginal: (* Ap. n. 24-22.)] «la monarquía absoluta...» [obra decíase en su contexto] «de la razón y de la inteligencia... subordinada a la ley divina...» acabando no obstante por pedirse en ella, «se procediese a celebrar Cortes con la solemnidad y en la forma que se celebraron las antiguas.» Contradicción manifiesta, pero común a los que se extravían, y procuran encubrir sus yerros bajo apariencias falaces. Llevaba la representación por principal mira alentar al rey a no dar su asenso ni aprobación a la nueva ley constitucional, ni tampoco a las otras reformas planteadas en su ausencia. Llamaron en el público a esta representación la de los _Persas_ por comenzar del modo siguiente: «Era costumbre en los antiguos persas...» cláusula que pareció pedantesca y risible, como fuera de su lugar, y propio el nombre de un pueblo que los antiguos tenían por bárbaro, para ser aplicado a los autores de un papel que recordaba tales actos, y sostenía ideas rancias opuestas a las que reinaban en el siglo actual. Fueron pocos los diputados que firmaron en un principio esta representación, creciendo el número hasta el de 69 al derribarse la Constitución; unos por temor, por ambición otros y bastantes por irse al hilo de la corriente del día. Tacharon los desapasionados de muy culpables a los autores y primeros firmantes, pues como colegas faltaron a los miramientos que debían a los otros diputados, y como hombres públicos a sus más sagradas obligaciones; no forzándolos nadie a permanecer en el asiento que ocupaban, ni a dar con su presencia y voto aunque fuese negativo, sello de aprobación y legitimidad, a lo que juzgaban nulo y hasta dañoso al orden social. Más excusables se presentaban los que firmaron después, rendidos al miedo o a flaquezas a que está tan sujeta la humanidad. Desapareció de las Cortes Don Bernardo Mozo Rosales, llevando en persona a Valencia la representación, entre cuyos nombres distinguíase el suyo como el primero de todos. [Marginal: Conducta de los liberales en las Cortes.] Ni por eso se persuadieron en Madrid destruiría de raíz el rey todo lo hecho durante su cautiverio, escuchando S. M. solo a un partido y no sobreponiéndose a los diversos que había en la nación para dominarlos y regirlos sabia y cuerdamente. Confiados en esto y asistidos entonces de intenciones muy puras, permanecieron tranquilos los diputados liberales y sus amigos, no bastando para desengañarlos las noticias cada vez más sombrías que de Valencia llegaban. Por tanto, no provocaron en las Cortes medida alguna con que hacer rostro a repentinos y adversos acontecimientos, ni tampoco se cautelaron contra asechanzas personales que debieron suponer les armarían sus enemigos, implacables y rencorosos. Contentáronse pues con escribir nuevamente al rey dos cartas que no merecieron respuesta, y con ir disponiendo el modo de recibirle y agasajarle a su entrada en Madrid y jura en el salón de Cortes. [Marginal: Se trasladan estas a Doña María de Aragón.] A este propósito decidieron trasladarse del que ocupaban en el teatro de los Caños del Peral a otro construido expresamente, y con mayor comodidad y lujo, en la casa de estudios y convento de Agustinos calzados de Doña María de Aragón, dicho así del nombre de su fundadora, dama de la reina Doña Ana de Austria. Señalose para esta mudanza el 2 de mayo, en que se celebró con gran pompa un aniversario fúnebre en conmemoración de las víctimas [Marginal: Función fúnebre del dos de mayo.] que perecieron en Madrid el año de 1808, en el mismo día; sirviendo así de función inaugural del salón nuevo una muy lúgubre, como para presagiar lo astroso y funesto en el porvenir de aquel sitio, en donde se hundieron luego, y más de una vez, las instituciones generosas y conservadoras de la libertad del estado. [Marginal: Lo que pasa en Valencia.] En Valencia llevaban los acontecimientos traza de precipitarse y correr a su desenlace. Renováronse y se multiplicaron allí los conciliábulos y las juntas muy a las calladas, y no llamando ya a ellas a ninguno de los que tenían fama de inclinarse a opiniones liberales. Concurrieron varios sucesos para tomar luego una determinación decisiva: tales fueron las ofertas del general Elío, la representación de los diputados disidentes, y la caída, en fin, del emperador Napoleón. Antes de esta catástrofe contábanse algunos que titubeaban todavía sobre destruir las Cortes súbitamente y por razón de estado, recelosos de la desunión que resultaría de ello en provecho del enemigo común; mas después nada hubo que los detuviese ya, dando rienda suelta a sus resentimientos y miras ambiciosas. Y, ¡cosa rara!, habiendo sido Napoleón y sus enviados los que aconsejaron primero al rey el aniquilamiento de las Cortes y de la Constitución, debía al parecer su caída producir efecto contrario y afianzar de lleno las instituciones nuevas; pero no fue así, andando como unida con el nombre del emperador francés la suerte y desgracia de España; lo cual se explica reflexionando que el odio y aversión de los antirreformadores contra Bonaparte no tanto pendía de la política interior e inclinaciones despolíticas de este, arregladas en un todo a las de ellos o muy parecidas, como de sus empresas e invasiones exteriores, y de ser él mismo hombre nuevo y de fortuna, hijo de la revolución. A nublado tan oscuro y denso nada tenían que oponer las Cortes en Valencia para prevenirle o disiparle, sino los esfuerzos del cardenal de Borbón y de Don José Luyando, débiles por cierto; pues los que procediesen de su autoridad, nulos eran, habiendo de hecho cesado esta desde la llegada del rey, y pocos los que podían esperarse de su diligencia y buena maña. Uno y otro visitaban al rey con frecuencia, pero limitándose a preguntarle como le iba de salud; hecho lo cual volvíanse en seguida a su posada sin detenerse a más ni dar siquiera por fuera señal alguna de movimiento y vida. Y aunque el cardenal mostró en un principio, según apuntamos, entereza laudable, no le fue posible conservarla faltándole apoyo y estímulo en su ministro, hombre de bien y muy arreglado, pero pobre de espíritu y sin expediente ni salidas en los casos arduos. [Marginal: Se acerca Whittingham a Madrid.] Una indisposición del rey, aquejado de la gota, y el coordinar ciertas medidas previas, retardaron algunos días la ejecución del plan que se meditaba para destruir las Cortes. Era una de ellas acercar a Madrid tropas a devoción de los de Valencia, lo cual se verificó trayendo estas a su frente a Don Santiago Whittingham, quien, jefe en Aragón de la caballería, siguió al rey en su viaje de resultas de habérselo ordenado así S. M. mismo. Llegó Whittingham a Guadalajara el 30 de abril, y habiéndole preguntado el gobierno de la Regencia que por qué venía, respondió que por obedecer disposiciones del rey comunicadas por el general Elío. [Marginal: Conducta del embajador inglés.] El ser Don Santiago súbdito británico, y muy favorecido de aquel, dio ocasión a que creyeran muchos obraba en el caso actual por sugestión del embajador de Inglaterra, Sir Enrique Wellesley, que a la sazón se hallaba en Valencia para cumplimentar al rey. Mas engañáronse: Sir Enrique no aprobó la conducta de aquel general, ni aconsejó ninguna de las medidas que se tomaron en Valencia; disgustábale, es cierto, la Constitución, y como particular hubiera querido se reformase, mas como embajador mantúvose indiferente, y no se declaró en favor de una cosa ni otra, bastantes por sí las pasiones que reinaban entonces, sin ayuda extraña, para trastornar el estado y confundirle. [Marginal: Sale el rey de Valencia.] Dispuesto todo en Valencia según los fines a que se tiraba, salió el rey de aquella ciudad el 5 de mayo, trayendo en su compañía a los infantes Don Carlos y Don Antonio, y escoltando a todos una división del segundo ejército regida por el general en jefe Don Francisco Javier Elío. Venían en la comitiva varios de los que se habían agregado en el camino, y los de Valençay, excepto Don Juan Escóiquiz, que desde Zaragoza ganaba siempre la delantera, haciendo de explorador oficioso. Recibieron al propio tiempo una real orden para regresar a Madrid el cardenal de Borbón y Don José Luyando, ignorando ambos del todo lo que de oculto se trataba; y sin que el último, según obligación más peculiar de su cargo, gastase mucho seso ni aun siquiera en averiguarlo. [Marginal: Lo que ocurre en el camino.] Fue acogido el rey en los pueblos del tránsito con regocijo extremado que rayó casi en frenesí, aunándose todavía para ello los hombres de todas clases y partidos. Enturbiaron sin embargo a veces la universal alegría soldados de Elío y gente apandillada de los antirreformadores, prorrumpiendo en vociferaciones y grita contra las Cortes, y derribando en algunos lugares las lápidas que con el letrero de _Plaza de la Constitución_ se habían colocado en las plazas mayores de cada pueblo, conforme a un decreto promulgado en Cádiz a propuesta del señor Capmany, desacertado en verdad y que sirvió después de pretexto a parcialidades extremas para rebullir y amotinarse en rededor de aquella señal. [Marginal: Diputación de las Cortes para ir a recibir al rey.] Luego que supieron las Cortes que se acercaba el rey a Madrid, nombraron una comisión de su seno para que saliera a recibirle al camino y cumplimentarle. Componíase esta de seis individuos, teniendo a su frente a Don Francisco de la Dueña y Cisneros, obispo de Urgel, de condición algo instable, aunque no propenso a exageraciones ni destemplanzas. Encontró la diputación al rey en la Mancha y en medio del camino mismo, por lo que juzgó oportuno retroceder, para presentar a S. M. en el pueblo inmediato sus obsequiosos respetos y felicitaciones. Mas no lo consiguió, negándose el rey a darle allí audiencia, y mandando a sus individuos que aguardasen en Aranjuez, esquivando así todo contacto o ludimiento con la autoridad representativa, próxima ya a desplomarse, como todas las que se derivaban de ella. Tal había sido la resolución acordada en Valencia, cuyo cumplimiento tuvo ya principio allí donde el rey estaba; mandando S. M. al cardenal de Borbón y a Don José Luyando que se retirasen ambos, yendo el primero destinado a su diócesis de Toledo, y el segundo, como oficial de marina, al departamento de Cartagena. [Marginal: Prenden en Madrid a los regentes, y a varios ministros y diputados.] Casi a la propia sazón llevábanse también a efecto en Madrid providencias semejantes, aunque, si cabe, más inauditas en los anales de España. Fueron pues arrestados en virtud de real orden durante la noche del 10 al 11 de mayo los dos regentes Don Pedro Agar y Don Gabriel Ciscar, los ministros Don Juan Álvarez Guerra y Don Manuel García Herreros, y los diputados de ambas Cortes Don Diego Muñoz Torrero, Don Agustín Argüelles, Don Francisco Martínez de la Rosa, Don Antonio Oliveros, Don Manuel López Cepero, Don José Canga Argüelles, Don Antonio Larrazábal, Don Joaquín Lorenzo Villanueva, Don Miguel Ramos Arispe, Don José Calatrava, Don Francisco Gutiérrez de Terán y Don Dionisio Capaz. Estuvieron en igual caso el literato ilustre Don Manuel José Quintana, y el conde, hoy duque, de Noblejas, con su hermano y otros varios. Procedió a ejecutar estas y otras prisiones Don Francisco Eguía, nombrado al propósito, de antemano y calladamente, por el rey capitán general de Castilla la Nueva; obrando bajo sus órdenes asistidos de mucha tropa y estruendo, con el título de jueces de policía, Don Ignacio Martínez de Villela, Don Antonio Alcalá Galiano, Don Francisco Leiva y Don Jaime Álvarez de Mendieta, diputados a Cortes algunos de ellos en las extraordinarias, y colegas por tanto de varios de los perseguidos. Negose a desempeñar encargo tan criminal y odioso Don José María Puig, magistrado antiguo, a quien ensalzó mucho ahora proceder tan noble como poco imitado. Fueron encerrados los presos en el cuartel de guardias de corps y en otras cárceles de Madrid, metiendo a algunos en calabozos estrechos y fétidos, sin luz ni ventilación, a manera de lo que se usa con forajidos o delincuentes atroces. Continuaron los arrestos en los días sucesivos, y extendiéronse a las provincias de donde fueron traídos a Madrid varios sujetos y diputados esclarecidos, entre ellos Don Juan Nicasio Gallego, acabando por henchirse de hombres inocentes y dignísimos todas las cárceles, en las que de día y noche, sigilosamente y sin guardar formalidad alguna, vaciaban encarnizados enemigos la flor y gloria de España. No pudieron ser habidos a dicha suya los señores Calleja, Díaz del Moral, Don Tomás de Istúriz, Tacón, Rodrigo y conde de Toreno que pasaron a otras naciones. [Marginal: Disolución de las Cortes por orden del rey.] En la misma noche del 10 al 11 de mayo presentose el general Eguía a Don Antonio Joaquín Pérez, diputado americano por la Puebla de los Ángeles y actual presidente de las Cortes, intimándole de orden del rey quedar estas disueltas y acabadas del todo. No opuso Pérez a ello óbice ni reparo alguno, y antes bien créese que obedeció de buena voluntad, estando en el número de los que firmaron la representación de los 69, y en el secreto, según se presumió, de todo lo que ocurría entonces. Una mitra, con que le galardonaron después, dio fuerza a la sospecha concebida de haber procedido de connivencia con los destruidores de las Cortes, y por tanto indigna y culpablemente. [Marginal: Asonadas en Madrid.] Soltáronse en la mañana del 11 los diques a la licencia de la plebe más baja, arrancando esta brutalmente la lápida de la Constitución que arrastró por las calles, lo mismo que varias estatuas simbólicas y ornatos del salón de Cortes. Lanzaban también los amotinados gritos de venganza y muerte contra los liberales y en especial contra los que estaban presos; llevando por objeto los promovedores encrespar las olas populares a punto de que se derramasen dentro de las cárceles, y sofocasen allí en medio de la confusión y ruido a los encerrados en aquellas paredes. Pero malogróseles su feroz intento, que muy somera y no de fondo era la tempestad levantada, como impelida solo por la iniquidad de unos pocos y muy contados. [Marginal: Manifiesto o decreto del 4 de mayo.] Amaneció igualmente en aquel día puesto en las esquinas un manifiesto con título de decreto, firmado de la real mano y refrendado por Don Pedro de Macanaz, que aunque fecho en Valencia, a 4 de mayo, habíase tenido hasta entonces muy reservado y oculto.[*] [Marginal: (* Ap. n. 24-23.)] En su contexto, si bien declaraba S. M. que no juraría la Constitución, y que desaprobaba altamente los actos de las Cortes y la forma que se había dado a estas, afirmaba no menos que aborrecía y detestaba el despotismo, ofreciendo además reunir Cortes y asegurar de un modo duradero y estable la libertad individual y real, y hasta la de la imprenta en los límites que la sana razón prescribía. Mas hacer promesas tan solemnes y de semejante naturaleza a la faz de la nación y del mundo, al propio tiempo que se decretaba subrepticiamente la disolución de las Cortes y que se atropellaban sin miramiento alguno las personas de tantos diputados y hombres ilustres, no parecía sino que era añadir a proceder tan injusto y desapoderado befa descarada y dura. [Marginal: Autores y cooperarios de él.] Asegúrase escribió este manifiesto o decreto Don Juan Pérez Villamil, auxiliado de Don Pedro Gómez Labrador, aunque al cabo riñeron los dos entre sí y descompadraron. Llevó la pluma haciendo de secretario Don Antonio Moreno, ayuda de peluquero que había sido de palacio, y en seguida consejero de hacienda. [Marginal: Reflexiones.] Atropéllanse a la mente reflexiones muchas al contemplar semejantes acontecimientos y sus resultas. Por una parte, muy de lamentar es ver convertido al rey en instrumento ciego de un bando implacable e interesado, haciendo suyas las ofensas y agravios ajenos, y forzado por tanto a entrar en una carrera enmarañada de reacciones y persecución en daño propio y grave perjuicio del estado, y por otra, admira la imprevisión y abandono de las Cortes que dejándose coger como en una red, no tomaron medida alguna ni intentaron parar el golpe que las amenazaba, madrugando primero y anticipándose a sus enemigos. Nacía en el rey semejante conducta de su total ignorancia de las cosas actuales de España, y de aquella inclinación a escuchar errados consejos que se había advertido ya desde el principio de su reinado; y en las Cortes, de inexperiencia y de la buena fe que reinaba entonces entre los reformadores, no imaginándose cabría nunca a su causa ni caería tampoco sobre ellos la suerte y trato que experimentaron, no menos inicuo que poco merecido. Dudamos también, contra el dictamen de muchos, que hubieran podido las Cortes, aun permaneciendo muy unidas, resistir al raudal arrebatado que de Valencia vino sobre ellas. El nombre de Fernando obraba por aquel tiempo en la nación mágicamente; y al sonido suyo y a la voluntad expresa del rey hubiera cedido todo y hubiéronse abatido y humillado hasta los mayores obstáculos. Tampoco era dable contar mucho con los ejércitos. Mantúvose el llamado primero fiel a las Cortes, pero tibio; y declarose en contra el segundo. Empleó en el de reserva de Andalucía juego doble, conforme a costumbre antigua, su jefe el del Abisbal, enviando para cumplimentar al rey a un oficial de graduación con dos felicitaciones muy distintas y en sentido opuesto, llevando encargo de hacer uso de una u otra, según los tiempos y el viento que corriese. Formaron algunos oficiales en el tercer ejército bando o liga contra el príncipe de Anglona, por creerle afecto a las Cortes y sobre todo fiel a sus juramentos; hecho muy vituperable, pero que descubría desavenencia allí en cuanto a opiniones políticas, y por el cual, para decirlo de paso, reprendió ásperamente lord Wellington en Oyarzun a los principales fautores. Hubo, sí, señales más favorables a la causa de las Cortes en el cuarto ejército; mas entre oficiales subalternos, no entre los jefes. De aquellos, abocáronse algunos con su general Don Manuel Freire, fiados en la conocida honradez de este que no desmintió, haciéndoles juiciosas reflexiones acerca de los impedimentos que presentaría la ejecución de la empresa, siendo en su entender el mayor de todos el soldado mismo, de propensión dudosa, [Marginal: (* Ap n. 24-24).] si no contraria a lo que ellos premeditaban.