*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 49388 *** OBRAS COMPLETAS DE D. JOSÉ MARÃA DE PEREDA OBRAS COMPLETAS DE D. JOSÉ M. DE PEREDA DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA TOMO IX SOTILEZA CUARTA EDICIÓN MADRID VIUDA É HIJOS DE MANUEL TELLO 1906 _Es propiedad del autor._ [Ilustración] à MIS CONTEMPORÃNEOS DE SANTANDER QUE AÚN VIVAN _Asà Dios me salve como no he pensado en otros lectores que vosotros al escribir este libro. Y declarado esto, declarado queda, por ende, que á vuestros juicios le someto y que sólo con vuestro fallo me conformo._ _Perdone, pues, la crÃtica oficiosa si, por esta vez, la pierdo el miedo. No se fatigue arrastrando el microscopio y metiendo las pinzas y el escalpelo entre las fibras de estas páginas; déjese, por Dios, de invocar nombres de_ extranjis _para ver á qué obras y de quién de ellos y por dónde arrima mejor la estructura de la mÃa; no se canse en meterme por los ojos la medida que dan ciertos doctores de allende en el arte de presentar casos y cosas de la vida humana en los libros de imaginación; considere, una vez siquiera, que cada cual en su propia casa, siendo hacendosito y cuidadoso, puede arreglárselas con los recursos que tiene á mano, vivir tan guapamente y campar por sus respetos como el más runflante de sus vecinos, sin copiarle el modo de andar ni pedirle un real prestado, y entienda, por último, que este libro, de la misma veta que algún otro que llegó al mundo con muy buena suerte, y mucho antes de que en España se gastaran mares de tinta en encomiar modelos que ya apestan de tanto no venir al caso los encomios, es como es, no por parecerse á otros en su hechura, sino porque no puede ser de otra manera; porque al fin y á la postre, lo que en él acontece no es más que un pretexto para resucitar gentes, cosas y lugares que apenas existen ya, y reconstruir un pueblo, sepultado de la noche á la mañana, durante su patriarcal reposo, bajo la balumba de otras ideas y otras costumbres arrastradas hasta aquà por el torrente de una nueva y extraña civilización; porque ciertos toques y perfiles, que desde lejos pudieran parecer alardes de sectario de una escuela determinada, no son otra cosa que el jugo y la pimienta del guisado: lo que da el estudio del natural, no lo que se toma de los procedimientos de nadie; lo que pide la verdad dentro de los términos del arte, los cuales han de estar en la mente y en el corazón del artista y no en las cláusulas de los métodos de escribir novelas (que á estos fines iremos á parar extremando otro poquito la pasión por los modelos); porque lo que se busca, en una palabra, es que reaparezcan aquà aquellas generaciones con los mismos cuerpos y almas que tuvieron._ _Y tratándose de esto, ¿á quién si no á vosotros, que las conocÃsteis vivas, he de conceder yo la necesaria competencia para declarar con acierto si es ó no su lengua la que en estas páginas se habla; si son ó no sus costumbres, sus leyes, sus vicios y sus virtudes, sus almas y sus cuerpos los que aquà se manifiestan? ¿Y quién, si no vosotros, podrá suplir con la memoria fiel lo que no puede representarse con la pluma: aquel acento en la dicción pausada, aquel gesto ceñudo sin encono, aquel ambiente salino en la persona, en la voz, en los ademanes y en el vestir desaliñado? Y si con todo esto que yo no puedo representar aquÃ, porque es empresa superior á las fuerzas humanas, y con lo que os doy representado, resultan completas, acabadas y vivas las figuras, ¿quién, si no vosotros, es capaz de conocerlo? Y si lo conocéis y lo declaráis asÃ, ¿qué aplauso puede resonar al fin de mi tarea, que mejor me cure del espanto de haberla acometido?_ _Ved aquà por qué doy tanta importancia á vuestro fallo en la ocasión presente, y por qué, y á pesar del grandÃsimo respeto que yo tengo á la crÃtica y á sus fueros indiscutibles, he de atreverme esta vez á mirarla sereno cara á cara, por muy ceñuda que me la ponga._ _Cierto que las obras de arte ofrecen, amén del aspecto indicado, otros muy principales también y cuya apreciación estética, por ser de sentimiento y no de seco raciocinio, cae bajo la jurisdicción de la crÃtica, por ignorante que sea en el asunto que haya inspirado la obra juzgada; pero si es cosa resuelta ya, á lo que parece, que en la novela que de_ seria _presuma, no han de admitirse otros_ horizontes _que aquéllos á que estén avezados los ojos de la_ buena sociedad, _si no han de aceptarse como asuntos de_ importancia _otros que los que giren y se desenvuelvan en los grandes centros urbanizados á la moderna; si la levita y el_ boudoir, _y el banquero agiotista, y el polÃtico venal, y el joven docto en todas las ciencias, pero desdeñado de la fortuna; el majadero elegante, y el_ problema _del adulterio, y el_ problema _de la prostitución, y el de la virtud con caÃdas, y tantos otros problemas... y hasta los indecentes galanteos del chulo del_ Imperial, _han de ser los temas obligados de la_ buena _novela de costumbres, ¿cómo he de aspirar yo á la conquista del aplauso general y al veredicto de la crÃtica militante, con un cuadro de miserias y virtudes de un puñado de gentes desconocidas, con accesorios de poco más ó menos y fondos de la naturaleza, ya en su grandiosa tranquilidad, ya en sus cóleras desatadas?_ _Y vaya observando el lector distinguido y elegante, cómo, anticipándome á su fallo y acomodándome á su modo de ver y de sentir, confieso humildemente que no aspiro á escribir un libro al gusto de todos, con materiales sacados de las canteras de mi huerto; y cómo me voy aproximando á declarar, si se me aprieta un poco, que importa menos en una estatua la obra del escultor, que la nombradÃa del monte en que se arrancó la piedra._ _AsÃ, pues, y en virtud de esto y de lo otro y de todo lo demás que se entiende sin que yo lo puntualice, decidme vosotros cuando hayáis leÃdo la última palabra de esta novela:--«Choca esos cinco, porque eres de nuestra calle...» y vengan penas después..._ _Y hasta puede que me atreviera entonces, con los alientos de ese aplauso, contando con que el público me niegue el suyo, á exclamar para mis adentros, puestos los ojos en las desdeñadas páginas del libro:_ --_Pues por más que ustedes digan, no es para todos la tarea de hinchar perros de esta catadura._ SANTANDER, diciembre 1884. J. M. DE PEREDA. POSTDATA.--_Al reimprimir esta novela, año y medio después de agotada la copiosa edición primera (marzo de 1885), lugar era éste bien á propósito, en mi entender, para decir yo cómo respondieron á la precedente dedicatoria los aludidos y hasta los no aludidos en ella; pero como la enumeración de los honores tributados á la humilde_ callealtera _en tantas formas, desde tantas partes y por tantas y tan diversas gentes, pudiera traducirse por la malicia en pueril artificio de vanagloria, quédese, bien á pesar mÃo, esa cuenta sin ajustar en público, y válgales la advertencia á mis acreedores nobilÃsimos, por la más solemne declaración de lo muchÃsimo que les debo._ Junio de 1888. J. M. DE P. [Ilustración] [Ilustración] I CRISÃLIDAS El cuarto era angosto, bajo de techo y triste de luz; negreaban á partes las paredes, que habÃan sido blancas, y un espeso tapiz de roña, empedernida casi, cubrÃa las carcomidas tablas del suelo. ContenÃa una mesa de pino, un derrengado sillón de vaqueta y tres sillas desvencijadas; un crucifijo con un ramo de laurel seco, dos estampas de la Pasión y un rosario de Jerusalén, en las paredes; un tintero de cuerno con pluma de ave, un viejo breviario muy recosido, una carpetilla de badana negra, un calendario y una palmatoria de hoja de lata, encima de la mesa; y, por último, un paraguas de mahón azul con corva empuñadura de asta, en uno de los rincones más obscuros. El cuarto tenÃa también una alcoba, en cuyo fondo, y por los resquicios que dejaba abiertos una cortinilla de indiana, que no alcanzaba á tapar la menguada puerta, se entreveÃa una pobre cama, y sobre ella un manteo y un sombrero de teja. Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas, que arrimadas á la pared, ó aplastando las narices contra la vidriera, ó descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse, con grandÃsimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raÃdo. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror á la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenÃa un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura. Entre todos aquellos granujas no habÃa señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenÃan camisa. Alguno envolvÃa todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales: el que tenÃa calzones no tenÃa chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con _cabras_. El mayor de ellos tendrÃa diez años. Apestaban á perrera. --Vamos á ver--dijo el cura, dando un coquetazo al del chaquetón, que se entretenÃa en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal,--¿quién dijo el _Credo_? Se volvió el rapaz, después de largar un hilo sutil de saliva á la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros: --¡Qué sé yo? --Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquÃ? ¿Cuántas veces te he repetido que los apóstoles? Pero _ab asino, lanam_... ¿Cuántos Dioses hay?... --¿Dioses?--repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino á quedar en cueros vivos por delante; porque el chaquetón no tenÃa botones, ni ojales en que prenderlos aunque los hubiera tenido. Reparó el cura en ello y dijo, echando mano á las solapas y cruzando la una sobre la otra: --¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones? --No los tengo. --Los habrás jugado al bote. --TenÃa una escota y la perdà esta mañana. El cura fué á la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que á duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho. En seguida le repitió la pregunta: --¿Cuántos Dioses hay? --Pues habrá--respondió el interpelado, volviendo á cruzar los brazos atrás,--á todo tirar, ocho ó nueve. --_¡Resurge de profundis!_... ¡Ãnimas benditas, qué pedazo de animal!... Y personas ¿cuántas? Miró el bizco, á su manera, de hito en hito, al cura, que también le miraba á él como podÃa, y respondió, con todas las señales de estar poseÃdo de la mayor curiosidad: --¡Personas!... ¿Qué son personas, usté? --¡San Apolinar bendito!--exclamó el sencillo clérigo haciéndose cruces,--¿con que no sabes qué son personas... lo que es una persona!... Pues ¿qué eres tú? --¿Yo?... Yo soy _Muergo_. --Ni tanto siquiera, porque los hay en la playa con más entendimiento que tú... ¿Qué son personas?--repitió el cura, encarándose con el muchacho que seguÃa á Muergo por la derecha, también descamisado, pero con calzones, aunque escasos y malos, menos feo que Muergo y no tan bronco de voz. Este muchacho, no sabiendo qué responder, miró al más inmediato, el cual miró al que le seguÃa; y todos fueron mirándose unos á otros, con las mismas dudas pintadas en la cara. --¿De modo--exclamó entonces el cura, volviendo á encararse con el que seguÃa á Muergo,--que tampoco sabes qué eres tú? --¡Eso sÃ, corflis!--respondió el muchacho, creyendo ver una salida franca para sus apuros. --Pues ¿qué eres? --_Surbia._ --¡Eso te diera yo para que reventaras, animal! --Y tú ¿qué eres?--añadió el cura, dirigiéndose á otro, de media camisa, pero sin chaqueta y muy poco pantalón. --Yo soy _Sula_,--respondió el interpelado, que era rubio y delgadito, por lo cual descollaba en él, más que en el fondo tostado de sus camaradas, la roña de las carnes. De esta manera, y tratando de responder á la misma pregunta, fueron diciendo sus motes los otros tres muchachos que habÃa en el cuarto, ó séanse _Cole_, _GuarÃn_ y _Toletes_. Acaso ninguno de ellos conocÃa su propio nombre de pila. El cura, que los tenÃa bien estudiados, no acabó de perder la paciencia por eso. Los descerrajó cuatro improperios y media docena de latines, y después les dijo en santa calma: --Pero la culpa me tengo yo, que me empeño en varear el árbol, sabiendo que no puede soltar más que bellotas. El que menos de vosotros lleva dos meses asistiendo á esta casa... ¿à qué, santo nombre de Dios!... Y ¿por qué, Virgen MarÃa de las Misericordias!... Pues porque el padre Apolinar es un bragazas que se cae de bueno. «Pae Polinar, que este hijo está, fuera del alma, hecho una bestia; pae Polinar, que este otro es una cabra montuna... pae Polinar, que esta condenada criatura me quita la vida á disgustos; que yo no puedo cuidar de él; que en la escuela de balde no le hacen maldito el caso... que éste, que el otro, que arriba, que abajo; que usté que lo entiende y para eso fué nacido... que enséñele, que dómele, que desásnele...» Y tres que me ofrecen y cuatro que yo busco, cata la casa llena de muchachos; y aguanta su peste, y explica y machaca... y cébalos para que vuelvan al dÃa siguiente, porque yo sé lo que sucediera de otro modo... y hazlo todo de buena gana, porque esa es tu obligación, pues eres lo que eres, _sacerdos Domini nostri Jesuchristi_, por lo cual digo con Él: _sinite pueros venire ad me_; dejad que los niños se acerquen á mÃ... y rÃase usted de la vecina de abajo, y del padre de éste, y de la madre del de más allá, que murmuran y corren y propalan que si salÃs de mis manos más burros de lo que vinÃsteis á ellas, como salieron otros muchos que vinieron á mà antes que vosotros... ¡_Linguæ corruptæ_, carne mÃsera y concupiscente!... RÃase usted de eso, como yo me rÃo, porque debo reirme... Pero vosotros, alcornoques, más que alcornoques, ¿qué hacéis para corresponder á los esfuerzos del padre Apolinar? ¿Cómo estamos de silabario al cabo de dos meses?... ¡Ni la O, cuerno, ni la O se conoce en estas aulas si os la pinto en la pared! Pues de doctrina cristiana, á la vista está... Y como no quiero enfadarme, aunque motivos habÃa para echaros uno á uno por el balcón abajo... vamos á otra cosa, y alabado sea Dios _per omnia sæcula sæculorum_, que lo demás es chanfaina. Tras este desahogo, pasó fray Apolinar, sin dejar de pasearse, casi en redondo, con las manos cruzadas atrás, á lo que él llamaba lo llano y de todos los dÃas: á preguntar á los granujas las oraciones más usuales y sencillas, para que no las olvidaran; lo único que habÃa logrado meterles en la cabeza, aunque no bien ni del todo. Muergo no necesitó remolque más que tres veces en el _Ave MarÃa_; Cole dijo tal cual el _Padre nuestro_, y el que mejor sabÃa el _Credo_, entre todos ellos, no pasó, sin apuntador, del «su único Hijo.» En vista de lo cual, fray Apolinar no le dió á Sula más que media galleta dulce; un botón del provincial de Laredo á Toletes, y un higo paso á GuarÃn. --Del lobo un pelo, hijos--les dijo en seguida el pobre exclaustrado;--otra vez será menos... y peor. Y ahora... ¡hospa, canalla!... Pero aguárdate un poco, Muergo. Los muchachos, que ya se disponÃan á salir, se detuvieron. Y dijo el fraile á Muergo, alzándole las haldillas del chaquetón: --Esto no puede continuar asÃ. Sin camisa, cuando hay chaqueta, vaya con Dios; pero sin calzones... ¿à dónde han ido á parar los tuyos? --Los puso antier mi madre á secar en las Higueras,--respondió Muergo á tropezones. --¿Y no han secado todavÃa, hombre de Dios? --Los royó una vaca, mientras mi madre destripaba una merluza que agolÃa mal. --¡Castigo de Dios, Muergo; castigo de Dios!--dijo fray Apolinar rascándose el cogote.--Las merluzas que huelen mal, porque están podridas, se tiran á la mar, y no se limpian lejos de las gentes para vendérselas después, á medio precio, á los pobres como yo, que tienen buenas tragaderas. Pero ¿no quedó nada de los calzones, hombre? --La culera--respondió Muergo,--y esa, _en banda_. --Poco es--repuso el exclaustrado, revolviéndose dentro de su ropa, movimiento que era muy habitual en él.--¿Y no hay otros en casa? --No, señor. --¿Ni barruntos de dónde puedan venir? --No, señor. --¡Cuerno con el hinojo!... Pues asà no puedes continuar, porque aun cuando te sobra paño para envolverte, á lo mejor se rompe la driza; tú no reparas en ello, y, si reparas, lo mismo te da... De modo que lo de siempre, hijo, lo de siempre: tú, que no puedes, llévame á cuestas, padre Apolinar. ¿No es eso? ¿No es la purÃsima verdad? ¡Cuerno si lo es! Muergo se encogió de hombros, y fray Apolinar se metió en la alcoba. Oyósele pujar allá dentro y murmurar entre dientes algunos latinajos; y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo. --No son cosa mayor--le dijo;--pero, al fin, son calzones. Dile á tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga á secar en las Higueras cuando tenga que lavarlos; y si le parecen poco todavÃa, que se consuele con saber que á la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el padre Apolinar... Con que, ¡vira, canalla, por avante! Otra vez se revolvió el concurso, gruñendo y respingando como piara de cerdos que huelen el _cocino_ al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar á la escalera para examinar la dádiva de fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le habÃa chocado á Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestÃa como los hijos de «los señores.» TraÃa de la mano á una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando á rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, y no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias, en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido á la flexible cintura sobre una camisita demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias necesariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede á los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues habÃa algo de este animalejo en lo gracioso de las lÃneas, en el pisar blando y seguro, y en el continente receloso y arisco de la muchachuela. En cuanto la vió Muergo, se echó á reir como un estúpido; Cole soltó un taco de los gordos, y Sula otro de los medianos. La recién llegada remedó á Muergo con una risotada falsa, poniendo la cara muy fea, sin hacer caso maldito de los otros dos granujas, ni del mismo padre Apolinar, que alumbró un coquetazo á cada uno de los tres. --¿à qué vienen esas risotadas, bestia, y esas palabrotas sucias, puercos?--dijo el fraile mientras largaba los coscorrones. --Es la callealtera... ¡ju, ju, ju!--respondió Muergo rascándose el cogote machacado por los nudillos de fray Apolinar. --La conocemos nusotros,--expuso Cole, palpándose la greña. --Que de poco se ajuega, si no es por Muergo,--añadió Sula. Muergo volvió á reirse estúpidamente, y la muchacha tornó á hacerle burla. --¿Y por eso te rÃes, ganso?--dijo el fraile, largándole otro coquetazo.--¡Pues el lance es de reir! --Es callealtera...--repitió Cole,--y estaba hiciendo barquÃn-barcón en una percha que anadaba en la Maruca... Yo y Sula estábamos allà tirándola piedras desde la orilla. Dimpués, allegó Muergo... la acertó con un troncho, y se fué al agua de cabeza. --¿Quién?--preguntó el fraile. --Ella--respondió Cole.--Yo pensé que se ajuegaba, porque se iba diendo á pique... Y Muergo se reÃa. --Y yo--saltó Sula,--le dije: «¡Chapla, Muergo, tú que anadas bien, y sácala, porque se está ajuegando!» Y entonces se echó al agua y la sacó. Dempués, la ponimos quilla arriba; y á golpes en la espalda, largó por la boca el agua que habÃa embarcao. --Y eso ¿es verdad, muchacha?--preguntó á ésta el exclaustrado. --SÃ, señor,--respondió la interpelada, sin dejar de remedar á Muergo, que volvió á reir como un idiota. --Corriente--dijo el exclaustrado.--Pero ¿á qué vienes aquÃ, y á qué vienes tú, Andresillo, y por qué la traes de la mano? ¿En qué bodegón habéis comido juntos, y qué pito voy á tocar yo en estas aventuras? --Es callealtera,--respondió muy serio el llamado Andresillo. --Ya me voy enterando, ¡cuerno!--Tres veces con ésta se me lo ha dicho ya. Y ¿qué hay con eso? --La conozco del Muelle-Anaos--continuó Andrés.--Baja casi todos los dÃas allá.--Yo no sabÃa lo de la Maruca... ¡que si lo sé! (y enderezó á Muergo un gestecillo avinagrado), porque también conozco á éstos. --¿Del Muelle-Anaos?--preguntó fray Apolinar, sin pizca de asombro. --SÃ, señor--respondió Andrés.--Van muy á menudo. --Y él á la Maruca,--añadió GuarÃn. --¡Cuerno con el rapaz, y qué veta saca!... Pero vamos al caso. Resulta, hasta ahora, que esta niña es callealtera, y que tú y esta granujerÃa, á pesar de las respectivas vitolas, sois... tal para cual... ¿Y qué más? --Que esta mañana avisó á mi madre el _talayero_ que quedaba á la vista la _Montañesa_... y yo salà de casa para ir á San MartÃn á verla entrar... y llegué al Muelle-Anaos. --¡Al Muelle-Anaos!... ¿No vivÃs ya en la calle de San Francisco? --SÃ, señor. --¡Pues buen camino llevabas para ir á San MartÃn! --Iba á ver si estaba allà _Cuco_ y me querÃa acompañar. --¡Cuco! ¿También eres amigo de Cuco, de ese raquerazo descortés y grosero, que me canta coplas indecentes en cuanto me columbra de lejos?... ¡Cuerno con la crÃa! --Yo nunca le oigo esas cosas... Malo, algo malo es; pero no hace daño á nadie. Anda en el bote del Castrejo, y me enseña á remar, y á echar _coles_ y _tapas_, y á descansar de espaldas y de pie... --SÃ, y á birlar los puros á tu padre para regalárselos á él; y á _correr_ la escuela, y á andar en las _guerras_... y á muchas cosas más que me callo... ¡Pues buenas tripas se le pondrÃan á tu padre si al entrar hoy con la corbeta te veÃa en las peñas de San MartÃn en compañÃa de tan ilustre camarada! ¡Cuerno, recuerno del hinojo! Andrés se puso muy colorado, y dijo, con la cabeza algo gacha: --No, señor... Yo no hago nada de eso, pae Polinar. --¡Como que te vas á confesar conmigo ahora!...--repuso el fraile con mucha sorna.--Pero ¡á mà de esas cosas, Andresillo?... En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Ahora, sigue con el cuento. ¿Qué te dijo Cuco en el Muelle-Anaos? --à Cuco no le vÃ, porque andaba de flete con unos señores. Pero estaba ésta comiendo un zoquete de pan que le habÃan dado, de pura lástima, unos calafates, y me dijo que habÃa dormido anoche en una barquÃa, porque la habÃan echado de casa. --Y ¿por qué? --Porque le gusta mucho la bribia, y la pegaron. --¡Guapamente, cuerno!... ¡Eso es lo que se llama una escuela de órdago para una mujer! ¿Cómo te llamas, hija? --Silda me llamo,--respondió secamente la interpelada. --Es callealtera,--añadió Andrés. --¡Dale, y van cuatro!--exclamó el presbÃtero. --No tié padre... ¡ju, ju, ju!--graznó el salvaje Muergo. La niña le remedó, según costumbre. --Se ajuegó en San Pedro del Mar en la última costera del besugo,--dijo Cole. --Ni madre tampoco tiene,--añadió Sula. --La recogió de lástima un callealtero que se llama tÃo Mocejón,--expuso Andrés. --¡Ta, ta, ta, ta!...--exclamó el padre Apolinar al oirlo.--Luego esta muchacha es hija del difunto Mules, viudo hacÃa dos años cuando pereció este invierno, con aquellos otros infelices... ¡Pues pocos pasos dà yo, en gracia de la Virgen, para que te recogieran en esa casa!... Hija, no te conocÃa ya. Verdad que no recuerdo haberte visto más de dos veces, y esas mal, como lo veo yo todo con estos pÃcaros ojos que no quieren ser buenos... Corriente; pero ¿de qué se trata ahora, caballero Andrés? --Pues yo--respondió éste, dando vueltas á la gorra entre sus manos,--la dije, al oir lo que me contó: «vuélvete á casa.» Y ella me dijo: «si vuelvo me desloman; y no quiero volver por eso.» Y dije yo: «¿qué vas á hacer aquà sola?» Y dijo ella: «lo que hagan otros.» Y yo dije: «puede que no te peguen.» Y dijo ella: «me han pegado muchas veces... todos son malos allÃ, y por eso me he escapado para no volver.» Y yo, entonces, me acordé de usté, y la dije: «yo te llevaré á un señor que lo arreglará todo, si quieres venir conmigo.» Y ella dijo: «pues vamos.» Y por eso la traje aquÃ. à todo esto, la niña, cuando no hacÃa gestos á Muergo, recorrÃa con los ojos suelo, muebles y paredes, tan serena y tranquila como si nada tuviera que ver con lo que se trataba allà entre el padre Apolinar y el hijo del capitán de la _Montañesa_. --Es decir--exclamó el bendito fraile, cruzándose de brazos delante del protector y de la protegida,--que éramos pocos, y parió mi abuela. ¡Cuerno con las gangas que le caen al padre Apolinar! Desavénganse las familias; descuérnense los matrimonios; escápense los hijos de sus casas; aráñense los dos Cabildos; enamórese Juan sin bragas de Petra con mucha guinda... húndase el pico de Cabarga y ciérrese la boca del puerto... aquà está el padre Apolinar que lo arregla todo, como si el padre Apolinar no tuviera otra cosa que hacer que enderezar lo que otros tuercen, y desasnar bestias como las que me escuchan. Y ¿quién te ha dicho á tÃ, Andresillo, que basta con querer yo que se recoja á esta muchacha en una casa honrada, para darla por recogida ya? Y ¿qué sabes tú si, aunque eso fuera posible, querrÃa yo hacerlo? ¿No lo hice ya una vez? ¿Ha servido de algo? ¿Me lo han agradecido siquiera? Pues sábete que negocios ajenos matan al alma; y de negocios ajenos estoy yo hasta la corona, ¡hasta la corona, hijo... y más arriba también!... ¡Cuerno con el hinojo de mis pecados!... Aquà se dió dos vueltas el fraile por el cuarto, mientras las ocho criaturas se miraban unas á otras, ó se desperezaban algunas de ellas, ó se aburrÃan las más; y después de retorcerse dos veces seguidas dentro del vestido, detúvose delante de Silda y de Andresillo, y les dijo: --De modo que lo que vosotros queréis es que ahora mismo os acompañe á casa de Mocejón, y le hable al alma y le diga: aquà está el hijo pródigo que vuelve arrepentido al hogar paterno... --à mà no--interrumpió Andrés con viveza;--á ésta es á quien ha de acompañar usté. Yo me voy ahora mismo á San MartÃn á ver entrar á mi padre, que debe estar ya si toca ó llega. --Y yo me voy contigo--dijo Silda con la mayor frescura.--Me gusta mucho ver entrar esos barcos grandes... --Entonces, cabra de los demonios--replicóla fray Apolinar, cuadrándose delante de ella,--¿para quién voy á trabajar yo? ¿Qué voy á meterme en el bolsillo con ese mal rato? Si á tà no te importa lo que resulte del paso que me obligáis á dar, ¿qué cuerno me ha de importar á mÃ?... ¡Pues no voy, ea! --à que sÃ, pae Polinar,--le dijo Andrés, mirándole muy risueño. --¡à que no!--respondió el fraile, queriendo ser inexorable. --à que sÃ,--insistió Andrés. --¡Cuerno!--replicó el otro casi enfurecido,--¡pongo las dos orejas á que no, y á reteque no! Entonces, como si se hubieran puesto instantáneamente de acuerdo los ocho personajes que le rodeaban, gritaron unÃsonos y con cuanta voz les cabÃa en la garganta: --¡à que sÃ! Y como vieron al fraile rascarse nervioso la cabeza y alumbrar un testarazo á Muergo, lanzáronse todos en tropel á la escalera, que, angosta y carcomida, retemblaba y crujÃa, y no pararon hasta el portal, donde se examinó el regalo del padre Apolinar. Después de convenir todos en que no era cosa superior, dijo Andrés á Silda: --Para cuando volvamos de San MartÃn, ya habrá estado pae Polinar en casa de tÃo Mocejón, ó en otra casa... De un brinco subo yo á preguntarle lo que haya pasado. Tú me esperas aquÃ, y bajo y te lo cuento. No te dé pena, que ya lo arreglaremos entre todos. Ahora, vámonos. La niña se encogió de hombros, y Muergo, apretándose el nudo de la driza del chaquetón, dijo enseñando los dientes y revirando mucho los ojos: --Yo voy tamién, en cuanto deje estos calzones á mi madre. --Y yo tamién,--añadió Sula. Silda llamó burro á Muergo; GuarÃn, Cole y los demás dijeron que se iban, quién al Muelle-Anaos, quién á las lanchas, quién á otros quehaceres, y Muergo á dejar los calzones en su casa, y se separaron á buen andar. * * * * * Todo esto acontecÃa en una hermosa mañana del mes de junio, bastantes años... muchos años hace, en una casa de la calle de la Mar, de Santander; de aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles ni tranvÃas urbanos; sin la plaza de Velarde y sin vidrieras en los claustros de la catedral; sin _hoteles_ en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la PescaderÃa; el Santander del _Muelle-Anaos_ y de la _Maruca_; el de la Fuente Santa y de la Cueva del tÃo Cirilo; el de la Huerta de los Frailes en abertal, y del provincial de Burgos envejeciéndose en el cuartel de San Francisco; el de la casa de BotÃn, inaccesible, sola y deshabitada; el de los Mártires en la Puntida, y de la calle de Tumbatres; el de las gigantillas el dÃa 3 de noviembre, aniversario de la _batalla de Vargas_, con luminarias y fuegos artificiales por la noche, y de las corridas en que mataba _Chabiri_, picaba el _Zapaterillo_, banderilleaba _Rechina_ y capeaba el _Pitorro_, en la plaza de BotÃn, con música de los Nacionales; el Santander de los Mesones de Santa Clara, del Peso público y de _Mingo_, la _Zulema_ y _TumbanavÃos_; del _ChacolÃ_ de la Atalaya, y del cuartel del Reganche en la calle de Burgos; del parador de Hormaeche, y de la _casa del NavÃo_; el Santander de aquellos muchachos _decentes_, pero muy mal vestidos, que, con bozo en la cara todavÃa, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan á humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas venerandas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que á ojos cerrados me atreverÃa á trazarle con todo su perÃmetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres, y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que á la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oÃdas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer á la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza _pejina_ que va desvaneciéndose entre la abigarrada é insulsa confusión de las modernas costumbres. [Ilustración] [Ilustración] II DE LA MARUCA à SAN MARTÃN Estaba tentadora la Maruca cuando pasaron junto á ella los cuatro muchachos que se encaminaban á San MartÃn. SalÃa el agua á borbotones por el boquerón de la trasera del Muelle, y regueros de espuma iban marcando el creciente nivel de la marea en el muro de la calzada de CañadÃo y en la playa de la parte opuesta, cerrada por la fachada de un almacén que aún existe, y un alto y espeso bardal que empalmaba con ella en dirección al Este, espacio ocupado hoy por la casa de los Jardines y la plaza del Cuadro, con cuantos edificios y calles les siguen por el Norte, hasta la pared de la huerta de Rábago. Esto era la Maruca de entonces, que comunicaba con la bahÃa por el alcantarillón que desembocaba en la punta del Muelle, antro temeroso que muy pocos valientes se habÃan atrevido á explorar, cabalgando en un madero flotante. Cuco aseguraba haber acometido esta empresa; es decir, entrar por el boquerón de la Maruca y salir por el del Muelle, á media marea; pero tales cosas contaba de tinieblas espesas, de ruidos espantosos, de ratas como cabritos y de ayes lastimeros, como de ánimas en pena, que me han hecho dudar después acá que fuera verdad la hazaña. Meter la cabeza en el negro misterio, pero sin abrir los ojos por no ver horrores, eso lo hicieron muchos, y yo entre ellos; pero lo de Cuco... ¡bah! ¿Por qué no citaba testigos cuando lo afirmaba? Y bien valÃa la pena de acreditarse asà tal empresa, por ser la única que podÃa, ya que no compararse, ponerse cerca siquiera de otra, tan espantable de suyo, que ni en broma se atrevió entonces ningún muchacho á decir que la hubiera acometido: dar cuatro pasos no más en el antro misterioso que conducÃa al abismo en cuyo fondo _flotaba_ el barco de piedra en que vinieron á Santander las cabezas de sus patronos, los mártires de Calahorra, San Emeterio y San Celedonio; antro cuya puerta de entrada, baja y angosta, manchada de todo género de inmundicias y cerrada siempre, contemplaban chicos y grandes, con serios recelos, en el muro del Cristo, cerca ya de San Felipe, al pasar por la embovedada calle de los Azogues. Según la versión popular, lo mismo era penetrar allà una persona, que caer destrozada á golpes y desaparecer del mundo para siempre. Se habÃan dado casos, y nadie los ponÃa en duda, aunque sobre los _quiénes_ y los _cuándos_ no hubiera toda la claridad que fuera de apetecer. Repito que estaba tentadora la Maruca para los cuatro chicos que caminaban hacia San MartÃn. La marea, á más de dos tercios (y eran _vivas_ á la sazón), y todos los maderos flotando; y además de las perchas de costumbre (porque siempre habÃa allà alguna), dos vigas que no estaban el dÃa antes: dos vigas juntas, amarradas una á otra y fondeadas con un arpón, cerca de la orilla del bardal. --¡Cosa de nada!--como dijo Andrés respingando de gusto en cuanto las vió;--descalzarme, remangar las perneras hasta los muslos, y en un decir «Jesús,» atracar un poco las vigas, halando del cabo del arpón; saltar encima de ellas, y con el palo que tengo escondido donde yo sé, bien cerca de aquÃ... ¡Recontra, qué _barco_ más hermoso!... ¡y qué marea! Lo mismo opinaban Sula y Muergo, y bien le tentaron para que no pasara de allÃ; pero la fuerza que le movÃa hacia San MartÃn era más poderosa que la que trataba de detenerle en la Maruca; y por eso, y porque Silda, acaso recordando el remojón consabido al ver la percha, que ya le habÃa señalado Muergo con sus ojos bizcos y su risa estúpida, le apoyó con vehemencia, fué sordo á las seducciones de sus astrosos compañeros, y ciego á los atractivos que tenÃa delante. Asà es que duró poco la detención allÃ, y muy pronto se les vió trepar á los prados en busca del camino de la Fuente Santa. Aunque Andrés habÃa visto, al asomarse al Muelle en sitio conveniente, que aún no se habÃa puesto el gallardete amarillo sobre la bandera azul en el palo de señales de la CapitanÃa, prueba de que la corbeta avistada no abocaba todavÃa al puerto, llevaba mucha prisa; porque resuelto á ver la entrada de su padre desde San MartÃn, creÃa que andaba el barco más que su pensamiento, y temÃa llegar tarde. Mientras caminaba, siempre delante de los demás, éstos le acribillaban á preguntas, ó le detenÃa alguno de ellos para ver cómo se revolcaba Muergo sobre los prados, ó se bañaba algún chico entre las peñas cercanas á la Cueva del tÃo Cirilo, ó rendÃa la bordada un patache buscando la salida con viento de proa, ó remedaba Silda el mirar torcido y el reÃr estúpido de Muergo. --¡Buenas cosas traerá tu padre!--dijo la muchachuela á Andrés. --à veces las trae tal cual,--respondió Andrés sin volver la cara. --¿Para tà también? --Y para todos. Una vez me trajo un loro. --Mejor eran cajetillas,--expuso Sula. --U jalea,--añadió Muergo. --Para él las trae á cientos, de _Las tres coronas_,--dijo Andrés respondiendo á Sula. --¡Bien sé yo lo que es jalea, puño!--insistió Muergo relamiéndose.--Una vez la caté... ¡ju, ju, ju! Se lo dió á mi madre una señora del Muelle... Yo creo que lo trincó, ¡ju, ju, ju! Tamién yo se lo trinqué á ella una noche, y me zampé media caja... ¡Puño, qué taringa endimpués que lo supo! --Puede que tamién traiga mantones de seda--dijo Silda, apretando la jareta de la saya sobre su cintura.--Si trae muchos, guárdame uno, ¿eh, Andrés? Volvióse éste hacia Silda, asombrado del encargo que acababa de hacerle, y vió á Sula cabeza abajo, agarrado con las manos á la yerba y echando al aire, ora una pierna, ora la otra, pero nunca las dos á la vez. Cabalmente el hacer pinos pronto y bien era una de las grandes habilidades de Andrés. Sintióse picado del amor propio al ver la torpeza de Sula, y alumbrándole un puntapié en el trasero, dÃjole, para que se enteraran todos los presentes: --Eso se hace asÃ. Y en un periquete hizo el pino perfecto, con zapateta y perneo, y la Y, y casi la T, y cuanto podÃa hacerse, sin ser descoyuntado volatinero, en aquella incómoda postura. Y tanto se zarandeó, animado por el aplauso de Silda y de Muergo, que se le cayó en el prado cuanto llevaba en los bolsillos, lo cual no era mucho: tres cuartos en dos piezas, un pitillo, un cortaplumas con falta de media cacha, y unos papelejos. En cuanto Muergo vió el pitillo, le echó la zarpa y se apartó un buen trecho; y antes que Andrés hubiera deshecho el pino y recogido del suelo los cuartos, papeles y navaja, ya él habÃa sacado un fósforo de cartón que conservaba en el fondo insondable de un bolsillo de su chaquetón, y resobado el misto contra un morrillo, y encendido el cigarro, y dádole tres chupadas tan enormes, sin soltarle de la boca, y tan bien _tapadas_, que cuando se le fué encima el hijo del capitán de la _Montañesa_ reclamando á _piña seca_ lo que era suyo, Muergo, envuelta en humo la monstruosa cabeza, porque le arrojaba por todos los agujeros de ella y hasta parecÃa que por las mismas crines de su melena, sólo pudo entregar medio pitillo, y ese puerco y apestando. Asà y todo, le consumió Andrés en pocas chupadas, pues si á Sula le vencÃa en hacer pinos, á _taparlas_ no le ganaba Muergo. ¡Como que le habÃa enseñado á fumar Cuco, que era el fumador más tremendo del Muelle-Anaos, lo cual es tanto como decir el fumador más valiente del mundo! Pues todavÃa alumbró Sula un par de _bofetadas_ buenas á la colilla impalpable que tiró Andrés. En la Fuente Santa se encaramaron en el pilón y bebieron agua, sin sed los más de ellos, y Silda se lavó las manos y se atusó el pelo. Después echaron por el empinado callejón de la «fábrica de sardinas,» y salieron á los prados de Molnedo. Allà intentó Muergo hacer su poco de pino, quedándose rezagado para que no le vieran la prueba si le salÃa mal. En la brega para enderezar no más que el tronco sobre la cabeza, pues en cuanto á los pies, no habÃa que pensar en despegarlos del prado, se le volvieron las faldas del chaquetón hasta taparle los ojos. En tan pintoresco trance le hallaron los de sus camaradas, advertidos por Silda, que fué la primera en notar la falta del salvaje rapaz. Llegáronse todos á él muy queditos; y uno con ortigas y otro con una vara, y Silda con la suela entachuelada de un zapato viejo que halló en el prado, le pusieron aquellas nalgas cobrizas, que echaban lumbres. --¡Págame el tronchazo, animal!--le gritaba Silda mientras le estampaba las tachuelas en el pellejo, cuando le dejaban sitio y ocasión la vara de Andrés y las ortigas de Sula. Bramidos de ira, y hasta blasfemias, lanzaba Muergo al sentirse flagelado tan bárbaramente; pero sólo cuando imploró misericordia, logró que sus verdugos le dejaran en paz y rascarse á sus anchas las ampollas, que le abrasaban. Sula, ya que estaba allÃ, quiso acercarse al _Muelluco_. Andrés le dijo que hartas detenciones iban ya para la prisa que él llevaba; pero Sula no tomó en cuenta el reparo, y se bajó al Muelluco. En seguida empezó á gritar: --¡Congrio, qué hermosura!... ¡Cristo, qué marea! ¡Madre de Dios, qué cámbaros!... ¡Atracarvos, congrio! Y no hubo más remedio que atracarse todos al Muelluco. Buena era, en efecto, la marea, mas no para tan ponderada; y en cuanto á los cámbaros, los pocos que se veÃan no pasaban de lo regular. Pero Sula estaba en _lo suyo_, y no podÃa remediarlo. El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, _cubrÃa_ en aquel sitio más de dos veces, y se podÃan contar uno á uno los guijarros del fondo. --Échame dos cuartos, Andrés--le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco.--¡Te los saco de un cole! --No los tengo,--contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto. --¡Que no los tienes?--exclamó admirado Sula.--¡Y te los cogà yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes! Andrés se resistÃa. Sula apretaba. --¡Congrio!... ¡Échame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metà yo mesmo en la faldriquera... Y Andrés, que nones. Pero terció Silda á favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco, fué echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendÃa en rápidos ziszás hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta á la vista. --¡Cóntrales!--dijo Sula rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que habÃa comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo.--¡Puede que haiga _pulpe_ allÃ! Cosa que á Muergo le tenÃa sin cuidado, puesto que, en un abrir y cerrar de ojos, desató el bramante de su cintura; largó el chaquetón que le envolvÃa hasta cerca de los tobillos, y se lanzó al agua, de cabeza, con las manos juntas por delante. Tan limpio fué el cole, que apenas produjo ruido el cuerpo al caer; y sólo unas burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allà se habÃa colado aquel animalote bronceado y reluciente, que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vió en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevársele á la boca; invertir su postura con la agilidad de un _bonito_, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de crÃa. --¿Echas la mota?--dijo á Andrés después de quitarse el cuarto de la boca, y sosteniéndose derecho en el agua, solamente con la ayuda de las piernas. --Ni la mota ni un rayo que te parta--respondió Andrés, consumido por la impaciencia.--¡Ni os espero tampoco más! Y como lo dijo, lo hizo, camino de las Higueras, sin volver atrás la cara. Cuando la volvió, cerca ya de los prados de San MartÃn, observó que no le seguÃa ninguno de sus tres camaradas. En el acto sospechó, no infundadamente, que el cuarto adquirido por Muergo era la causa de la deserción. Sula y la muchacha querrÃan que se _puliera_ en beneficio de todos. No le pesó verse solo, pues no le hacÃa mucha gracia andar en sitios públicos con amigos de aquel pelaje. Menos le pesó cuando al atravesar, por el podrido tablero, el foso del castillo, vió su _baterÃa_ llena de gente que le habÃa precedido á él con el mismo propósito de asistir desde allà á la entrada de la _Montañesa_; gente que le era bien conocida en su mayor parte, pues habÃa entre ella marinos amigos de su padre, prácticos libres de servicio aquel dÃa, á quienes habÃa visto mil veces, no sólo en el Muelle, sino en su propia casa; el mismo dueño y armador de la corbeta, comerciante rico, que le infundÃa un respeto de todos los diablos; las mujeres de algunos marineros de ella; el mismÃsimo don Fernando Montalvo, profesor de náutica, maestro de su padre y de todos los capitanes y pilotos jóvenes de entonces, personaje de proverbial rigidez en cátedra, al cual temÃa mucho más que al amo de la _Montañesa_, porque sabÃa que estaba destinado á caer bajo su férula en dÃa no remoto; Caral, el conserje del Instituto Cántabro, que no perdÃa espectáculo gratis y al aire libre; su amigo el _Conde del Nabo_, con su casacón bordado de plata, resto glorioso de no sé qué empleo del tiempo de sus mocedades, y la sempiterna queja de que no le alcanzaba la jubilación para nutrir el achacoso cuerpo, que ya se le quebrantaba por las _choquezuelas_; don Lorenzo, el cura loco de la calle Alta, tÃo de un muchacho, amigo de Andrés, que se llamaba _Colo_ y estaba abocado á matricularse en latÃn, por exigencia y con la protección de aquel energúmeno; _Ligo_, mozo que iba á hacer ya su segundo viaje de piloto, y á cuya munificencia debÃa él algunos puñados de picadura... y no pocos coscorrones; Aniceto, el sastre inolvidable; Santoja, el famoso zapatero del portal del marqués de Villatorre... y muchos curiosos más de diversas cataduras; algunos con sus catalejos enfundados, y no pocos con sus sabuesos de caza ó su borreguito domesticado... Porque, en aquel entonces, la entrada de un barco como la _Montañesa_, de la matrÃcula de Santander, de un comerciante de Santander, mandado y tripulado por capitán, piloto y marineros de Santander, era un acontecimiento de gran resonancia en la capital de la Montaña, donde no abundaban los de mayor bulto. Además, la _Montañesa_ venÃa de la Habana, y se esperaban muchas cosas por ella: la carta del hijo ausente; los _vegueros_ de regalo; la caja de _dulces surtidos_; el sombrero de jipijapa; la letra de 50 pesos; la revista de aquel mercado; las noticias de tal cual persona de dudoso paradero ó de rebelde fortuna, y, cuando menos, las memorias para media población, y algunos indianos de ella, de retorno. La misma curiosidad, y por las mismas razones, excitaban la _Perla_, la _Santander_ y muy pocas fragatas más de aquellos tiempos. Nadie ignoraba en la ciudad cuándo salÃan, qué llevaban, á dónde iban ni por dónde andaban, como fuera posible saberlo. Sus capitanes y pilotos eran popularÃsimos, y sus dichos y sus hechos se grababan en la memoria de todos, como glorias de familia. ¿Quién de los que entonces tuvieran ya uso de razón y vivan hoy, habrá olvidado aquella tarde inverniza y borrascosa, en que, apenas avistada al _puerto_ una fragata, se oyó de pronto el tañido retumbante, acompasado, lento y fúnebre del campanón de los Mártires! --¡à barco!--exclamaron cientos y cientos de personas que conocÃan el toque. --¡La _Unión_!--añadÃan consternadas, echándose á la calle, las que aún no habÃan salido de casa. Porque no ignoraba nadie, desde por la mañana, que la _Unión_ era la fragata avistada, y que venÃa corriendo un temporal furioso. Yo me hallaba en la escuela de Rojà al sonar el campanón, y ninguno preguntó allà «¿qué fragata es esa?» cuando se nos dijo: «¡la _Unión_ se va á las _Quebrantas_!» Todos la conocÃamos, y casi todos la esperábamos. Con decir que en seguida se nos dió suelta, pondero cuanto puede ponderarse la impresión causada en el público por el suceso. Medio pueblo andaba por la calle, y el otro medio se desparramaba desde el castillo de San MartÃn al del Hano, viendo consternado, primero, cómo se salvaba la tripulación, casi por milagro de Dios, y, después, cómo daba á la costa el hermoso buque, y se despedazaba á los golpes del embravecido mar, y caÃa sobre sus despojos una nube de aquellos rapaces costeños, de quienes se contaba, y aún se cuenta, que ponÃan una vela á la Virgen de Latas siempre que habÃa temporal, para que fueran hacia aquel lado los buques que abocaran al puerto.--No cabe en libros lo que se habló en Santander de aquel triste suceso, que hoy no llevarÃa dos docenas de curiosos al polvorÃn de la Magdalena. Y aún fué, pasados los años, tema compasible de muchas y muy frecuentes conversaciones; y todavÃa hoy, como se ve por la muestra, sale á colación de vez en cuando. Y con esto, vuelvo á las personas que dejamos en San MartÃn esperando la llegada de la _Montañesa_. à pesar de ser muchas, se hablaba muy poco entre ellas; lo cual acontece siempre que se aguarda un suceso que interesa por igual á todos los circunstantes, ó están las gentes á cielo descubierto, delante de la naturaleza que habla por los codos, sin dejar que nadie meta su cuchara en la conversación... ¡Y qué elocuente estaba aquel dÃa! La mar, verdosa y fosforescente, rizada por una brisa que yo llamarÃa juguetona, si el término no estuviera tan desacreditado por copleros chirles y por _impresionistas_ cursis, que quizá no han salido nunca de los trigos de tierra adentro; el sol despilfarrando alegre sus haces de luz, que centelleaba entre los pliegues de la bahÃa y en los rojos traidores arenales de las Quebrantas. Allá, en el fondo del paisaje, los azulados picos de Matienzo y Arredondo, y más cerca, las curvas elevadas y los senos sombrÃos de la cordillera que iba perfilando la vista desde el cabo Quintres y las lomas de Galizano, hasta los puertos de Alisas y la Cavada, transparentándose en una bruma sutil y luminosa, como velo tejido por hadas con hilos impalpables de rocÃo; y allÃ, al alcance de la mano, los cerros del Puntal recibiendo en sus cimientos arenosos los besos amargos de la creciente marea. Por todo ruido, el incesante rumor de las aguas al tenderse perezosas en la playa contigua, ó al mojar con sus rizos, agitados por el aire, las asperezas del peñasco. No se veÃa el pulmón bastante henchido nunca de aquel ambiente salino, ni la vista se hartaba de aquella luz reverberante, parlanchina y revoltosa, que se columpiaba en la bruma, en las aguas y en las flores. No sé si irÃan precisamente por este lado todos los pensamientos de aquellas personas cuando discurrÃan de una á otra parte por la explanada del castillo, ó se encaramaban en la paredilla del parapeto, ó se tumbaban sobre la yerba de la braña exterior, sin hablar más de tres palabras seguidas y con la vista errabunda por todos los términos del paisaje; pero puede apostarse á que, si por arte de hechicerÃa se les hubiera puesto delante, en lugar del miserable castillejo, los mayores prodigios de la industria humana ó las maravillas de los palacios de Aladino, los hubieran contemplado sin el menor asombro; señal, aunque sin darse cuenta de ello, de que, á sus ojos, valÃan mucho más las maravillas de la naturaleza. Andrés era el único de los espectadores que no paraba mientes en estas maravillas, ni las hubiera parado tampoco en las de la misma Pari-Banú, si allà se hubiera presentado para transformar de repente el castillo en un alcázar de oro con puertas de esmeraldas. Pensaba en la llegada de su padre, y del barco de su padre, y á lo más, en que toda aquella gente estaba allà para ver eso mismo que tanto le interesaba á él, por ser hijo de quien era; es decir, del héroe de la fiesta. ¡Si estarÃa hueco y gozoso y preocupado! Ligo le habÃa tomado por su cuenta; y después de andar con él de un lado para otro, haciéndole reir ó ponerse colorado con las cosas que preguntaba al Conde del Nabo sobre la flojedad de sus choquezuelas, ó á Caral acerca de su _canoa_ (sombrero), se habÃan acomodado juntos en lo más alto y saliente del promontorio. Al fin, se oyeron muchas voces que exclamaron á un tiempo: --¡Ahà está! Y allà estaba, en efecto, la _Montañesa_, que abocaba orzando, cargada de trapo hasta los topes, el pabellón ondeando en el pico de cangreja, y con el práctico á bordo ya, pues que llevaba la lancha al costado. Apenas arribó sobre la Punta del puerto, ya se la vió pasar rascando la Horadada por el Sur del islote, y tomar en seguida, como dócil potro bien regido, el rumbo de la canal. La brisa la empujaba con cariño, y sobre copos de blandos algodones parecÃan mecerse sus amuras poderosas. Cada movimiento del barco arrancaba un comentario de aplauso á los inteligentes de San MartÃn, y producÃa un tumulto en el corazón de Andrés, que era el más interesado de todos en las valentÃas de la corbeta y en la llegada de su capitán. Asà se fué acercando poco á poco, siguiendo inalterable su derrotero, como quien pisa ya terreno conocido, que es, además, camino de su casa; y tanto y con tal destreza atracaba la costa de los espectadores, que cualquier ojo ducho en estas maniobras hubiera conocido que el práctico que la gobernaba se habÃa propuesto demostrar á los _contramaestres de muralla_ que allà no se trabajaba á lo zapatero de viejo, sino que se hilaba mucho y por lo fino. ¡Y vaya si el tÃo Cudón, que era el práctico que habÃa tomado á la corbeta en el Sardinero, sabÃa, como el más guapo, _meter_ como una seda el barco de mayor compromiso! Y en esto continuaba arribando, con un andar de siete millas; y llegó á oirse el rumor de la estela, y el crujir de la jarcia al rehenchirse la lona, y el resonar de la cadena al ser sacada de sus cajas, y plegadas á proa las brazas suficientes de ella para dar fondo en el momento oportuno; algún espectador creÃa distinguir caras conocidas sobre el puente; llegó á verse claro y distinto al piloto _Sama_, sobre el castillo de proa, con sus botas de agua, su chaquetón obscuro y su gorra de galón dorado... y Andrés, exclamando: «¡mÃrale!» apuntó, con el brazo tendido, á su padre, de pie sobre la toldilla de popa, junto á la rueda del timón, y la diestra en la driza de la bandera, con la cual, momentos después y al hallarse la corbeta casi debajo de la visual de los espectadores de San MartÃn, respondió á las aclamaciones y saludos de éstos, izándola tres veces seguidas, mientras se llenaba la borda de estribor de tripulantes y pasajeros que agitaban al aire sus gorras y jipijapas. Entonces pudieron gozarse á la simple vista todos los detalles de la corbeta... ¡La muy presumida! ¡Cómo habÃa cuidado, antes de abocar al puerto, de sacudirse el polvo del camino y arreglarse todos sus perifollos! Sus bronces parecÃan oro bruñido; traÃa las vergas limpias de palleterÃa, y sin sus forros de lona, burdas y cantos de cofa; oscilaba en la batayola el catavientos de pluma, que sólo se luce en el puerto, y flameaban en los galopes de la arboladura la grÃmpola azul con el nombre del barco en letras blancas; la contraseña de la casa, y la bandera blanca y roja de la matrÃcula de Santander. Otra vez saludó el pabellón de la _Montañesa_, y otra vez más volvieron á cruzarse vÃtores, hurras y sombreradas entre la gente de á bordo y la de tierra; y como si el barco mismo hubiera participado del sentimiento que movÃa tantos ánimos, haciendo crujir de pronto todo su aparejo, hundió las amuras en el agua hasta salpicar las anclas, que ya venÃan preparadas sobre capón y boza, y se tendió sobre el costado de babor, dejando al descubierto en el otro, por encima de las lumbres de agua, más de una hilada de reluciente cobre. En esta posición gallarda, meciéndose juguetona en el lecho de hervorosa espuma que ella misma agitaba y producÃa, se deslizó á lo largo del peñasco, rebasó en un instante del escollo de las _Tres hermanas_, cargáronse en seguida sus mayores y se arriaron gavias, foques y juanetes; y muy poco más allá, á la voz resonante y varonil de _¡fondo!_ que se dejó oir perceptible y clara sobre el puente, caÃa un ancla en el agua y se percibÃa el áspero sonido de los eslabones, al filar por el escobén más de cuarenta brazas de cadena. Con lo que la airosa corbeta, tras un fuerte estremecimiento, quedó inmóvil sobre las tranquilas aguas del fondeadero de la _Osa_, como corcel de brÃos parado en firme por su jinete á lo mejor de su carrera. [Ilustración] [Ilustración] III DÓNDE HABÃA CAÃDO LA HUÉRFANA DE MULES TÃo Mocejón, el de la calle alta (porque habÃa otro Mocejón más joven en el Cabildo de Abajo), era un marinero chaparrudo, rayano con los sesenta, de color de hÃgado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en la cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. TenÃa los _andares_ como todos los de su oficio, torpes y desaplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar en tierra, obscuro y desdeñoso. En tierra digo, porque en la mar, como andaba en ella, ó por encima ó alrededor de ella venÃa cuanto en el mundo podÃa llamarle la atención, ya era otra cosa. El vil interés y el apego instintivo al mÃsero pellejo le despertaban en el espÃritu los cuidados; y no hay como la luz de los cuidados para que echen chispas los ojos más mortecinos. En cuanto á genio, mucho peor que la piel, que la barba, las greñas, los andares y la mirada; no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible. Unos calzones pardos, que al petrificarse con la mugre, el agua de la mar y la brea de la lancha, habÃan ido tomando la forma de las entumecidas piernas; unos calzones asÃ, atados á la cintura con una correa; unos zapatos bajos, sin tacones ni señal de lustre, en los abotagados pies; un _elástico_ de _cobertor_, ó manta palentina, sobre la camisa de estopa, y un gorro catalán puesto de cualquier modo encima de las greñas, como trapo sucio tendido en un bardal, componÃan el sempiterno envoltorio de aquel cuerpo, pasto resignado de la roña, y muy capaz hasta de pactar alianzas con la lepra, pero no de dejarse tocar del agua dulce. Pues con ser asà tÃo Mocejón, no era lo peor de la casa; porque le aventajaba en todo la Sargüeta, su mujer, cuyo genio avinagrado y lengua venenosa y voz dilacerante, eran el espanto de la calle, con haber en ella tantas reñidoras de primera calidad. Era más alta que su marido, pero muy delgada, pitarrosa, con hocico de merluza, dientes negros, ralos y puntiagudos; el color de las mejillas, rojo curado; y lo demás de la cara, pergamino viejo; el pecho hundido, los brazos largos; podÃan contarse los tendones y todos los huesos de sus canillas, siempre descubiertas, y apestaba á _parrocha_ desde media legua. Nunca se le conoció otro atalaje que un pañuelo obscuro atado debajo de la barbilla, muy destacado sobre la frente y caÃdo hacia los ojos, para que no los ofendiera la luz; un mantón de lana, también obscuro y también sucio, y hasta remendado, cruzadas sobre el pecho las puntas y amarradas encima de los riñones; un refajo de estameña parda, y en los pies unas chancletas con luces á todos los vientos. Sin embargo, hay quien asegura que era más llevadera esta mujer inaguantable, que su hija Carpia, moza ya metida en los diez y nueve, tan desaliñada y puerca como su madre, pero más baja de estatura, más morena, más chata, tan recia de voz y tan larga de lengua, y, además, _cancaneada_. Era de oficio sardinera, y cosa de taparse la gente los oÃdos y los ojos y aun las narices, cuando ella pasaba con el carpancho lleno, encima de la cabeza, chorreando la pringue sobre hombros y espaldas, cerniendo el corto y sucio refajo al compás del vaivén chocarrero de sus caderas, y pregonando á gañote limpio la mercancÃa. Ninguna sardinera ponÃa la nota final más alta ni tan bien sostenida; se llegaba á perder la esperanza de que aquel grito áspero y penetrante tuviera fin. Pero que algún transeunte le diera á entender esta sospecha con el menor gesto, ó mostrara su desagrado con la más leve palabra; que cualquier fregona inexperta, después de preguntarle desde el balcón de la cocina «_¿á cómo?_» no replicara á su respuesta, ó replicara con malos modos, ó que después de haber replicado, por ejemplo, «_á tres_,» y de haber dicho la sardinera «_abaja_,» la fregona no bajara, ó tardara en bajar... ¡era cuanto habÃa que oir y que ver lo que decÃa y hacÃa Carpia entonces, con el carpancho en el suelo en mitad de la calle y la vista unas veces en su _agresor_, ó en el sitio que éste habÃa ocupado, si se retiró prudente á lo escondido temiendo la granizada, y otras en el primer transeunte que cruzara á su lado, ó en todos los transeuntes, ó en todos los balcones de la calle! Mirándola en aquel trance, se dudaba cuál era en ella más asombroso, entre la palabra, la idea, el gesto, la voz y los ademanes; y todo ello junto parecÃa imposible que cupiera en una criatura humana, y del mismo sexo en el cual se vinculan el aseo y la vergüenza. Y, sin embargo, Carpia no estaba _enfadada_ de veras: aquello no era más que un ligero desahogo que se permitÃa entre burlona y despechada; porque cuando se enfadaba, es decir, cuando _reñÃa_ con todo el ceremonial del caso entre el gremio, que ha llegado á formar escuela, y va á la hora presente en próspera fortuna... ¡Dios de bondad!... En fin, casi tan terrible como su madre, de quien tomó el estilo, ora oyéndola en la vecindad, ora aprendiendo con ella á _correr la sardina_, llevando por las asas el carpancho entre las dos. Carpia tenÃa un hermano llamado Cleto, de menos edad que ella. SalÃa este hermano más á la casta de su padre que á la de su madre. Era sombrÃo y taciturno, pero trabajador. Andaba ya á la mar, y no se llevaba bien con su hermana. La daba patadas en la barriga, ó donde la alcanzaba, cuando llegaba el caso de responder á las desvergüenzas de la sardinera. No sabÃa _hablarla_ de otro modo. Esta apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del Sur) que tenÃa siete á la vista, y cuya lÃnea de fachada se extendÃa muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenÃa siete pisos á _la vista_, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaban á catorce las habitaciones de que se componÃa; ó si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allÃ, cada una en su agujero correspondiente, con sus _artes_ de pescar, sus _ropas de agua_, sus cubos llenos de _agalla_ con arena para _macizo_, sus astrosos vestidos de diario, y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenÃan balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y _sereñas_, y que tenÃan la _curiosidad_ de arrojar á la calle, ó sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito á los _terrestres_ que por su desventura necesitaran utilizarle; y en cuanto á los cubiles que no tenÃan estos desahogaderos, allá se las componÃan tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneras, ¿cómo remediarlo? No vivÃan mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba... Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio. Volviendo á tÃo Mocejón, añado que era dueño y patrón de una _barquÃa_, por lo cual cobraba de la misma dos _soldadas_ y media: una y media por _amo_, y una por patrón; ó, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados á esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los _compañeros_ de la barquÃa, se tiraba él dos y media. ProcedÃa de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fué una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarÃsimo el marinero que tenÃa una parte pequeña en la embarcación en que _andaba_; ni lo que influyó en la Sargüeta y en su hija Carpia para que llegaran á ser las más desvergonzadas y temibles reñidoras del Cabildo. Como tÃo Mocejón era bastante torpe en números, y se mareaba en pasando la cuenta de la que él pudiera echar por los dedos de la mano, bien agarrados, uno á uno, con la otra, la _patrona_, es decir, su mujer, era quien cobraba cada sábado el pescado vendido durante la semana al costado de la barquÃa, al volver ésta de la mar; lances en los cuales habÃa acreditado, principalmente, la Sargüeta, el veneno de su boca, lo resonante de su voz, lo espantoso de su gesto, lo acerado de sus uñas y la fuerza de sus dedos enredados en el bardal de una cabeza de la PescaderÃa. Por eso, del cepillo de las Ãnimas sacara una revendedora los cuartos, si no los tenÃa preparados el viernes por la noche, antes que pedir á la Sargüeta diez horas de plazo para liquidar su deuda. Aunque _patronas_ se llaman todas las mujeres de los patrones de lancha, cobren ó no por su mano las ventas de la semana, en diciendo «la patrona» del Cabildo de Arriba, ya se sabÃa que se trataba de la Sargüeta. ¡Qué tal patrona serÃa! Ya se irá comprendiendo que no le faltaban motivos á la muchachuela Silda para resistirse á volver á la casa de que huyó. En cuanto á las razones que se tuvieron presentes para que la recogieran en ella cuando se vió huérfana y abandonada en medio de la calle, como quien dice, no fueron otras que la de ser Mocejón marinero pudiente, y además, compadre de Mules, por haber éste sacado de pila al único hijo varón de la Sargüeta. Que costó Dios y ayuda reducir á Mocejón y toda su familia á que se hiciera cargo de la huérfana, no hay necesidad de afirmarlo; ni tampoco que el padre Apolinar y cuantas personas anduvieron con él empeñadas en la misma empresa caritativa, oyeron verdaderos horrores, particularmente de Carpia y de su madre, antes de lograr lo que intentaban; lo cual no aconteció hasta que el Cabildo ofreció á Mocejón una ayuda de costas de vez en cuando, siempre que la huérfana fuera tratada y mantenida como era de esperar. Mocejón quiso, por consejo de su mujer, que la promesa del Cabildo «se firmara en papeles por quien debiera y _supiera_ hacerlo;» pero el Cabildo se opuso á la exigencia; y como ya habÃa más de una familia dispuesta á recoger á Silda por la ayuda de costas ofrecida, sin que se declarara en papeles la oferta, tentóle la codicia á la Sargüeta, convenció á los demás de su casa, contando con que, á un mal dar, del cuero le saldrÃan las correas á la muchacha, y dióle albergue en su tugurio, y poco más que albergue, y mucho trabajo. Por de pronto, no hubo cama para ella: verdad que tampoco la tenÃan Carpia ni su hermano. Allà no habÃa otra cama, propiamente hablando, y por lo que hace á la forma, no á la comodidad ni á la limpieza, que el catre matrimonial, en un espacio reducidÃsimo, con luz á la bahÃa, el cual se llamaba sala porque contenÃa también una mesita de pino, una silla de _bañizas_, un escabel de cabretón y una estampita de San Pedro, patrono del Cabildo, pegada con pan mascado á la pared. Carpia dormÃa sobre un jergón medio podrido, en una alcoba obscura con entrada por el _carrejo_, y su hermano encima del arcón en que se guardaba todo lo guardable de la casa, desde el pan hasta los zapatos de los domingos. à Silda se la acomodó en un rincón que formaba el tabique de la cocina con uno de los del carrejo, es decir, al extremo de éste y enfrente de la puerta de la escalera, sobre un montón de redes inservibles, y debajo de un retal de manta vieja. ¡Si la pobre chica hubiera podido llevarse consigo la tarimita, el jergón, las dos medias sábanas y el cobertor raÃdo á que estaba acostumbrada en su casa!... Pero todo ello y cuanto habÃa de puertas adentro, no alcanzó para pagar las deudas de su padre. Después de todo, aunque Silda hubiera llevado su cama á casa de tÃo Mocejón, se habrÃan aprovechado de ella Carpia ó su hermano, y, al fin, la misma cuenta le saldrÃa que no teniendo cama propia. No sé si discurrÃa Silda de esta suerte cuando se acostaba sobre el montón de redes viejas del rincón de la cocina; pero es un hecho averiguado que tenderse allÃ, taparse hasta donde le alcanzaba la media manta, y quedarse dormida como un leño, eran una misma cosa. Algo más que la cama extrañaba la comida. No era de bodas la de su casa; pero la que habÃa, buena ó mala, era abundante siquiera, porque entre dos solas personas, repartido lo que hay, por poco que sea, toca á mucho á cada una. Luégo, como hija única de su padre, que no se parecÃa en el genio ni en el arte á Mocejón, era, relativamente, niña mimada; por lo cual, de la parte de Mules siempre salÃa una buena tajada para aumentar la de su hija; al paso que, desde que vivÃa con la familia de la Sargüeta, nunca comÃa lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comÃa malo, y nunca cuando más lo necesitaba, y, de ordinario, entre gruñidos é improperios, si no entre pellizcos y soplamocos. Siempre era la última en meter la cuchara común en la tartera de las berzas con alubias y sin carne, y todos los de casa tenÃan un diente que echaba lumbres; de modo que, por donde ellos habÃan pasado ya una vez, era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡TenÃan un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecÃa un carro de yerba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salÃa al encuentro con los labios replegados sobre las mandÃbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luégo... luégo nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, ó si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca: ¡tan rápido era el movimiento, tan grande la sima de la boca, tan limpia la dentellada, y tan enorme el tragadero por donde desaparecÃa lo que un segundo antes se habÃa visto, chorreando caldo, á media cuarta sobre la tartera! No eran tan _limpios_ en el comer Carpia y su hermano, aunque sà tan voraces; pero, lo mismo los hijos que los padres, tenÃan la buena costumbre, antes de soltar en la tartera la cuchara que acababan de tener en la boca, de darla dos restregoncitos contra los calzones ó contra el refajo, á fin de quitar escrúpulos al que iba á tomar con ella su correspondiente cucharada, por riguroso turno. Porque Silda no lo hizo asà el primer dÃa que comió en aquella casa, la llamó puerca la Sargüeta y le dió Carpia un testarazo. Cuando no habÃa olla, cosa que no dejaba de ocurrir á menudo, si abundaban las sardinas, Silda consolaba el hambre con un par de ellas, asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no habÃa sardinas ó agujas, ó panchos ó raya, ó cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, ó un par de pececillos crudos), una tira de bacalao ó un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres dÃas, ó el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serÃan sus almuerzos y sus cenas. Entre tanto, tenÃa que andar en un pie á todo lo que se le mandara, si querÃa comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, ciertamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayudar á las mujeres de casa, dentro ó alrededor de ella, en el _aparejo de la barquÃa_, es decir, componer las redes, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con _las artes_ de pescar, etc., etc... Cuando toda la familia, hombres y mujeres, iban á la pesca de bahÃa, especialmente á la boga (pescado que entonces abundaba muchÃsimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, á la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenÃan su pasto), á la pesca de bahÃa tenÃa que ir Silda también, y á trabajar allÃ, aunque niña, tanto ó más que las mujeres, ó que Carpia, pues la Sargüeta rara vez iba ya á la bahÃa con su marido; á ella se encomendaba preferentemente la engorrosa tarea de sacar la _ujana_, hundiendo en la basa las dos manos, con los dedos extendidos, como las _layas_ de los labradores, y virar luégo la _tajada_, y deshacerla en pedacitos para dar con las _gusanas_, que iba echando en una cazuela vieja, ó en una cacerolilla de hoja de lata, con arena en el fondo. Otras veces se la veÃa con un cestito al brazo, picoteando el suelo con un cuchillo, á bajamar, para dar con las escondidas _amayuelas_; ó en las playas de arena, sacando muergos con un ganchito de alambre. Pero, al cabo, estas tareas y otras semejantes, aunque penosas, sobre todo en invierno, le daban cierta libertad, y á menudo pasaba ratos muy entretenidos con niñas y muchachos de su edad, que también andaban al muergo y á la amayuela y á la gusana y al chicote. Esto fué siempre lo preferible para ella: coger la esportilla y largarse á la Dársena, al _arqueo_ del chicote, de la chapita y del clavo de cobre. Allà conoció á Muergo, y á Sula y á otros muchos raqueros de la calle de la Mar, y, sobre todo, al famoso _Cafetera_ (cuya biografÃa en libros anda años hace), que, aunque de la calle Alta, no asomaba por ella jamás, y á Pipa y á Michero, y á más de una chicuela que andaban con ellos á todo lo que salÃa. Siguiendo á esta tropa menuda, se aficionó al Muelle-Anaos y á la vida independiente y divertida que hacÃa en aquel terreno famoso, en que cada cual campaba por sus respetos, como si estuviera á cien leguas de la población y de todo paÃs civilizado. Insensiblemente fué retardando la hora de volver á casa, y volvÃa casi siempre con la espuerta vacÃa. En ocasiones no volvió hasta por la noche; y como lo mismo la sacudÃan el polvo por faltar una hora que por faltar todo el dÃa, optó serenamente por lo último; y al Muelle-Anaos acudÃa casi diariamente aunque la mandaran á la Peña del Cuervo, y con los del Muelle-Anaos aprendió á la Maruca. Asà la conoció Andrés. Es de advertir que Silda, aunque asistÃa á todas las empresas y á todos los juegos de la pillerÃa del Muelle-Anaos, rara vez tomaba parte en ellos más que con la atención; no por virtud seguramente, sino porque era de ese barro: una naturaleza frÃa y muy metida en sÃ. SabÃa dónde se _ufaba_ el cobre y el cacao y el azúcar, y de qué manera, y dónde se vendÃa impunemente, y á qué precio; sabÃa dónde se gastaban los cuartos, asà adquiridos, en tazas de café con copa, y lo que se daba por un ochavo, y por un cuarto, y por dos cuartos, y hasta por un real; sabÃa cómo se jugaba al cané... y sabÃa muchÃsimas cosas más que se enseñaban en aquella escuela de cuantos vicios pueden arraigar en criaturas vÃrgenes de toda educación fÃsica y moral; pero jamás en su espuerta entró cosa que no pudiera cogerse á vista de todo el mundo; ni vendió en el barracón del tÃo Oliveros un triste clavo ni una hebra de cáñamo; ni tomó en sus manos un naipe para el cané, ni una piedra en las _guerras_ de Baja-mar entre raqueros y terrestres, ó entre raqueros de la calle Alta y raqueros de la calle de la Mar. SatisfacÃase con asistir á todo y enterarse de todo cuanto hacÃan los pilletes, impávida é insensible, por carácter, como se ha dicho ya, no por virtud. Andrés tampoco tomaba parte en las empresas _raqueriles_ de los muchachos del Muelle-Anaos; pero sà en sus pedreas, en sus zambullidas, en sus juegos de agilidad, en sus intentos, casi siempre logrados, de atrapar un perro y arrojarle al agua con un canto al pescuezo. Sus diversiones de preferencia allà eran remar con Cuco en su bote, y pescar con un aparejillo que tenÃa, desde las escaleras del Paredón. Esto le gustaba mucho también á Silda; y en cuanto Andrés calaba la sereña, ya estaba ella á su lado, muy calladita y con los ojos clavados en el aparejo. --¡Que pican!