[*] Esto y lo que de súbito se fue agolpando, desvió a todos de proseguir por entonces en el intento de sostener abiertamente a las Cortes y la Constitución. [Marginal: Entrada del rey en Madrid.] Entró el rey en Madrid el 13 de mayo, y si bien quedó en Aranjuez la división del segundo ejército que le había acompañado desde Valencia, acudió por otro lado y al mismo tiempo a la capital la de Don Santiago Whittingham, compuesta de 6000 infantes, 2500 caballos y seis piezas, no tanto para agrandar la pompa en obsequio de la celebridad del día, cuanto para impedir se perturbase la pública tranquilidad. Así sucedió que el mismo Fernando, que en 24 de marzo de 1808 había penetrado por aquellas calles sin escolta y resguardado solo con los pechos de los fieles habitadores, aun en medio de huestes extranjeras poco seguras, tuvo ahora, expulsadas estas y vencidos tantos otros obstáculos, que precaverse y custodiar su persona, como si estuviese circuido de enemigos los más declarados. A tal estrecho le habían conducido hombres que preferían a todo saciar personales venganzas por ofensas que ellos mismos se habían granjeado, queriendo que el rey, a imitación de lo que cuentan de un emperador romano, acabase a la vez [*] y [Marginal: (* Ap n. 24-25.)] de un golpe con lo mejor quizá y más espigado de España. Cruzó Fernando a su entrada el puente de Toledo, y atravesó la puerta de Atocha, yendo después por el Prado y las calles de Alcalá y Carretas hasta hacer pausa en el convento de santo Tomás para adorar, según costumbre de sus antepasados, la imagen depositada allí de nuestra Señora de Atocha. Dirigiose en seguida, por la Plaza mayor y las Platerías, a Palacio, que ocupó de nuevo al cabo de más de seis años de ausencia. Arcos de triunfo y otros festejos embellecían la carrera y le daban realce; no escaseando en ella el clamor, alabanzas y vítores, si bien no con aquel desahogo y universal contentamiento que era de esperar en ocasión tan plausible; lastimado el oído de muchos y quebrantado su corazón con los sollozos y lágrimas de las familias de tantos inocentes, sepultados ahora en oscuros encierros y calabozos. [Marginal: Llegada a la capital de Lord Wellington.] El 24 del mismo mayo hizo también su entrada pública en Madrid, por la puerta de Alcalá, lord Wellington, duque de Ciudad Rodrigo, recibiendo en el tránsito los honores debidos a sus triunfos y elevada clase. Creyose entonces que dado no se tocara al gobierno absoluto restablecido por el rey, al menos cesarían los malos tratos y las persecuciones contra tantos hombres apreciables y dignos, en atención siquiera a la buena correspondencia que habían seguido muchos de ellos con lord Wellington. Mas no fue así, continuando todo en el mismo ser que antes sin la menor variación ni alivio. Cierto que el 5 de junio, víspera de la partida del general inglés para París y Londres, hizo este a S. M. una exposición, que entregó Don Miguel de Álava al duque de San Carlos, muy notable y, según nos han asegurado, llena de prudentes consejos de tolerancia y buena gobernación. Pero los que no consintieron escuchar estos, presente Wellington, menos lo quisieran en ausencia suya y muy lejos ya; traspapelándose la exposición en las secretarías, o haciéndola ciertos individuos perdidiza como cosa de ningún valor. [Marginal: Recompensas que este recibe en su patria.] De Madrid restituyose el general inglés a Londres, donde le confirió S. M. británica el título de duque, con la misma denominación que tenía antes, esto es, la de Wellington. Concediole el parlamento la suma de 300.000 libras esterlinas para que se le comprase un estado correspondiente a su jerarquía; ascendiendo a 17.000 libras también esterlinas lo que le abonaban las arcas públicas por sueldos y otras mercedes. Galardón proporcionado a los muchos y grandes servicios que había hecho a su patria lord Wellington, y digno de una nación esclarecida y poderosa. [Marginal: Evacuación de las plazas que aún conservaba el francés en España.] Entre tanto fuéronse evacuando las plazas que estaban aún en poder del francés, y que debían entregarse a los españoles según los convenios ajustados en Tolosa el 18 y 19 de abril. Rindiose Benasque el 23 del propio mes, aunque a costa de algún fuego y escaramuzas. El 18, 22, 25 y 28 de mayo Tortosa, Murviedro, Peñíscola, Santoña y Barcelona, las dos últimas en un mismo día. El 3 y 4 de junio, Hostalrich y Figueras; quedando con esto del todo libre de enemigos el territorio peninsular. Regresaron también a su patria respectiva los prisioneros de guerra, y los españoles, que bajo el nombre de reos de estado y contra todo derecho y buena razón se había llevado Napoleón a Francia, de los que murieron muchos, rendidos a las fatigas y largo padecer. Fueron también desocupando la Francia sucesivamente las tropas británico-portuguesas y las nuestras. [Marginal: Tratado de paz y amistad con Francia.] Y para complemento, en fin, de todos estos acontecimientos, dio España su accesión en 20 de julio al tratado de paz y amistad que habían concluido los aliados con Francia en 30 de mayo; debiendo en el término de dos meses enviar las potencias respectivas a Viena ministros o embajadores que ventilasen en un congreso los asuntos pendientes y generales de Europa. [Marginal: Ministerio que nombra el rey Fernando.] En principios de mayo había formado el rey Fernando un ministerio que modificó antes de finalizarse el mes, aunque a la cabeza de ambos siempre el duque de San Carlos. Siguiose por uno y otro la política comenzada en Valencia, creciendo cada día más las persecuciones y la intolerancia contra todos los hombres y todos los partidos que no desamaban la luz y buscaban el progreso de la razón; [Marginal: Política errada y reprehensible de estos.] siendo en verdad muy dificultoso, ya que no de todo punto imposible, a los ministros salir del cenagal en que se metieran los primeros y malhadados consejeros que tuvo el rey. Error fatal y culpable, del que todavía nos sentimos y nos sentiremos por largo espacio; pudiendo aplicarse desde entonces a la infeliz España lo que decía un antiguo de los atenienses:[*] [Marginal: (* Ap. n. 24-26.)] «Desorden y torbellino los gobierna, expulsada ha sido toda providencia conservadora.» [Marginal: Cuál hubiera convenido.] Otro rumbo hubiera convenido tomase el rey a su vuelta a España, desoyendo dictámenes apasionados, y adoptando un justo medio entre opiniones extremas. Érale todo hacedero entonces, y hubiérase Fernando colocado con tal proceder junto a los monarcas más gloriosos e insignes que han ocupado el solio español. [Marginal: Conclusión de esta obra.] El trasmitir fielmente a la posteridad los hechos sucesivos de su reinado y sus desastrosas consecuencias, será digna tarea de más elocuente y mejor cortada pluma. Detiénese la nuestra aquí, cansada ya, y no satisfecha de haber acertado a trazar la historia de un periodo, no muy largo en días pero fecundo en sucesos notables, en actos heroicos de valor y constancia, en victorias y descalabros. ¡Quiera el cielo que suministre su lectura provechosos ejemplos de imitación a la juventud española, destinada a sacar a la patria de su actual abatimiento, y a colocarla en el noble y encumbrado lugar, de que la hizo merecedora el indomable empeño con que supo entonces contrarrestar la usurpación extraña, y contribuir tan eficaz y vigorosamente al triunfo de la causa europea! ERRATAS DEL TOMO QUINTO. PÁGINA. LÍNEA. DICE. LÉASE. 23 34 Tismes Fismes 26 29 Dorssenne Dorsenne 27 11 id. id. ibid. 20 Robre Robres 38 15 Corroux Conroux 39 9 de del 40 20 Olctemburgo Oldemburgo 48 31 escepto excepto 64 30 excudaban escudaban 91 21 de diciembre de agosto 102 27 encuentran encontraron 155 26 Oswalet Oswald 170 14 pecuniaria pecuaria 183 7 emplados empleados 189 12 Bardazí Bardají 224 19 secular regular ibid. 29 desembarando desembarazando 226 32 desalentada desatentada 232 33 Plauco Planco 255 20 nueva mera 270 29 Souchet Suchet 297 11 esperimentaron experimentaron 298 1 resistiéronse resintiéronse 315 18 el día 27 el día 21 317 8 desalentadamente desatentadamente 370 26 e intentando y procurando 373 22 acción lord acción. Lord 390 10 entrada entradas 398 23 halagueño halagüeño 400 23 de en APÉNDICE. 13 16 de muy consultar muy de consultar. ALGUNAS ERRATAS de los tomos anteriores y ligeras correcciones que deberán hacerse en aquellos y en este. TOMO TERCERO. PÁGINA. LÍNEA. DICE. LÉASE. 250 6,7y8 «opinión que adquirió «opinión que adquirió crédito con haber crédito con divulgarse después abrazado el después, si bien partido...» falsamente, que había abrazado el partido...» TOMO CUARTO. PÁGINA. LÍNEA. DICE. LÉASE. 302 31 de Santa Clara de la Trinidad 321 11 de Santa Ursula de Corpus Christi 325 28 Rubet Rubert 391 25y26 (Había el Don Miguel (Aludía a creer el orador de Lardizábal sido equivocadamente individuo...) que Don Miguel de Lardizábal había sido individuo...) APÉNDICE. 3 18 prick a prick’ d id. 19 in as pace in a space 4 3 hall civile shall circle id. 4 wrong song id. 14 acri ævi TOMO QUINTO. PÁGINA. LÍNEA. DICE. LÉASE. 225 18 «que ahora, llaman «a traza de los fijos _Blockhaus_, a traza y por lo común de de los fijos y por lo piedra o material, común de piedra o que ahora llaman material: formando» _Blockhaus_: formando» etc. etc. APÉNDICE. Página 31. — _El número 9 debe leerse así:_ Δαρεῖων μὲν οὐχ εἷλε... τὸ δὲ ἅρμα καὶ τὸ τόξον αὐτοῦ λαβὼν ἐπανῆλθε· καί κατέλαβε τοὺς Μακεδόνας τὸν μὲν ἄλλον πλοῦτον ἐκ τοῦ βαρβαρικοῦ στρατοπέδου φέροντας καί ἄγοντας ὑπερβάλλοντα πλήθει, καίπερ εὐζώνων πρὸς τὴν μάχην παραγενομένων καὶ τὰ πλεῖστα τῆς ἀποσκευῆς ἐν Δαμασκῷ καταλιπόντων... (Y más adelante) Μετὰ δὲ τὴν μάχην τὴν ἐν Ἰσσῷ, πέμψας εἰς Δαμασκόν ἔλαβε τὰ χρήματα καὶ τὰς ἀποσκευὰς, καὶ τὰ τέκνα καὶ τὰς γυναῖκας τῶν Περσῶν· καὶ πλεῖστα μὲν ὠφελήθησαν οἱ τῶν Θεσσαλῶν ἱππεῖς... ἐνεπλήσθη δὲ καὶ τὸ λοιπὸν εὐπορίας στρατόπεδον· (Ἀλεξάνδρου) APÉNDICES AL TOMO QUINTO. APÉNDICE DEL LIBRO DECIMONONO. NÚMERO 19-1. Véase la gaceta de la Regencia de 7 de mayo de 1812. NÚMERO 19-2. Véase el Monitor de 7 de marzo de 1814, y el de 3 de enero del mismo año. NÚMERO 19-3. Parte de lord Wellington a Don Miguel Pereyra Forjaz, de 13 de mayo (Gaceta de la Regencia de 9 de junio de 1812). NÚMERO 19-4. Mémorial de Sainte-Hélène, tom. 4.e, 7.me partie. 11 noviembre 1816. Edition in 8.º à Londres 1823. NÚMERO 19-5. Partida 2.ª, tít. 3.º, ley 3.ª APÉNDICE DEL LIBRO VIGÉSIMO. NÚMERO 20-1. Harto conocida es la canción popular que empieza por estos versos: «En el Carpio está Bernardo Y el moro en el Arapil, Como el Tormes va por medio Non se pueden combatir.» &c. NÚMERO 20-2. Los males que en España se han seguido de las mudanzas interesadas o poco meditadas en el valor de la moneda, pueden verse enumeradas con científica puntualidad en el tratado de _Mariana_ intitulado _De monetæ mutatione_. NÚMERO 20-3. En diversas ocasiones en lo antiguo sucedió lo mismo entre nosotros, señaladamente en los reinados de San Fernando, de Alfonso el Sabio, de Enrique II, Juan el II, y sobre todo en el de Enrique IV, sin venir a épocas posteriores. En el último reinado, dice el padre Sáez, con referencia a un anónimo, que fue tal el trastorno y la confusión que resultaron de las alteraciones hechas en el valor de la moneda, «que la vara de paño, que solía valer 200 maravedís, llegó a valer 600, y el marco de plata, que valía 1500, llegó a valer 6000...» (_Demostración histórica del verdadero valor de las monedas por el padre fray Liciniano Sáez_). NÚMERO 20-4. He aquí esta tarifa casi igual a la de 1808, sin más diferencia que la de reducir a ochavos enteros los maravedises y sus quebrados, que expresaba la última. «Las Cortes generales y extraordinarias, en vista de varias representaciones sobre la urgente e indispensable necesidad de que, por las actuales circunstancias, las monedas del intruso rey y las del imperio francés se admitan, así en los pagamentos públicos como en los tratos particulares de todos géneros, decretan: »1.º Se suspenden los efectos de la orden de 4 de abril de 1811, y circular de 16 de julio de 1812, y en consecuencia autorizan por ahora, y entre tanto que sin ningún perjuicio otra cosa se provea, la circulación de la moneda del rey intruso por el valor corriente que a cada pieza se le da, según corresponde con la española. »2.º La de la moneda del imperio francés, conforme al valor con que ha corrido, y expresa el siguiente _Arancel expresivo del valor de la moneda del imperio francés, cuya circulación se autoriza por ahora en España._ MONEDAS DE ORO. Rs. de vn. Ochavos. 1 Napoleón de veinte francos 75 1 idem de cuarenta francos 150 1 Luis de veinticuatro libras tornesas 88 15 1 idem de cuarenta y ocho libras tornesas 177 14 MONEDAS DE PLATA. ¼ de franco 15 ½ de franco 1 14 1 franco 3 12 2 francos 7 8 5 francos 18 12 Pieza de una libra y diez sueldos torneses 5 9 De tres libras tornesas 11 1 Escudo de seis libras tornesas 22 3 »Lo tendrá entendido la Regencia del reino para su cumplimiento, haciéndolo imprimir, publicar y circular. — Dado en Cádiz a tres de septiembre de 1813. — José Miguel Gordoa y Barrios, presidente. — Juan Manuel Subrié, diputado secretario. — Miguel Riesco y Puente, diputado secretario. — A la Regencia del reino.» (_Colección de los decretos y órdenes de las Cortes extraordinarias de Cádiz, tom. 4., pág. 179._) NÚMERO 20-5. La celebridad de Almanzor, sus hazañas y relevantes prendas cuéntanse y se individualizan detenidamente en el capítulo 96 y siguientes de la tan apreciable «_Historia de la dominación de los árabes en España_», _por Don José Antonio Conde, tomo_ 1.º NÚMERO 20-6. Cicer. In C. Verrem actio sec. liber 3.us «De Re frumentaria.» Cap. X. Edictum de judicio in Octuplum. NÚMERO 20-7. Don Antonio Palomino, tomo 3.º Vidas de los Pintores, en la de Bartolomé Murillo. NÚMERO 20-8. Diario de las discusiones y actas de las Cortes extraordinarias de Cádiz, tomo 15, pág. 291. Sesión del 29 de septiembre de 1812. NÚMERO 20-9. Véase la «Gaceta de la Regencia de las Españas de 29 de diciembre de 1812.» NÚMERO 20-10. Véanse estos discursos en el «Diario de las discusiones y actas de las Cortes extraordinarias de Cádiz, tomo 16, pág. 461 y 462. Sesión de 30 de diciembre de 1812.» NÚMERO 20-11. «Las guerras de los Estados Bajos por Don Carlos Coloma.» Lib. 7.º Allí se verá cómo mandaba el duque de Feria durante la ocupación de París por los españoles. NÚMERO 20-12. La Regencia del reino se ha servido expedir el decreto siguiente: D. Fernando VII, por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía Española rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes han decretado lo siguiente: «Las Cortes generales y extraordinarias, constantemente animadas del más vivo deseo de promover en cuanto esté de su parte la pronta expulsión de los injustos y crueles invasores de la Península española, proporcionando para ello a la Regencia del reino todos los recursos y medios que dependen de la potestad legislativa, han tomado en la más seria consideración lo que con fecha de 29 y 31 de diciembre último les ha expuesto la misma sobre un mejor y más terminante arreglo de las facultades y responsabilidad de los generales en jefe de los ejércitos nacionales; y queriendo que sea más eficaz y expedita la cooperación que a dichos generales deban prestar los jefes políticos y ayuntamientos, como los intendentes de los ejércitos y provincias, sin que se confundan sus diferentes funciones, ni se choquen sus providencias, antes bien se facilite y asegure el servicio militar por medidas conformes a la Constitución política de la Monarquía; han venido en decretar y decretan que mientras lo exijan las circunstancias, se observen puntualmente las disposiciones contenidas en los artículos siguientes: 1.º Se autoriza a la Regencia del reino para que pueda nombrar a los generales en jefe de los ejércitos de operaciones capitanes generales de las provincias del distrito, que según crea conveniente asigne a cada uno de estos ejércitos. 2.º En cada provincia de las que compongan el distrito referido habrá un jefe político, el cual, y lo mismo el intendente, alcaldes y ayuntamientos, obedecerán las órdenes que en derechura les comunique el general en jefe del ejército de operaciones en las cosas concernientes al mando de las armas y servicio del mismo ejército, quedándoles libre y expedito el ejercicio de sus facultades en todo lo demás. 3.