--solÃa decir alguna vez que otra, muy por lo bajo, viendo que la sereña se estremecÃa. --Es picada falsa,--respondÃa Andrés sin halar el aparejo. Y asà se pasaban los dos larguÃsimos ratos. Cuando se _trababa_ algún pancho, Silda ayudaba á Andrés á encarnar los anzuelos; y si los panchos eran dos, ella destrababa el uno. Y á todo esto, calladita, impasible, y siempre con la cara, las manos y los pies limpios como un sol. Era como la señorita de aquella sociedad de salvajes; á Andrés le hacÃa por eso mismo mucha gracia, y tenÃa con ella consideraciones y miramientos que jamás usaba con las otras niñas desarrapadas que solÃan andar por allÃ. En cambio, ella no mostraba mayor inclinación al vestido y á los modales de Andrés, que á la basura y á la barbarie de los raqueros. Al contrario, el objeto de sus visibles preferencias parecÃa ser el monstruoso Muergo, el más estúpido, el más feo y el más puerco de todos sus camaradas. Mas estas preferencias no se revelaban en el hecho solo de acercarse á él muy á menudo, pues á otros muchos se acercaba también, siempre que le daba la gana, sino en que con ninguno era tan cariñosa como con Muergo. --¡LÃmpiate los mocos y lávate esa cara, cochino!--solÃa decirle; ó--¿por qué no te esquilan esa greña?... Dile á tu madre que te ponga una camisa. Entre tantos puercos y descamisados como andaban por allÃ, solamente se dolÃa de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondÃa á estas relativas delicadezas de Silda riéndose de ella, dándola una patada, ó arrimándola un tronchazo, como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted á saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos á sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allÃ. Más fácil de explicar es la inclinación de Andrés al Muelle-Anaos y á la pillerÃa que en él imperaba. Hijo de marino y llamado á serlo, los lances de la bahÃa le tentaban, y el olor del agua salada y el tufillo de las carenas le seducÃan; y escogió aquel terreno para satisfacer sus apetitos marineros, porque allà habÃa botes de alquiler, y lanchas abandonadas, y barcos en los careneros, y ocasión de bañarse impunemente y en cueros vivos á cualquier hora del dÃa, y correr la escuela, y fumar con entera tranquilidad, y muy principalmente porque otros chicos de su pelaje andaban también por allà muy á menudo: ventajas todas que no podÃan hallarse reunidas ni en la Dársena ni en _los cañones_ del Muelle. Sólo la Maruca las ofrecÃa alguna vez; y por eso iba también, de tarde en tarde, á la Maruca. Por lo que hace á su amistad con los raqueros, no habÃa otro remedio que elegir entre ella y la fatiga de entrar en su terreno por la fuerza de las armas, lo cual era algo pesado y expuesto para hecho diariamente. Por lo común, se hacÃa la primera vez. Después se firmaban las paces, y se vivÃa tan guapamente con aquella pillerÃa, cuidando de tenerla engolosinada con cigarros y cualquiera chucherÃa de la ciudad, especialmente á Cuco, que, por su corpulencia y barbarie, era el más temible en sus _bromas_, aunque, á su modo, fuera sociable y cariñosote. Y como Silda iba apegándose más y más á la vida regalona del Muelle-Anaos, y sus ausencias de casa eran más largas cada dÃa, y el Cabildo no parecÃa acordarse de dar la ofrecida ayuda de costas, y la familia de Mocejón estaba resuelta á no mantener de balde á una chiquilla tan inútil y rebelde, ocurrió una noche lo de la tunda aquélla, que obligó á Silda, que tantas habÃa sufrido ya, á largarse á la calle y á dormir en una barquÃa, por no querer aceptar la oferta que, al bajar, la hizo al oÃdo el bueno de tÃo MechelÃn, marinero que, con su mujer, tÃa Sidora, ocupaba la bodega, ó sea la planta baja de la casa. Y como es preciso hablar algo de esta nueva familia que aparece aquÃ, y el presente capÃtulo tiene ya toda la extensión que necesita, quédese para el siguiente, en el cual se tratará de ese asunto... y de otros más, si fuere necesario. [Ilustración] [Ilustración] IV DÓNDE LA DESEABAN Todo lo contrario de Mocejón y de la Sargüeta, asà en lo fÃsico como en lo moral, eran MechelÃn y tÃa Sidora. MechelÃn era risueño, de buen color, más bien alto que bajo, de regulares carnes, hablador, y tan comunicativo, que frecuentemente se le veÃa, mientras echaba una pipada á la puerta de la calle, referir algún lance que él reputaba por gracioso, en voz alta, mirando á los portales ó á los balcones vacÃos de enfrente, ó á las personas que pasaban por allÃ, á faltas de una que le escuchara de cerca. Y él se lo charlaba y él se lo reÃa, y hasta replicaba, con la entonación y los gestos convenientes, á imaginarias interrupciones hechas á su relato. También era algo caÃdo de cerviz y encorvado de riñones; pero como andaba relativamente aseado, con la cara bastante bien afeitada, las patillas y pelo, grises, no precisamente hechos un bardal, y era tan activo de lengua y tan alegre de mirar, aquellas encorvaduras sólo aparentaban lo que eran: obra de los rigores del oficio, no dejadez y abandono del ánimo y del cuerpo. Entonaba no muy mal, á media voz, algunas canciones de sus mocedades, y sabÃa muchos cuentos. Su mujer, tÃa Sidora, también gastaba ordinariamente muy buen humor. Era bajita y rechoncha; andaba siempre bien calzada de pie y pierna, vestida con aseo, aunque con pobreza, y gastaba sobre el pelo pañuelo _á la cofia_. Nadie celebraba como ella las gracias de su marido, y cuando la acometÃa la risa, se reÃa con todo el cuerpo; pero nada le temblaba tanto al reirse como el pecho y la barriga, que, tras de ser muy voluminosos de por sÃ, los hacÃa ella más salientes en tales casos, poniendo las manos sobre las caderas y echando la cabeza hacia atrás. Pasaba por regular curandera, y casi se atrevÃa á tenerse por buena comadrona. Nunca habÃa tenido hijos este matrimonio ejemplarmente avenido. TÃo MechelÃn era _compañero_ en una de las cinco lanchas que habÃa entonces en todo el Cabildo de Arriba, en el cual abundaron siempre más las barquÃas que las lanchas, y tÃa Sidora estaba principalmente consagrada al cuidado de su marido y de su casa; á vender, por sà misma, el pescado de su quiñón, cuando no hubiera preferido venderlo al costado de la lancha, y acompañar, á jornal, en la PescaderÃa, á alguna revendedora de las varias que la solicitaban en sus faenas de pesar, cobrar, etc. El tiempo sobrante le repartÃa en la vecindad de la calle, recetando cocimientos aquÃ, restañando heridas allá, cortando un refajo para Nisia ó frunciendo unas mangas para Conce... ó «apañando una criatura» en el trance amargo. Como no habÃa vicios en casa, ni muchas bocas, tÃa Sidora y su marido se cuidaban bastante bien, y hasta tenÃan ahorradas unas monedas de oro, bien envueltas en más de tres papeles, y guardadas en lugar seguro, para «un por si acaso.» Los domingos se remozaban, ella con su saya de mahón azul obscuro; medias, azules también, y zapatos rusos; pañolón de seda negra, con fleco, sobre jubón de paño, y á la cabeza otro pañuelo obscuro. Él, con pantalón acampanado, chaleco y chaqueta de paño negro fino, corbata á la marinera, ceñidor de seda negra y boina de paño azul con larga borla de cordoncillo negro; la cara bien afeitada, y el pelo atusado... hasta donde su aspereza lo consintiera. Todas estas prendas, más una mantilla de franela con tiras de terciopelo, que usaban las mujeres para los entierros y actos religiosos muy solemnes, las conservaron hasta pocos años há, como traje caracterÃstico y tradicional, las gentes de ambos Cabildos de mareantes. Con una moza del de Abajo llegó á casarse (¡raro ejemplar!) un hermano de MechelÃn, que era callealtero, como toda su casta. ¡Bien se lo solfearon deudos, amigos y comadres! «¡Mira que eso va contra lo regular, y no puede parar en cosa buena! ¡Mira que _ella_ tampoco lo es de por suyo ni de casta lo trae!... ¡Mira que Arriba las tienes más de tu parigual y conforme á la ley de Dios, que nos manda que cada pez se mantenga en su playa!... ¡Mira que esto y que lo otro, y mira que por aquà y mira que por allá!» Y resultó, andando el tiempo, lo anunciado en el Cabildo de Arriba; no, á mi entender, porque la novia fuera del de Abajo, sino porque realmente no era buena «de por suyo,» y se dió á la bebida y á la holganza, hasta que el pobre marido, cargado de pesadumbres y de miseria, se fué al otro mundo de la noche á la mañana, dejando en éste una viuda sin pizca de vergüenza, y un hijo de dos años, que parecÃa un perro de lanas, de los negros. MechelÃn y su mujer amparaban, en cuanto podÃan, á estos dos seres desdichados; pero al notar que sus socorros, lo mismo en especie que en dinero, los traducÃa la viuda en aguardiente, dejando arrastrarse por los suelos á la criatura, desnuda, puerca y muerta de hambre, amén de echar pestes contra sus cuñados, por roñosos y manducones, y de que el chicuelo, á medida que crecÃa, se iba haciendo tan perdido y mucho más soez que su madre, cortaron toda comunicación con sus ingratos parientes. Asà pasaron cuatro años, durante los cuales creció el rapaz y llegó á ser el Muergo que nosotros conocemos. Muergo, pues, era sobrino carnal de tÃo MechelÃn, en cuya casa no recordaba haber puesto jamás los pies; y su madre, la _Chumacera_, sardinera á ratos, habÃa obtenido por caridad de los que fueron compañeros de lancha de su difunto, la peseta diaria que gana una mujer por el trabajo de madrugar para la compra de _carnada_ (cachón, magano, etc.), para la lancha, á los pescadores ó boteros de la costa de la bahÃa. El miedo á perder la ganga de la peseta, la obligaba á ser fiel y puntual en este encargo, único que supo desempeñar honradamente en toda su vida. ¡Con cuánto gusto tÃo MechelÃn y su mujer hubieran llevado á su lado al niño, huérfano de tan buen padre, si hubieran creÃdo posible sacar algo, mediano siquiera, de aquella veta montuna y bravÃa, y muy particularmente sin los riesgos á que les exponÃa este continuo punto de contacto con la sinvergüenza de su madre! Porque el tal matrimonio se perecÃa por una criatura de la edad, poco más ó menos, del salvaje sobrino, para que llenara algo la casa, como la llenan los hijos propios, tan deseados de todos los que no los tienen. Asà es que cuando comenzaron las negociaciones del padre Apolinar con tÃo Mocejón para que éste recogiera á Silda en su casa, los ojos se les iban á los inquilinos de la bodega detrás de la niña que jugaba en la calle; y muy tentados estuvieron más de una vez, viendo bajar al fraile de mal humor, á tirarle del manteo para llamarle adentro y decirle por lo bajo:--«Tráigala usté aquÃ, pae Polinar, que nosotros la recibiremos de balde, y muy agradecidos todavÃa.»--Pero el acuerdo era cosa del Cabildo, que bien estudiado le tendrÃa; y además, no querÃan ellos que en casa de Mocejón llegara á creerse que el intento de apandarse «la ayuda de costas» ofrecida, era lo que les movÃa á recoger á la huérfana. --¡Cuidao--decÃa MechelÃn á tÃa Sidora,--que ni pintá en un papel resultara más al respetive de la comenencia!... ¡Finuca y limpia es como una canoa de rey! --En verdá--añadÃa tÃa Sidora,--que pena da considerar la vida que la aguarda _allá arriba_, si Dios no se pone de su parte. --¡Uva!--añadÃa el marido, que usaba esta interjección siempre que, á su entender, un dicho no tenÃa réplica. Cuando Silda fué recogida en el quinto piso, tÃo MechelÃn, que la vió subir, dijo á tÃa Sidora: --¡Enfeliz!... ¡No tendrás tan buen pellejo cuando abajes!... ¡Y eso que has de abajar pronto! --Lo mismo creo--respondió la mujer, muy pensativa y con las manos sobre las caderas.--Pero tú y yo, agua que no hemos de beber, dejémosla correr; y la lengua, callada en la boca, que más temo á esa gente de arriba, que á una galerna de marzo. --¡Uva!--concluyó MechelÃn con una expresiva cabezada, guiñando un ojo, dándose media vuelta y poniéndose á canturriar una seguidilla, como si no hubiera dicho nada, ó temiera que le pudieran oir los de arriba. Pero desde aquel momento no perdieron de vista á la pobre huérfana, que, á juzgar por su impasible continente, parecÃa ser la menos interesada de todos en la vida que arrastraba en el presidio á que se la habÃa condenado, creyendo hacerla un favor. Se condolÃan mucho de ella, viéndola en los primeros meses, de invierno riguroso, entrar en casa tiritando y amoratada de frÃo, con el cesto de los muergos al brazo, ó con la cacerola de _gusanas_ entre manos; ó bajar del piso con cardenales en la cara, ó con el pañuelito del cuello por venda sobre la frente. Nunca la vieron llorar ni señales de haber llorado, ni pudieron sorprender entre sus labios una queja. En cambio, la lengua se le saltaba de la boca á tÃa Sidora con las ganas que tenÃa de sonsacar pormenores á la niña; pero el miedo que tenÃa á los escándalos de la familia de Mocejón, la obligaban á contenerse. En ocasiones, al sentir que bajaba Silda, se atravesaba el pescador ó la marinera, á la puerta de la calle, con un zoquete de pan, haciendo que comÃa de él, pero, en realidad, por tener un pretexto para ofrecérsele. --¡Bien á tiempo llegas, mujer!--le decÃa con fingida sorpresa.--à volver iba al arca este pan, porque no tengo maldita la gana. Si tú le quisieras... Y se le dejaba entre las manos, preguntándole al oÃdo: --¿Qué tal andamos hoy de apetito? --Una cosa regular,--decÃa la niña, revelando, en el afán con que apretaba el zoquete, las ganas que tenÃa de devorarle. Pero no podÃan conseguir que se detuviera allà un instante, ni que al pasar les dijera una sola palabra de las que ellos querÃan oir. ¿Era miedo que tenÃa la niña á las venganzas de sus _protectores_? ¿Era dureza y frialdad de carácter? Ellos achacaban la reserva á lo primero, y esta consideración doblaba á sus ojos el valor de las prendas morales de aquella inocente mártir. Vieron, dÃas andando, cómo ésta volvÃa tarde á casa, y averiguaron la vida que hacÃa fuera de ella, y los castigos que se le daban por su conducta, y las veces que habÃa dormido á la intemperie, en el quicio de una puerta ó en el panel de una lancha. --¡Y acabarán con la enfeliz criatura, dispués de perderla!--exclamaba tÃo MechelÃn al hablar de ello.--Tan tiernuca y polida, dela usté carena por la mañana, lapo al megodÃa y taringa por la noche, con poco de boquiblis, y no digo yo ella, un navÃo de tres puentes se quebranta... ¡Fuérame yo, en su caso, pa no golver en jamás! --Como llegará á suceder--añadió la marinera,--si Dios antes no lo remedia. ¡Eso tiene el poner, sin más ni más, la carne en boca de tiburones! --¡Uva! Una noche, después de haber resonado hasta en la bodega los horrores que vomitaban en el quinto piso las bocas de la Sargüeta y de Carpia contra la niña, que poco antes habÃa llegado á casa, y dos ayes de una voz infantil, penetrantes, agudos, lamentosos, como si inopinadamente una mano brutal arrancara de un tirón á un cuerpo lleno de salud todas las raÃces de la vida; después de haberse asomado á la puerta de cada guarida algún habitante de ella, no obstante lo frecuentes que eran en aquella vecindad, más arriba ó más abajo, las tundas y los alborotos, tÃo MechelÃn y su mujer vieron á Silda que bajaba el último tramo de la escalera con igual aceleramiento que si la persiguieran lobos de rabia. La salieron al encuentro en el portal (tÃa Sidora con el candil en la mano), y observaron que la niña traÃa las ropitas en desorden, el pelo enmarañado, los ojos humedecidos, la mirada entre el espanto y la ira, la respiración anhelosa y el color lÃvido. --¡Déjeme pasar, tÃa Sidora!--dijo la niña á la marinera, al ver que ésta le cerraba el camino de la calle. --Pero ¿aónde vas, enfeliz, á tales horas?--exclamó la mujer de MechelÃn, tratando de detenerla. --Me voy--respondió Silda deslizándose hacia la puerta, no cerrada todavÃa,--para no volver más. ¡Todos son malos en esa casa! --¡Métete en la mÃa, ángel de Dios, siquiera hasta mañana!--dijo el pescador, deteniendo con gran dificultad á la niña. --¡No, no!--insistió ésta, desprendiéndose de la mano que blandamente la sujetaba,--que está muy cerca de la otra. Y salió del portal como un cohete. --¡Pero escucha, alma de Dios!... ¡Pero aguarda, probetuca!... Asà exclamaba tÃa Sidora viendo desaparecer á Silda en las tinieblas de la calle, sin resolverse á dar dos pasos en ella detrás de la fugitiva; porque el mismo MechelÃn, con tener buena vista entre las mejores de los de su oficio, no pudo saber, por ligero que anduvo, si la niña habÃa seguido calle adelante, hacia Rua Mayor, ó habÃa tirado hacia el Paredón, ó por la cuesta del Hospital. El lector sabe lo que fué de ella aquella noche y á la mañana siguiente, por habérselo oÃdo referir á Andrés y haberla visto, tan descuidada y campante, en casa del padre Apolinar, junto á la Maruca, en la Fuente Santa y en los prados de Molnedo. No habrÃa llegado á la Maruca con Andrés y su séquito de raqueros, cuando ya el padre Apolinar, con el sombrero de teja caÃdo sobre los ojos, la cabeza muy gacha por miedo á la luz, y los embozos del pelado manteo recogidos entre sus manos cruzadas, restregando alguna vez que otra el cuerpo contra la camisa (si es que no la habÃa dado también, desde que salimos de su casa con el relato) y carraspeando á menudo, atravesaba los Mercados del Muelle con rumbo á la calle Alta. Sin ser visto ¡cosa rara! de la tÃa Sidora, cuando menos, pues estaba abierta de par en par la puerta de su bodega, llegó al quinto piso, y llamó con los nudillos de la mano, diciendo al mismo tiempo: --¡Ave MarÃa! Una voz de mujer respondió una indecencia desde allá dentro; pero con tal dejo, que el exclaustrado, sin soltar de sus manos cruzadas los embozos del manteo, se rascó dos veces seguidas las espaldas, por el procedimiento acostumbrado, y murmuró, después de carraspear: --¡Mucha mar de fondo debe haber aquÃ! En seguida volvió á carraspear y á resobarse; empujó la puerta, como la voz se lo habÃa ordenado, y entró. Mocejón estaba á la mar; pero estaban en casa, destorciendo filástica de chicotes viejos, la Sargüeta y su hija, las cuales, aunque no esperaban seguramente la visita del bendito fraile, en cuanto le vieron delante sospecharon el motivo que le llevaba allÃ; porque, con tener todavÃa entre dientes el suceso de la noche anterior, recordaron las insistencias del padre Apolinar para que se cumplieran los intentos del Cabildo respecto de la huérfana de Mules; las torres y montones que les habÃa ofrecido en cambio del amparo que les pedÃa; las veces que le habÃan reclamado infructuosamente el cumplimiento de las ofertas... En fin, que les dió el corazón que venÃa _á lo de Silda_; y sin esperar á que acabara de darles los buenos dÃas, ya temblaba la casa. TÃo MechelÃn no habÃa ido á la mar aquel dÃa, porque habÃa pasado la noche con un ladrillo caliente, envuelto en bayeta amarilla, en el costado de estribor, para matar un dolorcillo que se le presentó poco antes de meterse en la cama; obra, en su opinión y en la de su mujer, del disgusto que tomó, en seguida de la cena, con el suceso de Silda. El dolor se calmó mucho á la madrugada, y en dudas estuvo el enfermo, al oir en la calle el grito de _¡arriba!_ del _deputao_ que tiene esa obligación, y por ella cobra, de levantarse como todos los demás compañeros; pero no se lo consintió su mujer, y se aguantó en la cama hasta bien entrado el dÃa. Entonces se vistió; desayunóse con una mediana ración de cascarilla con leche, y, por no aburrirse, se puso á torcer, _á la teja_, unos cordeles de merluza. No le llenaba del todo este procedimiento, pues era más recomendado, por más seguro, el de torcer _á la pierna_, es decir, sobre el muslo con la palma de la mano, en lugar de atar un casco de teja al extremo de la cuerda y hacerle dar vueltas en el aire. Pero notó tÃo MechelÃn, al ponerse á trabajar, que al continuo sobar la cuerda con la palma de la mano sobre el muslo, se le despertaba el dolor con más crudeza que del otro modo, y optó por el cascote. Asà estuvo trabajando hasta muy cerca del mediodÃa. Mientras él remataba la última braza de las noventa que pensaba dar al cordel que tenÃa entre manos, su mujer colocaba, pues sabÃa hacerlo primorosamente, un anzuelo grande, el único que lleva el aparejo de merluza, al extremo de la _sotileza_, ó alambre fino en que debÃa terminar el cordel, y tenÃa convenientemente dispuesto el _chumbao_, ó peso de plomo que se amarra en el empalme de la sotileza con el cordel, para que el aparejo, al ser calado, se vaya á pique. Por tales alturas andaba ya este negocio, cuando en las de la escalera se oyeron las voces de la Sargüeta y de Carpia, que respectivamente decÃan á gritos: --¡Pegotón! --¡Magañoso! Y al mismo tiempo el zumbar de otra voz áspera y varonil, y los golpes sonoros en los inseguros peldaños, como de zancas torpes que bajaran por ellos, saltándolos de tres en tres. El matrimonio de la bodega salió despavorido al portal, á donde no tardó en llegar, haciéndose cruces con una mano, agarrándose con la otra á la sucia barandilla y murmurando latines y fulminando conjuros, el padre Apolinar. --_¡De ira proterva... de iniquitatibus earum... libera me... libera me, Domine, et exaudi orationem meam!..._ ¡Jesús, Jesús... Jesús, MarÃa y José!... ¡Furias, furias del averno!... ¡Ufff!... _¡Fúgite... fúgite!..._ ¡Carne mÃsera!... ¡Tu palabra impÃa escandalizará á la tierra; pero el Señor te confundirá... te confundirá!... ¡Alabado sea su santÃsimo nombre! Asà bajaba exclamando el aturdido fraile, y asà llegó al último peldaño, sin dejar de oirse las otras voces que desde allá arriba le apedreaban con amenazas y con improperios. --¡Farfallón! --¡Piojoso! Esto fué de lo más blando y lo último que se le dijo al pobre hombre... desde lo alto de la escalera; porque, apenas callaron allà las voces, aparecieron en el balcón, más venenosas y desvergonzadas, contando las voceadoras con dar al fraile una corrida en pelo á todo lo largo de la calle. Mirándola con espanto se quedó el infeliz, al oirlas de nuevo por allÃ, con los pies clavados en el portal y un latÃn cuajado en la entreabierta boca. ¡Salir entonces! ¡Quién se lo mandara! Pero no hubiera salido de ningún modo, porque para que no saliera sin hablar con ellos, se le habÃan puesto delante tÃa Sidora y su marido; los cuales, haciéndole señas para que callara, le cogieron cada uno por un embozo del manteo y le condujeron á la bodega, cuya puerta cerraron después de entrar. TenÃa esta habitación una salita con alcoba, á la parte del Sur, con una ventana enrejada que las llenaba de luz, y aun sobraba algo de ella para alumbrar un poco una segunda alcoba, separada de la primera por un tabique con un ventanillo en lo alto, y entrada por el carrejo que conducÃa á la sala desde la puerta del portal. Cuando esta puerta se abrÃa, se notaban ciertas señales de claridad en la cocina y dos mezquinas accesorias que caÃan debajo de la escalera. Cerrada la puerta, todo era negro allÃ, y no tenÃa otro remedio tÃa Sidora que encender el candil, aunque fuera al mediodÃa. Las puertas de las alcobas tenÃan cortinas de percal rameado; las paredes estaban bastante bien blanqueadas, y en las de la sala habÃa tres estampas: una de la Virgen del Carmen, otra de San Pedro, apóstol, y otra del Arcángel San Miguel, con sus marcos enchapados de caoba. Debajo de la Virgen del Carmen habÃa una cómoda con su espejillo de tocador encima, algo resobado todo ello y marchito de barniz; pero muy aseado, como las cuatro sillas de perilla y los dos escabeles de pino, y el cofre de cuero peludo con barrotes de madera claveteada, y hasta el cesto de los aparejos, que estaba encima de uno de los escabeles, y el suelo de baldosas que sostenÃa todos estos muebles y cachivaches. La cama, que se veÃa por entre las cortinas recogidas sobre sendos clavos romanos, algo magullados ya y contrahechos, llenando dos tercios muy cumplidos de la alcoba, no estaba mal de mullida, á juzgar por lo mucho que abultaba lo que cubrÃa una colcha de percal, llena de troncos entretejidos de gallos encarnados y azules, y de otros volátiles pintorescos. El tufillo que se respiraba allÃ, algo transcendÃa á dejo de pescado azul y humo reconcentrado; pero, asà y todo, una tacita de plata llena de pomada de rosas parecÃa aquella bodega, comparada con todas y cada una de las viviendas de la escalera. Y vamos al caso. Fray Apolinar fué conducido, del modo susodicho, hasta la salita. Allà se dejó caer en una silla que le preparó muy solÃcito tÃo MechelÃn; y después de quitarse el sombrero, que puso sobre otra silla, y de pasarse por la cara un arrugado pañuelo de yerbas, continuó asà sus interrumpidas lamentaciones: --¡Carne... carne mÃsera, frágil y pecadora! ¡Buff!... ¡Qué sinvergüenzas!... ¡Ni consideración al hombre de bien, ni respeto al sacerdote... ni temor de Dios! ¡Y seguirá el improperio, á la luz del dÃa! ¡Lenguas de serpiente! à bien que yo nada debo y con nada pago. ¡Magañoso!... Corriente: el hombre más honrado puede serlo como yo lo soy... y como lo es ella, cuerno; que bien magañosa es... ¡Farfallón!... porque ofrezco, en nombre de otro, lo que otro se resiste á dar... porque no debe darlo... ¿Es merecido el epÃteto?... Pues dÃgote ¡pegotón! ¡Pegotón! ¿Por qué? ¿De quién? Cierto que nadie lo creerá del padre Apolinar... Pero los que no le conozcan... ¡Y en qué ocasión! Mira, hombre... ¡y Dios me confunda si lo hago por bambolla!... (Y se levantó la sotana hasta más arriba de las rodillas, dejando ver que sólo cubrÃa sus largas piernas con unos calzoncillos de algodón y unas medias negras y recosidas, de estambre.) Y perdona el modo de señalar, Sidora; pero una hora hace tenÃa yo pantalones, aunque malos... ¡Mira si he prosperado de entonces acá!... ¡Si seré pegotón!... ¡Carne, carne concupiscente y corrompida!... Pero, en fin, más pasó Cristo por nosotros, con ser quien era... ¡Desvergonzadas!... _Et dimite nobis, Domine, debita nostra, sicut nos dimitimus debitoribus nostris..._ Porque yo os perdono con todo mi corazón; y si otra me queda, que con ella reviente... ¡Picaronazas!... ¿Sigue el infierno vomitando escorias todavÃa, Miguel?... ¿Oyes sus voces protervas en el balcón, Sidora, tú que tienes buen oÃdo? --Y á usté ¿qué le importa que griten ó que se callen?--respondió la marinera, queriendo echar á broma aquel paso, que transcendÃa á prólogo de tragedia.--Hágales la cruz como al demonio, y témplese los niervos; que cuanto más solimán echen ahora, menos tendrán en el cuerpo para la otra vez. --¡Uva!--añadió tÃo MechelÃn, que no quitaba ojo al exclaustrado, ni perdÃa una palabra de las pocas, pero buenas, que llegaban á sus oÃdos desde el balcón del quinto piso, no obstante estar cerrada la puerta de la bodega.--¡Esa es la fija: proba á la cellisca, y vira por avante! --Es que, si declaro mi verdad, ni en este puerto cerrado me creo seguro contra esos huracanes... ¡Si huelen que estoy aquÃ!... ¡Cuerno!... Y no es que tiemble mi carne flaca, sino que temo más á una mala lengua que á un bote de metralla. --Si agüelen que está usté aquÃ, pae Polinar--repuso en voz solemne tÃo MechelÃn, preparándose como para decir una gran cosa;--si agüelen que está usté aquÃ... será como si no lo agolieran; porque á mi casa no atraca naide cuando yo hago una raya en la puerta. --¡Bah!...--añadió tÃa Sidora con muchÃsimo retintÃn.--¿No hay más que querer asomar el bocico en casa de naide, pa salirse con la suya?... Échese, échese á la espalda, pae Polinar, esos cuidaos, y dÃganos, con dos pares de rejones que las entren de pecho á espalda, ¿qué mil demonios ha tenido con ellas? ¿Qué mala ventisca le llevó hoy, santo de Dios, á caer entre las uñas de esas gentes? --¡Uva, uva!... Eso es lo que hay que saber. --Pues, hijos de mi alma--dijo el exclaustrado después de enjugar blandamente los sanguinolentos bordes de sus párpados con un retal de lienzo fino que traÃa guardado para esos lances,--con dos palabras os mataré la curiosidad... Que se presenta en mi casa la niña... --¿Qué niña? --La del difunto Mules. --¿Silda? --Asà creo que se llama. --¿Cuándo se presentó? --No creo que hace una hora todavÃa. --¿De ónde venÃa?... ¿Ónde está? --Cállate esa boca, hombre; que todo irá saliendo cuando deba salir... Y dempués, pae Polinar, ¿qué resultó? --Digo que se me presenta la niña, ó, para que el demonio no se rÃa de la mentira, me la presentan, y se me dice: «Padre Apolinar, que anoche la golpearon y la maltrataron en su casa, y se escapó de ella, y durmió en una barquÃa; y que ya no tiene más casa que la calle, con el cielo por tejado... y que á ver cómo arregla usted este negocio...» Porque ya sabéis, hijos mÃos, que al padre Apolinar se le encomienda, en los dos Cabildos, el arreglo de todas las cosas que no tienen compostura... Esa es mi suerte. No es cosa mayor; pero las hay peores... y, sobre todo, á mà no me toca escoger... Que el padre Apolinar oye esto, y que, en bien de la niña desamparada, piensa acudir á casa de Mocejón, para oir... para saber... para implorar, si convenÃa... Y que vengo, y que llamo, y que me mandan entrar, y que entro... y que en lugar de oirme, me injurian y vilipendian, porque intercedà para que recogieran á la muchacha, y el Cabildo no les ha dado lo que les ofreció por otras bocas y por la mÃa; y que me lo habré comido yo, y que me harán y que me desharán... Y ¡cuerno! que tuve que salir ahumando, porque no me devoraran aquellas furias... Y ya sabéis del caso tanto como yo. TÃa Sidora y su marido cambiaron entre sà una mirada de inteligencia; y no bien acabó el padre Apolinar su relato, dÃjole aquélla: --¿De modo que, á la hora presente, Silda está sin amparo? --Como no sea el de Dios...--respondió el fraile. --Ese á naide falta--replicó la marinera;--pero ayúdate y te ayudaré... Y ¿qué es de ella, la enfeliz? --No te lo puedo decir. De mi casa salió... para ir á ver entrar la _Montañesa_, con el hijo del capitán... ¡Mira si la acongoja bien lo que le pasa! ¡Recuerno con la crÃa! --Cosas de inocentes, pae Polinar. Dios lo hace. Y usté, ¿qué rumbo piensa tomar? --El de mi casa en cuanto salga de aquÃ. --Digo yo respetive á la muchacha. --Pues respetive á la muchacha digo yo también. Después, daré cuenta de todo al Alcalde de mar de este Cabildo, para que sepa lo que ocurre; y allá se descuernen ellos... Yo, _lavo inter inocentes manus meas_. --Y si en tanto le saliera á la probe desampará un buen refugio--preguntó tÃa Sidora, mientras su marido confirmaba las palabras con expresivos gestos y ademanes,--¿por qué no le habÃa de aprovechar? --¡Uva!--concluyó tÃo MechelÃn acentuando la interjección con un puñetazo al aire. --¡Un buen refugio!--exclamó el fraile.--¿Qué más quisiera ella! ¿qué más quisiera yo! Pero ¿dónde está él, Sidora de mis pecados? --AquÃ--respondió con vehemencia cordialÃsima la marinera, sacando más pecho y más barriga que nunca.--En esta misma casa. --¡Uva!--añadió tÃo MechelÃn.--En esta misma casa. --¡AquÃ!--exclamó asombrado fray Apolinar.--Pero ¿estáis dejados de la mano de Dios! ¡Tenéis la paz y buscáis la guerra! --¿Por qué la guerra? --¿Sabéis que es una cabra cerril esa chiquilla? --Porque no ha tenido buenos pastores: ahora los tendrÃa. --¿Y _las_ del quinto piso?... ¿Pensáis que os darán hora de sosiego? --Ya nos entenderemos con esas gentes: por buenas, si va por las buenas; y si va por malas... hasta para la mar hay conjuros, bien lo sabe usté. --Pues, hijos--exclamó fray Apolinar, levantándose de la silla y calándose el sombrero de teja,--con tan buena voluntad, no ha de faltaros el auxilio de Dios. Mi deber era poneros en los casos; y ya que os puse y no os espantan, digo que me alegro por el bien de esa inocente; y como no digo más que lo que siento, ahora mismo me largo en busca de su rastro, sin más miedo á los demonios del balcón que á los mosquitos del aire... Bofetones, afrentas y cruz sufrió Cristo por nosotros... Ãnimo, y á sufrir algo por Él. Y salió, acompañado del honradote matrimonio. Al pasar por delante de la alcoba del carrejo, tÃa Sidora, alzando las cortinillas de la puerta, dijo, deteniendo al fraile: --Mire y perdone, pae Polinar. Aquà pensamos ponerla. Se llevarán estas ropas de agua y todos estos trastos de la mar, que ocupan mucho y no agüelen bien, al rincón de ajunto la cocina; se arreglará, como es debido, la cama, que ahora no tiene más que el jergón; y hasta el dormir la oiremos nosotros desde la otra alcoba. ¡Verá qué guapamente va á estar!... Como hubiera estado el lichón de mi sobrino si fuera merecedor de ello. --¿Qué sobrino?--preguntó el fraile andando hacia la puerta del portal. --El hijo de la Chumacera, de _allá abajo_. --¡Ah, vamos... Muergo!... ¡Buen pez! Si va de la que va, te digo que hará buena á su madre. Carne, carne también, mordida del gusano corruptor... ¡Buen pez!... ¡bueno, bueno, bueno! Con que hasta luégo: vaya, adiós, Miguel; ea, adiós, Sidora. Los cuales le oyeron claramente murmurar estas palabras, en cuanto puso los pies en el portal: --_¡Domine, exaudi orationem meam!_ Porque sin duda iba pidiendo al AltÃsimo que le librara de las injurias que las del quinto piso quisieran lanzarle desde el balcón. Si hace la salida un minuto antes, el haber pasado, como pasó, desde aquel punto de la calle hasta la esquina de la cuesta del Hospital, sin oir una injuria, hubiera sido un verdadero milagro; pues aún estaban entonces, de codos sobre la barandilla, echando pestes por la boca, la Sargüeta y su hija Carpia. [Ilustración] [Ilustración] V CÓMO Y POR QUÉ FUÉ RECOGIDA No se le olvidaban á Andrés, con las glorias, las memorias. HabÃa prometido á Silda ver al padre Apolinar al volver de San MartÃn; y para cumplir su promesa, dejó el camino derecho que llevaba, un poco después del mediodÃa, por detrás del Muelle, y se dirigió á la calle de la Mar, atravesando una galerÃa de los Mercados de la Plaza Nueva. Sentada en el primer peldaño de la escalera del padre Apolinar, halló á Silda, muy entretenida en atarse al extremo de su trenza de pelo rubio, un galón de seda de color de rosa. Tan corta era la trenza todavÃa, que después de pasada por encima del hombro izquierdo, apenas le sobraba lo necesario para que los ojos alcanzaran á presidir las operaciones de las manos; asà es que éstas, y la trenza y el galón y la barbilla, contraÃda para no estorbar la visual de los ojos entornados, formaban un revoltijo tan confuso, que Andrés no supo, de pronto, de qué se trataba allÃ. --¿Qué haces?--preguntó á Silda en cuanto reparó en ella. --Ponerme esta cinta en el pelo,--respondió la niña, mostrándosela extendida. --¿Quién te la dió? --La compremos con el cuarto que le echastes á Muergo. Él querÃa pitos, y Sula caramelos; pero yo quise esta cinta que habÃa en una tienduca de pasiegas, y la compré. Después me vine á esperarte aquÃ, para saber _eso_. --¿Está en casa pae Polinar? --No me he cansado en preguntarlo,--respondió Silda con la mayor frescura. --¡Vaya, contra!--dijo Andrés, puesto en jarras delante de la niña, dando una patadita en el suelo y meneando el cuerpo á uno y otro lado.--Pues ¿á quién le importa saberlo más que á tÃ? --¿No quedemos en que subirÃas tú, y yo te esperarÃa en el portal? Pus ya te estoy esperando; con que sube cuanto antes. Andrés comenzó á subir de dos en dos los escalones. Cuando ya iba cerca del primer descanso, le llamó Silda y le dijo: --Si pae Polinar quiere que vuelva á casa de la Sargüeta, dile que primero me tiro á la mar. --¡Recontra!--gritó desde arriba Andrés.--¿Por qué no se lo dijiste á él cuando estuvimos en su casa antes? --Porque no me acordé,--respondió Silda de mala gana, entretenida de nuevo en la tarea de poner el lazo de color de rosa en su trenza de pelo rubio. No habrÃa transcurrido medio cuarto de hora, cuando ya estaba Andrés de vuelta en el portal. --Estuvo en casa de tÃo Mocejón--dijo á Silda, jadeando todavÃa,--y de por poco no le matan las mujeres. --¿Lo ves!--exclamó Silda, mirándole con firmeza.--¡Si son muy malas!... ¡pero muy malas! --Te van á llevar á una buena casa,--continuó Andrés en tono muy ponderativo. --¿à cuál?--preguntó Silda. --à la de unos tÃos de Muergo. --¿Cómo se llaman? --TÃo MechelÃn y tÃa Sidora. --¿Los de la bodega? --Creo que sÃ. --Y ¿esos son tÃos de Muergo? --Por lo visto. --Buenas personas son... pero ¡están tan cerca de _los otros_! --Dice pae Polinar que no hay cuidado por eso. --Y ¿cuándo voy? --Ahora mismo bajará él para llevarte. Yo me marcho á casa á esperar á mi padre que desembarcará luégo, si no ha desembarcado ya... ¡Contra, qué bien entraba la _Montañesa_!... ¡Lo que te perdistes!... ¡Más de mil personas habÃa mirándola desde San MartÃn!... Adiós, Silda: ya te veré. --Adiós,--respondió secamente la niña, mientras Andrés salÃa del portal y tomaba la calle á todo correr. Bajó pronto fray Apolinar; pero antes de que Silda le viera, ya le habÃa oÃdo murmujear, entre golpe y golpe de sus anchos pies sobre los escalones. --¡Cuerno del hinojo con la chiquilla!--decÃa al bajar el último tramo de la escalera.--¡Muy tumbada á la bartola, como si no la importara un pito lo que á mà me está haciendo sudar sangre!... Corra usté medio pueblo en busca de ella para que se averigüe que no ha ido á San MartÃn, sino que la han visto en la Puntida con dos raqueros... vuélvase usté á casa, y fáltele el apetito para comer la triste puchera de cada dÃa, y dÃganle á lo mejor que lo que busca y no halla, y por no hallarlo se apura, lo tiene en el portal, rato hace, sin penas ni cuidados... ¡Cuerno con el moco éste!... ¿Por qué no has subido, chafandina? --Porque esperaba á Andrés, que era quien habÃa de subir. --¡HabÃa de subir!... Y ¿quién es la que está á la intemperie de Dios y necesitada de un mendrugo de pan y de una familia honrada que se le dé con un poco de amor? ¿No eres tú?... Y siéndolo, ¿á quién le importa más que á tà subir á mi casa y preguntarme: pae Polinar, qué hay de eso?... ¡Moco, más que moco!... Vamos, deja ese moño de cuerno y vente conmigo. Mientras caminaban los dos hacia la calle Alta, pae Polinar iba poniendo en los casos á la chiquilla. Entre otras cosas, la dijo: --Y ahora que has encontrado lo que no mereces, poca bribia y mucha humildad... Se acabó la Maruca, y se acabó el Muelle-Anaos... porque si das motivo para que te echen de esa casa, pae Polinar no ha de cansarse en buscarte otra. ¿Lo entiendes? Tu padre, bueno era; tu madre no era peor: conmigo se confesaban. Pues tan buenas ó mejores que ellos son las personas que te van á recoger... De modo que si sales mala, será porque tú quieres serlo, ó lo tengas en el cuajo... Pero conmigo no cuentes para enderezar lo que se tuerza por tus maldades... ¡cuerno! que harto crucificado me veo por ser tan á menudo redentor... Porque ¡mira que lo de esta mañana!... Y escucha á propósito de eso: iremos por Rua-Menor á la cuesta del Hospital. En cuanto lleguemos al alto de ella, te asomas tú á la esquina con mucho cuidado, y miras, sin que te vean, á la casa de la Sargüeta. Si hay alguno asomado al balcón, te echas atrás y me lo dices; si no hay nadie, pasas de una carreruca á la otra acera; yo te sigo, y pegados los dos á las casas, y á buen andar, nos metemos en la de MechelÃn, que nos estará esperando... ¿Entiendes bien?... Pues pica ahora. No sospechaba Silda que se quisieran tomar tantas precauciones por lo que al mismo fray Apolinar interesaban, pues no tenÃa otra noticia que la muy lacónica que le habÃa dado Andrés de lo que le habÃa ocurrido en casa de Mocejón; pero como á ella le importaba mucho pasar sin ser vista, cuando llegó el momento oportuno cumplió el encargo del fraile con una escrupulosidad sólo comparable al terror que la infundÃan las mujeres del quinto piso; y no hallándose éstas en el balcón ni en todo lo que alcanzaba á verse de la calle, atravesáronla como dos exhalaciones el exclaustrado y la niña, y se colaron en la bodega de tÃo MechelÃn, cuya mujer _barciaba_ la olla en aquel instante para comer, creyendo, pues era ya muy corrida la una de la tarde, que Silda no parecerÃa tan pronto como habÃa creÃdo el padre Apolinar. No podÃa llegar la huéspeda más á tiempo. Recorrió serenamente con la vista cuanto en la casa habÃa al alcance de ella, y se sentó impávida en el escabel que le ofreció con cariño tÃa Sidora, delante del otro sobre el cual humeaba el potaje dentro de una fuente honda, muy arranciada de color, y algo cuarteada y deslucida de barniz, por obra de los años y del uso no interrumpido un solo dÃa. TÃo MechelÃn, por su parte, y mientras le bailaban los ojos de alegrÃa, ofreció á Silda un buen zoquete de pan y una cuchara de estaño, porque en aquella casa cada cual comÃa con su cuchara; la oferta fué aceptada como la cosa más natural y corriente, y se dió comienzo á la comida, sin que se notara en la muchachuela la menor señal de extrañeza ni de cortedad; aprovechaba rigurosamente el turno que le correspondÃa para meter en la fuente su cuchara, y oÃa, sin responder más que con una frÃa mirada, las palabras cariñosas de aliento que tÃa Sidora ó su marido la dirigÃan. Fray Apolinar creyó muy oportuna la ocasión para repetir á Silda lo que le habÃa dicho por el camino, y aun para añadir algunos consejos más, y comenzó á ponerlo por obra; pero tÃa Sidora le cortó el discurso, diciéndole: --Todo eso y otro tanto hará ella, sin que se lo manden, por la cuenta que la tiene. ¿No verdá, hija mÃa? Ahora come con sosiego; llena esa barriguca, que bien vacÃa debes de tenerla; duerme en buena cama, y dispués ya habrá tiempo para todo: tiempo pa trabajar y tiempo pa divertirte como Dios manda. --¡Uva!--exclamó tÃo MechelÃn.--Al cuerpo no hay que pedirle más rema que la que puede dar de por sÃ... Y usté, pae Polinar, que tiene buen pico y mano en todas partes, bueno serÃa que diera cuenta, á quien debe tomarla, de los mases y los menos que ha habido en este particular. --¡Vaya si estoy yo en eso, por la responsabilidad que me alcanza!--respondió el fraile.--¡Si me mamaré yo el dedo! --¡Uva!... Hoy es sábado... Mañana habrá Cabildo motivao á socorros y otros particulares. --Mejor entonces--dijo el padre Apolinar:--yo pensaba ver solamente al Sobano cuando volviera de la mar esta tarde; pero ya que tú me haces ese recuerdo, me acercaré mañana por acá, y haré que el caso sea tratado en Cabildo. --¡Uva!... Pero ná de sustipendio ni de socorro pa el caso; aquà no se quiere más que autoridá y mano contra todo mal enemigo de lo que se hace con buen corazón... --Entendido, Miguel, entendido... ¡Recuerno! ¡pues no me va á mà poca parte en ello! Cuando á tà te desuellen por lo que haces, buena me pondrÃan á mà la pelleja... ¿Tantas horas hace que lo has visto?... ¿eh?... ¿Lo olvidastes ya? Pues á mà todavÃa me tiemblan las carnes y me zumban los oÃdos. ¡Lenguas, lenguas de sierpe y almas de perdición! --Vaya--dijo medio en broma tÃa Sidora,--que tiene usté menos correa de lo que yo creÃa, pae Polinar. ¿Quién se acuerda ya de eso, si no es para hacerlo la cruz y pensar en otra cosa? --Cierto, Sidora, cierto--respondió apresuradamente el fraile,--que ni por lo que son ellas ni por lo que yo soy, debiera haber vuelto á tomarlas en boca. Pero somos barro frágil, carne mÃsera; y se cae, se cae cien veces cada hora. Mi ejemplo debiera ser de fortaleza, y lo es de... de chanfaina, Sidora, de chanfaina; porque no valemos un cuerno... _¡Domine, ne recordaris pecata mea!_ Y con esto, si no mandáis otra cosa, me vuelvo á mis quehaceres... Silda, lo dicho, dicho: has caÃdo de pie; te ha tocado la loterÃa. Si lo arrojas por la ventana, no merecerás perdón de Dios, ni cuentes conmigo, por mal que te vaya... Con que Miguel; con que Sidora, á la paz de Dios... Creo que se podrá salir... digo yo, sin averÃa gruesa, ¿eh?... ¿Os parece á vosotros? TÃa Sidora se levantó, sonriéndose maliciosamente; salió, llegó á la misma puerta de la calle, miró y escuchó desde allÃ, y volvió á la salita diciendo al padre Apolinar: --No se ve un alma ni se oye un mosquito. --No tomes tan á pechos mi pregunta, mujer--dijo el fraile algo pesaroso de haberla hecho,--porque ya sabes que cuando llega el caso, fray Apolinar tiene piel de hierro para las injurias; pero, de todos modos, se te agradece la precaución, y Dios te lo pague. Tornó á despedirse, y se marchó. Momentos después preguntaba tÃa Sidora á Silda: --Y de equipaje, ¿cómo estás, hijuca? ¿No tienes más que lo puesto? --Y otra camisa limpia que se quedó _allá_,--respondió Silda. --Pues no hay que pensar en sacarla, aunque juera de rasolÃs. Pero ya parecerá otra, ¿no verdá, Miguel? --Y lo que de menester juere--respondió tÃo MechelÃn,--que para cuando llegan los casos son los agorros. De pronto dijo Silda: --El que no tiene hilo de camisa es Muergo. --Buena la tendrÃa si la mereciera,--respondió tÃa Sidora. --Esta mañana--añadió Silda,--tampoco tenÃa calzones, y pae Polinar le dió los suyos. --¡Bien de sobra los tenÃa!--dijo la marinera con enojo visible hacia su sobrino. à lo que replicó en seguida la chica: --Le dió los que llevaba puestos; y yo creo que no le quedaron otros. TÃa Sidora y su marido se miraron recordando haber visto al fraile en calzoncillos. --Y bien, ¿y qué?--preguntó á la niña tÃa Sidora. --Que más falta le hace á Muergo la camisa que á mÃ. Volvieron á mirarse MechelÃn y su mujer, y preguntó aquél á la niña: --¿Y cuando te laven esa, que buena falta le hace ya?... --Me estaré en la cama hasta que seque,--respondió Silda, encogiéndose de hombros. --Pero ¿de qué conoces tú á ese lichón de Muergo?--preguntó la marinera. --De _allá abajo_. --Y ¿por qué me cuentas á mà que anda sin camisa y sin calzones? --Porque me dijo Andrés que era sobrino de usté. --¿Quién es Andrés? --Un c...tintas, hijo del capitán de la _Montañesa_. --¿Le conoces tú? --Él me llevó á casa de pae Polinar cuando yo estaba sola en el Muelle-Anaos esta mañana. --¿Para qué te llevó? --Para que hiciera por mà lo que ha hecho. Es bueno ese c...tintas de Andrés. --¿Conoce él á Muergo? --Mucho le conoce. --¿Y por qué no le da la camisa, ya que es rico? --Le tiene enquina porque me tiró á mà á la Maruca de un tronchazo. --¿Quién te tiró? --Muergo. --Y ¿cómo salistes? --Me sacó Muergo, porque se lo mandaron Sula y otro que se llama Cole. --De modo que si no se lo mandan esos, ¿te ahogas? --Puede que sÃ. --¿Y con too y con eso pides camisa para él? ¡Un rejón que le parta! --¡Da asco verle, de cómo anda! Pero si le dan aquà camisa, que no la lleve si no se corta las greñas y se lava las patas. Es muy lichón, ¡muy lichón!... ¡y muy burro!... ¡y muy malo! --Entonces ¿por qué mil demonios te apuras tanto por él? --Por eso, porque da asco verle... y su madre no tiene vergüenza... Al llegar aquà Silda con la respuesta, una voz que de pronto se dejó oir hacia el extremo del carrejo, como si tuviera la fuerza material de una catapulta, la arrojó hasta lo más escondido de la alcoba. La voz era vibrante, desgarrada, con matices aguardentosos, entre provocativa y fiera, con unos alti-bajos y unos retintines que estaban pidiendo camorra. --¡Ahà va!--decÃa,--pa que se mude los piojos mañana, que es domingo... ó pa rueños del carpancho, que en mi casa están de sobra... ó pa gala del dÃa que la caséis con un marqués de cadena de oro... ¡caraspia!... Porque las Indias vos van á caer en la bodega con esa inflanta que echemos ayer á la barredura con la escoba... ¡Puáa!... ¡Toma, pa ella y pa el magañoso que vos vino con la princesa y con el cuentoooo!... ¡Indecenteeees!... Cuando la voz se fué alejando hacia la calle, salió de su escondite tÃa Sidora, con muchas precauciones, y halló en mitad del carrejo un envoltorio blanco. Recogióle, le deshizo, y vió que era una camisa de niña: sin duda la de Silda. Atreviéndose después á llegar al portal y á sacar la cabeza fuera de la puerta, vió á Carpia que se alejaba por el medio del arroyo, hacia abajo, los brazos en jarras, descalza de pie y pierna, cerniendo el refajo, y con dos carpanchos vacÃos sobre la cabeza. --Ya lo saben--dijo para sÃ.--Mejor que mejor: eso tenemos adelantado. Les pica, y empiezan á morder. Pues que muerdan. Ellas se cansarán. ¡Bribonazas! ¡Borrachonas! ¡Sinvergüenzas! [Ilustración] [Ilustración] VI UN CABILDO Lo que entonces se llamaba Paredón de la calle Alta, existe todavÃa con el mismo nombre, entre la primera casa de la acera del Sur de esta calle, y la última de la misma acera de Rua-Mayor. Solamente faltan el pretil que amparaba la plazoleta por el lado del precipicio, y la ancha escalera de piedra que descendÃa por la izquierda hasta Baja-mar[1], atracadero de las embarcaciones de aquellos mareantes, hoy parte de un populoso barrio, con la estación del ferrocarril en el centro. AllÃ, en el Paredón, celebraba sus cabildos el de Arriba, al aire libre, si el tiempo lo permitÃa; y si no, en la taberna del tÃo Sevilla, que era, como la _Zanguina_ para el Cabildo de Abajo, su holgadero, su lonja, su banco, su fonda, su tribuna y, más tarde ó más temprano, el pozo de sus economÃas. [1] Actualmente es todo esto una espaciosa y elegante avenida, á la que, por acuerdo unánime de la Corporación municipal, se ha dado el nombre de _Rampa de Sotileza_; inmerecida honra, tanto más agradecida, cuanto nunca fué soñada por las modestas ambiciones del autor de este libro.--(_Nota de 1888._) Ya se sabe, porque lo dijo tÃo MechelÃn en su casa, que al dÃa siguiente habrÃa Cabildo «motivao á socorros y otros particulares.» Y le hubo, en efecto, concurridÃsimo. No faltaba un mareante con voz y voto, al sonar en el reló del Hospital las nueve y media de la mañana. El Sobano, Alcalde de mar, ó, si se prefiere, presidente del Cabildo, dió el ejemplo, acudiendo de los primeros. Era hombre de pocas palabras y mucha sentencia; y como habÃa sido dos veces regidor del Ayuntamiento de la ciudad, en representación de ambos gremios de mareantes, aunque iba á la mar como cualquiera de ellos, y no los aventajaba mucho en rentas ni en calzones, habÃa adquirido ese desparpajo ó aire de suficiencia que da, entre ignorantes y pelones como él, el roce frecuente con personas de viso y de pesetas; y más si estas personas están constituÃdas en autoridad; y mucho más todavÃa si, como le ocurrÃa al Sobano, habÃa sido tan autoridad como cada una de ellas y participado de sus honores y magnificencias. Cierto que cuando los gremios le diputaron para tan alta magistratura, ya habrÃan visto en él prendas de entendimiento y de juicio, y modales que no abundaban entre la gente de mar. Pero, ¿y lo que habÃa observado y aprendido aquel hombre, mientras ejerció dos veces, á dos años cada una, el cargo de regidor? ¿Quién de los mareantes santanderinos dejó de verle en la procesión del Corpus ó en las de Semana Santa, ó en los bancos _curules_ de la catedral, con su traje negro, de rigurosa etiqueta; con su medalla de concejal sobre el pecho, y sus guantes blancos... de algodón, porque no hubo modo de calzarle los de cabritilla en sus manazas encallecidas por el remo? Pues ¿y cuando, durante la semana de su turno, presidÃa el teatro, desde aquel palco con colgaduras de terciopelo y oro, arrellanado en su sillón de seda, con sus policÃas de respeto detrás de la cortina del antepalco, y era dueño de enviar á la cárcel al primer caballerete que hiciera méritos para ello, y de complacer ó no á aquella muchedumbre de gentes principales, volviendo ó no volviendo cara abajo, sobre la barandilla del palco, el cartel de la función, para que se repitiera ó no se repitiera alguna parte de ella muy aplaudida por el público? ¿Qué mareante de Arriba no vió esto desde la _cazuela_ alguna vez, ó no lo supo, siquiera, por relatos de los dichosos que lo habÃan visto? Pero quizá diga algún boquirrubio de los de hogaño, imberbe aspirante á gobernador, si no á ministro, que ninguna de esas prerrogativas es cosa del otro jueves. Cierto; y bien sé yo que, por ver, se han visto, como dice _Mesio_, hasta sastres con reló; pero véngase acá ese boquirrubio; acérquese al Cabildo que yo le resucito ahora en el Paredón de la calle Alta; fÃjese en aquel hombre atezado, áspero de barba, rudo de greña, cargado de espaldas, torpe de movimientos, abultado y velloso de manos, y no muy aventajado de calzones; que le diga yo, apuntando al hombre aquél: «ese es el que ha hecho todas esas cosas que á tà no te parecen del otro jueves;» y á ver si no hay motivo sobrado para que se asombre, y para que las personas del mismo pelaje del héroe, que le rodean, se juzguen diez codos por debajo de él. Que es á donde Ãbamos á parar con el propósito, aunque el camino haya sido algo más largo de lo conveniente á la impaciencia de los lectores boquirrubios. Se reunÃa el Cabildo de Arriba: Porque de un momento á otro iba á sacarse una leva; y sacándose una leva, habÃa que socorrer con ciento cincuenta reales á cada matriculado de los comprendidos en ella, por orden riguroso de matrÃcula; Porque el reparto de cuarenta reales por mareante cabeza de familia, y de diez por cada viuda, que debió haberse hecho en la semana anterior, á causa de no haber podido salir las lanchas á la mar en cerca de quince dÃas de temporales, no se hizo en ocasión oportuna ni por completo; Porque, de dos meses á aquella parte, habÃa muchos descubiertos en el tesoro del Cabildo, á consecuencia de no haber ingresado en él todas las _soldadas_ que semanalmente habÃan de ingresar, á razón de una por cada lancha de pesca ó de pasaje, pinaza, barquÃa, etc...; Porque el boticario del gremio habÃa advertido que no admitirÃa nuevo _asalareo_, cuando terminara el vigente, si no se le daban cuarenta duros más al año, ó se asalariaba el Cabildo con otro médico que recetara menos; Porque se acercaba el dÃa de San Pedro, y urgÃa saber si, por la vez primera, desde tiempo inmemorial, dejaba el Cabildo de pagar el gasto de las fiestas, asà religiosas como profanas: misa de tres, con música y sermón, y entre otras menudencias de rúbrica, novillo de cuerda y el tamborilero de la ciudad durante dos dÃas y tres noches; Porque habÃa cinco enfermos socorridos por el Cabildo, que ni sanaban ni se morÃan; Y, por último, y sobre todo, porque el tesorero se declaraba incapaz de acudir á tantas necesidades, si los que más gritaban por no cobrar á punto los socorros no pagaban lo que debÃan al tesoro, ó no se le autorizaba para meter mano á las reservas existentes para los grandes apuros y necesidades del gremio. Tales eran los principales puntos que iban á tratarse aquel dÃa en Cabildo. La junta, digámoslo asÃ, compuesta de dos Alcaldes de mar (primero y segundo), tesorero y recaudador, ocupaba el sitio más visible, esparrancada en lo alto de la plazoleta, cerca del pretil en cuyo lomo cabalgaban raqueros, ó apoyaban ligeramente sus posaderas los congregados más viejos ó más perezosos. Los demás se extendÃan en grupos por la explanada; grupos que se hacÃan ó se deshacÃan, según que no hablara ó que hablara la presidencia, ó fuera menos interesante ó más interesante lo que expusiera un orador de la masa. Entre tanto se oÃa un rumor incesante de conversaciones á media voz, y sobre este rumor el zumbido de Mocejón, que parecÃa un tábano por lo tenaz y molesto. Todo cuanto allà se decÃa ó se acordaba, provocaba sus gruñidos; y con su pipa rabona entre los dientes, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y torcida, el gesto de ira y de tedio, y puerco y sin afeitar, iba torpe y perezoso, de acá para allá, respondiendo á todo sin hablar con nadie, y renegando hasta del sol que caldeaba la escena. Aunque no con la brusquedad salvaje de este hombre, abundaban allà los recelosos y descontentadizos; y era muy curioso observar cómo aprovechaban precisamente la ocasión en que debÃan ser explÃcitos y dar la cara, para volverse de espaldas, ó, cuando menos, de costado, y murmurar una excusa maliciosa, ó una barbaridad cualquiera, hacia un colateral que no habÃa desplegado sus labios. DecÃa el Sobano, por ejemplo, que blanco. --¡Yo digo que negro!--respondÃa, empinándose, un vejete. --¿Por qué?--replicaba el Alcalde de mar. --¡Porque sÃ!--decÃa el otro, virando de costado; y luégo, haciendo un poco de barquÃn-barcón con la encorvada espalda, añadÃa, encarándose con los de atrás:--¡à mà con esas!... ¡Si cuando tú vas, ya estoy yo de vuelta, probetuco... rasolÃs! Otra vez era un mozo de piel lustrosa, pelo encrespado, corto de labio y largo de dientes, que se habÃa atrevido á apuntar un reparo, con voz airada, desde lo más trasero del concurso. --Y ¿qué hay con eso?--le preguntaba desde la paredilla alguien de la junta. --Pos... ¡lo dicho!--respondÃa el mozo, volviendo la cara á su derecha. --Y ¿qué es lo dicho?--le replicaban. --Pa saberlo está usté ahÃ--reponÃa el del labio corto y los dientes largos, acabando de dar la media vuelta hacia atrás:--pa eso, pa saber lo que yo digo y hacer lo que nusotros quieramos; que pa eso semos Cabildo. Palabras que recogÃa con gusto un cincuentón desaliñado, diciendo, con la cara vuelta al costado de babor: --Pa largar sereña semos Cabildo nusotros; que pa comerse la ujana, como si no juéramos naide. --Ande va eso--exclamaba, un poco más allá, un mareante caÃdo del hombro derecho y guiñando un ojo al preopinante;--ande va eso, bien lo sé yo... Angunos güen pellejo van echando de un tiempo acá... Mejor que el mÃo, ¡zonchos! Por donde se murmuraba tan recio, solÃa andar Mocejón. --La barredera... ¡la barredera, hijos!--añadÃa por su parte, con la cabezona gacha y el ojo de cerdo.--¡La barredera!... Aquà no se gasta menos... á pie ensuto y cuerpo regalón; y tú, probe mareante, arrevienta allá juera jalando del remo, ¡y vengan julliscas!... Siempre largando lastre, y nunca mus sale la cuenta... ¿Cómo ha de salir, ñules, si angunos hombres no tienen calo! No era opinión muy corriente ésta del malévolo Mocejón en el concurso, ni, en honor de la verdad, existÃan razones para que lo fuera; pero, en cambio, abundaba, entre los que nunca habÃan podido lograr la tesorerÃa, la de que el tesorero no sabÃa serlo; que todos los achaques del tesoro consistÃan en la falta de un hombre que supiera administrarle como era debido, y que el Sobano, con todo su saber, no alcanzaba á enderezar lo que torcÃan _otros_ en punto á intereses del gremio. Éstas eran las notas de color sombrÃo que salpicaban aquel cuadro tan alegre y pintoresco, y la base del rumor incesante que se observaba entre sus personajes. Porque el verdadero peso de la discusión le llevaban, en nombre de la junta, el Sobano; y entre el concurso, hombres de buena voluntad, como tÃo MechelÃn y otros compañeros, que aunque también trataban los puntos de medio lado, al fin los trataban racionalmente. Por lo común, el Alcalde de mar era quien encauzaba y dirigÃa los discursos, cortando extravÃos ociosos y razones impertinentes; llevaba los remates á donde debÃan y cuando debÃan llevarse, y formulaba los acuerdos, á los cuales no se oponÃan, al cabo, ni los más dÃscolos. Sin esta especie de dictadura, jamás hubiera sido posible en aquel Cabildo, ni en el de Abajo, ni en ningún concurso por el estilo, resolver cosa alguna. Y se resolvió entonces, al cabo de hora y media de sesión al aire libre, bastante respetada de curiosos y transeuntes, y, lo que es más raro, de las hijas y mujeres de los congregados allÃ, hembras capaces de todo menos de desacatar los preceptos tradicionales, que eran leyes para el gremio; se resolvió, digo: Primero. Que pagaran, á contar desde aquel dÃa, soldada y media por semana las embarcaciones deudoras, en este concepto, al tesoro del Cabildo, hasta la extinción de las respectivas deudas. Segundo. Que se advirtiera al boticario del gremio que no se le darÃan los cuarenta duros de aumento que pedÃa para el nuevo asalareo, ni se despedirÃa al facultativo, ni se pondrÃa coto á sus recetas. Tercero. Que cuando llegara el caso de marchar al servicio de la Armada los matriculados comprendidos en la leva, cobrarÃa puntualmente cada uno los ciento cincuenta reales de socorro á que tenÃan derecho. Cuarto. Que en la taberna del tÃo Sevilla se pondrÃan de manifiesto, acabado el Cabildo, las cuentas de tesorerÃa, y que con el remanente que arrojaran y á medida que fueran recaudándose los créditos, se irÃan levantando todas las cargas pendientes, sin tocar al fondo de reserva; pues si sagrada era la obligación que tenÃa el Cabildo de dar socorros á los pescadores en épocas de temporal, no lo era menos la de pagar los pescadores las soldadas semanales al tesoro del Cabildo. Quinto. Que se gastara la cantidad de costumbre en las fiestas de San Pedro. Y por último. Que los enfermos que ni sanaban ni se morÃan, continuaran percibiendo el socorro que se les pasaba, hasta que Dios dispusiera de ellos, según fuera su santÃsima voluntad. Proclamados estos acuerdos á la luz del sol, y estampados en el fondo azul de los cielos, bajo la fe de la palabra honrada de los mareantes constituÃdos en Cabildo, libro que no admite raspaduras ni malicias de redacción, y por eso nunca dieron que hacer sus cláusulas á la Justicia, tosió el Sobano cuando ya el concurso comenzaba á disgregarse, alzó el brazo derecho y la cabeza, y dijo asÃ, sobre poco más ó menos: --¡Alto, señores!... que falta un punto por arreglar, y hay que arreglarle antes de irnos de aquÃ. La curiosidad movió á todas las gentes aquéllas, y poco á poco fueron acercándose al Alcalde de mar, hasta encerrarle en compacto cÃrculo. Mocejón y el otro mareante, el mozo del labio corto y de los dientes largos, se quedaron fuera de la lÃnea, pero con mucho oÃdo y refunfuñando. El Sobano comenzó á hablar entonces, con gran parsimonia y pulsando mucho las palabras para que ofendieran menos, de cierto compromiso adquirido siete meses antes por el Cabildo, pero fuera de junta, de socorrer con una ayuda de costas á la familia que recogiera y tratara como era debido _en josticia y caridá_ (esto lo recalcó mucho), á la huérfana del llamado Mules, «perecido en las rompientes de San Pedro del Mar, con todos sus compañeros, en la última costera del besugo.» TÃo Mocejón, barruntando que aquel asunto iba con él, recibió las palabras del Sobano y las miradas codiciosas de la gente, como un mastÃn el palo con que le hurgan los muchachos por debajo de la puerta. Añadió el Alcalde de mar que si el Cabildo no habÃa cumplido lo que ofreció por bocas de hombres de bien, era porque no se creÃa obligado á ello, visto que de sobra estaban pagados el escaso alimento que recibÃa la huérfana y el montón de guiñapos que se le daba por cama, con el trabajo y los castigos bárbaros que se le imponÃan por la familia que la habÃa recogido. --¡Uva!--exclamó una voz. --¡Choba... ñules!--bramó la aguardentosa de Mocejón.--¡Que se haga bueno eso! --¡Se hará!--dijo con firmeza el Sobano,--y todo lo que sea de menester. Pero más le valiera á anguno que me oye, aguantarse al remo mientres pasa esta noruestá, que isar tanta vela. --¡Uva!--volvió á exclamar la voz de MechelÃn. --Y ese que me prevoca--gruñó Mocejón,--¿isa vela, ú no la isa? ¿Sopla aquà el norueste pa toos por igual, ú sopla de otro modo?... ¡Ñules!... Y miá tú, chaquetÃn de la bodega, si quies decir algo, lo dices claro y á la cara, y no escondÃo entre el porreto como los pulpes... ¡ojo! Hubo un poco de movimiento, como hervor de resaca, en el concurso, al oir á Mocejón; cuyo descomedimiento animó al Sobano, curado de escrúpulos ociosos, á contar en pocas palabras lo acontecido á Silda en casa de la Sargüeta, hasta que fué recogida en la de MechelÃn. Se preguntó al Cabildo si consideraba bastante aquella casa para refugio y amparo de la huérfana; y el Cabildo respondió que sÃ, entre los gruñidos, _bandazos_ y manoteos del salvaje Mocejón, que no cerraba boca ni paraba un punto, mientras el mozo del pelo crespo, de labio corto y de los dientes largos, iba con los ojos airados de Mocejón á los de adentro, y de los de adentro á Mocejón, sin saber á quién arrimarse con su parecer. TÃo MechelÃn tomó entonces la palabra, y dijo: --Se hace saber que por el amparo de la desvalida no se quiere sustipendio ni cosa anguna de naide; pero se pide al Cabildo mano y autoridá para que se deje hacer por ella, á quien quiere hacerlo de buena voluntá, lo que _otros_ no han querido ó no han podido hacer. ¿Vale, ú no vale esto que se dice? ¿Se me entiende, ú no se me entiende? ¿Hay seguranza, ú no hay seguranza de que la cosa se haga como se pide? --¡La hay!--respondieron muchas voces. Y el Sobano añadió en seguida, con la proa puesta á Mocejón: --El Cabildo ampara á esa muchacha... ¿Se oye bien lo que se dice?... Pues no se dice más, porque no es de menester más para que angunos entiendan lo que se quiere decir. Mocejón, que no cesaba de rutar, protestando de todo y contra todo, al ver que el concurso se deshacÃa, fué soltando voz según iban creciendo los rumores de los que se dispersaban; y todavÃa cuando, arrollado por ellos y estorbando á la mayor parte, estaba cerca de la taberna del tÃo Sevilla, se le oÃa decir: --¡Pos mÃate el otro... piojucos... chumpaoleas! ¡Ñules!... Se ha de ver si sirve ser un cuentero, lambe-caras, como tú, pa disfamar á naide que vale más que tú y la perra sarnosa que ha de volver á parirte á tà y toa esa gatuperia que saca la cara por tÃ... ¡reñules!... [Ilustración] [Ilustración] VII LOS «MARINOS» DE ENTONCES Aunque el lector de ultrapuertos quisiera permanecer un ratito en el Paredón, después de terminado el Cabildo, para dar recreo á los ojos contemplando el panorama que se descubre desde allÃ, describiendo con la vista un arco desde el monte Cabarga hasta el llano de las Presas; deteniéndola en el cercano fondeadero del _Pozo de los Mártires_, verdadero bosque de arboladuras, ó en el más próximo aún del _Dueso_, salpicado de lanchas y barquÃas del Cabildo, bien ajeno éste á creer que su axioma tradicional de «_por mucho que apañes no fundarás en el Dueso_,» habÃa de ser desacreditado por el genio emprendedor de las siguientes generaciones, plantando en el Dueso mismo la estación del ferrocarril, emblema del espÃritu revolucionario y transformador de las modernas sociedades; haciendo, por curiosidad, desde lo alto de la escalera, algunas preguntas (que no quedarán sin sabrosa respuesta) á los _muchachos de lancha_, que canturrian ó vocean debajo del Paredón, mientras _achican_ ó desatracan las que están á su cuidado; ó dando un vistazo, desde el crucero del alto de la cuesta del Hospital, á las dos filas de casas altas, angostas, desvencijadas, adheridas unas á otras, para sostenerse mejor, cargadas de balcones derrengados y de aleros podridos, y los balcones, de redes y de trapajos, con _rabas_ de pulpo y artes de pescar secándose en las paredes del fondo; y tripas de sardina y piltrafas de bonito por los aires; y madres desgreñadas y sucias, espulgando á sus hijos, medio desnudos, á la puerta de la calle; que todo eso, y mucho más que no digo, porque se adivina, y porque no cabe en la pulcritud del arte, era el barrio de los mareantes de Arriba, y en la misma forma continuó siendo durante muchos años; aunque en la contemplación de éste y del otro espectáculo quiera detenerse, repito, el susodicho lector de ultrapuertos; y aunque se pare un instante á la puerta de la taberna del tÃo Sevilla, atestada de marineros que más se ocupan en tomar la mañana que en examinar las cuentas del Cabildo, aún nos queda tiempo sobrado para llegar, poco á poco, á la calle de San Francisco, por la cual discurrÃan los elegantes de entonces, con sus tuinas de mezclilla verdosa, prenda recién introducida en la indumentaria al uso, y penetrar, con la debida licencia, en casa del capitán de la _Montañesa_, don Pedro Colindres, más conocido entre la gente de mar por su mote de _Bitadura_, en el instante de llegar con su señora y su hijo de la misa de once de la CompañÃa. Y quiero que sea éste el momento de nuestra presentación á él, para que le vean con todas sus _empavesadas_ de señor los que hayan podido verle á bordo, ó desembarcar al dÃa siguiente, con su ropaje del oficio, sin _arrastraderas_, macizo y basto. No era este personaje de mucha talla: quizá no pasaba de la regular; pero, en cambio, era doble, sobre todo de espaldas, de brazos y de manos... Perdone la impaciencia del lector; pero necesito tomar esta figura desde más atrás, _ab ovo_ casi, para que resulte con todo el relieve que debe tener en el momento de aparecer en el cuadro. Procuraré ser breve; pero, aunque no lo consiga, no se apure, pues esta digresión, además del fin inmediato que lleva, ha de ahorrarnos otras por el estilo, despejándonos el terreno en que vamos á entrar; porque la especie abunda en ejemplares, y _ab uno disce omnes_. De cepa marinera por todos sus cuatro costados, apenas salió de la escuela de don ValentÃn Pintado ingresó á estudiar náutica en el Consulado[2] con don Fernando Montalvo; pero ya para entonces, aunque sólo contaba trece años, fumaba valientemente de lo pasiego, si no habÃa tabaco más suave á sus alcances; nadaba de espaldas y se sostenÃa derecho en el agua sin mover los brazos; se hacÃa el muerto, y, en fin, echaba un _cole_ desde el paredón del Muelle-Anaos; _daba torno_ á cualquiera de su parigual remando en un bote; habÃa capitaneado dos _guerras_, y en la bofetada limpia era una reputación en la plaza de las Escuelas, en la Maruca, en el prado de Viñas y en otros holgaderos por el estilo; le temÃan de lumbre muchÃsimos zapateros de portal; tenÃa buenas amistades en el Paredón de la calle Alta, y en la mesa de la _Zanguina_ llegó á dar las tres bolas y el cangrejo á un cabo de la guarnición, que habÃa sido pinche de billar en su tierra, y, asà y todo, le ganó la partida. [2] Hasta el año de 1837, en que se inauguró el Instituto Cántabro, se estudiaban esta asignatura y otras de la carrera mercantil, en el _Consulado de Comercio_. Pero todavÃa conservaba en el vestir y en el andar y en el decir, el aire terrestre; todavÃa era vivaracho, desorejado de borceguÃes, gastaba cachucha, tiraba á rubio, decÃa _¡coila!