º Los generales en jefe de los ejércitos de operaciones podrán, siempre que convenga, destacar oficiales para que cuiden de la conservación de algún distrito o provincia de las de la demarcación de su ejército, o para hacer la guerra, en cuyo caso, y en el de que el oficial destacado se introduzca en alguna plaza, cuando sea importante al servicio de la nación, se observará lo prevenido en el artículo 7.º, título 3.º, tratado 7.º de las ordenanzas generales. Los generales en jefe serán responsables por todos sus actos y los de los oficiales que obren bajo sus órdenes. 4.º El general del ejército de reserva de Andalucía podrá ejercer en las provincias de Sevilla, Córdoba y Cádiz, si la Regencia lo estima conveniente, las facultades de capitán general de provincia, con arreglo a ordenanza. Los jefes políticos, intendentes, alcaldes y ayuntamientos de las tres provincias expresadas obedecerán las órdenes que en derechura les comunique el general del referido ejército de reserva en las cosas concernientes al mando de las armas y servicio del mismo ejército, quedándoles libre y expedito el ejercicio de sus facultades en todo lo demás. 5.º En cada ejército de operaciones habrá un intendente general del mismo, cuya autoridad en lo relativo a guerra se extenderá a todas las provincias de la demarcación de aquel ejército, quedándole en esto subordinados los intendentes de ellas con arreglo a la instrucción de 23 de octubre de 1749, y a la real orden de 23 de febrero de 1750. 6.º Consiguiente a este plan, y sin perjuicio de las providencias que la Regencia tome para que desde luego se ponga en ejecución, propondrá la misma a las Cortes la planta de las oficinas de cuenta y razón de intendencias de ejército. 7.º La recaudación e inversión de los fondos de todas las provincias se hará por el orden prescrito en la Constitución, leyes y decretos de las Cortes. 8.º El gobierno asignará sobre el producto de las rentas y contribuciones de las provincias de la demarcación de cada ejército lo que sea necesario para la manutención del mismo, sin perjuicio de que provea a ella con otros fondos en caso de que no basten dichas rentas y contribuciones. 9.º En su consecuencia la Regencia presentará sin demora a las Cortes el presupuesto de los gastos de los ejércitos y el estado de los productos de las rentas y contribuciones de las provincias de la demarcación de cada uno. 10. Los intendentes generales de los ejércitos estarán a las órdenes de sus generales en jefe, con arreglo a los artículos 1 y 2, título 18, tratado 7.º de las ordenanzas generales, en cuanto no se opongan al artículo 353 de la Constitución. 11. Ningún pago, de cualquier clase que sea, para los individuos o gastos de un ejército, se abonará, sin que además de la intervención necesaria, y del visto bueno del intendente, lleve también el del general en jefe, el cual por su parte será responsable de la legitimidad del pago. Lo tendrá entendido la Regencia del reino, y dispondrá lo necesario a su cumplimiento, haciéndolo imprimir, publicar y circular. — Francisco Ciscar, presidente. — Florencio Castillo, diputado secretario. — José María Couto, diputado secretario. — Dado en Cádiz a 6 de enero de 1813. — A la Regencia del reino.» Por tanto mandamos a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquiera clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar el presente decreto en todas sus partes. Tendréislo entendido para su cumplimiento, y dispondréis se imprima, publique y circule. Joaquín de Mosquera y Figueroa. — El duque del Infantado. — Juan Villavicencio. — Ignacio Rodríguez de Rivas. — Juan Pérez Villamil. — En Cádiz, a 7 de enero de 1813. — A Don José María de Carvajal. — _Gaceta de la Regencia de las Españas de 19 de enero de_ 1813. APÉNDICE DEL LIBRO VIGÉSIMO PRIMO. NÚMERO 21-1. Intitúlase esta obra «Memorial y discursos del pleito que las ciudades, villas y lugares de los arzobispados de Burgos y Toledo de Tajo a esta parte, y obispados de Calahorra, Palencia, Osma y Sigüenza tratan en la real Chancillería de Valladolid con el arzobispo, deán y cabildo de la santa iglesia del Señor Santiago, dirigidos a Don Juan Hurtado de Mendoza, duque del Infantado, compuesto por Lázaro González de Acevedo, agente y defensor de los concejos.» _Se imprimió por segunda vez en Madrid, año de 1771._ También son muy de consultar en la materia el «Memorial que el duque de Arcos dirigió a la majestad del señor Don Carlos III», y el «Discurso sobre el voto de Santiago, o sea demostración de la falsedad del privilegio en que se funda»; escrito el último por el licenciado Don Francisco Rodríguez de Ledesma, impreso en Madrid en 1805. NÚMERO 21-2. Diario de las discusiones y actas de las Cortes generales y extraordinarias, tomo 15, pág. 373. NÚMERO 21-3. «Carta del Ilustrísimo señor Don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma, a fr. Diego de la Visitación.» Inserta en las obras de Santa Teresa y en el primer tomo de sus cartas, de la edición de Madrid de 1793. NÚMERO 21-4. Diario de las discusiones y actas de las Cortes generales y extraordinarias, tomo 15. NÚMERO 21-5. «Examen de los delitos de infidelidad a la patria.» Obra publicada sin nombre de autor en Auch, en Francia, año de 1816. Se atribuye generalmente a Don Felix José Reinoso. NÚMERO 21-6. En la obra que acabamos de citar. «Examen de los delitos...» pág. 436. NÚMERO 21-7. Secretaría de Estado. — América. — Año de 1811. — Legajo 2.º NÚMERO 21-8. Secretaría de Estado. — Idem. NÚMERO 21-9. Secretaría de Estado. — Idem. NÚMERO 21-10. Secretaría de Estado. — América. — año de 1812. — Legajo 3.º NÚMERO 21-11. He aquí estas diez bases: 1.ª Cesación de hostilidades, bloqueos y todo otro acto de mutuo detrimento. 2.ª Amnistía, perdón y olvido general de toda ofensa de los americanos a la madre patria, autoridades reconocidas en el país u oficiales suyos en la América. 3.ª Confirmación de los privilegios concedidos ya a las Américas de una completa, justa y libre representación en las Cortes, procediendo desde luego a la elección de sus diputados. 4.ª Libertad de comercio de tal modo modificada, que quede una conveniente preferencia a la madre patria y países a ella pertenecientes. 5.ª Admisión de los naturales de América, indiferentemente con los españoles europeos, a los destinos de virreyes, gobernadores &c. en las Américas. 6.ª Concesión del gobierno interno o provincial, bajo los virreyes o gobernadores, a los cabildos o ayuntamientos, y admisión en estos cuerpos de americanos nativos igualmente que de españoles europeos. 7.ª Reconocimiento por las Américas de fidelidad a Fernando VII, sus herederos y al gobierno que rija en su nombre. 8.ª Reconocimiento de la supremacía del consejo general representativo, o de las Cortes residentes en la Península, concediendo en ellas, como queda dicho, proporcionada parte de representación a los diputados americanos. 9.ª Obligación de determinados socorros y auxilios con que la América deba contribuir a la madre patria. 10. Obligación de la América a cooperar con los aliados en la continuación de la presente guerra contra la Francia. Secretaría de Estado. — América. — Año de 1812. — Legajo 3.º NÚMERO 21-12. Secretaría de Estado. — El mismo año y legajo que en el anterior número. NÚMERO 21-13. Este es el tratado a la letra. — S. M. C. D. Fernando VII, rey de España y de las Indias, y S. M. el emperador de todas las Rusias, igualmente animados del deseo de restablecer y fortificar las antiguas relaciones de amistad que han subsistido entre sus monarquías, han nombrado a este efecto; a saber: de parte de S. M. C, y en su nombre y autoridad el Consejo Supremo de Regencia residente en Cádiz, a Don Francisco de Cea Bermúdez; y S. M. el emperador de todas las Rusias al señor Conde Nicolás de Romanzoff, su canciller del imperio, presidente de su consejo supremo, senador, caballero de las órdenes de San Andrés, de San Alejandro Newsky, de San Wladimir de la primera clase, y de Santa Ana y varias órdenes extranjeras, los cuales, después de haber canjeado sus plenos poderes hallados en buena y debida forma, han acordado lo que sigue: Art. 1.º Habrá entre S. M. el rey de España y de las Indias y S. M. el emperador de todas las Rusias, sus herederos y sucesores, y entre sus monarquías, no solo amistad sino también sincera unión y alianza. 2.º Las dos altas partes contratantes en consecuencia de este empeño se reservan el entenderse sin demora sobre las estipulaciones de esta alianza, y el concertar entre sí todo lo que puede tener conexión con sus intereses recíprocos y con la firme intención en que están de hacer una guerra vigorosa al emperador de los franceses, su enemigo común, y prometen desde ahora vigilar y concurrir sinceramente a todo lo que pueda ser ventajoso a la una o a la otra parte. 3.º S. M. el emperador de todas las Rusias reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas actualmente en Cádiz, como también la Constitución que estas han decretado y sancionado. 4.º Las relaciones de comercio serán restablecidas desde ahora, y favorecidas recíprocamente: las dos altas partes contratantes proveerán los medios de darles todavía mayor extensión. 5.º El presente tratado será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en San Petersburgo en el término de tres meses, contados desde el día de la firma o antes si ser pudiese. En fe de lo cual: Nos, los infrascritos, en virtud de nuestros plenos poderes hemos firmado el presente tratado, y hemos puesto en él los sellos de nuestras armas. Fecho en Weliky-Louky, a 8 (20) de julio del año de gracia mil ochocientos y doce. (L. S.) Francisco de Cea Bermúdez. (L. S.) El Conde Nicolás de Romanzoff. NÚMERO 21-14. El de Suecia es como sigue: En el nombre de la Santísima e indivisible Trinidad. S. M. Don Fernando VII, rey de España y de las Indias, y S. M. el rey de Suecia, igualmente animados del deseo de establecer y asegurar las antiguas relaciones de amistad que ha habido entre sus monarquías, han nombrado para este efecto, a saber: S. M. C., y en su nombre y autoridad la Regencia de España, residente en Cádiz, a Don Pantaleón Moreno y Daoiz, coronel de los ejércitos de S. M. C. y caballero de la orden militar de Santiago de Compostela; y S. M. el rey de Suecia al señor Lorenzo, conde de Engestrom, uno de los señores del reino de Suecia, ministro de Estado y de negocios extranjeros, canciller de la universidad de Lund, caballero comendador de las órdenes del rey, caballero de la orden real de Carlos XIII, gran águila de la legión de honor de Francia; y al señor Gustavo, barón de Weterstedt, canciller de la corte, comendador de la Estrella Polar, uno de los 18 de la academia sueca, los cuales, después de haber canjeado sus plenos poderes hallados en buena y debida forma, han convenido en los artículos siguientes: Art. 1.º Habrá paz y amistad entre S. M. el rey de España y de las Indias, y S. M. el rey de Suecia, sus herederos y sucesores, y entre sus monarquías. Art. 2.º Las dos altas partes contratantes, en consecuencia de la paz y amistad establecidas por el artículo que precede, convendrán ulteriormente en todo lo que pueda tener relación con sus intereses recíprocos. Art. 3.º S. M. el rey de Suecia reconoce por legítimas las Cortes generales y extraordinarias reunidas en Cádiz, así como la Constitución que ellas han decretado y sancionado. Art. 4.º Las relaciones de comercio se establecerán desde este momento, y serán mutuamente favorecidas. Las dos altas partes contratantes pensarán en los medios de darles mayor extensión. Art 5.º El presente tratado será ratificado, y las ratificaciones serán canjeadas en el espacio de tres meses contados desde el día de la firma, o antes si fuese posible. En fe de lo cual nos los infrascritos, en virtud de nuestros plenos poderes, hemos firmado el presente tratado, y hemos puesto en él el sello de nuestras armas. Fecho en Estocolmo, a 19 de marzo del año de gracia de 1813. (L. S.) Pantaleón Moreno y Daoiz. (L. S.) El conde de Engestrom. (L. S.) G. barón de Weterstedt. NÚMERO 21-15. Véase el Diario de las discusiones y actas de las Cortes generales y extraordinarias, tomo 15, página 275. NÚMERO 21-16. Zurita, «Anales de Aragón», libro 20, cap. 65. NÚMERO 21-17. Mariana, «Historia de España», libro 24, capítulo 17. NÚMERO 21-18. Véase la respuesta a Felipe V de los fiscales de Castilla y de Indias D. Melchor de Macanaz y D. Martín Mirabal del año 1714, en donde se insertan las expresiones citadas, que se sacaron de la consulta que hizo una junta en tiempo de Carlos II. NÚMERO 21-19. Véase el volumen intitulado «Discusión del proyecto de decreto sobre el tribunal de la Inquisición», pág. 109. NÚMERO 21-20. Véase en el mismo volumen, pág. 427. NÚMERO 21-21. En el mismo volumen, pág 428. NÚMERO 21-22. Algunas de las reflexiones que aquí ponemos las tomamos, como nos ha sucedido ya en otra ocasión, de un opúsculo que anónimo publicamos en París, en español, a principio del año de 1820, bajo el título de «Noticia de los principales sucesos ocurridos en el gobierno de España desde 1808 hasta 1814.» Se tradujo esta compendiosa producción en francés y otras lenguas de Europa. NÚMERO 21-23. Petición 55 de las Cortes de Valladolid de 1518. — Sandoval, «Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V», libro 3.º, pág. 10. NÚMERO 21-24. Véase el «Memorial de Francisco Martínez de Mata», en el 4.º tomo del «Apéndice a la educación popular», por el conde de Campomanes. NÚMERO 21-25. Inserta esta consulta del Consejo Navarrete en su «Conservación de monarquías.» NÚMERO 21-26. Véase Céspedes, «Historia de Don Felipe IV», capítulo 9, lib. 6.º NÚMERO 21-27. Este cómputo está sacado del «Censo de la población de España del año de 1797», publicado de orden del rey en 1801. Después ha disminuido el número, como puede verse en la memoria del ministro de Gracia y Justicia, fecha en 1.º de marzo de 1822, que fue leída a las Cortes de entonces, y también en los cálculos que se han presentado en las celebradas durante los años de 1834 y 1835, y publicado con motivo de la reforma de regulares decretada en este último año. NÚMERO 21-28. Véase «Diario de las discusiones y actas de las Cortes generales y extraordinarias», tomo 17, pág. 153 y 154. NÚMERO 21-29. C. Velleii Paterculi, «Historia Romana», liber 2.us, cap. 83. «Plancus non judicio recta legendi, neque amore reipublicæ aut Cæsaris... sed _morbo proditor_...» NÚMERO 21-30. Esta nota o representación del nuncio, de 5 de marzo de 1813, forma el número 6.º de documentos del apéndice de su manifiesto, publicado en Madrid en la imprenta de Repullés, año de 1814. NÚMERO 21-31. Diario de las discusiones y actas de las Cortes, tomo 17, pág. 367. NÚMERO 21-32. Este reglamento de 8 de abril se halla en el tomo 4.º de la «Colección de los decretos y órdenes de las Cortes generales y extraordinarias.» NÚMERO 21-33. «Diario de las discusiones y actas de las Cortes», tomo 18, pág. 119, 120 y siguientes. NÚMERO 21-34. Se intitulaba «Instrucción pastoral... al clero y pueblo de sus Diócesis.» Impreso en Mallorca, en casa de Brusi, año de 1813. NÚMERO 21-35. El título de esta singular producción era: «_El sin y el con de Dios para con los hombres; y recíprocamente de los hombres para con Dios, con su sin y con su con._» La publicaba el obispo de Santander bajo el nombre simbólico de _Don Clemente Pastor de la Montaña_. NÚMERO 21-36. Estas cartas, léanse en los números 7.º y 8.º del apéndice al manifiesto ya citado del nuncio. NÚMERO 21-37. Este oficio u orden compone el n.º 10 del apéndice al mismo manifiesto del nuncio. NÚMERO 21-38. «Carta del rey Don Fernando el Católico al Conde de Ribagorza, su virrey en Nápoles, a 22 de mayo de 1508», tomo 1.º del Semanario erudito publicado por Valladares. NÚMERO 21-39. Secretaría de Estado 1812... 1813. — Inglaterra «Precedencia entre los embajadores de España y Rusia.» NÚMERO 21-40. Véase el tomo 1.º de la obra «Recueil des principaux traités... de l’Europe, par Mr. de Martens.» 1762 y 1763, pág. 29 y siguientes. NÚMERO 21-41. En el legajo citado en el número 39 de la Secretaría de Estado se halla esta nota. APÉNDICE DEL LIBRO VIGÉSIMO SEGUNDO. NÚMERO 22-1. Usamos de las expresiones _apresurar la carga_ y _hacer punta de sus tropas_, a imitación de autores nuestros del mejor tiempo. Ha habido quien, poco versado en ellos, se ha imaginado que estas u otras parecidas eran tomadas del francés; pero no es así. _Cargar, dar una carga, apresurar la carga_, modos son de hablar que a menudo han empleado Mariana, Mendoza y otros autores de los más escogidos. Lo mismo sucede con los que más particularmente han escrito sobre el arte de la guerra. Don Bernardino de Mendoza en su «Teórica y práctica de ella», libro impreso en Amberes en 1596, sírvese con frecuencia de las palabras _cargas, cargar_, &c. en vez de _acometidas, acometer_, &c.; y el capitán _Diego de Salazar_, en su obra _de Re Militari_, ya en otra ocasión citada, usa de la frase _hacer una punta de ejército_. Estos autores, y Montero de Espinosa, Urrea, Eguiluz, Londoño, con otros varios que escribieron en tiempo de las campañas de Flandes, seminario de guerreros ilustres, debían ser más estudiados por los que se ocupan en cosas militares y quieren hablar con propiedad de ellas, no oponiéndose las alteraciones que desde entonces ha habido en el arte de la guerra, siempre que haya discernimiento y tino en la elección de las frases y los términos, y en su aplicación. NÚMERO 22-2. «Doctrinal de los caballeros, que hizo e ordenó el mui reverendo señor Don Alonso de Cartagena.» NÚMERO 22-3. «Mémoires du général Hugo», tom. 3.eme, chapitre 32. NÚMERO 22-3. (BIS). El cuadro de _La Escuela del Amor_ está ahora en Londres en el museo que se llama _National Gallery_ en la calle de Pall Mall. Lo vendió en Viena, según nos han informado (junto con el _Ecce Homo_ del mismo autor, procedente del palacio Colonna en Roma), la viuda de Murat al actual marqués de Londonderry, por 11.000 guineas. El de la Oración del Huerto, también del Correggio, que pertenecía al palacio real de Madrid, lo tiene al presente el duque de Wellington. Hay una repetición de este cuadro en _National Gallery_, como igualmente una _Sacra Familia_ del mismo Correggio, que estaba en el citado palacio de Madrid en tiempo de Carlos IV. NÚMERO 22-4. Estos cuadros han sido vendidos en los años últimos por ocho mil libras esterlinas (sobre unos 800.000 reales vellón) a lord Grosvenor, marqués de Westminster, excepto el del _Triunfo de la Religión_, que estaba en el antiguo senado, y se halla colocado ahora en el museo del Louvre. NÚMERO 22-5. «Viaje de España, de Don Antonio Ponz», tom. 1.