_ cuando se enfadaba, y comÃa mucho pan, pellizcando, sin sacarle, el zoquete que llevaba siempre en el bolsillo. En cuanto fué _náutico_, se asimiló poco á poco los aires y el estilo de aquella raza especialÃsima de estudiantes que no parecÃan nacidos de madre, como toda la descendencia de Adán, sino construÃdos de roble en las gradas de un astillero. De ellos tomó la rudeza del acento, el apóstrofe crudo, el mirar osado, la falta de respeto á todo profesor que no fuera el suyo, el andar oscilante, con los hombros levantados, el horror á los faldones, la chaqueta abrochada, la gorra con galón dorado y visera de charol, muy pegada á la frente... y hasta la tez empañada. Cuando concluyó los cursos de náutica, necesitó hacer, en calidad de _agregado_, dos viajes redondos á la Isla de Cuba. Y los hizo en un barco que mandaba un amigo de su padre. En estos viajes tuvo la categorÃa de _mozo de á bordo_, es decir, la de marinero principiante. Después se examinó en el Ferrol; y allÃ, aprobados sus ejercicios, obtuvo el tÃtulo de _tercero_, con el cual se embarcó en Santander en una fragata, para hacer los tres viajes que se le exigÃan en aquella segunda etapa de su carrera. Los hizo también, en poco más de un año, á ratos navegando como en una palangana, y á ratos con la vida en un hilo. Del último de estos viajes volvió, aunque crisálida todavÃa, apuntándole las alas de mariposa. Ya el espeso pelambre de su cara, afeitada de quijadas arriba, era algo más que sombra de patilla á la catalana; sus manos comenzaban á ponerse velludas, su voz á embronquecerse y sus espaldas á encorvarse; era muy atezado, y formaba con «los marinos» en sus parrandas y _rumantelas_. Preparóse, repasando con Montalvo una temporadita; fuése al Ferrol por segunda vez; aprobáronle en el rÃgido examen á que fué sometido, y se le extendió su tÃtulo, en toda regla, de _segundo_, ó sea de _piloto de derrotas_, que es lo que iba buscando Pedro Colindres, ya, para entonces, conocido entre la gente del oficio con el mote de _Bitadura_, no sé por qué... Y aprovecho esta oportunÃsima ocasión para advertir á los lectores de tierra adentro, persuadidos, quizá, de que es un capricho mÃo la coincidencia de que casi todos los personajes que van apareciendo hasta ahora en este libro tengan un mote por nombre, que no hay tal capricho ni cosa que lo parezca. Tan frecuente es el mote entre las gentes de mar de este puerto, y tan avezadas están á oirse llamar por él, que en el gremio de pescadores ha habido quien desconocÃa su propio nombre de pila, y muchos que no le conocieron hasta que le necesitaron para inscribirle en el libro de matrÃculas de mar. Lo mismo entre estas gentes ignorantes y zafias que entre las más elevadas y cultas, de carrera, el mote aparece sin saberse por dónde ni cómo. Generalmente procede de un dicho ó de un hecho, ó de una circunstancia cualquiera, de la persona que se le halla encima de la noche á la mañana; pero quién se le puso y cuándo, no es fácil de averiguar. Bitadura tardó bastante en colocarse, después de recibir el tÃtulo de _segundo_, porque estas plazas no abundaban, con ser entonces tan numerosa la marina mercante de vela; pero, al fin, halló barco, y en él hizo su primer viaje de piloto. à la vuelta de este viaje fué cuando apareció en Santander en perfecto carácter de «marino;» ya era... como todos. Porque, yo no sé cómo diablos sucedÃa eso; pero sucedÃa: que fueran rubios ó delgados, ó altos ó bajos, los _náuticos_ del Instituto ó los _agregados_ en su primer viaje, poco á poco iban transformándose; y cuando volvÃan de _segundos_, todos eran iguales; todos tenÃan mucha espalda, mucha mano y muy velluda; todos eran morenos, con patilla corrida, muy espesa; abiertos de brazos, ásperos de voz, lentos en el andar, duros de ceño, secos de frase, pero pintorescos de palabra, y de gustos pueriles y espÃritu regocijado. Por último, todos vestÃan el mismo traje: la gorra con galón de oro y botón de ancla sin corona; el chaquetón pardo; las botas de agua sobre pantalón pardo también, y la corbata negra á la marinera; y acaso esta rigurosa uniformidad de vestido y de modales, contribuyera á darles la extraordinaria semejanza que se notaba entre ellos. Bitadura fué uno de los más populares de su tiempo; y cuando, después de haber corrido borrascas en todos los mares de los dos mundos, dió en antojársele que no le _llenaban_ por entero, al llegar á Santander, los entretenimientos del café de la _Marina_, las parrandas nocturnas, las _culebras_ en las romerÃas, y otras hazañas de rigor en el gremio, algunas de ellas harto pueriles, se armó un dÃa de valor, él que no se amilanaba entre los abismos del mar embravecido; se atusó un poco la greña; se puso camisa limpia, y unas botas de charol debajo de las perneras, y se fué á pedir á un piloto jubilado, más por falta de salud que por sobra de años, la única hija que tenÃa, moza, á la sazón, en la flor de su primavera, y, como decÃa el mismo Bitadura al describÃrsela á un amigo, después de confesarle su proyecto, «bien corrida de eslora, recia y levantada de amuras, airosa de raseles y alta de guinda.» Estaba hecha á poco la pretendida, porque en aquel tiempo aún habÃa _clases_, y apenas gastaban seda las chicas solteras de más de siete familias de Santander; era bien afamado el pretendiente, porque no se tomaban á pecado las calaveradas temporeras, digámoslo asÃ, de aquellos mozos tan honrados en el fondo de sus almas, y tan valientes y sufridos en la mar; le estimaba mucho el padre, y la hija le habÃa visto, por tres veces, barrer á bofetadas la acera de enfrente para quedarse él solo echándola requiebros, mentalmente, desde allÃ; de modo que, aunque todavÃa no habÃa pasado de piloto, y era tan desmañado en _finiquituras_ y voquibles, que sudó brea para dar á entender lo que querÃa en aquel trance (porque claro de todo no acertó á decirlo), concediéronle la chica, que se llamaba Andrea, y tenÃa dos ojos como dos soles; un pelo que relucÃa de negro, y tan abundante, que no le cabÃa en la cabeza; y una boca, y un color... en fin, una buena moza en toda la extensión de la palabra. Casóse con ella andando los dÃas; y antes de un mes de casado, se embarcó para hacer su último viaje de piloto. Porque á la vuelta, habiéndose desembarcado el capitán por una larga temporada, le dieron á él el mando del buque, que era un bergantÃn bien afamado. Y hete aquà ya á Periquito hecho fraile. Ya era capitán; ya tenÃa una paga de sesenta pesos al mes, y no tardarÃa en disfrutar de los beneficios que generalmente conceden los fletadores ó dueños del barco al capitán que le manda con celo é inteligencia... Pero, en cambio, ¡qué peso tan molesto el de los deberes que le imponÃa su repentina transformación! ¡Cómo le costaba amoldarse al ritual de su nueva categorÃa! Por de pronto, fuera chaquetones y botas de agua, y todo cuanto ésta y las demás prendas del hábito de un piloto representaban en su vida pública: la independencia, la holgura, la vida alegre de mozo descuidado, el lenguaje convencional y pintoresco... y hágase usted hombre formal, y hable en serio con mercaderes y corredores, y, sobre todo, vÃstase usted de paño fino, con alas y arrastraderas... y meta el corpanchón macizo debajo de una levita; los pies dentro de unas botas de charol; las manazas, gruesas y velludas, en guantes de cabritilla, y... ¡horror de los horrores! sobre la cabeza, arreglada por la hoz del peluquero, encájese el oprobio de la _castora_... y échese usted con ese aparejo á la calle, sin atreverse á andar ni á revolverse mucho por temor de que salten los botones ó revienten las costuras; y salude á la moda en los escritorios y consulados; y mientras habla ó le despachan, siéntese, _por lo fino_, en una silla, y mátele la duda de si pondrá la _canoa_ en el suelo ó la tendrá entre las manos, ¡ó la arrojará por el balcón, que es lo que él preferirÃa! La primera vez que se vió ataviado asà delante de un espejo, soltó la carcajada. --Con esto y un bastón--exclamó,--un matasanos de aldea. --¿Por qué no le compras?--le dijo su mujer. Bitadura la miró con el asombro pintado en la cara. Decir á un capitán de aquéllos que saliera con bastón, equivalÃa á aconsejar á un coracero que llevara en la mano un abanico. Pero, en fin, se fué acostumbrando á la librea, aunque no la usaba más que en actos _oficiales_, digámoslo asÃ, ó en momentos muy solemnes; fuera de esos casos, un traje holgado, de medio aparejo, entre piloto y capitán; cómodo, sin dejar de ser serio. Cuando ya tenÃa un hijo de tres años, le dieron el mando de la _Montañesa_, uno de los mejores barcos de la matrÃcula de Santander. Como no era lerdo, se acostumbró primero al trato de gentes que al uso de las prendas finas; llegó á ser un capitán de los más atractivos para los pasajeros, y el armador de la _Montañesa_ no tuvo motivos para arrepentirse de haberla puesto bajo su mando. Como, además, era un marino consumado y un administrador celosÃsimo, abriósele ancha mano, comenzando por concedérsele los _abarrotes_, con lo cual, llevando por su cuenta pacotillas de frutos peninsulares, y trayéndolas de ultramarinos, se granjeó muy buenas ganancias en pocos viajes, y señalósele más tarde un buen interés en los cargamentos que se le encomendaban. à pesar de ello y de tener muy rebasados los cuarenta cuando el lector le ha conocido, continuaba siendo, _fuera de servicio_, el Bitadura de siempre, el muchacho grande, dado con pasión á las cosas chicas de su tierra, á los placeres sencillos, á la frase pintoresca y al vestido cómodo. Andrea, que no tuvo más hijos que el que conocemos, se habÃa ido ajamonando poco á poco, y era, en la ocasión en que aparece aquÃ, una mujer de gran estampa: blanca y apretada de carnes, rica de formas, y de rostro alegre y bello. HabÃa ido á misa de once aquel dÃa _del bracete_ de su marido, con vestido de gró negro, chal de Manila, mantilla de blonda, abanico de nácar y mitones de seda calados. Él con levita y pantalón de paño negro finÃsimo, con trabillas de botÃn, chaleco de raso, sobre el cual serpenteaban dos enormes ramales de la cadena de oro de su reló; chalina de seda, de cuadros obscuros con dos alfileres de brillantes, unidos por una cadenilla de oro; sombrero de copa, muy reluciente; botas de charol y guantes de seda de color de ceniza. Sudaba el hombre, de calor y de molestia, debajo de aquellas galas que le oprimÃan por el cuello, por la cintura y por las manos y por los pies; y relucÃa su atezado rostro, encuadrado entre las patillas, algo grises ya, y las alas del sombrero, mientras el almidonado cuello de la camisa se reblandecÃa y arrugaba con el sudor del pescuezo. Todo aquello lo esperaba él, y bien sabe Dios lo que le desazonaba; pero la salida era de necesidad, porque su mujer habÃa estado soñando con ella meses enteros: no conocÃa satisfacción más grande; y él querÃa demasiado á su mujer para no complacerla, sin regatear, en cosa tan hacedera. Por otra parte, ¿á qué negarlo? si Andrea se creÃa más alta que una corregidora por ir del brazo de un marido como el suyo, Bitadura pensaba que, en opinión de cuantos pasaban á su lado, no habÃa princesa que valiera en estampa lo que su mujer. Y asà marchaban los dos, calle de San Francisco arriba y Plaza Vieja adelante, recibiendo á cada paso bienvenidas y apretones de manos él, y felicitaciones y saludos ella, mientras Andrés, que caminaba á la derecha de su madre, con su vestido de los domingos, compuesto de chaqueta entallada, con cuello de moaré, pantalón de mezclilla de lana, chaleco jaspeado, corbata de mariposa, borceguÃes nuevos y gorra de felpilla imitando piel de tigre, saludaba muy ufano á los amigos de su mismo pelaje, ó se hacÃa el desconocido cuando le guiñaba el ojo algún granuja, su camarada de hazañas del Muelle-Anaos. Al salir de misa, nuevos y más numerosos saludos, nuevas detenciones y bienvenidas; y vuelta á casa con el posible apresuramiento, porque no faltarÃan visitas que recibir en ella, amén de que habÃa convidados á la mesa, se comÃa á la una en punto, y Andrea no se fiaba ni de la _guisandera_ que habÃa tomado para aquel lance, superior á los recursos culinarios de su criada. El lector y yo llegamos en el momento en que el capitán largaba los guantes y la _cacimba_ sobre una cómoda, y su mujer, después de plegar la mantilla y el pañolón de seda, los guardaba en un tirador del propio mueble. De buena gana hubiera cambiado Andrea su vestido de gró por otro más modesto, de raso de lana, y el capitán sus arreos de «señor de Ayuntamiento» por el atalaje de á bordo; pero, como ya se ha dicho, aguardaban visitas, por ser de rigor en aquellas circunstancias; y las visitas de entonces no las recibÃa un recién llegado como Bitadura, sin echarse encima el fondo del baúl, máxime siendo dÃa de fiesta y teniendo una mujer tan escrupulosa en estos particulares, y tan guapota y apuesta como la que él tenÃa. Mientras ésta se daba una vuelta por la cocina, se oyeron golpes á la puerta de la escalera y Bitadura salió corriendo á la sala... sala de capitán de entonces, con los retratos de todos los barcos en que habÃa navegado, desde piloto inclusive; un espejo con marco de papel dorado, y dos ó tres cuadritos de bordados de felpilla, obras de la capitana cuando iba al colegio, colgados en las blancas paredes; sobre las rinconeras y la consola de caoba, caracoles de la China, ramilletes de coral, monigotes de especias, una bandeja grande, puesta de canto, detrás de una caja de música; y entre dos fruteros de cera, con sendos fanales, y debajo de otro ovalado, un barco que se bamboleaba sobre una mar contrahecha, en cuanto se tocaba un resorte que tenÃa la peana; sillerÃa de cerezo; una alfombra delante del canapé; cortinillas de muselina rameada en las vidrieras del balcón, en las de la alcoba, carrejo y gabinete; el suelo de tabla de pino, muy fregado... y paren ustedes de contar. Las sillerÃas de caoba con embutidos de _limoncillo_ y asientos de tejido de cerda; el reló de sobremesa, los candelabros de plata, los espejos de vara y media de altos con marco de pasta dorada; el retrato de cuerpo entero, obra del pincel de Salvá ó de Bardeló; el papel aterciopelado en las paredes, las cortinillas de tafetán encarnado en las vidrieras de las alcobas, y la alfombrita delante de cada puerta y de cada mueble importante de la sala, quedábanse para un puñadito de familias, cuyas mujeres torcÃan el gesto cuando se rozaban con el vulgo de los mortales, y cuyos muchachos gastaban las únicas levitas forradas de seda que se vieron entre sus coetáneos, no bebÃan agua en las fuentes públicas aunque se murieran de sed, jugando _finamente_ al marro con sus _congéneres_, y antes se hubieran dejado desollar que descalzarse en la Maruca para navegar un poco en sus flotantes perchas... Y perdone otra vez el lector al ver que me marcho por los trigos nuevamente: puede más que mi propósito de no extraviarme con el relato, la fuerza de los recuerdos que vienen enredados á cada detalle que apunto de aquellas gentes y de aquellos tiempos que se grabaron en las tablas vÃrgenes de la memoria. Vuelvo, pues, al asunto, y digo que la primera visita al recién llegado capitán, fué la del matrimonio del cuarto piso, con la mayor de sus hijas, apreciable familia de tenderos por juro de heredad, pero harto insÃpida para unos gustos tan especiales como los de Bitadura. Algo más le entretuvo después el jubilado capitán Arguinde, con sus alegrÃas de carácter y su desatinada sintaxis de vizcaÃno impenitente; no tanto doña Sinforiana Cantón, viuda desde muy joven, y ya pasaba de los cuarenta y cinco, de un piloto que murió de calenturas en la costa de Ãfrica; mucho menos la señora y las hijas de un comandante retirado, amigas de su mujer, y menos todavÃa otras personas que acudieron también á verle por razón de parentesco remoto, ó de gratitud ó de interés. Porque con los amigos y camaradas, con _la gente del aligote_, como él llamaba á los del oficio, ya se habÃa visto despacio y en lugar conveniente para hablar sin trabas y reir sin medida. De esta gente eran los tres convidados que aguardaba, además de su piloto Sama, y fueron llegando uno tras otro. Uno solo de ellos era capitán. De los dos pilotos, sin contar á Sama, uno se llamaba _Madruga_, prototipo de la especie; el otro era Ligo, el mozo que vimos en San MartÃn con Andrés. Éste era el más joven de todos, y querÃa ser el más elegante y culto; desde luégo era el más aparatoso y el más desatinado. Madruga y él formaban un delicioso contraste. Madruga era impasible de fisonomÃa, hablaba bajo, poco y como de mala gana; pero lo que hablaba, salÃa forrado en cobre de sus labios, cuya expresión de burla estaba tan cerca de la del enojo, que se confundÃan muy á menudo: de aquà el interés singularÃsimo de su pintoresca palabra. Ligo, al contrario, era locuaz, con grandes presunciones de _hombre de mundo_, ó de ser capaz de serlo. Hablaba de todo en el estilo y con la brusquedad de lo que era, con términos finos, que él fabricaba á su gusto cuando la necesidad se lo exigÃa. De este modo, resultaban unos potajes, unas finezas tan burdas y unas groserÃas tan finas, que era todo lo que habÃa que oir. HabÃa señoras todavÃa en casa de Bitadura cuando él llegó, y llegó el último. Madruga se habÃa portado tal cual, quitándose la gorra y haciendo su poco de reverencia antes de sentarse. Sama tampoco se habÃa metido en muchos dibujos, porque no los conocÃa, y se habÃa achantado, muy calladito, en un rincón, donde se entretenÃa en dar vueltas á la gorra entre sus manos, mientras silbaba, casi mentalmente, una _sopimpa_ de allá. El capitán _Nudos_, algo más joven que Bitadura y tan bien vestido como él y cortado por el mismo patrón que él, no le aventajaba un ápice en perfiles de cortesÃa y ceremoniales de sociedad: verdaderamente estaba casi rapado á navaja en esos particulares; pero, al cabo, habÃa tenido trato de gentes por razón de su empleo, y tenÃa oÃdo que, en una casa, la señora debe ser siempre la persona más atendida de propios y extraños; por lo cual, viendo desocupado un hueco en el canapé donde se sentaba entre otras amigas la capitana, allá se coló, y allà dió fondo junto á ella, sin más trabajo que el de removerse algo para agrandar la plaza en que no encajaban bien sus anchas posaderas. Y allà se estaba, algo oprimido y molestando un poco á sus colaterales; pero, al cabo, como un señor y sin meterse con nadie. Cuando entró Ligo, con gran estruendo de tacones y resoplidos y mucho zarandeo de arboladura, el amo de casa entretenÃa como Dios y su impaciencia le daban á entender, aquellos ratos fastidiosos; Andrea hablaba con las señoras; Sama, cansado de voltear la gorra, se habÃa puesto de codos sobre los muslos, y se divertÃa en meter _escupitinas_, á plomo, por la juntura de dos tablas del suelo; Madruga, con el pie izquierdo descansando sobre la rodilla derecha, muy tirado el cuerpo hacia atrás, con una mano entre las solapas del chaquetón y en la otra la gorra, escuchaba, con una atención tan afectadamente grave que resultaba cómica, lo poco que en serio se le ocurrÃa á Bitadura; y el capitán Nudos, á juzgar por la cara que ponÃa, le estaba pidiendo á Dios que le inspirara un modo de salir cuanto antes de aquellas estrecheces. Por entrar Ligo y observar el cuadro, se ratificó en su creencia de que aquellos hombres no valÃan para el trance en que estaban metidos, y sospechó que las señoras se aburrÃan. Él lo iba á arreglar todo dando una lección de cortesÃa y travesura elegante á sus camaradas, y un poco de amenidad á la visita, para recreo de las señoras. ¡Y allá va! Apóstrofe á éste, palmoteo sobre la espalda del otro, indirectas á Bitadura, chicoleos á la capitana, fineza por aquÃ, galanterÃa por allá, cómo se las arreglarÃa el bueno de Ligo, y de qué calidad serÃan sus discreciones y amenidades, que antes de que pensara en sentarse en la silla que arrastraba de un lado para otro, mientras hablaba y se revolvÃa dentro del corro, ya no quedaba en la sala una señora, y salÃa detrás de la última la capitana con las mejillas muy coloradas y mordiéndose los labios de risa. En cuanto se vieron solos los cinco marinos, Bitadura cayó sobre su compañero, el del sofá, que comenzaba á desarrugar la faz y á desentumecerse, diciéndole mientras le abrumaba á resobones: --¡Osio, Macario!... ¡DesÃnflate ya, hijo, que tienes la cara como una _ufÃa_! à lo que añadió Ligo: --¡Si él no se metiera en _manipulencias_ que no entiende!... --Para manipulencias y _pitiflanes_, tú,--dijo Madruga muy serio. --Ya se ve que sÃ--repuso Ligo.--Aquà hay aparejo para navegar en todas aguas, lo mismo de aligote que de pitiminÃ. Y si no, ¡mira cómo se desguarnÃan de risa las señoras, que estaban, cuando yo entré, como en el cuarto de oración!... ¡Ná, hombre, que sois toninas de la mar, y no más que eso!... Y por aquà siguió la porfÃa; y al ruido del tiroteo y de las carcajadas, perdió Sama el respetillo que le infundÃa la presencia de Bitadura, que, al cabo, era su capitán; largó una sopimpa de cornetÃn, remedándole con los puños y con la voz, y cata á los cuatro restantes bailándola como los mismos negros de Cuba. Y no jugaron después á _paso_ ó al _soleto_, porque llegó la capitana, avisó que estaba la sopa en la mesa, y se fueron todos al comedor. Cinco meses habÃa estado fuera de su patria Bitadura, y cerca de dos de ellos acababa de pasarlos en la mar sin comunicación alguna con el mundo. Lo primero que se le ocurrirÃa hoy á un hombre, en esas mismas condiciones, al volver á su casa y sentarse á la mesa entre amigos, serÃa preguntarles: --¿Quién manda en España? ¿Qué hay de polÃtica? ¿Cuándo se hizo el último pronunciamiento? ¿Qué revolución se prepara? ¿Qué gobernador tenemos?... à Bitadura y á todos los Bitaduras de entonces, les tenÃan estas cosas sin cuidado. Lo que preguntó con grandÃsimo interés, tan pronto como se sentaron todos á la mesa y mientras servÃa á Madruga un plato de fideos encogollado, porque acababa de oirle decir que todavÃa _estivaba_ tal cual en la _bodega_, fué del tenor siguiente: --Y ¿qué hace NerÃn?... ¿Y _Caparrota_?... ¿Cómo está la _Sietemuelas_? ¿Y _TumbanavÃos_? Éstos y otros tales fueron los temas de la conversación, interrumpida á menudo para decir, por ejemplo, Madruga á Sama que estaba enfrente de él: «_atraca_ esos _abarrotes_,» señalando unas aceitunas que deseaba; ó Ligo á Andresillo: «pica esa bomba, _motil_,» para que le escanciara el vino de una botella en la copa que le presentaba; y asà por el estilo. Hacia los postres, se habló un poco, casi en serio, de los propósitos del capitán con respecto á la carrera de su hijo. Ya iba siendo éste muy grandullón, y deseaba su padre que se matriculara en náutica en pasando un año, para que hiciera á su lado todas las prácticas, antes que él se cansara de navegar, ó le recogiera el mismo Dios la patente, dándole sepultura en el «campón de las merluzas;» con lo que á la pobre madre, cuya cruz más pesada era pensar incesantemente en ese mismo riesgo mientras su marido andaba navegando, se le oprimió el corazón. No podÃa resignarse, sin protesta, á que su hijo siguiera la carrera azarosa de su padre. Viendo Bitadura que por aquel lado se enturbiaba el horizonte, torció el rumbo de la conversación; y con esto y con haberse acabado los postres, y con aparecer en la mesa la ginebra y el marrasquino y los avÃos de hacer café, como se hacÃa allÃ, á taza de polvo por barba, colado con agua hirviendo por manga de franela; y con retirarse Andrea y su hijo con sus correspondientes raciones en una bandeja «para no estorbar á nadie,» quedáronse los marinos mejor que querÃan. Una hora después, Madruga bailaba el _Cucuyé_ con Ligo; y, un poco más tarde, á instancias del anfitrión, su piloto, provisto de un cuchillo y una servilleta retorcida, cantaba y representaba el _Sama-la-culé_... (precisamente por representar esto tan á la perfección, se le habÃa puesto el mote que llevaba), haciéndole el coro y ayudándole en la escena todos los demás... Y en éstas y en otras tales, hasta la hora de irse á _correr un largo_ á la Alameda de Becedo. ¡Y aquellos niños grandes eran los hombres que sabÃan conducir un barco á todos los puertos del mundo, y con una plegaria ferviente y una promesa á la Virgen, afrontar cien veces la muerte, con faz serena y corazón impávido, en medio del furor de las tempestades! ¿Ha cantado jamás la poesÃa cosa más grande y más épica que aquellas _pequeñeces_? [Ilustración] [Ilustración] VIII EL ARMADOR DE LA «MONTAÑESA» Perfectamente, señor don Pedro; todo lo que usted me cuenta, todas las noticias que me da, junto con los resultados obtenidos, prueba de nuevo que la _Montañesa_ es una finquita más que regular; en lo que no tiene poca parte la mano de su administrador, que la trae y la lleva por esos mares de Dios con una suerte rara. Verdaderamente tiene usted mano de ángel. Hasta los huracanes, una vez empujándole y otras deteniéndole, parece que están á su servicio, á fin de que el buque llegue á puerto en hora de sazón para el negocio de la casa... Que siga unos cuantos años todavÃa alumbrándole tan buena estrella, y... à propósito de azares de la mar: ¿persiste usted en hacer marino al único hijo que tiene? DecÃa asà don Venancio Liencres, comerciante rico y armador de la _Montañesa_, hablando con su capitán, al dÃa siguiente de lo narrado en el capÃtulo anterior, en el triste y empolvado departamento señorial del mezquino escritorio que tenÃa en el entresuelo de una casa del Muelle. Rato hacÃa que estaban solos allà los dos: el comerciante, mal vestido y peor sentado en el sillón de paja de su pupitre, sobrecargado de fajos de cartas sin contestar y de muestras de azúcar, harinas y cacao, y el capitán en el sofá roñoso de enfrente, debajo del retrato de la _Montañesa_, igual al que tenÃa él en su casa, y de un papel con los _DÃas de correo á la semana_, clavado en la pared con tachuelas amarillas, sobre un ribete de ligueta encarnada. Mientras el comerciante hablaba asÃ, manoseaba, con notorio cariño, después de haberle plegado cuidadosamente, el _extracto de cuenta_ del último viaje de la fragata, que apresuradamente, y para gobierno suyo, le habÃan hecho en el contiguo departamento, cuya puerta de comunicación habÃa cerrado el capitán, por encargo de don Venancio, después de entrar por ella. Bitadura se quedó un poco suspenso con la pregunta del comerciante, tan inesperada como extraña para él. Inesperada, porque era la primera vez que aquel hombre le hablaba de su hijo; extraña, porque jamás se le habÃa ocurrido que Andrés pudiera seguir otra carrera que la de marino. Por eso, sin salir de su medio asombro, respondió con esta otra pregunta: --Y si no le hago marino, ¿qué va á ser? --Cualquier cosa... Todo es preferible á esa carrera de azares en que el hombre de mejor corazón y de más suerte, no puede conseguir jamás lo que logra sin esfuerzo cualquier perdulario que no sea marino: la vida de familia. Bien lo sabe usted. --Cierto es eso,--respondió el capitán, devorando un suspiro y frunciendo el entrecejo, como si el comerciante le hubiera acertado en el rinconcito en que él guardaba el único secreto de su corazón. --Además--añadió don Venancio Liencres,--no se halla usted, con respecto al porvenir de su hijo, en el caso de otros compañeros de profesión: usted, por haber obtenido buenos frutos de su carrera y por no tener más que un hijo, puede darle á escoger entre lo que más le guste. --Nada le gusta tanto como la carrera de marino,--se apresuró á replicar el capitán. --Ó escoger usted mismo--continuó el comerciante, fingiendo no haber oÃdo la réplica,--lo más conveniente para él; porque las inclinaciones de los niños obedecen, por lo común, á caprichos del momento... á fantasÃas pasajeras de la imaginación, al contagio de los entusiasmos de otro... Ya usted me entiende. --Sà que le entiendo, señor don Venancio--dijo Bitadura con una fuerza de atención y una seriedad poco imaginables en el descuidado marino que el dÃa antes bailaba la sopimpa en su casa con Madruga;--pero puesto á escoger carrera para Andrés, ¿qué escojo? ¿La de picapleitos? --¡Bah! --¿La de matasanos? --¡Puf! --¿La de procurador?... ¿La de escribano?... ¿La de catedrático?... --¡Horror!... Nada de eso, don Pedro amigo, nada de eso: eso es la peste del mundo, y, además, una miseria... ¡Abogados, médicos... curiales, literatos! ¡Puá!... Bambolla y hambre... à cosa más sólida debe aspirar un padre para su hijo... Y rÃase de los que le digan que no sólo de pan viven las gentes; que esto suelen decirlo los que nunca han logrado hartar el estómago. ¡Pan, pan ante todo, mi señor don Pedro! es decir, pesetas, ¡muchas pesetas! que lo demás, ello solo se viene á la mano. Mire usted, hombre: mi padre guardaba ganado en el monte, y mi madre sallaba maizales á jornal; yo no tuve otros estudios que los que pudo darme el maestro del pueblo: las cuatro reglas, una bastardilla mediana y el Catecismo. Pues con esto sólo y mucha paciencia, y hoy barriendo el almacén y andando á escobazos con los ratones que mordÃan los sacos de harina, y después haciendo casi lo mismo en el escritorio, y luégo corriendo las hojas, y copiando algunas cartas y llevando muchas al correo, y ¡aguantando y aguantando! y ¡adelante y adelante! hoy dependiente, mañana un poquito más, al otro dÃa mucho más alto... aquà me tiene usted. Me dieron la mujer que pedà cuando se me antojó casarme; cónsul del Tribunal de Comercio he sido, no sé cuántas veces; alcalde, siempre que me ha dado la gana, y no gasto coche porque no le necesito, y el único que hay en el pueblo no sale más que los dÃas que repican fuerte. ¿En qué se me conoce que no he resobado de muchacho los bancos de las aulas con el trasero? ó, por lo menos, ¿qué diferencia de cultura halla usted entre las dos docenas de personas que pasan aquà por principales, y yo? Quiero decir con esto, que el comercio es el alma de los pueblos, la miga de todas las cosas, la mejor y más digna carrera para la juventud, con doble motivo cuando ésta no necesita pasar por las estrecheces por que yo pasé para llegar á donde he llegado. ¿Me entiende el señor don Pedro? El señor don Pedro entendÃa perfectamente al señor don Venancio; y porque le entendÃa, se permitió apuntar algunas observaciones no desprovistas de fundamento, tales como la del riesgo de pasarse la vida empeñado en las ingratas tareas del escritorio, y llegar á viejo sin haber salido de pobre, ni visto el mundo ni aprendido cosa alguna de lo que hay ó de lo que se enseña en él. --¡Desatinos, desatinos!--decÃa don Venancio Liencres á cada reparo que, á su manera, le hacÃa Bitadura, deseoso, evidentemente, de ponerse de acuerdo con el modo de discurrir del comerciante; el cual remachó sus argumentos con la fuerza de este otro:--El comercio de Santander es, hoy por hoy, pan de flor: poco, pero bueno; y oro molido llegará á ser, si la codicia no nos ciega, si no hacemos locuras... como esa que se ha echado á volar estos dÃas, con referencia á no sé quién que habló del caso no sé dónde: la de que podrÃan ser convenientes un camino de hierro entre Alar y Santander, á imitación del que se está haciendo entre Aranjuez y Madrid, y una lÃnea de vapores entre este puerto y la Isla de Cuba. ¡Caminos de hierro! ¡Vapores! Aventuras de loco; calaveradas de gente levantisca que tiene poco que perder, y quiere probar fortuna con caudales de los incautos, para venir á parar á aquello de «aquà yace un español que estando bueno quiso estar mejor.» Y vuelvo á mi tema: si nos arreglamos con lo que tenemos, y no nos lanzamos en aventuras descabelladas, como esa del ferrocarril y de los vapores (que, á Dios gracias, no pasa de una idea de estrafalario, comentada por cuatro desocupados), el maravedà que aquà se siembre en el comercio, con un poco de cariño y de inteligencia, da la peseta bien cumplida en el primer agosto. ¿Se va usted enterando, señor don Pedro? Don Pedro se iba enterando, en efecto; y por lo mismo, se atrevió á decir al comerciante que, aun aceptando como el Evangelio todo lo que exponÃa, quedaba la dificultad material de poner á Andresillo en ese rumbo. ¿Qué entendÃa Bitadura de esas cosas, aunque andaba tan arrimado á ellas por razón de su oficio? ¿Quién le daba la mano? ¿Qué valedores tenÃa? ¿à dónde se arrimaba su hijo? ¿Por qué puerta le metÃa? --Vamos á eso--respondió don Venancio, que hablando de aquellas cosas estaba en su púlpito natural, porque no entendÃa pizca de otras, amén de que, por las trazas, habÃa tomado con empeño el asunto de la carrera de Andrés.--Entrégueme usted su chico. Yo no tengo más que dos hijos: el varón será de su edad, próximamente: pienso traerle al escritorio en cuanto pase el verano. Que trabajen juntos y se hagan buenos amigos: un mismo estÃmulo puede animar á los dos, pues si el hijo de don Venancio Liencres trabajarÃa en la viña de su padre, en esa viña tiene muy buenas cepas en producto el padre de Andrés Colindres. Que pasaban los años, y los niños aplicados llegaban á comerciantes entendidos, y usted y yo á retirarnos á descansar: aquà quedaba su caudal de usted, acrecentado por los intereses, ó por el beneficio de los negocios si habÃa preferido usted que ese caudal pasara de la humilde categorÃa de una cuenta corriente con interés, á la más respetable de un socio comanditario... ¿Acaba usted de comprenderme, señor don Pedro? --SÃ, señor--respondió éste, sin disfrazar el vivo interés con que trataba el punto.--Pero y si, después de metido en el comercio, resulta que no le toma ley ó no sirve para el paso, ¿qué hago yo de mi hijo? --Pues, ¡canastos!--replicó el comerciante:--si después de hecho marino resulta que se marea, ó se ahoga, ó sale un perdido y vende el barco, ¿hará usted de él cosa mejor que un pinche de escritorio, holgazán y torpe, como hay muchos?... --Tiene usted razón, señor don Venancio,--respondió con prontitud Bitadura, que no disimulaba jamás sus impresiones. --¡Vaya si la tengo!--exclamó el comerciante repantigándose en el sillón, completamente satisfecho de su triunfo, aunque sin extrañarse de él. --Creo que hemos de entendernos--añadió Bitadura levantándose.--Por lo pronto, le agradezco á usted con todo corazón el interés que se toma por la suerte de mi hijo, y la oferta que me hace... No tardaré en responderle con mayor claridad... No lo extrañe usted. Las cosas que mejor me suenan son las que más quiero yo ver de lejos: se marca mejor asà el rumbo que traen, que atracándose á ellas. En esto, oprimÃa con su diestra la mano que le habÃa tendido el comerciante; y como estaba algo conmovido, al decir por despedida: «á la orden de usted, señor don Venancio,» don Venancio vió las estrellas, por una razón que se le alcanzarÃa al más torpe al observar cómo, momentos después de salir Bitadura, se soplaba el comerciante los dedos cárdenos y como pegados unos á otros; detalle que prueba, á lo sumo, que es un poco peligroso dar la mano á hombres como aquél, si están algo conmovidos. Pero ¿por qué mil demonios se interesaba tanto el señor don Venancio Liencres por la suerte de Andresillo? ¿Qué se le daba al rico comerciante, duro de epidermis, como las talegas que amontonaba en su caja de hierro, de que al hijo del capitán Bitadura le tocara la loterÃa ó se le comieran los tiburones? ¿De cuándo acá reparaba tanto el hombre del daca-y-toma en que los marinos gozaban poco las delicias del hogar doméstico? ¿Por qué se mostraba ahora tan sensible á esas _pequeñeces_, de las cuales jamás le habÃa oÃdo hablar, como si las considerara género de mal comercio para su corazón? ¿Por qué en lo referente á ellas discurrÃa lo mismo que Andrea?... ¡Tate!... ¡Andrea!... Este nombre fué un punto luminoso en la obscuridad de los razonamientos del capitán, mientras iba camino de su casa... «¿Apostamos dos cuartos,» se dijo, «á que mi mujer ha andado conspirando por aquÃ? ¿Serán de ella también las razones de conveniencia que don Venancio me ha expuesto, combatiendo mi propósito de hacer marino á mi hijo? De cualquier modo, y sean de quienes fueren esas razones, están muy en su lugar y yo no debo desatenderlas porque no se me hayan ocurrido á mÃ.» Efectivamente, la capitana habÃa conspirado contra los planes de su marido, en el escritorio de don Venancio Liencres. Cada pena negra que pasaba, y pasaba muchas la infeliz, durante las larguÃsimas ausencias de su marido, temiendo por su vida entre las veleidades del mar ó los rigores de extraños climas, y ¿por qué ocultarlo? por su cariño de esposo amante (que lo era en verdad y á toda prueba, el bueno de Bitadura); cada pena de éstas, repito, que pasaba Andrea, volvÃa los ojos del alma á su hijo, y otra pena mayor le resultaba de ello, al considerar que á las ausencias del capitán habrÃa que añadir pronto las del _agregado_... ¡y las dos ausencias á un tiempo!... ¡y ella sola, enteramente sola, en su casa, temiendo por la vida de los dos! Muchas veces habÃa intentado hablar con este tema á su marido, y hasta conseguido fijar su atención por unos instantes; pero de allà no pasó nunca, porque Bitadura, que todo lo metÃa á barato, le salÃa al encuentro con una cuchufleta, pegándola una papuchadita y mordiéndola luégo los carrillos, ó tapándole la boca con un beso, después de haberla dado tres vueltas en el aire, entre sus brazos de hierro, en la misma postura que coloca un padrino á su ahijado mientras el cura le pone la sal en los labios. Pero Andrés iba creciendo, se acercaba la hora de decidirse, y Andrea seguÃa temiendo lo peor. Se armó de voluntad después de meditarlo mucho, y tres dÃas antes de la llegada de su marido pidió una audiencia en el escritorio á don Venancio Liencres; y con esa sencilla y poderosa elocuencia del corazón, tan común en todas las madres cuando abogan por la causa de sus hijos, expuso al comerciante sus temores, sus deseos y sus fervientes súplicas para que, guardando, mientras fuera posible, el secreto de aquellas gestiones, tratara de desarraigar en su marido la idea que tanto la atormentaba á ella... Don Venancio Liencres era un hombre completamente insignificante, _intus et foris_; pero, en los casos dudosos, tenÃa el buen instinto de inclinarse á lo mejor, porque su madera, aunque tosca, era sana; además, como todas las nulidades de suerte, que son hechas de esta manera, careciendo de materiales propios para hacer algo regular siquiera, tomaba los que le ofrecÃan en cualquiera parte; y los tomaba con amor, porque se pagaba muchÃsimo de que las gentes le tuvieran en algo, haciendo algo que no hicieran los demás. Estimaba cordialmente al capitán; conocÃa de vista á su hijo, y hasta le parecÃa guapo y dispuesto; tuvo en mucho aquel acto de consideración hacia él, de una mujer tan guapota y honrada como la capitana; pareciéronle naturalÃsimos sus temores y muy fundados sus deseos, y aun se conmovió un poquillo con sus sentidas palabras; y no sólo la prometió, de todas veras, servirla en cuanto deseaba, sino que, de cuenta propia, llegó con su amparo hasta donde ha visto el curioso lector; y todavÃa hubiera llegado más allá, si mayor esfuerzo se hubiera necesitado para conseguir, con la virtud sola de sus razonamientos (pues cabalmente el razonar bien era la manÃa del señor don Venancio Liencres), el triunfo sobre la obstinación del capitán. Esta vez fué Bitadura quien sacó, tan pronto como llegó á casa, la conversación sobre la carrera de Andrés; y como la capitana no ignoraba de dónde venÃa su marido, á las primeras palabras de éste se le puso la cara que ardÃa. Esto la delató, y Bitadura se hizo el enfadado; pero se le veÃa la mentira por el rabillo del ojo y por los extremos de la boca. Andrea, haciendo como que no veÃa nada, confesó el hecho con todos sus pormenores, y un aire de resignación bastante falsificado también. --¡Nos veremos sobre ese particular!--exclamó Bitadura, paseándose por la sala, siempre de espaldas á su mujer, braceando mucho y taconeando más.--¡Ir con los secretos de familia á casa de los vecinos!... ¡Eso no se hace! Andrea, que le miraba á hurtadillas y le vió tan empeñado en no dar la cara, comenzó á pasear detrás de él, pero muy cerquita, y le dijo, según iba andando, con acento de estudiada humildad: --Pues, hijo, si tan mal he obrado creyendo acertar, ya lo sabes: el cuchillo eres y la carne soy; con que corta por donde quieras. --¡SÃ, señora!--respondió Bitadura volviéndose de pronto.--¡Sà que cortaré!... ¡Y ahora mismo! ¡Y mucho! ¡Venga usted acá! ¡Siéntese usted aquÃ! Y sentándose él en el sofá, la sentó á ella sobre sus rodillas. --¡MÃreme usted á la cara!... ¡Venga esa pitorruca! Y le dió un mordisco en la nariz. --¡Vengan esas orejinas! Y se las mordió también. --Y ahora, para acabar primero, vaya todo este brazado de carne por el balcón abajo. Y tomó á su mujer en brazos, como solÃa. Púsose enfrente del balcón, y diciendo: «¡á la una! ¡á las dos! ¡á las tres!» columpiándola al mismo tiempo, giró de pronto sobre sus talones hacia dentro, y la estampó en la cara media docena de besos. --Toma... por habladora... por cuentera... y porque me da la gana. Andrea se reÃa como si la hicieran cosquillas, y tomaba aquellos castigos tan dulces por señales de buen agüero... hasta que Bitadura le dijo que todo se harÃa como ella deseaba; y se trocaron los papeles. [Ilustración] [Ilustración] IX LOS ENTUSIASMOS DE ANDRÉS Entre tanto, Andresillo caminaba hacia la calle Alta, deteniéndose con todos los conocidos que hallaba al paso para hablarles de la llegada de su padre, de lo que le habÃa oÃdo contar sobre su viaje, y algo también de la comida del dÃa antes, y muy particularmente de las cosas de Sama, Ligo y demás comensales. ¡MuchÃsimo se habÃa divertido con ellos! Iba á la calle Alta para ver qué tal se las arreglaba Silda en su nueva casa. Consideraba á la huérfana como protegida suya, y se interesaba por su suerte. Al llegar enfrente del Paredón, vió á Colo que subÃa de bajamar, con dos remos al hombro, y en una mano un balde á medio llenar de _macizo_. Colo era aquel sobrino de don Lorenzo, el cura loco, de quien ya se ha hecho mención. Andrés le preguntó por la casa de tÃo MechelÃn, y notó que Colo estaba de muy mal humor. Antes que él pensara en preguntarle por la causa de ello, le dijo el marinero, echando abajo los remos: --Hombre... ¡si esto no es pa que uno pierda hasta la salú!... --¿Qué te pasa?--le preguntó Andrés. --Ese hombre, ¡toña!... mi tÃo el loco, que no hay perro, ¡toña! que le saque de la bodega ese hipo, ¡mal rayo!; y esta mañana, malas penas, me voy pa la lancha, me coge á la puerta de casa, y ¡toña! que me ha de manipular en el sostituto... ¿no es eso, tú? ¿no se dice asina?... Ello es lo que hay que hacer pa atracarse á ese colegio en que enseñan esos latines de... ¡mal rayo!... ¡Miá tú, hombre, qué sé yo de eso, ni pa qué me sirve! --Para maldita la cosa,--dijo Andrés. --Pus dale que ha ser; y sin más tardanza, en cuanto se acabe este verano... Con que yo me cerré á la banda... y sin más ni más, el burro de él, ¡toña! me largó dos estacazos con aquel bastón de nudos que él gasta... ¡Mal rayo!... Pero ¿pa qué, hombre? Vamos á ver, ¿pa qué quiero yo eso? ¿no juera mejor que me echara el coste del estudio en unos calzones nuevos?... Pus porque le dije esto mesmo, me alumbró otro estacazo. ¿No es animal!... Dice que hay una... ¿cómo dijo?... ello es cosa de iglesia... ¡Ah! capellanÃa... Una capellanÃa que es de nusotros; y que si yo allego á ser cura, me embarbaré de betún. ¡Como no me embarbe, toña! De palos me embarbaré yo; porque ahora resulta que el señor que enseña esos latines, da más leña entodÃa que el animal de mi tÃo... ¿Cómo dicen que se llama ese maestro?... Don, don... --Don Bernabé,--apuntó Andresillo, que ya le conocÃa de oÃdas. --Eso, don Bernabé... --¡Mucho palo te espera allÃ!--dijo Andrés con candorosa ingenuidad.--¡Mucho palo! Con esto y poco más, siguieron los dos chicos hacia arriba; y al pasar por delante del portal de tÃo MechelÃn, dijo Colo á Andrés: --Esta es la casa. Y como la suya estaba en la otra acera y al extremo de la calle, despidióse y apretó el paso. En esto salió de hacia la bodega Silda, acompañando á Muergo. Muergo llevaba ya puestos los calzones del padre Apolinar; pero sin otro arreglo que haberles recogido él las perneras á fuerza de remangarlas; y asà y todo, le bajaba la culera hasta los tobillos. Con esto, el chaquetón de marras por encima y las greñas revueltas coronando el conjunto, el hijo de la Chumacera parecÃa un fardo de basura que andaba solo. --Aquà llevo una camisa... ¡ju, ju!--dijo á Andrés el monstruoso muchacho, golpeándose con la mano derecha una especie de tumor que se le notaba en el costado izquierdo. Andrés le miró asombrado, y Muergo apretó á correr calle abajo. Silda dijo á Andrés en seguida, aludiendo á Muergo: --QuerÃa yo que le dieran una camisa, y ellos no querÃan, porque Muergo no la merece y su madre no tiene vergüenza; pero le encontré esta mañana cerca del Paredón, y le traje á casa para que le viera su tÃa sin camisa, y le diera una vieja de su tÃo. Él no querÃa venir; pero luégo vino, y entonces no le querÃan dar la camisa; pero yo me empeñé, y se la dieron; pero si la echa en aguardiente y le ven sin ella, no le darán más ni le dejarán volver aquÃ... Su madre es una borrachona, y él también sorbe mucho aguardiente. ¡Qué feo es y qué puerco! ¿verdá, tú?... Entra un poco, verás qué bien se está aquÃ... Ya no pienso volver á la Maruca tan pronto, ni al Muelle-Anaos... Se hace una allà muy pingona... Pasa luégo este portal, para que no te encuentren las del quinto piso si bajan; y no te pares nunca mucho á esa puerta de la calle, porque te tirarán inmundicias desde el balcón. Son muy malas, ¡pero muy malas!... Ayer armaron bureo porque á tÃo Mocejón le dijeron en el Cabildo que me habÃa castigado mucho, y que si no me dejaban en paz las de su casa, se verÃan con la Justicia... Son muy malas, ¡pero muy malas! TÃa Sidora, que andaba trajinando por adentro, salió, al rumor de la conversación, hasta la mitad del carrejo, y Silda la dijo señalando á Andrés: --Este es el c...tintas bueno que me llevó á casa de pae Polinar. Se alegró mucho la marinera de conocerle, y le ponderó la acción; y como el muchacho le pareció muy guapo, le dijo lo que sentÃa, con lo que Andrés formó un gran concepto de tÃa Sidora, aunque se puso muy colorado con los piropos. Ella no conocÃa personalmente al capitán de la _Montañesa_; pero su marido sÃ, y muchas veces la habÃa hablado de él, ponderando sus prendas de marino y su _parcialidá_ de genio: era gran persona el señor don Pedro, y, además, callealtero de origen: otra condición muy digna de tenerse en cuenta por la tÃa Sidora para estimar al capitán y alegrarse de que hubiera sido su hijo quien se apiadó de la niña desamparada en el Muelle-Anaos, y la llevó á casa de persona capaz de hacer por ella lo que hizo luégo el pae Polinar. Le trataron mal, muy mal, las desvergonzadas de arriba, cuando fué á hablarlas sobre la niña que ella y su marido recogieron después, como la hubieran recogido antes, si no hubieran mirado más que al buen deseo; pero habÃa otras cosas que considerar, y se aguantaron. Ahora, gracias á Dios, estaba Silda en puerto seguro, y el Cabildo habÃa puesto en los casos á las deslenguadas sin vergüenza, para que no intentaran impedir con sus malas artes que hicieran otros por la desdichada lo que ellas no quisieron hacer... --Mira la mi alcoba,--dijo Silda á Andrés, interrumpiendo la retahila de tÃa Sidora. La alcoba, libre de estorbos y muy barrida, contenÃa una cama muy curiosa, y una percha vieja con algunas prendas de vestir de tÃa Sidora. --Aquà se colgarán también los sus vestiducos--dijo ésta,--en cuanto los tenga listos. Ahora le estoy arreglando uno de una saya mÃa de percal, casi que nueva; y, si Dios quiere, hemos de mercar algo de tienda cuando se pueda, porque no se puede todo lo que se quiere. En remojo tengo lienzo para dos camisucas, que es lo que más falta le hace; porque vino la enfeliz, pa el cuasi, en cuerucos vivos. Desde allà pasaron á la salita, donde estaba la saya de tÃa Sidora, hecha pedazos, sobre una silla cerca de un montón de filástica deshilada. Aquellos retazos eran las piezas del vestido de Silda, que habÃa cortado y se disponÃa á coser tÃa Sidora. Silda habÃa asistido con mucha atención á aquellas operaciones, y tÃa Sidora esperaba hacerla tomar apego á la casa; enseñarla, poco á poco, á coser, y el Catecismo; hacer lumbre, arrimar siquiera la olla, barrer los suelos; en fin, lo que debÃa aprender una hija de buenos padres, que habÃa de ser mañana una mujer de gobierno. En opinión de tÃa Sidora, Silda se habÃa dado á la bribia desde la muerte de su padre, porque malas mujeres le habÃan hecho la casa aborrecible. No sucederÃa eso en adelante: la niña saldrÃa cuando y como debiera salir, y pasarÃa en casa el tiempo que debiera pasar; pero ni en casa ni en la calle tendrÃa otras ocupaciones que las propias de sus años y de su sexo. Mientras decÃa todas estas cosas, á su manera, la tÃa Sidora encarada con Andrés, Silda, con su faz impasible, miraba tan pronto á éste como á la marinera, y Andrés, atentÃsimo y hasta impresionado con la locuacidad expansiva y noblota de la pescadora, no apartaba los ojos de ella sino para fijarlos un momento en los serenos de Silda, como diciéndola: «¿lo oyes bien?» Al fin, no se contentó con la elocuencia de su mirada, y acudió á la de las palabras, enderezando á la niña, muy serio y con gran energÃa, las siguientes: --Te digo que no tendrás vergüenza si vuelves al Muelle-Anaos y á arrimarte á ese indecente de Muergo. --Al Muelle-Anaos--le interrumpió tÃa Sidora,--ya está ella en no volver... ¿verdá, hijuca?... Y por lo tocante á Muergo, según él se porte, asà nos portaremos con él... ¿No es eso, venturaúca de Dios?... Pero ¿qué mil demontres habrá visto esta inocente en ese espantajo de Barrabás, pa tomarse tantos cuidaos por él?... Pa mi cuenta, es de puro móstrico que le ve... ¿Verdá, hijuca? Silda se encogió de hombros, y preguntó á Andrés si irÃa á la calle Alta cuando las fiestas de San Pedro. Andrés respondió que puede que sÃ, y tÃa Sidora le ponderó mucho lo que habÃa que ver entonces y lo bien que se veÃa desde la puerta de su casa. HabrÃa hogueras y peleles, y mucho bailoteo; tres dÃas seguidos, con sus noches, asÃ; y en el del santo, novillo de cuerda. Sartas de banderas y gallardetes de balcón á balcón. Las gentes del barrio, sin acostarse en sus casas, comiendo en la taberna ó á la intemperie, y triscando al son del tamboril. La calle, atestada de mesas con licores y buñuelos. La iglesia de Consolación, abierta de dÃa y de noche; el altar de San Pedro, iluminado, y la gente entrando y saliendo á todas horas. Pero tan bien enterado estaba Andrés de lo que eran aquellas fiestas, como la misma tÃa Sidora, porque no habÃa perdido una desde que andaba solo por la calle. Después examinó con muchas ponderaciones una sedeña de bahÃa, que estaba colgada de un clavo. ¡Aquello se llamaba un aparejo de veras, y no el cordelillo que él tenÃa, con unas tanzas de poco más ó menos, y unos anzuelos de chicha y nabo! TÃa Sidora, que le vió tan admirado de aquello poco, fué por el cesto de las artes, que su marido no habÃa llevado á la mar, porque estaba á sardina, que se pesca con red. Andrés habÃa visto muchas veces aquellos aparejos secando al balcón ó amontonados en el cesto, pero devanados. TÃa Sidora le explicó el destino y el manejo de cada uno. Los cordeles de merluza, del grueso de la cabeza de un alfilerón gordo, con su remate fino y un anzuelo grande á la punta. El palangre para el besugo: más de ochenta varas de cordel lleno de anzuelos colgando de sus _reñales_ cortos; de palmo en palmo, un reñal. Las cuerdas de bonito, compuestas de tres partes: la primera, y la más larga, un cordel que se llamaba _aún_, doble de gordo que el de la merluza; después, una cuerda más fina, y después la sotileza de alambre, con un gran anzuelo. Se encarnaban los anzuelos del besugo y el de la merluza, con _carnada_ de sardina, generalmente, y en el del bonito se ponÃa un engaño cualquiera: por lo común una hoja de maÃz, que no se deshacÃa en el agua, como el papel. Para llevar á la pesca las cuerdas del besugo, habÃa una _copa_, especie de maserita, próximamente de un pie en cuadro, con las paredes en talud muy abierto, como la que tÃa Sidora enseñó á Andrés, porque la tenÃa á mano. à medida que se encarnaban los anzuelos, se iban colocando en el fondo de la copa con los reñales tendidos sobre las paredillas, y el cordel recogido sobre los bordes. Asà se llevaba á la mar este aparejo, cuya preparación exigÃa bastante tiempo, porque los anzuelos no bajaban de doscientos. à veces se trababan cien besugos de un golpe. La merluza se pescaba _al garete_, casi á lancha parada, y á una profundidad de cien brazas poco más ó menos; el besugo, pez bobo, se trababa él por sà mismo, dejando tendida la cuerda con los anzuelos colgando; el bonito, _á la cacea_, á todo andar de la lancha á la vela. Era un animal voraz; y se tragaba el engaño con tal ansia, que á veces salÃa trabado por el estómago. Para todo esto, habÃa que salir muy afuera, ¡muy afuera! y se daban casos de no volver los pescadores al puerto en dos ó tres dÃas, bien por tener otros más próximos para pasar la noche, ó por obligarles á ello algún repentino temporal. La sardina, que venÃa en _manjúas_ enormes, se ahorcaba por las agallas en la red, atravesada delante. Esto bien lo sabÃa Andrés, igual que el manejo de la guadañeta para maganos en bahÃa; por lo que la afable marinera no se le explicó. Andrés no pestañeaba oyendo á tÃa Sidora, que, por su parte, se gozaba en el efecto que sus relatos causaban en él. --¡Dará gusto eso!--exclamó relamiéndose el muchacho. Y confesó á tÃa Sidora que siempre le habÃa encantado el pescar; pero que nunca habÃa pescado mar afuera, ni siquiera entre San MartÃn y la Horadada. Las más de las veces en el Paredón del Muelle-Anaos; pero que fuera en el Paredón, que fuera en bahÃa con el bote de Cuco, siempre panchos, ¡en todas partes panchos!... ¡nunca una _llubina_, ni siquiera una _porredana_ que pesara un cuarterón! Asà es que tenÃa muchas ganas de ser mayor para poder alquilar, á cara descubierta, con otros amigos, una barquÃa y hartarse de pescar de todo. Esto, mientras no empezara á navegar; porque en navegando, tendrÃa bote y marineros de sobra con los de su barco, cuando estuviera en el puerto. Porque él iba á matricularse en náutica muy pronto, como habÃa vuelto á decÃrselo su padre el dÃa antes, mientras comÃan. En fin, todo lo que sabÃa y pensaba lo dijo allÃ, correspondiendo á las bondades que tÃa Sidora habÃa tenido con él, y persuadido de que, tanto la marinera como Silda, le escuchaban con sumo interés; y era la verdad... Como que tÃa Sidora le ofreció de corazón, un poco después, pan del dÃa y una sardina asada, lo cual rehusó Andrés muy cortésmente. Pero al despedirse, ofreció volver á menudo por allÃ. Cuando llegó á casa, le dijo su madre, comiéndole á besos, que ya no serÃa marino. La noticia, por de pronto, le dejó estupefacto; pero antes de averiguar si le alegraba ó le entristecÃa, y de preguntar á qué pensaba dedicarle su padre, pensó si deberÃa volver inmediatamente á casa de tÃa Sidora para contar el suceso, ó dejarlo para otro dÃa. Porque ¡como él habÃa dicho allà que iba á ser marino!... [Ilustración] [Ilustración] X DEL PATACHE Y OTROS PARTICULARES El negocio de Andrés caminaba en posta por la nueva senda en que le habÃan encarrilado la conspiración de la capitana y la elocuencia del señor don Venancio Liencres. Bitadura emprenderÃa otro viaje á la Isla de Cuba en todo el mes de julio, y Andrea se habÃa propuesto que, para cuando se ausentara su marido, estuviera preso Andrés con algún compromiso, por pequeño que fuera, á los planes del comerciante, aceptados al fin terminantemente por el capitán. Con los aires de la ausencia cambian mucho los pensamientos de los hombres, que son mudables de suyo; y, «por si acaso,» desde el mismo dÃa en que quedó acordado entre Bitadura y su mujer que Andresillo serÃa puesto á las órdenes de don Venancio Liencres para que fuera haciendo de él un comerciante, se le dió un maestro que en lección particular le repasara las cuentas y le enseñara á escribir con soltura la letra inglesa, lo cual serÃa obra de dos ó tres meses y de un par de horas de trabajo cada dÃa. Lo demás lo irÃa aprendiendo en el escritorio; pues, en opinión del comerciante del Muelle, medio dÃa de práctica sobre el atril enseñaba más que un curso de partida doble en la cátedra de un maestro. Entre los muchos consejos buenos que al neófito dió su madre, le encareció particularmente el de procurarse la compañÃa y el trato Ãntimo del hijo del comerciante, con quien, según éste habÃa dicho y repetido al capitán, trabajarÃa en el escritorio y caminarÃa hasta el pináculo de su infalible prosperidad. Este preliminar le consideraba ella de mucha importancia; pues una amistad Ãntima, á la edad de los dos muchachos, se convierte años después en vÃnculo inquebrantable. Bien conocÃa Andrés al hijo del comerciante. Se llamaba TolÃn (AntolÃn) y era, en lo fÃsico, poca cosa: delgaducho y pálido, aunque animoso. No le _convenÃan_, al _paso_, más de tres pies y medio desde la raya, y hacÃa muy mala _jaliba_ cuando le tocaba _ponerse_; jugando al marro, le atrapaba cualquiera, sin más trabajo que cortarle el _atocadero_, porque se cansaba pronto de correr. à las canicas era algo más diestro, pero poco lucido: sacaba mucha cuarta, y además, la lengua. Dos veces habÃa ido á la Maruca; pero no volvió allá, porque cada vez le habÃa costado dos dÃas de cama el descalzarse; é ir á la Maruca para no descalzarse, era como no ir. Por lo demás, torcÃa bastante bien los tacones de los borceguÃes; tenÃa el charol de la visera tan roÃdo y agrietado como el de la del mayor Adán, y el pañuelo del bolsillo bien empapado en barro de todos los colores: la mejor señal de que TolÃn, aunque por la categorÃa de su padre pudiera y aun debiera serlo, no era de los _pinturines_ ya mencionados, que jugaban á compás, con canicas de vidrio, en los Arcos de Dóriga ó en los de Bolado, después de barrerles el suelo un almacenero. Todo esto sabÃa Andrés, porque Andrés conocÃa á todos sus coetáneos de Santander, altos ó bajos; y por saberlo muy bien, no le era antipático TolÃn, aunque jamás se le hubiera ocurrido echársele por camarada de su preferencia; mas ya que se le encargaba tanto asociarse á él, trató de hacerlo sin la menor repugnancia, y lo consiguió bien pronto, porque la intimidad de Andrés era de las más codiciadas entre los chicos de su tiempo, prestigio que se explica sabiendo, como sabemos, que el hijo de Bitadura era tan apto para un fregado como para un barrido, y unÃa á la estampa distinguida y hasta gallarda de un señorito, la fortaleza y la soltura de un pillete de la calle. ¡Y vea usted lo que es juzgar por las apariencias! La amistad de TolÃn le procuró uno de los placeres que jamás habÃa gustado. TolÃn tenÃa grandÃsima privanza en el _Joven Antoñito de Rivadeo_, patache que se atracaba junto á la escalerilla de la PescaderÃa, porque casi siempre llegaba cargado de carbón. Esta privanza de TolÃn tenÃa por motivo los muchos favores que debÃa el patrón del patache al señor don Venancio Liencres, cuyas relaciones mercantiles en los puertos de Asturias eran muchas y buenas; y no solamente proporcionaba con ellas buenos fletes al _Joven Antoñito_, sino que le distinguÃa con señaladÃsimas preferencias, y jamás negaba á su honrado patrón un anticipo de dos ó tres mil reales, en dÃas de apuro; es decir, un viaje sà y otro no, cuando mejor andaban las cosas... Y aquà se hacen de necesidad unos cuantos párrafos consagrados á la especie _patache_, para que se tenga una idea bastante exacta de esos apuros del _Joven Antoñito de Rivadeo_; de la importancia de los favores de don Venancio Liencres al patrón, y, por consiguiente, de lo arraigada que estarÃa la privanza de TolÃn á bordo de aquel patache. Se ha porfiado mucho, entre ociosos y entremetidos, sobre si fueron ó no más valientes y arriesgados que Colón y que BlondÃn, los hombres que se embarcaron con el primero para ir en busca de un nuevo mundo, y el que montó en las espaldas del segundo para pasar por una cuerda tendida sobre los abismos del Niágara. Que si á Colón le alentaban la fe cientÃfica y la pasión de la gloria, y que si á BlondÃn le sostenÃa la confianza en su serenidad y en su experiencia bien probadas; que si los otros, tras del temor que podÃa caberles, sin ser muy aprensivos, de que entregaban sus vidas al capricho de dos locos, solamente iban impulsados por la esperanza de una buena recompensa... Cabe, en efecto, la disputa acerca de estos graves particulares, y me guardaré yo muy bien de terciar en ella con la pretensión de ponerme en lo cierto. Lo que hago es sacar á colación el caso para afirmar, como afirmo, teniéndole presente los lectores, que se necesita mucho más valor que para todo eso, y aun estar mucho más dejado de la mano de Dios, para entrar, con deliberado propósito, á navegar en un patache, lo mismo de patrón, que de marinero, que de _motil_; porque allà todo es peor en lo substancial, con ligeras diferencias de detalle. Allà no caben la fe cientÃfica, ni la pasión de la gloria, ni la confianza en la serenidad, ni la esperanza de lucro; allà no hay nada de lo bueno, pero sà todo lo malo de las carabelas de Colón y de la cuerda de BlondÃn. Entrar allà para buscarse la vida, es tirar á matarse poco á poco y con mala herramienta. El patache es un barquito de treinta toneladas escasas, con aparejo de bergantÃn-goleta. Supónese que estos barcos han sido nuevos alguna vez: yo nunca los he conocido en tal estado, y eso que no los pierdo de vista, como lo pueda remediar. Por tanto, puede afirmarse que el patache es un compuesto de tablucas y jarcia vieja. Le tripulan cinco hombres; á lo más seis ó cinco y medio: el patrón, cuatro marineros y un motil, ó muchacho cocinero. El patrón tiene á popa su departamento especial con el nombre aparatoso de cámara; la demás gente se amontona en el rancho de proa, espacio de forma triangular, pequeñÃsimo á lo ancho, á lo largo y á lo profundo, con dos, á modo de pesebres, á los costados. En estos pesebres se acomodan los marineros para dormir, sobre la ropa que tengan de sobra, y debajo de la que vistan; pues son allà tan raras como las onzas de oro las mantas y las colchonetas. Para entrar en el rancho hay, entre el molinete y el castillo de proa, un agujero, poco mayor que el de una topera, el cual se cubre con una tabla revestida de lona encerada; tapa unas veces de corredera, y otras de bisagras. De cualquier modo, si el agujero se cubre con la tapa, no hay luz adentro, ni aire; y si la tapa se deja á medio correr ó levantada, entran la lluvia y el frÃo y el sol y las miradas de los transeuntes; porque el patache, en los puertos, siempre está atracado al muelle. Cada tripulante, incluso el patrón, compra y guarda su pan (tortas de mucho diámetro, que duran cerca de seis dÃas cada una). Con este pan, unas patatas ó unas alubias ó unas berzas, con un escrúpulo de tocino ó de manteca ó de aceite, para ablandarlo, todo ello á escote, y condimentado por el motil cuyas manos no tocan el agua dulce como no sea para revolver, dentro de la que echa en un balde, las patatas recién partidas, ó la berza después de haberla picado sobre el tejadillo de la cámara, á veces con el hacha; con este potaje, repito, y aquel pan, come la tripulación, en el santo suelo, alrededor de la cacerola, en la cual va cada uno, incluso el patrón, metiendo su cuchara cuando le toca. Asà cena también las mismas patatas, las mismas alubias y las propias berzas. En ocasiones, en lugar de las patatas ó de las berzas ó de las alubias, hay bacalao, que el motil guisa en salsa roja, después de haberlo desalado dándole dos zambullidas en el agua de la Dársena, desde la borda, atado con un cordel. Para almorzar, un poco de cascarilla en un tanque... Y siempre lo mismo, cuando los tiempos marchan bien. Ningún tripulante de patache gana sueldo fijo: todos van _á la parte_. Pero ¡qué parte! Por de pronto, el flete, en viaje redondo, aunque se abarrote la bodega y se encogolle el puente con barricas y tablones, no pasa mucho más allá de dos mil reales. De este flete, gana el 40 por 100 el barco; el patrón, soldada y media, y además el 5 por 100 de _capa_, ó sobordo, ó, lo que es lo mismo, sobre el flete cobrado. El resto se reparte entre los cinco tripulantes: seis, ocho, doce duros, ó quince lo más, á cada uno; cantidad que significarÃa algo, á pesar de su pequeñez, si el ir y venir y el fletarse de un patache fuera coser y cantar; pero ya se verá lo que hay sobre estos particulares. Con alguna que otra excepción vascongada, el patache es siempre gallego ó asturiano; y si no hay carbón, ó manzanas, ó _tabales_ de arenques que traer, llega á Santander en lastre: esto es lo más corriente. Ya está en la Dársena, atracado al muelle. Allá va el patrón, hombre ya picando en viejo, calmoso y de triste mirar, de escritorio en escritorio, de almacén en almacén, llamando á cada dueño por su nombre, saludándolos á todos finÃsimo y cortés, y acabando en todas partes con la misma pregunta: --¿Hay algo para Rivadesella? Una mañana, un dÃa entero de gestiones asÃ, le dan por resultado veinte sacos de harina, dos cajas de azúcar, ocho coloños de escobas, un catre viejo y dos fardos de papel de estraza. Y no hay más carga en todo Santander para Rivadesella. Los sucesivos correos van trayendo algunos pedidos nuevos; pero tan pocos y tan lentamente, que con una suerte loca llega á abarrotarse la bodega en poco más de mes y medio. Lo común es que el patache no complete su carga en menos de dos meses, ó que cierre el registro á media carga. Pero, en fin, ya está despachado y se pone en _franquÃa_; es decir, se desatraca del muelle y se fondea en medio de la Dársena, para salir á la marea de la tarde ó al nordeste de la mañana. Pues entonces, precisamente entonces, se le antoja al tiempo dar un cambio al noroeste y armar una marimorena que no se acaba, en invierno sobre todo, en menos de tres semanas, cuando no dura dos meses cumplidos; dos meses que, con los otros dos, suman cuatro. Pongamos tres, por término medio... ¡Tres meses de patatas, de pan y de tocino para seis hombres de buen diente, y con un puñado de pesetas, entre todos, para comer y vestir ellos y las familias de los más de ellos! Ya amainó el temporal y apuntó el nordeste, y el barómetro sube. Leva el patache; y la propia lancha, con el esfuerzo de los propios marineros, le remolca hasta la canal. Iza allà toda su trapajerÃa, comienza á desentumecerse y á inflarse, y luégo á virar por avante; y bordada va, bordada viene, en cosa de medio dÃa está fuera del puerto. Si es muy afortunado, en treinta horas llega al punto de su destino; si es de mediana suerte, le coge una calma enfrente de Cabo Mayor, y allà se pasa las horas muertas hecho una boya; ó una serie de vientos redondos que le tienen seis ú ocho dÃas atolondrado en la mar, sin saber á dónde tirar ni por dónde meterse; y entre tanto, la gente de á bordo, que no contaba con aquello, mano á la harina, ó á las conservas, ó á los fideos del flete; porque no es cosa de morirse de hambre llevando la casa llena de provisiones. Si es algo desgraciado, arriba dos ó tres veces durante el viaje, lo cual supone otro mes de retraso; si es desgraciado más que algo, cada una de estas arribadas le cuesta un quebranto serio en el casco ó en el aparejo, y pone á los tripulantes en gravÃsimo riesgo de perder la vida. Pero, de todos modos, venturoso ó infeliz, más tarde ó más temprano, le coge un vendaval entre Tinamayor y Suances, que le trae en vilo hasta el Sardinero, si no le da la gana de estrellarle antes contra una peña. Desde allà me lo planta de otro voleo en la boca del puerto, con rumbo á las Quebrantas. Unas veces le arroja en ellas de un tirón; otras le permite detenerse un poco, echando el ancla á medio camino de las fieras rompientes. En esta situación horrible, raro es el ejemplar que se aguanta hasta que cesa el temporal... Y, entre tanto, es la única ocasión que tienen los infelices tripulantes para abandonar el barco, que cabecea y tumba y danza, con las velas desgarradas y tremolando en su arboladura la jarcia hecha pedazos, juguete de las olas que le envuelven y meten el gigantesco lomo por debajo de su quilla. Lo ordinario es que el ancla roñosa garree, ó se rompa la cadena, y que el mÃsero barco vaya á las rompientes, donde en breves instantes le convierte en astillas la fuerza incalculable de aquellas embravecidas mares. Todos los inviernos devora este monstruo su ración de patache. En una sola tarde, no hace muchos años, he visto yo perecer cinco. Los cinco, después de entrar acosados por el temporal y de faltarles la virada suprema, la de la salvación, la que les aleja del abismo, habÃan tenido que fondear delante de las rugientes fauces del monstruo. Cuatro tripulaciones se habÃan salvado ya á duras penas, y la lancha de un práctico recogÃa la quinta, con heróicos esfuerzos, cuando yo llegué al castillo de la Cerda. Momentos después, rotas las débiles amarras, desfilaban uno á uno hacia las Quebrantas, y, para llegar más pronto, á brincos, como cabra entre malezas, y desaparecÃan todos ellos en aquel infierno de espuma, de golpes y de bramidos. También ha probado barcos grandes el paladar del monstruo aquél; pero muy de tarde en tarde, porque el barco grande huye de la costa cuando cerca de ella le coge un temporal; y si la necesidad le obliga á tomar el puerto y á fondearse en sitio peligroso, tiene buenas cadenas y mejores cables; y, por último, desde que los hay disponibles, pide un remolcador que le saque del apuro. El pobre patache navega á la costa, en la costa le cogen los malos tiempos, y en la costa los aguanta, porque no sabe ni puede andar por otra parte; sus cables y sus cadenas son, relativamente, débiles, y un remolque de vapor le cuesta lo que él no puede pagar. Tal es su triste condición; la cual no ahorra, sino más bien duplica, con relación á otro barco más grande, las faenas de los tripulantes á bordo, donde todo es escaso y flaquea, y exige, por ende, mayores desvelos y más grandes sacrificios á cada uno. En suma: trabajo incesante, comida misérrima, un pesebre por lecho, un mechinal por dormitorio, todos los riesgos de la mar, todas las desventajas para correrlos, y la conciencia de no mejorar nunca de fortuna por aquel camino. Todo esto acepta, á sabiendas y de buena gana, un hombre que se decide á formar parte de esa legión de héroes de la miseria, de las angosturas y de las fatigas, que ni siquiera tienen por estÃmulo la triste esperanza de que al acabar su carrera estrellados contra un peñasco, ó arrastrados por torbellinos de arena y ondas amargas, se grabe su martirio en la memoria de las gentes, ó merezca siquiera su conmiseración; pues hasta la que se siente por los náufragos de _alto bordo_, se regatea á los de un mÃsero patache. ¡Tan necesario é inevitable se conceptúa su desastroso fin! Y ahora pregunto: ¿es comparable este valor pasivo y desinteresado, con la fiebre ambiciosa de los hombres que acompañaron á Colón en su primer viaje, y del que pasó el Niágara sobre una cuerda, encaramado en las espaldas de BlondÃn? Y también caigo en la cuenta de que ni esta pregunta, ni mucho de lo que la precede, eran de necesidad para el fin que me propuse sacando á relucir el patache en este cuento; pero no siempre se corta por donde se señala, ni es fácil hablar con interés de un desdichado sin hacer una excursión por todo el campo de sus desdichas. Achaque es éste del corazón humano, y ¡ojalá no adoleciera de otros más graves! Perdone, pues, el lector las sobras, si le molestan, y aténgase á lo pertinente al caso, para comprender la importancia de los favores que hacÃa el señor don Venancio Liencres al patrón del _Joven Antoñito de Rivadeo_, sacándole del apuro de sus largas estancias junto al Muelle, una vez con fletes de preferencia, y otras con generosos anticipos de dinero. TolÃn sabÃa algo de esto, porque estaba cansado de hallarse con el patrón en la escalera, y de oir hablar de él á su padre; y como no hay patache que, por malo que sea, no tenga una lancha bastante buena, la del _Joven Antoñito de Rivadeo_ era, casualmente, de las mejores en su clase: ligerita y esbelta, no mal pintada ni muy sucia. TolÃn vió esto; y por verlo, se acordó de los vÃnculos que unÃan con su padre al patrón del patache; y acordándose de ello, un dÃa se coló en el _Joven Antoñito de Rivadeo_, en el cual no le recibieron con palio, porque no le habÃa; pero, en su defecto, el patrón se le presentó á sus marineros para que se le tratara allà como quien era, concluyendo por advertirles, pues barruntaba lo que iba buscando el chicuelo, que siempre que pidiera la lancha se la dieran, y hasta la ayuda del motil cuando tratara de salir de la Dársena. Desde aquel dÃa mandaba TolÃn á bordo del patache más que el mismo patrón. Pero no abusaba. Su único entretenimiento era bajarse á la lancha, siempre ociosa, puesto que el barco estaba atracado al Muelle, y desde que el motil le habÃa enseñado á cinglar, andar voltejeando por la Dársena, ó corretear de aquà para allà agarrado á las estachas de los quechemarines y lanchones. TolÃn habló de estas cosas con Andrés en cuanto fué su amigo; y Andrés, asombrado de la fortuna de TolÃn, quiso que le presentara en el patache aquel mismo dÃa; y TolÃn le presentó, no solamente como un amigo, sino como su futuro _consocio_ en la casa de comercio, y además como hijo del capitán de la _Montañesa_. Un solo tÃtulo de éstos hubiera bastado para merecer toda la consideración de los tripulantes del _Joven Antoñito de Rivadeo_; con los tres juntos, casi le admiraron. Después trepó por la jarcia hasta los tamboretes, y bajó hasta el fondo de la bodega con la agilidad y firmeza de un grumete; y, por último, saltó á la lancha, armó uno de sus remos á popa, y cinglando con una mano sola y con la otra en la cadera, llegó, sorteando lanchas y cabos tendidos, hasta la Rampa Larga en un periquete, y en otro volvió. Aquello acabó de ganarle las simpatÃas de la tripulación del patache, y desde entonces ya tuvo barco donde holgar á su antojo, y lancha buena y de balde con que salir á bahÃa, solo ó acompañado, á correr las aventuras de remero y de pescador. ¡Nunca pudo imaginarse TolÃn, poco dado á las emociones marÃtimas, el valor de la ganga que proporcionó á su amigo al partir con él su privanza á bordo del _Joven Antoñito de Rivadeo_! Andrés, en cambio de este favor, quiso hacer partÃcipe á TolÃn de todas sus amistades y entretenimientos, que pudieran llamarse de contrabando. Pero las diversiones del Muelle-Anaos no eran para el hijo de don Venancio