º, carta 6.ª NÚMERO 22-6. Estos cuadros, con muchos de los objetos extraídos del Gabinete de Historia natural de Madrid, devolviéronse a nuestro gobierno en 1814. Pero como llegase repentinamente Napoleón de la isla de Elba, no hubo tiempo para trasportarlos a España, y desaparecieron por el momento. Repuesto Luis XVIII, ganada que fue la batalla de Waterloo, en el trono de Francia, y hallándose en París de ministro interino de España el general Don Miguel de Álava, presentose a este el marqués de Almenara con deseo de indicarle, como lo verificó, y movido puramente de amor a su patria, el paradero de dichos cuadros y efectos. Reclamolos en consecuencia aquel ministro, y entregáronsele, aunque deteriorados los cuadros y en lamentable estado; motivo por el que juzgó el general Álava ser prudente y aun necesario el que se restaurasen y aun trasladasen de la tabla al lienzo, antes de enviarlos a España, saltando ya la pintura por lo carcomido de la madera. Nuestro gobierno resistiolo algún tiempo; pero cedió a las instancias y justas reflexiones de aquel general, apoyadas en un informe juicioso que le dieron el célebre escultor Canova y los pintores Palmaroli y Benvenuti, que habían a la sazón pasado a París para reclamar y recoger las preciosidades artísticas de Roma y Florencia. Encargose la obra, según apuntamos en el texto, a Mr. Bonnemaison; concluida la cual, remitiéronse los cuadros a España, en donde se hallan ahora, excepto uno de las Venus, que el rey Fernando VII regaló a su aliado el emperador de Rusia. La Regencia del reino ayudada por el celo ilustrado de la real Academia de San Fernando, no cesó desde la primera evacuación de los franceses de Madrid en 1812 de dar providencias que evitasen en lo posible el extravío u ocultación de los cuadros sacados por los franceses o por orden del gobierno intruso, de iglesias, conventos u otros establecimientos públicos. Existen los antecedentes en el archivo de la referida Academia. NÚMERO 22-7. El despojo del archivo de Simancas empezó en 1811, en cuyo año se presentó allí a recoger papeles, para llevárselos a Francia, el archivero del imperio J. Guite. He aquí copia literal de los documentos que lo comprueban. «Real archivo de Simancas. — Con licencia del señor Don Manuel de Ayala y Rosales, secretario del archivo real de Simancas, he sacado yo un libro con cubiertas de pergamino sobre la primera de las cuales en el verso se halla escrito: Libro de la dicha tercera arca, número diecinueve, y será el dicho libro remitido en dicho archivo cuando volveré en Simancas. Hecho en Simancas 25 marzo de 1811. J. Guite. Real archivo de Simancas. — Yo comisario del gobierno francés infraescrito: declaro haber sacado del real archivo de Simancas para llevar en Francia en virtud de la orden de S. E. el ministro de lo interior, comunicada al señor Gobernador del 6.º gobierno, los papeles siguientes: — 1.º Los de Estado del Cubillo bajo. — 2.º Los de las negociaciones de Nápoles, Sicilia y Milán, de la pieza segunda. — 3.º Los del Patronato Real. — 4.º Los del Cubillo alto. — 5.º Siete registros de órdenes y seis legajos de órdenes. — 6.º Tres registros de cédulas de la Emperatriz. — 7.º Cuatro registros de los caballeros de la cuantía. — 8.º Siete legajos de hidalguías. — 9.º Quince legajos de Cortes. — 10. Veintiún libros de Juan de Berzosa. — 11. Las bulas de los obispados y arzobispados de Castilla y León. — 12. La planimetría de Madrid. — 13. Los papeles del Estado misivo con los inventarios correspondientes. De los cuales papeles y inventarios, que van colocados en ciento setenta y dos cajones, el señor Don Manuel de Ayala y Rosales, secretario del dicho archivo, es legítimamente descargado. Hecho en Simancas a 28 de mayo de 1811.» «El infraescrito comisario del gobierno francés, encargado del reconocimiento y transporte de los papeles existentes en el real archivo de Simancas, certifico haber extraído del referido real archivo los legajos que contienen las materias siguientes: — 1.º Todos los legajos que existían en la pieza baja de Estado, concernientes a negociaciones de varias partes de Europa. — 2.º Los libros y registros de la Cancillería del Consejo que había en Aragón. — 3.º Los papeles de la secretaría de la negociación de Cataluña, excepto los intitulados _Cartas_. — 4.º Treinta y siete legajos de mercedes de los reyes Don Juan y Don Enrique. — 5.º Cuatro legajos tocantes a las Cortes de Valencia. Los cuales papeles con sus correspondientes inventarios han sido sacados por mí a consecuencia de orden del Excmo. señor ministro del interior para ser conducidos a Francia. Y para descargo del señor Don Manuel de Ayala, archivero principal del mencionado real archivo de Simancas, le doy la presente certificación que en todo caso le deberá servir de resguardo y recibo, firmada de mi mano, y datada en Simancas a seis de junio de mil ochocientos once. J. Guite.» Devolviéronse a Simancas en 1816 estos papeles, excepto varios documentos importantes que entresacaron en Francia de los mismos legajos, la correspondencia íntegra diplomática con la corte de París, y asimismo los tratados y convenios hechos con su gobierno, con otros que indicamos en el texto, y fueron extraídos del archivo entonces o después. En la carta a Mr. Molé, que sirve de prefacio a _L’Histoire de la Reforme, de la Ligue et du Règne de Henry IV, par Mr. Capefigue_, dánse pormenores curiosos sobre estos despojos, no menos que sobre las contestaciones que en el asunto han mediado entre los gobiernos de España y Francia. También se infiere de la citada obra (tomo 2.º, pág. 80) no haber pasado a Francia, según presume Llorente en su Historia crítica de la Inquisición, (tomo 3., cap. 31., párraf. 181 y 182) la causa del príncipe Don Carlos, sino que la caja de nogal en que se sospechaba estar encerrados los papeles comprensivos de la misma, no contenía más que los autos de la formada a Don Rodrigo Calderón, remitidos a Simancas por orden de Felipe IV en 22 de junio de 1623. Noticia que confirma lo mismo que de palabra hemos oído varias veces a personas respetables de Valladolid. NÚMERO 22-8. Estos cuadros se extrajeron del convento de Fuensaldaña el 11 de abril de 1809, y se trasportaron a Madrid, de donde no salieron hasta el año de 1814, que fueron restituidos a dicho convento. Allí permanecieron encajonados cerca de tres años por carecer la comunidad de medios para ponerlos de nuevo en los altares. Al fin se verificó esto, y se celebró la colocación el 15 de agosto de 1817 a expensas del doctoral de Toledo D. Pedro Nolasco Sánchez Morón. (Noticia dada por la abadesa del convento de Fuensaldaña Sor Josefa de San Felipe Neri en 21 de julio de 1836.) NÚMERO 22-9. Δαρεῖων μὲν οὐχ εἷλε... τὸ δὲ ἅρμα καὶ τὸ τόξον αὐτοῦ λαβὼν ἐπανῆλθε· καί κατέλαβε τοὺς Μακεδόνας τὸν μὲν ἄλλον πλοῦτον ἐκ τοῦ βαρβαρικοῦ στρατοπέδου φέροντας καί ἄγοντας ὑπερβάλλοντα πλήθει, καίπερ εὐζώνων πρὸς τὴν μάχην παραγενομένων καὶ τὰ πλεῖστα τῆς ἀποσκευῆς ἐν Δαμασκῷ καταλιπόντων... (Y más adelante) Μετὰ δὲ τὴν μάχην τὴν ἐν Ἰσσῷ, πέμψας εἰς Δαμασκόν ἔλαβε τὰ χρήματα καὶ τὰς ἀποσκευὰς, καὶ τὰ τέκνα καὶ τὰς γυναῖκας τῶν Περσῶν· καὶ πλεῖστα μὲν ὠφελήθησαν οἱ τῶν Θεσσαλῶν ἱππεῖς... ἐνεπλήσθη δὲ καὶ τὸ λοιπὸν εὐπορίας στρατόπεδον· (Ἀλεξάνδρου) NÚMERO 22-10. «Crónica del rey Don Pedro», por Don Pedro López de Ayala, año 18, desde el cap. 4.º hasta el 14 inclusive: y el «Diccionario geográfico histórico de España», por la Real Academia de la Historia. Secc. 1.ª, tom. 1.º, art. Aríñez. NÚMERO 22-11. «Mémoires du Maréchal Suchet», tom. 2., chap. 18. APÉNDICE DEL LIBRO VIGÉSIMO TERCIO. NÚMERO 23-1. ... «Y al tiempo que quiso hablar (Enrique IV, rey de España) con el rey Luis (de Francia), tenía un bastón en la mano: desembarcado en la orilla y arenal donde el agua podía llegar en la mayor creciente, dijo que allí estaba en lo suyo, y que aquella era la raya dentre Castilla y Francia, y poniendo el pie más adelante, dijo, ahora estoy en España y Francia, y el rey Luis respondió en su lengua: _il est vérité: decís la verdad_.» (Historia general de España, por el padre Juan de Mariana. Lib. 23, cap. 5.º) NÚMERO 23-2. «Some of the officers were more culpable than the troops, for they used no exertions to prevent the outrages which they saw. Lord Wellington, as soon as he was informed of this misconduct, republished his former orders, and accompanied them with a severe reprimand, declaring his determination not to command officers who would not obey his orders, and of sending some of them, who had been thus grossly unmindful of their duty, to England, that their names might be brought under the notice of the Prince Regent.» (History of the peninsular war, by Robert Southey, Esq., vol. 3., Chapter XLV.) NÚMERO 23-3. Véase la gaceta de Vic de 16 de marzo de 1814, en que se hallará inserto el estado que publicó D. Joaquín de Acosta y Montealegre, tesorero del ejército y principado de Cataluña. APÉNDICE DEL LIBRO VIGÉSIMO CUARTO. NÚMERO 24-1. Idea sencilla, por Don Juan Escóiquiz. — Cap. 6.º, página 86. Así esta carta como los demás documentos y conferencias que insertamos en el texto, las hemos copiado sin alteración alguna de la obra de Escóiquiz, a pesar de lo flojo del estilo y sus faltas, sacrificando a la exactitud la belleza y la corrección. NÚMERO 24-2. Idea sencilla, por Don Juan Escóiquiz. — Cap. 6.º, página 89 y siguientes. NÚMERO 24-3. Ibidem, página 95 y siguientes. NÚMERO 24-4. Hemos tenido ya ocasión de hablar en el primer volumen de esta historia de la obra de _Don Juan Escóiquiz_, impresa en Madrid en la imprenta real año de 1814, bajo el título de _Idea sencilla de las razones que motivaron el viaje de el rey D. Fernando VII a Bayona, etc._ — la cual empieza a ser bastante rara. NÚMERO 24-5. Véase la carta del duque de Alba, siendo gobernador de Flandes, a Don Juan de Zúñiga, embajador en Roma, fecha en Amberes a 10 de mayo de 1570. La ha publicado la Academia de la Historia, en el tomo 7.º de sus Memorias. NÚMERO 24-6. En consecuencia de este acuerdo y bajo de estas condiciones se efectuó dicho tratado, y se firmó el día 8 de diciembre en los términos siguientes: «S. M. Católica y el emperador de los franceses, rey de Italia, protector de la Confederación del Rin, y mediador de la Confederación Suiza, igualmente animados del deseo de hacer cesar las hostilidades y de concluir un tratado de paz definitivo entre las dos potencias, han nombrado plenipotenciarios a este efecto, a saber: S. M. Don Fernando a Don José Miguel de Carvajal, duque de San Carlos, conde del Puerto, gran-maestro de postas de Indias, grande de España de primera clase, mayordomo mayor de S. M. C., teniente general de los ejércitos, gentilhombre de cámara con ejercicio, gran cruz y comendador de diferentes órdenes &c., &c., &c. S. M. el emperador y rey a M. Antonio Renato Carlos Mathurin, conde de Laforest, individuo de su Consejo de Estado, gran oficial de la Legión de Honor, gran cruz de la orden imperial de la Reunión &c., &c., &c. Los cuales después de canjear sus plenos poderes respectivos han convenido en los artículos siguientes: ARTÍCULO 1.º »Habrá en lo sucesivo y desde la fecha de la ratificación de este tratado, paz y amistad entre S. M. Fernando VII y sus sucesores, y S. M. el emperador y rey, y sus sucesores. ART. 2.º »Cesarán todas las hostilidades por mar y tierra entre las dos naciones, a saber: en sus posesiones continentales de Europa, inmediatamente después de las ratificaciones de este tratado; quince días después, en los mares que bañan las costas de Europa y África de esta parte del Ecuador; cuarenta después, en los mares de África y América en la otra parte del Ecuador; y tres meses después, en los países y mares situados al este del cabo de Buena Esperanza. ART. 3.º »S. M. el emperador de los franceses, rey de Italia, reconoce a Don Fernando y sus sucesores según el orden de sucesión establecido por las leyes fundamentales de España, como rey de España y de las Indias. ART. 4.º »S. M. el emperador y rey reconoce la integridad del territorio de España, tal cual existía antes de la guerra actual. ART. 5.º »Las provincias y plazas actualmente ocupadas por las tropas francesas, serán entregadas en el estado en que se encuentran a los gobernadores y a las tropas españolas que sean enviadas por el rey. ART. 6.º »S. M. el rey Fernando se obliga por su parte a mantener la integridad del territorio de España, islas, plazas y presidios adyacentes, con especialidad Mahón y Ceuta. Se obliga también a evacuar las provincias, plazas y territorios ocupados por los gobernadores y ejército británico. ART. 7.º »Se hará un convenio militar, entre un comisionado francés y otro español para que simultáneamente se haga la evacuación de las provincias españolas, u ocupadas por los franceses o por los ingleses. ART. 8.º »S. M. C. y S. M. el emperador y rey se obligan recíprocamente a mantener la independencia de sus derechos marítimos, tales como han sido estipulados en el tratado de Utrecht, y como las dos naciones los habían mantenido hasta el año de 1792. ART. 9.º »Todos los españoles adictos al rey José, que le han servido en los empleos civiles o militares, y que le han seguido, volverán a los honores, derechos y prerrogativas de que gozaban: todos los bienes de que hayan sido privados les serán restituidos. Los que quieran permanecer fuera de España, tendrán un término de diez años para vender sus bienes y tomar todas las medidas necesarias a su nuevo domicilio. Les serán conservados sus derechos a las sucesiones que puedan pertenecerles, y podrán disfrutar sus bienes y disponer de ellos sin estar sujetos al derecho del fisco o de retracción, o cualquier otro derecho. ART. 10. »Todas las propiedades muebles o inmuebles, pertenecientes en España a franceses o italianos, les serán restituidas en el estado en que las gozaban antes de la guerra. Todas las propiedades secuestradas o confiscadas en Francia o en Italia a los españoles, antes de la guerra, les serán también restituidas. Se nombrarán por ambas partes comisarios que arreglarán todas las cuestiones contenciosas que puedan suscitarse o sobrevenir entre franceses, italianos o españoles, ya por discusiones de intereses anteriores a la guerra, ya por los que haya habido después de ella. ART. 11. »Los prisioneros hechos de una y otra parte serán devueltos, ya se hallen en los depósitos, ya en cualquiera otro paraje, o ya hayan tomado partido; a menos que inmediatamente después de la paz no declaren ante un comisario de su nación, que quieren continuar al servicio de la potencia a quien sirven. ART. 12. »La guarnición de Pamplona, los prisioneros de Cádiz, de la Coruña, de las islas del Mediterráneo, y los de cualquier otro depósito que hayan sitio entregados a los ingleses, serán igualmente devueltos, ya estén en España, o ya hayan sido enviados a América. ART. 13. »S. M. Fernando VII se obliga igualmente a hacer pagar al rey Carlos IV y a la reina su esposa, la cantidad de treinta millones de reales, que será satisfecha puntualmente por cuartas partes de tres en tres meses. A la muerte del rey, dos millones de francos formarán la viudedad de la reina. Todos los españoles que estén a su servicio tendrán la libertad de residir fuera del territorio español todo el tiempo que SS. MM. lo juzguen conveniente. ART. 14. »Se concluirá un tratado de comercio entre amabas potencias, y hasta tanto sus relaciones comerciales quedarán bajo el mismo pie que antes de la guerra de 1792. ART. 15. »La ratificación de este tratado se verificará en París en el término de un mes, o antes si fuere posible. »Fecho y firmado en Valençay, a 11 de diciembre de 1813. — El duque de San Carlos. — El conde de Laforest.» NÚMERO 24-7. Carta autógrafa de Fernando VII al duque de San Carlos. «Duque de San Carlos, mi primo: »Deseando que cesen, las hostilidades, y concurrir al establecimiento de una paz sólida y duradera entre la España y la Francia, y habiéndome hecho proposiciones de paz el emperador de los franceses, rey de Italia, por la íntima confianza que hago de vuestra fidelidad, os doy pleno y absoluto poder, y encargo especial, para que en nuestro nombre tratéis, concluyáis y firméis con el plenipotenciario nombrado para este efecto por S. M. I. y R. el emperador de los franceses y rey de Italia, tales tratados, artículos, convenios u otros actos que juzguéis convenientes, prometiendo cumplir y ejecutar puntualmente todo lo que vos, como plenipotenciario, prometáis y firméis en virtud de este poder, y de hacer expedir las ratificaciones en buena forma, a fin de que sean canjeadas en el término que se conviniere. — En Valençay, a 4 de diciembre de 1813. — Fernando.» NÚMERO 24-8. Idea sencilla por Don Juan Escóiquiz. Cap. 6.