Liencres. Las bromas de Cuco le asustaban; los Cafeteras, Pipas y Micheros, grandullones ya, le inspiraban poca confianza, y los Surbias, Coles, Muergos y Guarines, tropa menuda, con sus hembras y todo, le olÃan muy mal y le daban asco. De la Maruca ya habÃa probado bastante para convencerse de que no debÃa volver allá. En la calle Alta, á donde también le llevó su amigo, le pareció bien la gente de la bodega; pero la bodega y el resto de la casa, no tanto; el resto de la casa sobre todo. La curiosidad le arrastró á explorarla un poco por la escalera. No pasó del tercer piso. Tramos inseguros; escalones desclavados ó carcomidos; ramales inesperados, á derecha é izquierda; y donde quiera que fijaba la vista, una puerta negra, mal cerrada y llena de rendijas... ¡muchas puertas!... ¡y unas caras asomando, á veces!... ¡con unas greñas!... ¡y unos rumores _adentro_, y unos gritos!... Luégo, mugre en las paredes, mugre en la barandilla, mugre en los peldaños... ¡y una peste á _parrocha_, y como á espinas de bonito, chamuscadas!... Llegó á creerse perdido y enfermo en un laberinto de horrores inmundos; dudó un instante si aquello era realidad ó una pesadilla, y retrocedió espantado, llamando á Andrés que ya subÃa en busca suya. --Pues todas las casas de la calle son por el estilo... ó peores,--le dijo, para tranquilizarle. Y TolÃn, al saberlo, cogió miedo á toda la calle, por la cual no habÃa pasado dos veces en su vida. No le faltaban agallas, ni era dengoso; pero su parte fÃsica era débil, y el espÃritu mejor templado flaquea dentro de un cuerpo enfermizo. Además, su educación habÃa sido exclusivamente terrestre, y la tierra era su elemento para las pocas valentÃas que podÃa permitirle su naturaleza. Jamás se le hubiera ocurrido andar en bote por la Dársena, sin ser el bote de un amigo de su padre y capitán de un barco atracado al Muelle; conjunto de circunstancias que, cuando voltejeaba cerca del patache, le permitÃan considerarse en el portal de su casa, entre amigos de la familia. Lo menos marÃtimo de lo marÃtimo, en punto á recreaciones, era la Maruca, por abundar en ella la pillerÃa terrestre; y por eso, y por estar cerca de su casa y conocerla mucho de vista, intentó, con mal éxito, acercarse allá. De modo que le dijo á Andrés, después de la prueba de la calle Alta, que contara con él para todo menos para _esas cosas_; y como habiéndole acompañado un dÃa á pasear en el bote del patache, y yendo los dos solos remando, les arrastrara la marea y los aconchara contra la cadena de una fragata, poniéndoles el bote casi quilla arriba, trance en el cual hubieran perecido sin el socorro de una barquÃa que pasaba, también le advirtió que no volverÃa á remar con él otra vez, si salÃan fuera de la Dársena. Andrés se admiró de que hubiera un muchacho á quien no le gustaran _esas cosas_, y procuró complacer á su amigo acomodándose á sus gustos siempre que podÃa: apartóse algo de la Maruca y del Muelle-Anaos; pero no de la calle Alta, á donde iba con bastante frecuencia á echar largos párrafos con la gente de la bodega; porque además de que tÃo MechelÃn, á quien habÃa caÃdo muy en gracia, le encantaba con sus relatos de la mar, con sus cuentos y, sobre todo, con su buen humor, y tÃa Sidora se gozaba mucho en verle por allÃ, al despedirse de todos nunca dejaba Silda de decirle, con su acento imperioso y su ceño duro:--Vuelve. Y ¿cómo no habÃa de volver Andrés, si le daba gloria ver á aquella chiquilla, poco antes medio salvaje, sentadita al lado de tÃa Sidora, tan limpia, tan peinada, tan aliñadita de ropa, tan juiciosita, pasando un hilo por dos remiendos para soltarse á coser, ó manejando el juego de agujas para aprender los _crecidos_ en una media de algodón azul! Además, le habÃa afirmado tÃa Sidora que sacaba mucho arte para la cocina y para el arreglo de la casa, y que cuando la llevaba consigo á las faenas de la PescaderÃa, de todo se enteraba y de todo le daba cuenta después; y eso que parecÃa que en nada paraba la atención. No querÃa ni que la hablaran de la vida que habÃa hecho hasta allà desde la muerte de su padre. Por lo que toca á tÃo MechelÃn, todo se le volvÃa contar á Andrés las habilidades de Silda, en cuanto ésta daba media vuelta, y enseñarle los botones que le habÃa pegado, _ella sola_, en el chaleco, ó el remiendo que le habÃa cosido en el elástico. En fin, que la chiquilla era otra ya, y el honrado matrimonio estaba chocho con ella. à mayor abundamiento, _las_ del quinto piso andaban calladitas como unas santas, cansadas de provocaciones y chichorreos inútiles desde el balcón y siempre que, entrando ó saliendo, pasaban por delante de la bodega, porque cuando uno no quiere dos no riñen, sin contar con lo que las refrenaba y contenÃa la declaración del Cabildo, que, desatendida, podÃa dar en qué entender hasta á la autoridad de Marina, cuyos fallos no admitÃan réplica. ¿Qué más! Hasta Muergo parecÃa influÃdo benéficamente por la transformación de la chicuela. No solamente no habÃa vendido la camisa, sino que andaba á la conquista de otra, ó de cosa mejor, presentándose á menudo en la bodega, con el poquÃsimo aseo que cabÃa en un puerco como él y triscándose, en tanto, los zoquetes de pan que, no de muy buena gana, le regalaba su tÃa. ¿No era harto justificable el placer que experimentaba Andresillo viendo tales cosas en aquella pobrÃsima morada? ¿No era el bienestar que reinaba en ella, alrededor de Silda, obra suya, hasta cierto punto? ¿Quién, sino él, habÃa cogido á la desamparada criatura en medio del arroyo, y la habÃa puesto en camino de llegar hasta donde habÃa llegado? Que no pensara TolÃn en apartarle de la bodega de la calle Alta, porque eso ni podÃa ni debÃa hacerlo él, aun sin lo mucho que le tiraban hacia allá sus aficiones marineras, los relatos del campechano tÃo MechelÃn y las cariñosas deferencias de la tÃa Sidora. [Ilustración] [Ilustración] XI LA FAMILIA DE DON VENANCIO, DOS PUNTAPIÉS, UN BOTÓN DE ASA Y UN MOTE No tomaba con tanto calor el asunto de la letra inglesa y del repaso de cuentas; pero no le desatendÃa. Su madre pedÃa á menudo informes al maestro, y éste se los daba bastante buenos; su padre, descansando en el interés que su mujer tenÃa en que Andrés navegara en popa por sus nuevos derroteros, sólo se ocupaba en los últimos menesteres para la habilitación de su barco, próximo á dar la vela para la Isla de Cuba; don Venancio parecÃa complacerse mucho en ver tan unidos á su hijo y al del capitán; y hasta la encopetada señora del comerciante habÃa dado algún testimonio (no se sabe si espontáneo ó aconsejado por su marido) de que no le desagradaba el nuevo camarada de TolÃn. Al llegarse éste una tarde á merendar, muy de prisa, porque le aguardaba Andrés en el portal, le dijo su madre: --Dile que suba á merendar contigo. Y subió el hijo de Bitadura, después de hacerse rogar mucho, no de ceremonia, sino porque verdaderamente le imponÃan y amedrentaban más una señora y una casa como las de don Venancio Liencres, que la lucha, solo y á remo, contra el tiro de la corriente en mitad de la canal. Por eso entró algo acobardado, y también porque, no contando con aquel compromiso, llevaba los borceguÃes sin correas, la camisa de cuatro dÃas, un siete en una rodillera y el pellejo muy poroso, por haber bajado de una sola _cataplera_ desde la calle Alta al portal de TolÃn. La señora de don Venancio Liencres era uno de los ejemplares más netos de las Muzibarrenas santanderinas de entonces. Hocico de asco, mirada altiva, cuatro monosÃlabos entre dientes, mucho lujo en la calle, percal de á tres reales en casa, mala letra y ni pizca de ortografÃa. De estirpe, no se hable: la más vanidosa, en cuanto se empinaba un poco sobre los pies, columbraba el azadón, ó el escoplo... ó el tirapié de las mocedades de su padre... ¡Ah... los pobres hombres! ¡Y cómo las atormentaban, sin querer, cuando, ya encanecidos, se gloriaban, _coram pópulo_ y de ellas, de haber sido lo que fueron antes de ser lo que eran! ¡Groserotes! ¡Tener á tÃtulo de honra el haber hecho un caudal á fuerza de puño, y el atrevimiento de contarlo delante de las hijas, que no habrÃan nacido, ó gastarÃan abarcas y saya de estameña, sin aquellas obscuras y crueles batallas con la esquiva suerte! En fin, miseriucas de pueblo chico, de las que apenas queda ya rastro, en buena hora se diga. Don Venancio Liencres era muy tentado de esas sinceridades delante de su mujer, que se ponÃa cárdena de ira al oirlas, después de haberse puesto azul, tiempos atrás, con otras idénticas de su padre. Pues ni por esos sempiternos testimonios de su vulgar alcurnia, que parecÃan providencial castigo de su vanidad, se curaba de ella. Por lo demás, era una pobre mujer que lo ignoraba todo: desde la tabla de multiplicar, hasta la manera de hacer daño á nadie, si no con el gesto. Recibió á Andrés con la boca llena de frunces y una mirada que parecÃa pedirle cuenta de su desaliño. Cierto que TolÃn no estaba mucho mejor aliñado; pero TolÃn era TolÃn, y Andrés era el hijo del capitán de un barco «de la casa.» Mientras se dirigÃa á abrir las vidrieras de un aparador que ocupaba media pared del fondo del comedor, alzó la voz indigesta lo indispensable para que fueran oÃdas estas palabras desde un cuarto del carrejo: --¡Niña!... ¡à merendar! Y apareció en seguida la hermanita de TolÃn, muy emperejilada con rica falda de seda, grandes puntillas en los pantalones, y todo lo mejor y más caro que podÃa llevar encima, á la moda rigurosa de entonces, la hija de un don Venancio Liencres en un pueblo en que siempre ha sido muy de notar el lujo de las niñas pudientes. Su madre la miró de arriba abajo, desarrugando los párpados y el hocico; y en seguida, volviendo á arrugarlos, le dijo á Andrés en una ojeada rápida y vanidosa: --¡Mira esto... y asómbrate, pobrete! La niña, que se llamaba Luisa, era un endeble barrunto de una señorita _fina_: manos largas, brazos descarnados, talle corrido, hombros huesudos, canillas enjutas, finÃsimo y blanco cutis, pelo lacio, ojos regulares y regulares facciones. Con esto y con el espejo de su madre, resultaba una niña _finamente_ insÃpida, pero no tanto como la señora de Liencres; al cabo, era una niña, y podÃa más en ella la sinceridad propia de sus pocos años, que la confusa noción de su jerarquÃa, inculcada en su meollo por los humos y ciertos dichos de su madre. Mientras ésta colocaba sobre la mesa tres platos, uno con higos pasos para Luisa, y los otros dos con aceitunas, la niña se fijó en Andrés, que cada vez se ponÃa más encendido de color y más revuelto de pelo. --Y es guapo,--le dijo á su madre, mordiendo un higo. --Vamos, come y calla,--le respondió ésta á media voz, colocando un zoquetito de pan junto á cada plato. Y luégo, dirigiéndose á los chicos, añadió, señalando á las aceitunas:--Vosotros, aquÃ; y en seguida, á la calle. ¡Pero cuidado con lo que se hace, y cómo se juega y á qué! No parezcamos pillos de plazuela. ¿Me entiendes, AntolÃn? TolÃn no hizo maldito el caso de la advertencia; pero Andrés se puso todavÃa más encendido de lo que estaba, porque pescó al aire cierta miradilla que le echó la señora al hablar á su hijo. El cual agarró con los dedos una aceituna. Andrés, al verlo, agarró otra del mismo modo; y armándose de un valor heróico, le hincó los dientes. Pero no pudo pasar de allÃ. HabÃa comido, sin fruncir el gesto, _pan de cuco_, ráspanos verdes y uvas de bardal; pero jamás pudo vencer el asco y la dentera que le daba el amargor de la aceituna. --Mamá, no le gustan,--dijo TolÃn en cuanto vió la cara que ponÃa Andrés. --No haga usted caso--se apresuró á rectificar Andrés, sin saber qué hacer con la aceituna que tenÃa en la boca.--Es que no tengo ganas. --Es que no te gustan,--insistió TolÃn, mondando con los dientes el hueso de la tercera. --También yo creo que no le gustan--añadió la niña, estudiando con gran atención los gestos de Andrés.--Puede que quiera higos como yo. --¡Quiá!... muchÃsimas gracias--volvió á decir Andrés, echando lumbre hasta por las orejas.--Si es que no tengo ganas... porque he comido cámbaros... digo, _cambrelos_ de esos de á cuarto. La señora le puso higos en lugar de las aceitunas, y dejó solos en el comedor á los tres comensales después de recomendar á Luisilla que despachara pronto su ración, porque la esperaba «la muchacha» para llevarla á paseo. Desde aquel dÃa merendó Andrés muy á menudo en casa de TolÃn, y fué muchas tardes con éste, y á expensas de éste, á los volatines de la plaza de toros, donde Barraceta hacÃa la rana á las mil maravillas, y la famosa Mad. Saqui la _Ascensión al Monte de San Bernardo_, por una cuerda inclinada desde la sobrepuerta de los chiqueros, al tejado de enfrente. Andrés llegó á remedar tal cual á Barraceta, y Luisilla le mandaba hacer la rana casi todas las tardes que merendaban juntos, en cuanto se quedaban solos en el comedor. TolÃn se descoyuntaba mejor que él; pero carecÃa de fuerza muscular para sostener todo el peso de su cuerpo sobre las manos, y no lograba dar un solo brinco con ellas; mientras que Andrés llegó á dar hasta ocho saltos seguidos, con gran admiración y aplauso de la niña. Se divertÃan mucho los tres. Después se separaban. Luisilla se iba con sus amigas á los Jardines de la Alameda segunda, y Andrés y TolÃn á _correrla_ donde mejor les parecÃa; como valiera el voto del primero, al Muelle de las Naos, ó á la calle Alta, ó al _Joven Antoñito de Rivadeo_, mientras estuvo atracado á la PescaderÃa. Asà pasó el verano y llegó el otoño; y Andrés y TolÃn fueron arrimados, frente á frente, á un doble atril del escritorio de don Venancio Liencres, donde hacÃan poco más que voltear las piernas, colgantes de las altÃsimas banquetas; roerse las uñas de las manos, ó dibujar barcos y volatines con la pluma; ingresó Colo en el Instituto, más que á aprender latÃn, á llevar leña sobre sus desdichadas carnes, por mañana y tarde; Bitadura andaba por los mares de las Antillas; Ligo, Madruga, Nudos y otros tales, emprendieron largos viajes también; pae Polinar continuaba en sus Ãmprobas tareas de desasnar raqueros bravÃos y de avenir voluntades incongruentes, sin curarse una miaja de su vicio arraigado de dar la camisa, cuando la tenÃa, al primero que se la pidiera. Muergo no iba ya á su casa, porque á medio verano y por gestiones del fraile, á instancias de tÃa Sidora, fué colocado de _muchacho de lancha_ en la de tÃo Reñales, patrón del Cabildo de Abajo. Costó mucho trabajo sujetarle á las diarias tareas de desenmallar la sardina, achicar el agua y otras semejantes de su obligación; pero algunos chicotazos y bofetones, aplicados de firme y á tiempo, le hicieron entrar por vereda, hasta que notó que cuando no iba á la mar con la lancha, se pasaba bien el rato entre los camaradas del oficio, esperándola en el Muelle, ó durmiendo sobre el panel para custodiarlas hasta la madrugada, ocasiones en que la necesidad les inspiraba recursos de gran entretenimiento, brutales casi siempre y hasta feroces, en relación con los gustos y naturaleza mortal de cualquier hijo de familia; mas no para aquella casta de seres excepcionales, amamantados por las intemperies, que, descalzos y medio desnudos, se duermen tan guapamente, hechos un ovillo, sin tiritar y cantando, en el hueco de una puerta cerrada del Muelle, durante las más frÃas y lluviosas horas de una noche de invierno. Por razón de este empleo, dejó de frecuentar la calle Alta; pero subÃa allá siempre que le era posible, porque nunca volvÃa de la bodega sin haber sacado de ella, cuando menos, un buen zoquete de pan, que muy de buena gana le daba tÃa Sidora desde que le veÃa sujeto al yugo de una obligación. Silda habÃa conseguido que se esquilara la greña una vez al mes, y se lavara un poco la cara cada ocho dÃas; con lo cual antes ganaba que perdÃa la natural monstruosidad de Muergo, pues cuanto más se la desmochaba de accesorios y adherentes, más de relieve se ponÃa; lo cual no le extrañaba á la chica, ni la desencantaba lo más mÃnimo, puesto que no trataba ella de hermosear al hijo de la Chumacera, sino de someterle un poco á la disciplina y al aseo: un empeño como otro cualquiera. En cambio, ella, ¡cómo esponjaba y se desconocÃa de hora en hora! ¡Oh! el pan sin lágrimas y el sueño sin sobresaltos, ¡qué prodigios obran en los niños desvalidos... y en los hombres desdichados! Ya cosÃa sin que tÃa Sidora le preparara la labor; _menguaba_ una media sin contar en voz alta los puntos, y tejÃa malla de red con mucha soltura; era limpia como una plata; y poseyendo el instinto del aseo, los polvos y la mugre de aquella angosta y pobrÃsima morada huÃan delante de ella. El Muelle-Anaos, la Maruca, el Paredón... No habÃa que mentárselos. Colo, GuarÃn y tantos otros camaradas de bribia y mosconeo, sólo quedaban en su memoria para recrearse en el bienestar presente con el recuerdo de las amarguras pasadas. No los aborrecÃa, porque ellos no tenÃan la culpa de los azares que la habÃan arrojado á aquella vida desastrosa; pero huÃa de encontrárselos en su camino cuando iba á la PescaderÃa ó á Baja-mar con tÃa Sidora, para ayudarla en sus faenas. Fuera de estas ocasiones, rara vez ponÃa los pies en la calle; no porque se lo prohibieran, sino porque no mostraba el menor afán por salir de su covacha. Por estos solos testimonios habÃa que juzgar de su bienestar, porque jamás le revelaba de otro modo más elocuente. Era obediente y dócil sin esfuerzo aparente; pero no afable ni expansiva. Ya se la ha comparado con el gato, por su instintivo y natural aseo: pues también, como el gato, parecÃa sentir más apego á la casa que á sus habitantes; aunque, en honor de la verdad, debe declararse que, por esta vez, las apariencias engañaban: yo sé que habÃa en su corazoncillo una buena dosis de gratitud á los favores que recibÃa del honrado matrimonio de la bodega; sólo que no se tomaba el trabajo de manifestarle en una frase, ni en una palabra, ni siquiera en un gesto; tal vez porque no se daba cuenta de lo que sentÃa, ni se cansaba en averiguarlo. Ni, después de todo, habÃa para qué, pues tal como era y se conducÃa, dejándose llevar de la fuerza de sus propias conveniencias, estaban contentÃsimos de ella sus cariñosos protectores. Lo que yo no me atrevo á asegurar es que se hubiera doblegado, sin quebrarse, la natural esquivez de su carácter, en el supuesto de no andar tan á la medida como andaba, lo que se le pedÃa y lo que ella podÃa dar de buena gana y sin el menor esfuerzo. Cleto, el hermano de Carpia, volviendo un dÃa de la mar con toda la ropa de agua encima, dos remos al hombro y el cesto de los aparejos en el brazo desocupado, la halló acurrucada junto al primer peldaño de la escalera, limpiando la basura del portal. Como estaba vuelta de espaldas, no vió entrar al pescador; el cual, sobrio y económico de palabras hasta la avaricia, en lugar de mandar apartarse á la chiquilla, que le obstruÃa el camino, la dió una patada que la hizo perder el equilibrio. --¡Burro!--exclamó Silda, en cuanto alzó la mirada y conoció á Cleto. Detrás de éste iba Mocejón, renqueando, también cargado de ropa embreada, porque habÃa llovido y seguÃa lloviendo, con el balde del macizo en una mano, y la otra sujetando la _lasca_ y una _orza_ que llevaba al hombro, hechas un haz con los cabos de la primera. Pues entre las patazas del padre se vió la muchachuela cuando la dejó medio tendida en el suelo la agresión brutal del hijo. De modo que apenas habÃa intentado incorporarse, cuando ya estaba dando con las narices en el peldaño, en gracia de otro puntapié más fuerte que el primero, acompañado de estas palabras, que más parecÃan gruñidos: --¡Fila, reñules!... Silda no dió un grito ni lanzó un solo quejido, aunque, después de llevarse las manos á la cara, se las vió teñidas en sangre. Alzóse del suelo muy serenamente y se volvió á la bodega donde estaba tÃa Sidora, que nada habÃa visto ni oÃdo. --Me desborregué--dijo al entrar,--y me caà contra el escalerón. Asà explicó el suceso, quizá por horror á otros más graves de la misma procedencia. TÃa Sidora dejó apresuradamente la obra que traÃa entre manos; colocó á Silda con la cabeza inclinada sobre el primer cacharro que halló á sus alcances, y le puso sobre la nuca la llave de la puerta: remedio acreditadÃsimo para contener la sangre de las narices. No tuvo el lance más consecuencias, ni extrañó á la muchacha lo más mÃnimo por lo que respecta á Mocejón. Por lo tocante á Cleto, ya era otra cosa. Cleto no era malo, ni jamás la dió un golpe mientras con él vivió. Cierto que no le habÃa puesto en ocasión de ello, y que harto tenÃa que hacer el muchacho con la guerra en que vivÃa con su hermana, y que ni por casualidad la amparó con sus fuerzas para librarla, una vez siquiera, de las infinitas agresiones de aquellas mujeres tan infernales. Pero, asà y todo, Cleto no era malo, de la maldad de toda su casta. Cleto era muy bruto, muy seco, nada más que muy bruto y muy seco; y ella no le ofendÃa en nada, ni se metÃa con él cuando él la tumbó de un puntapié. Y he aquà por qué sintió ella el puntapié de Cleto más que todos los martirios que la habÃan hecho sufrir las mujeres de su casa y el animal de Mocejón. Otro dÃa, muy pocos después de este percance, estaba Silda recostada contra el marco de la puerta de la bodega, acabando de echar un remiendo al chaleco de tÃo MechelÃn. à menudo trabajaba en aquel sitio, porque desde él veÃa lo que pasaba por la calle, sin exponerse á que _las_ del quinto piso la sorprendieran en el portal. Como la tarde caÃa y la luz iba escaseando en aquel crucero, atrevióse á salir hasta la puerta de la calle para dar desde allà las últimas puntadas á su gusto. à tal tiempo bajaba Colo por la acera, con las manos debajo de los sobacos y los ojos hinchados de llorar. Encaróse con ella en cuanto la vió á la puerta, y la preguntó, muy angustiado, por Andrés. --Tres dÃas hace que no viene por aquÃ--le respondió Silda.--¿Para qué le querÃas? --Pa contale lo que me pasa, ¡Dios! y ver si en un apuro puede hacer algo por mÃ, él que es rico... ¡Paño, qué somantas!... Mira, Silda... Y le mostró las palmas de las manos y las canillas de las piernas cruzadas de rayas cárdenas y sarpullidas de ronchones morados. --¿De qué es eso, tú?--le preguntó la niña. --De los varazos que me alumbran en el latÃn. --¿Quién? --El maestro, ¡toña! porque no embarco bien aquellas marejás de palabronas en judÃo... ¡Mal rayo! Mira: estas rayas más oscuras, son de hace cuatro dÃas; estas otras, de ayer y de antier; estas gordas, de esta mañana; y de estos dos bultos encarnaos, saltó esta tarde la sangre al alumbrarme el varazo... ¡Dios!... Entonces ya no pude más, Silda... porque toos los dÃas hay leña para mÃ; y según tenÃa el libro en esta mano mientres me rajaba á varazos esta otra, se le tiré á los morros, con toa mi fuerza, á aquel piazo de bárbaro. Escapéme; y primero me llevarán á presidio que al latÃn, ¡Dios!... y al que se empeñara en esto, serÃa capaz de abrirle en canal; y me abrirÃa á mà mesmo tamién, ¡toña!... Pus güeno: ¿ves las manos y las patas cómo las tengo? Pus pior debo tener las espaldas... --¿También te pegaba en las espaldas? --No: me pegaba tamién gofetás en la cara y con el puño del bastón en el cocote, y hasta patás en la barriga. Lo de las espaldas es de mi tÃo el loco, y de ahora mesmo; porque al venir escapao, le dije que ésta y no más; y aquello, Silda, aquello fué una granizá de leña sobre mÃ, con el bastón de nudos; que Cristo, con serlo, no la hubiera aguantao sin rendir el aparejo... Con que... ¡MÃrale!... Y exclamando asÃ, Colo apretó á correr hacia la cuesta del Hospital, porque vió venir hacia él, por lo alto de la calle, al temible cura loco, con los largos faldones de su levita ondeando al aire que movÃa su veloz andar; el bastón de nudos enarbolado en su diestra; el sombrero derribado hacia la coronilla, y los ojos relucientes; porque ésta era la particularidad más llamativa del famoso don Lorenzo. Silda, al verle acercarse á ella, se retiró atemorizada al portal, precisamente en el instante en que bajaba Cleto de su casa. Sujetábase los calzones con ambas manos por la cintura, y murmuraba entre dientes algo como maldiciones y reniegos. Pero esta vez, aunque halló á Silda atravesada en su camino, no la apartó á un lado con los pies. Observando que cosÃa, detúvose y dÃjola: --¿Me empriestas la uja un poquitÃn? à mercar una salÃa ahora mesmo. à Silda no le pesó ver tan manso delante de ella á un sujeto del quinto piso, y particularmente á Cleto por lo que ya se ha dicho. --¿Para qué la quieres?--le preguntó á su vez. --Pa pegar este botón... No tengo más que él en los calzones... La bribona de Carpia me robó la escota pa amarrarse el rufajo; de modo que si arrÃo las manos, se me va á fondo la bragá. --¿Por qué no te pegan los botones en casa? --Porque allà no sabe naide tanto como eso. --Pues ¿quién te los pegaba otras veces? --Yo, cuando tenÃa uja... hasta que se me perdió. --Y ¿quién te arremienda? --En mi casa no se arremienda ná, bien lo sabes tú. Cuando allà se rompe algo, se deja asà hasta que se cae, si no se pué contener con una carena de puntás. Ca uno se da las pirtinicientes... y al sol endimpués. ¿Me empriestas la uja? ¿Sà ú no? --¿Quieres que te pegue el botón yo mesma? --Mejor que mejor... Tómale: es de esa. De hormilla le tengo tamién arriba. Si te paece mejor, pico á traerle. --Bueno es el de asa. Silda le tomó en sus manos; rompió con los dientes, menudos, apretados y blanquÃsimos, la hebra de hilo negro que empleaba en remendar el chaleco de tÃo MechelÃn; dióla al extremo resultante un nudo, solamente con el pulgar y el Ãndice de su mano izquierda, operación en que la habÃa ejercitado con gran empeño tÃa Sidora, porque decÃa que mujer torpe en anudar la hebra, nunca parecÃa buena cosedora; taladró, á duras penas, con la aguja el empedernido paño de la cintura del pantalón de Cleto, mientras éste le sujetaba apretando las manos contra la barriga; metió la aguja por el asa del botón, dejándole deslizarse hebra abajo dando volteretas, y comenzó á coser y á estirar la puntada, poniendo los cinco sentidos en aquella obra, la primera que hacÃa para _fuera de casa_. Cleto no era feo. HabÃa cierta dulzura y mucha luz en sus ojos negros; eran muy regulares sus facciones, y bien aplomadas y varoniles todas las lÃneas de su cuerpo. Pero andaba muy sucio, y las greñas indómitas de la cabeza le cubrÃan media cara, curtida por las intemperies y jaspeada por manchones de espeso y negro bozo que comenzaba á ser barba nutrida. Hasta la respiración contenÃa mientras Silda empleaba las escasas fuerzas de su manecilla, rechoncha y blanca, para hacer pasar la aguja por las durezas de aquel paño, que más parecÃa cartón embreado. En esta faena y aquella actitud les sorprendió tÃo MechelÃn, que volvÃa de la calle con la pipa en la boca. Detúvose unos instantes á la puerta, contemplando fijamente y con cara de pascua el inesperado cuadro, y exclamó luégo, sin poder contenerse más: --¡Arrepara bien, Cleto!... ¡arrepara bien!... ¡Mira ese saque de mano!... ¡mira ese cobrar de veta... y ese atesar de puntá!... ¿Qué hay que pedir á ello en josticia de ley? Volvió Cleto los ojos hacia tÃo MechelÃn, y apartólos de él en seguida sin responder una palabra. Silda no se dió por entendida de aquellos piropos, ni siquiera con una sonrisa. El regocijado pescador continuó soltando apóstrofes á Cleto y alabanzas á la costurera. Acabóse la tarea; metióse en la bodega Silda, mientras Cleto, sin desplegar sus labios, se daba el botón recién _pegado_, y tÃo MechelÃn no cerraba boca dirigiéndose á Cleto; y Cleto se largó sin despedirse, y el locuaz marido de tÃa Sidora todavÃa hablaba hacia él; y tras él salió hasta la puerta de la calle, y desde allà le siguió con los ojos... y con la palabra; y se arrimó al podrido marco cuando perdió de vista al mozo del quinto piso; y entonces, tentado de la pasión de locuacidad que solÃa acometerle, como ya se ha dicho, comenzó á pasear la mirada por la acera y los balcones y las ventanas de enfrente y sobre los transeuntes, diciendo al propio tiempo y en la más rica y pintoresca variedad de tonos y registros: --¡Hay que verlo!... ¡vos digo que hay que verlo pa saber lo que son las sus manucas, y aquel dir y venir como la pluma mesma por los aires!... Ni pisa ni mancha... Le dice usté una vez la cosa: ya está entendÃa... Ella, la media azul; ella, la calceta blanca; ella, el remiendo fino; ella, el botón de nácara lo mesmo que el botón de suela; ella, la escoba; ella, la lumbre; ella, la puchera... Vamos, que pa too lo que Dios crió hay remo allÃ, con una gracia y una finura que lleva los ojos de la cara... Si me da el dolor en esta banda, ella calienta el ladrillo, y en un verbo me le lleva, engüelto en la baeta, á la cabecera de la cama. Si la mi Sidora cae de sus males, el angeluco de Dios la adevina los pensamientos pa que ná la falte, dende la onza de chacolate, bien hervÃa, hasta el reparo pa la boca del estógamo... ¿De alimento, dices tú?... Tocante al alimento, es poca cosa; pero es de buen engordar de suyo, como la den trabajo llevadero y un dormir sin pesaúmbres... Oir, no se la oye palabra, si no es pa responder á lo que se la pregunta, ú preguntar lo que ella buenamente no puede saber... ¿De vestir?... ¡Pus no da gloria de Dios ver cómo le cae hasta un trapuco viejo que usté le ponga encima? Si vos digo que, á no saber quién fué su madre, por hija se la tomara de anguna enfanta de Ingalaterra... cuando no de una señora de comerciante del Muelle... Pos ¿y el arte pa el deletreo de salabario, en primeramente, y pa la letura en libro dimpués?... Y ¿qué me dices tú de los rezos que ha aprendÃo en un periquete, que hasta el pae Polinar se asombra de ello?... Ná, hijos, que si la enseñan solfa, solfa aprende... ¡Uva!... Y á too y á esto, finuca ella; finuco el su andar; finuco el su vestir, aunque el vestÃo sea probe; la mesma seda cuanto hacen sus manos, y limpio como las platas el suelo por onde ella va y el rincón en que se meta... Que es asina de natural, vamos. Y lo que yo le digo á Sidora cuando me empondera la finura de cuerpo y la finura de obra del angeluco de Dios: «esto, Sidora, no es mujer, es una pura _sotileza_...» ¡Toma! y que asà la llamamos ya en casa: Sotileza arriba y Sotileza abajo, y por Sotileza responde ella tan guapamente. Como que no hay agravio en ello, y sà mucha verdá... ¡Uva! Y por eso y desde aquellos dÃas, se llamó Sotileza la huérfana del náufrago Mules, no solamente en casa de tÃo MechelÃn, sino en todas las demás casas de la calle, y en la calle misma, y en el Cabildo entero, y en el Cabildo de Abajo también, y en todas partes donde fué conocida su afamada belleza, con lo que de ésta se siguió fácilmente y verá el curioso lector, entre otras cosas igualmente vulgares y de todos los dÃas, si se arma de paciencia para acompañarme en el relato otra jornadita más. [Ilustración] [Ilustración] XII MARIPOSAS Entre las gentes marineras (y no se ofendan las de acá, porque el oficio que traen no es para otra cosa), una persona limpia es punto más rara que las peras de á tres libras. En Sotileza fué creciendo con los años el instinto del aseo; y, á mi modo de ver, de la fuerza del contraste que formaba aquélla su inverosÃmil pulcritud de carnes y de vestido con la basura de lugares y personas en medio de la cual vivÃa (y he aquà cómo el diablo me arrastra por tercera vez á la comparación del gato con la huérfana de Mules); á mi modo de ver, repito, de la fuerza de este contraste, tan singular y llamativo, debió nacer en el Cabildo de Arriba la fama de la hermosura de Sotileza, confundiendo la torpe percepción de los sucios marineros el atributo con la esencia, ó mejor dicho, los colores con la forma. Porque yo recuerdo muy bien que lo primero que se echaba de ver en aquella garrida muchacha cuando estaba, á los veinte años, en la flor de su galanura, era la limpieza extremada de su atavÃo, en el que dominaban siempre las notas claras, como si esto fuera un alarde más de su pulcritud á prueba de peligros; y no emperejilada para las fiestas de la calle, ó las bodas de la vecindad, ó la misa ó el paseo de los domingos, que esto probarÃa bien poco; sino todos los dÃas, á la puerta de la bodega, en lo alto del Paredón, atravesada en la acera, tejiendo la red en el portal, sacando la barredura á la mitad del arroyo, ó remendando los calzones de tÃo MechelÃn; en refajo corto, descubriendo por debajo tres dedos de lienzo más blanco que la nieve; con justillo de mahón, rayado de azul; pañuelo de mil colores sobre el alto, curvo y macizo seno; á medio brazo las mangas de la camisa, y otro pañolito de seda, claro también, graciosamente atado, _á la cofia_, sobre el nutrido moño de su pelo castaño con ondas tornasoladas de oro bruñido. La curiosidad que excitaban estos llamativos pormenores, movÃa los ojos del observador á hacer otras exploraciones; y entonces se reparaba en los aplomos admirables y en los lineamentos finos y gallardos de la pierna y del pie, desnudos y blanquÃsimos, que asomaban por debajo de la tira de lienzo; en el torneado brazo, desnudo también; en el cuello redondo y escultural, que se alzaba sobre los anchos hombros, y, por fin, en la cara saludable, fresca, verdaderamente primaveral, la porción más envidiable de la valiente cabeza que el cuello sostenÃa, y sobre el cual centelleaban, al bambolearse, los anchos anillos de oro colgando de las menudas orejas. Tal era lo que, en el orden señalado, iba saltando á los ojos de un observador algo adiestrado en los intrÃngulis del arte, al contemplar á Sotileza por primera vez en su propio y natural terreno; con los cuales elementos, si hay para construir lo que se llama toda una buena moza, se puede estar muy lejos de llegar á la hermosura que atribuyó la fama indocta á la memorable callealtera. Examinándola todavÃa más al pormenor, las lÃneas de su cara distaban mucho de estar ajustadas á los buenos modelos de la belleza clásica: la frente pecaba de angosta; la boca, aunque pequeña y fresca, era durÃsima de expresión; la mirada de sus rasgados ojos, demasiado cruda; el entrecejo muy acentuado, y el contorno general no daba la corrección de los trazos atenienses. Aunque separadamente fuera intachable cada porción de su cuerpo, éste, en conjunto, si bien flexible y gracioso, no era un modelo escultórico. En una palabra, Sotileza no era una hermosura en el sentido artÃstico de la expresión; pero reunÃa todos los atractivos necesarios para ser la admiración de los mozos de su calle, y excitar la curiosidad y luégo hasta el frenesà de los antojos en los hombres cultos, más esclavos de las malas pasiones que del sentimiento estético. Su voz era de hermoso timbre, con unas notas graves que acentuaban poderosamente el vigor de su frase lacónica, y _entonaba_ muy bien con la expresión de su semblante. Lejos de corregirse ésta su nativa esquivez, habÃa ido afirmándose con los años; y aunque esta cualidad no la arrastraba jamás á ser chocarrera ni provocativa, cuando se le buscaba la lengua por las envidiosas ó por los atrevidos, sus aceradas sequedades la hacÃan verdaderamente temible. Con el poder de su rica naturaleza, y acaso, acaso, con la conciencia de su hermosura, habÃa adquirido el valor que no tuvo de niña para arrostrar de frente ciertos peligros, y logrado imponerse, hasta con la mirada, á las hembras de la familia de tÃo Mocejón; triunfo de que se ufanaba Sotileza, por ser de los poquÃsimos en que habÃa puesto todo su propósito desde que comenzó á comprender que para conseguir ciertas cosas una mujer de su carácter, no necesitaba más que empeñarse en ello. Por supuesto, que no ignoraba que las del quinto piso, más que corregidas, estaban domadas á la fuerza, ni que, por consiguiente, no dejarÃan de aprovechar la primera coyuntura que se les presentara para herirla impunemente; pero, por de pronto, la fiera, aunque gruñendo, estaba enjaulada, y ella tenÃa, en el prestigio de que gozaba en la calle, el arma con que atormentar su espÃritu envidioso; y en el temple de su carácter, la fuerza necesaria para imponerse. Cleto la habÃa dicho varias veces, desde aquello del botón: --Cuenta conmigo hasta pa darlas una paliza, si te conviene... ¡porque son muy malas! Y Sotileza se habÃa sonreÃdo, por conocer la calidad del motivo que arrastraba á Cleto á proponerle aquella ociosa barbaridad. Porque Cleto frecuentaba mucho la bodega. El pobre muchacho, que era de un natural candoroso y bonachón, desde que nació no habÃa cultivado otro trato que el de las gentes de su casa, gentes puercas y feroces, sin arte ni gobierno, reñidoras, borrachas y desalmadas; y no sabÃa que un mozo como él, que no sentÃa la necesidad de ser malo ni hallaba placer en vivir como se vivÃa en el quinto piso, podÃa encontrar en otra parte algo que echaba de menos cierto _aquel_, á modo de entraña, que le escarbaba allá adentro, muy adentro de sà mismo, como lloroso y desconsolado. Y este algo pareció en la bodega, en la jovialidad de tÃo MechelÃn, en la bondadosa sencillez de tÃa Sidora, y hasta en la limpieza y el buen orden de toda la habitación. Allà se hablaba mucho sin maldecir de nadie; se comÃan cosas sazonadas á horas regulares; se rezaban oportunamente oraciones que él jamás habÃa oÃdo; y si se quejaba de algún dolor, se le recomendaba con cariño algún remedio, y hasta se le preparaba la misma tÃa Sidora... En fin, daba gusto estar allÃ, donde se hallaban tantas cosas de que él no tenÃa la menor idea; muchas cosas que le alegraban aquella entraña «de allá adentro,» que antes siempre estaba engurruñada y triste; y le hacÃan coger apego á la vida, y distinguir los dÃas nublados de los dÃas de sol, y los ruidos ásperos de los sonidos dulces; y hablar, hablar mucho sobre todo lo que le hablaran, y recordar lo que habÃa sido antes para recrearse un poco en lo que iba siendo. Porque, al mismo tiempo, crecÃa Sotileza; y según iba creciendo, reparaba él cómo se transformaban las lÃneas de su cuerpo y se acentuaban la redondez y tersura de sus carnes, el poder y la luz de su mirada y las armonÃas de su voz; y cómo iba llenando ella sola la bodega con todas estas cosas y su remango de mujer hacendosa, y hasta con su luz; porque hubiera jurado el pobretón de Cleto que de ella, y no del sol de los cielos, eran aquellos resplandores que se esparcÃan por la casa... Después se volvÃa á la suya, donde no hallaba qué cenar ni cama en qué acostarse, y oÃa maldiciones y blasfemias, y le querÃan devorar aquellas mujeres infernales, porque tomaba tanta ley «á los pÃcaros de abajo.» Y estas cotidianas escenas le hacÃan acordarse con nuevas ansias de la bodega, y en cuanto hallaba un rato desocupado, tornábase á ella; y más de una vez, considerando lo que arriba le esperaba, tuvo los labios entreabiertos para decir á tÃo MechelÃn, puesto de rodillas delante de él: --¡Déjeme vivir aquà para siempre!... No quiero cama ni comida. ¡Yo dormiré sobre los ladrillos de la cocina y comeré un mendrugo en la taberna, de lo que gane trabajando para usté! Y es de advertir que el matrimonio de la bodega no miraba con malos ojos la bien notoria afición que iba tomando Cleto á Sotileza. Cleto era trabajador, honradote, sano y robusto como una encina, y hasta serÃa guapo y buen mozo el dÃa en que cayera en manos que cuidaran de él y le asearan con cariño. Demás de esto, estaba abocado á una herencia de media barquÃa, si Mocejón no malvendÃa la suya antes de morirse. ¿Qué mejor acomodo para Sotileza, si Sotileza llegara á aceptarle un dÃa sin repugnancia?... ¡Repugnancia! ¿Y por qué habÃa de sentirla la desvalida huérfana? Cierto que, en opinión de los cariñosos viejos, puesta Sotileza á valer, no habÃa oro con qué pagarla, ni marqués que la mereciera; pero la pasión no les cegaba hasta el punto de desconocer que los marqueses cargados de oro no habÃan de llamar jamás, con buen fin, á la puerta de la bodega. Y no contando ni debiendo contar con una ganga semejante, ¿las habÃa mucho mejores que Cleto para Sotileza en el Cabildo de Arriba? Por supuesto que ellos no pellizcarÃan la lengua de Cleto para que rompiera á cantar lo que el mozo sentÃa; ni hurgarÃan el oÃdo de la muchacha con alabanzas de su pretendiente, para conquistarla la voluntad; pero se guardarÃan muy bien de ponerle estorbos en la puerta, y mucho más de Ãrsela cerrando poco á poco. De modo que si aquella súplica reverente que tantas veces tuvo Cleto entre los labios, llega á salir de su boca, tal vez no hubiera sido desairada por tÃo MechelÃn, ni quizá por su mujer, dejándose arrastrar éstos solamente del impulso de sus propios corazones. Pero habÃa otros miramientos á qué atender; y uno de ellos, no el de menor importancia, era el haberse negado tenazmente á la misma pretensión insinuada por Sotileza más de dos veces á favor de Muergo, desde que éste, apenas matriculado en el gremio y ya rayando en los diez y seis años, perdió á su madre, de resultas de una caÃda en la Rampa Larga, subiendo cargada de sardinas... y de aguardiente. Sotileza, pues, perseveraba en los mismos propósitos de Silda, de amparar al hijo de la Chumacera, tan necesitado, en opinión de la caritativa muchacha, de una voluntad que le rigiera y le apartara del mal camino á donde podÃan llevarle los resabios que heredaba de su madre, y la soledad y el abandono en que últimamente vivÃa. Y el bruto de Muergo explotaba bien estas inexplicables blanduras de la antigua vÃctima de sus barbaridades en el Muelle de las Naos y en la Maruca. Particularmente desde que era huérfano de padre y madre, no se pasaba dÃa sin hacer una visita, bien larga y aprovechada, á la bodega de su tÃo. Como pudiera remediarlo, la visita era á las horas de comer ó de cenar, porque en estas ocasiones siempre sacaba mendrugo para su estómago insaciable. VivÃa en la calle del Medio, arrimado á una familia que le daba un jergón y la comida por poco menos de lo que él ganaba de _compañero_ en una lancha del Cabildo de Abajo: la tercera que habÃa conocido desde que fué colocado de _muchacho_, como ya se dijo, en la de tÃo Reñales. En sus visitas á la bodega de la calle Alta, se encontraba muy á menudo con Cleto. Se aborrecÃan de muerte; y estaban ambos allà como dos mastines delante de una sola tajada. Para Muergo, la tajada era todo cuanto encerraba la casa, por el temor de que el otro sacara de ella, aunque fuera en buenas palabras, lo que no alcanzaba para satisfacerle á él. Para Cleto, la tajada parecÃa ser la grosera monstruosidad del hijo de la Chumacera, que le hacÃa aborrecible, y mucho más en aquel sitio. Cierto que le consolaba poco la no disimulada complacencia con que el viejo matrimonio le ayudaba á contradecir el menor conato de dictamen que apuntara, entre gruñidos, el estúpido marinero; mas este consuelo se le amargaba el decidido tesón de Sotileza en amparar á Muergo siempre, con razón ó sin ella; y ésta era la verdadera causa de la aversión que sentÃa hacia el hijo de la Chumacera el mozo del quinto piso. Porque por sà solas la groserÃa y la monstruosidad de Muergo... ¡Oh, la monstruosidad de Muergo! ¡HabÃa que considerarle bien á la edad de diez y nueve años, época en que vuelve á aparecer Sotileza tal y como se ha presentado al comienzo de este capÃtulo! Desde que le perdimos de vista, todo habÃa crecido en él á un mismo tiempo: la gordura de sus labios; el estrabismo de su mirada; la anchura y remangamiento de su nariz; la espesura de sus crines; el vuelo de sus orejas; la blancura de sus dientes ralos; la bóveda de sus espaldas; la intensidad del color cobrizo de su piel; su natural obesidad adiposa, que habÃa llegado á relucir como cuero de etiope; la aspereza salvaje de su voz; su estupidez... todo, en suma, tanto fÃsico como moral, se habÃa agrandado y robustecido en su persona; y para que nada faltase á la armonÃa de este conjunto de monstruosidades, todo él iba envuelto, de ordinario, en una flotante camisa de bayeta verde, muy peluda; unos calzones pardos y un gorro catalán, verde también, con la vuelta encarnada. Con este atavÃo lanudo y tieso, y su andar lento y oscilante, parecÃa un oso polar, suponiendo que en el polo hubiera osos verdes de medio arriba, y pardos de medio abajo. No habÃa cosa más decente á qué compararle. Sotileza le habÃa predicado mucho que ahorrara para _echarse_ un vestido bueno de dÃa de fiesta, y ya tenÃa parte de él; pero no querÃa estrenarlo sin la chaqueta y la boina que le faltaban y contaba tener dentro de mes y medio, allá por la fiesta de los Mártires, patronos de su Cabildo. Antes pudo haberle estrenado; pero le tiraba mucho _la Zanguina_, famosa taberna de los Arcos de Hacha; y en la Zanguina quedaban casi todos los ahorros de Muergo; y no todos, porque no se le cobraba su deuda entera de repente. Muergo era bebedor; pero con el miedo de perder el amparo de las gentes de la bodega, dominaba bastante el vicio. Aguantaba sereno medio barril de aguardiente; pero cuando se emborrachaba era una fiera. Por eso, los mismos camaradas, que cuando estaba en sus cabales le acribillaban á burlas impunemente, en cuanto le veÃan borracho huÃan de él. Entonces era capaz de las mayores barbaridades, por sangrientas que fueran. Por lo demás, era alegrote, fuerte en el trabajo, bastante placentero, y duro de salud. ¡Y qué lejos estaba de maltratar á Sotileza como habÃa maltratado de muchacho á la niña Silda! La poca razón que cabÃa en su mollera, algo de vil interés, y mucho del influjo necesario de la naturaleza misma, que iba hablando á sus carnazas á medida que la huérfana de Mules crecÃa y se hermoseaba y le ofrecÃa con incansable perseverancia los únicos testimonios de cariño que habÃa gustado en su vida, le habÃan ido amansando y abatiendo poco á poco, hasta sentirse esclavo de la voluntad de la garrida muchacha, como se rinde fascinada una bestia bravÃa á las caricias de la gentil domadora. Con este sÃmil, y no de otro modo, hay que explicar el mutuo afecto de estos dos seres tan distintos entre sÃ. En él obraban, como causa, el interés egoÃsta y el poder incontrarrestable de una ley misteriosa; en ella, la fuerza de un propósito temerario, primero; y después, la satisfacción ó la vanidad del triunfo conseguido. --¡Mira, hijuca--la dijo un dÃa tÃa Sidora,--que ese mimo con que tratas á esa bestia te ha de costar caro... porque la cabra siempre tira al monte, y de jugar con lobos no se saca más que arañazos y mordiscos!... No lo digo por el pan que me come, porque tú lo deseas y eso me basta... Pero ¿por qué no me mandas que se le dé á otra boca que más le merezca? --Muergo le merece,--contestó la muchacha. --¡Merecerle ese móstrico de Satanás!... ¿Por qué?--exclamó la marinera. --Porque sÃ,--respondió secamente la otra. --Mejor razón que esa deseara yo; pero aunque valga lo que tú quieras, mejores las hay en contrario, y ciego será quien no las vea... Sólo que hay que nacer con suerte, y ese animal la tuvo contigo dende que debistes aborrecerle... ¡Mal año pa las enjusticias contra la ley de Dios! Y mira que no me llegara la tuya tan al alma, si no te viera negar hasta los «buenos dÃas» al venturao de arriba, que es un peazo de pan, de pies á cabeza, cuando ná te paece bastante para el cerdo de mi sobrino. --Cleto es de mala casta. --¡Pues mira que el hijo de la Chumacera!... --Cada uno tiene sus gustos. --Y los viejos mucha experencia, hijuca, y hasta la obligación de aconsejar á los mozos, cuando los mozos no van por el camino derecho. --¿Y qué mal hago yo en mirar con caridá por quien es aborrecible á todos? --El mal de dar alas á quien no debe volar con ellas. --¡Porque es feo! --Porque no es bueno. --No roba ni mata. --No le ha dao por ahÃ; que si le da, no será el entendimiento quien se lo estorbe. Y ten entendido que á Muergo, más que por feo, se le aborrece por burro con zunas. --Otros las tienen y son bien vistos. --Porque tamién tienen prendas de estima... Y mira, hijuca, no te ofendas ni te me enfades; pero más te dijera sin el temor de que pienses que lo que ese animal nos come, por tus blanduras, es lo que á mà me duele para hablar como hablo. Y tras estas palabras, como Sotileza callara, sentáronse ambas, por mandato de tÃa Sidora, á concluir de _pegar_ un paño á una saya vieja de ésta, porque al dÃa siguiente era domingo, á la luz del candil, colgado de un clavo en la pared, junto á la alcoba matrimonial. En esto bajaba Cleto de su casa, y tropezó con Muergo que entraba en el portal; y como si el primero hubiera estado oyendo las amonestaciones de tÃa Sidora á Sotileza y ellas le inspiraran tan súbita resolución, dijo á Muergo muy callandito, pero con suma vehemencia, mientras le agarraba con ambas manos por la pechera del elástico peludo: --¡Quiero que no güelvas por aquà más! --¡Puño!--respondió Muergo, también por lo bajo.--¿Y quién eres tú pa mandar esas cosas? --¿Te güelves ó no te güelves por onde has venÃo?--insistió Cleto sin soltar al otro. --¡No, puño!--respondió el del Cabildo de Abajo. --Pus te voy á dar dos morrás... Pero no grites anque te salte las muelas... Tampoco yo gritaré. Y como lo dijo lo hizo. Sonaron dos golpes secos, y después otros dos por el estilo, entre un rumor confuso de interjecciones groseras y de jadeos de la respiración; luégo otro golpe más recio y sonoro, como el de una cabeza contra el portón de la calle; casi al mismo tiempo, una blasfemia de Muergo, medio en falsete... y todo volvió á quedar silencioso en las tinieblas del portal, entre las cuales escupÃa Muergo más sangre que saliva, y se palpaba los dientes uno á uno, por ver si los conservaba enteros; mientras Cleto, después de haber desahogado un poco su veneno, se largaba calle abajo, temeroso de lo que pudiera ocurrirle en la bodega, si entraba en ella á la vez que el otro, y el otro contaba lo sucedido, ó lo adivinaban las de adentro sin que lo contara nadie. Pero Muergo no estaba de humor de referir cosa alguna de esa especie; y como en una cara como la suya significaban muy poco unos cuantos flemones de más ó de menos, nada le preguntaron las mujeres por los tres que se alzaban bien altos alrededor de la bocaza. Dió las buenas noches en un gruñido, y preguntó por su tÃo. --Salió á por tanzas pa la sereña,--respondió su mujer. --¿Hay ujana? --Se sacó por si acaso. --Pus que apareje trempano la barquÃa, porque mañana iremos á barbos dempués de la primera misa, antes que apunte la marea. Si él no puede, que se quede en la cama, porque tamién vamos yo y Cole. Ese recao traigo... ¡ju, ju, ju! --¿Cómo no vino el mesmo don Andrés?--preguntó la marinera. --Dijo que estaba muy ocupao... ¡Puño, qué pilás de duros encima de aquella mesa!... ¡Me valga!... ¡Se podÃa anadar entre ellos... y ajuegarse tamién!... ¡ju, ju, ju! Llegó en esto tÃo MechelÃn. Andaba más perezoso y abatido que años atrás. Faltábale también en el rostro aquella expresión de regocijo con que le conocimos. Repitiéronle el recado que habÃa traÃdo Muergo, y añadió su mujer: --Si no estás pa ello, quédate en la cama. Muergo y Cole han de ir de toas maneras. --Estoy pa ello--respondió el pescador mirando á Sotileza, que parecÃa animarle con los ojos.--Lo que siento es, dicho sea sin agravio de naide, que pa estas cosas se alcuerde más don Andrés de los de Abajo, que de las mesmas gentes de acá que andan con uno en la barquÃa... Los hombres lo sienten: la verdá sea dicha. Pero son fantesÃas de aprecio á otros, que hay que respetar. --Pues si á respetos no fuéramos, Miguel--repuso la marinera,--y á respetos de otra clase, ¿quién mejor, pa ayudarvos en tales dÃas, que ese venturao de Cleto? --¡Uva!--respondió tÃo MechelÃn. Al oir el nombre de Cleto se revolvió Muergo sobre el escabel, como un oso hurgado por el espinazo. --¿Qué tienes, burro?--le preguntó su tÃo. --Ná que le importe,--respondió Muergo. Cole era un pescador valiente y entendido, que años antes fué un pillete que el lector conoció, con el mismo nombre, en casa del padre Apolinar. No son raros tales casos entre los mareantes santanderinos. DÃganlo, sin salirnos del término de nuestro relato, GuarÃn, Toletes y Surbia, otros tres raqueros transformados con los años en pescadores de empuje y de vergüenza. También salió cosa buena para el oficio Colo, el de la calle Alta, después que dejó el latÃn y fué recogido en la casa de Caridad el energúmeno de su tÃo. Entre tanto, Cafetera, Pipa y Michero estaban en la Carraca, purgando la _equivocación_ de tomar por objeto de lÃcito raqueo un cronómetro de bolsillo, perteneciente á un barco atracado al Paredón de la Dársena, é imperaba en el Muelle-Anaos otra generación de raqueros, capitaneada por cierto _Runflas_ y un tal _Cambrios_, fatalmente destinados á recoger las llaves de aquel memorable holgadero; porque ya algún trozo de la escollera de Maliaño comenzaba á asomar el lomo por encima de las más altas mareas, con espanto de las _bogas_ que huÃan de aquellas playas, sabe Dios á dónde, para no volver más á colmar con sus rebaños las barquÃas de los pescadores santanderinos; los terraplenes del ferrocarril llegaban á mucho andar y amenazaban ya al mismo Muelle de las Naos por la casa de baños de Calderón, desde cuyos balcones, los que esperaban turno para zambullirse en las marmóreas pilas, entretenÃan sus impaciencias escupiendo por última vez sobre el agua del mar que lamÃa las paredes del edificio por aquella fachada y la del Nordeste, y golpeaba á menudo las repisas; porque se barruntaba la locomotora asomando por la peña del Cuervo, tendidas al aire sus largas, serpeantes y blanquecinas guedejas, conduciendo en sus entrañas de fuego los gérmenes de una nueva vida, y barriendo al pasar los usos y costumbres que habÃan imperado aquà durante tantos, tantÃsimos años de un no interrumpido y patriarcal sosiego, y al Cabildo de Arriba sólo le quedaba una charca para fondear sus embarcaciones, y un boquete en el terraplén para sacarlas á bahÃa. En la misma calle Alta se habÃan sustituÃdo más de tres de sus edificios vetustos con otros tantos flamantes de balcones de hierro y paredes blancas; y allà se estaban, opresos y reventando, y haciendo tan triste papel como los dientes de porcelana en una dentadura podrida. Para el castizo gremio de pescadores, todas estas cosas eran motivo de serias cavilaciones y barruntos de un temporal deshecho que se les iba encima; pero se anticipaban á capearle, dando la cara á otro viento y haciendo como que no veÃan el peligro; no hablando una palabra de él, y extremando su añeja costumbre de vivir encerrados en sus conchas, sin tratos con lo terrestre y sin ver ni saber más de positivo del centro de la población, que de la cueva del _Ojáncano_ ó de las «Serenitas del mar.» Y de todo ello y mucho más tenÃan la culpa aquellas «aventuras de loco,» de que nos hablaba don Venancio Liencres, incrédulo y asombrado, y en las cuales se habÃa ido metiendo hasta el cogote el comercio santanderino... ¡Mayor pobre hombre!... [Ilustración] [Ilustración] XIII LA ÓRBITA DE ANDRÉS Bastó con que le buscaran con arte las cosquillas de sus debilidades, para ser el primero en acudir á las juntas preparatorias, y el primero en hablar en ellas para ponderar las ventajas incalculables de la atrevida empresa, y no de los últimos entre los principales accionistas, y de los más apasionados en la memorable batalla que se libró más tarde sobre si el camino habÃa de ir por la derecha ó por la izquierda; y hasta se presume que metió una vez la pluma en _El Despertador Montañés_, para contestar á ciertas agresiones embozadas que creyó ver en _El EspÃritu del Siglo_, cuando estos dos periódicos, órganos respectivos de los dos bandos beligerantes, andaban tirándose los trastos á la cabeza. Aplaudió el establecimiento de las lÃneas de vapores entre este puerto y otros franceses del Atlántico... y, en fin, hasta mordió después el cebo de las primeras sociedades de crédito que se colaron en la Montaña detrás del ferrocarril. Perdió bastante el apego al viejo sillón de su escritorio, y se dió con entusiasmo al negocio, _ilustrado_ con peroraciones elocuentes y escolios luminosos en las aceras del Muelle y en el _Senado_ del _CÃrculo de Recreo_. Su hijo y Andrés le reemplazaban en el banco de la paciencia (asà llamaba él al escritorio á la antigua). TolÃn habÃa salido muy dispuesto para lo que pudiera llamarse gerencia del departamento: los corredores, la correspondencia, el buen orden y la disciplina de arriba y de abajo, es decir, del escritorio y del almacén; tenÃa una excelente nariz, delicado paladar y admirable sutileza de tacto en las yemas de sus dedos para examinar muestras de harina, azúcar y cacao; y sobre todo, afición, que es el misterio de todos estos tiquismiquis. Andrés le ayudaba muy poco, y tenÃa á su cuidado la caja. CarecÃa de verdadera vocación de comerciante. El pundonor, una gran fuerza de voluntad, primero, y ya, últimamente, la costumbre, hicieron que se acomodara sin disgusto á aquellas tareas tan ingratas para quien no las penetre con verdadero amor á los fines á que se enderezan. Bastaba ver á los dos amigos, para comprender sin esfuerzo esta diversidad de gustos y de aptitudes entre ambos. TolÃn era un jovenzuelo de pobre naturaleza, de serena fisonomÃa, reparón y hasta minucioso en la mirada; escogido, ó más bien preciso en la frase, metódico en su labor, y muy ordenado en los accesorios de ella; su letra era clara, de la mejor ralea española; aprovechaba las tiras sobrantes de papel, por diminutas que fueran, para hacer sus cálculos numéricos, en guarismos que parecÃan de molde; sabÃa repartir la atención convenientemente y sin embarullarse, entre varios asuntos á la vez; y aunque era ágil en sus movimientos y poco dengoso, no habÃa en su vestido correcto ni una mancha ni una arruga. En fin, que _caÃa_ en el escritorio como santo en su peana. Andrés era un mocetón sanguÃneo, frescote, de mirada voraz, pero rápida y versátil; esbelto, varonilmente hermoso en cualquiera de sus actitudes. Sentado, á media nalga, delante del atril, crujÃa la banqueta á cada rasgo de su pluma; y mientras los rizos brillantes de su pelo negro se le bamboleaban delante de los ojos, su boca no cesaba de murmurar alguna palabra, ó de silbar muy bajito los aires más corrientes. Una equivocación de pluma le hacÃa prorrumpir en las más lamentosas exclamaciones, y por un borrón insignificante se decÃa á sà propio las mayores atrocidades, olvidado de que habÃa gentes que le escuchaban; y, sin embargo, el volar de una mosca le distraÃa, y al menor ruido de la calle se plantaba de un salto á la ventana del entresuelo. En los cobros y pagos que tenÃa á su cargo, como cajero de la casa, armaba un estruendo de dos mil demonios al contar las monedas que le entregaban, ó al derramar encima del mostrador los talegos de napoleones, ó al probar la ley de los sospechosos, haciéndolos rebotar sobre el tablero. Por lo demás, era puntual asistente á las horas de trabajo, y placentero y servicial para todo y para todos; pero no le cabÃa la vida en el pellejo, y necesitaba todas aquellas inquietudes y los otros estruendos para no ahogarse dentro de la envoltura. Como se ve, no podÃan darse dos naturalezas más distintas entre sà que las de Andrés y TolÃn. Lo único en que se parecÃan los dos mozos era en el cordialÃsimo cariño que mutuamente se profesaban. à los pocos meses de ingresar en el escritorio, enfermó TolÃn. La fiebre duró muchos dÃas, y la convalecencia fué larga. Andrés, como ya se ha dicho, sabÃa pintar barcos con tinta, añil y _botabomba_. TolÃn salió algo mañoso de la enfermedad, y quiso que su amigo le entretuviera de dÃa y de noche, pintando barcos y muñecos á su lado; y Andrés tuvo la santa paciencia de estar cerca de quince dÃas pinta que pinta, sobre un velador que se arrimaba á la cama de su amigo, mientras éste no pudo levantarse, y luégo en la mesa del comedor. à todas estas sesiones de arte casero asistÃa Luisa cuando no estaba en el colegio, siguiendo sin pestañear los rumbos del pincel y de la pluma de Andresillo, que ya sabÃan trazar, respectivamente, sin que la mano los moviera, una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de _botabomba_, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas hechas «en un decir Jesús.» --Pinta ahora al capitán,--le decÃa TolÃn alguna vez. Y Andresillo pintaba un muñeco, que daba en las vergas con la gorra. --Ahora al piloto,--añadÃa Luisa. Y el piloto se pintaba junto al capitán; y luégo todos los tripulantes, y el perro de á bordo, y el gallinero, y la rueda del timón, y un lechoncillo, y media docena de gallinas... hasta que decÃa Andrés: --Ya no caben más cosas. TolÃn quiso, al cabo de los dÃas, echar también su cuarto á espadas; y como en sus buenos tiempos de granuja habÃa cultivado algo el dibujo franco en las paredes de los portales, y era, por naturaleza, bastante dispuesto para las obras de imitación que no exigieran otras virtudes que la paciencia, en fuerza de disolver terrones de añil y de _botabomba_, y de pringarse los dedos y los labios, llegó á pintar tan á la perfección como su maestro, aunque éste no lo creÃa asÃ, y se lo decÃa por lo bajo y á la disimulada á la niña cada vez que ésta, dando con el codo á Andrés, le señalaba, con el asombro en los ojos, lo que iba pintando su hermano. El cual se aficionó tanto al arte, que después de volver á sus tareas de escritorio, continuó pintando por su cuenta en los ratos desocupados; y como su padre le comprara una caja de pinturas de las mejores (cinco reales y medio, ó seis á lo más, valÃan), de las mejores, repito, que se vendÃan en los Alemanes de la calle de San Francisco (negras, con tapa carmesÃ, barnizada), se dió á pintar cuanto Dios crió y se le metÃa por los ojos. Entonces pintó á don Venancio Liencres, de perfil, con _saco_ negro, sombrero de copa y bastón; á su madre (á la del pintor), con manteleta flecuda, gorra con plumajes y vestido rayado, de perfil también; á Luisilla, en adecuado atalaje, igualmente de perfil, y á la cocinera y á la doncella y al tenedor de libros... á todos de perfil y encarados á la izquierda, por no saber arreglárselas por el otro lado, y mucho menos con las figuras de frente. Después pintó sillas y bancos y mesas y el gato, y copió las flores del papel del comedor y las figuras de la baraja; hasta que, viéndole su padre con vocación tan decidida, trató de ponerle á aprender el dibujo, por principios, con Cardona, que daba lecciones en su taller del teatro; pero TolÃn no estaba por _retroceder_ á los enojosos y lentos preliminares de escuela, después de llegar hasta donde él habÃa llegado en el arte, y quiso continuar cultivándole sin más guÃa que su pertinaz inspiración. Proveyóse de papel de marquilla, que nunca habÃa tenido, y se lanzó al paisaje. Entonces copió, á trozos y en detalles, cuanto se alcanzaba á ver desde su casa por delante y por detrás. Esta obra duró años; porque al mismo tiempo trabajaba con afición y aprovechamiento en el escritorio de su padre, y el panorama es enorme, y sus detalles eran infinitos. Solamente la casa de BotÃn con los sillares de sus arcos, uno á uno, y con las tabletas de sus persianas verdes, una á una, le llevó cerca de tres meses: háganme ustedes el Muelle, losa á losa; y la Catedral, canto á canto y teja á teja, y asà la bahÃa con sus barcos y sus montañas del fondo; y el Alta, con su Atalaya y sus árboles; y la Maruca, y San MartÃn; y á ver quién es el guapo que se compromete á pintarlo en menos tiempo. Cuando volvemos á hallarle sustituyendo á su padre en el escritorio, ya la manÃa iba cesando: solamente pintaba algunas cosillas de tarde en tarde; pero el fuego de su amor al arte adentro le ardÃa aún, puesto que para recreo de su espÃritu, quebrantado por el peso de las tareas del entresuelo, se encerraba en su cuarto tan pronto como entraba en casa, y se pasaba media hora en la contemplación extática de dos docenas largas de obras de su pincel, que, «puestas en cuadro» como lo mejorcito de la colección, adornaban las paredes. Allà estaban, años hacÃa, siendo la admiración de todos los que en la casa moraban y á la casa concurrÃan, con el respectivo rótulo al pie, en letras como cerojas, que decÃa asÃ: LO HIZO ANTOLÃN LIENCRES (DE AFICIÓN) EL AÑO DE MIL OCHOCIENTOS Y TANTOS Y por si no era bastante el paréntesis del rótulo para ponderar el mérito de la obra, don Venancio, su señora, su hija, la doncella... cualquiera persona que, con cualquier pretexto (y entonces abundaban), introdujera á un visitante en aquel cuarto, tenÃa muy buen cuidado de decir, señalando cuadro por cuadro: --Ésta es la CapitanÃa del puerto; ésta es la casa de BotÃn; éste es el castillo de San Felipe, con su catedral detrás; ésta es la lancha del Astillero, cargada de pasaje, á remo y á vela á un mismo tiempo... ¿Qué propio está todo, eh?... ¡Parece que está hablando cada cosa de por sÃ! Y de añadir en seguida: --Pues mire usted, todo lo pinta de afición. Jamás ha tenido maestro ni le ha querido... ¿Para qué, haciendo lo que él hace y sabiendo lo que sabe? Andrés se dió muy pronto por vencido. Verdad que no le hurgaba mucho las entrañas el pundonor artÃstico. Cuando Luisilla vió á su hermano pintar barcos por debajo de la pata, y hasta despilfarrarlos como detalles decorativos de sus paisajes, dijo una noche á Andrés: --Aprende, aprende, hijo. ¡Esto se llama pintar barcos... y botes! --Mejor es manejar bien los de verdad, como yo los manejo,--respondió Andrés. --Y andar con marinerotes... ¡y con marinerazas!--replicó Luisa con mucho retintÃn. Andrés se puso muy colorado, porque era la verdad que se alampaba por la compañÃa de esas gentes y por aquellas diversiones. Las que le absorbÃan el seso á TolÃn, juntamente con el cambio operado en sus costumbres públicas, por obra del tiempo que iba corriendo y de las condiciones enclenques de su naturaleza, fueron apegándole de tal modo al rincón de la casa, que aquellas tertulias nocturnas del tiempo de su convalecencia llegaron á ser para él una verdadera necesidad. Ni con agua hervida se le podÃa echar á la calle en cuanto se encendÃan los faroles públicos. El núcleo de su tertulia le componÃan Luisa y Andrés. Algunas veces se arrimaban allá tres ó cuatro amiguitos y amiguitas de la vecindad; pero esto ocurrÃa pocas veces, sin pena alguna de los otros, que se encontraban muy á su gusto estando solos. Por lo común, mientras TolÃn pintaba, Andrés referÃa lo referible de sus aventuras marÃtimas, y Luisa atendÃa á la pintura y á los relatos, sin perder una pincelada ni una frase. Algunas veces metÃa su cucharada en las dos cazuelas, y decÃa, por ejemplo, á su hermano: --Me parece que ese verde es más de lechuga que de mar. Ó interrumpÃa á Andrés con estas palabras: --Pues eso no le cae bien á un muchacho decente como tú. à lo mejor, hueles á esas pringues de lancha... y puede que también digas cosas feas cuando nosotros no te oÃmos. Andrés, porque querÃa de veras á TolÃn, concurrÃa con asiduidad á aquella tertulia, en lo cual se complacÃan mucho su madre (la capitana) y don Venancio Liencres, á quien el hijo de Bitadura estaba más obligado cada dÃa. Porque si le hubiera dicho quien tenÃa autoridad para ello: «pásate esas dos ó tres horas que se te conceden de libertad por la noche, donde más te agrade,» ¡oh, entonces!... entonces, sin abandonar por completo á TolÃn, no frecuentara tanto su casa, con la pejiguera de mudarse la camisa un dÃa sà y otro no, y el riesgo, entre otros, siempre gravÃsimo para él, de tropezarse á lo mejor con la señora de don Venancio, tan seria y estirada, y tener que saludarla muy atento y cortés, en la seguridad de no ser respondido más que con una palabra, y esa corta y seca. Bastante más le consideraban y se divertÃa en la bodega de la calle Alta, y junto á la CapitanÃa del puerto, ó en la punta del Muelle, ó en los Arcos de Hacha; donde quiera que hubiera marineros desocupados y en corrillo. ¡ConocÃa y trataba á tantos de ellos!... Según fué creciendo, las llamadas conveniencias sociales le obligaron á guardar un poco más la distancia; pero no por eso perdieron una pizca de fuerza sus inclinaciones: antes bien, se afirmaban y crecÃan con él, lo cual era crecer mucho, porque Andrés crecÃa y ensanchaba que era una bendición de Dios. à los diez y siete años rebasaba de la talla más de dos dedos, y alzaba en el almacén una quintalera en cada mano hasta más arriba de las caderas. Remando, daba torno al marinero más forzudo, y gobernaba el aparejo de un bote ó de una lancha con singular destreza. Ni sures ni vendavales le imponÃan; y contra vientos y mareas bregaba triunfante, y no sólo impávido, sino gozoso. Yo no sé qué demonio tenÃa la mar para aquel muchacho; parecÃa de la naturaleza de los perros de lana: en cuanto la veÃa, ya estaba buscando un pretexto para arrojarse á ella. ConocÃa las corrientes, las puntas de arena y todos los misterios de la bahÃa, como el mejor práctico, y habÃa corrido en ella cuantos riesgos y temporales pueden correrse por nieblas, varaduras y vientos desencadenados... En fin, que se la sabÃa de memoria. Entróle comezón de ir aprendiendo algo de mar afuera, y para lograrlo no desperdiciaba ocasión. La primera se la ofreció la casualidad. Las lanchas de práctico no tienen tripulantes fijos, y se echa mano de los primeros que se presentan. La remuneración es tal cual. Por un _limonaje_ á un barco que pase de ciento cincuenta toneladas, se le cobran doscientos veinte reales, de los cuales ciento son para el práctico, soldada y media para la lancha, y el resto para repartir entre los marineros. Cada dÃa entran dos prácticos de servicio, los cuales deben estar, una hora antes de amanecer, en la boca del puerto; y no pueden retirarse hasta otra hora después de anochecido. Si el servicio de estas dos lanchas no alcanza, avisa el práctico mayor, para los casos extraordinarios, al patrón ó á los patrones que se necesiten, por riguroso turno. Al ocurrir un caso de éstos, una tarde de dÃa festivo, se hallaba Andrés echando un párrafo con algunos mareantes á la puerta de la Zanguina. Faltaban dos hombres para completar la tripulación de la lancha, que debÃa salir á tomar el barco en el Sardinero; el caso era de urgencia, y el práctico se impacientaba. «Esta es la mÃa para ver algo de _eso_,»--pensó Andrés. Y se brindó generosamente á tener por un lado. Considerábanle allà mucho por ser hijo de quien era y por la veta que sacaba; y con todos los miramientos y salvedades de rigor y de cortesÃa, se aceptó la proposición con entusiasmo. Como si al mozo le hubiera tocado la loterÃa, corrió al Muelle delante de los que corrÃan más; saltó á la lancha el primero; armó su remo en la banda más floja; largó la tuina debajo del banco; afirmó los pies en el delantero... y ya estaba en sus glorias. La lancha, boga que boga, salió del puerto; tomó el barco al oeste de la Peña de Mouro, y después de quedar amarrada al costado, Andrés subió á bordo con el práctico. ¡Otro cachito de gloria, enteramente nueva, para el animoso muchacho! ¡Abocar al puerto sobre el puente de un bergantÃn con toda su lona al viento, y presenciar las maniobras de á bordo, y las ansiedades del capitán, con el ánimo esclavo de los mandatos y las señales del práctico; y oir el áspero rechinar de la garrucha, y el cántico triste y cadencioso de los hombres que _cobran_ la escota; y el ruido de los que corren, y la voz que los manda, y el rumor de la estela; y sentir en la cara el aire que mueve una vela al ser braceada, y en los pies el efecto engañoso del lento cabeceo del bergantÃn, al deslizar su quilla entre las ondas que él mismo agita siguiendo el rumbo que le traza el diestro timonel; y saborear, en la misma colmena, las dulzuras de la inexplicable, misteriosa armonÃa que llega á producir este conjunto de ruidos, colores y movimientos! El lance le engolosinó de tal modo, que le repitió en adelante muchas veces: siempre que tuvo ocasión de ello; ya que no remando en la lancha del práctico, como curioso agregado á su tripulación. He vuelto á citar la Zanguina, la famosa taberna marinera del Cabildo de Abajo, cuya procedencia ignoran hasta los mismos viejos que la frecuentan todavÃa, y no llegaron á conocerla en los Arcos de Dóriga, donde se dice que la estableció por vez primera, y con el mismo nombre, un capitán negrero que con los relatos de sus aventuras crispaba las greñas de los rudos mareantes que le escuchaban. Pues para asistir á la Zanguina, siquiera dos veces por semana, á las horas de _sesión_, cercenaba Andrés el tiempo necesario á la tertulia de TolÃn, al fin ó al comienzo de ella, según las estaciones y las _costeras_. TolÃn lo sabÃa; su hermana, no. Pero á ésta la engañaban entre los dos con una mentirilla cualquiera, á fin de que don Venancio ignorase el suceso. Porque el demonio de la muchacha, que ya iba pasando de niña, habÃa dado en la flor de meterse en las cosas de Andrés, como si le importaran mucho; y con unos reparos y unos aspavientos y unas advertencias, tan escrupulosos y tan encarecidas, que solamente podÃa explicárselo el hijo del capitán Bitadura por la razón de ser Luisa hija de su madre, tan celosa del lustre de su casa y del bien parecer de los que andaban en ella. à la Zanguina iba Andrés, porque en la Zanguina vivÃan, más que en sus propios domicilios, los mareantes del Cabildo de Abajo. Por allà pasaban para ir á todas partes, y por allà volvÃan; y allà descansaban y allà departÃan; allà tomaban la mañana, y las nueve, y las diez, y las once, y la sosiega; y torcÃan sus aparejos, y compraban la parrocha, y levantaban empréstitos, y dejaban sus ahorros; y allÃ, al volver de la mar, cargados con las artes y la ropa de agua, aguardaban las mujeres á sus maridos: las de los malos, para llenarlos de improperios á cambio de algunos bofetones; las de los buenos, con la comida en la cesta y el hijo más chiquitÃn en el otro brazo; porque estos marinerotes, aunque no tan finos de piel ni tan pulidos de palabra como los pescadores de poema, también gustan de tener sobre las rodillas al retoño más menudo, y darle el bocadillo más sabroso, á la vez que ellos se zampan, aunque en lugar extraño, la puchera doméstica, sobre todo cuando cuentan con no cruzar las puertas de su casa en dos ó tres dÃas, lo cual acontece durante las campañas de mucha brega, como las del besugo. Allà preparaban entonces sus artes para la madrugada siguiente; y allÃ, por tanto, encarnaban los innúmeros anzuelos de sus cordeles besugueros; y allà se embobalicaba Andrés viendo con qué primor iban los pescadores colocando en el fondo de la _copa_ los anzuelos _encarnados_, contra las paredes los reñales, y sobre los bordes el cordel. Ya habÃa estudiado esta materia en la calle Alta; pero no es lo mismo vérselo hacer á un hombre solo, en el silencio de su hogar, que á muchos hombres á la vez, entre el ruido de las conversaciones, el interés de los relatos, el tufillo de la taberna y á la luz de los reverberos. ¡Cuánta gente conoció allÃ; cuántos caracteres estudió; cómo fué aprendiendo el nombre y la aplicación y el manejo de cada cosa; las zunas y las virtudes de cada mareante; la constitución del gremio, su tesoro, sus deudas; los intrÃngulis de cada familia; sus alegrÃas, sus pesadumbres!... Porque ¡aquéllas sà que eran casas de cristal, y no las que habitan y tanto nos encarecen esos señorones públicos, cuyas vidas son un misterio indescifrable, á pesar de la imaginada transparencia de sus conchas! Aquello era propia y materialmente vivir y pensar á gritos, en mitad del arroyo. Allà conoció también al Falagán _reinante_ á la sazón, de la tradicional dinastÃa de los Falaganes de Cueto, en la cual venÃa vinculado, y aún viene en estos tiempos, el servicio de vigÃas de Cabo Mayor; servicio que se reduce á encender en él hogueras cuando hay sur en bahÃa ó rompe la mar en la costa, para advertÃrselo con el humo, si es de dÃa, y con la luz, si es de noche, á las lanchas que están pescando afuera. Aunque no con todos estos pormenores que se van narrando, Bitadura y su mujer conocÃan las geniales aficiones de Andrés, y estaba muy distante el capitán de condenarlas. Pero la capitana las tenÃa entre ceja y ceja á todas las horas de Dios. --Ya lo ves--la decÃa su marido.--La veta de ese muchacho es de la casta: pez de la mar, desde los pies á la cabeza. ¡Mira si tenÃa yo razón cuando querÃa enseñarle á navegar! --Cierto--respondÃa la capitana.--Pero, por de pronto, le tengo á salvo de borrascas y tiburones; y eso vamos ganando. --Ni siquiera eso... ¡ni tanto como ello!--replicaba Bitadura;--que puede el mejor dÃa ponérsele el bote por montera... ¡Y mira que es gloria el acabar ahogado en una palangana, cuando se pudo morir entre los huracanes de la mar! Pero, en fin, lo quisiste; y ya que te saliste con la tuya, no me pesa verle como le veo. Es fuerte, es guapo, tiene corazón... y para eso son los hombres, mejor que para zarandear las arrastraderas, con las manos enguantadas y el pescuezo entre dos foques almidonados, en salones y paseos... No falte él á sus deberes, como no falta, y, te lo repito, me gusta la hebra que va sacando. Lo que siento es que, por andar á escondidas para muchas cosas, las haga de prisa y mal; y hacerlo mal y de prisa donde él lo hace, es muy peligroso, porque puede irle en ello la vida... ¡Sobre esto hay que hablar, Andrea! --Y sobre lo otro también,--replicó la capitana con ahinco. --¿Y cuál es lo otro? --Lo otro es que no hay quien le despegue de esa condenada bodega de la calle Alta. --¿La de MechelÃn?... ¡La casa más honrada y pacÃfica de todo el Cabildo de Arriba! Allà bien está... mejor que en la Zanguina, donde le he visto yo una noche al pasar por delante de la taberna. --¡También á la Zanguina!... ¡y por la noche! Pues ¿no va á casa de don Venancio? --Por lo visto, hace á todo el ángel de Dios. ¡Si te digo que saca una filástica!... Pero no te apures por lo de la Zanguina, porque eso corre de mi cuenta. --Pero ¿qué dirán en casa de ese señor? --No saben nada del caso... Y si lo supieran, ¡qué demonio!... ¿les he entregado yo el hijo para que les haga la corte á todas horas? Pues mÃrate: entre los dos extremos, más le quiero con resabios de Zanguina, que plagando la casa y la ciudad de mascarones pintados con añil y yema de huevo, como hace el otro. --Yo me entiendo, Pedro. --También me entiendo yo, Andrea... y también te entiendo á tÃ; sólo que tampoco en eso vamos conformes. Lo que esté de Dios, á la mano ha de venirse; y lo que no venga de ese modo, ni debe buscarlo él, ni debes forzarle tú para que lo busque; porque ni lo necesita, ni, si me apuras un poco, le conviene... Y basta de conversación. [Ilustración] [Ilustración] XIV EL DIABLO EN ESCENA Precisamente muy pocas horas después de ella, fué cuando Andrés se decidió á manifestar á su padre uno de los deseos, de los pocos deseos más voraces que sentÃa: tener un bote suyo, ó la mitad siquiera, como muchos jovenzuelos de su edad. Porque entonces habÃa una escuadrilla de elegantÃsimos esquifes particulares (que se fondeaban enfrente del café Suizo), como ahora hay caballos de regalo y coches de fantasÃa. Procuró suavizar las asperezas que pudiera llevar consigo la pretensión, declarando á su padre que arrimarÃa á la compra todos los ahorros que habÃa hecho de los sueldos y gratificaciones ganados en el escritorio. Sonrióse el capitán y le ofreció el regalo de un esquife nuevo, á condición de que no volviera á la Zanguina más que de tránsito y en los casos de necesidad; porque necesidad de darse una vuelta por la Zanguina, la tenÃan cuantas personas de _abajo_ eran dueñas de bote, ó aficionadas siquiera á los placeres de bahÃa. Andrés aceptó de buena gana la condición; y con las instrucciones del mismo Bitadura, le construyó _Lencho_ un esquife, aparejado de balandro, tan esbelto y sutil, que navegaba solo. Por entonces empezó tÃo MechelÃn á adolecer de muchos achaques que á menudo le impedÃan salir á la mar, y aun le postraban en la cama. Los mÃseros ahorros se agotaron, y en la bodega comenzaron á sentirse varias necesidades, porque la labor de las mujeres no daba para cubrirlas todas. Andrés lo observó con mucha pena, sobre todo cuando se convenció de que los achaques del honrado pescador eran lacras del oficio enconadas por el peso de los años; es decir, de las que no tienen cura y piden grandÃsimos cuidados para ir pasando el enfermo, poco á poco, el último y breve tramo de la vida. --Yo no sé--decÃa una tarde tÃa Sidora á Andrés, con los ojos empañados, mientras su marido se quejaba, tendido sobre la cama,--cómo, mirándose en este espejo, hay hombre tan dejao de la mano de Dios que se mete en este oficio. ¡Enfeliz! ¡Cincuenta años largos de bregar en esos mares, con frÃos que aterecen, con soles que abrasan, con vientos, con lluvias, con nieves; poco descanso, una pizca de sueño; y vuelta á la lancha antes de romper el dÃa; y cierre usté los ojos por no ver la estampa de la muerte que se embarca primero que naide, y va siempre allÃ, allÃ, con los enfelices, pa acabar con toos ellos cuando menos lo esperan y onde no hay otro amparo que la misericordia de Dios! Mire usté, don Andrés: yo no sé qué me pasa cuando me regatean cuarto á cuarto una libra de merluza en la plaza, gentes que tiran un duro por un pingajo que no necesitan. ¡Si supieran lo que cuesta sacar aquel pescao de la mar! ¡Qué peligros! ¡Qué trabajos!... ¿Y pa qué, señor? Pa que el primer dÃa que el enfeliz mareante se quede en la cama, no tenga su familia que comer... por honrao y trabajador que sea, como este venturao, que no tiene un mal vicio... ¡Si hubiera habido ahorros pa una barquÃa tan siquiera!... Ya ve usté, dos mil reales en cincuenta y más años de brega, no es mucho pedir... Si hoy tuviéramos esa barquÃa, en dÃas de salú saldrÃa Miguel con ella á la badÃa, si no le era posible salir más ajuera; y cuando no, el barco mesmo lo ganara pescando otros en él, y de ese quiñón comerÃamos en casa. ¡Pero ni eso, don Andrés, ni eso! Y yo no tengo jornal todos los dÃas: me faltan ojos ya pa la costura, y la poca que dan en la calle á esta desgraciá, que es mi consuelo y mi ayuda, la pagan mal y cuando los paece... Sotileza, que se hallaba presente, no apartaba los ojos de tÃa Sidora, sino para ponerlos en los humedecidos de Andrés. El cual, tan pronto como salió de allÃ, habló larga y elocuentemente con su padre, que conocÃa mucho á tÃo MechelÃn y estimaba de veras sus honrosas cualidades. Por conclusión de lo que trataron padre é hijo, dijo al segundo el primero: --Que no lo sepa tu madre, porque no mira esas cosas por el lado que nosotros; pero hay que proporcionarle á MechelÃn la barquÃa que necesita. Y tÃo MechelÃn la tuvo muy pronto; y desde aquel dÃa reverdecieron las mustias alegrÃas de la bodega de la calle Alta, y fueron en ella Andrés y el nombre de su padre hasta venerados. Por entonces dijo á Sotileza tÃa Sidora: --Mira, hijuca: haz por ser desde hoy un poco placentera de semblante y de palabra con esa persona, que es una onza de oro de por sÃ, siquiera porque no piense que somos ingratos. No es que tú le quieras mal, que bien sé yo que no hay ná de ello; pero la cara no debe tapar nunca lo que pasa por adentro, ni aunque lo de adentro sea malo, cuanto más siendo bueno. Porque es de saberse que, aunque entre Andrés y Sotileza habÃa grande intimidad, era ésta casi toda á expensas del carácter franco y comunicativo del primero. Sotileza no era mucho más expresiva con él que con las demás personas que la trataban, con la monstruosa excepción de Muergo; pero como, con respecto á Andrés, ningún malquerer tenÃa que disimular la arisca rapaza, que ya iba tocando en los lÃmites de la belleza á que llegó poco después, se prestó de buena gana á hacer el esfuerzo que le reclamaba la más agradecida que experta marinera. Cuyo asombro no tuvo medida cuando reparó que, según iba subiendo la afabilidad de Sotileza con Andrés, bajaba la de Andrés con Sotileza, y hasta iba cercenando poco á poco sus visitas á la bodega. ¿Qué demonios pasaba allÃ? ¿De qué se habÃa resentido un mozo tan caballero y tan campechano en quien todos adoraban? ¿No los juzgarÃa ya merecedores del bien que les habÃa hecho? ¿Pues no veÃa cómo le saboreaban y se nutrÃan de él, y á su amparo conllevaba alegre todo el peso de sus plagas el achacoso marinero, sin que le robara el sueño la visión del hospital para remate de sus dÃas, y cómo aprovechaba la menor tregua en sus dolores para ganar un quiñón más con el trabajo de su persona, porque ese era su deber? ¿No iba á menudo desde la humilde bodega á la casa del capitán, poco, pero lo mejor de lo escogido entre lo mejor de la pesca del dÃa, no en pago del beneficio recibido, pues éste no tenÃa precio, ni el bienhechor le hubiera cobrado jamás, sino en testimonio de que el pedazo de pan no habÃa caÃdo en estómagos ingratos? Y si no era esto ó algo que pudiera parecérsele, ¿qué era? Y en vano se consumÃa y se devanaba los sesos tÃa Sidora; y entre tanto, cuanto más reparaba en Andrés, más cambiado le encontraba. Llegó á consultar el caso con su marido, y luégo con Sotileza; mas como el primero la echó enhoramala, jurando y perjurando que él no habÃa visto señales de semejante cambio, y la segunda, encogiéndose de hombros, opinó lo propio que tÃo MechelÃn, la buena mujer, comenzando á dudar si habÃa visto visiones, fué, ya que no olvidándolas, acostumbrándose á ellas; que era todo cuanto podÃa hacer, con el clavo que tenÃa allá dentro. Y el caso es que tÃa Sidora estaba en lo firme: lo que ignoraba, por fortuna suya, era la causa del retraimiento de Andrés; y esta causa va á conocerla el lector. El mismo dÃa en que tÃo MechelÃn se halló en posesión de la barquÃa, subió á su casa Mocejón, que ya estaba hecho un carcamal, vomitando por aquella bocaza las mayores tempestades entre vahos de veneno. --¡Ñules... reñules!--exclamaba mientras, dando bandazos y cabezadas, iba desde la puerta de la escalera con rumbo á la sala donde destorcÃan chicotes viejos la Sargüeta y Carpia, y fumaba Cleto, silencioso, mustio y arrimado á la pared.--¡Lo que se corrÃa, salió! Pero, ñules, ¿ónde está la vergüenza de las gentes? ¿Con qué cara toman eso? ¿Hay ley de Dios, ú no hay ley de Dios? Esta casa, ¿es casa... ú qué es? Si de la mÃa se la sacó porque la maltrataban... ¿cómo se consiente, ñules, que se la tenga en esa... pa esos timinejes?... Porque, reñules, la cosa es clara; y en cuanti me la apuntó al oÃdo endenantes quien las pesca al vuelo... la pesqué yo tamién. ¡Reñules, qué sinvergüenzas! Se le pidieron explicaciones, y comenzó á enlazar, á su brutal manera, el donativo de la barquÃa con el apego de Andrés á la bodega y con la fresca juventud de su inquilina. Y digo que _comenzó_ tÃo Mocejón á hacer este enlace, porque á medio camino de su tarea le salieron al encuentro las mujeres de su casa y llevaron los supuestos apuntados á los extremos más escandalosos. Cleto tardó en enterarse, por lo perezoso que era de comprensión; pero en cuanto vió de qué se trataba, saltó como un tigre y exclamó indignado: --¡Paño! ¡To eso es una pura mentira! ¡Tos ustés mienten aquÃ! ¡Y tú más que denguno! ¡Bribona! ¡Yo conozco á ese c...tintas! ¡Yo sé bien quién es ca uno de los de abajo... y sé tamién quién es ca uno de los de aquÃ!... Y digo que eso es mentira, ¡paño! y güelvo á decir que miente usté, porque chochea... y usté, porque nunca ajuntó boca con verdá... y tú, por envidiosa y cancaneá... ¡repaño!... Según iba Cleto vociferando asÃ, su madre le tiraba á la cara el escabel; Carpia los chicotes embreados; y Mocejón, sin fuerzas para arrojarle cosa alguna, ni para darle dos bofetones, lanzaba la interjección y el improperio, que retinglaban. Entre golpe y golpe, la Sargüeta y su hija tampoco cerraban boca ni se cedÃan el turno. --¡Anda, bragazas!... ¡mal hijo!... --¡Toma, indecente... pa que la lleves el regalo! --¡La han vendÃo, sÃ! --¡Y se ha dejao vender! --¡Y no por la barquÃa, que por menos se vendió primero! --¡Asà se echan ropajes de lo mejor! --¡Y se vive á la sombra, sin trabajar! --¡Vete á buscarla ahora!... ¡carga con ella, lichón! --¡Pero mira bien ónde la metes, porque si aquà la asomas, arde la casa! ¡Puáa! Esto, sin contar lo de Mocejón, que no puede contarse, es una compendiadÃsima muestra de lo que se gritó en el quinto piso en menos de medio minuto, entre feroces manoteos y gestos espantables. Cleto echaba espumarajos por la boca; y no pudiendo tomar el desquite de su padre ni de su madre, arremetió con Carpia y le dió la tunda más soberana que habÃa llevado en todos los dÃas de su vida. Después salió de casa como un cohete; pero las hembras de ella no le injuriaron desde el balcón, como solÃan, porque, como reñidoras de oficio, sabÃan muy bien que el asunto era peligroso para echado á la calle desde tan alto. SabÃan igualmente que Sotileza no tenÃa el aguante de la atemorizada Silda, y tampoco ignoraban que el amparo del Cabildo y la estimación de las gentes de la calle, más se arrimaban á la huérfana de Mules que á ellas, hasta en cuestiones de escasa monta. ¿Qué no sucederÃa en un punto tan escandaloso? Pues si no fuera asÃ, ¿cuánto harÃa ya que sus lenguas habrÃan estampado el sello afrentoso en la puerta de la bodega? ¿Para qué se necesitaba el testimonio de lo de la barquÃa? Desde que Andrés y Sotileza habÃan dejado de ser muchachuelos impúberes, ¿no era cada visita del uno á la casa de la otra fundamento bastante para alzar sobre él una cordillera de infamias dos bocas tan venenosas como las suyas? El sello se estamparÃa, ¡pues no faltarÃa otra cosa!... y á fuego, no solamente en la puerta de la casa, sino en el rostro de todos y cada uno de sus moradores; pero cuando las circunstancias les ofrecieran una ocasión que las eximiera á ellas de toda responsabilidad; cuando la apariencia de los hechos confirmara la justicia de la denuncia. à eso iban caminando con heróica perseverancia, con ojo avizor y trabajando á la sordina. Cleto, por de pronto, salió henchido del horror de aquel cuadro de abominaciones satánicas; mas en cuanto el aire de la calle oreó su rostro enardecido, y su pobre razón fué entrando en caja, y latiendo al ordinario compás su corazón honradote, observó que en lo más hondo de él habÃa una espina que le punzaba, al mismo tiempo que en su cabeza andaba aporreándole las paredes, como moscardón encerrado entre cristales, una terrible sospecha. ¡Ah! si la calumnia deja siempre alguna señal de su paso, aun en las inteligencias más sutiles y en los corazones más aguerridos, ¿cómo habÃan de librarse la rudimentaria razón y el pecho desapercibido de Cleto, del veneno que destilaron allà las palabras de toda su familia?... ¿Por qué no habÃa de ser verdad lo que él rechazó como calumnioso, por oirlo de tales bocas? Andrés, pudiente y guapo mozo; Sotileza, huérfana y menesterosa, robaba los ojos de la cara; tÃo MechelÃn y su mujer, dos «venturaos de Dios» y muy agradecidos al otro. Y si el otro se empeñaba, ¿qué habÃa de resultar de todo esto? Y si no era para empeñarse, ¿á qué iba allà tan á menudo el otro? ¡Qué dÃas y qué noches pasó el infeliz entre este batallar de sus cavilaciones! Todo se le volvÃa observar á Andrés cuando le encontraba en la bodega, y vigilar la calle para sorprenderle en ella á horas desusadas, y reparar en Sotileza cuando estaba al lado de Andrés... Y peor lo ponÃa asÃ; porque las miradas más inocentes y las palabras más sencillas, le parecÃan testimonios irrecusables de la causa de sus recelos; y el menor ruido por la noche, en la escalera ó en el portal, le hacÃa saltar del empedernido lecho, y salir á escuchar por una rendijilla de la puerta. Por fortuna para todos, no se atrevió á decir una palabra, aunque muchas veces las tuvo entre los labios, al matrimonio de abajo, siquiera por vÃa de desahogo, ya que no sirvieran á nadie de escarmiento. Pero, en cambio, detuvo una noche á Andrés en mitad de la acera, y llevándole, previa su venia, hacia el Paredón, cuya explanada estaba solitaria en aquel momento, le expresó, muy bajito y á su modo, cuanto le escocÃa y atormentaba adentro, robándole el apetito y el descanso. Andrés se quedó espantado, porque ignoraba los verdaderos motivos de las alarmas de Cleto. Cleto le habÃa asegurado que sólo la buena fama de aquella honrada familia le movÃa á contarle lo que le contaba; y para que un mozo tan rudo como Cleto se parara en pequeñeces tales, mucho debÃan haber transcendido los supuestos. Indagó sobre este punto; y aunque Cleto le aseguró que solamente se lo habÃa oÃdo á las gentes de su casa, como éstas se sobraban para propagarlo por todo el pueblo, no le tranquilizó cosa mayor. Pero negó con solemne entereza; y estrechando la diestra de Cleto con la suya, le juró, delante de la cara de Dios, que en su vida le habÃa cruzado por las mientes un pensamiento tan infame como el que la calumnia le atribuÃa. El hijo de Mocejón, ante una sinceridad como aquélla, vió rasgarse la bóveda celeste y asomar por allà el sol y la luna y legiones de ángeles con alas de oro. Ni rastros le quedaron en el alma de aquella sospecha que tan bárbaramente le habÃa atormentado. Andrés comprendió que le era preciso hacer algo para atajar en su camino los calumniosos supuestos; y, por de pronto, aquella noche ya no fué de tertulia á la bodega. Pero ¡qué frágil y mÃsera y concupiscente, como dirÃa el padre Apolinar, es la condición humana! Aquel Andrés tan escrupuloso, tan hidalgote, tan precavido, tan prudente y abnegado al oir las negras confidencias de Cleto en la explanada del Paredón, en las angosturas de su cuarto, en el silencio y obscuridad de la noche, escrupulizando en el laboratorio de su razón las que él habÃa tenido para proceder como procedÃa en su trato con la familia de tÃo MechelÃn, ya comenzó á ser muy otra cosa, aunque, en honor de la verdad, sin darse la menor cuenta de ello. La conciencia más recta adolece de cierta elasticidad, que si no se la pone coto con la fuerza de una voluntad de hierro y de una razón bien maciza, llega á los extremos más peligrosos. Esto, en general. Pues si á favor de la ingénita flaqueza conspiran la inexperiencia de los pocos años, el Ãmpetu de las veleidades de una naturaleza virginal y poderosa, la ignorancia, la pasión, el entusiasmo, como acontecÃa en el caso de Andrés, ayúdenme ustedes á sentir. Andrés habÃa visto crecer á Sotileza y transformarse poco á poco, de niña vagabunda y medio encanijada, en apuesta y garrida moza; pero jamás le habÃa pasado por las mientes una idea que tuviera la conexión más lejana con los propósitos que le atribuÃan las maldicientes sardineras de la calle Alta. De aquà su sincera indignación al enterarse de la confidencia de Cleto, y su propósito instantáneo de irse retirando paso á paso de la humilde casa donde su presencia comprometÃa el honor de una doncella. Pero disipada la luz de este relámpago, y examinando luégo las cosas á la débil claridad de su razón, lo primero que ésta le presentó delante de los ojos fué el cuerpo mismo de la supuesta delincuencia; no en los atavÃos insubstanciales de la inocente compañera de juegos infantiles, ó de la buena amiga de su incipiente mocedad, sino con todos los incentivos que puede ir acumulando una fantasÃa soñadora sobre un lujo de formas juveniles, como el de la hermosa callealtera. En seguida, recordando otra vez los supuestos calumniosos de las hembras de tÃo Mocejón, se dijo en sus adentros: «Luego esto era posible.» Y por un contrasentido bien usual y corriente en todos los aprietos del humano discurso, volvió á indignarse de que se le hiciera capaz de cometer un delito, cuya hipótesis estaba saboreando rato hacÃa. Después volvió sobre su propósito de ir alejándose poco á poco de la bodega; y sin echar un punto de la memoria á la huérfana amparada allÃ, pensó en lo que juzgarÃan de su conducta tÃo MechelÃn y su mujer, tan bondadosos, tan campechanos. Declararles el motivo, era darles una puñalada en el corazón; ocultársele, era hacerse reo de una falta, cuando menos de consecuencia, en su cariño y buena amistad. Y todo ello, ¿por qué? Porque á dos sinvergüenzas del quinto piso se les habÃa ocurrido dar á un acto noble y generoso, una interpretación inicua. ¡Y habÃa de estar la tranquilidad de una conciencia limpia á merced de los juicios de dos mujeres desenfrenadas? ¡Y habÃa de subordinar él sus gustos lÃcitos, sus placeres honrados, á los dictámenes de dos calumniadoras? ¡Jamás! Por consiguiente, tomarÃa el aviso en cuenta, eso sÃ; pero no darÃa á la hedionda familia de Mocejón el placer imperdonable de someterse á sus deseos. TomarÃa ciertas precauciones decorosas para alejar de los suspicaces todo pretexto á la murmuración; frecuentarÃa menos que antes la bodega; pero volverÃa á ella, ¡vaya si volverÃa! ¡Y que se atreviera nadie á preguntarle «para qué!» ¡Que intentara algún deslenguado poner en duda su honradez, su lealtad, la nobleza de sus propósitos!... ¡SerÃa capaz de hacer y de acontecer!... ¡Consumar él un atentado semejante contra el honor y el sosiego de una familia honrada!... Y si le hubieran puesto un Cristo delante para jurar que en todo esto que afirmaba de sà propio no habÃa un atisbo de mentira, lo hubiera jurado hasta con entusiasmo. Y habrÃa jurado verdad. Y, sin embargo, escarbando bien en su corazón, ¡qué pronto se hubiera hallado escondido en el fondo de él algo que acreditara la inconsciente falsedad del juramento! Porque lo cierto es que desde la primera vez que volvió á la bodega después de haberse entregado á aquellas meditaciones, aunque resuelto á combatir heróicamente contra todo mal pensamiento que el demonio pudiera sugerirle, y contra las facilidades tentadoras de inesperada ocasión, si sus ojos se apartaban muy á menudo de Sotileza, en cambio, cuando la miraban, ¡de qué distinto modo que antes la veÃan! Lo cual demuestra, por de pronto, tres cosas: Que Andrés, pensando y obrando asÃ, _sentÃa_ menos honrada é hidalgamente que en la explanada del Paredón al escuchar las confidencias de Cleto (tesis de estos últimos párrafos). Que en el conflicto en que estas confidencias le habÃan colocado, lo más discreto y menos peligroso para él y para las gentes de la bodega, hubiera sido retirarse de ella poco á poco y para siempre. Y, por último, que tÃa Sidora tenÃa mucha razón al afirmar que en Andrés habÃa habido _un cambio_ repentino. ¡Si la mujer de tÃo MechelÃn hubiera sabido qué esfuerzos de voluntad costaba este cambio al resuelto muchacho, precisamente cuando á Sotileza le daba por atenderle y agasajarle como nunca lo habÃa hecho! Y asà fué pasando más tiempo, y con él llegando Sotileza á la plenitud de su desarrollo, y Andrés haciéndose un mozo cabal, fornido y gallardo; diestro, valiente y forzudo en la mar, donde consumÃa todas las horas de huelga, ya voltejeando con su _Céfiro_ (nombre del esquife de su propiedad), ayudado de Cole y de Muergo, que ordinariamente se le cuidaban; ya pescando por todo lo alto en la barquÃa de MechelÃn, cuyo _flete_ pagaba escrupulosamente, con notorio disgusto del achacoso mareante, que tenÃa á cargo de conciencia recibir aquellos dineros de tales manos. Gozaba de gran prestigio en los dos Cabildos; en ambos eran muy escuchados sus pareceres, y el mejor patrón de lancha le hubiera cedido gustoso el gobierno de ella en momentos apurados. De cuanto pescaba, iba lo mejor á casa de don Venancio Liencres; y de propio intento lo mandaba á menudo por Sotileza, que también llevaba á la capitana lo que le regalaba MechelÃn á cada instante, y aun al mismo don Venancio, por insinuación de Andrés. Porque es de advertirse que, cabalmente desde que se propuso tomar en la bodega de la calle Alta aquellas «precauciones decorosas,» le entró la comezón, que jamás habÃa sentido, de que en su casa y en la de don Venancio Liencres se conocieran y se admiraran las prendas excepcionales de la rozagante muchacha. Y sucedió que la capitana llegó á decir á Andrés un dÃa, que si aquella tal y cual volvÃa á poner los pies en su casa, harÃa con ella esto y lo de más allá; y que la distinguida hermana de TolÃn le dijo una noche más de otro tanto, con igual motivo. Y Andrés se quedó como quien ve visiones, porque no atinaba con la razón de tales aspavientos. Porque Andrés, á pesar de éstas y otras cosas, por las cuales se perecÃa, levantaba muy holgadamente todo el peso de sus obligaciones en el escritorio, y el de sus deberes de amistad y cortesÃa al lado de su compañero TolÃn. Para entonces era Luisa lo que prometió ser de pequeña: una señorita _fina_ muy compuesta y muy escrupulosa en el ceremonial de su _mundo_. Era bastante sosa de palabra; pero no tanto en el mirar de sus ojos, negros y grandes, ni en el caer de sus labios húmedos sobre la dentadura blanca y apretada. Se pagaba mucho de guardar las distancias de clase, como su augusta madre; pero hacÃa una excepción con Andrés, con cuyo trato se habÃa ido familiarizando desde niña. Continuaba siendo incansable fisgona de la vida y milagros de este mozo; y como aquélla era tan contraria á sus gustos é inclinaciones, rara vez estaban juntos sin que ella le calentara las orejas. Andrés solÃa amoscarse de tarde en tarde con estas _libertades_; Luisa se ponÃa nerviosa de ira al ver que se le negaba _derecho_ para decir lo que decÃa; pero TolÃn terciaba en la contienda, y los ponÃa en paz; es decir, conseguÃa que se hablara de otro asunto, porque lo que es paz, verdaderamente, no se lograba, puesto que, al deshacerse la tertulia, Luisa se encerraba en su cuarto con un humor de todos los diablos, y Andrés salÃa renegando de la impertinente y entremetida «que al fin habÃa de ser causa de que él no volviera más por allÃ.» Y éstos eran los únicos malos ratos que pasaba el hermoso mocetón, que en todo lo demás era un cascabel de oro, que tintinaba alegrÃas en cuanto se le agitaba un poco... y aunque no se le agitara. Particularmente á Cleto, le tenÃa sorbido el seso desde aquel apretón de manos. Todo lo creÃa posible en el mundo, menos que pudiera llegar á ser verdad el supuesto injurioso de su familia. Al padre Apolinar se le caÃa la baba viéndole y escuchándole; y como Andrés era dueño de algunos dineros, porque ganaba en el escritorio más de lo preciso para cubrir sus necesidades, y sabÃa el destino que daba el caritativo fraile á las limosnas que recibÃa, y era además creyente á puño cerrado, no se hartaba de encargarle misas á San Pedro, y á los Mártires, y á la Virgen: hoy para que saliera tÃo MechelÃn de la cama; mañana para que su padre llegara felizmente del viaje en que estaba empeñado; otro dÃa para librarse él de un contratiempo en la expedición de pesca que proyectaba mar afuera... y asÃ; pero misas hasta de á duro. ¡Misas de á duro! ¡Y á pae Polinar que estaba cansado de decirlas á peseta... y á dos reales; y tan agradecido y contento! ¡Pensar que él gastara sus ahorros en atavÃos de sociedad y de paseo!... Si le fueron insufribles estos lugares cuando habÃa clases y categorÃas, ¿qué habÃan de parecerle cuando, desde la introducción de los vapores y de la legión de ingleses traÃda por Mould á Santander para acometer las obras del ferrocarril, ya podÃa un mozuelo imberbe salir á la plaza con sombrero de copa alta, sin temor de que se le derribaran de la cabeza á tronchazos; andaban por la calle, vestidos de señores, los marinos de la _Berrona_, sin la menor señal externa de lo que habÃan sido todos ellos cinco años antes; y Ligo y Sama y Madruga y otros tales, si bien marinos todavÃa por dentro, y violentándose mucho para no descubrir la hilaza al hablar, mientras andaban por acá iban al Suizo á tomar sorbete, después de haber paseado en la Alameda con levita ceñida y sombrero de copa; y chapurreaban el inglés los chicos de la calle para jugar á las canicas con los rubicundos rapaces de la «soberbia Albión;» y habÃan caÃdo los paradores de Becedo, y estaba denunciada la casa de Isidro Cortes, entre las dos Alamedas, y en capilla, para ser terraplenada, la dársena chica, y á medio rellenar la Maruca... y, en fin, que toda carne habÃa corrompido ya su camino, y estaba la población, de punta á cabo, hecha una indignidad de mezcolanzas descoloridas y de confusiones intraducibles! Quedárase todo ello para su amigo TolÃn, que no perdÃa paseo en las Alamedas, muy soplado de sombrero alto, guantes de cabritilla y bastón de retorcida ballena, y miraba tierno á todas las hijas de los comerciantes ricos; y aun para su mismo padre, don Venancio Liencres, y otros tales, que desde aquellas juntas de pudientes padecÃan tales pujos de publicidad y de elocuencia mercantil, que ni paraban en casa ni cerraban boca en todo el santo dÃa de Dios. ¡Si, bien apurado el asunto, Andrés y otra media docena escasa de valientes, tan apegados como él al tufillo alquitranado y á los placeres marÃtimos, eran los únicos ejemplares que sobrevivÃan de aquella raza de anfibios, que pocos años antes lo llenaban todo en el pueblo é imprimÃa carácter á su juventud! * * * * * Asà estaban las personas, las cosas y los lugares de esta puntual historia, cuando Muergo y el hijo de Mocejón se dieron aquella mano de _morrás_ en el portal de Sotileza. [Ilustración] [Ilustración] XV EL PAÑO DE LÃGRIMAS El pobre Cleto andaba, andaba, calle arriba y calle abajo; del Paredón al portal, del portal al Paredón, diciéndose al comienzo de cada subida «de esta vez entro;» y llegaba junto á la puerta, y no entraba... y vuelta hacia el Paredón; y siempre con aquel clavo roñoso adentro, que se le hundÃa en lo más dolorido del pecho á cada paso que daba. Y aquel clavo era Muergo y el considerar que si habÃa de echarle de la bodega para siempre á fuerza de bofetadas, con lo necio y lo forzudo que el monstruo era, ya tenÃa campaña para rato; y si al fin de ella, suponiendo que la campaña tuviera fin, resultaba que le cerraban la puerta á él por lo mismo que habÃa tratado de barrerla de aquel modo, ¡lucida era la recompensa que obtenÃa por su empeño! ¡Si él tuviera amigos á quienes pedir un consejo! ¡personas de formalidad y de palabra, que le creyeran todo lo que él les contara de aquellas cosas que sentÃa despierto y soñando, á modo de «jirvor» que le salÃa de la entraña, y _rompÃa_ como una mar del noroeste, tan pronto contra la tapa de los sesos como contra las paredes del _arca_, en cuanto ponÃa los pensamientos en Sotileza... (y no la apartaba un punto de su memoria); y aquel cosquilleo que le entraba con sólo pensar en lo que él serÃa, arrimado para siempre á la bodega, y lo que temÃa llegar á ser si, después de haber conocido cosa mejor, no le sacaban pronto del quinto piso, ó no se resolvÃa á tirarse una noche por el balcón abajo! Bien apurada la materia, él no podÃa vivir sin lo uno ni con lo otro. Se acordó de Andrés, en cuya influencia entre las gentes de la bodega habÃa pensado también otras veces para salir de sus ahogos; pero Andrés era protector de Muergo, y no se prestarÃa á ayudarle en un empeño que perjudicaba á aquel animalote. Ir derechamente con sus cuitas á los interesados en ellas, era aventurarse demasiado, porque, tras de no conocer bien las intenciones de aquellas gentes, él fiaba poco en la torpeza de su palabra y en la cortedad de su genio para pintar á lo vivo las «rompientes» consabidas de sus «jirvores,» y la fuerza y significación de los otros cosquilleos que le atormentaban. Y asà discurriendo, andaba ya, sin darse de ello la menor cuenta, calle de Rua-Mayor abajo; y llegó á la PescaderÃa, desierta á aquella hora; y continuó hacia la Ribera... y allà se encontró, tope á tope, con el padre Apolinar. ¡Nadie como aquel buen señor para oirle con caridad y apuntarle un buen consejo! Le detuvo saludándole, gorro en mano, y le suplicó que le escuchara dos palabras que tenÃa que decirle. --Si no son más que dos--dÃjole el fraile, al cabo de un rato que invirtió en recoger con las manos, puestas de canto sobre las cejas, la luz del farol más próximo, para conocer con sus ojos enfermos al suplicante,--ya me las estás diciendo. Si son muchas, ve soltándolas según andemos, ó dÃmelas en llegando á casa, porque estoy muy de prisa y no puedo perder el tiempo en la calle... --Pus le diré en casa lo que tengo que decirle,--contestó Cleto virando de bordo y poniéndose al costado del fraile. Éste vivÃa á la sazón en una de las casitas bajas de la Alameda de Becedo; de modo que, siguiéndole los pasos, tuvo Cleto que atravesar la ciudad por la cuesta de la Ribera y calle de San Francisco; precisamente la arteria más llena de los jugos vitales del Santander de entonces. Marejadas de _señorÃo_, y tiendas y más tiendas llenas de cosas y de luz, á babor y á estribor. Cleto no recordaba haber pasado por allà en todos los dÃas de su vida; y tanto le sorprendieron el ruido y las maravillas del cuadro, que á pique estuvo de olvidar con ellas sus jirvores y hormigueos. --Hay que hacerse á todo, Cleto; á todo, á todo, hijo, á todo--decÃale el padre Apolinar, reparando cómo se embobaba el mozo con lo que iba contemplando, y cómo tropezaba con los transeuntes.--Pero sois bonitos de la mar; y en cuanto salÃs á tierra y os veis entre gentes racionales y de mundo, ya os falta la respiración. Y lo peor es que eso se pega; porque has de saberte que si vivo un año más en aquella escalera de la calle de la Mar, con ser quien soy y con tratar á tantos terrestres como yo he tratado siempre, salgo, cuerno, tan tonina como vosotros. ¡Mira que solamente con aquellas crÃas que me mandaban á casa para escamarlas siquiera lo mayor, habÃa para perder el modo de hablar! No es decir esto que yo las haya abandonado, que á mi casa van algunas todavÃa; y no van más, porque les parece largo el camino, si es que no les espanta como á tÃ. Pero siquiera se ventilan un poco en él, y cuando llegan á mÃ, ya no huelen tan mal. También los tengo terrestres; que hijos de Dios son como cualquiera y tan necesitados están, como los más perdidos, del pan de la inteligencia y de la palabra divina. ¡Cuerno, qué peces hay entre ellos! Pero con todo, hombre: yo no he tenido discÃpulo ni espero tenerle, por mucho que viva, tan sucio ni tan feo ni tan torpe, como ese Muergo... Esta palabra sacó instantáneamente al hijo de Mocejón del atolondramiento en que iba sumido. Estremecióse todo, echó un terno de los más redondos; y sintiéndose poseÃdo, repleto, de todos los resquemores que de ordinario le consumÃan, dijo con nerviosa vehemencia: --Vamos á _rema ligera_, pae Polinar, pa que alleguemos cuanti más antes. --¿Qué te ha dado tan pronto, recuerno? --Esas pampurrias, ¡paño! que me anadan en la bodega. Poco después, alumbrados malamente por la luz de una cerilla que _echó_ pae Polinar, subÃan ambos la escalera de la casa de éste; les abrÃa la puerta la vieja ama de gobierno del exclaustrado, y, por último, se encerraban en un mezquino gabinete, sobre cuya mesa, bien conocida del lector, comenzaba á lucir, ensanchándose y alzándose poco á poco, la llama perezosa de un cabo de vela, embutido en una palmatoria, también inventariada más atrás. Al hallarnos nuevamente con el padre Apolinar, y después de examinarle un instante de pies á cabeza, bien pudiéramos decir que no pasaba dÃa por él. La misma cara y los propios hábitos; ni una arruga ni una costra más, ni un lamparón ni un recosido menos. El mismo pae Polinar de siempre; con sus párpados en carne viva, su cabeza gacha y sus talares transparentes y resobados. --Mira, hijo, mira; ¡mira si tienes ojos para ver!--exclamó de pronto el fraile, apuntándole con el gesto unos libracos y unos papelotes que habÃa sobre una mesa, por tener ocupadas las manos en quitarse la teja y el manteo.--MÃralo, y dime si pae Polinar, con esa tarea entre manos, tendrá tiempo de sobra para andarse de pingo por las calles. Y como Cleto le mirara en demanda de una explicación más comprensible, añadió el exclaustrado: --Eso es canela, hijo... digo, canela no; mejor es rescoldo que me consume el discurso y la salud y la poca vista que me queda. Porque has de saberte ahora, que esto es un sermón que se me ha encargado para el dÃa de los santos Mártires, en la capilla de Miranda... ¡El dÃa de la fiesta del Cabildo de Abajo!... ¡como quien no dice nada!... ¡Échame allà señores de Ayuntamiento; todos los mareantes y medio Santander, con la boca abierta, escuchando al padre Apolinar! ¿Te parece que es esto para que uno se duerma y se vaya á aquella cátedra con lo que salga á la buena de Dios? Ocurriósele á Cleto contar por los dedos el tiempo que faltaba hasta el 30 de agosto; vió que era mes y medio bien cumplido, y asà se lo dijo al fraile. El cual se volvió rápidamente hacia el sencillote mozo (pues andaba pasando la manga de su chaqueta al pelo del sombrero, para atusarle un poco antes de ponerle sobre la cama), y le habló asÃ: --Echa tres... que más de otro tanto de lo que falta llevo sobre esta mesa, dale que le das á libros y tintero... Echa cuatro, que bien pueden echarse. ¿Y qué? ¿Te parece á tà que escribir un sermón para los Mártires es añadir un pernal á un aparejo? ¡Aquà se ven los hombres, Cleto! ¡Aquà sudan el quilo los más guapos... los más guapos, rejinojo! Y si algún predicador te dice otra cosa distinta, no te dice la verdad, ¡cuerno! ¡Buen chanfaina de predicador estarÃa él! ¡Bueno, bueno, bueno de veras! En fin, ya lo verás tú ese dÃa si vas por la ermita. --¡Yo!--exclamó Cleto con el más sincero de los asombros.--¡Como no vaiga yo á _eso_!... --Es verdad, que tú eres del Cabildo de Arriba... Pero otros del de Abajo me oirán, y ya llegarás á saber si aquello que yo les diga se aprende en un par de meses... ¡Vaya con estos muchachos que nacen enseñados y con la palabra de Dios, _verbum Dei_, entre los labios!... Y ahora dime: ¿qué tripa se te ha roto? ¿Qué me quieres? ¿Por qué me buscas, _et quare conturbas me_? Cleto, que estaba de prisa, no hizo esperar mucho la respuesta, si respuesta puede llamarse aquella marejada de sonidos guturales, de frases obscuras y descosidas, de interjecciones fulminantes, restregones de pies, bamboleos de espaldas y cabeza, y crujidos de la silla. --Bueno está todo eso--dijo el padre Apolinar, hombre muy ducho en descifrar tan rara especie de enigmas.--Pero ¿por qué me lo cuentas á mÃ? --Pus pa que me dé un consejo, y, si es caso, arrime el hombro tamién,--respondió Cleto. --¡Claro!--repuso el fraile retorciéndose dentro de sus ropas:--esa ya me la tenÃa yo aquÃ... en cuanto rompiste á hablar... en cuanto te sentaste en esa silla... en cuanto me paraste en la Ribera, ¡cuerno!... Además, eso que te pasa tenÃa que suceder, porque la mano de Dios alcanza á todas partes, y la que se hace se paga; y en teniendo vosotros algo que pagar, ya estoy yo, como el otro que dice, aflojando la peseta. ¡Recuerno con la loterÃa! Y dime, zoquete del jinojo, ¿por qué asomaste tú la jeta á aquella casa? ¿Qué falta hacÃas allÃ? --Ella me pegó un botón una vez... --Ya, ya; ya me has enterado de ello, con todo lo que se siguió á esa pegadura; pero después, cuando viste lo que te pasaba por adentro, ¿por qué no hiciste _bota arriba á la banda_? Porque yo, al hallarte en la bodega algunas de las veces que he ido por allá, siempre entendà que no se trataba más, por tu parte, que de echar un párrafo y una punta, para pasar aquel rato de menos en tu casa. --Asà fué al escomienzo; pero endimpués... ¡Paño!... ¿no lo he dicho ya cómo me iba entrando, entrando ello solo? --¡Pues entonces, Cleto, entonces debió ser la retirada, sabiendo, como sabes, que entre el quinto piso y la bodega no puede haber amaños ni conciertos!... Pero vamos á ver, ¿sabe ella algo de lo que te pasa por los adentros? --Yo no se lo he dicho. --¿Lo sabe MechelÃn? --Ni jota. --¿Lo sabe su mujer? --Lo mesmo que el marido. --¿Qué tal cara te ponen? --Los viejos, tal cual; ella... me paice que no tan güena... ¡Paño! mejor se la pone á Muergo; y esto es lo que me desguarne. --Y en vista de lo que me dices, ¿qué quieres que haga yo? --Darme un consejo. --¿Para qué? --Pa dir endimpués á decirla, como usté sabe decirlo, que me quiero casar con ella. --¡Baldragazas! Pues si das por sentado que hemos de acabar por ahÃ, ¿para qué quieres el consejo? --Creo que pa ná. Lo otro es lo que va usté á hacer, y en el aire. --¡Un galernazo que te barra! ¿Sabes tú lo que me pides? ¿Sabes quién es tu padre? --Por demás. --¿Sabes quién es tu madre? --Mejor entodÃa. --¿Sabes quién es tu hermana? --¡Mal rayo la parta! --¿Sabes lo que hicieron una vez conmigo? --Sà que lo sé. --¿Sabes que hoy es el dÃa en que no me atrevo á poner los pies en la calle Alta si las columbro en el balcón, y que en dos ocasiones, por no haberlas distinguido bien, me dieron una corrida en pelo á todo lo largo de la acera? --Asà lo oà endimpués. --¿Sabes que antes que verte casado con esa muchacha, serÃan capaces de prender fuego á la bodega, y á la casa, y á todos los de la vecindad? --Por falta de mala entraña no quedarÃa. --¡Y sabiendo todas esas cosas, Cleto de los demonios, me quieres meter á mà en la danza? ¿No me ves ya en el martirio? ¿No me ves atenaceado, con la saliva en la cara, las hieles en la boca y en tiras las carnes y el pellejo? ¡Cuerno, ó tú me quieres mal, ó no estás en tus cabales! --¡Paño! pero si usté se cierra á la banda, ¿qué voy á hacer yo? --Y á mà ¿qué me cuentas de eso? ¿Te ha parido el padre Apolinar, por si acaso? ¿Te debe el pan que come? ¿los hábitos que viste?... ¡Nada, hijo... lo de siempre! Los jolgorios y los tragos dulces, para vosotros solitos; y en cuanto hay una desazón ó una descalabradura, á buscarme á mà para que os quite el hipo ú os ponga la venda. Esas canongÃas me regalaréis. ¡Suerte de las personas, cuerno; suerte, y no más que suerte! Verdad que ese es mi deber, si bien se mira... Pero también es cierto que los deberes se han de cumplir con su cuenta y razón; y esto que ahora se me pide, es mucho más de lo regular... y no lo haré; y no, y no. ¿Lo quieres más claro todavÃa, Cleto? Cleto bamboleó la cabeza, se levantó perezosamente de la silla, dió algunas vueltas al gorro entre sus manos, y murmuró sordamente palabras incomprensibles. De pronto enderezóse iracundo, y dijo al padre Apolinar, que se paseaba por la estancia: --No sé yo lo que haré por mà solo en lo tocante al caso de ella; pero lo que es él, lo que es Muergo, pae Polinar, si á pura morrá no acaba, ha de fenecer de otro modo, ú se me aparta de allÃ. --Hombre--respondió el fraile cuadrándose delante de Cleto,--si no fuera pecado mortal, te dirÃa que puede que hicieras una obra de caridad... ¡Ave MarÃa PurÃsima! ¡qué barbaridades se le escapan á uno con estas marimorenas! No hagas caso, Cleto; no hagas caso de estos dichos al tunturuntún... ¡Pero vosotros tenéis la culpa, cuerno!... Con que vete; vete poco á poco; no tomes esas cosas tan á pechos; cálmate; duerme... si tienes en dónde; observa por la buena; déjate de ese animal, que ningún daño puede hacerte en lo que temes; perdónale... Y ¿quién sabe, hombre, quién sabe! Por lo más obscuro amanece; y... en fin, ya me daré yo unas vueltas por allá; iré palpando el terreno; y según yo le vea... con prudencia, se entiende, ¡con mucha prudencia!... te avisaré cuando deba avisarte. Y tú, entre tanto, la lengua y las manos quietas; mucho ojo á mÃ, ¡mucho ojo! y por el cariz que yo presente y el que vayas viendo en la bodega, y algo que yo te apunte cuando deba apuntártelo... ¡Ea! ya te he dicho bastante. Ahora vete, y déjame trabajar un poco, que bastante tiempo he perdido para lo que vamos ganando, ¡cuerno! Salió Cleto algo más animado, pero no satisfecho, y se arrimó el fraile á la mesa. Sentóse; y mientras desdoblaba su manuscrito, después de haberle sacado de las entrañas de uno de los libracos, murmuraba: --¡Con estos entretenimientos y estas preparaciones, haga usted cosa de substancia; busque latines al caso, y emperejile discursos que aturdan á los oyentes! Después limpió la pluma de ave en la pechera de la sotana; probó el temple de sus puntos sobre la uña del pulgar de la mano izquierda; hizo una pantalla con los libros puestos de canto, para defender sus ojos de los rayos directos de la luz... Y se le presentó delante el ama de gobierno para decirle: --Ahà está la mujer de CapuchÃn, el de Prado de Viñas. --Y ¿qué se le pudre á la mujer de CapuchÃn?--contestó el fraile. --Que tiene el marido mucho peor. --Pues que se lo cuente al médico, ¡jinojo! --Ya se lo ha contado, señor, y por eso viene aquÃ. --Mejor hiciera entonces en ir á la botica. --¡Asà tuviera con qué, la probe! --¡Y será capaz de venir á que se lo dé yo! --Una limosna pide. --¡Pues á buena puerta llama! Pidiérala yo, Ramona, si no fuera por la vergüenza, ¡cuerno! --Lo peor de todo es que en aquella casa no hay con qué dar una taza de caldo al enfermo... ¡ni una miga de pan, señor!... --¡Ave MarÃa PurÃsima! ¡Ave MarÃa PurÃsima!... ¡Y tiene tres hijos y la mujer, y se cae de hombre de bien!... Y mientras exclamaba asà el bueno de pae Polinar, palpábase los bolsillos y hundÃa las manos después en el cajón de la mesa. --Pero ¿qué jinojos ha de haber aquÃ!--murmuraba, sin dejar de palpar á tientas.--¡Si, por no tener, ni siquiera tiene cerradura muchos años hace!... Nada, Ramona, nada... ¡nada! Dile á esa infeliz que perdone por Dios, que yo no puedo socorrerla. --Pues ¿y el duro de esta mañana?--se atrevió á preguntarle la sirvienta. --¿Qué duro, mujer de Dios? --El de la misa de don Andrés. --SÃ... échale un galgo. --¡Desde esta mañana acá? --«¡Desde esta mañana acá!...» ¡Qué cosas tienes! ¿Cuánto tiempo habÃa de durarme?... Pues hasta que me le pidieran. Me le pidieron esta tarde en cuanto salà de casa, y me quedé sin él. ¡Cuerno! me parece que la cosa no puede ser más natural ni más corriente. Ãbase ya la criada con el triste recado para la mujer de CapuchÃn, y de pronto la llamó el fraile. --Oye, Ramona--le dijo,--antes que te vayas, y por lo que sea: ¿qué tenemos para cenar? --Para usté, carne con patatas. --¡Cómo «para usted?...» ¿Y para tÃ? --Para mÃ, hay cuatro sardinas. --¿Y desde cuándo acá hay manjares distintos para nosotros? --Es tan poca la carne, que no alcanza para los dos. --Con que poca... Y ¿qué tal está? ¿qué tal está, con esas patatitas? --à medio hacer todavÃa, señor. --à medio hacer, á medio hacer... ¡Vea usted, qué jinojo!... Pues mira, tráete ahora mismo esa carne, según esté, con puchero y todo... --Pero, señor, si... --Que te lo traigas, ¡cuerno! Salió la vieja Ramona, y volvió en el aire con un pucherete humeante entre las manos envuelto en una rodilla sucia. Pae Polinar le acercó á sus narices; sorbió con ansia aquellos vapores suculentos y olorosos; y apartando en seguida el puchero lejos de sÃ, como quien huye de una mala tentación, dijo á su criada: --¡Bueno, bueno, bueno de veras va el guisado éste!... Pero como yo no tengo esta noche grandes ganas que digamos, dásele á la mujer de CapuchÃn para que le despachen en su casa como Dios les dé á entender... Tras algunos reparos infructuosos, fuése la criada dispuesta á cumplir el mandato de su amo; el cual, sacando la cabeza fuera del gabinete, la gritó: --Pero dile que me devuelva la _servilleta_... si no les hace mucha falta. Luégo se volvió á su sillón y á sus papeles, murmurando mientras los manoseaba: --Cabalmente, he leÃdo yo, no sé dónde, que para conservar la salud mientras se hacen trabajos de tanto empeño como éstos que yo traigo entre manos, no hay nada mejor que meterse en la cama con hambre. Pues lo que toca á la mÃa de esta noche, es de órdago... ¡de órdago! ¡Cuerno si lo es! [Ilustración] [Ilustración] XVI UN DÃA DE PESCA Andrés madrugó al dÃa siguiente más que el sol, y fué á la misa primera que decÃa en San Francisco el padre Apolinar para los pescadores de la calle Alta. Muergo, que habÃa ido á llamarle, llevaba los aparejos y la cesta con las provisiones de boca para todo el dÃa; provisiones que la capitana habÃa preparado por la noche, según lo tenÃa por costumbre cada vez que su hijo iba de pesca. ¡Era de oir á la mujer de don Pedro Colindres cuando, delante de su hijo, acomodaba en la cesta cada cosa! --Dos, cuatro, siete... diez... Una docena justa de huevos duros te he puesto. ¿Tendréis bastante? En este envoltorio de papel van rajas de merluza frita: dos libras y media. Por supuesto, que si dejas meter las manazas á esa gente, no te queda á tà para probarla... ¡No comieran rejones atravesados! ¡Hijo, yo no sé cuándo has de perder esa condenada afición tan peligrosa! Y todo, para venir abrasado del sol y del viento, y apestando la casa á esas inmundicias... Y lo peor es que el mejor dÃa, si no te quedas allá, coges un tabardillo que te lleva... Vamos, no te amosques, que por tu bien te lo digo... Aquà va una empanada de jamón con pollos... Éstas son salchichas... tres docenas. Procura que se harten con ellas esos hambrones, para que te quede á tà más de lo otro. Para cinco he puesto. Si son más, porque á tà se te pega siempre medio Cabildo, que coman clavos ó que se arreglen con lo que haya. ¡Dará gusto ver á tu amigo Muergo chuparse los dedazos y relamerse los hocicos de cerdo!... ¡Buena educación y buenos modales aprenderás á su lado! ¡Hijo, qué gustos más arrastrados tienes, y qué rabia me da no poder arrancártelos de cuajo!... Pero la culpa tiene tu padre que te los consiente, si es que no te los aplaude. ¡SÃ, sÃ, Andrés! Te lo digo como lo siento; y tienes que oÃrmelo, porque eso es lo menos á que estás obligado... Una ración buena de pasta de guayaba, para tà solo; medio queso de Flandes y dos libras de galletas dulces, para todos... Seis libras de pan... ¿Cuántas botellas de vino pongo? ¿Tendréis bastante con cuatro? Vamos, te pondré seis; porque esa gente, ¡tiene un saque!... La servilleta fina. ¡Cuidado con que les consientas limpiarse las manazas con ella! Para eso van estas dos rodillas grandes. El vaso para tÃ... y otro para ellos... Tenedores, cuchillos... Fortuna que la cesta no es chica, que si no... Ya estás aviado de lo principal... Sobre la cama te pondré el vestido de mar y el abrigo, por si el nordeste refresca... ¡Y, por el amor de Dios, hijo mÃo! no salgas muy afuera ni vuelvas tarde; ¡porque tú no sabes lo que yo me consumo pensando en lo que podrá sucederte! ¡Qué misa de tres se va á cantar en San Francisco el dÃa en que esa condenada afición se te acabe... y vayan las cosas por donde deban ir! Andrés, al salir de misa, vió que también la habÃan oÃdo tÃo MechelÃn y Sotileza; lo cual le demostró que los dos iban á ser de la partida. HabÃa acontecido esto en varias ocasiones, porque Sotileza se perecÃa por ello; y como no gustaba de otras diversiones y en su casa la mimaban en extremo, y Andrés, cuando fué consultado sobre el particular, despachó la pretensión encareciendo mucho lo que le complacÃa, no puso tÃa Sidora otro estorbo á los deseos de la hermosa muchacha que la condición de que, por el bien parecer, no fuera nunca á esos holgorios sin la compañÃa de tÃo MechelÃn. Desde entonces, siempre que la salud de éste le permitÃa ir en su barco á pescar con Andrés, les acompañó Sotileza. ¡Qué ganas se le pasaban á Cleto de echar un memorial al campechano mozo para que se le diera una plaza en la barquÃa, en la que iban tantas cosas que le arrastraban á él hacia allá! Por de pronto, Sotileza, que era, como quien dice, su propia entraña; después, Muergo, que no merecÃa ni debÃa ir _solo_ tan cerca de quien iba; y, por último, aquella pitanza, tan abundante y sabrosa, que llevaba Andrés para regodearse todos al mediodÃa. Y su memorial hubiera sido bien despachado, seguramente; y lo fÃo yo con los propósitos que tuvo Andrés, en una ocasión, de anticiparse á los deseos de Cleto. Pero á Cleto le detenÃan las mismas razones que expuso á Andrés tÃa Sidora para que no intentara llevarle consigo en la barquÃa, lo más odiado en casa de Mocejón de todo lo perteneciente á la bodega, donde habÃa tantas cosas aborrecibles para las mujeres del quinto piso. Cleto no tenÃa agallas bastantes para arrostrar las tempestades domésticas que le aguardaban, sentándose á remar en la barquÃa de su vecino, ni éste ni la gente de su casa querÃan tener con _las de arriba_ más pleitos que los pendientes... ¡que no eran pocos! Por eso Cleto no acompañaba á Andrés en la barquÃa de tÃo MechelÃn, y se conformaba con ver, desde lejos, embarcarse á los expedicionarios cuando Sotileza iba entre ellos. --Por suerte, va Andrés con ella,--exclamaba para sà en tales casos, si Muergo se embarcaba también. Y eso mismo hizo y dijo en aquel dÃa de fiesta, encaramado en lo alto del Paredón, mientras se embarcaban el viejo MechelÃn, Muergo, Cole y Sotileza, cuando empezaba el sol á dorar los contornos del hermoso panorama de la bahÃa, y á saltar la luz en manojos de centellas al quebrarse en el terso cristal de las aguas. Reinaba en la naturaleza una calma absoluta y algo bochornosa, y habÃa nubes purpúreas sobre el horizonte, alrededor del astro. Aunque se izó la vela, fué por entonces inútil por falta de aire. Muergo y Cole armaron los remos; tÃo MechelÃn, á proa, armó también el suyo, porque no dijeran que ya no servÃa el pobre hombre para nada; y buscando la contracorriente, porque la marea comenzaba á apuntar en aquel instante, bogaron hacia la boca del puerto. Andrés y Sotileza, sentados á popa, disponÃan y encarnaban los aparejos entre dichos harto inocentes y alegres carcajadas. Porque es de advertirse que Sotileza, tan sobria de frases y de sonrisas en tierra, era animadÃsima en estos lances de la mar; y como hacÃa mucho tiempo ya que Andrés no seguÃa aquel sistema de disimulos á que espontáneamente se condenó, porque fué persuadiéndose poco á poco de que era innecesario, puesto que nadie se acordarÃa de los motivos que se le aconsejaron, no desperdiciaba éstas y otras prodigalidades que de vez en cuando brindaba á su genio retozón y alegre el más retraÃdo y seco de su amiga. Ésta, con todos sus andariveles domingueros, no valÃa tanto, aunque ella creÃa lo contrario, como con sus cortos y escasos trapillos domésticos; pero, no obstante, iba muy guapa en la barquÃa, con su pañuelo de seda encarnado encima del negro y ceñido jubón; su saya azul obscura; bien calzada, y con el profuso moño y la mitad de su cabeza ocultos por el gracioso pañuelo _á la cofia_. Muergo se sentaba dos bancos más á proa que ella, y estribaba en el inmediato con sus piesazos negros y callosos. CubrÃa su torso hercúleo una ceñida y vieja camiseta blanca con rayas azules; y estos colores daban extraordinario realce al bronceado matiz de su pellejo reluciente. La sonrisa estúpida de siempre se dibujaba entre las dos cordilleras de sus labios, y á través de los mechones de greña que colgaban frente abajo, fulguraban los cruzados rayos de sus ojos bizcos. Andrés se complacÃa en cotejar las frescas, finas y juveniles facciones de la linda muchacha, con los detalles de la cabezona del remero. Admirando estaba mentalmente el contraste que formaban las dos caras, cuando le dijo Sotileza al oÃdo: --¡Nunca le he visto más feo que hoy! --¡Muy feo está!--respondió Andrés, coincidiendo con Sotileza en un mismo pensamiento. --¡Da gusto mirarle!--añadió la muchacha, con expresión codiciosa, hundiendo al mismo tiempo toda la fuerza de su mirada en las tenebrosas escabrosidades de la cara de Muergo. Éste sintió la puñalada de luz en lo más hondo de sà mismo; conmovióse todo; relinchó como un potro cerril, y cargándose sobre el remo con todos sus brÃos bestiales, dió tal _estropada_, cogiendo á Cole descuidado, que torció el rumbo de la barquÃa. En la cara de Sotileza brilló entonces algo como relámpago de vanidad satisfecha, y al mismo tiempo se oyó la voz de MechelÃn, que gritaba desde proa, detrás de la vela desmayada y lacia: --¿Qué haces, animal? --Ná que le importe,--respondió Muergo, relinchando otra vez. En esto Andrés y Sotileza largaron los respectivos aparejos, cada cual por su banda; y cuando la barquÃa llegaba al promontorio de San MartÃn, ya habÃa embarcado en ella más de dos libras de pescado, entre _panchos_, _mules_ y _llubinas_, trabados _á la cacea_. Allà comenzaba verdaderamente la diversión proyectada. Se bajó la inútil vela, y Andrés y Sotileza, á barco parado, echaron la primera _calada_ debajo del Castillo; porque junto á las rocas y en lo más hondo es donde se pescan los durdos, las jarguetas y otros peces de estimación. Después pasaron á la Isla de la Torre, y luégo á la playa de enfrente, porque los barbos prefieren los fondos arenosos; y más tarde á la Peña Horadada; y asÃ, de peñasco en peñasco, de playa en playa, pescando lo que se trababa, más porredanas, panchos y julias de manto negro, que los barbos que apetecÃan los pescadores, llegaron éstos, en virtud de que la mar estaba como un espejo, á la Isla de Mouro, no sin que MechelÃn, siguiendo la diaria costumbre de los patrones de lancha, dijera, descubriéndose la cabeza en el momento de salir del puerto: «alabado sea Dios,» y rezara y mandara rezar un Credo. Sotileza, que jamás habÃa salido mar afuera, comenzó á sentir los efectos de la casi invisible, pero constante, ondulacion de las aguas. à causa de este percance inesperado, volvió la barquÃa al puerto, ante cuya boca exclamó MechelÃn, observando también en ello otra costumbre jamás quebrantada por los patrones en casos tales: --¡Jesús, y adentro! Después de rebasar el Promontorio, se prepararon las _guadañetas_; y dejándose llevar de la corriente la barquÃa, se dió principio á la pesca, ó más bien, al _robo_ de los maganos. Sotileza, aunque tenÃa un arte admirable para agitar con la blandura y tacto necesario dentro del agua aquel manojo de alfileres con las puntas vueltas hacia arriba, carecÃa de práctica en la manera de embarcar el magano trabado sin que el chorro de tinta negra que éste larga en cuanto se siente fuera de su natural elemento, se estrelle contra el mismo pescador ó los que se hallen cerca de él. Asà fué que con el primer magano que trabó en su guadañeta, puso á Andrés lo mismo que si le hubieran zambullido en un tintero. MordÃase Sotileza los labios, por no reirse con el lance, que, por de pronto, arrancó á Andrés una interjección algo fuerte; y acabó por reir como una loca, cuando Andrés, pasada la primera impresión, tomó también el caso á risa. Entonces Muergo, que los miraba sin pestañear, descansando de codos sobre el ocioso remo, exclamó de pronto, al calar otra vez la muchacha su guadañeta: --¡Puño! ¡Ahora pa mÃ, Sotileza!... ¡Échame toa la tinta de ese que pesques, en metá de la cara!... ¡ju, ju, ju! Sotileza le respondió con una ojeada en que iba escrita la intención de echarle encima lo más que pudiera; y Muergo, dejando el remo, se plantó á su lado dispuesto á recibirlo. Pero salió el magano, soltó la tinta, y fué ésta á parar á la pechera de Cole, que no lo deseaba ni en nada se metÃa. --¡Güena suerte tenéis!--rugió Muergo contrariado. Mas no habÃa acabado de decirlo, cuando ya tenÃa en su caraza toda la pringue del magano que acababa de sacar Andrés. --¡No es lo mesmo uno que otro, puño!--exclamaba Muergo escupiendo tinta y echando el busto fuera del carel para lavarse la cara, en la cual apenas se distinguÃan las manchas negras. En éstas y otras corrió el tiempo hasta más del mediodÃa: la marea estaba bajando, el calor sofocaba, y venÃan del Sur unas bocanadas de aire tibio que rizaban apenas la superficie de la bahÃa, á la vez que iban sus aguas tomando un tinte azul muy intenso. --à comer,--dijo de pronto Andrés. --¿En ónde?--preguntó tÃo MechelÃn. --Donde siempre: en la arboleda de Ambojo. --Algo lejos está--replicó el marinero.--¿Se ha hecho usté cargo de que ya apunta el sur, con trazas de apretar recio? --Y eso ¿qué?--observó Andrés.--¿Ya no hay agallas para tan poco? --Por usté lo digo, don Andrés, y por esa muchacha, que se pueden calar algo los vestidos; que lo que toca á mÃ, sin cuidao me tienen estas chanfainas de badÃa... ¡Isa, Cole! Y Cole, ayudado de Muergo, izó otra vez la vela, que se agitó en el aire hasta que, atesada su escota por Andrés, que también cogió la caña, quedó tersa é inmóvil, mientras la barquÃa comenzaba á deslizarse lentamente, porque el viento era escaso, con la proa puesta á los picos del Alisas. Media hora después, llegaba á la costa en cuya demanda iba. El viento habÃa arreciado un poco; y como la playa es llana, la resaca la invadÃa un buen trecho entre el arenal descubierto y el punto en que, de intento, embarrancó la barquÃa. Cuestión de descalzarse para saltar á tierra quien no tuviera en sus piernas el brÃo necesario para salvar el obstáculo de un solo brinco, ó de dejarse sacar los más escrupulosos en brazos del más forzudo y menos aprensivo. Por de pronto, se convino en que Cole se quedara al cuidado de la barquÃa para que no llegara á vararse por completo, lo cual acontecerÃa si se tardaba mucho en resolver el punto referente al modo de desembarcar sus tripulantes y pasajeros; y sacó Andrés para él, del cesto de las provisiones, abundante ración de cuanto habÃa. MechelÃn, en gracia de sus achaques, consintió en que Muergo cargara con él hasta dejarle en seco; y mientras andaba Andrés empeñado en hacer otro tanto con Sotileza, que preferÃa descalzarse y ya se disponÃa á hacerlo, volvió Muergo del arenal, la agarró por la cintura y cargó con ella, que se dejó llevar, muerta de risa, en tanto Andrés saltaba, de un brinco prodigioso, desde el carel de la barquÃa á la parte enjuta de la playa, en cuyas arenas hundió los pies hasta el tobillo. Y Muergo, que le precedÃa más de dos brazas, seguÃa corriendo sin soltar la carga, que antes parecÃa darle fuerzas que consumÃrselas; y casi tocaba ya los primeros cantos de las veredas que arrancaban de aquellos lÃmites del arenal, y aún no daba señales de posar á la gentil moza, que, entre risas y denuestos, le machacaba la cara y le tiraba de la greña. --¡Déjala ya, animal!--le gritó Andrés. --¡Suéltala, piazo de bestia!--repitió tÃo MechelÃn. Como si callaran. Muergo corrÃa y corrÃa, y parecÃa dispuesto á no dejarla hasta la arboleda misma, á cuya sombra deseaba Andrés que se comiera. Viendo trepar á aquel monstruo greñudo y cobrizo por los ásperos callejos y entre matas de escajo, oprimiendo entre sus brazos nervudos las ricas formas de la garrida callealtera, habÃa que pensar en Polifemo robando á Galatea, ó siquiera en Cuasimodo corriendo á esconder á la Esmeralda en los laberintos de su campanario. Al fin, volvió solo, echando chispas por los ojos bizcos, y agitándose en derredor de su cabezota, al impulso del viento, los mechones retorcidos de su greña montuna. TÃo MechelÃn le maltrató de palabra por aquella acción que tan mal parecerÃa á los que no conocieran el juicio de la honradÃsima muchacha, y Andrés también le echó un trepe gordo. Muergo no hizo caso maldito de las durezas de su tÃo; pero á Andrés le soltó al oÃdo estas palabras, mientras se restregaba las manos y escondÃa en lo más hondo de los respectivos lagrimales todo lo negro de sus ojos: --¡Puño... qué gusto dan estas cosas! à lo que respondió el mozo largándole un puntapié por la popa; de tal modo, que le apartó de sà más de dos varas. Muergo recibió el agasajo con un estremecimiento bestial, dos zancadas al aire y un relincho. Después cogió la cesta de las provisiones y una gran jarra vacÃa que llevaba tÃo MechelÃn, y siguieron todos hacia la arboleda á cuya entrada aguardaba Sotileza, mientras Cole, después de haber desatracado la barquÃa, no sin mucho esfuerzo, y de haberse fondeado con el _rizón_ donde no corrÃa peligro de vararse otra vez, daba comienzo á su particular banquete, al suave arrullo de la resaca y al dulce balanceo de la barquÃa sobre los blandos lomos del oleaje que el viento agitaba lentamente. ¡SabrosÃsima, y bien glosada además, fué la comida de los cuatro comensales de la arboleda! Y por lo que toca á Muergo, hubo que ponerle á raya, según costumbre, porque no tenÃa calo, particularmente en el beber. Andrés y Sotileza apenas bebÃan otra cosa que el agua fresca que se habÃa traÃdo del manantial cercano; y, por acuerdo de ambos, se guardó de todo lo mejor que se comÃa, una buena ración para tÃa Sidora, con harta pesadumbre de Muergo que hubiera devorado también las rebañaduras. TÃo MechelÃn agradeció en el alma esta cariñosa atención consagrada á su mujer, como en otros lances idénticos; y con este motivo, amén de sentirse él bien confortado y bajo el saludable influjo de la amenidad del sitio y de las caricias del aire, despertósele aquella locuacidad tan suya, que sólo la tiranÃa de los años y de los achaques habÃa sido capaz de ir adormeciendo poco á poco, y empezó á entonar panegÃricos de su vieja compañera. Cantó, una á una, sus virtudes y sus habilidades; después retrocedió con la memoria á los tiempos de su propia mocedad, y pintó sus castos amores y sus alegres bodas; y en seguida su felicidad de casado y sus desventuras de pescador; y luégo sus lances de hombre maduro; y, por último, los achaques de su vejez, sin reparar que desde la mitad de su relato, que fué larguÃsimo, Muergo roncaba, tendido boca arriba, y Sotileza y Andrés no le escuchaban, por estar más atentos que á su palabra, á las que á media voz y con mucho disimulo se decÃan mutuamente los dos mozos. El mismo MechelÃn se fué rindiendo á los asaltos del sueño, y acabó por tenderse en el suelo y por roncar tan de firme como su sobrino. Andrés y Sotileza se miraron entonces, sin saber por qué; y quizá sin conocer tampoco la razón de ello, pasearon después la vista en derredor del sitio que ocupaban, y todo lo vieron desierto y sin otros rumores que los que el viento producÃa entre las ramas de los árboles. Sotileza, con el bochorno de la tarde y los vapores de la comida, estaba muy encendida de color; y como ya se ha dicho que á merced de tales jolgorios era más animada y habladora que de costumbre, este exceso de animación se revelaba en la luz de sus ojos valientes y en la sonrisa de su boca fresca. Con esto y el fuego de sus mejillas, Andrés la vió, sobre el fondo solitario y arrullador de aquel cuadro, como nunca la habÃa visto. Se acordó, con _indignación_, de la _calumnia_ de marras; y para enmendarlo, comenzó á convertir en frases terminantes las medias palabras que usó mientras tÃo MechelÃn relataba sus aventuras. Y aquellas frases eran requiebros netos. Y Sotileza, que no los habÃa oÃdo jamás en tales labios, entre la sorpresa que la producÃan y el efecto de otra especie que le causaban, no acertaba á responder lo que querÃa. Esta lucha interior le saltaba á la cara en una expresión difÃcil de interpretar para unos ojos serenos; mas no para los de Andrés, que, ofuscado en aquel instante por los relámpagos de su interna tempestad, todo lo convertÃa en substancia. Alucinado asÃ, tomó con su diestra una mano que Sotileza tenÃa abandonada sobre su falda, y con el brazo izquierdo le ciñó la cintura, mientras su boca murmuraba frases ponderativas y fogosas. La moza entonces, como si se viera enredada en los anillos de una serpiente, deshizo los blandos con que la sujetaba Andrés, con una brusca sacudida, lanzando al mismo tiempo sus ojos tales destellos y transformándose la expresión de su cara de tal modo, que Andrés se apartó un buen trecho de ella, y sintió que se le disipaba el entusiasmo, como si acabaran de echarle un jarro de agua por la cabeza abajo. --Desde ahÃ--le dijo fieramente la indignada moza,--todo lo que quieras... no siendo hablarme como me has hablado... No digo de tÃ, que estás tan alto; pero ni de los de mi parigual debo de oir yo cosa que no pueda decirse delante de ese venturao (y señalaba á tÃo MechelÃn). Andrés sintió en mitad del pecho la fuerza de esta brusca lección, y respondió á Sotileza: --Tienes razón que te sobra. He hecho una barbaridad, porque... ¡no sé por qué! Perdónamela. Pero, aunque asà se expresaba, otra le quedaba adentro. En descalabros tales es donde más padece la vanidad de los buenos mozos; y la de Andrés habÃa quedado muy herida, tanto por el descalabro en sÃ, cuanto por venir éste de mujer que, aun resuelta á rechazarle á él, estaba _obligada_ á hacerlo de otro modo menos brutal; y porque no se compaginaban fácilmente su cruda esquivez con un mozo tan gallardo, y el regocijo con que la esquiva se dejaba llevar poco antes entre los brazos del monstruoso Muergo. La alusión al pobre y honrado marinero dormido á su lado, también le habÃa llegado al alma, no por inmerecida, sino porque la ocurrencia de Sotileza debió haberla tenido él antes; y asà se hubiera evitado que le recordaran los labios de una marinera ruda, lo que más le estaba mordiendo la conciencia. En fin, que al verse corrido en aquel trance, obra de las circunstancias, pensaba y sentÃa lo que sintiera y pensara cualquier nieto de Adán, tan honradote, tan mozo, tan sano y tan irreflexivo como él en idéntica situación. En tanto, Sotileza, sin señales ya de su enojo, se puso á _levantar los manteles_ y á acomodar en la cesta los avÃos y las sobras de la comida. De paso despertó á los dormidos: al «venturao,» sacudiéndole blandamente; y á Muergo, arrojándole á la cabeza el agua que habÃa quedado en la jarra. Enderezóse éste lanzando un bramido, mientras se incorporaba el otro bostezando y restregándose los ojos; y como los celajes se obscurecÃan y el sur iba apretando, diéronse prisa todos y volvieron á la playa, bien corrida ya la media tarde. Nadie se habÃa acordado de Cole, el cual, como si contara con ello, se habÃa tendido á dormir, tan guapamente, sobre la vela plegada en el panel de la barquÃa, en cuyo fondo se zarandeaba, á medio flotar en el agua, de intento vertida allÃ, la pesca de la mañana. Costó muchas y recias voces desde la playa el trabajo de despertar á Cole; pero al fin despertó: haló el arpón para adentro, y atracó la barquÃa, que no fué mucho, pues la resaca era mayor que por la mañana, porque el viento era más fuerte y la marea subÃa ya. Como no era tan fácil saltar desde el arenal al barco como desde el barco al arenal, Andrés no tuvo otro remedio que dejarse embarcar en brazos de Muergo, y resignarse á ver otra vez entre ellos, sin pizca de protesta, á la que tan duras se las habÃa hecho á él por menos estrujones. Ya todos en la barquÃa, tÃo MechelÃn reclamó el gobierno de ella para sÃ, como más viejo en el oficio, y en virtud de «lo que pudiera tronar,» porque el viento arreciaba por instantes. Sometióse Andrés, sin réplica, á los mandatos del experto marinero; sentóse éste á popa; agarró la caña, é izada ya la vela, templó la escota á su gusto. Crujió la lona, tersa y sonora como el parche de un pandero, y el barco se puso en rumbo, encabritándose sobre las olas que lo batÃan de proa, como caballo fogoso que encuentra una barrera en su camino. Como era de esperar, la barquÃa, ciñendo el viento, tumbó sobre el costado y comenzó á navegar de bolina; pero derivaba mucho por ceñir demasiado, y MechelÃn remedió la deriva mandando echar la _orza_ á sotavento (una sencilla tabla colgada del carel). Andrés y Sotileza se sentaron en el costado opuesto, para repartir mejor la carga de la barquÃa, que volaba sobre la hirviente superficie. EmbestÃa las olas con Ãmpetu loco; y al estrellarse con ellas, embarcaba los chorros de espuma en que las dejaba partidas. Andrés se habÃa echado su capote impermeable sobre la espalda; pero Sotileza llevaba la suya sin un amparo, porque no habÃa consentido que tÃo MechelÃn, viejo y achacoso, le diera el _sueste_ y el chaquetón embreados con que se cubrÃa para no mojarse, y que á prevención habÃa llevado á la pesca. Los dos marineros mozos no tenÃan más ropa que la puesta al salir de casa. Asà es que, para no calarse ni perderse el _vestido bueno_, bastante mojado ya, Sotileza no tuvo otro remedio que aceptar el medio capote que con insistencia le ofrecÃa Andrés. Vióse, pues, la hermosa pareja guarecida bajo una misma envoltura de pocas varas de paño, y muy arropadita por la cabeza y por los costados; porque contra el agua que sin cesar saltaba por aquella banda, toda prevención era poca. Andrés, recordando lo pasado, procuraba molestar á su compañera lo menos que podÃa; pero dejar de arrimarse á ella por alguna parte, le era imposible, porque el capote no daba para tanto lujo. Muergo y Cole achicaban á cada momento el agua que iba embarcándose. TÃo MechelÃn no apartaba la vista del rumbo y del aparejo. Y la barquÃa, volando, atropellaba las olas, y caÃa en sus senos, y se alzaba en sus crestas; y á veces, sólo un punto de su quilla tocaba el agua espumosa. Chorros de ella corrÃan por las caras de Cole y de Muergo, y los mechones de la greña de éste goteaban como bardal después de la cellisca. De pronto dijo Andrés á Sotileza, y por lo bajo: --En este mismo sitio zozobró mi bote una tarde, con un viento como el de hoy. --¡Vaya un consuelo para mÃ!