º, pág. 109. NÚMERO 24-9. Idem, idem, pág. 110. NÚMERO 24-10. Don Juan Amézaga, de cuyo mal proceder hemos hablado ya en el tomo tercero de nuestra historia con motivo de la comisión del barón de Kolly, y a quien también censura severamente Escóiquiz en su citada obra (pág. 82), a pesar de los vínculos de parentesco que unían a entrambos, tuvo la imprudencia de regresar a España al volver el rey a ocupar el trono. Preso, púsosele en juicio; y acusado de culpables manejos durante la residencia del rey en Valençay, viose condenado a muerte por la audiencia de Zaragoza, en cuya consecuencia, y de haber perdido Amézaga la esperanza de obtener perdón de la clemencia real, suicidose con una navaja de afeitar en la cárcel en donde estaba. NÚMERO 24-11. En el año de 1815, Tassin y Duclerc pidieron que se les indemnizase, amenazando, si no, publicar la cartas que decían tener del rey con otras anécdotas suyas y de los infantes en Valençay. Don Miguel de Álava, a la sazón ministro plenipotenciario de España en París, escribió al rey con este motivo, y le envió una carta de Tassin. S. M. contestó al primero diciéndole entre otras cosas «que las cartas fueron fabricadas por quien tendría interés en ello, y con el objeto que él se sabría»; lo cual hizo sospechar que todo había sido intrigas y amaños de Amézaga. Sin embargo, insistieron aquellos agentes en sus reclamaciones, bajo los embajadores conde de Peralada y duque de Fernán Núñez; y se les dio en tiempo del último para acallarlos doscientos mil o más francos en cambio de los papeles que tenían y entregaron. Esto y el tono insolente de las demandas aumentó los recelos anteriores de que mano más alta que la de Amézaga había tomado también parte en la correspondencia. NÚMERO 24-12. Instrucción dada por S. M. el señor Don Fernando VII a Don José Palafox y Melci. «La copia que se os entrega de la instrucción dada al duque de San Carlos os manifestará con claridad su comisión, a cuyo feliz éxito deberéis contribuir, obrando de acuerdo con dicho duque en todo aquello que necesite vuestra asistencia, sin separaros en cosa alguna de su dictamen, como que lo requiere la unidad que debe haber en el asunto de que se trata, y ser el expresado duque el que se halla autorizado por mí. Posteriormente a su salida de aquí, han acaecido algunas novedades en la preparación de la ejecución del tratado que se hallan en la apuntación siguiente. »Téngase presente que inmediatamente después de la ratificación, pueden darse órdenes por la Regencia para una suspensión general de hostilidades; y que los señores mariscales generales en jefe de los ejércitos del emperador accederán por su parte a ella. La humanidad exige que se evite de una y otra parte todo derramamiento de sangre inútil. »Hágase saber que el emperador, queriendo facilitar la pronta ejecución del tratado, ha elegido al señor mariscal duque de la Albufera por su comisario en los términos del artículo séptimo. El señor mariscal ha recibido los plenos poderes necesarios de S. M., a fin de que, así que se verifique la ratificación por la Regencia, se concluya una convención militar relativa a la evacuación de las plazas, tal cual ha sido estipulada en el tratado, con el comisario que puede desde luego enviarle el gobierno español. »Téngase entendido también que la devolución de prisioneros no experimentará ningún retardo, y que dependerá únicamente del gobierno español el acelerarla; en la inteligencia de que el señor mariscal duque de Albufera se halla también encargado de estipular, en la convención militar, que los generales y oficiales podrán restituirse en posta a su país, y que los soldados serán entregados en la frontera hacia Bayona y Perpiñán, a medida que vayan llegando a ella.» »En consecuencia de esta apuntación, la Regencia habrá dado sus órdenes para la suspensión de las hostilidades, y habrá nombrado comisario de su confianza para realizar por su parte el contenido de ella. — Valençay a 23 de diciembre de 1813. — Fernando. — A Don José Palafox.» NÚMERO 24-13. He aquí el texto literal de este decreto de 2 de febrero de 1814. «Deseando las Cortes dar en la actual crisis de Europa un testimonio público y solemne de perseverancia inalterable a los enemigos, de franqueza y buena fe a los aliados, y de amor y confianza a esta nación heroica, como igualmente destruir de un golpe las asechanzas y ardides que pudiese intentar Napoleón, en la apurada situación en que se halla, para introducir en España su pernicioso influjo, dejar amenazada nuestra independencia, alterar nuestras relaciones con las potencias amigas, o sembrar la discordia en esta nación magnánima, unida en defensa de sus derechos y de su legítimo rey el señor Don Fernando VII, han venido en decretar y decretan: 1.º »Conforme al tenor del decreto dado por las Cortes generales y extraordinarias en 1.º de enero de 1811, que se circulará de nuevo a los generales y autoridades que el gobierno juzgare oportuno, no se reconocerá por libre al rey, ni por lo tanto se le prestará obediencia, hasta que en el seno del Congreso nacional preste el juramento prescrito en el artículo 173 de la Constitución. 2.º »Así que los generales de los ejércitos que ocupan las provincias fronterizas, sepan con probabilidad la próxima venida del rey, despacharán un extraordinario ganando horas, para poner en noticia del gobierno cuantas hubiesen adquirido acerca de dicha venida, acompañamiento del rey, tropas nacionales o extranjeras que se dirijan con S. M. hacia la frontera, y demás circunstancias que puedan averiguar concernientes a tan grave asunto, debiendo el gobierno trasladar inmediatamente estas noticias a conocimiento de las Cortes. 3.º »La Regencia dispondrá todo lo conveniente y dará a los generales las instrucciones y órdenes necesarias, a fin de que al llegar el rey a la frontera reciba copia de este decreto, y una carta de la Regencia con la solemnidad debida, que instruya a S. M. del estado de la nación, de sus heroicos sacrificios, y de las resoluciones tomadas por las Cortes para asegurar la independencia nacional y la libertad del monarca. 4.º »No se permitirá que entre con el rey ninguna fuerza armada. En caso que esta intentase penetrar por nuestras fronteras, o las líneas de nuestros ejércitos, será rechazada con arreglo a las leyes de la guerra. 5.º »Si la fuerza armada que acompañare al rey fuere de españoles, los generales en jefe observarán las instrucciones que tuvieren del gobierno, dirigidas a conciliar el alivio de los que hayan padecido la desgraciada suerte de prisioneros, con el orden y seguridad del Estado. 6.º »El general del ejército que tuviese el honor de recibir al rey, le dará de su mismo ejército la tropa correspondiente a su alta dignidad y honores debidos a su real Persona. 7.º »No se permitirá que acompañe al rey ningún extranjero, ni aun en calidad de doméstico o criado. 8.º »No se permitirá que acompañen al rey, ni en su servicio, ni en manera alguna, aquellos españoles que hubiesen obtenido de Napoleón, o de su hermano José, empleo, pensión o condecoración de cualquiera clase que sea, ni los que hayan seguido a los franceses en su retirada. 9.º »Se confía al celo de la Regencia el señalar la ruta que haya de seguir el rey hasta llegar a esta capital, a fin de que en el acompañamiento, servidumbre, honores que se le hagan en el camino, y a su entrada en esta corte, y demás puntos convenientes a este particular, reciba S. M. las muestras de honor y respeto debidos a su dignidad suprema, y al amor que le profesa la nación. 10. »Se autoriza por este decreto al presidente de la Regencia para que, en constando la entrada del rey en territorio español, salga a recibir a S. M. hasta encontrarle y acompañarle a la capital con la correspondiente comitiva. 11. »El presidente de la Regencia presentara a S. M. un ejemplar de la Constitución política de la Monarquía, a fin de que instruido S. M. en ella, pueda prestar con cabal deliberación, y voluntad cumplida el juramento que la Constitución previene. 12. »En cuanto llegue el rey a la capital vendrá en derechura al Congreso a prestar dicho juramento, guardándose en este caso las ceremonias y solemnidades mandadas en el reglamento interior de Cortes. 13. »Acto continuo que preste el rey el juramento prescrito en la Constitución, treinta individuos del Congreso, de ellos dos secretarios, acompañarán a S. M. a palacio, donde formada la Regencia con la debida ceremonia, entregará el gobierno a S. M. conforme a la Constitución y al artículo 2.º del decreto de 4 de septiembre de 1813. La diputación regresará al Congreso a dar cuenta de haberse así ejecutado, quedando en el archivo de Cortes el correspondiente testimonio. 14. »En el mismo día darán las Cortes un decreto con la solemnidad debida, a fin de que llegue a noticia de la nación entera el acto solemne, por el cual y en virtud del juramento prestado, ha sido el rey colocado constitucionalmente en su trono. Este decreto después de leído en las Cortes se pondrá en manos del rey por una diputación igual a la precedente, para que se publique con las mismas formalidades que todos los demás, con arreglo a lo prevenido en el artículo 14 del reglamento interior de Cortes. »Lo tendrá entendido la Regencia del reino para su cumplimiento, y lo hará imprimir, publicar y circular. »Dado en Madrid, a 2 de febrero de 1814. — (Siguen las firmas del presidente y secretarios.) — A la Regencia del reino.» NÚMERO 24-14. Manifiesto de las Cortes a la nación española. Españoles: Vuestros legítimos representantes van a hablaros con la noble franqueza y confianza que aseguran, en las crisis de los estados libres, aquella unión íntima, aquella irresistible fuerza de opinión contra las cuales no son poderosos los embates de la violencia, ni las insidiosas tramas de los tiranos. Fieles depositarias de vuestros derechos, no creerían las Cortes corresponder debidamente a tan augusto encargo si guardaran por más tiempo un secreto que pudiese arriesgar ni remotamente el decoro y honor debidos a la sagrada persona del rey, y la tranquilidad e independencia de la nación; y los que en seis años de dura y sangrienta contienda han peleado con gloria por asegurar su libertad doméstica, y poner a cubierto a la patria de la usurpación extranjera, dignos son, sí, españoles, de saber cumplidamente a donde alcanzan las malas artes y violencias de un tirano execrable, y hasta qué punto puede descansar tranquila una nación cuando velan en su guarda los representantes que ella misma ha elegido. Apenas era posible sospechar que al cabo de tan costosos desengaños intentase todavía Napoleón Bonaparte echar dolosamente un yugo a esta nación heroica, que ha sabido contrastar por resistirle su inmensa fuerza y poderío, y como si hubiéramos podido olvidar el doloroso escarmiento que lloramos por una imprudente confianza en sus palabras pérfidas; como si la inalterable resolución que formamos, guiados como por instinto, a impulso del pundonor y honradez española, osando resistir cuando apenas teníamos derechos que defender, se hubiera debilitado ahora que podemos decir tenemos patria, y que hemos sacado las libres instituciones de nuestros mayores del abandono y olvido en que por nuestro mal yacieran; como si fuéramos menos nobles y constantes, cuando la prosperidad nos brinda, mostrándonos cercanos al glorioso término de tan desigual lucha, que lo fuimos con asombro del mundo y mengua del tirano en los más duros trances de la adversidad, ha osado aún Bonaparte, en el ciego desvarío de su desesperación, lisonjearse con la vana esperanza de sorprender nuestra buena fe con promesas seductoras, y valerse de nuestro amor al legítimo rey para sellar juntamente la esclavitud de su sagrada persona y nuestra vergonzosa servidumbre. Tal ha sido, españoles, su perverso intento, y cuando, merced a tantos y tan señalados triunfos, veíase casi rescatada la patria, y señalaba como el más feliz anuncio de su completa libertad la instalación del Congreso en la ilustre capital de la monarquía, en el mismo día de este fausto acontecimiento, y al dar principio las Cortes a sus importantes tareas, halagadas con la grata esperanza de ver pronto en su seno al cautivo monarca, libertado por la constancia española y el auxilio de los aliados, oyeron con asombro el mensaje que, de orden de la Regencia del reino, les trajo el secretario del despacho de estado acerca de la venida y comisión del duque de san Carlos. No es posible, españoles, describiros el efecto que tan extraordinario suceso produjo en el ánimo de vuestros representantes. Leed esos documentos, colmo de la alevosía de un tirano; consultad vuestro corazón, y al sentir en él aquellos mismos afectos que lo comovieron en mayo de 1808, al experimentar más vivos el amor a vuestro oprimido monarca y el odio a su opresor inicuo, sin poder desahogar ni en quejas ni en imprecaciones la reprimida indignación que más elocuente se muestra en un profundísimo silencio, habréis concebido, aunque débilmente, el estado de vuestros representantes cuando escucharon la amarga relación de los insultos cometidos contra el inocente Fernando, para esclavizar a esta nación magnánima. No le bastaba a Bonaparte burlarse de los pactos, atropellar las leyes, insultar la moral pública; no le bastaba haber cautivado con perfidia a nuestro rey e intentado sojuzgar a la España, que le tendió incauta los brazos como al mejor de sus amigos; no estaba satisfecha su venganza con desolar a esta nación generosa con todas las plagas de la guerra y de la política más corrompida; era menester aún usar todo linaje de violencias para obligar al desvalido rey a estampar su augusto nombre en un tratado vergonzoso; necesitaba todavía presentarnos un concierto celebrado entre una víctima y su verdugo como el medio de concluir una guerra tan funesta a los usurpadores como gloriosa a nuestra patria; deseaba por último lograr por fruto de una grosera trama, y en los momentos en que vacila su usurpado trono, lo que no ha podido conseguir con las armas, cuando a su voz se estremecían los imperios y se veía en riesgo la libertad de Europa. Tan ciego en el delirio de su impotente furor, como desacordado y temerario en los devaneos de su próspera fortuna, no tuvo presente Bonaparte el temple de nuestras almas, ni la firmeza de nuestro carácter, y que si es fácil a su astuta política seducir o corromper a un gabinete o a la turba de cortesanos, son vanas sus asechanzas y arterías contra una nación entera, amaestrada por la desgracia, y que tiene en la libertad de imprenta y en el cuerpo de sus representantes el mejor preservativo contra las demasías de los propios y la ambición de los extraños. Ni aun disfrazar ha sabido Bonaparte el torpe artificio de su política. Estos documentos, sus mal concertadas cláusulas, las fechas, hasta el lenguaje mismo descubren la mano del maligno autor, y al escuchar en boca del augusto Fernando los dolosos consejos de nuestro más cruel enemigo, no hay español alguno a quien se oculte que no es aquella la voz del deseado de los pueblos, la voz que resonó breves días desde el trono de Pelayo; pero que, anunciando leyes benéficas y gratas promesas de justa libertad, nos preservó por siempre de creer acentos suyos los que no se encaminaran a la felicidad y gloria de la nación. El inocente príncipe, compañero de nuestros infortunios, que vio víctima a la patria de su ruinosa alianza con la Francia, no puede querer ahora, bajo este falso título, sellar en este injusto tratado el vasallaje de esta nación heroica, que ha conocido demasiado su dignidad, para volver a ser esclava de voluntad ajena: el virtuoso Fernando no pudo comprar a precio de un tratado infame, ni recibir como merced de su asesino el glorioso título de rey de las Españas; título que su nación le ha rescatado, y que pondrá respetuosa en sus augustas manos, escrito con la sangre de tantas víctimas, y sancionados en él los derechos y obligaciones de un monarca justo. Las torpes sospechas, la deshonrosa ingratitud, no pudieron albergarse ni un momento en el magnánimo corazón de Fernando, y mal pudiera, sin mancharse con este crimen, haber querido obligarse por un pacto libre, a pagar con enemiga y ultrajes los beneficios del generoso aliado, que tanto ha contribuido al sostenimiento de su trono. El padre de los pueblos, al verse redimido por su imitable constancia, ¿deseará volver a su seno rodeado de los verdugos de su nación, de los perjuros que le vendieron, de los que derramaron la sangre de sus propios hermanos, y acogiéndolos bajo su real manto, para librarlos de la justicia nacional, querrá que desde allí insulten impunes y como en triunfo a tantos millares de patriotas, a tantos huérfanos y viudas como clamarán en derredor del solio por justa y tremenda venganza contra los crueles parricidas? ¿o lograrán estos por premio de su traición infame que les devuelvan sus mal adquiridos tesoros las mismas víctimas de su rapacidad, para que vayan a disfrutar tranquila vida en regiones