--respondió la otra, en la misma _tessitura_. --Es que me empeñé yo en tomar todo el viento de costado sin mover la escota... Una barbaridad. --¿Y cómo salistes? --Me cogió una lancha que venÃa detrás, y remolcó también el bote. Volvieron á callar el uno y la otra; hasta que al hallarse la barquÃa enfrente de la Monja y próxima á los primeros barcos, volvió á decir Andrés, bajito también: --Aquà me puso al _Céfiro_ quilla arriba una racha de vendaval. --¿Y tú?--preguntó Sotileza. --Yo me aguanté agarrado al bote, hasta que me cogió uno de un barco. Aquel dÃa me và mal, porque caà debajo; y, además, hacÃa mucho frÃo. --Dos zambullidas... Bastante es para lo mozo que eres. --Dos, ¿eh? ¡Y también siete llevo ya!... ¡Y ojalá contara hoy la de ocho! --¡Vaya una intención, Andrés! --No es tan mala como tú piensas, Sotileza; porque quisiera hallarme en un lance en que dieras á los brazos mÃos tanto valor... siquiera, siquiera, como á los de Muergo. --¡Mira con qué coplas sale! --¿Te ofendes de ellas también? --Porque no vienen al caso. --Pues nunca vendrán mejor. --Señal de que no están en ley. En esto les inundó una cascada que saltó á bordo al entrar la barquÃa en un verdadero callejón de naves fondeadas, donde el viento era más impetuoso y los maretazos más fuertes. TÃo MechelÃn, en vista de lo que esto prometÃa para más adelante, propuso á Andrés enmendar el rumbo para desembarcar al socaire del Paredón del Muelle-Anaos, en lugar de seguir hasta el de la calle Alta, como aquél deseaba. Y asà se hizo, con magistral destreza de MechelÃn y beneplácito de todos. Dijo Andrés qué pescado de lo cogido por la mañana querÃa para su casa y la de don Venancio Liencres, dejando el resto en beneficio del barco; despidióse de todos muy campechano, y de Sotileza entre cariñoso y resentido; y tomó el rumbo de su casa, mientras la gente de la barquÃa la desvalijaba de todo lo movible y manducable, y después de dejarla bien amarrada, cargaba con ello y se encaminaba á la calle Alta por la de Somorrostro arriba... seguida, á lo lejos, del taciturno Cleto que habÃa presenciado, sin ser visto, la atracada y el desembarco, diciendo para las honduras de su _bodega_: --Mientres Andrés la ampare, no me importa. [Ilustración] [Ilustración] XVII LA NOCHE DE AQUEL DÃA Andrés durmió mal aquella noche, ¡muy mal! En el paso imprudente que habÃa dado en la arboleda de Ambojo, faltó á muchos deberes y cometió muchas inconveniencias á un tiempo. ¡Tantos años corridos en la intimidad de la pobre familia de la bodega! ¡La honrada vanidad que él fundaba en ser el paño de lágrimas de los dos viejos, que le tenÃan en las mismas entretelas del corazón! ¡Aquella noble confianza con que la hermosa muchacha, desde que fué niña descuidada, venÃa amparándose de su sombra benéfica, sin recelar del juicio de las gentes, que podÃa manchar su buena fama, como la habÃan manchado ya, como seguirÃan manchándola, las mujeres del quinto piso! ¡Y el matrimonio de abajo, y la misma Sotileza, y hasta el huraño Cleto, le querÃan, le amaban, precisamente por honrado y _parcialote_; por humilde, por generoso... y porque le creÃan capaz de partir con ellos el mejor pedazo de pan, y de andar á cachetes en medio de la calle por defender la vida ó el buen nombre de todos y cada uno de ellos! ¿Qué dirÃa tÃa Sidora; qué su marido, si en aquel instante de vértigo le hubieran visto, ó si en otros muchos le hubieran leÃdo en la frente ciertos pensamientos que cruzaban rápidos por detrás de ella!... ¿Qué juzgarÃa el candoroso Cleto si lo sospechara! ¡Cleto, que le habÃa visto tan indignado y tan noble cuando le descubrió las _calumnias_ con que le perseguÃan las mujeres de su casa!... Y sobre todo, ¿en qué opinión le tendrÃa Sotileza desde que se vió en la dura necesidad de arrojarle de su lado, altiva, dura, indignada, como se arroja lo que ofende, lo que mancha, lo que deshonra! Porque aquellos gestos, aquellos ademanes, aquellas palabras, significaban todo eso, y en manera alguna fueron artimañas femeniles, resistencias de artificio, ó disfraces de muy distintos propósitos. Aquello habÃa sido una peña de mármol puesta delante de sus Ãmpetus, para que se estrellaran en ella; una lección terrible. ¡Y se la daba una marinera zafia, á pesar de deberle tantos favores y tantas preferencias! ¡Cuál no serÃa la magnitud de su imprudencia, y hasta qué extremo no estarÃa desprestigiado en la consideración de Sotileza!... Y además, corrido; porque corridos quedan los hombres en esas empresas, cuando les salen tan mal como á él le habÃa salido la suya. ¡Si ya que el diablo le tentó, le hubiera ayudado á salir avante, triunfador y airoso!... ¡Pero quedarse sin el botÃn y con todos los coscorrones de tan inicua batalla!... En fin, que no se podÃa vivir con sosiego en la situación en que él tenÃa las cosas desde la tarde anterior, examinadas serenamente al calorcillo de la almohada. Por tanto, procurarÃa verse con Sotileza, mano á mano, tan pronto como la ocasión se le presentara; hablarÃa con ella de lo acontecido, despacio, frÃa y severamente; echarÃa la culpa de su desliz á las tentaciones del sitio, á los arrullos del ábrego, al tufillo de la mar... á cualquier cosa; quizás diera por motivo de su exabrupto un oculto propósito de poner á prueba las virtudes de la moza... Esto ya lo decidirÃa él en su hora. Lo importante era quedar como debÃa y donde debÃa quedar... Si hablando, hablando, resultaba que su prestigio iba creciendo y agigantándose á los ojos de la buena moza, y que ésta llevaba su admiración hasta el extremo de... ¡Entonces, entonces serÃa ocasión de que se trocaran los papeles y recibiera Sotileza la lección que le debÃa!... à menos que la fuerza misma del empeño y lo palmario de la voluntad, no le obligaran á ceder. Pero de este modo, ya la cosa era distinta, porque no siendo la culpa suya, él estaba libre de toda responsabilidad. Y todo esto, con ser tanto, no era lo único que le robaba el sueño. ¡Si cuando las cavilaciones dan en eslabonarse unas con otras!... En cuanto llegó á su casa de vuelta de la mar, sin responder una palabra á las muchas que le enderezó su madre, entre amorosa y sulfurada, por los riesgos que habÃa corrido, el estado en que le veÃa, las gentes que le enamoraban, y por otro tanto más, se encerró en su gabinete, se afeitó, se lavoteó á su gusto y se mudó de pies á cabeza con el equipo fresco y dominguero que se halló preparadito al alcance de su mano. Previsiones de la capitana que adoraba en aquel hijo tan noblote, tan gallardo, tan hermoso... ¡pero tan Adán!... Si aquella noche no le pasa la revista acostumbrada, se le va á la calle con junquillo y sombrero de copa; pero sin corbata. --¡Que con la estampa que tienes no te haya dado el Señor, para ser una persona decente, el arte que te ha dado el demonio para aventajar al marinerazo más arlote! Asà le dijo la capitana mientras le hacÃa el nudo de la corbata, que ella misma le habÃa pasado bajo el cuello de la camisa con la necesaria destreza para no arrugarle. Después, y mientras le estiraba los faldones del levi-sac, le sentaba los fuelles de la pechera, le pasaba el cepillo sobre los hombros y arreglaba las caÃdas de las perneras sobre las botas de charol con caña de tafilete encarnado, continuó expresándose de esta manera: --Si tú fueras otro, no habrÃa necesidad de que tu madre te diera, cada vez que te vistes de señor, un mal rato como éste que estás llevando ahora; pero como eres asÃ, tan... Hijo, ¡qué rabia me das algunas veces!... ¡Deseando estoy que tu padre acabe de llegar de su viaje y comience á cumplirnos la palabra de no volver á embarcarse jamás!... ¡à ver si, con mil diablos, teniéndote más á la vista, consigue lo que yo no he podido conseguir de tÃ! Bueno que una vez que otra... pero ¡tanto, tanto y como si fuera ese tu oficio!... ¿Qué te parece? Mira qué manos... ¡hasta con callos en las palmas! ¡Póngase usted guantes ahÃ!... Hasta por corresponder á las atenciones que te guardan esos señores, debieras ser un poco más mirado en ciertas cosas... ¿à quién se le ocurre, sino á tÃ, irse todo el dÃa de pesca, sabiendo que esta noche estás convidado al teatro con una familia tan distinguida? Pues ya veremos cómo te portas... Y cuidado con largarse á media función: espérate hasta que concluya, y acompáñalos á casa. Da el brazo á la señora, ó á su hija, cuando salgáis de casa para ir al teatro, y lo mismo cuando bajéis la escalera de los palcos... Porque desde aquà te irás en derechura á buscar á TolÃn, que te espera en su cuarto. Asà me lo dijo esta mañana saliendo de misa de once de la CompañÃa... ¡Ea! ya estás en regla... ¡y bien guapetón, caramba! ¿por qué no ha de decirse, si es cierto? à Andrés le molestaban mucho estas incesantes chinchorrerÃas de su madre; las cuales, si estaban muy en su punto por lo referente á las aficiones del mozo, eran harto inmerecidas por lo tocante á lo demás. La capitana le querÃa elegante y distinguido á fuerza de perfiles, miramientos, discreciones y finezas; es decir, haciéndole esclavo de su vestido, de su palabra y de cuatro leyes estúpidas impuestas en salones y paseos por unos cuantos majaderos que no sirven para cosa mejor; y Andrés, con su gallardÃa natural, con su varonil soltura y su ingenuidad noblota, era precisamente de las pocas figuras que encajan bien en todas partes, aunque en ninguna brillen mucho. Fuése, pues, de punta en blanco á casa de TolÃn; y al atravesar el vestÃbulo dirigiéndose al cuarto de su amigo, hallóse tope á tope con Luisa, emperejilada ya con todos los perifollos de teatro. Parecióle al fogoso muchacho que le caÃan muy bien, y asà se lo espetó por todo saludo, pues le sobraba confianza para ello. --¡Vaya, que estás guapa de veras, Luisilla!--le dijo. --Y á tÃ, ¿qué te importa?--respondió Luisa, pasando de largo. Andrés tomaba todos los dichos al pie de la letra, y por eso le dejó muy desconcertado la sequedad de Luisa. Tanto, y tan sentido, que se quejó de ello á TolÃn asà que llegó á su cuarto. --Te digo, hombre, que el mejor dÃa la suelto una fresca. ¡Mira que es mucha tirria la que me va tomando! --¡Qué ha de ser tirria eso!--le replicó TolÃn, mientras se enceraba las desmayadas guÃas de su bigotejo ralo. --Pues si no es tirria, ¿qué es? --Gana de divertirse contigo. ¡Como hay tanta confianza entre vosotros!... --¡Pues me gusta la diversión! --SÃ, hombre, sÃ; no es más que eso... ó algún resentimiento que podrá tener... --¿De qué? --¡Qué sé yo? De todas maneras, no vale un pito la cosa. --Para tÃ, no; pero para mÃ... --Y para tÃ, ¿por qué?... --Me parece, TolÃn, que entrar todos los dÃas en una casa donde se le recibe á uno asÃ... Porque, desde algún tiempo acá, todos los dÃas me pasa algo de esto. --Hombre, eso, si bien se mira, hasta revela cariño y estimación... Pues si quisiera echarte á la calle de una vez... ¡apenas tiene despabiladeras la niña! --¡Ya lo voy viendo, ya! --¡Qué has de ver tú, hombre, qué has de ver tú?... Lo que hay que ver es lo que hace con los que le estorban de verdad. Mira que ya me da hasta compasión de ese pobre Calandrias. --¡Calandrias!... ¿Quién es Calandrias? --¿No te acuerdas que llamábamos asà á PachÃn Regatucos, el hijo de don Juan de los Regatucos? Pues ese elegantón se bebe los vientos por ella, y pasea el Muelle arriba y abajo todo el santo dÃa de Dios; ¡y ella le da cada sofión, y cada portazo!... ¡y le pone unas caras!... En el baile campestre del dÃa de San Juan, se negó á bailar con él ¡con unos modos!... Te digo que no sé cómo ese hombre tiene humor... ni vergüenza para seguir todavÃa paseando la calle á mi hermana. Pues como ese hay varios; porque, como ella es hija de don Venancio Liencres... ¡ya se ve! Y á todos los trata por igual... ¡Más seca y más!... Y lo peor es que todas sus familias son visitas de casa... ¡como que son de lo mejor!... Mamá está que trina con esas geniadas... Y con muchÃsima razón... ¡Mira tú, hombre, qué cosa mejor puede apetecer ella, á la edad que tiene, que tantos y tan buenos partidos, para escoger el que más le agrade! Pues, nada... como una peña... Te digo que como una peña... Con que ahora quéjate tú... Y por supuesto, que todas estas cosas te las cuento yo no más que para gobierno tuyo y en la confianza de la amistad que tenemos. ¿Estás? En esto se oyeron dos golpes recios á la puerta de la habitación, y la voz de Luisa que decÃa: --¡Que nos vamos!... Andrés abrió en seguida; y como ya su amigo habÃa terminado sus faenas de tocador, salieron ambos al pasillo, donde tuvo Andrés que saludar á la señora de don Venancio, que, aunque vieja ya y bastante acartonada, iba tan elegante como su hija, pero mucho más fastidiosa. Don Venancio andaba perorando en el CÃrculo de Recreo, y se darÃa una vuelta por el teatro á última hora, si otros particulares más interesantes no se lo estorbaban. TolÃn se anticipó á dar el brazo á su madre para bajar la escalera, y Andrés ofreció el suyo á Luisa con grandes recelos de recibir un desaire. Pero no le recibió, afortunadamente. Eso sÃ, al precio de una mirada de aire colado, y de estas palabras, que dejaron al pobre chico atarugado y sudando: --Pero no me rompas el vestido, como la otra vez... De camino, llamaron á la puerta de don Silverio Trigueras, comerciante bien metido en harina; y bajó, calzándose los guantes y con la cabeza hecha un borlón de colgajos relucientes, la señorita de la casa, la elegante Angustias, afamada beldad por quien el hijo de don Venancio Liencres suspiraba en sus soledades y se engomaba las puntas del bigote. Despepitóse con ella á fuerza de saludos; recibió la joven los de costumbre de las otras dos señoras, y de Andrés los mejores que supo hacer el pobre mocetón, y continuaron todos juntos hacia el teatro. Ya en el palco, TolÃn se sentó detrás de la joven por quien suspiraba. Andrés, muy cerquita de Luisa, para dejar mayor espacio á su madre; y como por haber madrugado más que el sol y bregado tanto durante el dÃa, se pasó durmiendo la mayor parte de cada acto, y en los intermedios se salÃa á fumar en los pasillos, de todo lo ocurrido allà sólo recordaba después que á mitad de la función habÃa llegado don Venancio Liencres, preguntando si aquello estaba en prosa ó en verso. --Creo que en verso--habÃa respondido Andrés;--digo, no, puede que sea prosa. --Es igual--habÃa replicado el elocuente don Venancio.--¡Para lo bien que lo hacen y el jugo que se saca de ello!... Después, la salida. Vuelta á ofrecer el brazo á Luisa, porque don Venancio habÃa cargado con lo que en justicia le correspondÃa, y á TolÃn no le apartaba nadie, ni con agua hirviendo, de la mujer por quien suspiraba hondo y se enceraba las guÃas del bigote. Ya en la calle, la consabida ringlera de farolones de mano en las de las _doncellas_ que aguardaban á sus respectivas señoras. Porque todavÃa en aquel tiempo, y no obstante haberse estrenado el gas el año anterior, quedaban bastantes restos de aquella antiquÃsima vanidad de clase, expresada en un gran farol de cuatro cristales, dos de ellos amplÃsimos y todos muy altos, y tres medias velas, cuando no cuatro, entre arandelas y bajo lambrequines, arcos ó laberintos de papel rizado, de veinticinco colores, para andar los pudientes por las calles á las altas horas de la noche. Esta observación acerca de los faroles, no fué de Andrés, que ni siquiera reparó en ellos, por estar bien acostumbrado á verlos allà en casos tales: es mÃa, y la apunto aquà porque no estorba, como nota expresiva del cuadro de aquellos tiempos. Lo que Andrés observó entonces fué que el viento, encalmado desde que él habÃa salido de casa para ir á la de don Venancio Liencres, habÃa vuelto á arreciar, y mucho; y como sabÃa que en las bocacalles del Muelle soplaba con mayor fuerza que en ninguna otra parte de la población, se atrevió á aconsejar á Luisa que continuara apoyada en su brazo hasta llegar á casa. Tampoco esta vez fué desairado; y teniendo los demás por muy cuerdo el parecer, observáronle al pie de la letra. Quiero decir que don Venancio no soltó á su señora, ni TolÃn á la señorita de sus amorosos pensamientos. Luisa y Andrés iban delante de todos, menos del farol empapelado, que les precedÃa algunas varas, zarandeándose en la diestra de la doncella de la casa. Al enfilar la calle de los Mártires, comenzaron á oirse los silbidos del viento enredado entre la jarcia de la patacherÃa de la Dársena, y su rebramar furibundo en las encrucijadas próximas; llegaron algunas ráfagas pasajeras que hicieron crujir la seda del vestido de Luisa, zarandeando los pliegues de su falda, y Luisa entonces, muerta de miedo, se agarró al brazo de Andrés, fuerte é inmoble como la rama de una encina. --Agárrate de firme y sin miedo--la decÃa Andrés,--que á mà no me lleva por mucho que sople. Y Luisa se agarraba á dos manos; y con tal ansia se arrimaba á la encina, que Andrés, á no serlo tanto en ciertos casos, hubiera podido sentir en su brazo derecho los latidos del corazón de su amiga; especialmente en el no muy breve rato que permanecieron en el Muelle, mientras abrÃan en casa de don Silverio Trigueras y se quedaba TolÃn sin el arrimo dulce de su linda acompañada. Andrés, en cuanto volvió á verse en el relativo sosiego de la calle trasera, dijo á Luisa, como para tranquilizarla, y, sobre todo, por hablar algo: --Si me apuras un poco, más soplaba esta tarde. à lo que respondió Luisa inmediatamente y sin el menor dejo de broma: --Pues si yo llego á ser aire esta tarde, buena zambullida te llevas... Yo te lo aseguro. Andrés sintió una marejada de fuego que le abrasaba la cara. Se acordó de que una cosa muy parecida habÃa dicho él á Sotileza cuando los dos se amparaban contra las olas de la bahÃa bajo un mismo capote. No temió que Luisa le hubiera oÃdo... pero pudo muy bien haberle visto. --¡Vaya una entraña, mujer!--respondió, atarugado, á la estocada de su amiga. --No hay que tener mala entraña para hacer esas cosas, que son escarmientos necesarios... y hasta obras de caridad, si me apuras. --¡Escarmientos!... ¡obras de caridad!--exclamó Andrés, más dueño ya de sà mismo, porque le iba llevando Luisa al terreno de las impertinencias que tanto le molestaban.--Pues ¿qué he hecho yo de malo esta tarde? --Hombre--respondió Luisa muy resuelta,--á punto fijo, no lo sé, porque la vela tapaba la mitad, hacia allá, de la lancha; y no và en la de acá más que tres bultos remojados, que daban asco. --Yo iba gobernando al timón,--saltó Andrés, resignado á pasar por uno de los bultos «que daban asco,» siempre que Luisa se convenciera de que él no ocupaba la parte invisible de la barquÃa, donde iba el contrabando. La desengañada hija de don Venancio Liencres, sin dar muestras visibles de atención á estas palabras, añadió: --Pero si no lo has hecho esta tarde, bastante hiciste por la mañana. --¡Por la mañana!... --¡SÃ, señor, por la mañana! Pues qué, ¿piensas que no te _han_ visto ahà enfrente, arriba y abajo, las horas de Dios, con esos marinerazos... y una mujerona? --¡Una mujerona!... --Eso mismo: una mujerona... ¿Te parece que eso está bien? ¿Qué dirán las gentes que lo hayan notado? --¿Y qué han de decir? --Pestes, y no será mucho. --¿Y por qué lo miran si tan malo es? --Y ¿por qué te pones tú con _esas cosas_ en el mismo sitio á que está _una_ mirando? Porque una mira allÃ, porque lo tiene delante de casa, y tiene también buenos gemelos para mirar. --SÃ, y ganas de meterse en lo que no importa. --¡En lo que no _me_ importa!--exclamó Luisa, con un sacudimiento que Andrés no estaba en disposición de apreciar, asà por el enojo que ya le cosquilleaba en los nervios, como por los embates y refregones que recibÃa del viento á cada instante. --En lo que no te importa, sÃ--respondió Andrés con entereza,--puesto que en ello no ofendo á nadie, y en lo demás cumplo con mi deber. --Pues me importa--remachó Luisa con voz algo alterada y nerviosa,--y me importa mucho, porque eres un amigo de la casa y un compañero de mi hermano; y no me gusta que digan las gentes que TolÃn tiene amigos que andan á todas las horas de Dios con hombrones de la Zanguina y con marinerotas puercas y desvergonzadas. Por eso, y no más que por eso. Y si me apuras un poco, se lo contaré á papá, para que se lo cuente al tuyo cuando venga, y te saque de esa mala vida... Y ahora, ya no quiero tu brazo... ni que me saludes siquiera. Y en el acto desprendió el suyo del de Andrés. Verdad que esto sucedÃa después de haber pasado á remolque de éste la última bocacalle, y en el momento de arrimarse muy pegadita al vano de la puerta de su casa, mientras la doncella, que se habÃa anticipado algunas varas más, daba, por segunda vez, dos tremendos aldabonazos, que retumbaban en el hueco de la escalera y hacÃan estremecer el barrote de hierro ajustado por dentro á la puerta, la primera de las tres que guardaba la repleta caja del comerciante don Venancio. El recuerdo fresquÃsimo de estos sucesos era el segundo tema de las cavilaciones que le quitaban el sueño á Andrés á las altas horas de la mencionada noche. Jamás la hermana de TolÃn se le habÃa manifestado tan entremetida, tan impertinente y tan dura. Por primera vez habÃa oÃdo de sus labios la amenaza de irle á su mismo padre con el cuento, para que se le refiriera después al capitán. Y la mimada y consentida joven era muy capaz de cumplir lo que ofrecÃa. El caso denunciable no era, ciertamente, cosa del otro jueves; pero ¡vaya usted á saber cómo le contarÃa ella, y de qué colores le revestirÃa en su afán de salirse con su empeño! Don Venancio era un señor muy pagado de la formalidad y del buen viso de las personas de su trato; los humos de su señora, bien á la vista estaban, tanto como el modo de pensar de la capitana; y el capitán no era ya aquel Bitadura impresionable y alegrote, con cuya indulgencia podÃa contarse siempre, sabiendo buscarle las cosquillas de sus flaquezas de muchacho impenitente; últimamente tenÃa humores, algo más de medio siglo encima de su alma, estaba gordo y era rico. Por todo lo cual se le habÃa agriado bastante el genio. El mismo Andrés no contaba ya con fuerzas suficientes para someterse en silencio á ciertas imposiciones caprichosas, y no sabÃa hasta qué extremos podrÃa arrastrarle una conspiración asÃ, tramada por una chiquilla fisgona, contra sus honrados procederes. Con elementos tales, ¿qué salsa no podrÃa hacer el diablo, metido por unos cuantos dÃas en el cuerpo de la tesonuda hija de don Venancio Liencres! Pero, al fin, todo esto era una suposición: estaba por ver, daba tiempo; se verÃa venir, podÃa combatirse desde lejos... ¡Lo otro, lo otro era lo grave, lo apremiante, lo apurado para él!... Y asà batallaba, hasta que, al cabo de las horas, volvióse del otro lado y se quedó dormido. [Ilustración] [Ilustración] XVIII IR POR LANA... Por primera vez en su vida anduvo Andrés, con una perseverancia que á él mismo le repugnaba algo, en acecho de una ocasión para verse á solas con Sotileza; y también por primera vez en su vida, tan pronto como logró sus intentos, engañó á TolÃn con un pretexto inventado para faltar dos horas del escritorio. Aconteció esto á media mañana, en un dÃa en que tÃo MechelÃn estaba á maganos con su barquÃa, y tÃa Sidora á la plaza. Sotileza trajinaba en la bodega, en su habitual arreo doméstico: limpio, corto y ligerÃsimo, según se ha descrito en otra parte, y con el cual se admiraba mejor que con el de los domingos el lujo escultural de la hermosa callealtera. Bien observado lo tenÃa Andrés. Por eso se alegró mucho de hallarla asÃ, aunque ya contaba con ello. --Tengo que hablarte,--la dijo por entrar, y no muy seguro de voz. La joven notó el desconcierto de Andrés, y le preguntó sobresaltada: --¿Y por qué vienes á estas horas y en esta ocasión? --Porque... porque lo que tengo que decirte no debe oirlo nadie más que tú. Siéntate y escucha. Andrés se sentó en una silla, y arrimó otra muy cerca de ella. Pero Sotileza no quiso ocuparla. Permaneció de pie, apoyando el desnudo brazo derecho, redondo y blanco, sobre la cómoda, mientras su seno marcaba la interna agitación que le movÃa, y respondió en voz firme y con mirada valiente: --Acuérdate de lo que te dije el domingo en la arboleda. --Pues de eso mismo vengo á tratar. --Pensé que ese punto se habÃa rematado allÃ. --No del todo; y por lo que falta, vengo ahora. --Pues desde entonces acá, más de una vez nos hemos visto. ¿Por qué te has callado hasta hoy? --Ya te lo he dicho: porque es asunto para tratado á solas entre los dos. --También yo te he dicho que no quiero oirte cosa alguna que no pueda decirse delante de los hombres de bien. --Pues precisamente porque me has dicho eso, tengo yo que hablarte. Siéntate aquÃ, Silda; siéntate, por el amor de Dios, que yo te prometo no propasarme en hechos ni en palabras. No quiero más, con las que te diga, que quitarte el amargor que te dejaron otras, y quitarme yo mismo de encima un peso que me fatiga mucho. Sotileza, algo anhelante y descolorida, plegó maquinalmente su hermoso cuerpo sobre la silla preparada por Andrés. El cual, en cuanto la tuvo á su lado, y tan cerca que oÃa el sonido de su respiración, exclamó asÃ: --¡Y mira que se necesita toda la fuerza de los propósitos que yo traigo, para no faltar á ellos viéndote tan hermosa... y en la soledad en que estamos! Silda se alzó bruscamente de la silla, y volvió á apoyarse contra la cómoda. --No creas que me espanto--dijo al mismo tiempo,--de verme sola contigo; que alma me sobra para meter en la ley al que falte á lo que me debe. --Entonces--preguntó el atolondrado mozo,--¿por qué te apartas tan allá? --Porque no quiero oirte de cerca cosas que te pintan como yo no quisiera verte. --Pues para que me veas á tu gusto, no más que para eso, he aguardado esta ocasión. Créemelo, Silda: te lo juro por éstas que son cruces. --¡Buen camino tomabas para empezar! --Todo ello no era más que un decir... Empeño de no callarte ni siquiera un pensamiento, para que llegaras á verme el corazón como en la palma de la mano. Pero si esas franquezas te ofenden, no volverás á oirlas de mi boca... Te lo juro, Silda... Y vuelve á sentarte aquÃ... y amárrame las manos, si piensas que puedo llegar á ofenderte con ellas... Y si después de oirme te parece que mis palabras te agraviaron, arráncame la lengua con que las diga... pero siéntate aquÃ, y escúchame. Sotileza volvió á sentarse, pero maquinalmente, muy pálida, y entre fiera y conmovida; porque en todo aquello que le estaba pasando habÃa tanta novedad y tan extraño interés para ella, que se imponÃa á la braveza de su carácter. Andrés, que siempre la habÃa visto frÃa é impasible, dueña y señora de sus impenetrables sentimientos, asombróse de aquel trastorno súbito é inesperado de tanta fortaleza, tradújole á su gusto, y vió que la de sus propósitos se conmovÃa también. ¡PÃcara fragilidad humana!... Pero acababa de jurar que su proceder serÃa honrado; y armándose de voluntad para cumplirlo, comenzó por hablar de esta manera: --Silda, aquella tarde te dije palabras y me propasé á cosas que me valieron una reprensión tuya, dura, ¡muy dura!... AsÃ, de pronto, la falta que cometà confieso que merecÃa esa pena. Yo no te habÃa acostumbrado, en tantos años como llevamos de conocernos, á que sospecharas de mis intenciones por una mala palabra ni por las señales de un mal pensamiento. En esta casa todos, y la primera tú, me hubiérais entregado la honra dormida para que yo la velara. ¿HarÃas otro tanto desde esa tarde acá? Dilo francamente, Silda. --No,--respondió ésta sin titubear. --Pues ese es el clavo que tengo aquà desde entonces, Sotileza. ¡Ese me punza allá adentro, y me roba el sueño de noche, y me quita el sosiego de dÃa! Yo no quiero que nadie se recele de mà en esta casa, donde estoy acostumbrado á que se me abran todas las puertas como al sol cuando llega. à eso quiero volver, Silda: á la estimación tuya y á la confianza de todos. --Ni la estimación mÃa ni la confianza de naide has perdido, Andrés. Todos saben lo que te deben, y yo lo que también te debo; y aquà no hay ingratos. --Yo no quiero que se me estime por los favores que haga, sino por mi propio valer; y yo sé que no valgo á tus ojos hoy lo que valÃa poco hace. --Y si en esa cuenta estabas, Andrés--exclamó Silda con un calor de acento desacostumbrado en ella,--¿por qué no te la echaste en su dÃa, para no hacer lo que hiciste? --En la respuesta á esa pregunta está cabalmente la disculpa de aquel acto y de aquellos dichos; la única razón que puedo ofrecerte para volver por entero á tu estimación y á tu confianza. Y ya ves cómo esta razón no podÃa dártela con testigos, sin descubrir la causa de ella; lo que serÃa un remedio peor que la misma enfermedad. --Yo no sé--dijo Sotileza con el acento y la expresión de la más cruda sinceridad,--que pueda haber disculpa para esas cosas, en hombres de tan arriba como tú, con mujeres de tan abajo como yo. Andrés sintió en mitad del cráneo el golpe de este argumento. --Pues qué--respondió buscando en los falsos efectos de la voz y de las actitudes el brÃo que no hallaba en su razón,--¿eres tú de las que creen que tratándose de «esas cosas» hay distancias ni jerarquÃas que valgan? Tu hermosura envuelta en esos cuatro trapillos, limpios como la plata, ¿no es tan hermosura como la que se adorna con sedas y diamantes? Lo que por tà experimente un mozo rudo y grosero, ¿no puede experimentarlo, y hasta con mayor fuerza, un hombre de mis condiciones?... Lo que la amenidad del campo y el influjo de la naturaleza, en todo su esplendor, puedan hacerle sentir á él, enfrente de una mujer como tú, ¿no pueden hacérmelo sentir á mà también?... Y ya que de este trance hablamos, ¿qué tendrÃa de extraño que siendo tan propicia la ocasión y tan placentero el sitio, tratara yo de aprovechar ambas ventajas para poner á prueba tu virtud con un asalto de comedia? Silda respondió á esta parrafada con una sonrisa frÃa y burlona. --¿Es decir, que no me crees?--le dijo Andrés muy contrariado. --No,--respondió Silda con entereza. --¿Por qué? --Porque lo que es mentira se conoce desde lejos, hasta en el modo de venir; y aquello, no te canses, Andrés, aquello era la pura verdá... Por eso hubiera creÃdo hoy mejor en la pena que me pintas viéndote llorarla de todo corazón, que amparándola con un embuste. Andrés se quedó, por un momento, sin saber qué replicar á estas palabras tan crudas y terminantes. Después dijo, por decir algo: --No basta, Silda, afirmar una cosa: hay que dar razones... --Yo te darÃa, de buena gana--respondió la moza, conteniendo los Ãmpetus de su carácter,--una sola que valiera por muchas. --Y ¿por qué no la das?--preguntóle Andrés, no tan valiente como parecÃa. --Porque temo que te resientas. --Te prometo no resentirme... ¿Por qué era verdad aquello? --Porque conocÃa yo los malos pensamientos que te lo mandaron. --¡Que los conocÃas!... ¿De qué? --De habértelos leÃdo muchas veces en los ojos. --¿Cuándo! --Desde tiempo atrás. --¡Silda! --Lo dicho, Andrés. ¿No querÃas razones? Pues ya las tienes. Andrés se quedó desarmado, y herido en lo más hondo de su conciencia. Sotileza lo conoció y se apresuró á decirle: --Me prometiste no ofenderte con la razón que te diera. Cúmpleme la palabra. --Y la cumplo--dijo Andrés, más con los labios que con el corazón,--y ni siquiera he de porfiar sobre el engaño de tus ojos cuando leÃan en los mÃos. Pero dime, Sotileza: ¿por qué cuando creÃste descubrir en mà esos malos pensamientos no me lo dijiste, siquiera por lo que te ofendÃan? --Porque, si no me engañaba el mirar, á tà te tocaba dejarlos fuera de esta casa, no á mà el echarlos de ella. Otra estocada al pecho. Andrés no sabÃa ya de qué lado ponerse en aquella lucha sin una sola ventaja para él. Acudió á los consejos del amor propio, que era lo que con mayor fuerza se le iba quejando allá dentro, y dijo á la tenaz agresora: --Luego, ¿no te amedrentaban esos pensamientos mÃos? --Yo temÃa que los descubrieran las personas que los hubieran llorado como una desgracia para todos. --Pero tú, por tà misma, ¿no los temÃas? --Y ¿por qué habÃa de temerlos? Sentà mucho verlos donde los vÃ; pero no más. --Y ¿por qué lo sentiste? --Porque podÃa llegar la hora... que ha llegado ya... --¿La de darme una lección como la que me estás dando? --Yo no sé tanto como para eso, Andrés; y harto haré con responder al caso para defenderme, como es ley de Dios. --Pero tú misma me has dicho que, una vez descubiertos mis malos pensamientos, no te tocaba á tà echarlos de esta casa. --Sà que lo dije. --Luego debo echarlos yo; es decir, largarme de aquà para siempre, puesto que los llevo conmigo. --Ó venir sin ellos, que no es igual. --¿Y qué he de hacer yo para que creas que no los traigo? --No traerlos. Con eso basta. Andrés, por respeto á sà propio, no querÃa mentir insistiendo en que Sotileza se equivocaba en cuanto decÃa de sus malas intenciones. Como éstas, por lo que iba oyendo, se le transparentaban demasiado, insistir en negarlas era desmerecer más y más á los ojos de aquella ruda virtud, que más le querÃa arrepentido pecador que falso virtuoso. Pero consideraba, al mismo tiempo, que aquellas malas ideas, tan aborrecidas en él por Sotileza, quizás en otro cerebro no le espantarÃan tanto, y hasta se acordaba del regocijo con que la escrupulosa callealtera se dejaba estrujar, en la playa de Ambojo, por los brazos del estúpido Muergo; de Muergo, en cuyos ojos, al mirar á Silda, habÃa leÃdo él torpezas de tal calibre, que no podÃan haber pasado inadvertidas para ella. Luego lo que en Muergo, sucio y feo, no era ni siquiera una falta, en él, mozo gentil y culto, era un delito que podÃa llegar á cerrarle las puertas de aquella casa. ¿ValÃa él menos á los ojos de Sotileza que aquel animal monstruoso? Esto era increÃble, y serÃa una verdadera insensatez manifestar allà dudas siquiera de ello. Pero el hecho de la preferencia existÃa; lo cual demostraba que Sotileza escrupulizaba, más que en los pensamientos de esa clase, en las personas que eran movidas de ellos. No amenguaba este fenómeno la honradez de Silda á los ojos de Andrés, puesto que no ignoraba lo que influye en la significación de ciertos actos la condición de la persona que los ejecuta ó que los consiente; pero en la falsa posición en que se hallaba él en aquellos instantes, el hecho le ofrecÃa una salida, y tal vez podÃa aprovecharla para huir siquiera de la que Silda le presentaba con sus tremendas razones. Salir por esta puerta, es decir, ajustarse á las condiciones de Silda, era obligarse á no volver más á la bodega, pues hombre que habÃa jurado lo que él, todo debÃa sacrificarlo á la buena fama de la mujer que se quejaba de sus malas intenciones; y no volver á la bodega, era empresa superior á las fuerzas del ánimo de Andrés, particularmente desde que habÃa dado motivos para ello y acababa de convencerse de que aquel trastorno moral, que tanto le habÃa chocado en Silda al empezar á hablar con ella, no era la realidad de sus tan acariciadas esperanzas de que llegaran á trocarse entre ambos los papeles del _paso que pasó_ en la arboleda de Ambojo... ¡Y fuéranle á preguntar, sin embargo, qué tal andaba en aquel instante de alteza y fidalguÃa de pensamientos! Ni los de AmadÃs en su peñasco, que pudieran igualárseles. ¡Poder del amor propio resentido! Todo esto, que tan largo es de contar aquà (¡y ojalá no haya resultado ocioso!), se lo barajó Andrés en la mollera en los pocos instantes de silencio que siguieron á las últimas palabras de Sotileza. Tomando, pues, el punto de soslayo en virtud de sus mentales razonamientos, Andrés comenzó á evocar, en tono quejumbroso, los mejores años de su infancia y de su mocedad, corridos para él en la dulce intimidad de la inocente huérfana y de sus honrados protectores. Cariño, abnegación, sosiego, paz y noble confianza: todo se cantó en aquel idilio que hubiera hecho palidecer, salvo el estilo, al que inspiró á don Quijote un puñado de bellotas en la choza de los cabreros. De pronto asoma una mancha leve en el fondo risueño de aquel cuadro; sopla el aire de la sospecha; la mancha se hace nube; la nube se va extendiendo... ¡y adiós luz y confianzas y regocijos! El amigo de siempre, el paño de lágrimas de todos, es ya el hombre malo, de quien hay que apartar las muchachas honradas, la amiga de su infancia y de su mocedad... --Y yo no puedo resignarme á esto, Sotileza--exclamó Andrés, por remate de sus lamentaciones.--Yo no puedo salir de esta casa por ese recelo, después de haber entrado en ella como yo entré. --Pero ¿quién te echa, Andrés!--dijo Sotileza con asombro, después de haber oÃdo impasible sus declamaciones. --Tú--respondió Andrés,--puesto que me dices... --Yo no he dicho eso--replicó Silda con entereza:--yo te he dicho que no vuelvas con esos pensamientos, que han salido á relucir aquà porque tú lo has querido. ¿Es esto echarte de casa? Ni ¿quién soy yo para tanto? --¡Siempre esos dichosos pensamientos!--exclamó el fogoso muchacho, irritado al considerar el afán con que se los ponÃan por delante para que se estrellara en ellos. Y luégo, dejándose llevar de los impulsos de la vanidad resentida, añadió con gran vehemencia:--Y si por casualidad acertaras, Silda; si esos malos pensamientos se hubieran apoderado de mÃ, ¿qué habrÃa en ello de particular? ¿No te has mirado al espejo?... ¿No sabes que eres hermosa?... ¿Y soy yo de piedra, por si acaso? Sotileza, mientras Andrés hablaba asÃ, volvió á inmutarse; y apartando su silla media vara de la otra, dijo, en un acento y con una expresión imposibles de pintar: --¡Andrés!... ¡mira que, por enmendarlo, vas á ponerlo peor! --No sé cómo lo pongo, Silda--exclamó Andrés fuera de sÃ:--lo que sé es que tengo que decirte esto que te digo, porque me abrasa allá adentro si lo callo. --¡Virgen! ¡Y con todo esto te atreverás á negar!... --¡Yo no niego ni afirmo, Silda! Me pongo en todos los casos. ¡Ponte tú también! --¡Pues porque me pongo en el que debo... me matas de pesadumbre, Andrés! Y Andrés vió entonces en los ojos de Sotileza una expresión, y como un velo de rocÃo, que jamás habÃa notado en ellos. --¿Que te mato de pesadumbre!--exclamó deslumbrado.--¿Por qué? --Porque no es asà como yo quiero que seas para que yo te estime, sino como eras antes. --Y ¿por qué no has de estimarme siendo como soy ahora?--preguntó Andrés, ciego por el despecho y la vehemencia. --Porque, porque...--Y Silda, que no apartaba sus ojos de los de Andrés, se alzó rápidamente de la silla. Retrocedió dos pasos sin soltarla de la mano, y continuó asà en una actitud que se imponÃa por la extraña mezcla de altivez y de súplica que habÃa en ella.--¡Por la Virgen de los Dolores, Andrés, no me preguntes más de eso... y escúchame lo que me obligas á decirte! Tú sabes, tan bien como yo, que desde que me recogistes en la calle, me dan en esta casa, por caridá, mucho más de lo que yo merezco. Desvalida y sola me vÃ, y aquà tengo padres y amparo... Morirme puedo, como la más moza; pero ellos son ya viejos, y en ley está que yo vuelva á verme sola otra vez en el mundo. Para valerme en él, no tengo otro caudal que la honra... ¡Por el amor de Dios, Andrés! tú que sabes lo que vale, tú que me amparaste de inocente, ¡mira por ella más que ninguno! --¡Robarte yo ese tesoro!--exclamó Andrés, sinceramente asombrado de la sospecha. --Robármele, no--respondió al punto la callealtera, con gallardo brÃo:--eso, ni tú ni naide. Pero la aparencia basta, porque bien sabes lo que son lenguas. Andrés estaba ya aturdido. Su vehemente irreflexión le llevaba de descalabro en descalabro; pero su veta era noble, y siempre respondÃa su corazón á las llamadas de lo más honrado. Además, era de todo punto inútil el empeño de imponerse con las fuerzas del despecho á una entereza tan indomable como la de aquella mujer, nunca bien conocida de él hasta entonces. --En todo me vences hoy, Sotileza--la dijo en una actitud que se acomodaba bien al tono dulce y sentido de sus palabras,--y tales cosas me dices y tales razones das, que voy cayendo en la cuenta de que, con el mejor de los deseos, he echado en esta porfÃa algunas veces por caminos que no usan los hombres de bien. Acuérdate de lo que te juré al entrar aquà un rato hace: eso es lo cierto, á eso venÃa; lo demás ha ido saliendo porque... porque el diablo enreda las ideas y tira luégo de las palabras á su gusto, para perdición de las gentes. OlvÃdate de ello, Silda... ¡OlvÃdalo y perdóname! ¡Entonces sà que hablaba Andrés con el corazón en los labios! ¡Muchacho más impresionable!... Conociéndolo bien Sotileza, le dijo, acercándose más á él: --¡Eso es hablar en verdá!... ¡Eso es ponerse en justicia, Andrés! Y, mira, ahora que eres amo y señor de tà mesmo; ahora que Dios te corre la venda de los ojos, no esperes á que el demonio te la vuelva á poner... Vete, y déjame sola como estaba... que con ello y no más te perdonaré esas cosas con todo mi corazón... Andrés se levantó de la silla, resuelto á marcharse. Los escozores del amor propio, nuevamente irritado con las últimas palabras de la callealtera, no le impidieron conocer el peso de la razón con que ésta deseaba alejarle de allÃ. --Voy á darte gusto--la dijo.--Pero ¿llega tu intención hasta cerrarme la puerta para siempre en cuanto yo salga por ella?... Porque á eso no me allano, Silda; y, ahora que te he conocido, menos que nunca. --¡No te amontones de nuevo, Andrés, por la Virgen del Carmen!... Yo no quiero cerrarte estas puertas para siempre, ni, aunque quisiera, podrÃa, porque no mando en ellas... Lo que quiero, por demás lo sabes. No está todo el mal en entrar, sino en la ocasión que se busca para ello, porque hay ojos y lenguas que no viven más que de hacer daño. Y si yo, por quien soy, no te paezco bastante para que te mires un poco en ese particular, hazlo por esos probes viejos, que el dÃa en que yo pierda la buena fama se morirán ellos de vergüenza. --Silda--exclamó entonces Andrés en medio de uno de aquellos entusiasmos que le acometÃan tan á menudo,--¡no valgo yo lo que tú mereces! Y sin atreverse á mirarla, porque verdaderamente estaba tentadora en aquel instante la huérfana de Mules, salió, como disparado, de la bodega. ¡Él, que habÃa entrado allà creyendo que iban á trocarse los papeles del _paso_ aquél de la arboleda de Ambojo! Pero ¿de dónde mil demonios habÃa sacado la arisca y taciturna moza aquella sensibilidad y aquellos brÃos, con los cuales acababa de darle tan soberana lección? ¿Cómo era posible que una mujer tan equilibrada de juicio y de tan altos pensamientos, fuera una zarza montuna con él y con las gentes que mejor la querÃan, y copo dulce de algodón cardado con una bestia estúpida como el horrible Muergo! ¿à qué fenomenales inclinaciones obedecÃan aquellas notorias preferencias? ¿De qué barro estaba formada aquella mujer, que no tenÃa una amiga de intimidad en toda la calle; que no echaba de menos la compañÃa de ninguno; que parecÃa no conmoverse por nada, y que, sin embargo, era sensible é inteligente, y honrada, y agradecida, y animosa, y, al propio tiempo, solamente en un sér hediondo y abominable habÃa depositado las únicas dulzuras destiladas voluntariamente de su corazón? Asà iba discurriendo Andrés desde que puso la planta fuera de la bodega; y tan abstraÃdo le llevaba su discurso, que sus ojos no vieron á la sardinera Carpia que se cruzó con él diez pasos más abajo de la puerta; ni la mirada que le enderezó, de medio lado, parándose un momento; ni á sus oÃdos llegaron estas palabras que aquella furia soltó de su boca, con el santo propósito de que en la calle se oyeran las que debÃan oirse: --¡Caraspia!... ¡Si va que ajuma!... ¡Yo lo creo!... El uno en la mar... La otra en la plaza... La señorona en su palacio... ¡Y vengan barquÃas!... ¡Y allá va la vergüenza por esas barreduras!... ¡Puáa! Pa ella, la grandÃsima puerca... ¡Ah, caraspia! ¡Si allego á estar en casa yo! Pero otra vez será, que al cebo que te engorda has de golver... En una asà querÃa yo cogervos, á la mesma luz del sol, pa que vos alumbre en la cara la vergüenza, por poca que tengáis... ¡Puáa!... indecenteeees! [Ilustración] [Ilustración] XIX EL PEREJIL EN LA FRENTE à todo esto, el pobre Cleto no salÃa de sus ahogos. Pae Polinar habÃa intentado en tres ocasiones cumplir la palabra que le dió de ir á sondear las voluntades del matrimonio de la bodega; pero nunca vió el camino libre de los estorbos que tanto miedo le infundÃan. ¡Siempre aquellos demonios de mujeres al balcón, ó atravesadas en la acera, ó vociferando en mitad de la calle! Y gracias que no le adivinaron las intenciones cuando, para mayor disimulo, bajaba ó subÃa á todo andar, como si sus quehaceres estuvieran muy lejos de allÃ. Cleto llamaba casi todos los dÃas, al anochecer, á la puerta del exclaustrado, que bregaba allá dentro hasta sudar el quilo en la tarea en que andaba empeñado, para preguntarle: --¿Hay algo de eso? Y padre Apolinar le contaba lo ocurrido alentándole con buenas esperanzas para otro dÃa. Después, Cleto, cabizbajo y tristón, se iba á pasar un rato á la bodega, donde hallaba á Sotileza algo pasmada, y á los viejos tan cariñosos como siempre. Nada se habÃa oÃdo allÃ, por las trazas, de aquellas _morrás_ que se dieron él y Muergo en la obscuridad del portal. Desde entonces no habÃan vuelto á encontrarse más que en una ocasión, y esa dentro de la bodega y delante de la gente. Gruñeron por lo bajo y se espeluznaron al verse; pero esto no llamó la atención de nadie, porque no era nuevo en ellos. La última vez que vió á pae Polinar, le dijo éste: --Quisiera, Cleto del jinojo, que tomaras esas cosas con menos entusiasmo; porque no van tus ahogos á la conveniencia de los quehaceres mÃos... ¡que te digo que son de órdago!... ¡de órdago, cuerno!... Con que, ó templa la fragua, ó vete aguantando por la buena... Lo mejor serÃa que te aguantaras por la buena, porque es lo que más falta va á hacerte... Mira, Cleto, que, ó mucho me engaña á mà el ojo, ó ese bocado tan fino no está para tÃ. ¡Jinojo, si picastes alto! Y con esto, y con el réspez de toda tu casta... Te digo, Cleto, te digo que ni de propio intento hubiera amontonado el mismo demonio tantos inconvenientes delante del hipo que te consume... Y déjame que me vuelva á mis libros y á mis papeles, que el tiempo corre que vuela, y el sermón es de lo que hay que ver... ¡Si te digo que es de los de tres gavias, cuerno! Todas estas reflexiones eran leña para el fuego en que se abrasaban las impaciencias de Cleto; y salió decidido á hacer, por sà solo, cuanto cupiera en sus fuerzas y en su discurso. Andando hacia la bodega, encontróse, al abocar á la calle Alta, con el bueno de Colo. à Colo le consideraba él, por ser mozo de buena entraña y mejor conducta, y también por aquel poco de latÃn que habÃa estudiado años atrás. Eran muy buenos amigos; y por serlo, Colo le habÃa entretenido muchas veces con el relato de sus amores con Pachuca, la hija menor de las tres que tenÃa su vecino _Chumbao_, patrón de la lancha en que andaba él. Si la primera leva no le alcanzaba, se casarÃan en seguida que se _sacara_. Todo estaba arreglado ya para eso. Cleto oÃa estas aleluyas muy á menudo, y con ellas se le hacÃa un agua la boca. ¿Quién mejor que aquel amigo, tan formal y tan experto en esas cosas, para oirle con cariño y ayudarle con un consejo? Le abordó muy ufano; pero tal empeño puso, para encarecer su mal, en tomarle de muy largo, que el otro, pensando que le hablaba de cosas harto viejas y sabidas, atajóle en el relato para preguntarle, con acento del más vivo interés: --¿Tú sabes lo que pasa, Cleto? --¿Qué pasa?--preguntó éste, á su vez, con viva curiosidad, temeroso de que lo que pasaba tuviese alguna relación con lo que él iba refiriendo á su amigo. --Pus pasa--dijo Colo,--que los de Abajo nus van á prevocar con una regata pa el dÃa de los Mártiles. --¡Pus que prevoquen, paño!--exclamó Cleto, dando con ira una patada en el suelo.--¡Pensé que era otra cosa!... Dimpués hablaremos de eso, hombre. Déjame antes finiquitar el relate. Colo no se prestó á ello, porque iba muy de prisa, según afirmó á su amigo. --Vengo--le dijo,--de la Zanguina, onde se estaba tratando del caso. Pa ellos, es ya hecho, si nusotros no _ciamos_. Una onza se ha de regatear por cuenta de los Cabildos. Paece ser que el Auntamiento da un quiñón güeno pa una cucaña ensebá... y too junto va á ser á modo de fiesta pa animar al señorÃo forastero que anda por ahÃ, y á las gentes de acá. Pa mi ver, quieren sacar el desquite de la que perdieron dos años hace, el dÃa de San Pedro. ¡Como no saquen! Ahora voy corriendo á coger al Sobano en casa, pa decirle lo que hay... Mira que en su dÃa se contará contigo, como la otra vez... Con que ojo, Cleto... y no hay más que hablar. Y no habló más el animoso Colo, que picó calle arriba, dejando á su amigo con las hieles de sus penas entre los labios. En seguida pensó en Andrés, resuelto á confiarle el secreto de su corazón; porque bien examinado el escrúpulo que le habÃa impedido hacerlo antes, no era cosa de reparar en él. Pero Andrés no fué aquella noche á la bodega. Al dÃa siguiente se plantó en el portal de su escritorio, y allà se estuvo á pie firme hasta que le vió bajar. Andrés parecÃa otro desde aquella conversación que tuvo con Sotileza, mano á mano y á solas en la bodega; quiero decir, que era menos estrepitoso en sus movimientos, no tan cascabel de palabra y mucho más distraÃdo en el mirar. à veces lanzaba el aire de sus pulmones con la fuerza de una _racha_ de Sur, haciendo _trémolos_ feroces y escalas atrevidÃsimas con los labios al darle salida, como si intentara quitar con esta música inverniza el dejillo amargo que para él tenÃan los pensamientos, de los cuales eran obra las infladuras de su pecho. Cleto, que bastante tenÃa que hacer con los «jirvores» del suyo, sin reparar cosa alguna en el nuevo cariz de su pudiente amigo, no bien le tuvo á su lado, acordándose de lo mal que le habÃa salido la cuenta relatando por largo á Colo sus pensamientos, espetóselos en cuatro palabras y en brevÃsimos instantes. Un estacazo en la espinilla no le hubiera producido á Andrés tan viva, tan honda y tan repentina impresión como las declaraciones de Cleto. Le acometieron ganas de llenarle de improperios y hasta de darle dos bofetadas. ¡Atreverse un animal semejante á poner sus ambiciones en prenda de tan alto valor! ¡Y pretender, además, que le ayudara él á salirse con su descomedido empeño!... ¡Él, con lo que le habÃa pasado!... ¡con lo que le estaba pasando!... ¿No parecÃa una burla de la pÃcara suerte que le andaba persiguiendo? Pero se dominó, porque muchas razones le obligaban á ello, hasta el punto de que de su interna tempestad sólo notara Cleto algún que otro relámpago que chisporroteó en sus ojos. El atribulado mareante pensó que este chisporroteo era la señal de lo grande que parecÃa su empresa á la consideración desinteresada de un amigo tan bueno y tan rico como aquél. El cual amigo le confirmó sus sospechas bien pronto, pintándole tales dificultades, presentándole tan enormes obstáculos, diciéndole tales cosas y con palabras tan secas y tan duras, cerrándole, en fin, todos los caminos tan á cal y canto, y confundiéndose de tal modo con la amenaza muchos de sus razonamientos, que, comparado con el de Andrés, de rosas y mejorana le pareció al desdichado el dictamen de pae Polinar sobre el mismo pleito. Apartóse de Andrés sin despedirse, y tan cargado de brumas el ánimo, que viéndolo todo negro y sin salida, se dió á barloventear por aquellos aborrecidos mares de Abajo, para distraer un poco la carga de su pesadumbre, discurriendo, de paso, el modo de echar cuanto antes un ancla siquiera en el codiciado puerto. Y acertadÃsimo estuvo el pobre mozo al tomar aquella resolución, porque mientras él andaba voltejeando por el Muelle, y por detrás del Muelle, y junto á la Zanguina, y por la calle de la Mar, y los Arcos de Dóriga, y calle de los Santos Mártires, y la Ribera, y la PescaderÃa, de la cual acababa de marcharse tÃa Sidora, Muergo y Sotileza estaban solos en la bodega, mientras tÃo MechelÃn, de vuelta del estanco, echaba una pipada á la puerta de la calle. Muergo habÃa parecido allà más temprano que lo de costumbre, porque la noticia dada por Colo á Cleto era cierta en todas sus partes, y quiso, tan pronto como llegó á sus oÃdos con señales de formalidad, ponerla en conocimiento de su tÃo. Preguntó por él á Sotileza en cuanto entró en la bodega. --Salió á comprar tabaco,--dijo la moza. --Pus me alegro, ¡puño!--repuso Muergo.--¿Y mi tÃa? --En la plaza. En seguida vendrá. --Pus me alegro tamién. ¡Ju, ju! --¿Por qué, animal? --Puño, porque asà estás tú sola, que es lo que me gusta á mÃ... ¡Ju, ju! ¿Sabes que va á haber regateo? --¿Cuándo? --El dÃa de los Mártiles, si no aflojan los de acá... ¡Puño! ya verás lo que es jalar del remo y zamparse la onza... ¡Una onza, Sotileza! ¡Puño, si juera mÃa! ¡Bien sabrÃa yo qué comprarte con ella! ¡Ju, ju! ¡Puño, qué dÃa ese! à más de ello y la junción de Miranda, con pedrique de pae Polinar, estrenaré yo too el vestÃo, de pies á cabeza; hasta con zapatos y too, ¡puño! --¿Ya tienes la gorra y la chaqueta que te faltaban, Muergo?--preguntóle la moza con el interés de una madre que se desvelara por ataviar á su hijo. --¿No te lo digo? Tanto te empeñastes, que en juerza de agorrar, y agorra que agorra... --¿Y por eso sólo, Muergo? ¿Por eso sólo agorrastes? --¿Por cuál, tú? --¿Porque yo te lo mandé? --Pus ¿por qué hago yo las cosas, puño?--exclamó el monstruo, estremeciéndose de pies á cabeza.--¿Por qué no pesco yo una cafetera ca dÃa? ¿Por qué le aguanto al _Mordaguero_ lo que le aguanto?... ¡Puño!... pus por date gusto, Sotileza... Y porque tú lo quisistes, tengo vestÃo de paño fino... No más que por eso, ¡ju, ju!... Esta noche no cenaré con vusotros. Pero me darás el pan, ¿eh? ¡Tengo una gazuza, puño! ¡Cosa más rara que aquella muchacha! En el mismo sitio en que habÃa domado los Ãmpetus apasionados de Andrés con su palabra desengañada y su continente esquivo, escuchaba las brutalidades de Muergo con la sonrisa en los labios y el regocijo en la mirada. --Pues oye--dijo al animalote aquél, sobre cuyas greñas y ropa brillaban todavÃa las escamas de la sardina que acababa de desenmallar en la lancha, de vuelta de la mar,--en cuanto te pongas el vestido el dÃa que le estrenes, vente acá de una carreruca pa que yo te le amañe encima, antes de que la gente arrepare en él. Porque tú no sabes de esos primores. ¡Vaya, que tendrás que ver, Muergo! --¡Puño!--exclamó éste al contemplar la expresión regocijada de Sotileza.--¡Más que la portisión de los Santos Mártiles, con Cabildo y too!... Pero no tanto como tú, Sotileza... ¡Puño!... Porque tú tienes que ver más que toa la cristiandá con empavesaúra... Si tuvieras á mano algo de torrendo tamién... Cuando Muergo bramaba asÃ, clavados los desnudos y anchos pies en el suelo; los brazos caÃdos, con los codos hacia afuera; el gorro sobre el cogote y las greñas encima de los ojos, comenzaba á anochecer en la bodega. Con este motivo, si es que no le tomó por pretexto, Sotileza dejó á Muergo en aquella actitud, con la palabra atascada en la caverna de su boca, y fué á encender el candil á la cocina. Al salir de ella miró hacia el portal y vió á tÃo MechelÃn arrimado á la puerta de la calle. Le llamó para decirle que le buscaba su sobrino. En la caraza de Muergo y en cierta sacudida de sus hombros abovedados, pudo notarse que le contrariaba mucho la vuelta de Sotileza acompañada de su tÃo. En otros tiempos hubiera alborotado al alegre marinero la noticia que le dió Muergo en cuanto le tuvo delante; pero ya, sin brÃos para luchar personalmente en aquellas nobles batallas entre los dos Cabildos rivales, y cargado de dolencias que le robaban el entusiasmo y hasta la curiosidad, dió escasa importancia al suceso anunciado por su sobrino, aunque no dejó por eso de aconsejarle que no fuera él al regateo si estimaba en algo su vanidad de remador, porque era cosa corriente que habÃan de ganar los callealteros. Muergo se las tuvo tiesas á favor de los de Abajo, sin importarle un bledo el daño que con sus brutales dichos causaba á aquel veterano de los de Arriba; pero intervino Sotileza, y con dos sacudidas de apóstrofes y de reconvenciones, puso al salvaje compañero de la lancha del Mordaguero más blando que una badana. Convino sin dificultad con su tÃo (muy vigorizado con el valiente apoyo de aquella gentil criatura, que era el calor de su espÃritu) en que eran unos tumbones los mareantes de Abajo; y comenzando á roer el zoquete de pan que le habÃa dado Sotileza, salió de la bodega con rumbo á la Zanguina, para ver cómo se iba armando _aquello_. Después entró tÃa Sidora, que ya estaba en autos por lo que se habÃa corrido en la plaza; y más entusiasta que su marido, ó aparentándolo al menos, quizá con el noble propósito de entretenerle y de animarle, pudo conseguir que se fuera un rato á la taberna del tÃo Sevilla, donde ella sabÃa que iba á ventilarse el punto á Cabildo pleno. Poco después de salir de la bodega tÃo MechelÃn, entró en ella Cleto, que no se encontró con Muergo en el camino porque, después de subir por la calle de Somorrostro, tomó por las escaleras de la Catedral, mientras el otro bajaba por Rua-Menor. Pero si no con Cleto, Muergo se encontró con Andrés; y no sé yo si en la necesidad de encontrarse con uno de los dos, salió perdiendo ó ganando en el encuentro que tuvo. Andrés, tan pronto como se apartó de él Cleto, necesitó mayor espacio que éste para entretener y dominar la tempestad desencadenada en su pecho y en su cabeza. Porque la tempestad de Cleto era sorda, de fondo, relativamente mansa, y podÃa aguantarse á la vela, dejándose llevar de aquà para allà sin otro cuidado que el de huir de los escollos de la costa; pero la de Andrés era de huracanes furiosos que le batÃan en redondo y le llevaban en vilo, flagelándole con sus azotes de espumas, amargas como las hieles. Huyendo á la desesperada, anduvo durante una hora sin saber por dónde ni conocer á nadie... Y todo ello ¿por qué? Porque dió en antojársele que Cleto era, en rigor de justicia, un buen acomodo para Sotileza; que Sotileza, ó las personas que la amparaban, podrÃan muy bien caer en la cuenta de ello cuando Cleto, ó quien les fuera con la amorosa embajada, manifestara en la bodega sus intenciones y deseos; y que por conclusión de todo, Cleto y Sotileza... ¡Sotileza, tan pulcra, tan linda, tan gallarda; la que le habÃa hecho faltar á él á sus deberes de amigo... y hasta de hombre honrado, y, con dureza de empedernido desdén, machacado los pensamientos en el hervidero mismo donde brotaban á escondidas de la voluntad! Cierto que oponerse á los planes de Cleto, por los motivos que le zumbaban á él en la mollera; trabajar para que Sotileza llegara á verse en el mundo sola y desamparada de todos, era una completa villanÃa; pero ¿estaba él seguro de que, escarbándole un poco en sus adentros, no se hallaran, por causa de aquellas desazones que le consumÃan, más que torpes deseos contrariados? Apretándole un poco más las ansias que le atormentaban, ¿no serÃa él capaz de llegar con sus intentos hasta donde la licitud de ellos le pusiera para siempre al abrigo de ese linaje de contingencias? ¡Y pensar que, sobrándole generosidad en el corazón, con haberle recibido ella mansa y cariñosa; con haber dejado á su noble arbitrio el resultado de sus inexplicables arrebatos, él mismo hubiera sido capaz de entregar á Sotileza, limpia de toda mancha, al primer hombre de bien que la mereciera! Pero ¿merecerÃa Sotileza este sacrificio? ¿MerecerÃa siquiera el que se habÃa impuesto él al jurarla lo que le juró en su casa viéndose á solas con ella? Cleto le afirmó que no se habÃa cruzado todavÃa entre ambos una sola palabra ni una mala señal de inteligencia en sus intentos amorosos; pero Muergo... ¡aquel estúpido y horroroso Muergo, en cuyos brazos se dejaba ella conducir, muerta de risa, en la playa de Ambojo!... ¡Y vuelta otra vez al tema que tan á menudo examinaba y exprimÃa, desde que habÃa prometido á Sotileza no volver á su lado con un mal pensamiento entre los cascos! No habrÃa malicia, quizá, en aquellos abandonos de la callealtera; pero no le estaban bien á una muchacha honrada que, por faltas mucho menores, le habÃa plantado á él á la puerta de la calle. De esto habrÃa que hablarla, siquiera una vez, á solas y pronto; y á Muergo también. Y en tal ocasión fué cuando Muergo se le puso delante, al salir de una de las bocacalles inmediatas á la Zanguina. --¿De dónde vienes?--le preguntó Andrés. --De allá arriba,--respondió Muergo. --¿De la calle Alta? --SÃ. --¿De la bodega de tu tÃo? --SÃ. Fuà á ponerle en los casos del regateo, por si no lo sabÃa. --Y ¿quién estaba allÃ? --¡Puño!--exclamó Muergo rascándose la cabezona á dos manos.--Cuando entré, hágase la cuenta que la mesma gloria... ¡Ella soluca, hombre! --¿Quién?--volvió á preguntar Andrés muy anhelante. --Sotileza, ¡puño!... --Con que... Sotileza sola--dijo Andrés, disimulando de mala manera el escozor que le atormentaba.--Vamos, y ¿qué la dijiste? ¿qué te dijo ella? --Pos aticuenta que ná--respondió Muergo estremeciéndose;--porque á lo mejor se jué á encender el candil, y dempués allegó mi tÃo. --Con que «á lo mejor»--recalcó Andrés, con un acento que sacaba lumbres.--Eso es decir que algo bueno te habÃa pasado ya. ¿No es cierto, Muergo? Vamos, hombre, dilo con franqueza. Muergo se rascó otra vez la greña; y después de reirse á su modo, dijo al impaciente Andrés: --Güeno, por decir güeno, no jué tanto como pudo ser; pero güeno jué con too, ¡puño! aquel ratuco entre los dos... Yo dijéndola cosas, y cosas... y cosas... ¡ni la metá siquiera de lo que yo dirÃa, puño, si sabiera decirlo!... --¿Y ella?--apuntó Andrés casi con un rugido. --Pos ella--respondió Muergo, restregándose las manazas y haciéndose todo él casi un ovillo,--pos ella, don Andrés, ¡ju, ju!... la gloria mesma... ¡las puras mieles pa mÃ! --¡Mentira, estúpido!--rugió la voz de Andrés al dicho del marinero.--Las mieles de una mujer como esa no están para bestias como tú. Yo te prohibo que digas eso á nadie, y que tú mismo lo creas... --¡Puño!--exclamó rudamente el apostrofado asÃ.--¿Y por qué no he de creer yo lo que es verdá? ¿Y quién es naide pa mandar que no me relamba con ello, si me gusta? --Yo te lo mando--repuso Andrés, temiendo haberse descubierto demasiado,--porque tengo obligación de velar por la buena fama de Sotileza; y su buena fama se mancha con alabanzas de supuestos como los tuyos. ¿Me entiendes, bárbaro? Por eso te prohibo que te alabes delante de nadie de lo que te has alabado delante de mÃ, y que es una pura mentira. --Es la pura verdá, ¡puño! --Digo que mientes, ¡cerdo! Y ahora te añado que, si para curarte de ese vicio de calumniar á una muchacha honrada no basta lo que te digo, yo haré que te cierre la puerta de aquella casa quien tenga más autoridad que yo para hacerlo. Según iba desahogando Andrés sus iras de este modo, en voz baja, pero fiera y desconcertada, á Muergo le subÃa un cosquilleo pecho arriba; se le encrespaba la greña, y los bizcos ojos se le revolvÃan en sus cuencas. --¡Ah, puño!--saltó de repente, apretándose los suyos y rugiendo también.--¡Lo que á usté le pica no es que mienta yo, sino que diga la verdá!... Andrés se quedó helado de vergüenza, al considerar que una bestia como aquélla le hubiera descubierto el misterio de su berrinche imprudente. Muergo añadió todavÃa: --SÃ, ¡puño! esto que aquà me pasa, y lo otro que se corrÃa y pensé que eran malos quereres, y algo que he visto yo... ¡Puño, la cuenta sale!... --¡Otra impostura, animal! --¡No, no... puño! que, enestonces, no me jurgara á mà por acá entro esta cosa que nunca me jurgó. ¡Puño! ¡cómo resquema!... Don Andrés, por usté me echo yo de cabeza á la mar en otros particulares... pero en éste, ¡puño! en éste, no se me cruce por la proba... porque le doy la troncá pa echarle á pique... La única respuesta que se le ocurrió á Andrés, de pronto, á esta inesperada y hasta elocuente exaltación de Muergo, fué un bofetón de los tremendos que él sabÃa dar en lances muy apurados; pero no estaba la calle solitaria; y no estándolo, el golpe iba á tener más resonancia de la que á él le convenÃa. Advirtióle algo de ello al monstruoso mareante para que se diera por respondido, es decir, por abofeteado; y temeroso de que la réplica del insubordinado animal le obligara á cumplirle la amenaza, apartóse de él precipitadamente. Cada paso que daba en aquella desdichada aventura era una torpeza que le costaba un nuevo descalabro. Asà es que el pobre chico iba ahumando hacia la calle de la Blanca, mientras su monstruoso rival entraba en la Zanguina. [Ilustración] [Ilustración] XX EL IDILIO DE CLETO Al dÃa siguiente entró en el puerto la _Montañesa_, de retorno de su viaje á la Habana, y se desembarcó el capitán, resuelto á dejar el oficio por todos los dÃas de su vida. --¡Ya es hora, Pedro, ya es hora!--le decÃa la capitana, estrechándole en sus brazos después de oirle jurar que no quebrantarÃa aquellos buenos propósitos.--¡Qué lástima que no lo hubieras hecho unos años antes! ¡Nos quedan ya tan pocos para pasar la vida juntos, sin las penas que me han llenado de canas!... --Vamos, no te quejes, ingratona--respondÃa su marido examinándola con los ojos, de pies á cabeza, después de desprenderse de sus brazos,--que más tengo yo, y menos lucido me veo de pellejo, y con más averÃas en el casco. Ahora, que trabaje otro mientras yo descanso. Veremos cómo engorda Sama con el oficio que le dejo por herencia. El camino bien le sabe. Lo peor es el barco, que no está ya para muchas borrascas: lo mismo que su capitán. Fortuna que, al cabo de tanta brega, se ha sacado para la vasallona y darse uno la última carena en puerto seguro. à la sazón era don Pedro Colindres un señor grueso, atezado, de patillas y pelo casi blancos; y su mujer, una hermosa matrona, de cabeza gris y majestuoso porte. La cual, continuando la conversación con su marido, que la miraba embelesado, llegó á decirle: --¡Mucha, muchÃsima falta estabas haciendo ya para eso, Pedro! --Pues ¿qué le pasa, Andrea? --No lo sé; pero, desde hace quince dÃas, no es el que era; y en los ocho últimos le desconozco tanto, que me da pesadumbre. Ni come de traza, ni duerme con sosiego, ni creo que sabe por dónde va. Anoche se metió en casa muy temprano, hecho un palomino atontado, y, por más que le tiré de la lengua, no le pude arrancar una palabra. ¡Con lo alegre que él era y lo...! --Aprensiones tuyas, Andrea, aprensiones tuyas; porque las mujeres ¡tenéis un modo de querer!... --¡Te digo que no son aprensiones, Pedro! --Pues yo bien sereno le he visto esta mañana, y maldito si he notado en él cambio ninguno. --Porque delante de tà disimula... Mira, Pedro, apostarÃa la cabeza á que le han trastornado la suya en esa maldita casa, de donde no sale muerto ni vivo. --¿De qué casa, mujer? --La de la calle Alta. --¡Bah! --¡Cuando yo te lo digo!... El capitán no quiso que se hablara más del asunto; y, creyéndolo ó no, afirmó á su mujer que por ese lado no habÃa nada que recelar. Al mismo tiempo que esto acontecÃa en casa de Andrés, Pachuca, la novia de Colo, apremiaba á Sotileza para que le acabara aquel mismo dÃa, que era sábado, la saya nueva que le estaban cosiendo allÃ. Pero Sotileza, por más que se afanaba en la costura, dudaba mucho que se saliera Pachuca con el empeño. Ésta, sentada junto á su amiga y ayudándola con los ojos y hasta con ciertos movimientos involuntarios de sus manos, obra de la impaciencia que la consumÃa, hablaba y hablaba sin cerrar boca. Y hablando, hablando, habló de Colo para ponerle, como era de esperar, en los cuernos de la luna. --Y ¿cuándo vos casáis?--la preguntó Sotileza. --No sé qué decirte á eso, hija--respondió Pachuca suspirando.--Lo que es por casar, ya nos habiéramos casao rato hace, que él buenas ganas tiene, y yo tamién; pero córrese que va á sacarse una leva muy luégo. Y ya ves tú: casarse hoy pa enviudar mañana... --Razón tienes, Pachuca. Es mejor esperar á que vuelvan. --¡Si güelven, los enfelices! --¿Qué han de hacer sino volver! --Quedarse allá, los probes. ¡Ay, venturaos!... ¡Por esos mares!... Si Dios quisiera que no le allegara el número... ¡Pero le tiene ya tan bajo!... Milagro será que no le llegue, por chica que la leva sea. Una misa de á peseta tengo ofrecÃa á San Pedro, si no le toca. --Pus mira, Pachuca--dijo Sotileza con aquel tono dominante que era natural en ella,--sobre que más tarde ó más temprano le han de llevar al servicio, yo ofrecerÃa esa misa por que te le llevaran ahora. --¿Por qué? --Porque vuelven de allá muy otros. Siquiera aprenden á andar derechos y á lavarse la cara todos los dÃas. Esa ventaja saldrÃas ganando al casarte con él de vuelta del servicio. --Y tú, mujer--preguntó Pachuca en crudo,--¿cuándo te casas? --¡Yo!--respondió Sotileza mirando con asombro á su amiga,--¿con quién? --Pus con el que tú quieras--dijo Pachuca sin titubear.--¿No es tuya la calle de arriba abajo? ¿Hay moza en ella más cubiciá que tú? --Pa poca salú, morirse es mejor, Pachuca. --¡Cubiciosona! Pus ¿qué quieres? ¿Comerciantes de allá abajo? --¿Quién ha dicho eso?--exclamó Sotileza al punto, en voz dura y con más duro entrecejo. --DÃgolo yo por decir, mujer,--respondió Pachuca, temerosa de que su amiga hubiera echado la broma á mala parte. --Es que hay dichos, Pachuca--replicó Sotileza con ira mal disimulada,--que son más de temer que los bofetones... porque hay lenguas que los esparcen como la peste; y bien sabes tú que las hay en esta calle peores que la sarna, y contra qué honras buscan el arrimo. La pobre Pachuca, que no habÃa pensado en semejantes rumores para decir lo que habÃa dicho á Sotileza, no se hartaba de jurárselo para que no se ofendiera. --Si no me ofendo de tÃ, Pachuca--la dijo la hermosa huérfana, esforzándose por dar á su cara y á su voz toda la blandura que podÃa.--Bien sé que tú no me quieres mal; pero otros no me pueden ver y tiran á matarme; y de esos golpes, que me duelen, salen estos quejidos que no puedo remediar. Otra, en mi caso, te lo callara: yo te lo canto asÃ, porque en ese particular no debo al demonio ni una mala idea. Hablando Sotileza de este modo, entró en la bodega la vieja tÃa Ramona, el ama de gobierno del padre Apolinar, preguntando por tÃo MechelÃn. --Está á porredanas, y no vendrá hasta más tarde,--respondió Sotileza. --¿Y tÃa Sidora?--tornó á preguntar la vieja. --En la plaza. --Pues yo los buscaba para decirles que pae Polinar quiere que vayan los dos á verse con él en su casa, sin falta ninguna, al anochecer. Ya ellos saben por qué no puede venir acá él mismo. Con que ¿se lo dirás asà en cuanto los veas, guapa moza? --Se lo diré,--respondió la aludida, sin dejar de coser. --¡Bendito sea Dios--dijo tÃa Ramona por despedida,--qué repolluda y qué maja te hizo su Devina Majestá, y qué agradecÃa debes estarle! Y salió arrastrando sus chancletas, mientras Pachuca, mirando á Sotileza, se reÃa de las exclamaciones del ama del fraile, bien conocida en aquel barrio. Sotileza, tan pronto como Pachuca la dejó sola y sin la obligación de hablar, aunque fuera poco, empleó todas las fuerzas de su discurso en adivinar la razón del recado traÃdo por el ama del fraile. Nunca habÃa pretendido éste cosa semejante; y, desde algún tiempo atrás, le estaban pasando á ella cosas bien desusadas. Corrieron las horas, y el matrimonio de la bodega, vestido de media gala, porque, al cabo, tenÃa que atravesar una parte de las más concurridas de la población, y carcomido por la curiosidad más devoradora, acudió á la cita del padre Apolinar. Cleto, á la escasa luz del crepúsculo, los vió salir á la calle, desde la taberna de tÃo Sevilla donde estaba sentado, con las manos en los bolsillos, las espaldas mal embutidas entre el mostrador y la pared, y la cara á medio zambullir en la pechera de su elástico. No habÃa pegado los ojos en toda la noche última, y habÃa vuelto de la mar sin acordarse de lo que le habÃa ocurrido en ella. Pae Polinar no hacÃa nada por él, y Andrés le cerraba todas las puertas. No tenÃa más remedio, para abrirlas, que valerse de su propio esfuerzo. Estaba dispuesto á hacerle como Dios y sus ahogos le dieran á entender, y en esto pensaba cuando vió á los viejos de la bodega salir á la calle juntos. Alzóse súbitamente de su banco; esperó á que aquéllos doblaran la esquina de la cuesta del Hospital; miró después al balcón de su casa y á lo ancho y á lo largo de la calle; y, viéndolo todo libre del enemigo que le espantaba en la empresa que iba á acometer, llegó en dos zancadas al portal, y se coló resuelto en la bodega. Sotileza continuaba cosiendo la saya de Pachuca á la luz del candil que acababa de colgar en la pared. Por verse Cleto delante de ella, palpó la dificultad con que ya contaba él, no obstante la firmeza de su resolución. ¡La palabra, la condenada palabra, que se le negaba siempre que más falta le hacÃa! --Pasaba--balbució, temblando de cortedad,--pasaba... por ahà delante... y pasando asÃ, dije: «voy á entrar un rato en la bodega;» y por eso entré... ¡Paño! ¡güena saya coses!... ¿Es pa tÃ, Sotileza? Sotileza le dijo que no; y, por cortesÃa, mandóle que se sentara. Sentóse Cleto muy separado de ella; y mirándola, mirándola en silencio largo rato, como si tratara de emborracharse por los ojos para romper asà las trabas de su lengua, acertó á decir: --Sotileza: una vez me pegastes un botón... allà ajuera... ¿te alcuerdas? Sotileza se sonrió un poco sin levantar la vista de su labor, y respondió á Cleto: --¡Pues mira que ya ha llovido de entonces acá! --Pos pa mÃ--dijo Cleto más animado,--aticuenta que jué ayer. --Bueno--repuso Sotileza,--¿y qué hay con eso? --Pos con eso hay--continuó Cleto,--que dimpués de aquel botón, que era de asa, y entodÃa le tengo en estos otros calzones... ¡mÃale aquÃ!... Dimpués de aquel botón, juà entrando, entrando en esta casa... porque no se pué parar en la mÃa, Sotileza. Bien lo sabes tú, ¡paño! ¡Aquello no es casa, ni aquéllas son mujeres, ni aquel hombre es hombre! Pos güeno: yo no sabÃa de cosa mejor que ello... y por no saberlo, una vez te pegué una patá... ¿te alcuerdas? ¡Paño! ¡Si vieras lo que ese golpe me ha dolÃo á mà dimpués acá!... Sotileza, comenzando á asombrarse de aquello que oÃa, porque nunca cosa igual ni parecida habÃa oÃdo de tales labios, clavó los ojos en los de Cleto; con lo cual cortó, no solamente la palabra, sino hasta la respiración del pobre mozo. En seguida le dijo: --Pero ¿por qué me cuentas ahora esas cosas? --Porque hay que contalas, Sotileza--atrevióse Cleto á responder;--por eso mesmo, y porque naide ha querÃo venir á contátelas por mÃ... ¡paño! Me paece que en ello no ofendo á naide... Porque verás tú, Sotileza; verás tú lo que me pasa. De plonto no caÃa yo en la cuenta de ello, y me dejaba hinchar, hinchar de aquellas marejás que iba embarcando según entraba yo aquÃ; y tú, crece que te crece... ¡Paño, qué arbolaúra ibas echando de dÃa en dÃa, Sotileza! Yo no ofendÃa á nenguno con mirar eso... me paece á mÃ; ni tampoco por alegrar la entraña con el recreo de esta bodega, una vez que otra. Arriba, ná de ello: mucha negrura... la honra de las gentes por el balcón abajo; sin ley unos á otros... ¡Paño, esto hace mala sangre... aunque uno la tenga de azúcara!... Y por eso te dà aquella patá, Sotileza; que si no, no te la diera; y lo sé, porque si aquà se me dice: «Cleto, échate de cabeza por el Paredón,» por el Paredón me echo, Sotileza, si con ello te das por bien servÃa, aunque otra cosa no me valga que el despeñarme... Pos güeno: de estos sentires, ná sabÃa endenantes, Sotileza; aprendÃlos aquÃ, sin preguntar por ellos y sin agravio de naide... Ya ves tú, no jué culpa mÃa... Me gustaban, ¡paño! me gustaban mucho, me sabÃan á las puras mieles; ¡como que nunca me habÃa visto en otra, Sotileza!... Y me hartaba, me hartaba de ellos... hasta que no me cogieron en el arca... Y dimpués, tumba de acá, tumba de allá, á modo de maretazos por aentro; poco dormir y un ñudo en el pasapán... Mira, Sotileza: pensaba yo que no habÃa mal como las pesaúmbres de mi casa... Pus mejor dormÃa con ellas que con estos sentires de acá abajo... ¡Pa que lo veas, paño! Me paece que tampoco en esto ofendÃa yo á naide, ¿verdá, Sotileza?... Porque al mesmo tiempo que esto me pasaba, mejor y mejor vos iba quisiendo ca dÃa, y con más respeto te miraba á tÃ, y más deseos me entraban de verte la voluntá en los ojos, pa servÃrtela sin que me lo mandaras con la lengua. ¡Y anda, anda asÃ, meses y meses, y un año y otro, con el ajogo en el arca y sin saber cómo salir á flote! Porque, ya ves tú, Sotileza: una cosa es el sentir del hombre, y otra el relatarle, sin palabra, como yo. Dimpués, lo que tú eres... lo que yo soy: ¡la mesma barreúra, acomparao contigo!... Pero no podÃa más, Sotileza, y acudà á hombres que lo entienden, pa que hablaran por mÃ; pero como á ellos no les dolÃa, ¡paño! me dieron con la puerta en los bocicos. ¡Mira tú qué falta de caridá! Porque en esto tampoco habÃa mal pa naide, ni se injuriaba á denguno... ¿Te haces tú bien el cargo, Sotileza, de esto que te digo?... Pus porque naide ha querÃo decÃrtelo de mi parte, vengo á decÃrtelo yo, ¡paño! Sotileza, para quien no era una noticia el amoroso sentir de Cleto, que bien claro se le tenÃa leÃdo ella, no se asombró de este descosido relato, por lo que descubrÃa; pero sà del inesperado atrevimiento del relatante. Miró á éste muy serena, y le dijo: --Verdá es que no hay agravio en todo lo que me cuentas, Cleto; pero ¿á santo de qué me lo cuentas ahora? --¡Paño!--respondió Cleto muy admirado,--pus ¿á santo de qué se cuentan siempre esas cosas? Pa que se sepan. --Pues ya las sé, Cleto, ya las sé. --¡Que las sabes!... ¡PodÃas no! Pero no es bastante eso, Sotileza. --¿Y qué más quieres? --¡Que qué más quiero! ¡Paño!... quiero ser un hombre como tantos que conozco yo; quiero buscame otra vida que la que traigo, con esta luz que tú mesma me has encendÃo acá adrento; quiero vivir como se vive en esta bodega; quiero trabajar pa tÃ, y ser limpio, y curioso, y bien hablao, como tú; quiero barrete el suelo por onde vaigas, y, cuando me las pidas, traerte hasta las serenitas del mar, que naide ha visto. ¿Te paece poco, Sotileza? Cleto estaba en este momento verdaderamente transfigurado, y Sotileza admirada de ello. --Nunca te và tan animoso como ahora, Cleto--le dijo,--ni de tanta palabra. --Es que reventó la ola, Sotileza--respondió Cleto más enardecido,--y yo mesmo creo que no soy lo que antes era. ¡Hasta por tonto me tuve! y ¡paño! ahora juro que no lo soy con esto que siento acá y me hace hablar á la fuerza... Y si este milagro es tuyo sin empeñarte en ello, ¿qué milagros no harÃas conmigo cuando te empeñaras? Mira, Sotileza, yo no tengo vicios; soy arrimao al trabajo; no sé querer mal á naide; estoy hecho á poco; no conocÃ, en lo mejor de la vida, más que tristezas y pesaúmbres... viendo aquà cosa muy diferente, ya sabes cómo la estimo y quién tiene la culpa de ello; en esta casa hace falta un hombre... ¿te vas enterando, Sotileza? Sotileza se enteraba demasiado; y por eso respondió á Cleto, con cierta sequedad: --SÃ; pero ¿qué adelantas con que me entere? --¿Otra vez, paño!--dijo Cleto exasperado.--¿Ó es eso darme el _no_ con cortesÃa? --Mira, Cleto--respondió friamente Sotileza,--yo no tengo obligación de responder á todas las preguntas que se me hagan sobre esos particulares: por eso vivo metida en casa sin tirar de la lengua á naide. Yo no te quiero mal, y sé muy bien lo que vales; pero tengo acá mi modo de sentir, y quiero guardarle por ahora. --Lo dicho, Sotileza--exclamó Cleto desalentado:--eso es un barreno pa que me vaiga á pique. --No es tanto como eso--replicó Sotileza.--Pero ponte en un caso, Cleto: si en lugar del _no_ que temes, te diera el _sÃ_ que vas buscando, ¿qué adelantarÃas con ello? Si pa entrar en esta casa, no más que por pasar el rato, tienes que esconderte de las gentes de la tuya, ¿qué serÃa sucediendo lo que tú quieres? --¡Justo!... ¡lo mesmo que me dijeron los otros!... ¡Paño! ¡Eso no está en ley!... ¡Yo no escogà la familia que tengo!... --Pero ¿quién te dijo lo mesmo que yo, Cleto?--preguntó Sotileza, sin reparar en las exclamaciones del pobre mozo. --Pae Polinar, en primeramente. --¡Pae Polinar!... ¿Y quién más? --Don Andrés. --¿à esa persona le fuiste con el cuento, animal!... ¿Y qué te dijo? --Las mil indinidaes, Sotileza... ¡Muerto me dejó! --¿Lo ves!... Y ¿cuándo fué ello? --Ayer por la tarde... --¡Bien merecido lo tienes! ¿à qué vas tú á naide con esas coplas? --¡Paño, ya te lo dije! Me ajuegaba el hipo... Faltábame arrojo pa hablarte de ello, y buscaba gentes que lo hacieran por mÃ... ¡No las buscara hoy, paño, ya que he roto á hablar!... Pero no es éste el caso, Sotileza. --¿Cuál es si no? --Que porque _arriba_ sean malos, lleve yo las triscas. --Yo no te las doy, Cleto. --Harto me las das, ¡paño! si me cierras la puerta por los de mi casa. --No fuà tan allá siquiera, Cleto. ¡No querÃas correr poco! Te puse en un caso. ¿Lo entiendes ahora? --Témome que sÃ, ¡por vida de mi suerte!... ¡Pero dÃmelo claro, que á eso vine aquÃ!... No te encoja el miedo, Sotileza... --¡No me hagas hablar!... --¡Pior es que lo calles, mira... pa según yo estoy! Vamos, Sotileza... ¿te paezco poco?... Pos dà cómo me quieres: yo allegaré á serlo, por caro que cueste. ¿Vale más otro, por si acaso? Yo seré más que él si tú te empeñas... --¡Vaya que es porfÃa, hombre! --¡Si me va la vida en ello, Sotileza!... ¿Pus me arriesgara si no, paño!... Mira, too es tener un poco de terneza en la entraña, y dimpués el caso va de por sà solo... Tú me dirás: «por aquà se ha de ir;» y por allà me iré tan contento... Poco te estorbaré: con un rinconuco me basta, en lo más apartao... ¡Pior que el que tengo yo ahora!... Comeré lo que tú dejes de lo que yo te gane pa que vivas á la sombra... ¡Si yo vivo de ná, Sotileza! Mira, lo mesmo que Dios está en los cielos, lo que á mà me engorda es un poco de ley, una miajuca de caridá y algo de alegrÃa al reguedor... ¡Paño, qué gusto dará eso!... Con que, ya ves tú lo que pido... No es pa ofendese naide, ¿verdá?... Porque no se piden los imposibles. Sotileza acabó por sonreir oyendo al pobre muchacho. Éste insistió en vano para arrancarla una respuesta terminante. La porfÃa volvió á incomodarla; y Cleto, desasosegado y fosco, llegó á hablar asÃ: --Pos dime siquiera que esto que te cuento no te da más oirlo en boca de otro. --Y á tà ¿qué te importa, animal?--saltó aquà Sotileza con un dejillo rasgado é iracundo, que heló la sangre en las venas de Cleto.--¿Quién eres tú pa pedirme esas cuentas? --¡Naide, Sotileza, naide! la basura mesma... ¡y ni siquiera tanto!--clamó el pobre mozo, conociendo la torpeza que habÃa cometido.--Me cegó la pena, y hablé sin pensalo. Mira, no jué más... por éstas lo juro. --Déjame ya en paz. --¡Pero no me cojas tirria! --QuÃtate delante, que harto te aguanté. --¡Paño, qué mala suerte! ¿No me lo perdonas? --Si no te largas, no. --Pos ya estoy andando. Y asà salió aquella vez Cleto de la bodega, mustio y pesaroso, cuando creyó haber estado á medio jeme de salir triunfante y coronado. [Ilustración] [Ilustración] XXI VARIOS ASUNTOS Y MUERGO DE GALA Injuriar fuera la perspicacia del lector, por roma que la supongamos (y no supondré yo tal cosa), declararle aquÃ, en son de noticia importante, que pae Polinar llamó á su casa al matrimonio de la bodega de la calle Alta para hablarle del asunto que le habÃa encomendado Cleto. El pobre fraile, con el trabajo que le daba el sermón que traÃa entre cejas, y el miedo que le infundÃan las hembras de casa de Mocejón, tomó aquel partido para perder menos tiempo y no verse en un trance que tan de lumbre temÃa. Cumplió su cometido con poco entusiasmo, y hasta con la advertencia de que él ni entraba ni salÃa, y la condición de que, si el asunto cuajaba, no supieran ni las moscas del aire que su lengua se habÃa movido ni para aquello poco que decÃa por servir al obcecado muchacho. --Cleto es buena persona--dijo al último.--TendrÃa bien por un lado para ayudar á la casa. No darÃa guerra en ella; pero la darÃan otros, sólo por verle allà tan en paz... Ya sabéis de quién hablo. ¿Te acuerdas, Miguel? ¿Te acuerdas, Sidora?... ¡Qué gente, cuerno! ¡qué gente!... Por otra parte, aunque la muchacha es guapa y honrada de veras, y por ello sólo merece un marqués, como los marqueses no buscan marineras para casarse con ellas, Silda, más tarde ó más temprano, tendrá que apechugar con un callealtero del oficio; y este callealtero, greña y palote más ó menos, allá se irá en pelaje y en literaturas con el hijo de Mocejón después de limpio y trasquilado. ¿Entendéis lo que digo?... Pues en conociendo la voluntad de la interesada, pésense allá en familia las verdes con las maduras de este particular... y al cuerno, hijos; que yo ni entro ni salgo... ¡y Dios me librara de ello, jinojo! Las mismas verdes y las propias maduras que el padre Apolinar veÃan en el asunto tÃa Sidora y su marido, con la única diferencia de que la primera para todo lo malo hallaba un remedio; y al segundo, hasta lo mejor llegaba á parecerle muy malo en cuanto se metÃa á comparar el oro bruñido de Sotileza con el cobre roñoso del hombre que la pretendÃa. Verdad que para tÃo MechelÃn no habÃa nacido galán en el mundo, ni nacerÃa tan pronto, que en buena justicia la mereciera. Sotileza habÃa comprendido, por todo lo que le dijo Cleto, después del recado que le dió la criada del padre Apolinar, que en casa de éste se habÃa tratado el mismo punto que acababa de ventilarse en la bodega. De modo que, á media palabra que la dijo tÃa Sidora después de convenir con su marido en que era hasta deber de conciencia consultar, sin perder un instante, la voluntad de la interesada, le salió ésta al encuentro para referir lo que le habÃa sucedido con Cleto. --Mejor pa nusotros--dijo tÃa Sidora,--que un trabajo nos quitas con saberlo ya. --¡Uva!--confirmó tÃo MechelÃn, golpeando el suelo maquinalmente con uno de sus pies. Silda callaba y cosÃa. TÃa Sidora añadió, después de un ratito de silencio: --Con que tú dirás, hijuca. --¿Qué quiere usté que diga? --Lo que te paezca sobre el caso. --Por sabido se calla. --Poco decir es. --Y la metá sobra. --Quisiera yo, hijuca, que te pusieras en los casos... Hoy ná te falta, gracias á Dios; pero mañana ó el otro... ya ves tú... semos mortales, y viejos además, y con poca salú... has de verte sola... ¡y puede que muy luégo!... La casta es mala... ¡mala!... no puede ser peor; pero él es un venturao, noble como el pan... Con una miaja de aseo y bien vestido, campará mucho, porque es buen mozo de por sÃ... No te le empondero tanto pa metértele por los ojos, sino porque éste es caso de que se pongan las cosas en su punto, pa que al resolver no te engañes. --¡Uva!--dijo MechelÃn cambiando de pie para golpear el suelo. Como Sotileza no daba lumbres, tÃa Sidora, algo picada por ello, añadió en seguida: --¡Pero, hijuca, respóndenos algo, por el amor de Dios, pa que uno sepa los tus sentimientos!... Si temes engañarte por tà mesma, ¿quieres que pidamos consejo, pinto el caso, á don Andrés? --¡Ni se lo mienten siquiera!--saltó la moza inmediatamente.--No hace falta ese consejo, ni el de naide tampoco; que bien sé yo lo que me conviene. --Pos eso queremos saber, hijuca: lo que te conviene á tà á la hora presente. --¡Uva! --Me conviene que me dejen en paz sobre esos particulares; que no me hablen más de ellos, porque no me hace falta, porque ca uno se entiende, y lengua me sobra pa decir «esto quiero» cuando sea de menester. Asà estoy á gusto... y Dios dirá mañana. ¿Me entienden ahora? Y asà quedó, por entonces, aquel asunto. Con bastante más calor se ventilaba otro bien distinto en todas las tertulias y cocinas de la calle, desde la noche anterior. Este asunto era el del regateo propuesto por el Cabildo de Abajo, y aceptado por aclamación _á claustro pleno_ en la taberna del tÃo Sevilla. En aquellos tiempos, todavÃa los mareantes santanderinos no habÃan pensado siquiera en meterse en otras aventuras que las del oficio; y un empeño de tal naturaleza removÃa en ambos Cabildos el entusiasmo de la gente moza, y calentaba la sangre en los entumecidos cuerpos de los veteranos. Porque no se trataba de un lance particular entre dos lanchas rivales, sino de un suceso que revestÃa toda la solemnidad de los grandes conflictos entre dos pueblos limÃtrofes. No eran unos cuantos remeros del Cabildo de Abajo que desafiaban á otros tantos del Cabildo de Arriba, ni se trataba tampoco de ganar, en concurso libre, un premio ofrecido por un particular ó por el Ayuntamiento; lances en que caben amaños para repartir la ganga entre los competidores, y apenas se resiente el amor propio; esto era muy distinto: era un Cabildo en masa desafiando al otro Cabildo, nada menos que para el dÃa de los santos patronos del retador, patronos, á la vez, del Obispado, fiesta solemnÃsima en Santander; á la pleamar de la tarde, cosa de las tres y media; con el Muelle atestado de curiosos; y se regateaba una onza, sacada de la entraña misma del tesoro de los contendientes; y los mareantes de Abajo eran vanidosos porque eran muchos, comparados con los de Arriba... En fin, que particularmente para éstos, el suceso venÃa á ser una verdadera cuestión internacional; y por tanto, no es de extrañar que anduvieran interesados en ella hasta los gatos y los perros de la calle Alta. Con este motivo, la bodega de tÃo MechelÃn se vió por las noches más concurrida que de ordinario; pues como no le gustaba ni le sentaba bien salir á la taberna, donde se hablaba mucho del caso, los camaradas que le querÃan de veras, y no eran pocos, iban de vez en cuando á remozarle los ánimos con los dichos de la taberna, ó á pedirle su autorizado parecer, siempre que se necesitaba. Todo esto contrariaba grandemente á Andrés, porque le alejaba de aquellos sitios en la ocasión en que más sentÃa la necesidad de frecuentarlos hasta conseguir siquiera un cuarto de hora de libertad para advertir á Silda, tan celosa de su honra cuando se trataba de él, lo expuesta que la tenÃa en boca del salvaje Muergo. En esto no faltaba á la palabra empeñada, porque cuando la empeñó, no contaba con lo que oyó después á aquel animal. Y aunque en opinión de Silda faltara, ¿qué? Si le estaba engañando, tonto fuera él en guardarla tan inmerecidas consideraciones: si Muergo mentÃa, hasta deber de conciencia era advertÃrselo á ella. Pero aquel ir y venir de gentes extrañas, con lo que ya se habÃa dicho de él por sus visitas á la bodega... y la actitud de su padre, tan distinta de la de otras veces; lo que le advertÃa, lo que le vigilaba... las amenazas de Luisa, que podÃan cumplirse á la hora menos pensada... y entre tantas contrariedades, espoleado á la vez por los Ãmpetus de su carácter impaciente y fogoso, discurrÃa las cosas más absurdas, y llegaba á veces con sus proyectos á las lejanÃas más peligrosas. Y era lo peor que ni siquiera se asombraba de ello. Todo le parecÃa bien, á trueque de salirse con la suya. Ya se sabÃa: pensamientos apretados en la mollera de Andrés, resolución descabellada. En cambio, Cleto se congratulaba, á su modo, de aquel inusitado crecimiento de tertulianos en la bodega, porque asà pasaba él más inadvertido en ella. Entraba como uno de tantos, y Sotileza no tenÃa pretexto siquiera para tacharle de porfiado. Observar sin que le observaran; ver sin ser visto, como quien dice. Esto se lograba allà á la sazón, y esto le convenÃa desde que pae Polinar le habÃa dicho que tenÃa de su parte la voluntad de los dos viejos. ¡Qué bien le supo la noticia! Con lo que él le habÃa dicho á Sotileza y lo que ellos la añadirÃan, su negocio podÃa llegar á arreglarse á la hora menos pensada. Entre tanto, mucho ojo y mucha prudencia. Y asà se conducÃa, con el pechazo repleto de esperanzas. Muergo volvió á la bodega dos noches después de aquél su altercado con Andrés. Con el clavo que este lance le dejó adentro, la cuestión pendiente entre ambos Cabildos y media _juma_ de aguardiente que llevaba, armó en la tertulia un alboroto, y su tÃo le prohibió volver á poner allà los pies mientras duraran aquellas excepcionales circunstancias, por obra de las cuales andaban los ánimos muy vidriosos en uno y otro Cabildo. El de Arriba preguntó al de Abajo, que era el retador, hasta dónde querÃa el regateo, y desde dónde: él á todo se allanaba. Respondió el de Abajo que hasta la Peña de los Ratones, desde la escalerilla de _los Bolados_, según costumbre. En aquel mismo dÃa comenzaron los preparativos Arriba y Abajo. Por de pronto, rasca que rasca los pantoques y branques de las lanchas, hasta dejarlos más lisos que la misma seda; y después, afirma bancos, bozas y toletes; y luégo carena por lo fino, hasta que no pase una gota de agua; y venga alquitrán que cubra y no pese; y pinta los costados, y dale, por último, sebo á los pantoques, ó jabón, si se teme que el sebo se agarre demasiado. La lancha de Arriba se pintó de blanco con cinta roja; la de Abajo, de azul con cinta blanca. Cleto y Colo formaban parte de la tripulación escogida para la primera; Cole y GuarÃn de la de la segunda. Muergo se quedó sin plaza, porque no era de fiar en lance tan delicado; no por falta de empuje, sino por su brutal informalidad. Sintió á su modo el desaire; pero se consoló pensando en que ese dÃa estrenaba vestido, con zapatos y todo, y con el propósito de dar un tiento al palo ensebado, después del regateo. Y asà fué llegando el 30 de agosto, con regocijo de tantas gentes, y trasudores del padre Apolinar, que apenas pegó los ojos en toda la última semana, empeñado en meter en la memoria todo lo que habÃa borrajeado durante tres meses bien cumplidos. Al amanecer, ya estaba Muergo en la rampa Larga refregándose la cabezona y las patazas con el agua del mar. Después, dejando que éstas se fueran secando por sà solas, mientras iba de vuelta á su casa para ponerse el vestido nuevo, pasábase el gorro por la cara y se peinaba la greña con los dedos. Una hora más tarde, cumpliendo regocijadÃsimo los deseos y el encargo de Sotileza, subÃa hacia la calle Alta, reventando en su atavÃo flamante y resbalándose á cada paso en las aceras, porque no se amañaba con aquellos zapatos de suela algo convexa y muy bruñida, que acababa de estrenar. IncreÃble parecÃa á los que le miraban, el relieve que adquirÃa su fealdad envuelta en paño fino y en camisa limpia. ¡Qué relucir de pellejo! ¡qué caer de melena por debajo de la ancha gorra con borla de cordoncillo! ¡qué arqueo de brazos! ¡qué sonreir de gusto!... ¡y qué _andares_ aquéllos! Sotileza se santiguó tres veces en cuanto le tuvo delante, y juntó después las manos y abrió mucho los ojos, como si se asombrara de que pudieran llegar á tal extremo las humoradas de la naturaleza. --Aguántate asÃ, Muergo--le dijo entusiasmada.--Deja que te arrepare un poco desde lejos. ¡Bendito sea el Señor! --¿Te gusto, puño?--exclamó el otro, parándose esparrancado en mitad de la salita.--¿Te paizco bien con esta empavesá? ¡Ju, ju!... ¿Ónde está mi tÃo? --Están á misa los dos... No te marches hasta que vuelvan... Quiero que te vean asÃ. --Ni falta que hacen, ¡puño!... Pa que me güelvan á echar... Por tà vene yo, Sotileza... porque te lo ofrecÃ; y á más á más, tengo que decirte una cosa que me jurga mucho acá entro, ¡puño! --Pues mira--respondió la moza en ademán resuelto,--si llegas á hablarme de cosa que yo no te pregunte, te planto en metá de la calle y no vuelves á entrar aquÃ. ¿Lo oyes bien? --¡Puño! ¿Tamién tú?... Pero si tengo un pensar, ¿qué mal hay en echarle juera? --Cuando venga al caso. --Es que agora viene, ¡puño! --¡Te digo que no... y no seas burro!... ¡Madre de Dios! ¡qué arte de vestirse!... ¡Ven acá, animal! Muergo avanzó dos pasos hacia Sotileza. Ésta, después de mirarle de arriba abajo, le deshizo el nudo mal hecho de la corbata de seda negra; volvió á hacerle como era debido; estiró los fuelles de la pechera de la camisa y arregló sobre ella las largas puntas colgantes del pañuelo de _marga_ de seda. Muergo la dejaba hacer, sin atreverse á respirar siquiera. SentÃa en el pecho la impresión de aquellos dulces manoseos, y temblaba de pies á cabeza. --¡Qué bardal de pelos!--exclamó la moza después que acabó con la corbata.--¿Por qué no te han esquilado un poco, arlotón? ¿No hay siquiera un peine en todo el Cabildo de Abajo? Y en esto le arrancó la gorra de la cabeza, y comenzó á encresparle la melena con los dedos. --¡Virgen MarÃa, si esto es un monte cerrao! Espera que le arregle un poco antes de meter el peine. Y al mismo tiempo que esto decÃa Sotileza, hundÃa las manos en la espesura. Muergo lanzaba de su pecho rugidos sordos, y Sotileza, lejos de amedrentarse con ellos, tira de aquà y desbroza de allá, cuanto más roncaba él, con mayor ansia hundÃa ella sus dedos en la escabrosidad. De pronto lanzó Muergo un verdadero bramido. --¿Te duele?--preguntó Sotileza sin cejar en su empeño. --¡No, puño!--contestó el bárbaro bajando más la cabeza.--¡Jálame más... más!... ¡que me gusta mucho!... ¡Más juerte, Sotileza! ¡puño!... AsÃ, asÃ... ¡Jala más!... ¡más entodÃa!... ¡Ayyy!... Sotileza dió entonces un salto hacia atrás, porque sintió las manazas de Muergo alrededor de su talle. --¡Eso no!--le gritó al mismo tiempo. --¡Eso sÃ, puño!--bramó el monstruo.--¡Pos qué te pensabas?... Y avanzó hacia ella, trémulo y erizado, indómito, espantoso. En el rincón de la salita habÃa una vara con que tÃa Sidora habÃa sacudido la lana de su colchón unos dÃas antes. Sotileza se abalanzó á ella; y antes que Muergo llegara á tocarle en el pelo de la ropa, ya tenÃa encima de su alma dos varazos que le arrancaron sendas blasfemias. Muergo se detuvo allÃ, pero rugiente y anheloso. Sotileza le sacudió otro par de verdascazos. --¡Atrás!... ¡más atrás!...--le gritó al mismo tiempo fiera y resuelta. Muergo retrocedió tres pasos. --¡Más atrás!--insistió Sotileza esgrimiendo la vara.--¡AllÃ... contra la paré!... Y sólo cuando Muergo arrimó á ella las espaldas, dejó Sotileza su actitud amenazante. Muergo jadeaba, y Sotileza poco menos. Ésta le habló entonces asÃ, como si quisiera clavarle al muro con sus palabras: --Ese es tu lugar, y éste el mÃo. ¿Lo entiendes bien? Pues el dÃa en que vuelvas á equivocarte, será la última vez que yo te mire á la cara. ¿Te conformas? --¡SÃ, puño!--respondió el otro, como bramarÃa una fiera acurrucada en el rincón de la jaula. --Toma ahora la gorra,--dÃjole entonces Sotileza con gran serenidad, después de haberla alzado del suelo. Muergo alargó la mano. --Amáñate primero un poco los pelos,--le advirtió la resuelta moza, sacudiendo entre tanto, muy cariñosamente, el polvo de la gorra. Muergo obedeció sin chistar. --Baja ahora la cabeza. Muergo obedeció también. Entonces Sotileza, con sus propias manos, le puso la gorra como debÃa ponerse. --No la toques--le dijo después de enderezarse el otro, en cuyo pecho se oÃan zumbidos, como de lejanas rompientes.--¿Estás contento? --Pues mÃrame tú como otras veces--respondió Muergo.--¡AsÃ... asÃ!... ¡Ay, puño, que salú da eso! Sotileza se echó á reir, y en seguida dijo: --Cuéntame ahora lo que tenÃas que contarme. Muergo, despertando con estas palabras del estupor en que le habÃa hundido la reciente escena, se disponÃa á referir á Sotileza el encuentro que tuvo con Andrés en las inmediaciones de la Zanguina; pero entraron en la bodega tÃa Sidora y su marido, que volvÃan de misa, y el relato quedó sin hacerse. --¡Alabao sea el SantÃsimo Nombre de Dios!--exclamó la marinera contemplando á su sobrino.--¡En los dÃas de su vida discurrió el mesmo Satanás estampa como la que tienes hoy! --¡Vaya, que paeces un gabarrón empavesao!--añadió tÃo MechelÃn haciéndose cruces. Con esto y lo que le habÃa pasado poco antes, acabósele la paciencia á Muergo; el cual, con dos reniegos y una interjección brutal por toda despedida, largóse de allà resuelto á no parar hasta Miranda, en cuya ermita ondeaba, desde el amanecer, la bandera del Cabildo de San MartÃn de Abajo, y clamoreaba el sonoro esquilón, recreándose en todo ello los ojos y los oÃdos de los devotos mareantes que, paso á paso, iban acercándose allá por los atajos del breve y hondo valle intermedio. [Ilustración] [Ilustración] XXII LOS DE ARRIBA Y LOS DE ABAJO El Sardinero, en cuyas soledades se alzó en breves dÃas un edificio, uno solo, destinado á fonda y hospederÃa, habÃa vuelto á quedarse desierto y abandonado de todos, por obra de un lamentable suceso[3] ocurrido en sus playas. Pasaban veranos, y solamente algún entoldado carro del paÃs, que servÃa de vehÃculo y de tienda de campaña á tal cual necesitado de los tónicos vapuleos de las olas, se veÃa por allà de tarde en cuando; los bailes campestres, tan afamados después acá, andaban á la sazón á salto de romerÃa, y ni siquiera cuajaban en todas ellas; comenzaba á no ser de _mal tono_ entre las familias pudientes lo que en las mismas ha llegado á vicio de veranear en la aldea; un viaje á Madrid era empresa de tres dÃas, y se contaban por los dedos los santanderinos que conocÃan de vista la capital de Francia; nos visitaban durante media semana los distinguidos herpéticos de Ontaneda, ó lo menos vulgar entre los reumáticos de las Caldas ó de Viesgo, al fin de sus temporadas, amén de unas cuantas familias «del interior» que por inexcusable necesidad venÃan á remojar sus lamparones en las playas de San MartÃn; y por lo tocante á la gente menuda, que no tenÃa vapores al Astillero, ni trenes á Bóo, ni tranvÃas urbanos, ni sociedades de baile por lo fino, ni otras recreaciones que tanto abundan ahora; ni estaban absorbidos los pensamientos de los unos por los arduos problemas sociales, ni se desvelaban las otras con los cuidados de remedar en usos y atavÃo á las señoras de copete, merendaba en el _Verdoso_ ó en Pronillo, ó triscaba tan guapamente en el Reganche ó en los prados de San Roque, con variantes de paseo en los mercados del Muelle, cuando el tiempo no permitÃa lucir al aire libre los trapillos domingueros. [3] La muerte del brigadier Buenaga, en un dÃa de mucha resaca. Quiero decir con todo esto y lo que me callo por no repetir lo que bien dicho tengo en no sé cuántos libros y ocasiones, que si entre los mareantes de acá el suceso de una regata, en los tiempos á que voy refiriéndome, causaba todavÃa las apuntadas impresiones, en la población terrestre también despertaba no poco interés, particularmente si, como acontecÃa en este caso, era muy señalado el dÃa, y la salsilla agregada por el Municipio daba al espectáculo cierta apariencia de _fiesta marÃtima_. Cada Cabildo tenÃa sus partidarios en la ciudad; y en lides de aquella naturaleza, bien recio demostraba sus inclinaciones cada partidario. Ello fué que, aunque habÃa romerÃa en los prados de Miranda, y el sol calentaba bien, á las dos de la tarde ya estaba á pie firme la primera hilada de curiosos sobre la misma arista del Muelle, desde el Merlón inclusive, hasta cerca de la CapitanÃa del Puerto. Poco después se formó la segunda fila; y en seguida la tercera, y la cuarta, y la quinta, siempre empujando las de atrás á las precedentes y culebreando entre todas los muchachos, y nunca perdiendo su aplomo la primera, ni zambulléndose en la bahÃa un espectador. Cómo se obra este milagro, nadie lo sabe; pero el milagro es aquà un hecho á cada instante. Detrás de las cortinas tendidas sobre las barandas de los balcones, comenzaban ya las damas á colocarse en apretados racimos, dando la preferencia las de casa á las invitadas de fuera. En el fondo, rostros barbudos. Después iban desapareciendo poco á poco las cortinas, y aparecÃan, en su lugar, sombrillas y paraguas de todos los imaginables colores; con lo cual, cada balcón ofrecÃa el aspecto de una maceta enorme con flores colosales. En el Muelle, entre la última fila de curiosos y las casas, buscando agujeros ó rendijas por donde colarse, la atolondrada familia del boticario de Villalón; explicando el intrÃngulis de la regata, que jamás han visto, á sus respectivas y emperifolladas esposas, el castizo harinero de Medina del Campo, ó el reseco magistrado de Valladolid; risoteando con su novio, la repullada sirvienta, y contoneándose los almibarados pollos, no tan encanijados como la _crema_ de ahora, mientras lanzan pedazos de corazón á los balcones, con flechas de miradas mortecinas. De tarde en cuando, cohetes al aire desde el CÃrculo de Recreo y trasera de la CapitanÃa. De pronto, la música de la Caridad resonando á lo lejos; después, más cerca, y luégo más cerca todavÃa... hasta que los menos torpes de oÃdo pueden notar que viene tocando un paso doble, con brÃos muy intermitentes. Las masas se revuelven hacia la _escalerilla de los Bolados_, á poca distancia del Merlón, y por ella bajan los músicos imberbes; y después, de lancha en lancha, de bote en bote y como Dios y su agilidad les dan á entender, llegan á encaramarse en el puente de un quechemarÃn que tiene por bauprés una percha ensebada: la cucaña del Ayuntamiento. Y vuelta á soplar allà los pobres muchachos... Y más cohetes desde allà también. Las lanchas y los botes que rodean al quechemarÃn y se prolongan en ancha faja hacia el norte y hacia el sur, con otras lanchas y otros botes que hay enfrente, llenos de gente también, forman espaciosa calle, á uno de cuyos extremos, el de la escalerilla, están fondeadas dos lanchas en una misma lÃnea, paralela al Muelle; y al opuesto, otra que tiene á proa una bandera con los colores de la matrÃcula de Santander, tremolando en un corto listón de pino. Aquella bandera será la credencial del triunfo, cuando la coja la lancha que primero vuelva de la Peña de los Ratones, distante de ella tres millas al sur de la bahÃa. Sopla una ligera brisa del nordeste; y aprovechándola, voltejean en el fondo de este animado y pintoresco cuadro los esquifes de lujo con todas sus lonas y perejiles al aire. No falta el _Céfiro_, regido diestramente por Andrés, á quien acompañan sus amigos; pero no TolÃn, que está en el balcón de su casa, muy arrimadito á la hija del comerciante don Silverio Trigueras. à media distancia entre la lancha de la bandera del premio y el quechemarÃn de la percha ensebada, está, en primera fila, la barquÃa de MechelÃn con toda la gente de la bodega y algunos agregados, los más de ellos por cuestión de amistad, y los menos para ayudar con el remo al veterano de Arriba. Pachuca con su saya nueva, y Sotileza hecha un espanto de buena moza, ocupan el lugar preferente, es decir, el centro de la banda que da al callejón despejado. Por una cruel disposición de la casualidad, la familia de Mocejón, puerca, regañona y solitaria, está en su roñosa barquÃa, dos botes más atrás que la de MechelÃn. De pronto se alza entre las gentes embarcadas y las de tierra un rumor que apaga los tristes jipidos de la música, y aparece como una exhalación, por el sur de la Monja y entre remolinos de espuma, una lancha blanca con cinta roja, cargada de remeros (ocho por banda), en pelo y con una ceñida camiseta blanca con rayas horizontales, por todo vestido de cintura arriba. Casi al mismo tiempo, y en rumbo contrario, aparece otra azul con faja blanca, por delante el Merlón, á rema ligera también, y tripulada de idéntico modo. Ambas van gobernadas al remo por el patrón respectivo, de pie sobre el panel de popa. Las dos se cruzan como dos centellas, enfrente de la escalerilla, entre el alegre vocerÃo de los tripulantes; y se deslizan y vuelan, y marcan sus rumbos de gaviota gallardas curvas de blanca y hervorosa estela. Cualquiera de las dos serÃa capaz de escribir asà con la quilla el nombre de su Cabildo. Después, la rema es despacio: picadas no más con la pala del remo... y vuelta á volar en seguida para quedarse de pronto con las alas tendidas al aire, meciéndose al blando vaivén de las aguas removidas. En estas evoluciones parecen corceles fogosos trabajados por sus jinetes para domar sus impaciencias antes de entrar en la arena del torneo. Y algo hay de esto en los hermosos escarceos de las lanchas antes del regateo, puesto que lo hacen los remeros para _ir entrando en calor_. ¡Entrar en calor asÃ! ¡Y con la mitad de ello tendrÃa sobrado un forzudo ganapán para no menearse en cuatro dÃas! En fin, la marea está en su punto; suena la música otra vez; bajan á las dos lanchas de respeto inmediatas á la escalerilla, personas de ambos pelajes, es decir, el marino y el terrestre; entran de popa en el callejón las dos lanchas del regateo; atrácase cada una de ellas á otra de las del jurado; sujétanlas allà sendos jueces, llamados _señores de tierra_, mientras las tripulaciones se ponen en orden y se aperciben á la liza; hácese la convenida señal... ¡y allá va eso! La del Cabildo de Arriba, es decir, la blanca, va por la derecha. à la segunda _estropada_, está delante de la barquÃa de MechelÃn; y entonces, entre el crujir de estrovos y toletes, rechinar de remos sobre las bozas, el murmullo del torbellino revuelto por las lanchas y el gritar de los remeros, sobresale la voz de Cleto, que rema á proa, lanzando al aire estas palabras resonantes: --¡Por tÃ, Sotileza! Y Sotileza le vió tender su fornido tronco hacia atrás, y, con la fuerza de sus brazos, arquear el grueso remo de palma, como si fuera un acero toledano. Nada respondió la rozagante callealtera con los labios, porque la emoción sentida con el lance le embargaba el uso de la lengua; y algo hubiera dicho de muy buena gana, ya que no por Cleto solo, aunque no dejó de estimar su cortesÃa, por el pedazo de honra cabildera que en el empeño se jugaba; pero, en cambio, el viejo MechelÃn, vuelto al calor de sus entusiasmos por el fuego de aquellas cosas, agitó la gorra dominguera en el aire, y gritó con la voz de sus mejores tiempos: --¡Hurra por tÃ, valiente... y por todos los de allá arriba! Y las dos lanchas pasan, como si misterioso huracán las impeliera; y rebasan en tres segundos de la bandera de honor que las saluda flameando; y las dos estelas se confunden en una sola; y las puntas de los remos enemigos se tocan algunas veces; y caen y se alzan las palas de éstos sin cesar, y tan á tiempo, como si un solo brazo las moviera; y los troncos de los remeros se doblan y se yerguen con ritmo inalterado: de modo que hombres, remos y lancha, componen, á los ojos deslumbrados del espectador, un solo cuerpo regido por una sola voluntad. Y asà van alejándose, sin que el ojo más sutil pueda notar medio palmo de ventaja en ninguna de las dos. En ocasiones tales, suele decidir el resultado de la lucha una estratagema; algo como zancadilla á tiempo; una atracada de sorpresa, por ejemplo, cuando no se puede cortar el rumbo, en buena ley, á la más animosa; pero en este caso se juega limpio y á cartas descubiertas. à medio camino, ya se las ve más apartadas entre sÃ, ganando espacio á la derecha, porque el descenso de la marea comenzará pronto, y hay que contar con la deriva que las apartarÃa del rumbo conveniente si ahora enfilaran la peña por la proa. Dos minutos después, la simple vista no puede apreciar la diferencia entre sus colores; y un poco más allá, son dos bultos descoloridos, casi informes, y apenas se distingue el aleteo de los remos sino por el centellear del sol en los chorros de lÃquidos cristales que al levantarse destilan de sus palas. Al fin desaparece una lancha detrás del islote, y en seguida la otra... y vuelven ambas á aparecer por el este del peñasco, conservando la primera la misma ventaja que al ocultarse las dos. Pero ¿cuál de ellas es la que viene delante? Muchos espectadores dudan: los que miran con catalejos de atalaya ó con gemelos de teatro, sostienen que la callealtera; y, según sus dictámenes, su ventaja es tal, que tiene ya ganada la partida sólo con no aflojar en la rema, aunque la otra redoble sus esfuerzos. Poco á poco van tomando forma los dos bultos y aumentando los tamaños y apreciándose movimientos y colores... Ya pueden los ojos más inexpertos medir la distancia que separa las dos lanchas; y cuando la callealtera está sobre el banco del BergantÃn, tiene la azul á más de cable y medio por la popa. Ninguna de ellas ceja, sin embargo, en sus esfuerzos: en ambas se boga con el mismo coraje que al principio. Ya que una sola haya de vencer, que se estime por los maestros los méritos de la menos afortunada. La callealtera avanza como un rayo, y llega á la boca del ancho canal; y desde allÃ, con los remos en banda ya, regida por su diestro patrón, se atraca á la lancha de la bandera. Arrebátala Cleto de un tirón, entre los hurras y el palmoteo de la gente; y sin perder su arrancada, la vencedora llega hasta la barquÃa de MechelÃn; y allà Cleto, desencajado, reluciente de sudor, como todos sus camaradas, dice con su recia voz, trémula por el entusiasmo: --¡Tómala tú, Sotileza!... ¡pa que la claves tú mesma con las tus manucas! Y con aplauso de todos, compañeros y circunstantes, entrega la bandera, que en aquel momento era la honra del Cabildo de Arriba, á la hermosa callealtera, que la amarra con sus propias manos, como Cleto lo pedÃa, al pico del tajamar de la lancha triunfadora.--Muchos cohetes en el CÃrculo de Recreo y en la CapitanÃa, y muchos trompetazos y cohetes también en el quechemarÃn. Mientras tÃa Sidora y su marido, locos de alegrÃa, abrazan á Cleto, y también á Colo que se arrima allá para recibir los aplausos de Pachuca entusiasmada, se alza un coro de maldiciones en la barquÃa de Mocejón por la «desvergonzada» hazaña de su hijo, y llega hasta cerca de la boca del canal, para torcer el rumbo en seguida y desaparecer por detrás del Merlón, la lancha azul del Cabildo de Abajo. La callealtera habÃa recorrido seis millas en veinticinco minutos. Cuando terminó esta primera parte de la fiesta, ya estaban sobre el puente del quechemarÃn, en cueros vivos, salvo la zona cubierta por un pintoresco taparrabo, los contendientes de la cucaña. Muergo era uno de ellos, y andaba dado á los demonios porque acababa de presenciar desde allà el episodio de la barquÃa cuando más le estaba requemando la derrota de la lancha de su Cabildo. Pensaba vengarse de Cleto ofreciendo á Sotileza la bandera de la cucaña. Por verle las gentes asomar al palo, se oyó una exclamación de asombro avanzar en oleadas desde la muchedumbre del Muelle hasta la que circundaba al quechemarÃn. ParecÃa un bárbaro australiano, ó un salvaje de la Polinesia. à los dos pasos sobre la percha, se le fueron los pies; perdió el equilibrio, y cayó al agua dando tumbos y pernadas en el aire. Entonces se le tuvo por algo asà como un chimpanzé, derribado por una bala desde la copa de un árbol de los bosques vÃrgenes del Ãfrica. Resoplando en el agua verdosa, buceando y revolviéndose en ella como si fuera su natural elemento, un ballenato pintiparado. à todo se parecÃa menos á un hombre de raza europea. Y como él tomaba el bureo por aplauso á sus donaires, en cada tentativa de asalto á la cucaña hacÃa mayores barbaridades. Desde las primeras, estaba Sotileza con grandes deseos de marcharse de allÃ; y como á tÃa Sidora le pasaba lo mismo y á tÃo MechelÃn no le divertÃan gran cosa, armáronse los remos de la barquÃa, y fuése ésta poquito á poco hacia la calle Alta. El lector y yo nos apartaremos también de aquel espectáculo que, con Muergos y sin ellos, cansa muy pronto á los más pacientes espectadores. [Ilustración] [Ilustración] XXIII LAS HEMBRAS DE MOCEJÓN Por la noche rebosaba de parroquianos la Zanguina, y apenas cabÃan los sobrantes en los arcos de afuera. Los ochavos de la cucaña se habÃan partido entre los que luchaban por ellos; y asà y todo, fué necesaria una trampa, consentida por quien pudo no pasarla, para llegar sin zambullida hasta el extremo de la percha. Muergo, que no hallo los zapatos al retirarse, después de rascar malamente el sebo que se le habÃa agarrado al pellejo durante la brega y á pesar de los remojones, se habÃa propuesto invertir su ganancia correspondiente en darse un regodeo de estómago y en un moquero blanco para regalar á Sotileza. Porque aunque de pronto le costó un berrinche la pérdida de los zapatos, considerando después que éstos de nada habÃan de servirle, puesto que no se amañaba á andar con ellos, acabó por darlos al olvido. Asà es que, mientras el Cabildo entero se agitaba en su derredor comentando á gritos el suceso de la tarde, él, callandito y descuidado, atiborraba el cuerpo de _fritanga_ y pan del dÃa, con largas intermitencias de lo tinto, especialmente cuando el diablo le amontonaba en la memoria el suceso aquél de la bandera después de la regata; los verdascazos de por la mañana, cuando soñaba con cosa bien distinta, y hasta su encuentro nocturno con Andrés, cuyo relato no habÃa podido hacer á Sotileza... ¡Andrés!... ¡Bien de veces le vió él aquella misma tarde rondando la barquÃa callealtera con su bote! ¡Y qué ojos echaba el tunante á algo de lo que habÃa en ella! Para matar este gusanillo, latigazo doble; y asà iba capeando el temporal tan guapamente. En un grupo de los de afuera departÃa el padre Apolinar, muy sulfurado. Tomando lenguas de unos y de otros, habÃa llegado á saber que su panegÃrico de los Santos Mártires de Calahorra no habÃa gustado cosa mayor al Cabildo, y hasta que, en opinión de algún escrupuloso, el sermón _no valÃa_. Esta indignidad traÃa desconcertado al santo varón. --¡Cuerno con los doctores de sueste!--exclamaba el fraile.--Pues ¿á qué estarán acostumbrados, jinojo? --Tocante á eso, pae Polinar--le respondió un patrón de lancha, muy mesurado en el decir,--y sin ofensa de naide, solamente dende el año cuarenta y nueve en que nusotros solos hicimos esa capilla, por habérsenos echao de la Puntida pa labrar allà esas casonas que hay ahora; solamente dende esos tiempos, sin contar los de atrás, se han dicho cosas de primera, motivao á los Santos Mártiles, por hombres de mucha palabra y fino saber... la verdá por avante, pae Polinar, sin agravio de nenguno. --¡Cosas de primera! ¡cosas de primera, jinojo!... ¡Vaya unas cosas! Punto más, tilde menos, siempre las mismas. Que los cortaron la cabeza en Calahorra, que los verdugos las echaron al Ebro... y mucho de ¡oh! por aquÃ, ¡ah! por el otro lado... y chanfaina al último, ¡jinojo!... Chanfaina y no más que chanfaina. ¿SabÃas tú lo del barco de piedra? --¿Quién será capaz de no saberlo aquÃ, pae Polinar? --Claro, hombre, claro. Pero ¿como yo lo conté?... ¿Cómo venÃa el barco?... ¿qué rumbos tomaba?... ¿qué tiempos y qué mares le combatÃan?... ¿cómo abocó á este puerto?... ¿por qué no abocó á otros antes?... ¿Os han contado algo de ello nunca esos picos de oro, con traza y con arte? ¿lo sabÃan, por si acaso, como lo sé yo?... ¿SabÃa el Cabildo mismo aquello de la peña de los Mártires... la Horadada, que llaman otros? --Algo se sabÃa de eso, pae Polinar. --¡Algo, algo! Saber algo es lo mismo que no saber nada en cosas tan importantes, ¡cuerno! Pues ahora ya lo sabéis con todos sus pelos y señales. Ya sabéis que ese arco admirable que forma la peña, fué hecho por el barco milagroso al tropezar con ella y pasarla de parte á parte. Y ¿por quién lo sabéis?... ¿lo sabéis por boca de esos predicadores de rasolÃs? Pues lo sabéis por habérmelo oÃdo á mà esta mañana; á mÃ, á este pobre fraile del convento de Ajo, que, con enseñaros tanto en un sermón de tres meses de fatiga y más de quince textos en latÃn de lo mejor, no llegó á daros gusto... ¡Margaritas á puercos, hijos; margaritas á puercos!... Pero más tarde os veréis en otra; y éste será el mejor castigo que merecen, ¡cuerno! las habladurÃas de esos fanfarrias... Y no digo más, ¡jinojo! porque os pica mucho el ajo de esta tarde, y no quiero que penséis que me alegro de ello, por tomarlo á castigo de Dios... que bien pudiera, ¡cuerno! que bien pudiera tomarlo por esa banda sin pecado de vanidad. ¡Uf!... ¡Lenguas, lenguas; _linguæ corruptæ_, carne mÃsera, carne concupiscente!... Y adiós, muchachos, que me voy á mis quehaceres... Por supuesto, no hay que advertir que lo uno no quita lo otro. La puerta del padre Apolinar no se cerrará por eso para nadie. ¡Pero cuidado con que llaméis á ella, en todos los dÃas de vuestra vida, para asuntos de la Cátedra del EspÃritu Santo!... porque entonces no responderé aunque me la echéis abajo... ¡aunque me la echéis abajo, cuerno! Y se fué pae Polinar menos enfadado de lo que él mismo creÃa. Entre tanto, no se podÃa parar en la calle Alta. Cánticos en la taberna, diálogos de balcones á ventanas, jolgorios en las aceras y bailoteos en medio del arroyo. Todo aquel vecindario estaba desquiciado de alegrÃa... todo, menos la familia de Mocejón, que, encerrada en su caverna, no cesaba de maldecir á Cleto por la afrenta que habÃa echado á la casa haciendo lo que hizo con la «moscona de abajo» después del regateo. Y para mayor rescoldera de las dos furias, el lance se comentaba en la calle con aplauso general, porque en la calle no habÃa pizca de vergüenza, y era voz corriente que ninguna moza era más merecedora que Sotileza de lo que con ella se hizo, por ocurrencia gallardÃsima de Cleto; y hasta se habÃa hablado de si _apereaban_ ó no; de si habÃa ó no habÃa mutuos y transcendentales propósitos entre ambos, y de que, si no los habÃa, debiera de haberlos... Y mucho de ello se habÃa escuchado desde el quinto piso; y por no oirlo, se habÃan cerrado las puertas del balcón y se habÃan tapiado hasta las rendijas, prefiriéndose por las hembras de Mocejón este recurso al de dar rienda suelta á sus iras venenosas en ocasión tan comprometida para ellas. Porque voluntad y lengua y arte, les sobraban para alborotar en medio cuarto de hora toda la calle. ¡Lo habÃan hecho tantas veces!... Pero faltaba la ocasión, la disculpa; un poco, no más, de motivo, de apariencia de él tan sólo; y en cuanto le tuvieran, y le tendrÃan, porque tras él andaban sin descanso... ¡oh, entonces, entonces las pagarÃa todas juntas la tal y la cual de la bodega de abajo, y aprenderÃa lo que ignoraba el mal hijo, el infame hermano, el indecente, el animal, el sinvergüenza, el lichonazo de Cleto! Y no cerraban boca, mientras Mocejón zumbaba como un tábano en el rincón de la sala, y el acribillado mozo saboreaba en la taberna de tÃo Sevilla, ajeno enteramente al hervidero de entusiasmo que le circundaba, y en plácido reposo, los dulcÃsimos recuerdos de su última proeza. En la bodega de MechelÃn no cabÃa la gente cuando llegó Andrés. Porque Andrés creyó muy de necesidad darse una vueltecita por allà para felicitar al veterano y echar unos parrafejos con la familia, en ocasión tan señalada. TÃa Sidora reventaba en el pellejo; su marido parecÃa haber arrojado veinte años de encima de cada espalda. Sotileza, después de las emociones de la tarde, se hallaba ya en su acostumbrado nivel. El remozado pescador, por remate de largos comentarios del regateo, llegó á decir á Andrés: --¡Mire usté, hombre, que fué alvertencia bien ocurrÃa la de ese demonio de muchacho!... Ya lo verÃa usté, que no andaba muy lejos... Hablo relative á la bandera que entregó á Sotileza pa que ella mesma la amarrara á la lancha. ¡DÃgote que no lo creyera en él!... Y que me gustó el auto, ¿por qué se ha de negar?... Y también á tÃ, Sidora, que hasta pucheros hacÃas de puro satisfecha... y al mesmo angeluco de Dios éste, que bien se le bajó la color y le temblaron las manucas... ¡y á toa la gente de la calle, hombre, que se hace lenguas sobre el caso! --¿Querrá usté creer, don Andrés--añadió tÃa Sidora,--que anda el muchacho, á la presente, como si hubiera cometido con nosotros un pecao mortal? ¡Será venturá de Dios esa criatura?... ¡Vea usté! Otros, en su caso, meterÃan la ocurrencia por los ojos. --¡Uva!--confirmó tÃo MechelÃn. ¡Preguntarle á Andrés si habÃa notado el suceso, cuando no perdió el detalle más insignificante de él!... ¡Encarecerle la ocurrencia de Cleto, y los merecimientos de Cleto, y hasta el agradecimiento de Sotileza, cuando lo tenÃa todo junto, hecho un bodoque, atravesado en la garganta algunas horas hacÃa! Pero ¿cómo habÃa de sospechar el honradote matrimonio, aunque hubiera sabido lo de la arboleda de Ambojo y lo que á esto se siguió en la bodega, que un mozo de las condiciones aparentes de Andrés podÃa dar en la manÃa de no sufrir con paciencia ni que las moscas, sin permiso de él, se enredaran en las ondas del pelo de Sotileza? Algo mejor lo sabÃa ésta; y por saberlo, con una ojeada rápida leyó en la cara de Andrés el mal efecto que le estaban causando las alabanzas á la galanterÃa del pobre Cleto. Por eso trató de echar la conversación hacia otra parte; pero no pudo conseguirlo. TÃo MechelÃn, ayudado de su mujer y de los tertulianos, entre los cuales se hallaban Pachuca y Colo, insistÃa en su tema; y como todo lo veÃa entonces de color de rosa, y á todos los querÃa alegres y satisfechos á su lado, acabó sus congratulaciones y jaculatorias diciendo: --¡Mañana va á ser domingo tamién pa tÃ, Sotileza! Ya que tanto te gusta la deversión, vas á venirte conmigo en la barquÃa: á media mañana. à poco más de media tarde estaremos de vuelta. --Hay mucha costura sin rematar,--respondió Sotileza. --No puede ser por mañana--dijo tÃa Sidora,--porque tengo yo que estar en la Plaza todo el dÃa. Otra vez irá. ¿Nordá, hijuca? --¡Por vida del incomeniente!--exclamó MechelÃn.--Otro dÃa puede que no esté yo de tanto humor como estaré mañana. Pero, en fin, haré por estarlo. ¿Nordá, saleruco de Dios? Cuando salió Andrés de la bodega, muy poco después de esta conversación, mientras iba calle abajo hacia la Catedral, jurara que llevaba en cada oÃdo un importuno moscardón que le iba zumbando sin cesar unas mismas palabras. Algo más allá, estas palabras, que le sonaban en los oÃdos, eran gérmenes de pensamientos que se le revolvÃan en la cabeza; andando, andando, estos pensamientos engendraron propósitos; y estos propósitos llenáronle de recuerdos la memoria; y estos recuerdos produjeron luchas violentÃsimas; y las luchas, serios razonamientos; y los razonamientos, sofismas deslumbradores; y los sofismas, propósitos otra vez; y estos propósitos, tumultos y oleadas en el pecho. Asà llegó á casa, y asà pasó la noche, y asà despertó al otro dÃa, y asà fué al escritorio; y por eso engañó á TolÃn á media mañana y, por segunda vez en su vida, con otro pretexto mal forjado, para faltar á todos sus deberes. Al abocar, un cuarto de hora más tarde, á la calle Alta por la Cuesta del Hospital, no sin haber pasado antes por la PescaderÃa y visto desde lejos á tÃa Sidora bajo su toldo de lona, Carpia, que salÃa de su casa, retrocedió de pronto; metióse en el portal, echó escalera arriba y se puso en acecho en la meseta del segundo tramo. Desde allÃ, procurando no ser vista, vió entrar á Andrés en la bodega. En seguida subió volando al quinto piso; habló breves palabras con su madre, y volvió á salir á la escalera; bajó hasta el portal sin hacer ruido; y de puntillas, conteniendo hasta la respiración, como un zorro al asaltar un gallinero, se acercó á la puerta de la bodega. Estirando el pescuezo, pero cuidando mucho de no asomar la cabeza al hueco de la puerta, abierta de par en par, conoció, por los rumores que llegaban á su oÃdo sutil, que los «sinvergüenzas» no estaban enfrente del carrejo, sino al otro extremo de la salita. Escuchó más, y oyó palabras sueltas, que le sonaron á recriminaciones de Sotileza y á excusas y lamentaciones apasionadas de Andrés... Por más que aguzaba el oÃdo, bien aguzado de suyo, no podÃa coger una frase entera que la pusiera en la verdad de lo que pasaba allÃ. --¿Y qué me importa á mà la verdá de lo que pueda pasar entre ellos?--se dijo, cayendo en la cuenta de lo inútil de su curiosidad.--Lo que importa es que se crea lo peor; y eso es lo que va á creerse ahora mismo. Y en seguida hundió la cabeza desgreñada en el vano; miró á la cerradura de la puerta, arrimada á la pared del carrejo; vió que la llave, como presumÃa, estaba por la parte de afuera, lo cual simplificaba mucho su trabajo; avanzó dos pasos callandito, muy callandito; alargó el brazo, y trajo la puerta hacia sÃ, con mucho cuidado para que no rechinaran las bisagras; comenzó á trancar poco á poco, muy poco á poco, mientras adentro crecÃa el rumor de la conversación; y cuando hubo corrido asà todo el pasador de la cerradura, quitó la llave y la guardó en el bolsillo de su refajo. En seguida salió del portal á la acera; llamó á su madre desde allÃ; y tan pronto como la Sargüeta respondió en el balcón, dijo con sereno acento y como si se tratara de un asunto corriente y de todos los dÃas: --¡Ahora! AquÃ, unos cuantos compases de silencio. Poca gente por la calle; algunas marineras remendando bragas en los balcones, ó asomadas á tal cual ventana de entresuelo, ó murmurando en un portal. Carpia está á la parte de afuera del de su casa, arrimada á la pared, con los brazos cruzados. Chicuelos sucios revolcándose acá y allá. De pronto se oye la voz de la Sargüeta: --¡Carpia! --¡Ñora! --¿Qué haces? --Lo que usté no se piensa. --Súbete á casa con mil rayos. --No me da la gana. --Ya te he dicho que no te pares nunca onde estás... ¡y bien sabes tú por qué!... ¡Güena casa tienes pa recreo sin estorbar á naide!... ¡Arriba, te digo otra vez! --¡Caraspia, que no me da la gana! ¿Lo oye? --¡Que subas, Carpia, y no me acabes la pacencia!... ¡Que ná tienes que hacer en onde estás! --Tengo que hacer mucho, madre, ¡mucho!... ¡más de lo que á usté se le fegura, caraspia!... Estoy guardando la honra de la escalera, ¡sÃ! y la honra de toa la vecindá. ¡Ha de saberse dende hoy quién es ca uno!... ¡por qué está la mi cara abrasá de las santimperies, y por qué están otras tan blancas y repolidas! ¡Caraspia, que esto no se puede aguantar! ¡à los mesmos ojos de uno!... ¡á la mesma luz del megodÃa! ¡Es esto vergüenza, madre? ¡Es esto vergüenza?... Pus pa sacársela á la cara estoy aquà ahora... ¡pa que se acabe esto de una vez, y se queden las gentes de honor en sus casas, y vayan las enmundicias á la barreúra! Pa eso... ¡La mosconaza! ¡la indecenteee!... --Pero, mujer, ¿qué es ello? ¿qué está pasando, Carpia? --¡Que el c...tintas y la señorona, solos, los probes de Dios, están en la bodega á puerta cerrá!... ¡y que esta casa, de portal arriba, no es de esos tratos, caraspia! Aquà ya se acercan los chicuelos á la hija de la Sargüeta; se detienen los transeuntes; se abren balcones que estaban cerrados, y se ponen de codos sobre las barandillas mujeres que antes estaban sentadas entre puertas. Y replica la Sargüeta desde el balcón, á su hija que se contonea en la acera delante del portal: --¡Y esto te pasma?... ¡Y por eso te sefocas, inocente de Dios? ¡Pos bien á la vista estaba! ¡Delante de los ojos lo tenÃas! Pero con too y con ello, guarda el sefoco, que pueden angunas que nos escuchan pedirte cuenta de lo que digas... ¡Porque aquà no habrÃa gente de mal vivir si no hubiera sinvergüenzas que las taparan, puñales!... Y delante de la cara de Dios, tan bribona es la que se vende por un pingajo, como la que la empondera... Y de estas encubridoras hay aquà muchas, ¡puñales!... ¡Y esas son las que sonsacan á los hijos de familia pa meterlos en esas perdiciones y afrentar á las gentes de bien! ¡Esas, esas! ¡y por lo que chumpan! ¡y lo que se les pega!... ¡y lo que las vale!... ¡Asà estoy yo sin hijo!... ¡asà me le engañaron!... ¡bribonas!... ¡que él no se alcordaba de ella! ¡bien en paz vivÃa en su casa!... (De pronto se fija la Sargüeta en una vecina de enfrente, que la estaba mirando.) ¿Qué se te pierde aquÃ, pendejona?... ¿Te pica lo que digo?... ¿Te resquema la concencia? --¡Calla, infamadora, deslenguada!--dice la aludida, que ni se acordaba de entrar en pelea, pero que no la rehusa ya que se le pone tan á mano.--¿Qué se me ha de perder á mà en tu casa si no es la salú, con sólo mirar haza ella? Carpia desde abajo: --¡Déjela, madre, déjela, que con esa se mancha hasta la basura que se la tire á la cara! --¡Dejarla yo!--exclama la Sargüeta, deshaciéndose el nudo del pañuelo de la cabeza para volver á hacerle con las manos trémulas por la ira.--¡Dejarla yo!... sin pelos en el moño la dejarÃa, ¡puñales! si la tuviera más cerca. --¡à mà tú?--dice la de enfrente comenzando á ponerse nerviosa.--¡Lambionaza!... ¡bocico de chumpa-güevos! --¡à tÃ, sÃ, chismosona!... ¡cubijera!... ¡Y también á esa otra lambe-caras que te está prevocando contra mÃ! La «otra lambe-caras,» desde su balcón: --¡Echa, echa solimán por esa bocaza del demonio, coliebra!... ¡escandalosa!... ¡borrachona! Carpia, desde abajo, sin que se callen las de arriba: --«¡Escandalosa!...» Pregúntela, madre, por qué la carenó el pellejo la otra noche el su marido... Y si no se atreve á cantarlo, que lo cante la brujona de la su vecina, que la corre los cubijos por lo que se le pega al gañote, ¡caraspia! La «brujona» del entresuelo, sin que callen las anteriores: --¡Yo cubijera de naide! ¡Desvergonzaona!... ¡cancaneá!... ¡envidiosa!... ¿Te lo ha dicho ella por si acaso?... --Me lo ha dicho quien lo ha visto con sus mesmos ojos... y no me dejará mentirosa á la hora presente... porque oyéndolo está bien cerca de aquÃ, asomá á la ventana, por más señas... ¡Caraspia, no te hagas la disimulá, que too el mundo sabe que por tà hablo! La de la ventana, entre el vocerÃo de todas las anteriores: --Pa que yo te dijera esas cosas, juera menester que me rebajara á cruzar palabra contigo y á alcordarme de espantajos indecentes como esa otra... Y tú, perra lambiona, ¿por qué tiras de la lengua á denguno cuando eres un talego de maldaes, como la madre que te parió? ¡Desgobernás... que dormÃs las cafeteras en el balcón por falta de cama!... ¡porconazas!... El «espantajo indecente:» --¿Qué más quisieras tú, desollaona, descamisá, que yo te consintiera tomar en boca el mi nombre? La de la ventana: --¡Puáa! ¡Allá va el nombre tuyo ahora mesmo!... ¡Abaja á recogerle en la basura de la calle, que la está manchandoooo!... Y por aquà corto la muestra del paño de los procedimientos por medio de los cuales van las hembras de Mocejón enzarzando reñidoras en la pelea, y á la vez subdividiéndola en otras muchas y por otros tantos motivos diferentes entre sÃ; de modo que en menos de un cuarto de hora está toda la calle, como dirÃa don Quijote, lo mismo que si se hubiera trasladado á ella la discordia del campo de Agramante, pues «allà se pelea por la espada, aquà por el jaez, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pelean y todos no se entienden.» Se grita á gañote suelto, y se vomitan vocablos cuya crudeza no puede representarse por signos de ninguna especie, porque no los hay que pinten su dejo de carácter, aguardentoso, desgarrado y mal oliente á la vez. Todas las reñidoras gritan á un tiempo, y ya no se trata de responder á una agresión asquerosa con otra más desarrapada, sino de expeler, á toda fuerza de pulmón, cuantas injurias, cuantas torpezas, cuantas hediondeces se le vayan ocurriendo á cada furia de aquéllas. Para el buen éxito de estos propósitos no basta la voz humana, por recia que sea, en medio de la infernal baraúnda, y se acude al auxilio de la gimnástica, porque la simple mÃmica vulgar no alcanzarÃa tampoco. Por eso patea una mujer aquÃ, puesta en jarras; y allà se revuelve otra, y ata y desata diez veces seguidas el pañuelo de su cabeza; y otra se alza y se baja más allá, con los ojos encandilados y las venas del pescuezo reventando; quién se golpea desaforadamente las caderas con los puños cerrados, ó se azota el trasero con las manos abiertas; otra echa el tronco fuera de la balaustrada, y con las greñas sobre los ojos y el jubón desatacado, esgrime los dos brazos al aire; y otras, en fin, como las hembras de Mocejón, lo hacen todo ello en un instante, y mucho más todavÃa, sin dar paz ni sosiego á sus gargantas, ni punto de reposo á sus lenguas maldicientes. No era nuevo este espectáculo en la calle Alta; y por no serlo, los transeuntes le daban escasa importancia al advertirle; pero al preguntar por el motivo al primer espectador arrimado á una pared ó esparrancado en medio de la acera, oÃan mencionar la supuesta engatada de la bodega de MechelÃn, que para eso estaba allà Carpia, más atenta á propagar estos rumores por la calle, que á defender su terreno en la batalla, especialmente desde que ésta habÃa llegado al ardor y al movimiento deseados; y los transeuntes y los curiosos de todas especies iban arrimándose y arrimándose, uno á uno y poco á poco, hasta formar espeso y ancho grupo delante de la puerta; y continuando las preguntas, se declaraban nombres y apellidos, y se aguzaba la curiosidad y sobrevenÃan los comentarios de rigor. De vez en cuando, la puerta de la bodega retemblaba sacudida por adentro; y entonces en la boca de Carpia habÃa sangrientos dicharachos para los pÃcaros que fingÃan de aquel modo estar encerrados juntos, contra su voluntad. El lector honrado comprenderá sin esfuerzo la situación de aquellos infelices. Sotileza, en el calor del hondÃsimo disgusto que la produjo la llegada súbita de Andrés desalentado, confuso y balbuciente, señal de lo descabellado de su resolución; atenta sólo á reprocharle con palabras duras su temerario proceder, no oyó el poquÃsimo ruido que hizo la puerta de la bodega al ser cerrada por Carpia, ó le atribuyó, si llegó á fijarse en él, á causas bien diferentes de la verdadera; y por lo que toca á Andrés, ni un cañonazo le hubiera distraÃdo del aturdimiento en que le puso la resuelta actitud de Sotileza. Tampoco le llamaron la atención las primeras y, para ella, confusas voces de Carpia dirigiéndose á su madre, pues acostumbrada la tenÃan las mujeres del quinto piso á oirlas dialogar harto más recio desde el balcón á la calle; pero cuando empezó á encresparse la pelamesa, y el vocerÃo fué más resonante, la misma gravedad de la situación en que se veÃa la pobre muchacha excitó su curiosidad; y dejando interrumpidas sus duras recriminaciones á Andrés, que no hallaba réplicas en sus labios, apartóse de él para observar lo que acontecÃa afuera, desde la misma salita. En cuanto vió la puerta cerrada al otro extremo del carrejo, se lanzó hasta ella; y al enterarse de que estaba sin llave y corrido el pasador de la cerradura, exclamó con espanto, llevando sus manos cruzadas y convulsas hasta cerca de la boca: --¡Virgen de las Angustias!... ¡lo que han hecho conmigo! Después miró por el ojo de la cerradura, y vió á Carpia junto á la puerta de la calle, y en derredor de ella, algunos curiosos que la interrogaban y miraban después hacia la bodega. Sintió un frÃo mortal en el corazón, y le faltaron alientos hasta para llamar á Andrés, que, aturdido é inmóvil, la contemplaba desde la salita. Al fin le llamó con una seña. Andrés se acercó. Sotileza, con el color de la muerte en la cara, desencajados los hermosos ojos y temblando de pies á cabeza, le dijo: --¿Oyes bien el vocerÃo?... Pues mira ahora lo que se ve por aquÃ. Andrés miró un instante por la cerradura, y no dijo después una palabra ni se atrevió á poner sus ojos en los de Sotileza, mientras ésta le interpelaba asÃ, entre angustiada é iracunda: --¿Sabes tú lo que es esto? ¿Sabes por qué está cerrada esta puerta? Andrés no supo qué responder. Sotileza continuó: --Pues todo esto se ha hecho para acabar con la honra mÃa. ¡Mira, mira cómo me la pisotean en la calle! ¡Virgen de la Soledá!... ¡Y tú tienes la culpa de ello, Andrés!... ¡tú, tú la tienes!... ¿Ves cómo ya salió lo que yo temÃa? ¿Estás contento ahora?... --Pero ¿dónde está la llave?--preguntó Andrés en un rugido, trocado de repente su abatimiento en desesperación. --¡Ónde está la llave!... ¿No lo barruntas? En las manos ó en la faldriquera de esa bribona que nos ha trancao... ¡porque andaba hace mucho detrás de algo como esto para perdición mÃa! Y te verÃa entrar aquÃ; y para que tú y yo seamos bien vistos al salir de la bodega juntos, habrán armao esa riña ella y su madre... porque tienen esas cosas por oficio. ¿Te vas enterando, Andrés? ¿Te vas enterando bien de todo el daño que hoy me has hecho! Andrés, por única respuesta á estas sentidas exclamaciones de la desventurada muchacha, se abalanzó á la puerta; y en vano añadió á la fuerza de sus brazos toda la que le prestaba la desesperación para hacer saltar la cerradura. Después golpeó los ennegrecidos tablones con sus puños de hierro. Nada adelantó. --¡Dame una palanca, Silda... un palo... cualquier cosa!--gritó en seguida.