extrañas, al mismo tiempo que, en nuestros desiertos campos, en los solitarios pueblos, en las ciudades abrasadas, no se escuchen sino acentos de miseria y gritos de desesperación? Mengua fuera imaginarlo, infamia consentirlo: ni el virtuoso monarca, ni esta nación heroica se mancharán jamás con tamaña afrenta, y animada la Regencia del reino de los mismos principios que han dado lustre y fama eterna a nuestra célebre revolución, correspondió dignamente a la confianza de las Cortes y de la nación entera, dando por única respuesta a la comisión del duque de San Carlos una respetuosa carta dirigida al señor Don Fernando VII, en que guardando un decoroso silencio acerca del tratado de paz, y manifestando las mayores muestras de sumisión y respeto a tan benigno rey, le habrá llenado de consuelo, al mostrarle que ha sido descubierto el artificio de su opresor, y que con suma previsión y cordura, ya al principiar el aciago año de 1811, dieron las Cortes extraordinarias el más glorioso ejemplo de sabiduría y fortaleza; ejemplo que no ha sido vano, y que mal podríamos olvidar en esta época de ventura, en que la suerte se ha declarado en favor de la libertad y la justicia. Firmes en el propósito de sostenerlas, y satisfechas de la conducta observada por la Regencia del reino, las Cortes aguardaron con circunspección a que el encadenamiento de los sucesos y la precipitación misma del tirano, les dictasen la senda noble y segura que debían seguir en tan críticas circunstancias. Mas llegó muy en breve el término de la incertidumbre: cortos días eran pasados, cuando se presentó de nuevo el secretario del despacho de estado a poner en noticia del congreso de orden de la Regencia los documentos que había traído D. José de Palafox y Melci. Acabose entonces de mostrar abiertamente el malvado designio de Bonaparte. En el estrecho apuro de su situación, aborrecido de su pueblo, abandonado de sus aliados, viendo armadas en contra suya a casi todas las naciones de Europa, no dudó el perverso intentar sembrar la discordia entre las potencias beligerantes, y en los mismos días en que proclamaba a su nación, que aceptaba los preliminares de paz, dictados por sus enemigos, cuando trocaba la insolente jactancia de su orgullo en fingidos y templados deseos de cortar los males que había acarreado a la Francia su desmesurada ambición, intentaba por medio de ese tratado insidioso, arrancado a la fuerza a nuestro cautivo monarca, desunirnos de la causa común de la independencia europea, desconcertar con nuestra deserción el grandioso plan formado por ilustres príncipes, para restablecer en el continente el perdido equilibrio, y arrastrarnos quizá al horroroso extremo de volver las armas contra nuestros fieles aliados, contra los ilustres guerreros que han acudido a nuestra defensa. Pero aún se prometía Bonaparte más delitos y escándalos por fruto de su abominable trama: no se satisfacía con presentar deshonrados ante las demás naciones a los que han sido modelo de virtud y heroísmo: intentaba igualmente que cubriéndose con la apariencia de fieles a su rey, los que primero le abandonaron, los que vendieron a su patria, los que oponiéndose a la libertad de la nación, minan al propio tiempo los cimientos del trono, se declarasen resueltos a sostener como voluntad del cautivo Fernando las malignas sugestiones del robador de su corona, y seduciendo a los incautos, instigando a los débiles, reuniendo bajo el fingido pendón de lealtad a cuantos pudiesen mirar con ceño las nuevas instituciones, encendiesen la guerra civil en esta nación desventurada, para que destrozada y sin alientos, se entregase de grado a cualquier usurpador atrevido. Tan malvados designios no pudieron ocultarse a los representantes de la nación, y seguros de que la franca y noble manifestación hecha por la Regencia del reino a las potencias aliadas les habrá ofrecido nuevos testimonios de la perfidia del común enemigo, y de la firme resolución en que estamos de sostener a todo trance nuestras promesas, y de no dejar las armas hasta asegurar la independencia nacional, y asentar dignamente en el trono al amado monarca, decidieron que era llegado el momento de desplegar la energía y firmeza, dignas de los representantes de una nación libre, las cuales al paso que desbaratasen los planes del tirano, que tanto se apresuraba a realizarlos, y tan mal encubría sus perversos deseos le diesen a conocer que eran inútiles sus maquinaciones, y que tan pundonorosos como leales, sabemos conciliar la más respetuosa obediencia a nuestro rey con la libertad y gloria de la nación. Conseguido este fin apetecido, cerrar para siempre la entrada al pernicioso influjo de la Francia, afianzar más y más los cimientos de la Constitución tan amada de los pueblos, preservar al cautivo monarca, al tiempo de volver a su trono, de los dañados consejos de extranjeros, o de españoles espurios, librar a la nación de cuantos males pudiera temer la imaginación más suspicaz y recelosa, tales fueron los objetos que se propusieron las Cortes al deliberar sobre tan grave asunto, y al acordar el decreto de 2 de febrero del presente año. La Constitución les prestó el fundamento: el célebre decreto de 1.º de enero de 1811 les sirvió de norma, y lo que les faltaba para completar su obra, no lo hallaron en los profundos cálculos de la política, ni en la difícil ciencia de los legisladores, sino en aquellos sentimientos honrados y virtuosos, que animan a todos los hijos de la nación española, en aquellos sentimientos que tan heroicos se mostraron a los principios de nuestra santa insurrección, y que no hemos desmentido en tan prolongada contienda. Ellos dictaron el decreto, ellos adelantaron, de parte de todos los españoles, la sanción más augusta y voluntaria, y si el orgulloso tirano se ha desdeñado de hacer la más leve alusión en el tratado de paz a la sagrada Constitución que ha jurado la nación entera, y que han reconocido los monarcas más poderosos; si, al contrahacer torpemente la voluntad del augusto Fernando, olvidó que este príncipe bondadoso mandó desde su cautiverio que la nación se reuniese en Cortes para labrar su felicidad, ya los representantes de esta nación heroica acaban de proclamar solemnemente que, constantes en sostener el trono de su legítimo monarca, nunca más firme que cuando se apoya en sabias leyes fundamentales, jamás admitirán paces, ni conciertos, ni treguas con quien intenta alevosamente mantener en indecorosa dependencia al augusto rey de las Españas, o menoscabar los derechos que la nación ha rescatado. Amor a la religión, a la constitución y al rey, este sea, españoles, el vínculo indisoluble que enlace a todos los hijos de este vasto imperio, extendido en las cuatro partes del mundo, este el grito de reunión que desconcierte como hasta ahora las más astutas maquinaciones de los tiranos, este en fin el sentimiento incontrastable que anime todos los corazones, que resuene en todos los labios, y que arme el brazo de todos los españoles en los peligros de la patria. Madrid, 19 de febrero de 1814. — Antonio Joaquín Pérez, presidente. — Antonio Díaz, diputado secretario. — José María Gutiérrez de Terán, diputado secretario. NÚMERO 24-15. Restauración de las plazas de Lérida, Mequinenza y castillo de Monzón. — Madrid en la imprenta Real año de 1814. — pág. 12 y 13. NÚMERO 24-16. Podrá verse cuan ciertos fuesen estos planes en la representación que llamaron de los _Persas_, hecha a S. M., y de la que hablaremos después, por muchos de los diputados que tomaron parte en dichas tramas; señaladamente en la página 56 desde donde empieza: «Determinamos por primer paso separar la Regencia...» y acaba, «Dictó la prudencia suspender nuestra deliberación...» Y en la pág. 57 toda ella hasta el fin desde donde dice: «Tratamos de proponer la cesación de la Regencia... y poner al frente del gobierno... a la infanta Doña Carlota Joaquina de Borbón...» NÚMERO 24-17. ...exemplo trahenti perniciem veniens in ævum. (Horatii Carminum, Liber III. 5.) NÚMERO 24-18. Decía S. M. en esta carta fecha en Valencia a 10 de marzo de 1814: «... En cuanto al restablecimiento de las Cortes, de que me habla la Regencia, como a todo lo que puede haberse hecho durante mi ausencia, que sea útil al reino, merecerá mi aprobación, como conforme a mis reales intenciones.» NÚMERO 24-19. «Mémoires du maréchal Suchet», Tom. 2.º, en las notas y documentos correspondientes al cap. 21, pág. 525. NÚMERO 24-20. «Mémoires du maréchal Suchet», tom. 2, pág. 377 y 378. NÚMERO 24-21. Tenía este papel, impreso en Madrid en la imprenta de Ibarra, año de 1814, el título o portada siguiente: «J. (Jesús) M. (María) J. (José). »Representación y manifiesto que algunos diputados a las Cortes ordinarias firmaron en los mayores apuros de su opresión en Madrid, para que la majestad del señor Don Fernando el VII, a la entrada en España de vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus provincias y del remedio que creían oportuno: todo fue presentado a S. M. en Valencia por uno de dichos diputados, y se imprime en cumplimiento de real orden.» NÚMERO 24-22. Decreto de 4 de mayo de 1814. Desde que la divina providencia, por medio de la renuncia espontánea y solemne de mi augusto padre, me puso en el trono de mis mayores, del cual me tenía ya jurado sucesor el reino por sus procuradores juntos en cortes, según fuero y costumbre de la nación española usados de largo tiempo; y desde aquel fausto día que entré en la capital en medio de las más sinceras demostraciones de amor y lealtad, con que el pueblo de Madrid salió a recibirme, imponiendo esta manifestación de su amor a mi real persona a las huestes francesas, que con achaque de amistad se habían adelantado apresuradamente hasta ella, siendo un presagio de lo que un día ejecutaría este heroico pueblo por su rey y por su honra, y dando el ejemplo que noblemente siguieron todos los demás del reino; desde aquel día, pues, puse en mi real ánimo para responder a tan leales sentimientos y satisfacer a las grandes obligaciones en que está un rey para con sus pueblos, dedicar todo mi tiempo al desempeño de tan augustas funciones y a reparar los males a que pudo dar ocasión la perniciosa influencia de un valido, durante el reinado anterior. Mis primeras manifestaciones se dirigieron a la restitución de varios magistrados, y de otras personas a quienes arbitrariamente se había separado de sus destinos; pero la dura situación de las cosas, y la perfidia de Bonaparte, de cuyos crueles efectos quise, pasando a Bayona, preservar a mis pueblos, apenas dieron lugar a más. Reunida allí la real familia, se cometió en toda ella y señaladamente en mi persona un tan atroz atentado, que la historia de las naciones cultas no presenta otro igual, así por sus circunstancias, como por la serie de sucesos que allí pasaron; y violado en lo más alto el sagrado derecho de gentes, fui privado de mi libertad, y de hecho del gobierno de mis reinos, y trasladado a un palacio con mis muy caros hermano y tío, sirviéndonos de decorosa prisión así por espacio de seis años aquella estancia. En medio de esta aflicción siempre estuvo presente a mi memoria el amor y lealtad de mis pueblos, y era gran parte de ella la consideración de los infinitos males a que quedaban expuestos, rodeados de enemigos, casi desprovistos de todo para poder resistirles, sin rey y sin un gobierno de antemano establecido, que pudiese poner en movimiento y reunir a su voz las fuerzas de la nación, y dirigir su impulso, y aprovechar los recursos del estado para combatir las considerables fuerzas que simultáneamente invadieron la Península, y estaban pérfidamente apoderadas de sus principales plazas. En tan lastimoso estado, expedí, en la forma que rodeado de la fuerza lo pude hacer, como el único remedio que quedaba, el decreto de 5 de mayo de 1808, dirigido al consejo de Castilla, y en su defecto a cualquiera chancillería o audiencia que se hallase en libertad, para que se convocasen las Cortes, las cuales únicamente se habían de ocupar por el pronto en proporcionar los arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del reino quedando permanentes para lo demás que pudiese ocurrir; pero este mi real decreto por desgracia no fue conocido entonces, y aunque lo fue después, las provincias proveyeron, luego que llegó a todas la noticia de la cruel escena de Madrid por el jefe de las tropas francesas en el memorable día 2 de mayo, a su gobierno por medio de las juntas que crearon. Acaeció en esto la gloriosa batalla de Bailén; los franceses huyeron hasta Vitoria, y todas las provincias y la capital me aclamaron de nuevo rey de Castilla y León, en la forma en que lo han sido los reyes mis augustos predecesores. Hecho reciente de que las medallas acuñadas por todas partes dan verdadero testimonio, y que han confirmado los pueblos por donde pasé a mi vuelta de Francia con la efusión de sus vivas, que conmovieron la sensibilidad de mi corazón a donde se grabaron para no borrarse jamás. De los diputados que nombraron las juntas se formó la central, quien ejerció en mi real nombre todo el poder de la soberanía desde septiembre de 1808, hasta enero de 1810, en cuyo mes se estableció el primer consejo de Regencia, donde se continuó el ejercicio de aquel poder hasta el día 24 de septiembre del mismo año, en el cual fueron instaladas en la Isla de León las Cortes llamadas generales y extraordinarias, concurriendo al acto del juramento, en que prometieron conservarme todos mis dominios como a su soberano, 104 diputados; a saber: 57 propietarios y 47 suplentes, como consta del acta que certificó el secretario de estado y del despacho de gracia y justicia Don Nicolás María de Sierra. Pero a estas Cortes, convocadas de un modo jamás usado en España, aun en los casos más arduos, y en los tiempos turbulentos de minoridades de reyes, en que ha solido ser más numeroso el concurso de procuradores que en las Cortes comunes y ordinarias, no fueron llamados los estados de nobleza y clero, aunque la junta central lo había mandado, habiéndose ocultado con arte al consejo de Regencia este decreto y también que la junta le había asignado la presidencia de las Cortes, prerrogativa de la soberanía, que no habría dejado la Regencia al arbitrio del congreso, si de él hubiese tenido noticia. Con esto quedó todo a la disposición de las Cortes, las cuales en el mismo día de su instalación y por principio de sus actas, me despojaron de la soberanía, poco antes reconocida por los mismos diputados, atribuyéndola nominalmente a la nación, para apropiársela así ellos mismos, y dar a esta después, sobre tal usurpación, las leyes que quisieron, imponiéndole el yugo de que forzosamente las recibiese en una nueva Constitución, que sin poder de provincia, pueblo ni junta, y sin noticia de las que se decían representadas por los suplentes de España o Indias, establecieron los diputados, y ellos mismos sancionaron y publicaron en 1812. Este primer atentado contra las prerrogativas del trono, abusando del nombre de la nación, fue como la base de los muchos que a este siguieron, y a pesar de la repugnancia de muchos diputados, tal vez del mayor número, fueron adoptados y elevados a leyes que llamaron fundamentales, por medio de la gritería, amenazas y violencias de los que asistían a las galerías de las Cortes con que se imponía y aterraba, y a lo que era verdaderamente obra de una facción, se le revestía del especioso colorido de voluntad general, y por tal se hizo pasar la de unos pocos sediciosos que en Cádiz y después en Madrid ocasionaron a los buenos cuidados y pesadumbres. Estos hechos son tan notorios que apenas hay uno que los ignore, y los mismos diarios de las Cortes dan harto testimonio de todos ellos. Un modo de hacer leyes tan ajeno de la nación española, dio lugar a la alteración de las buenas leyes con que en otro tiempo fue respetada y feliz. A la verdad, casi toda la forma de la antigua Constitución de la monarquía se innovó, y copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia al principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron, no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno popular con un jefe o magistrado, mero ejecutor delegado, que no rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la nación. Con la misma falta de libertad se firmó y juró esta nueva Constitución; y es conocido de todos, no solo lo que pasó con el respetable obispo de Orense, pero también la pena con que a los que no la firmasen y jurasen, se amenazó. Para preparar los ánimos a recibir tamañas novedades, especialmente las respectivas a mi real persona y prerrogativas del trono, se procuró por medio de los papeles públicos, en algunos de los cuales se ocupaban diputados de Cortes, y abusando de la libertad de imprenta establecida por estas, hacer odioso el poderío real, dando a todos los derechos de la majestad el nombre de despotismo, haciendo sinónimos los de rey y déspota, y llamando tiranos a los reyes; al mismo tiempo en que se perseguía a cualquiera que tuviese firmeza para contradecir, o siquiera disentir de este modo de pensar revolucionario y sedicioso, y en todo se aceptó el democratismo, quitando del ejército y armada y de todos los establecimientos, que de largo tiempo habían llevado el título de reales, este nombre, y sustituyendo el de nacionales, con que se lisonjeaba al pueblo, quien a pesar de tan perversas artes conservó con su natural lealtad los buenos sentimientos que siempre formaron su carácter. De todo esto, luego que entré dichosamente en el reino, fui adquiriendo fiel noticia y conocimiento, parte por mis propias observaciones, parte por los papeles públicos, donde hasta estos días con impudencia se derramaron especies tan groseras e infames, acerca de mi venida y de mi carácter, que aun respecto de cualquier otro serían muy graves ofensas, dignas de severa demostración y castigo. Tan inesperados hechos llenaron de amargura mi corazón, y solo fueron parte para templarla las demostraciones de amor de todos los que esperaban mi venida, para que con mi presencia pusiese fin a estos males, y a la opresión en que estaban los que conservaron en su ánimo la memoria de mi persona, y suspiraban por la verdadera felicidad de la patria. Yo os juro y prometo a vosotros, verdaderos y leales españoles, al mismo tiempo que me compadezco de los males que habéis sufrido, no quedaréis defraudados en vuestras nobles esperanzas. Vuestro soberano quiere serlo para vosotros, y en esto coloca su gloria, en serlo de una nación heroica que con hechos inmortales se ha granjeado la admiración de todas y conservado su libertad y su honra. Aborrezco y detesto el despotismo; ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufren ya; ni en España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y constitución lo han autorizado, aunque por desgracia de tiempo en tiempo se hayan visto, como por todas partes y en todo lo que es humano, abusos de poder, que ninguna constitución posible podrá precaver del todo, ni fueron vicios de la que tenía la nación, sino de personas, y efectos de tristes pero muy rara vez vistas circunstancias, que dieron lugar y ocasión a ellos. Todavía para precaverlos cuanto sea dado a la previsión humana, a saber, conservando el decoro de la dignidad real y sus derechos, pues los tiene de suyo, y los que pertenecen a los pueblos que son igualmente inviolables, yo trataré con sus procuradores de España y de las Indias, y en Cortes legítimamente congregadas, compuestas de unos y otros, lo más pronto que restablecido el orden, y los buenos usos en que ha vivido la nación y con su acuerdo han establecido los reyes mis augustos predecesores, las pudiere juntar, se establecerá sólida y legítimamente cuanto convenga al bien de mis reinos para que mis vasallos vivan prósperos y felices en una religión y un imperio estrechamente unidos en indisoluble lazo: en lo cual y en solo esto consiste la felicidad temporal de un rey y un reino que tienen por excelencia el título de Católicos; y desde luego se pondrá mano en preparar y arreglar lo que parezca mejor para la reunión de estas Cortes, donde espero queden afianzadas las bases de la prosperidad de mis súbditos, que habitan en uno y otro hemisferio. La libertad y seguridad individual y real quedarán firmemente aseguradas por medio de leyes, que afianzando la pública tranquilidad y el orden, dejen a todos la saludable libertad, en cuyo goce imperturbable, que distingue a un gobierno moderado de un gobierno arbitrario y despótico, deben vivir los ciudadanos que estén sujetos a él. De esta justa libertad gozarán también todos, para comunicar por medio de la imprenta sus ideas y pensamientos, dentro, a saber, de aquellos límites que la sana razón soberana e independientemente prescribe a todos, para que no degenere en licencia, pues el respeto que se debe a la religión y al gobierno, y el que los hombres mutuamente deben guardar entre sí, en ningún gobierno culto se puede razonablemente permitir que impunemente se atropelle y quebrante. Cesará también toda sospecha de disipación de las rentas del estado, separando la tesorería de lo que se asignare para los gastos que exijan el decoro de mi real persona y familia, y el de la nación a quien tengo la gloria de mandar, de la de las rentas que con acuerdo del reino se impongan, y asignen para la conservación del estado en todos los ramos de su administración: y las leyes que en lo sucesivo hayan de servir de norma para las acciones de mis súbditos, serán establecidas con acuerdo de las Cortes. Por manera que estas bases pueden servir de seguro anuncio de mis reales intenciones en el gobierno de que me voy a encargar, y harán conocer a todos, no un déspota, ni un tirano, sino un rey y un padre de sus vasallos. Por tanto, habiendo oído lo que unánimemente me han informado personas respetables por su celo y conocimientos, y lo que acerca de cuanto aquí se contiene se me ha expuesto en representaciones que de varias partes del reino se me han dirigido, en las cuales se expresa la repugnancia y disgusto con que así la Constitución formada en las Cortes generales y extraordinarias, como los demás establecimientos políticos de nuevo introducidos son mirados en las provincias, y los perjuicios y males que ha venido de ellos, y se aumentarían si yo autorizase con mi consentimiento, y jurase aquella Constitución. Conformándome con tan decididas y generales demostraciones de la voluntad de mis pueblos, y por ser ellas justas y fundadas, declaro que mi real ánimo es no solamente no jurar, ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias, y de las ordinarias actualmente abiertas; a saber: los que sean depresivos de los derechos y prerrogativas de mi soberanía establecidas por la Constitución y las leyes, en que de largo tiempo la nación ha vivido, sino el declarar aquella Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquiera clase y condición, a cumplirlos ni guardarlos. Y como el que quisiere sostenerlos y contradijese esta real declaración, tomada con dicho acuerdo y voluntad, atentaría contra las prerrogativas de mi soberanía y la felicidad de la nación, y causaría turbación y desasosiego en estos mis reinos, declaro reo de lesa majestad a quien tal osare, e intentare, y que como a tal se le imponga pena de la vida, ora lo ejecute de hecho, ora por escrito, ora de palabra moviendo o incitando o de cualquier modo exhortando y persuadiendo a que se guarden y observen dicha Constitución y decretos. Y para que entre tanto se restablece el orden, y lo que antes de las novedades introducidas se observaba en el reino, acerca de lo cual sin pérdida de tiempo se irá proveyendo lo que convenga, no se interrumpa la administración de justicia, es mi voluntad, que entre tanto continúen las justicias ordinarias de los pueblos que se hallan establecidas, los jueces de letras a donde los hubiere y las audiencias, intendentes y demás tribunales de justicia en la administración de ella, y en lo político y gubernativo los ayuntamientos de los pueblos, según de presente están, y entre tanto se establece lo que convenga guardarse, hasta que, oídas las Cortes que llamaré, se asiente el orden estable de esta parte del gobierno del reino. Y desde el día que este mi decreto se publique, y fuere comunicado al presidente que a la sazón lo sea de las Cortes, que actualmente se hallan abiertas, cesarán estas en sus sesiones; y sus actas y las de las anteriores y cuantos expedientes hubiere en su archivo y secretaría o en poder de cualesquiera individuos, se recojan por la persona encargada de la ejecución de este mi real decreto, y se depositen por ahora en la casa de ayuntamiento de la villa de Madrid, cerrando y sellando la pieza donde se coloquen: los libros de su biblioteca se pasarán a la real, y a cualquiera que tratare de impedir la ejecución de esta parte de mi real decreto, de cualquier modo que lo haga, igualmente lo declaro reo de lesa majestad, y que como a tal se le imponga pena de la vida. Y desde aquel día cesará en todos los juzgados del reino el procedimiento en cualquiera causa que se hallare pendiente por infracción de Constitución, y los que por tales causas se hallaren presos o de cualquier modo arrestados, no habiendo otro motivo justo según las leyes, sean inmediatamente puestos en libertad. Que así es mi voluntad por exigirlo todo así el bien y la felicidad de la nación. Dado en Valencia, a 4 de mayo de 1814. — Yo el Rey. — Como secretario del rey con ejercicio de decretos, y habilitado especialmente para este. — Pedro de Macanaz. NÚMERO 24-23. No es ya de nuestra incumbencia hablar de estas causas y persecuciones. Hijas al principio de la iniquidad más insigne, continuaron del mismo modo hasta su terminación, que fue en las más por medio de una providencia gubernativa condenando a presidios y destierros, o encerrando en conventos a varones dignísimos, después de haberlos ajado villanamente, y afligido con todo género de tropelías y molestias. Tres comisiones, escogidas sucesivamente entre los mayores adversarios de los perseguidos, no osaron condenarlos. Ordenó Fernando por sí mismo lo que repugnaron fallar hombres feroces y sedientos de venganza. Necesitaríase la pluma de un Tácito para pintar ciertos rasgos y sucesos de aquel tiempo, dignos en esta parte de ponerse al lado de los de un Tiberio o de un Calígula, y de hacer con ellos buen juego. NÚMERO 24-24. Así sucedió en la causa formada al brigadier (hoy mariscal de campo) Don Juan Moscoso, en la cual, al paso que acusaban a otros de sus compañeros por haber hablado en favor de la Constitución, motejaban en él su reserva y silencio, fundando en estas cualidades un cargo que reputaba el fiscal merecedor de la pena de muerte. Cosa que recuerda lo que pone L. An. Séneca en la tragedia de Edipo, act. 3.º en boca de Creón, que dice: «¿_Ubi non licet tacere, quid cuiquam licet_?». NÚMERO 24-25. Parece que entonces no se quiso en España sino acabar de un golpe con toda su flor, a la manera de lo que expresa Tácito en la _Vida de Agrícola_, hablando de Domiciano: «_non jam per intervalla ac spiramenta temporum, sed continuò et velut_ =uno ictu= _rempublicam exhausit_.» NÚMERO 24-26. Δῖνος βασιλεύει, τὸν Δί᾽ ἐξεληλακώς. «_Torbellino manda, habiendo sido expulsado Júpiter_». (Aristófanes, comedia de las Nubes). NOTA JUSTIFICATIVA SOBRE UN HECHO IMPORTANTE. En una obra que se publica en París en lengua francesa bajo el título de _Memorias del príncipe de la Paz_, ha querido darse una desmentida a lo que dijimos en el primer tomo y libro de esta historia respecto de una comisión que tuvo en Londres Don Agustín Argüelles por los años de 1806. En comprobación de la verdad de lo que entonces referimos, insertamos aquí íntegra una carta documentada del mismo señor Argüelles, cuyo original conservamos en nuestro poder. Madrid 12 de abril de 1837. Querido Toreno: No puedo explicar a V. lo que me ha sorprendido la nota impresa del tomo 4.º de las Memorias del príncipe de la Paz, pág. 210, que V. me incluye en su estimada carta. Es incomprensible que el autor de dichas Memorias niegue lo que pasó entre los dos, estando vivo el que afirmándolo no cree tener menor derecho a ser creído que el que lo contradice. Si él es un caballero en su patria, V. sabe muy bien que yo lo soy igualmente en ella; y este carácter de nacimiento en ambos, anterior e independiente de vicisitudes humanas, me impone el deber de vindicar y sostener como cierto lo que comuniqué a V. en Londres en junio de 1808, y le repetí después en varias ocasiones. Una sencilla relación de las principales circunstancias del hecho, que se intenta oscurecer con artificio en la referida nota, pondrá a V. en estado de juzgar con conocimiento de causa de la verdad de lo que aseguré a V. en la primer época en Inglaterra y después repetidas veces en España. Hacia fines de septiembre de 1806, un día a cosa de las diez de la mañana me llamó a su despacho en la Caja de Consolidación el señor Don Manuel Sixto Espinosa, y quedando a solas los dos, me dijo en sustancia lo que sigue: »Acabo de llegar de Aranjuez, y es preciso que V. se disponga para ir a Londres a una comisión importante y de la mayor reserva. A fin de asegurar esta reserva me he comprometido a que V. se encargue de la comisión, por lo mismo que V. no llamará la atención con su salida de aquí ni con su permanencia en aquella capital. La pérdida de Buenos Aires no puede menos de acarrear una catástrofe en la América, y de resultas la bancarrota del estado, si no se ataca prontamente el mal reconciliándonos con los ingleses. Así lo he declarado francamente en Aranjuez, añadiendo que yo no podía continuar al frente de la Caja en medio de tantos riesgos como se iban a correr con la prolongación de la guerra con Inglaterra. De resultas se ha convenido en intentarlo del mejor modo que sea posible.» V. me ha oído diferentes veces hablar de mi sorpresa al verme designado por el señor Espinosa para una comisión semejante, siendo yo tan joven, sin experiencia de negocios, y con tan poca propensión a entrar en ellos. Finalmente, después de resistirlo cuanto pude, cedí con indecible repugnancia a sus reflexiones y salí de su despacho a disponer mi viaje. El 3 de octubre por la mañana me llevó el señor Espinosa en su propia berlina a casa del príncipe de la Paz. Tengo muy presente que en la escalera hallamos que bajaba el señor Noriega, entonces tesorero general, con quien se detuvo minutos el señor Espinosa. Noté que este último señor habiendo hablado con una persona, al parecer como secretario, entró sin preceder recado, y yo me quedé en una antesala. A poco rato la misma persona me hizo pasar adelante, y hallé en un salón inmediato al príncipe de la Paz con el señor Espinosa, ambos en pie. Como era la primera vez que yo veía al príncipe de cerca le observé con suma atención y recuerdo todavía muy distintamente su fisonomía, su tono de voz y hasta que tenía vestida una bata de seda de color oscuro. Después de haberme recibido con mucho agrado me dijo con muy poca diferencia lo siguiente: «Ya el señor Don Manuel ha enterado a V. de la naturaleza del encargo que se le confía. Aprovechándose V. de las recomendaciones que V. lleve procurará V. persuadir a aquellos _magnates_ (expresión que tengo muy presente) de que el gobierno está muy deseoso y dispuesto a entrar en negociaciones; y que admitirá gustoso cualquiera persona debidamente autorizada que quieran enviar al intento; y asegúreles V. desde luego que este gobierno no pondrá ninguna condición, sino una satisfacción por el insulto de las fragatas. V. se entenderá en derechura con el señor Don Manuel avisando sin pérdida de momento cuanto V. adelante, y en su consecuencia se le autorizará a V. para cuanto sea necesario y conveniente, según las circunstancias lo exigieren. Por lo que me ha informado el señor Don Manuel, no dudo que V. corresponderá a esta confianza con todo celo, actividad y reserva». Contesté del mejor modo que me fue posible, y recuerdo también que el señor Espinosa, al volvernos en su berlina se manifestó muy satisfecho del modo como yo me había expresado. Al día siguiente 4 de octubre por la mañana, salí en posta para Lisboa donde entregué en propia mano al conde de Campo Alange, nuestro embajador en aquella corte, la carta de que acompaño copia autorizada en debida forma, pues acaba de hallarse y existe original en el archivo de nuestra legación. Antes de embarcarme recibí cartas del señor Espinosa en que me encargaba que lo hiciese sin pérdida de momento, y aprovechando el primer paquete salí para Falmouth, no obstante que me hallaba en cama con calentura. Desde Londres avisé puntualmente al señor Espinosa cuanto me habían contestado las personas con quienes hablé, lo que consta y se conserva original en el expediente respectivo, archivado con los demás pertenecientes a la correspondencia extranjera de aquel establecimiento. De esta relación resulta que la comisión ha existido. Ni los términos en que me fue confiada, ni las circunstancias que la acompañaron, ni las intenciones con que pueda publicarse hoy la nota en que intenta oscurecer la verdad el autor de las Memorias pueden destruir el hecho. Yo no pude inventarle. Tan joven entonces, pues tendría poco más de 28 años, sin ningún carácter público que me hiciese conocido, siéndolo del señor Espinosa por una casualidad; entregado, como V. sabe, al estudio de libros y materias poco a propósito para hacer fortuna en ninguna carrera; reducido a un corto círculo de amigos, que V. conocía bien, modestos todos ellos y aficionados como yo a la vida retirada y laboriosa: ¿cómo era posible que yo fraguase encargo semejante? Me abstengo de hacer otras reflexiones en un punto en que la evidencia del hecho ni las reclama, ni las necesita. Espero que esta relación sea suficiente para que V. pueda vindicar el aserto de su obra, y si V. considerase conveniente aprovecharse de esta carta, autorizo a V. para que haga de ella y del documento adjunto el uso que su prudencia le dicte. Celebraré que V. se conserve bueno y que disponga como guste del corazón de su afectísimo amigo Q. B. S. M. — Agustín Argüelles. — Excelentísimo señor conde de Toreno. «Legación de S. M. Católica en Lisboa. — Copia de un despacho del príncipe de la Paz de tres de octubre mil ochocientos seis al excelentísimo señor conde de Campo Alange entonces embajador de S. M. Católica en esta corte. — Excelentísimo señor: Don Agustín Argüelles, que va a esa ciudad con el objeto de embarcarse para Londres a tratar de negocios de su propio interés, lleva al mismo tiempo un importante encargo reservado del real servicio; y así espero que V. E. se servirá no solamente proporcionarle los medios de que pase prontamente a su destino, sino también facilitarle los auxilios que pendan de su autoridad y las recomendaciones oportunas. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid a tres de octubre de mil ochocientos seis. — El príncipe de la Paz. — Señor conde de Campo Alange. — Don Evaristo Pérez de Castro y Colomera, del consejo de estado, caballero gran cruz de la real y distinguida orden española de Carlos III, gran cruz de la orden de Cristo en Portugal, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de S. M. católica Doña Isabel II cerca de S. M. fidelísima Doña María II, &c., &c. — Certifico que la copia que antecede de un despacho del príncipe de la Paz, dirigido al señor conde de Campo Alange con fecha de tres de octubre de mil ochocientos seis es auténtica y literal y la firma la propia del referido príncipe de la Paz de mí bien conocida, cuya copia he hecho sacar a mi vista del original existente en el archivo de esta legación de mi cargo: y para que conste lo firmo y sello con el sello de mis armas en Lisboa a veinticinco de febrero de mil ochocientos treinta y siete. — Evaristo Pérez de Castro. — (hay un sello). — Don Ildefonso Díez de Rivera, conde de Almodóvar, secretario de estado y del despacho de la guerra e interino del de estado, &c., &c. — Certifico que la firma que antecede es verdadera y la misma que usa siempre en sus escritos el señor Don Evaristo Pérez de Castro, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de S. M. católica, cerca de S. M. fidelísima la reina de Portugal. Madrid dieciocho de marzo de mil ochocientos treinta y siete. — El conde de Almodóvar. — Corresponde con su original, que me ha sido exhibido por el señor Don Agustín Argüelles, a quien lo devolví, y firmó su recibo, de que doy fe y a que me remito. Y para que conste donde convenga, a su instancia yo el infrascripto escribano de número de esta villa de Madrid pongo el presente que signo y firmo en ella a primero de abril de mil ochocientos treinta y siete. — Don Claudio Sanz y Barea. — Recibí el original. — Agustín Argüelles. — Legalización. — Los escribanos del número de esta M. H. villa de Madrid que aquí signamos y firmamos, damos fe que el doctor Don Claudio Sanz y Barea por quien va dado y signado el testimonio que antecede es tal escribano del número, nuestro compañero como se titula y nombra, y en actual ejercicio de su destino, y para que conste donde convenga damos la presente sellada con el de nuestro cabildo en Madrid fecha ut supra. — (hay un sello). — José García Varela. — Martín Santín y Vázquez. — Miguel María Sierra. — Don Luis Mayáns ministro togado de primera instancia en esta M. H. villa de Madrid. — Certifico que Don Martín Santín y Vázquez, Don José García Varela y Don Miguel María Sierra por quien va autorizada la legalización anterior son tales escribanos de número de esta misma villa e individuos de su cabildo como se titulan y nombran, los cuales desempeñan sus respectivos oficios. Y para que conste donde convenga firmo esta en Madrid a primero de abril de mil ochocientos treinta y siete. — Luis Mayáns. — Don José Landero, notario mayor de los reinos y secretario del despacho de Gracia y Justicia de España e Indias, &c., &c. — Certifico: que Don Luis Mayáns por quien aparece autorizado el documento que precede es tal juez de primera instancia de Madrid como se titula, y de su puño y letra al parecer la firma que pone. Y para que conste doy el presente en Madrid a cinco de abril de mil ochocientos treinta y siete. — José Landero. — Don José María Calatrava secretario de estado y del despacho, presidente del consejo de ministros, &c., &c., &c. — Certifico que Don José Landero por quien va autorizada la anterior partida es tal secretario de estado y del despacho de Gracia y Justicia como se titula, y la firma que pone a su final de su puño y letra. Y para que conste doy el presente en Madrid a seis de abril de mil ochocientos treinta y siete. — (hay un sello). — José María Calatrava. — Primera secretaría de estado. — Registrado núm. 445. — Nous ambassadeur de sa Majesté le Roi des Français près sa Majesté Catholique: Certifions véritable la signature ci-dessus de Mr. José María Calatrava, premier secrétaire d’état de S. M. Catholique et président du conseil des ministres. Madrid le 8 avril 1837. — Pour Mr. L’ambassadeur, et par autorisation. — Le premier secrétaire d’ambassade. — E. Drouyn de Lhuy.» Y si el autor de las Memorias ha perdido la suya sobre un hecho de tamaña entidad ¿qué crédito podrán merecer los demás sucesos que relata en su obra? El público ha hecho ya justicia de esta, considerándola como una fastidiosa compilación falta de verdad e interés histórico, y desnuda de todo mérito literario; no queriendo por lo tanto nosotros manchar las páginas de nuestra historia destinada a un objeto grandioso, con responder a personalidades que nos tocan, falsas o ridículas, comunes todas y expresadas en lenguaje vulgar. Por otra parte, maltratados en dichas Memorias con casi todos los hombres célebres y dignos que ha contado la España desde Carlos III acá, holgámonos de estar en medio de compañía tan buena y honrosa, y solo nos dolemos de que el príncipe de la Paz, nada versado en letras, haya querido aparecer convertido en autor al fin de su carrera, poniendo a ella funesto colmo, y sirviendo de instrumento torpe y ciego a tres o cuatro de sus antiguos aduladores o secuaces, verdaderos componedores de las Memorias, quienes, escudados con el nombre del príncipe, han derramado en su obra a manos llenas la hiel y las falsedades, desfigurando sin recato alguno la historia entera del reinado de Carlos IV. FIN DEL TOMO V. ÍNDICE GENERAL. TOMO I. Pág. Causa del Escorial. 19 Entrada de Junot en Portugal. 35 Fuga de la familia real del Brasil. 39 Entrada de Dupont en España. 46 Primera conmoción en Aranjuez. 78 Segunda. Prisión de Godoy. 82 Abdicación de Carlos IV. 85 Conmoción en Madrid. 89 Entrada de Murat en la capital. 101 Venida a Madrid del rey Fernando. 102 Salida del rey para Burgos. 121 Su llegada a Bayona. 127 Dos de mayo. 145 Renuncia de Carlos IV en Napoleón. 166 Levantamiento en Asturias. 187 — — De Galicia. 200 — — De Santander. 211 — — De León y Castilla la Vieja. 213 — — De Sevilla. 219 Sucesos de Cádiz. Muerte del general Solano. 226 Rendición de la escuadra francesa. 234 Levantamiento de Granada. 236 — — De Extremadura. 242 — — De Cartagena y Murcia. 248 Levantamiento de Valencia. 251 Matanza de los franceses en esta capital. 259 Suplicio del canónigo Calvo. 263 Levantamiento de Aragón. 265 — — De Cataluña. 271 — — De las Baleares. 273 Sublevación en Portugal contra los franceses. 288 Napoleón renuncia la corona de España en José. 301 Congreso y constitución de Bayona. 308 Entrada de José en España. 324 Derrota de Cabezón. 327 Acción del Bruch en Cataluña. 335 Entrada de Dupont en Andalucía. 344 Expedición de Moncey contra Valencia. 351 Defensa de esta capital. 357 Saqueo de Cuenca por Caulincourt. 368 Batalla de Rioseco. 374 Entrada de José en Madrid. 382 Batalla de Bailén. 387 Salen de Madrid los franceses. 408 TOMO II. Pág. Primer sitio de Zaragoza. 9 Fin de este sitio. 42 Embisten los franceses la plaza de Gerona, y son vencidos. 49 Venida de tropas inglesas a Portugal al mando de sir Arturo Wellesley. 53 Acción de Roliça. 57 Batalla de Vimeiro. 60 Juramento de las tropas españolas en Langeland al mando del marqués de la Romana y su vuelta a España. 81 Proclamación solemne de Fernando VII en Madrid. 97 Instalación de la junta central en Aranjuez. 108 Acción de Lerín. 130 Entra Napoleón en España. 139 Acción de Zornoza. 140 Batalla de Espinosa. 145 Acción de Burgos. 152 Entrada de Napoleón en esta ciudad. 156 Batalla de Tudela. 162 Paso de Somosierra por los franceses. 167 Napoleón sobre Madrid; capitulación. 173 Asesinato del general San Juan. 183 Retirada del conde de Alacha. 187 Llega la junta central a Sevilla. 196 Sale Napoleón de Chamartín en seguimiento de los ingleses. 203 Batalla de la Coruña. Muerte del general Moore. 227 Vuelta de Napoleón a Francia. 237 Ataque de Tarancón. 238 Batalla de Uclés. 241 Sitio de Rosas. 251 Batalla de Llinas o Cardedeu. 259 Batalla de Molins de Rey. 262 Segundo sitio de Zaragoza. 264 Capitulación de esta ciudad. 281 Declaración de las Américas en favor de la causa de la Península. 296 Tratado de la junta central con Inglaterra. 300 Ataque de Mora. 309 Batalla de Medellín. 316 Batalla de Valls en Cataluña. 337 Ataca Romana en Villafranca del Bierzo a los franceses. 360 Derrota del general Fournier. 365 Derrota del general Maucune. 373 Entrada de Soult en Oporto. 375 Recóbralo Wellesley. 381 Acción del Puente de Sampayo. 385 Prisión del general Franceschi. 387 TOMO III. Pág. Decreto de la junta central anunciando el restablecimiento de las Cortes. 15 Apodéranse los franceses de Jaca y de Monzón. 17 Son rechazados en Mequinenza. 18 Salen de Monzón, y no pueden recobrar esta plaza. 22 Batalla de Alcañiz. 25 Batalla de María. 28 Batalla de Belchite. 32 Conspiración de Barcelona contra los franceses. 34 Batalla de Talavera. 50 Batalla de Almonacid. 67 Sitio de Gerona. 89 Honrosa capitulación de esta plaza. 118 Muerte del gobernador Álvarez. 119 Convocatoria de las Cortes para el 1.º de marzo. 144 Paz entre Napoleón y el Austria. 146 Batalla de Tamames. 150 Batalla de Ocaña. 160 Acción de Medina del Campo. 163 La de Alba de Tormes. 165 Prisión de Palafox y Montijo. 168 Decreto de la central para trasladarse a la Isla de León. 173 Divorcio de Napoleón. 180 Su nuevo enlace con la archiduquesa María Luisa. _ibid._ Invasión de las Andalucías. 181 Entran los franceses en Jaén y Córdoba. 187 Retírase a los puertos la junta central. 189 Ocupan los franceses a Granada y Sevilla. 194 Sitia Victor la Isla gaditana. 198 Alborotos de Málaga. 198 Disolución de la junta central, y nombramiento de la primera Regencia. 200 Junta de Cádiz. 213 Intiman los franceses la rendición a esta plaza. 217 Sitio y defensa de Astorga. 228 Invasión del reino de Valencia. 234 Amaga Suchet sitiar esta ciudad y tiene que retirarse. 236 Descalabro de Duhesme en Cataluña. 241 Acción de Vic y defensa de Hostalrich. 242 Sitio de Lérida. 246 De Mequinenza. 251 Toma Victor el castillo de Matagorda. 253 Tentativas para libertar al rey Fernando. 271 Sitio de Ciudad Rodrigo. 280 Campaña de Massena en Portugal. 291 Combate de Coa y sitio de Almeida. 298 Acción de Buçaco. 307 Expediciones de Porlier en las costas del norte. 319 Acción de Baza. 335 Sorpresa de la Bisbal. 347 Acción de Ulldecona. 353 Expedición de Renovales a la costa cantábrica. 366 Decreto activando la convocación de Cortes. 372 Modo de elegir los diputados. 373 Señálase para su reunión el 24 de septiembre. 387 Su instalación. 394 Decreto de 24 de septiembre. 405 Venida del duque de Orleans a Cádiz. 416 Altercado con el obispo de Orense sobre la prestación del juramento. 419 Revueltas en América. 425 Decreto de las Cortes en 15 de octubre sobre este negocio. 448 Discusión acerca de la libertad de imprenta. _ibid._ Nombramiento de nuevos regentes del reino. 469 Incidente del marqués del Palacio. 470 Alborotos en Nueva España. 489 Ciérranse las Cortes en la Isla para trasladarse a Cádiz. 496 TOMO IV. Pág. Retirada de Massena a Santarén. 11 Muerte del marqués de la Romana. 18 Toma de Olivenza por los franceses. 21 Acción de Castillejos. 22 Sitio de Badajoz por los enemigos. 24 Acción de Gévora o del Guadiana. 27 Muerte del gobernador de Badajoz Menacho. 31 Batalla de Chiclana o de la Barrosa. 38 Bombardeo de Cádiz. 46 Sigue Massena su retirada. 49 Recobro de Olivenza por los aliados. 61 Batalla de Fuentes de Oñoro. 64 Evacúan a Almeida los franceses. 69 Batalla de la Albuera. 75 Acción de Cogorderos y muerte del general Valletaux. 106 Sorprende Mina un convoy en Arlabán. 109 Sitio y toma de Tortosa por los franceses. 111 Reencuentro de Figuerola. 124 Quema de Manresa. 130 Sorpresa y toma de Figueras por los españoles. 134 Sitio y toma de Tarragona por Suchet. 142 Recobran los franceses a Figueras. 174 Viaje de José a París y su regreso. 189 Abren las Cortes sus sesiones en Cádiz. 199 Creación de la orden de San Fernando. 208 Decreto de la abolición de señoríos. 223 Expedición de Blake a Valencia. 227 Acción de Zújar. 228 Invade Suchet el reino de Valencia. 234 Reencuentros en Soneja y Segorbe. 240 Toman los enemigos el castillo de Oropesa. 241 Sitio de Murviedro por Suchet. 242 Batalla de Sagunto. 246 Rendición del castillo. 250 Toma de las Medas por Lacy. 253 Ataque de Igualada y rendición de los franceses en Cervera. 256 Ríndese al barón de Eroles la guarnición de Bellpuig. 257 Queda prisionera la guarnición francesa de Calatayud. 263 Rinde Mina una columna enemiga en Plasencia de Gállego. 267 Acción de Ballesteros junto a San Roque. 269 Sorpresa de Bornos por el mismo. 271 El gobernador de Ciudad Rodrigo prisionero de Don Julián Sánchez. 286 Acción de Arroyomolinos. 290 Sucesos militares en Valencia. 302 Bombardeo de esta ciudad por Suchet. 319 Toma de la misma. 323 Muerte de Don Martín de La Carrera en Murcia. 329 Entran en Peñíscola los enemigos. 335 Sitio de Tarifa. 335 Sitio y toma de Ciudad Rodrigo por los aliados. 338 La comisión de Constitución presenta a las Cortes su proyecto. 346 Examen de sus principales artículos. 348 Manifiesto contra las Cortes escrito por Don Miguel de Lardizábal. 390 Alboroto contra el diputado Valiente. 399 Carta de la princesa Carlota de Portugal a las Cortes. 403 Nombramiento de nueva Regencia. 407 Promúlgase la Constitución. 414 TOMO V. Pág. Combates de Villaseca, Altafulla y Roda. 10 Nueva entrada de los franceses en Asturias. 21 Varios individuos de la junta de Burgos ajusticiados por los franceses. 23 Otro convoy pillado por Mina, y muerte del secretario de José. 25 Muerte de Don Gregorio Cruchaga. 27 Sitio y toma de Ciudad Rodrigo por lord Wellington. 29 Acción del Guadalete. 38 Guerra entre Francia y Rusia. 40 Sociedades secretas de España. 48 Hambre en Madrid. 52 Abusos de la libertad de imprenta. 57 Tentativa de restablecimiento de la Inquisición. 64 Convocatoria de las Cortes ordinarias. 69 Campaña de Salamanca. 75 Batalla de Salamanca, o de los Arapiles. 86 Retírase José de Madrid, y lo ocupan nuestras tropas. 93 Rendición de Astorga a los españoles. 103 Evacuación de Santander. 104 Levántase el sitio de Cádiz. 107 Entrada de Cruz Mourgeon en Sevilla. 111 Queda libre Córdoba. 115 Entra en Granada la división de Anglona. 117 Robo de pinturas por los franceses en Sevilla. 122 Acción de Castalla. 123 Renuncia el conde del Abisbal el cargo de regente. 128 Toma Drouet el castillo de Chinchilla. 134 Entrada de los aliados en Burgos. 139 Nombran las Cortes general en jefe a lord Wellington. 140 Desobediencia de Ballesteros, y sus resultas. 146 Retíranse los aliados de Burgos y Madrid. 151 Vuelve José a Madrid y se dirige a Castilla la Vieja. 153 Entra de nuevo lord Wellington en Portugal. 158 Ocupan otra vez a Madrid José y los suyos. 161 Va lord Wellington a Cádiz. 163 Suprimen las Cortes el voto de Santiago. 172 Mediación de los ingleses en las desavenencias de América. 184 Tratados de alianza con Rusia y Suecia. 194 Abolición del Santo Oficio de la Inquisición. 198 Reforma de regulares. 212 Nueva elección de regentes del reino. 224 Conducta del Nuncio de S. S. sobre el decreto contra el Santo Oficio. 248 Causa formada a varios canónigos de Cádiz. 249 Extrañamiento del Nuncio. 252 Segunda acción de Castalla. 289 Deja Wellington a Portugal y emprende su nueva campaña. 295 Vuelan los franceses el castillo de Burgos y abandonan la ciudad. 299 Evacúan a Madrid los franceses por última vez. 304 Robo de pinturas y otros efectos. 305 Batalla de Vitoria, y presa de ricos equipajes. 313 Sitio de San Sebastián y Pamplona. 330 Evacuación de Valencia por Suchet. 338 Abandonan los franceses a Zaragoza. 341 Derrota del general Paris por Mina. 342 Toma de San Sebastián por los ingleses, y su ruina y saqueo. 367 Victoria de San Marcial por los españoles. 370 Ríndese el castillo de San Sebastián. 373 Evacúa Suchet la plaza de Tarragona. 375 Combate del paso de Ordal. 378 Cierran sus sesiones las Cortes extraordinarias. 394 Ábrense de nuevo con ocasión de la fiebre amarilla. 396 Cesan por último en 20 de septiembre. 398 Instálanse las Cortes ordinarias. 402 Su traslación y la del gobierno a Madrid. 408 Pasan los ejércitos coligados el Bidasoa. 410 Recobran los españoles a Pamplona. 417 Pasan las tropas aliadas el Nivelle. 421 Movimientos y combates en el Nive. 428 Ríndense Morella y Denia a los españoles. 436 Venida de la Regencia y las Cortes a Madrid. 441 Tratado de Napoleón con Fernando en Valençay. 452 Llegada del duque de San Carlos a Madrid. 458 Decreto de 2 de febrero de 1814, y manifiesto que le acompañó. 463 Discurso del diputado Reina. 467 Proyecto de Van Halen para sacar de poder de los franceses varias plazas de Cataluña. 473 Toma de Lérida, Mequinenza y Monzón. 476 Ríndese el castillo de Jaca. 481 Paso del Adour por las tropas aliadas. 488 Batalla de Orthez. 489 Deja Napoleón en libertad a Fernando. 498 Entra este en España. 501 Impostura del fingido Audinot. 508 Batalla de Tolosa. 518 Caída de Napoleón. 526 Entra el rey en Valencia. 537 Representación de los diputados llamados _Persas_. 539 Prisión en Madrid de la Regencia, ministros y varios diputados. 546 Decreto de 4 de mayo. 549 Entrada del rey en Madrid. 554 *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (5 DE 5) *** Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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