--¡Yo necesito abrir esta puerta ahora mismo, porque tengo que ahogar á alguno entre mis manos! --No te apures--le dijo Sotileza con acento de amarga resignación,--ya se abrirá ella á su debido tiempo, que para eso la cerraron. Andrés dejó la puerta y corrió á la salita, acordándose de la ventana que habÃa en ella. Pero la ventana tenÃa una gruesa reja de hierro. No habÃa que pensar en moverla. Vió la vara con que Sotileza habÃa sacudido el polvo á Muergo el dÃa antes, y trató de arrancar la cerradura apalancando con un extremo de aquélla contra el tablero de la puerta; pero la cerradura estaba sujeta con gruesos clavos remachados por fuera. Metió la vara por debajo de la puerta, y tiró hacia arriba; y la vara se rompió al instante. Metió después sus propios dedos, puesto de rodillas; tiró con todas sus fuerzas... y nada: ni siquiera una astilla de aquellas tablas de empedernido roble. Entre tanto, crecÃa el alboroto afuera y espesaba el grupo de mirones enfrente del portal; y Sotileza, febril y desasosegada, aplicaba á menudo la vista y el oÃdo al ojo de la cerradura, y se enteraba de todo. VeÃa la ansiedad por el escándalo pintada en los rostros vueltos hacia la bodega, y oÃa las palabras infamantes que contra su honor vomitaba la boca infernal de la sardinera; y en cada instante que corrÃa sin poder salir de aquella cárcel afrentosa, sentÃa en la cara el dolor de una nueva espina de las que iba clavándole allà el azote de la vergüenza. ¡Qué dirÃa la honrada y cariñosa marinera si al volver de la plaza encontraba la calle de aquel modo, y se enteraba de lo que ocurrÃa antes de que ella pudiera relatarle la verdad! ¡Y el viejo marinero! ¡Virgen MarÃa!... ¡qué golpe para el infeliz, cuando volviera por la tarde tan ufano y gozoso! Estas consideraciones eran las que principalmente atormentaban á la desdichada Silda; y en la vehemencia de su deseo de salir cuanto antes á ventilar el pleito de su honra delante de la vecindad, lanzábase también á golpear la puerta, y á proferir amenazas, y á desahogar su desesperación á voces por todos sus resquicios. En cuanto Andrés se convenció de que no habÃa modo de salir de allà por la fuerza, cayó otra vez en un profundo abatimiento, que le acobardaba hasta el extremo de taparse los oÃdos para no sentir la baraúnda de afuera, y de suplicar á Silda que no le abrumara más con el peso de sus justÃsimas reconvenciones. Entonces veÃa con perfecta claridad lo insensato y criminal del empeño en que estaba metido, y el alcance espantoso que en derredor de sà iba á tener su insensatez imperdonable. En uno de estos momentos, sentado él, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, y Sotileza en medio de la sala, con los puños sobre las caderas, la vista perdida en el cúmulo de sus pensamientos, la boca entreabierta, la faz descolorida y el alto pecho jadeante, dijo de pronto Andrés, alzando la hermosa cabeza: --Silda, el que la hace, la paga; y si esto es ley hasta en asuntos de poco más ó menos, en pleitos de la honra debe de serlo con mayor motivo. Yo estoy manchándote ahora la buena fama... --¿Qué quieres decirme?--preguntóle duramente Sotileza, saliendo de sus penosas abstracciones. --Que las manchas que caigan en tu honra por culpa mÃa, yo las lavaré, como las lavan los hombres de bien. Mordióse los labios Sotileza, y clavando sus empañados ojos en Andrés, dÃjole al punto: --¡Lavar tú las manchas de la mi honra!... ¡Harto harás con limpiar _allá abajo_ las que ahora mismo están cayendo encima de la tuya! --Eso no es responder en justicia, Sotileza. --Pero es hablar con la verdá de lo que siento. ¡Ay, Andrés! si contabas con esa idea pa reparar tan poco en hacerme este mal tan grande, ¡qué lástima que no me lo alvirtieras! --¿Por qué, Silda? --Porque pudistes habérmele excusao con decirte yo que nunca tomarÃa el remedio que me ofreces. --¿Que no le tomarÃas nunca? --Nunca. --Y ¿por qué? --Porque... porque no. --Pues ¿qué más puedes pedirme, Sotileza?... ¿Qué es lo que quieres? --De tà nada, Andrés... ni de naide. Lo que quiero ahora--dijo Sotileza, volviéndose erguida, impaciente y convulsa hacia la embocadura del carrejo,--es que se abra aquella puerta... ¡que pueda yo salir cuanto antes á la calle á mirar á la gente cara á cara! Eso es lo que yo necesito, Andrés; eso es lo que quiero; porque á cada momento que paso en este calabozo sin salida, se me abrasa algo en las entrañas. --Y ¿qué piensas hacer cuando salgamos?--preguntó Andrés, abatido de nuevo al considerar este trance de prueba. --Eso no se pregunta á una mujer como yo--dijo Sotileza, que por momentos iba embraveciéndose.--Pero ¿por ónde salgo, Dios mÃo?... ¡Y yo quiero salir!... ¡Yo me ahogo en estas estrechuras!... ¡Virgen MarÃa... qué pesaúmbre! Andrés, condolido de la situación de la desesperada moza, salió de la salita resuelto á hacer otra tentativa en la puerta de la bodega. Al acercarse á ella, tropezaron sus pies con un objeto que resonó al deslizarse sobre las tablas del suelo. Recogióle, y vió que era una llave. ¿Quién la habÃa puesto allÃ?... Y ¿qué más daba? Tal miedo tenÃa Andrés á la salida en medio de la tempestad que continuaba rugiendo en la calle, que estuvo dudando si ocultarÃa el hallazgo á Sotileza. --¿Qué haces, Andrés?--le preguntó ésta, que le observaba desde la salita. Andrés corrió hacia ella y le mostró la llave, diciendo dónde la habÃa encontrado. Sotileza lanzó un rugido de alegrÃa feroz. --¡Ah... la infame!--dijo en seguida.--¡La echó por debajo de la puerta!... ¡Justo! pa que abramos por adentro y se crea lo que ella quiere... ¡Pues veremos si te vale el amaño, bribonaza!... Todo esto lo decÃa Sotileza temblorosa de emoción, mientras se abalanzaba á la llave y la reconocÃa, con una ojeada abrasadora, después de arrancársela á Andrés de la mano. Éste, olvidado un momento de la situación comprometidÃsima en que se hallaba, contempló con asombro la transformación que iba obrándose en aquella criatura incomprensible para él. Ya no era la mujer de aspecto frÃo, de serena razón y armoniosa palabra; no era la discreta muchacha, que apagaba fogosos y amañados razonamientos con el hielo de una reflexión maciza; ni la provocadora belleza que levantaba tempestades en pechos endurecidos, con el centelleo de una sola mirada; ni la gallarda hermosura que para ser una dama distinguida, en opinión del ofuscado Andrés, sólo la faltaba cambiar de vestidura y de morada; ni, por último, la doncella pudorosa que lloraba, momentos antes, por los riesgos que corrÃa su buena fama. Ya era la mujer bravÃa; ya enseñaba la veta de la vagabunda del Muelle-Anaos y de las playas de Baja-mar; ya en sus ojos habÃa ramos sanguinolentos, y en su voz, tan armoniosa y grata de ordinario, dejos de sardinera, como los que á la sazón llenaban todos los ámbitos de la calle. Asà la vió apartarse de él como una exhalación, llegar á la puerta, abrirla con mano temblorosa, salir al portal y lanzarse en medio del grupo que obstruÃa la acera inmediata. Ni fuerzas hallaba él, en tanto, en sus piernas para sostenerle derecho el cuerpo desmayado. Pero consideró que una actitud asà era el mejor testimonio de su imaginada delincuencia; y se rehizo súbitamente, y salió de su escondrijo detrás de Sotileza, resuelto á todo, aunque sin otro plan que el de ampararla. Por asomar al portal, Sotileza vió la estampa de la aborrecida Carpia entre lo más espeso del grupo. Ni titubeó siquiera. Se lanzó á ella con el coraje de una fiera perseguida, apartando la gente, que no trataba de cerrarla el paso; y echándola ambas manos sobre los hombros, la dijo clavándole en los ojos el acero de su mirada: --¡Alza esa cabeza de podre, y mÃrame cara á cara! ¿Me ves, pÃcara? ¿Me ves bien, infame? ¿Me ves á tu gusto ahora? Carpia, con ser lo que era, no se atrevÃa en aquel momento ni á protestar contra las sacudidas que daba Sotileza á su cara para ponerla más enfrente de la suya. ¡Tan fascinada la tenÃan el fiero mirar y la actitud resuelta de aquella herida leona, si es que no influÃa también en su desusado encogimiento el peso de su pecado! Sotileza, exaltándose á medida que se amilanaba la otra, añadió, sin dejarla escaparse de sus manos: --¡Y has pensao que basta que una zarrapastrona como tú quiera deshonrar á una mujer de bien como yo, para que se salga con la suya? ¿Cuándo lo soñaste, infame! Me celaste la puerta como zorra traidora, y cuando viste entrar en mi casa á un hombre honrado, que entra en ella todos los dÃas por delante de la cara de Dios, nos encerraste allá, pensando que, al salir los dos con la llave que echastes por debajo de la puerta, ibas á afrentarme delante de la vecindá que habéis amontonado aquà tú y la bribona de tu madre, con un escándalo de esos que sabéis armar cuando vos da la gana... ¡Pues ya estoy aquÃ! ¡ya me tienes en la calle! ¿Y qué? ¿Piensas que hay en ella alguno, por dejao de la mano de Dios que esté, que se atreva á pensar de mà lo que tú quieres? Según iba gritando Sotileza, calmábanse las riñas como por encanto: todas las miradas se convertÃan hacia ella, y todos los ánimos quedaron suspensos de sus palabras y ademanes. La Sargüeta se retiró de su balcón precipitadamente, como se esconde un reptil en su agujero al percibir ruidos cercanos; y Carpia pensó que se le caÃa el mundo encima al verse en medio de aquella silenciosa multitud, á solas con su implacable enemigo, y tan cargada de iniquidades. --¿Véislo?--continuó Sotileza sin soltar á Carpia y mirando con valentÃa á corrillos y balcones.--¡Ni tan siquiera se atreve á negar la maldá que la echo en cara! ¿Estará la infame bien abandoná de Dios! Mira, ¡envidiosona y desalmada! salà de la prisión en que me tuvistes, con ánimo de arrastrarte por los suelos: ¡tan ciega me tenÃa la ira! Pero ahora veo que para castigo tuyo, á más del que te está dando la concencia, sobra con esto. Y la escupió en la cara. En seguida, con un fuerte empellón, la apartó de sÃ. Apenas habÃa en la calle quien no tuviera algún agravio que vengar de la lengua de aquella desdichada; y por eso, cuando en un arrebato de furia, al verse afrentada de tal modo, trató de lanzarse sobre la impávida Sotileza, un coro de denuestos la amedrentó, y una oleada de gente la arrebató más de diez varas calle arriba. Una mozuela se acercó entonces á la triunfante Silda, y la dijo en voz muy alta: --Yo la vÃ, dende allà enfrente, trancar la puerta de la bodega. --Y yo echar la llave por debajo, á media güelta que dió endenantes con desimulo--añadió un vejete con la moquita colgando.--Primero lo dijera yo, porque soy hombre de verdá; pero de perro villano hay que guardarse mucho, mientres esté sin cadena. --¡Si no podÃa engañarme yo... porque no podÃa ser otra cosa!--exclamó Sotileza congratulándose de aquellos dos testimonios inesperados.--Pero bueno es que alguno lo haya visto... ¡y quiera Dios que vos atreváis á decirlo bien recio en otra parte, si por ello vos pregunta quien puede castigar estas infamias con la ley! No podÃa más la infeliz: un sollozo ahogó la voz en su garganta; llevóse ambas manos á los ojos, y corrió á esconder su desconsuelo en el rincón más apartado de la bodega. Mares de llanto vertió allÃ, rodeada de la compasión cariñosa de Pachuca y otras convecinas, que la dejaban llorar, porque sólo llorando podÃa aliviarse un corazón repleto de pesadumbres tan amargas. ¿Y Andrés? ¡Qué papel el suyo... y qué castigo de su ligereza! No pasó del portal. Desde allà observó que la curiosidad de todos estaba saciándose en lo que hacÃa y decÃa Sotileza, y que para nada se acordaba de él; y en cuanto se revolvió el grupo que tenÃa enfrente para arrollar á Carpia, y se llevó detrás todas las miradas de la gente de la calle, convencido además de que ningún riesgo material corrÃa ya la vÃctima de sus imprudencias, salió del portal y se fué deslizando, como á la disimulada, acera abajo, hasta llegar á la cuesta del Hospital, donde respiró con desahogo, dió dos recias patadas en el suelo, apretó los puños y aceleró su marcha, como si le persiguieran garfios acerados para detenerle. Bajando á la Ribera por el Puente, vió á tÃa Sidora, que subÃa por la calle de Somorrostro con otra marinera, detenerse de pronto para dar una risotada de aquéllas suyas, con temblores de pecho y de barriga. Aquella risotada fué un azote para la cara de Andrés, y una tenaza para su conciencia. Apretó el paso más todavÃa, y asà anduvo, sin saber por dónde, hasta la hora de comer; y entonces se metió en su casa, sin atreverse á medir con la imaginación toda la resonancia que podÃa llegar á tener aquel suceso, cuyos detalles, estampados á fuego en su memoria, le enrojecÃan el rostro de vergüenza. [Ilustración] [Ilustración] XXIV FRUTOS DE AQUEL ESCÃNDALO ¡Si tuvo resonancia el caso! ¿Cómo no habÃa de tenerla con aquel aparato, á aquellas horas, siendo Andrés quien era, y su cómplice tan afamada en el barrio, y aun fuera del barrio, y la ciudad tan pequeña todavÃa! Se supo todo, todo, y muchÃsimo más; porque la imaginación del vulgo es fecundÃsima en supuestos, y la frescura de las gentes imperturbable en acreditarlos con grandes visos de verdad; y se dijo... ¿quién es capaz de saber lo que se dijo, y cómo fué rodando la bola de nieve, y creciendo, creciendo, hasta que pudieron verla los más ciegos y percibir los más sordos sus crujidos? Don Pedro Colindres frecuentaba muchos centros cuya miga era el tufillo alquitranado. Allà toda la concurrencia de tertulianos era de gentes de su profesión; y entre estas gentes andaba, con más calor que entre otras, rodando lo cierto y lo imaginado sobre el fresquÃsimo suceso de la calle Alta. Nadie fué tan imprudente que relatara la historia con pelos y señales al padre del protagonista de ella; pero el capitán, con los desperdicios de tantas conversaciones sobre el mismo tema, cortadas de pronto al acercarse él á los relatantes, fué poco á poco acumulando recelos que, con los precedentes que ya tenÃa, imbuÃdos por su mujer, llegaron á producirle muy serias inquietudes. La capitana las tuvo insoportables antes que él; porque las _amigas_ que se le acercaron, recién atiborradas de aquellas noticias, fueron menos prudentes que los amigos del capitán, y dejáronla, con el escozor de las presunciones, á dos dedos de la verdad. Lo poco que faltaba hasta dar con ella, lo llevaba escrito Andrés en su azoramiento nervioso, en su aire distraÃdo, en su desazón alarmante. Cuando, apenas cerrada la noche, entró en casa en este mismo estado en que, con extrañeza, le habÃan visto á la hora de sentarse á la mesa, le llamó su padre al gabinete donde acababa de tener una larga conferencia con su mujer. Andrés acudió al llamamiento sin intentar siquiera el disimulo del martirio moral en que se hallaba. Entró, pues, en el gabinete como entra un reo animoso en la capilla: con la agonÃa en su espÃritu, pero no indócil ni desesperado. Don Pedro Colindres, al verle asÃ, notó que se trocaba su indignación en honda pena, y le dijo: --En buena justicia, no podrás tenerme, Andrés, por padre duro de entrañas; no podrás decir que te he esclavizado á mis caprichos de hombre intratable; que no te he dado toda la libertad que me has pedido; que no he puesto de mi parte todo cuanto me ha sido posible para ganar tu sumisión con el cariño, y no con las durezas; porque no he querido en tà el temor, sino el respeto, y, en todo lo que fuera compatible con el que me debes, la confianza. --Es la pura verdad,--respondió Andrés. --Pues en testimonio de que asà lo crees y de que no eres desagradecido, vas á declarar aquà mismo, ahora mismo, lo que te pasa, lo que te ha pasado esta mañana. Andrés sintió su cuerpo bañado en un sudor frÃo y mortal; faltáronle las fuerzas con que habÃa contado, y se dejó caer en una silla junto á la cual estaba de pie. Alarmóse su madre al verle tan pálido, y se lanzó á él de un brinco desde el sofá en que se hallaba sentada. El capitán se acercó también, pero no alarmado, porque conocÃa mejor que su mujer la causa del desfallecimiento de su hijo. --¿Qué te sucede, Andrés?... ¡hijo mÃo!--exclamaba la capitana cogiéndole la cabeza entre sus manos. --Nada,--respondió Andrés, enderezándose y queriendo sonreir con un gran esfuerzo de su voluntad. --Pues claro que no es nada,--observó don Pedro para tranquilizar á su mujer. Después, encorvando su cuerpo hasta interponerse entre ella y su hijo, habló á éste asÃ, dulcificando cuanto pudo la natural rudeza de su acento: --Bien conozco que es duro el trance en que te pongo con mi exigencia; pero ¡qué demonio! temporales más fuertes corremos los hombres, con el ánimo encogido, eso sÃ, pero con la cara serena... Ya ves, hay que dar ejemplo... Con que un poco de voluntad, y pecho al agua, hijo... ¿Tienes algún reparo en hablar delante de tu madre... de ciertas cosas que habrá de por medio?... ¿Quieres que se marche de aquÃ?... ¿Tienes más confianza con ella y quieres que me marche yo?... Con franqueza, hombre, ¡lo que tú quieras!... ¡lo que quieras, hijo, con tal de que nos saques luégo de estas ansias que nos ahogan! --No quiero que se marche nadie--respondió Andrés,--porque nada de lo que tengo que decir es para afrentarme con ello por lo que fué en sÃ, aunque, por el modo de ser, se lo haya parecido á algunos. --Pues ya te estamos oyendo--dijo el capitán.--Con que habla; pero sin ocultarnos ni una pizca de la verdad. Aquà comenzó Andrés á relatar el caso con la mayor exactitud, y hasta con exornaciones de su cosecha, para darle más colorido de interés, con el santo fin de que resaltara, en el mayor bulto posible, la iniquidad de las hembras de Mocejón. La capitana se tapaba los ojos con las manos al describir su hijo los alaridos de las reñidoras y la avidez de los curiosos mientras él estaba encerrado en la bodega, y cuando salió hasta el portal detrás de Sotileza, hecha una tempestad, y más tarde se lanzó á la calle viendo centellas sus ojos y pisando lumbre sus pies. --¡Qué vergüenza, Virgen SantÃsima, para tÃ... y para todos nosotros, Andrés!--exclamó la capitana al acabar su hijo el relato. El capitán largó un taco embreado, aunque á media vela; y, mirando con duro ceño á su hijo, le habló asÃ: --No está mal hecha la historia; y lo digo porque, con sólo oÃrtela, hubiera jurado yo que se me iba pintando de almagre toda la cara. Pero falta lo más interesante de ella, y espero que nos lo cuentes con la misma exactitud con que nos has contado lo demás. --Pues no queda nada por referir,--dijo Andrés con bien poca sinceridad. --¡Vaya si queda!--exclamó su padre.--Ahora tienes que decirnos á qué ibas tú á la bodega esa de la calle Alta. --Pues iba--respondió Andrés muy vacilante y desconcertado,--á recoger unos aparejos que... --¡Mentira, Andrés, mentira!...--le interrumpió su padre con voz y ademanes muy airados.--Por eso sólo, que pudo hacerse á otra hora cualquiera del dÃa ó de la noche, no faltas tú, como faltaste esta mañana, á tus deberes en el escritorio. ¡Confiésanos la verdad, Andrés! --Ya la he confesado. --¡Te repito que mientes! --Pero ¿qué quieren ustedes que les diga yo?--preguntó Andrés con un acento en que se confundÃan la contrariedad harto manifiesta y el enojo muy mal disimulado. --La verdad, nada más que la verdad--insistió su padre.--¿Qué intenciones te llevaban á esa casa á tales horas? --Las que me han llevado tantÃsimas veces,--respondió Andrés de mala gana. --Me lo voy sospechando--dijo con voz terrible el capitán.--Pero, cuando menos, en esas otras veces habÃa en la casa alguien más que esa mujer; tú no faltabas á tus deberes... te podÃa disculpar la fuerza de tus aficiones... Ahora no hay nada que te disculpe, Andrés, nada; nada de cuanto el suceso arroja de sÃ: todo ello te condena... Y si te callas, ¿qué es lo que debemos creer?... Andrés permaneció unos instantes con la cabeza inclinada, la mirada indecisa y retorciéndose, con mano nerviosa, una de las guÃas de su bigote. Después se alzó de la silla y comenzó á dar cortos y agitados paseos por el gabinete. Estando asÃ, su madre no apartaba de él los ojos anhelantes, y el capitán insistió en su pregunta: --¿Qué es lo que debemos creer, Andrés? Éste, acosado de nuevo en un callejón sin salida, respondió seca y brutalmente: --Lo que á ustedes les parezca. --¿Lo ves, Pedro, lo ves? ¿Ves cómo salió lo que yo me temÃa?--exclamó al punto la capitana.--¡Ya han dado sus frutos aquellas malas compañÃas! ¡Ya nos lo echaron á perder! ¡Dime ahora que veo visiones y que soy una madre impertinente! --¡Déjame en paz con doscientos mil demonios, Andrea, que éste no es momento de ventilar esas cosas!--replicó á su mujer el capitán, con voz huracanada; y en seguida, volviéndose hacia Andrés, le dijo, temblando de ira:--La única respuesta que cuadraba á eso que acabas de decirme, era un bofetón que te dejara sin muelas en la boca, ¡mentecato! Pero todo se andará, si en que se ande te empeñas. Yo te lo aseguro... ¿Qué es lo que buscas con esas respuestas, después de lo que te ha sucedido? ¿Quieres matar, pisoteando el cariño de tus padres, el bochorno que te da el acordarte de lo que has hecho, ó tratas de engañarnos con la misma verdad? Pues entiende que yo te cojo por la palabra y que creo lo que me parece, y que esto que á mà me parece es lo peor de lo que yo puedo creer. ¿Lo entiendes bien? --SÃ, señor,--respondió Andrés, insensible y sombrÃo. --Corriente--añadió su padre, apretando los puños y mordiéndose los labios de ira.--Pues ahora nos queda otro punto que ventilar aquÃ, y de mayor importancia que todos los demás. La pobre Andrea no cesaba un punto de pasear su mirada angustiosa de la cara de su marido á la cara de Andrés. --En el lance de esta mañana no has sido tú solo el corrido de vergüenza, ni el único que está dando pábulo á las zumbas de todo aquel barrio y de media ciudad. Considerando eso... porque tú lo habrás considerado bien, ¿qué ideas te pasan ahora por la cabeza? ¿con qué aparejo piensas dar la proa al temporal? --Con el que sea necesario,--respondió sin vacilaciones Andrés. --¡Eso no es responder bastante! --Pues yo no puedo responder más. --¡No pongas á prueba mi paciencia, Andrés! --¡Pues tenga usted algo de caridad conmigo! Andrea miró entonces á su marido con una expresión en que iban bien recomendados los deseos de Andrés. --¡Caridad!--respondió el capitán, sin hacer gran caso de las miradas de su mujer.--¿Pues la tienes tú con tu padre? ¿No presumes que cada respuesta de las tuyas es una puñalada para nosotros?... ¡Y no te dejaré ya de la mano, no, aunque pongas el grito en el cielo; porque mucho más me duelen á mà los golpes de las palabras tuyas! Con ellas me has demostrado que mi pregunta te ha llegado á lo vivo; y á dar en lo vivo tiraba yo, Andrés; y eso vivo es muy grave; y se conoce en lo que tiemblas y por lo que te callas, más que por lo que dices... ¡Habla, hijo, pero por derecho y claro, sin embustes ni rodeos! Tu madre y yo tenemos que conocer la extensión de esas aventuras, el rumbo de tus intenciones. ¡Mira que tememos que sean muy malas; porque, si fueran buenas, ya nos lo hubieras dicho! Decirle á Andrés que eran muy malas sus intenciones en el supuesto de que se enderezaran á lavar las manchas arrojadas por él mismo en el honor de Sotileza, era sacar de quicios al fogoso muchacho. No cruzaba por sus mientes, maduro y sazonado por lo menos, el pensamiento que su padre se temÃa; y no cruzaba asÃ, porque la misma Sotileza se le habÃa desdeñado al conocerle, en momentos bien crÃticos para la pobre muchacha. Pero ¿por qué, en el supuesto de que existiera, se le maltrataba de tal modo? ¿Por qué el honor de la huérfana de Mules, capaz de aquel noble desinterés, no habÃa de ser tan digno de respeto como el de la más empingorotada señorona? Y estas consideraciones, hechas en un instante por Andrés, desconcertáronle en tales términos, que las dió traducidas en las palabras que dijo para responder á los mandatos y advertencias de su padre. La capitana tuvo que interponerse entre su marido y Andrés, para evitar que el primero cumpliera la amenaza que habÃa hecho antes al segundo. No era don Pedro Colindres hombre capaz de tener en poco la honra ajena sólo por verla en hábitos humildes; pero la respuesta de Andrés, por lo descosida, por lo irrespetuosa, por lo desatinada en fin, le habÃa hecho creer que sólo se trataba allà de un antojillo pueril, de una muchachada peligrosa, de una llamarada de pasión que era preciso apagar á todo trance y sin pérdida de un solo momento. Y por si la sospecha no llevaba bastante peso por sà sola, la reforzó la capitana, que se habÃa quedado atónita con las declaraciones de su hijo, con estas palabras que salieron vibrantes de su boca: --Y después de oir esto, Pedro, ¿no caes en la cuenta de lo demás? ¿No se ve bien claro que lo del encierro en la bodega y lo del escándalo en la calle no ha sido otra cosa que un amaño de esa pÃcara para atrapar mejor á este inocente? --¡Es falso ese supuesto!--respondió iracundo el fogoso mozo, olvidado del respeto que debÃa á su madre, por la gran injusticia que se cometÃa con la honrada callealtera. --¡Hasta eso, Andrés, hasta eso!--increpóle su padre lanzando rayos por los ojos.--¡Hasta el cariño y el respeto á tu madre pisoteas por salirte con la tuya! ¡Hasta ese extremo te han corrompido el corazón! ¡Hasta ese punto te han cegado los ojos! --¡Yo no pisoteo esas cosas, padre!--respondió medio sofocado Andrés.--Pero no soy una peña dura, y me duelen mucho ciertos golpes. ¡Que no me los den! --Y los que tú nos estás dando á nosotros ahora, hijo del alma, ¿piensas que no duelen?--dÃjole su madre con el llanto en los ojos. --¡Bah!--exclamó don Pedro Colindres con feroz ironÃa.--¿Qué importan esos golpes? Yo ya soy casco arrumbado; tú, caminando vas á ello... DÃas antes, dÃas después, ¿qué más da?... Y con nosotros bien cumplido tiene. Lo que ahora importa es que él no pase una mala desazón, y que no pierda sueño la señora marquesa del pingajo... ¡Ira de Dios!... Esto no se puede sufrir, y yo no contaba con ello... porque ni tu madre ni yo lo merecemos, Andrés, ¡ingrato! ¡mal hijo!... --¡Señor!--murmuró roncamente Andrés, sofocado bajo el efecto de estas palabras que caÃan en su corazón como gotas de plomo derretido. --Pedro, ¡por el amor de Dios! cálmate un poco--dÃjole la capitana llorando,--que él hablará y nos dirá lo que queremos. ¿No es verdad, Andrés, que vas á decir... lo que debe decirse... porque tú no has dicho nada con serenidad hasta ahora?... --Tras de lo que nos ha confesado--interrumpió el capitán sin dar tregua á sus iras,--nada puede decirme que no sea una nueva insensatez, ó una mentira que yo no he de tragarle... --Ya usted lo oye--dijo Andrés á su madre:--estoy de más aquÃ; porque si se me pregunta, yo no he de dejar de responder conforme á lo que siento. --Pues por eso--saltó el capitán, llegando á los últimos lÃmites de su exasperación,--porque conozco la mala calidad de lo que sientes, no quiero oirte una palabra más; por eso estás aquà de sobra; por eso quiero que te me quites de delante... y que no vuelva á verte yo enfrente de mà mientras no vengas pensando de otro modo... ¿Lo entiendes? ¡mentecato! ¡desagradecido! --No lo olvidaré,--contestó Andrés con sequedad. Y salió del gabinete apresuradamente. Don Pedro Colindres se quedó en él dando vueltas de un lado para otro, como tigre en su jaula. La capitana le seguÃa en sus desconcertados movimientos, con los ojos llenos de lágrimas y algunas reflexiones entre los labios, que no llegaron á salir de ellos. Asà pasó un buen rato. De pronto dijo el capitán, sin dejar de moverse: --Dame el sombrero, Andrea. --¿à dónde quieres ir? --à la calle Alta ahora mismo. Es necesario estudiar ese punto sobre el terreno, y no desperdiciar instante ni noticia para conjurar el mal, cueste lo que cueste. à la capitana le pareció bien la idea; casi tanto como otra que se le habÃa puesto á ella entre cejas desde las primeras respuestas de Andrés. No habÃa llegado al portal don Pedro Colindres, cuando su mujer estaba ya poniéndose la mantilla apresuradamente. Minutos después, iba caminando hacia casa de don Venancio Liencres. Andrés habÃa salido á la calle rato hacÃa. [Ilustración] [Ilustración] XXV OTRAS CONSECUENCIAS En poquÃsimas horas, ¡cómo habÃa cambiado de aspecto el interior de la bodega de tÃo MechelÃn! ¡Qué cuadro tan triste el que ofrecÃa mientras don Pedro Colindres enderezaba sus pasos hacia ella! Silda, desfallecida, cansada de llorar y sin lágrimas ya en sus ojos enrojecidos, sentada en un taburete, apoyaba su hermoso busto contra la cómoda por el lado frontero al dormitorio, cuyas cortinillas estaban recogidas hacia los respectivos extremos de la barra. No daba otras señales de vida que algún entrecortado suspiro que querÃa devorar, y no podÃa, en el fondo mismo de su pecho, y las miradas tristes que de vez en cuando dirigÃa al lecho de la alcoba sobre el cual yacÃa vestido el viejo marinero. TÃa Sidora, sentada á media distancia entre los dos, padeciendo por las penas de ellos tanto como por las suyas propias, sólo dejaba de consolar á Sotileza para acudir con sus palabras, de mal forjados alientos, á levantar los abatidos ánimos de su marido. Y, entre tanto, ¡cómo se le deslizaban, gota á gota primero, y después hilo á hilo, las lágrimas por la noblota faz abajo!... ConocÃalo MechelÃn en el temblar de la voz de su pobre compañera, porque la luz del candil no daba para tanto; y queriendo pagarla sus esfuerzos con algo que se los evitara, decÃa desde su lecho, con el ritmo triste de los agonizantes: --¡Cosa de ná, mujer; cosa de ná!... Sólo que anda uno tan apurao de casco, tan resentÃo de fondos, que el tocar en una amayuela le hace una averÃa en ellos... Hazte tú bien el cargo... VenÃa uno de la mar con un poco de risa en el ánimo, porque le duraba á uno entoavÃa el acopio de la de ayer... y hasta pensaba uno ir tirando con ello... esta semana siquiera. Dempués, Dios dirÃa... Y remando asÃ, oye uno este decir y el otro en metá de la calle; y pregunta uno, y va sabiendo mucho más... y entra uno en casa con el agua á media bodega, y encuentra aquà el sospiro y allá las lágrimas; y acaba uno de irse á pique sin poderlo remediar... ¡porque no está uno avezao á eso, y no es uno de peña viva!... Pero güelve el hombre á flote otra vez; y aunque saque una costilla quebrantá... ú la boca muy amarga... esto pasa; los tiempos lo curan... de un modo ú de otro... y á remar otra vez, Sidora... Y éste es el caso; porque yo no estoy pior que ayer, aunque á tà te paezca cosa diferente: estoy un poco desguarnÃo, motivao á lo que sabéis; me pedÃa el cuerpo esta miaja de descanso, y he querÃo dársela. Y no hay más. --¿Y te paece poco, Miguel... te paece poco!--replicábale su mujer. --Poco, Sidora, poco--tornaba á decir el marinero;--y menos me paeciera entoavÃa, si ese angeluco de Dios no penara tanto y considerara que no tiene faltas de qué avergonzarse, ni siquiera señal de culpa en lo que ha pasao. --Eso la digo, Miguel, eso la digo yo; y á ello me responde que de qué sirve la verdá si no hay quien la crea. --¡Dios que la ha visto, hijuca; Dios que la ha visto!--exclamó entonces MechelÃn desde su cama.--Y con ese testigo á tu favor, ¿qué importa el mundo entero en contra tuya? --Pos ni ese enemigo tiene, Miguel; porque aquà ha visto entrar la calle entera á condolerse de su mal y á poner á las causantes en el punto que merecen... Pero ¡válgame el santÃsimo Nombre de Jesús!... ¿de qué mil diantres estarán hechas esas almas de Satanás?... ¿por qué serán tan negras?... ¿qué recreo sacarán de causar tantos males á criaturas que no los merecen? ¿Cómo pueden vivir una hora con una entraña tan corrompÃa?... --¡Esas, esas!--exclamó Silda entonces, reanimándose un instante con el aguijón de sus punzantes recuerdos.--¡Esas son las que me han clavao un puñal aquÃ... aquÃ, en metá del corazón!... ¿Y no habrá justicia que las castigue en el mundo antes que Dios las dé allá lo que merecen?... --Tamién se tratará de eso, hijuca; que por onde cogelas hay, según es cuenta--repuso tÃa Sidora.--Y si la nuestra mano no bastara pa ese fin, otras habrá de más alcance y bien interesás en ello. Ya se te ha dicho. Alcuérdate de que no has sido tú sola la ofendÃa. --¡Uva, uva!--dijo tÃo MechelÃn. --Porque me acuerdo de ello se me dobla la pena,--replicó Silda con una intención que estaban muy lejos de conocer tÃa Sidora y su marido. --Verdá es--dijo aquélla,--que respetive á ese otro particular, no pudo la mancha haber caÃdo en paño que más estimáramos... ¡Cómo ha de ser, hijuca!... un mal nunca viene solo... Pero Dios está en los cielos, y hará que esa persona no se ofenda con los que no están culpaos en su daño. Él vino por su pie, naide le llamó; y el recao que traÃa, bien pudo traerle en ocasión de menos riesgo... ¡Riesgo digo yo! ¿Cómo habÃa de recelársele tan siquiera ese corazón de oro!... Y tocante á las gentes de su casa, tamién se pondrán en la razón pa no creer que los pagamos con afrentas los favores que han sembrao aquÃ. ¿No te haces tú este cargo, hijuca?... Sotileza se mordió los labios y cerró los ojos apretando mucho los párpados, como si la atormentaran internas visiones siniestras. TÃo MechelÃn lanzó un quejido angustioso y se revolvió en su lecho. --¿Quieres que te cambie el reparo, Miguel?--preguntóle tÃa Sidora, acercándose presurosa á la cabecera de la cama. --No hay pa que te canses en ello por ahora--respondió MechelÃn tras un profundo suspiro; y añadió por lo bajo, aproximando lo más que pudo la cabeza á su mujer:--Trabaja por aliviar la pena á ese angeluco de Dios, y no te alcuerdes de mÃ, que con la melecina de este descanso estoy tan guapamente. Pero á Silda, aunque los agradecÃa mucho, la mortificaban ya los consuelos de aquella especie. ¡HabÃa oÃdo tantos desde el mediodÃa! Conociólo tÃa Sidora; calló, y volvió á reinar el silencio en la bodega. Asà estaba el cuadro cuando se oyeron golpes á la puerta, que estaba trancada por dentro. Salió á abrir la marinera, después de secarse los ojos con el delantal, y se halló frente á frente con don Pedro Colindres, cuya actitud airada espantó á la pobre mujer. Temiéndose lo más malo, de buena gana le hubiera pedido un poco de caridad para el desconsuelo y los dolores de aquella casa; pero no se atrevió á tanto; y don Pedro, tras brevÃsimas y secas palabras, entró en la salita precediendo á tÃa Sidora. Sotileza, al verle delante, con la sangre helada en sus venas se levantó repentinamente; y tÃo MechelÃn, al conocer la voz del capitán, se arrojó de la cama al suelo. Pero le engañó la voluntad, y sólo pudo llegar hasta la puerta de la alcoba, á cuyo marco se agarró para no desplomarse. --¿Qué es eso, Miguel?--preguntóle Colindres, sorprendido con la aparición del pobre marinero, tan pálido, desfallecido y desencajado. --Poca cosa, señor don Pedro; poca cosa--respondió con angustia, aunque tratando de sonreir, el interrogado.--QuerÃa yo recibirle á usté con los honores que aquà se le deben, y me falló el aparejo... vamos, que me equivoqué. Y como el pobre hombre se desfalleciera más al hablar asÃ, el mismo capitán le cogió en sus brazos, y, ayudado de las dos mujeres, le volvió á la cama. --Ya soy hombre otra vez, señor don Pedro--dijo MechelÃn un momento después de hallarse tendido sobre el lecho.--Está visto que en dándole al cuerpo esta melecina, no pide cosa mayor... por la presente. Cuando se volvió el capitán hacia las dos mujeres que habÃan salido de la alcoba, observó que lloraban en silencio. El corazón del viejo marino, aunque envuelto en corteza ruda, era, como se sabe, blando y compasivo. No hay, pues, que extrañar que el padre de Andrés, al llegar el momento de soltar aquellas tempestades que le batÃan el cerebro al salir de su casa, no supiera por dónde comenzar, ni cómo arreglarse para exponer la razón de su presencia en medio de aquel triste cuadro. Al fin, y queriendo mostrarse más entero de lo que estaba, dijo á las angustiadas mujeres: --¿Qué mil demonios está pasando aquÃ?... Vamos á ver... Porque lo de Miguel no es para tanto moquiteo. --¡Ay, señor!--respondió la marinera entre sollozos ahogados,--¡eso, después de lo otro!... --Y ¿cuál es lo otro, mujer? --¡Lo otro!... Pos pensaba yo que por ello sólo venÃa usté. --¡Uva!--dijo tÃo Miguel desde su cama. Al capitán se le amontonaron en la cabeza todos los recuerdos de su reciente entrevista con Andrés; y la mala sangre que las imprudencias de éste le habÃan hecho, le obligó, retoñando de pronto, á decir con mucha exaltación: --Es verdad, Sidora: por ello sólo he venido aquÃ. ¿Te parece bastante motivo para el viaje? --Y sobrao, con más de la mitá, señor,--respondió la pobre mujer acoquinada. Silda, que no podÃa tenerse de pie, volvió á sentarse en el mismo rincón en que la vimos antes. El capitán, encarándose á ella, la dijo con cierta sequedad: --Es preciso que yo sepa, de tu misma boca, lo que ha pasado aquà esta mañana. ¿Tienes ánimos para referirlo, pero sin quitar un ápice de la verdad, ni añadir una tilde que la desfigure? --SÃ, señor,--respondió con entereza la interrogada. --Por supuesto, Miguel--añadió don Pedro Colindres volviéndose hacia la alcoba,--en el supuesto de que el relato no sirva de cebo á tus males; porque, aunque el caso apura, no es puñalada de pÃcaro. Yo volveré á otra hora... --No, señor don Pedro--se apresuró á responder MechelÃn,--no hay pa qué molestarle á usté más; porque, apurámente, relate es ese que hasta me engorda el oirle. Y no se espante de ello; que consiste en que, cuanto más me repiten el caso, más me voy hiciendo á él y menos me daña acá dentro... Cuenta, cuenta, saleruco de Dios, sin reparo de ná, pa que se entere bien el señor don Pedro. --Y bien puede usté creer al venturao--añadió tÃa Sidora;--que, por gusto de él, no se hablara de otra cosa en todo el santo dÃa de Dios en esta casa. Con estas manifestaciones y la buena y bien notoria voluntad de Silda, comenzó ésta á referir el suceso con los mismos pormenores que le habÃa referido Andrés en su casa. --Exactamente--dijo el capitán, apenas acabó Sotileza su relato.--Lo mismo que yo sabÃa hasta donde tú lo has dejado. Pero, después acá, ¿qué más ha ocurrido? --Señor... yo á punto fijo no lo sé, y no puedo responderle más. --à lo que paece, y por lo que cuentan los vecinos que aquà van entrando--dijo tÃa Sidora,--el mal enemigo que lo regolvió dende abajo, se vió á pique de que le arrastraran las gentes por el moño. Porque antes de que esta venturá saliera de su cárcel, ya ellas habÃan contreminao la calle entera con injurias y maldaes... ¡Si no medran de otra cosa, señor! Después, la de abajo subió y se encerró en casa con la otra, sin atreverse á abrir las puertas del balcón, porque habÃan sembrao muchos agravios, y, por malas que sean, tenÃa que pesarles la obra en la concencia... siquiera por el miedo... Luégo llegaron de la mar el padre y el hijo: aticuenta que la noche y el dÃa; y rifieren que hubo en la casa una tempestá, porque al uno, arrimao á las pÃcaras con la mala intención, too le paecÃa poco; y al otro venturao se le partÃa el corazón y se le caÃa la cara de vergüenza. Creo que maltrató á la hermana, y estuvo en poco que no le alcanzaran golpes á su madre. Aquà ha bajao... no sé cuántas veces: de aquella entrá no pasa; y allà se está arrimao á la paré, con las manos en las faltriqueras, el ojo airao y la greña caÃda. No dice _jus_ ni _muste_, por más que se le anima pa que vea que no se le cobran á él pecaos de su casta... y se güelve como entró... Hay quien dice que se puede hacer bueno, con testigos, lo que esos demonios de mujeres dijieron y traficaron pa perdición de esta casa; y que no deben quedar tantas maldaes sin castigo... Y esto es too lo que le podemos decir á usté, señor don Pedro, por lo que nos cuentan de lo que ha pasao en estas horas que llevamos arrinconaos en esta soledá tan triste... Tocante al probe Miguel, ya se puede usté hacer cargo: es viejo, está muy achacoso; encontróse con esto al llegar á casa... ¡él, que habÃa salido de ella hecho unas tarrañuelas!... y cayó desplomao; vamos, desplomao como una paré vieja... De modo que no es de asombrarse naide porque á esta desventurá y á mà se nos escape la lágrima de tarde en cuando. ¡Han visto tan pocas las paredes de esta casa, señor don Pedro! No le faltaba mucho á éste para contribuir con una más á las ya vertidas allÃ, cuando acabó su relato entre sollozos la atribulada marinera, porque bien tenÃa su hijo á quien salir en muchas de sus corazonadas de carácter; pero sorteó bien el apuro, y resuelto á cumplir su propósito de examinar bien aquel terreno, ya que estaba sobre él y podÃa, con un poco de prudencia, hacerlo sin molestar á nadie, continuó sus investigaciones asÃ: --No es eso precisamente lo que yo trataba de averiguar, Sidora, aunque me alegre de saberlo. --Usté dirá, señor. --QuerÃa yo que me dijérais qué impresión los ha causado el suceso... --Pues bien á la vista está, señor... --No es eso tampoco... no he hecho yo la pregunta bien. ¿Qué propósitos tenéis después de lo ocurrido? ¿á quién echáis la culpa?... --¡La culpa!... ¿à quién se la hemos de echar? à quien la tiene: á esas pÃcaras de arriba... Bien claro lo ha dicho tamién esta desgraciá... --Ya, ya; ya me he enterado. Pero suele suceder, cuando se examinan en familia casos como ese de que tratamos, que unos dicen que «si no hubiera sido por esto, no hubiera acontecido lo otro;» y que «si tú,» y que «si yo,» y que «si el de más allá...» en fin, ya me entiendes. Luégo viene el ajuste de cuentas, digámoslo asÃ; y lo que debe Juan, y lo que debe Petra... y lo que debiera suceder... y lo que sucederá... y lo que se espera... y lo que se teme... --¡Lo que se espera!... ¡lo que se teme!--repetÃa la pobre mujer mirando de hito en hito al capitán. --¡DÃselo, Sidora, dÃselo, que ahora es la ocasión!--voceó desde su cama MechelÃn. --¿Y qué es lo que ha de decirme?--preguntó don Pedro Colindres, volviéndose con fruncido ceño hacia la alcoba. --Pus lo que ella sabe y ahora viene al caso--respondió el marinero.--¡Anda, Sidora, ya que le tienes tan á mano! ¡AnÃmate, mujer, que él güeno es de por suyo! --SÃ, hijo, sÃ. ¿Por qué no he de decirlo?--contestó tÃa Sidora.--No es ello ningún pecao mortal. El capitán estaba en ascuas, y Sotileza como una escultura de hielo en su rincón de la cómoda. --Sepa usté, señor don Pedro--dijo tÃa Sidora,--que juera de las amarguras del caso, por lo que es en sÃ, aquà no hay otro pÃo que nos atormente, que el no saber lo que nos espera por lo relative á don Andrés. --¡à ver, á ver!--murmuró el capitán, acomodándose mejor en la silla para redoblar su atención. Si la hubiera fijado un poco en la cara de Sotileza en aquel momento, ¡qué sonrisa de hieles hubiera visto en su boca, y qué centella de ira en sus ojos! --El señor don Andrés--continuó tÃa Sidora,--entraba aquà como en su mesma casa, porque debÃamos abrÃrsela de par en par. Él merecÃa que se hiciera eso con él en los mismos palacios de la reina de España; y por merecerlo tanto, aquà no tenÃa más que corazones que se gozaban en verle tan parcialote y campechano con personas que no eran quién, ni siquiera pa limpiarle las suelas de los zapatos... Bien sabe usté, señor, que si hoy tenemos pan que llevar á la boca, al corazón de él y á la caridá de su familia lo debemos. Por no causarle una pesaúmbre y por no dársela á sus padres, ca uno de nosotros hubiera arrancao peñas con los dientes, si peñas con los dientes hubiera habido que arrancar pa ello... Pero hay almas de Satanás, señor, que enferman con la salú de su vecino... y ya sabe usté lo acontecÃo esta mañana... El golpe iba á la honra de esta desdichá; pero alcanzó la metá de él á don Andrés, que estaba en casa entonces como pudo estar otro cualquiera. Por lo que á nosotros nos duele, sacamos el dolor que tendrá él, y la pena y los enojos de toda su familia... Justo y natural es que asà sea; pero, ¡por el amor de Dios, señor don Pedro! mire las cosas con buena entraña, y quÃtenos la metá de la pesaúmbre que nos ahoga perdonando la que le dimos, sin más parte en ello que la que tomó el demonio por nosotros. --¡Uva, señor don Pedro, uva!--añadió MechelÃn desde allá dentro.--¡Eso pedimos, eso queremos... que no es cosa mayor en ley de josticia y buena voluntá! --¿Y eso es todo cuanto se os ocurre?--preguntó el capitán respirando con más desahogo que antes.--¿Eso es todo cuanto deseáis, por lo que á mà toca... por lo que pueda importarme ese suceso... por la parte que de él ha alcanzado á mi hijo? --¿Y le paece á usté poco!--exclamaron casi al mismo tiempo tÃa Sidora y su marido. El capitán soltó, allá en los profundos de su pechazo, una interjección de las más gordas, por ciertos amargores de conciencia que comenzaba á sentir enfrente del candoroso desinterés de aquel honrado matrimonio; y para disimularlos mejor, habló asÃ: --Eso se da por entendido, Sidora: en mi casa no hay nadie tan inconsiderado que, por mucho que le duela lo acontecido... ¡y mira que nos duele bien! trate de haceros responsables de daños que no habéis causado... Pero se me habÃa figurado á mà que podrÃais desear, y serÃa muy natural que lo deseárais, otra cosa muy distinta: algo... como, por ejemplo, el castigo de esas dos bribonas por medio de la justicia humana; y que os ayudara yo en el empeño, por poder más que vosotros. --¡Uva, uva!--sonó la voz de MechelÃn dentro de la alcoba. --También se ha tratado algo de eso, señor--dijo tÃa Sidora muy reanimada con la actitud que iba tomando el capitán.--Pero hubo sus mases y sus menos sobre el particular. Hay quien dice que es mejor dejarlo asÃ, porque esas cosas tocantes á la honra no conviene manosearlas mucho; y hay quien piensa que castigando á las causantes se pone la verdá más á la vista. --¡Uva, uva!... --Por las trazas--dijo el capitán,--¿tú estás porque eso se lleve adelante, Miguel? --SÃ, señor--respondió éste,--¡y á toa vela! --¿Y tú, muchacha?--preguntó don Pedro á Sotileza;--tú, que eres la más interesada. --¡También!--respondió con bravura la interpelada. --Pues si creéis que eso conviene--añadió tÃa Sidora, antes que se consultara su voluntad,--que no quede por mÃ. No soy vengativa, señor; pero la verdá es que no se puede hacer vida con sosiego onde están esas mujeres, y que si ahora se quedan trunfantes con esa maldá, como se han quedao siempre, yo no sé lo que pasará mañana aquÃ. --Pues se hará lo posible porque lleven esta vez su merecido,--concluyó el capitán, á quien se le antojaba que el castigo de las hembras de Mocejón también desembarazarÃa de ciertos estorbos la situación de Andrés ante la opinión pública. Poco después de esto se levantó para marcharse. Sotileza se levantó también; y venciendo con un visible esfuerzo de voluntad repugnancias que la combatÃan, le dijo asÃ, sin apartarse de la cómoda sobre cuya meseta se apoyaba con una mano: --Señor don Pedro, por nada de lo que se ha tratado aquà ha venido usté á esta casa. --¿Qué dices, muchacha!--exclamó el capitán mirándola con asombro. --La pura verdá--respondió Silda con valentÃa.--Y por ser la verdá, la digo sin ánimo de ofender á naide con ella... y porque quiero que vaya usté seguro de llevar por la paz lo que pensó llevarse de aquà por la guerra. --¡Hijuca!--exclamó asustada tÃa Sidora. MechelÃn se incorporó sobre la cama, y don Pedro Colindres no disimuló cosa mayor la zozobra en que le ponÃan aquellas terminantes afirmaciones de Sotileza. Ésta continuó: --Quiero que usté sepa, oÃdo de mi mesma boca, que nunca me dejé tentar de la cubicia, ni me marearon los humos de señorÃo; que estimo á Andrés por lo que vale, pero no por lo que él pueda valerme á mÃ; y que si para poner ahora á salvo la buena fama no hubiera otro remedio que el que me diera llevándome á ser señora á su lado, con la honra en pleito me quedara, antes que echarme encima una cruz de tanto peso. --¡Por vida del mismo pateta!--respondió el capitán mirando á la valiente moza con un gesto que tanto tenÃa de agrio como de dulce,--que no sé á dónde quieres ir á parar por ese camino. --Pensé que sobraba la mitá de lo dicho para ser bien entendida de usté,--replicó Sotileza. --Pues figúrate que no he comprendido pizca de tus intenciones, y que quiero que me las pongas en la palma de la mano. Sotileza continuó: --Conozco bien á Andrés, porque le llevo tratao muchos años; y por eso, y por algo que me dijo esta mañana al verme aquà agonizando de vergüenza, y por el aire que usté traÃa al entrar en esta casa, bien puedo yo creer que haya repetido á su padre lo que yo no quise dejar sin la respuesta que cuadraba. Don Pedro Colindres, interpretando las últimas palabras de Silda en un sentido bien poco honroso para Andrés, se picó del honorcillo y repuso con dureza: --Pues si él te dijo lo que yo presumo, ¿qué más podÃas desear tú? ¿En esas estamos ahora, después de tantos pujos de humildad? Con esto fué Sotileza quien se sintió herida en el amor propio; y para acabar primero y á su gusto aquella porfÃa que la molestaba, pero que debÃa sostener, porque le interesaba, concluyó asÃ: --Yo no he dicho ahora cosa que desmienta lo que dije antes. Pensé que era sobrado hablar asà para que usté solo me entendiera; pero ya que me salió mal la cuenta, lo diré más claro. De caridá vivo aquÃ, y con estos cuatro trapucos valgo lo poco en que me tienen las gentes. Vestida de sedas y cargada de diamantes, serÃa una tarasca y se me irÃan los pies en los suelos relucientes. Malo para los que tuvieran que aguantarme, y peor para mà que me verÃa fuera de mis quicios. à esta pobreza estoy hecha, y en ella me encuentro bien, sin desear cosa mejor. Esto no es virtú, señor don Pedro; es que yo soy de esa madera. Por eso dije á Andrés lo que él bien sabe; y necesito que usté me conozca, porque no quiero responder más que de mis faltas... ni tampoco que se me gane la delantera en casos como el presente; que por humilde que una sea, no dejan de doler los gofetones que se le den por humos que nunca se tuvieron. Con esto ya lleva usté más de lo que venÃa buscando, y yo me quedo con un cuidado de menos... Y perdóneme ahora la libertá con que le hablo, siquiera porque el sosiego de todos lo pide asÃ. Verdaderamente daba Sotileza á don Pedro Colindres mucho más de lo que éste habÃa ido á buscar á la bodega de la calle Alta; pero el capitán no debÃa confesarlo allÃ, porque entendÃa que la confesión no realzarÃa gran cosa la calidad de los pensamientos generadores de aquel paso. Por eso dijo á Sotileza, por todo comentario á sus declaraciones: --Aunque aplaudo esa honrada modestia que tan bien te está, quiero que sepas que esta vez has pecado conmigo de maliciosa... Y no hablemos más del asunto, si os parece. OlvÃdese todo; contad conmigo como siempre, y aun mejor que nunca... y cuÃdate mucho, Miguel. Adiós, Sidora... Adiós, guapa moza. Y salió de allà don Pedro Colindres, bien convencido de que si en su casa continuaba agitándose la cola del escándalo de marras, no serÃa por obra de la familia de MechelÃn. Esto simplificaba mucho el conflicto que le habÃa lanzado á él á la calle; y por creerlo asÃ, volvÃa al lado de la capitana bastante más tranquilo que cuando se habÃa apartado de ella. Entre tanto, Silda, acudiendo al hechizo que tenÃa su voz para el asombrado matrimonio, se despachaba á su gusto, dando á sus palabras dirigidas al capitán el sentido más apartado de su verdadera significación. ¿Se dejaron engañar los pobres viejos? ParecÃa que sÃ, pues no debió tomarse por señal de lo contrario la postración en que volvió á caer el dolorido marinero, apenas le dejaron solo las mujeres para disponer la una un nuevo reparo, y prepararle la otra una escudilla de caldo con vino de la Nava; ni la extraña expresión que habÃa quedado estampada en la faz de tÃa Sidora. Con las emociones de la inesperada escena, se podÃan explicar ambas cosas, sin tomarlas por señales de una nueva pesadumbre. [Ilustración] [Ilustración] XXVI MÃS CONSECUENCIAS Andrés salió de su casa, porque necesitaba el aire y los ruidos y el movimiento de la calle para no ahogarse en la estrechez de su gabinete, y no volverse loco con la batalla de sus cavilaciones. Además, su padre le habÃa arrojado de ella y condenado á no volver á verle mientras en su cabeza germinaran los mismos pensamientos que habÃan producido aquella tempestad en el seno de la familia; y Andrés, que por gustar entonces los primeros amargores de las contrariedades de la vida, tomaba los sucesos en el valor de todo su aparato, ni hallaba fuerzas en su voluntad para imprimir nuevo rumbo á sus ideas, ni desparpajo bastante en su juvenil entusiasmo para desarmar la cólera de su padre con una mentira. Salió, pues, de casa para cambiar de ambiente y de lugares; para huir de lo que más de cerca le perseguÃa, y para pedir al acaso de los ruidos, de las multitudes y de los misterios de la noche, un dictamen ó, cuando menos, una tregua que no podÃan darle ni la soledad de su cuarto, ni la pesadumbre de aquellos muros, para él caldeados por la cólera de su familia. Por eso andaba y andaba, sin derrotero fijo; y, para colmo de sus contrariedades, la noche, con cuyo rocÃo contaba para refrescar el horno de sus ideas, era de sur en calma, negra y bochornosa; pesaba el ambiente tibio, y hasta en la luz de los faroles públicos hallaba el errabundo mozo la tortura del calor que enardecÃa la sangre de sus venas. ¡Y él, que iba anhelando los frÃos hiperbóreos y el ruido de una tempestad! ¡Hasta los elementos parecÃan conjurados en su daño! Y lo creÃa de buena fe. Dejó las calles del centro porque se asfixiaba en ellas, y enderezó sus pasos hacia los suburbios. Cuando llegó á los gigantes plátanos de Becedo, se acordó de que á dos pasos de allà vivÃa el padre Apolinar. Tuvo grandes tentaciones de subir á su casa para referirle cuanto le ocurrÃa... Pero ¿qué adelantarÃa con ello? ¿Qué sabÃa el pobre fraile de las cosas que le pasaban á él? ¿Qué prestigio era el suyo ante un hombre como don Pedro Colindres, para calmar sus arrebatos y reducirle á la razón?... ¡à la razón! Pero ¿sabÃa el mismo Andrés por dónde debÃa comenzar la defensa de su pleito, ni si el pleito era defendible, ni si era pleito siquiera? ¿De qué se trataba, en substancia? De un supuesto que él intentaba imponer á su familia como deber de la honra, y de una tenaz resistencia de su padre á reconocerlo asÃ. ¿CabÃan mediadores serios en una porfÃa semejante? Y aunque cupieran, ¿era creÃble que se prestara nadie á sostener la causa del hijo contra la autoridad de los padres irritados? Y aunque se prestara, ¿cómo habÃan de darse éstos por vencidos, si el declararlo asà era la humillación y el desprestigio de los derechos indiscutibles que tenÃan como dueños y señores suyos? Además, bien considerada su actual situación, ni siquiera procedÃa directamente de este desacuerdo, sino del altercado que produjo; de su propia obstinación en no declarar lo que su padre pretendÃa, y de las durezas con que éste le reprochó su rebeldÃa inusitada. Éste era el caso; y para su resolución definitiva, no veÃa otro agente que el tiempo, cuya marcha fatal é inalterable borra las grandes impresiones del ánimo, apacigua las batallas del cerebro, cambia la faz de las cosas y enquicia el humano discurso. Por entonces no estaba el pobre mozo más que para sentir y para padecer. Rendido, al cabo, de dar vueltas en aquel paseo, sentóse en el banco más retirado y sombrÃo. Pero allà le asaltaron, con furia implacable, los recuerdos de la calle Alta. ¿Qué habrÃa pasado en la pobre bodega desde que él habÃa bajado á la ciudad después del gran escándalo? ¿Qué efecto habrÃa causado éste en los honradÃsimos viejos, al volver cada cual de sus quehaceres? ¡Qué pensarÃan de él! ¡Qué les habrÃa dicho Silda!... ¡Y las palabras de ésta, respondiendo á su hidalgo ofrecimiento, tan desdeñosas, tan crudas, hallándose los dos en lo más imponente del conflicto!... Y eslabonando con este recuerdo el de todo cuanto le habÃa pasado desde entonces, y la consideración de lo que le estaba pasando, embravecióse más y más la tempestad de su cabeza; pensó volverse loco bajo el fragor de aquella lucha de ideas incongruentes y de conclusiones desesperantes, y se levantó nervioso y agitado; y volvió á moverse de un lado para otro; y anduvo, y anduvo, sin saber por dónde, hasta que al cabo de una hora bien corrida, notó que se hallaba al otro extremo de la ciudad y á dos pasos de la Zanguina. BullÃan los mareantes de Abajo en derredor de ella; y por esta sola razón, trató de apartarse de allÃ. Le espantaban las gentes conocidas. Pero ¿á dónde iba ya? Miró su saboneta de oro y vió que marcaba las diez y media. à las diez acostumbraba él á retirarse á casa todas las noches. Ya estarÃa su madre echándole en falta, y quizá muerta de angustia recordando de qué modo habÃa salido á la calle... Pero ¡volver á casa en la situación de ánimo en que se hallaba él, y tener que presentarse delante de su padre que le habÃa arrojado de allà con prohibición terminante de no acercársele mientras siguiera pensando del modo que pensaba!... ¡Y al dÃa siguiente, vuelta á lo mismo; y además el presidio del escritorio, donde ya se sabrÃa todo lo que le pasaba!... ¡Qué infernal complicación de contrariedades para el fogoso y alucinado muchacho! Mientras su discurso recorrÃa vertiginosamente estos espacios, con grandes señales de optar por lo menos cuerdo, sintió un golpecito en la espalda y una voz que le decÃa: --¡Varada en peña, don Andrés! Volvióse éste sobrecogido, pensando que alguien se entretenÃa en leerle los pensamientos, si es que no habÃa estado él pensando á gritos, y conoció al bueno de Reñales, patrón de lancha de los más formales y sesudos del Cabildo de Abajo. --¿Por qué me lo dice usted?--le preguntó Andrés. --¿No ve cómo anda por aquà esta probe gente, como rebaño á la vista del lobo? --Y ¿por qué es eso? --Pensé que usté lo sabÃa, don Andrés... Pos es motivao á la leva. --Era de esperar ya... Y ¿qué tal es? --Pos, hijo, una barredera... No la recuerdo mayor. Esta tarde se nos ha notificao por la Comendancia... No queda un mozo en los dos Cabildos... Del de Abajo, solamente, van cuatro de segunda campaña por no haber número bastante de los de primera... ¡con que fegúrese usté! --Triste es eso, Reñales; pero son cargas del oficio. --¡Güeno está el oficio, don Andrés!... Dos dÃas hace que no vamos á la mar. --Pues ¿cómo asÃ? --¿No ve usté el cariz del tiempo? --Bien en calma está. --SÃ; pero calma traidora... ¿Quién se fÃa de ella, don Andrés? --Tres dÃas van asà ya, y nada ha sucedido. --Ya lo veo... Pero eso es bueno pa sabido. --El viento al sur no tiene malicia ahora: es viento de la estación. --Ya nos hacemos cargo; y algo por eso, y mucho por lo que apura la necesidá, pensamos salir mañana. ¡Buenos ánimos llevará esta probe gente con el galernazo que les ha venÃo de arriba!... Andrés se quedó pensativo unos instantes, y preguntó en seguida al patrón: --¿Dice usted que mañana irán las lanchas á la mar? --Si Dios quiere y el tiempo no empeora. --¿à qué va la de usted, tÃo Reñales? --à merluza. --Me alegro, porque voy á ir en ella. --¡Usté, don Andrés? --Yo, sÃ. ¿Qué tiene de particular? --De particular, no es cosa mayor, que abonao es usté pa ello, y la mar bien le conoce. --Pues entonces... --DecÃalo yo porque podÃa usté aguardar á mejor ocasión. --¿Qué mejor ocasión que ésta? --Mejores las hay, don Andrés, mejores: siempre que está el tiempo al nordeste. --Pues yo le prefiero al sur cuando es estacional, como ahora. --Es un gusto como otro, don Andrés; aunque no verá usté un solo mareante que le tenga igual. Yo cumplo al respetive con decir lo que me paece. --Y yo lo agradezco por el buen deseo... Con que no hay más que hablar. --¿Por supuesto que querrá usté que le vayan á avisar á casa? --¡De ningún modo! No hay necesidad de alborotar el barrio. Yo estaré aquÃ, ó en la Rampa, á la hora conveniente; y si no estoy, se larga usted sin esperarme. Entre tanto, quédese esto entre los dos, y no diga usted una palabra de los propósitos que tengo... Pudiera no ir; y no hay necesidad de que se atribuya el caso á lo que no es. --¡Je, je!... Vamos, eso es decir que no está usté muy seguro de que á última hora... --Justamente... Pudiera no estar tan animoso entonces... --Y recela que se le tenga por encogÃo... --Eso es. --Pus no lo creerÃa quien le conozca, don Andrés. --¡Quién sabe!... Por si acaso, punto en boca, y lo dicho. --Nunca supo hablar la mÃa pa descubrir secretos. --Hasta mañana, Reñales. --Si Dios quiere, don Andrés. No le habÃa salido á éste muy errada la cuenta al discurrir que para verse libre, de cualquier modo, de apuros como el suyo, no habÃa otro remedio que entregarse á los decretos de la ciega casualidad. La que le llevó á la Zanguina y le acercó al prudente Reñales en el momento crÃtico de resolver, por su propio consejo, el único conflicto verdaderamente serio en que se habÃa visto aquella noche, poniéndole entre los labios la golosina de un envejecido y vehemente deseo, dió al traste con todas sus vacilaciones y le arrojó en las marañas de un nuevo desatino. ¡Volver á casa después de haberle echado de ella su padre tan sin motivo ni razón! ¡Que penara, que penara un poco por su dureza inoportuna! Eso le enseñarÃa á no ser tan injusto y tan violento otra vez. En cuanto á su madre... Pero ¿qué habÃa hecho ella para defender al hijo atribulado? ¿No habÃa puesto su haz correspondiente en la hoguera de las cóleras del padre, calumniando las generosas intenciones de la inocente Silda? Pues que penara también un poco... que mucho más estaba penando él... Mas aunque por ahorrar esas penas á sus padres se decidiera á tornar aquella noche al abandonado hogar, ¿qué resolverÃa esta _abnegación_ de su parte, quedando la discordia en pie y recrudeciéndose de nuevo al dÃa siguiente, quizás entre el suplicio de insoportables mediadores?... Nada, nada: oÃdo de piedra á las voces de su corazón, que le aconsejaban cosa muy distinta... ¡y adelante con su proyecto! Éste lo resolvÃa todo á la vez. Una mala noche pronto se pasarÃa; y en cambio, al dÃa siguiente, ni caras indigestas, ni palabras impertinentes, ni miradas burlonas; y en vez del hormigueo de las calles, y el tufo de las muchedumbres, y el polvo de las basuras, y el tormento de la conversación, la inmensidad del espacio, la grandeza de la mar, el aire salino, el columpio de las ondas y el olvido de la tierra infestada de la peste de los hombres. Entre tanto, las horas correrÃan, cambiarÃanse los pareceres... y el que pasa un punto, pasa un mundo. De este modo iba afirmando Andrés en su voluntad la resolución que le habÃa inspirado su casual encuentro con Reñales, y hasta creyendo de buena fe que podÃa ser Providencia lo que parecÃa casualidad, cuando lo cierto era que se habÃa agarrado á aquel asidero como pudo agarrarse á las alas de una mosca, para caer del lado á que se inclinaba en el momento de resolverse ó á volver á su casa, como era lo cuerdo y conveniente, ó á declararse en abierta rebelión contra todos sus deberes, que era lo descabellado. Pero ya sabemos lo que son apreturas de esa especie en cabezas juveniles como la de Andrés, y no hay que maravillarse de que optara por lo peor en la necesidad de elegir entre dos cosas que le parecÃan rematadamente malas. Y tan firme llegó á ser su repentino propósito, que para evitar, en lo posible, todo riesgo de que se le malograra, apenas se despidió de Reñales se alejó de las inmediaciones de la Zanguina, para discurrir á su gusto sin excitar la curiosidad de nadie. Porque le quedaba otro punto, muy interesante, por dilucidar. ¿Dónde y cómo iba á pasar las horas que faltaban hasta la madrugada del dÃa siguiente? No habÃa que pensar en fondas ni paradores, donde el menor de los riesgos era el ser él muy conocido de fondistas y mesoneros; ni tampoco en la casa de ningún amigo... Pasarse tantas horas recorriendo calles, tras de ser excesivamente penoso, era muy expuesto á llamar la atención más de lo conveniente... Sin dudas ni vacilaciones optó por la Zanguina. En la Zanguina, dentro de muy poco rato, no quedarÃa un marinero; porque aunque muchos de ellos acostumbraban á dormir allÃ, esto acontecÃa en lo más penoso de las costeras; y en aquella ocasión llevaban ya dos dÃas sin salir á la mar. Estando sola la Zanguina, llegarÃa en el momento de ir á cerrarse sus puertas, y no antes, porque, echándole de menos en su casa, no serÃa extraño que alguien fuera allà á preguntar por él. Le dirÃa al tabernero, muy conocido suyo, todo lo que habÃa que decirle para que no le chocara su pretensión de pasar asà la noche, tumbado sobre un banco, hasta la hora de salir á la mar en la lancha de Reñales... Y comenzó á ponerlo por obra antes que se le enfriaran los propósitos. Con grandes precauciones, porque el sitio era de los más poblados de la ciudad, observó, á la mayor distancia posible, cómo fueron retirándose poco á poco hasta los parroquianos más pegajosos del afamado establecimiento; y en cuanto vió señales de que iban á entornarse sus puertas, acercóse allá y expuso sus intenciones al tabernero. No le chocaron á éste cosa mayor, porque sabÃa hasta dónde llegaba la pasión del hijo del capitán Bitadura por las costumbres de la gente marinera. --¡Pero no me diga, don Andrés, que se va á pasar aquà la noche encima de un banco duro!--le dijo el tabernero.--Le arreglaré un poco de mullida con la metá de la mi cama... --Nada de eso--respondió Andrés.--Si me acuesto sobre mullida, no despertaré á la hora que necesito. --Si de toas maneras he de abrir yo la taberna antes que den el _apuya_. --No importa. Yo me entiendo. Ponme en la mesa del último cajón de allá un pedazo de queso, otro de pan, un vaso de vino y una vela, y no te cuides de mà sino para despertarme mañana á tiempo, si es que no me he despertado yo... El tabernero empezó á complacerle encendiendo una vela de sebo; la encajó después en una palmatoria de hoja de lata, y fuése con ella al departamento indicado por Andrés. Caminando éste detrás de la luz, vió un bulto en la obscuridad del fondo de uno de los primeros cajones de la fila. El bulto roncaba que era un espanto. --¿Quién duerme ahÃ?--preguntó Andrés. --Es Muergo--respondió el hombre de la vela.--Entendimos que se volvÃa loco de rabia cuando supo que le alcanzaba la leva... Juraba y perjuraba que primero se echaba á la mar que consentir en que le llevaran al servicio... Dimpués tomó una cafetera de aguardiente; pensemos que acababa aquà con medio Cabildo; rindióle al cabo el sueño, y se quedó como usté le ve ahora... Juera del alma, don Andrés, es una pura bestia. ¡Y Andrés envidiaba en aquel instante hasta la suerte de Muergo! Minutos después, el aturdido mozo, en el rincón más obscuro del más apartado cuchitril de la Zanguina, reponÃa las fuerzas del cuerpo quebrantado, con las mÃseras provisiones que el tabernero habÃa puesto sobre la bisunta mesa, mientras aspiraba oleadas de aquella atmósfera pestilente, y sentÃa en las profundidades de su cabeza el estruendo de la batalla que estaban librando allà sus no domadas ideas. Algo más tarde, cansado de meditar y de temer, estiró las piernas sobre el banco en que se sentaba; apoyó el tronco contra la pared; cruzó los brazos sobre el pecho, y quiso facilitarle su conquista al sueño, que tanto necesitaba, apagando la luz, que es enemiga del reposo; pero desistió de su propósito, porque no se atrevÃa á quedarse á obscuras y solo con sus alborotados pensamientos. [Ilustración] [Ilustración] XXVII OTRA CONSECUENCIA QUE ERA DE TEMERSE Por rara casualidad estaba don Venancio Liencres en casa cuando llegó á sus puertas la capitana preguntando por él, precisamente por él. Cierto que se hallaba ya con el sombrero puesto para salir á perorar un rato en el senado del _CÃrculo de Recreo_, donde á la sazón se agitaba entre los _senadores_ no sé qué punto de transcendencia para las harinas castellanas, las obras del ferrocarril y los cueros de Buenos Aires; pero, en fin, estaba en casa, y recibió á la madre de Andrés sin visible disgusto, y á solas como ella querÃa. AllÃ, anegada en llanto, y en el secreto de la confesión, declaró Andrea á don Venancio todo lo que les estaba pasando con su hijo. TemÃa que en las respuestas dadas por éste á su padre se envolviera un propósito de casamiento con la tarasca callealtera. Y esto no podÃa suceder, porque serÃa la perdición de él, la vergüenza de toda su familia y el escándalo del pueblo. El capitán estaba ya dando los pasos necesarios para enterarse mejor de la magnitud del peligro; pero esto no bastaba: era preciso que don Venancio mismo, que tantos tÃtulos reunÃa para merecer el respeto del desatinado mozo, le hablara al alma, le amonestara, se le impusiera; y que por Dios, y que por los santos... Y lágrima va, y sollozo viene. Y don Venancio no salÃa de su asombro, sino para considerar lo mucho que debÃa valer la fuerza de su palabra, cuando á ella seguÃa acudiendo la capitana en los conflictos más graves de su vida. Excusado es decir que la tranquilizó con un discurso, prometiéndola que todo se arreglarÃa del mejor modo posible. La capitana llegó á su casa antes que su marido; y don Venancio Liencres entró en el Senado con el talante de los grandes hombres satisfechos de llevar entre los cascos el hervor de un gran problema. Cuando volvió para cenar, rodeado de su familia, ni su señora pudo resistir un solo momento más la curiosidad de saber á qué habÃa ido la capitana á tales horas y de tal modo á su casa, ni él dominar el deseo de declararlo todo en aquel instante solemne, con el santo fin de que se viera lo que llegarÃan á ser jóvenes tan irreflexivos como Andrés, sin hombres de maduro seso y legÃtima autoridad que los volvieran á la senda de sus deberes. Y precisamente ocurrió el relato de lo más grave de la aventura de la calle Alta, en los momentos en que Luisa, dejando caer el tenedor desde la altura de su boca, declaraba que no querÃa cenar más. Siguió la historia con comentarios del mismo narrador, gestos y monosÃlabos de asco de su señora y aspavientos de TolÃn... y Luisa, cuya inapetencia continuaba y cuya alteración de semblante descubrÃa una violenta agitación nerviosa, rompió dos platos de una sola puñada. En seguida se retiró á su cuarto, manifestando antes que si no se contaran en la mesa historias tan indecorosas como aquélla, no se trastornarÃan los nervios de nadie, ni se perderÃan por completo las ganas de cenar. Convino su augusta madre en que no era del mejor tono hablar de «lances tan apestosos» delante de señoras tan principales, y mandó disponer una taza de salvia para su hija. La cual, encerrada ya en su cuarto, dijo á su madre, después de tomar dos sorbos de la pócima, que ya se sentÃa bien y que no apetecÃa otra cosa que el descanso de la cama. Alegróse mucho de saberlo don Venancio; y como ya llevaba un buen rato de perorar con TolÃn, que no acababa de asombrarse del suceso, túvosele por bastante ventilado por entonces; bostezó don Venancio; recogió su señora y guardó en el aparador los postres sobrantes; y, con las «buenas noches» de costumbre, se encerró cada cual en su agujero. Despojándose estaba TolÃn de su tuina doméstica, tras de haber dado largo recreo á sus ojos en la contemplación de los cuadros de la pared, cuando sintió un golpecito á la puerta, y la voz muy queda de su hermana que por la rendijilla le preguntaba: --¿Se puede? Apresuróse TolÃn á abrir, y entró Luisa de puntillas, con la palmatoria sin luz en una mano, y el Ãndice de la otra sobre los labios. Iba muy pálida, bastante ojerosa y no poco trémula de manos y de voz. Cerró cuidadosamente la puerta por dentro y dijo á su hermano, que la contemplaba atónito, señalándole una silla junto á la mesa sobre la cual continuaba la cartera atestada de dibujos y acuarelas: --Siéntate ahÃ. --Pero ¿qué te pasa, mujer?--preguntóla TolÃn, volviendo á vestirse la tuina y con los ojos muy azorados. --Ya lo sabrás--respondió muy bajito la interpelada.--Pero no alces la voz ni hagas ruido, porque no hay necesidad de que sepa nadie que te he hecho yo esta visita. TolÃn se sentó, y Luisa se quedó de pie delante de él, sin querer aprovechar la silla que su hermano puso á su lado, ofreciéndosela con insistencia. --No quiero sentarme--dijo Luisa:--hablo mejor asÃ, de arriba abajo, tal como estamos... Cara á cara, puede que no fuera yo tan valiente contigo como necesito serlo ahora... En fin, hombre, dejemos estas boberÃas... ¡Ay, Dios mÃo de mi alma!... Mira, TolÃn: si llego á meterme en la cama con este escozor que siento por acá dentro; si no me aventuro á desahogarme un poco contigo, creo que me da algo esta noche... que me muero, vamos, lo mismo que te lo digo... ¡lo mismo, TolÃn! TolÃn, cada vez más consumido por la curiosidad de saber qué le pasaba á su hermana, insistió de nuevo con ella para que acabara de explicarse. --à eso voy--dijo Luisa con más deseos que valor para hacerlo.--¿Tú has oÃdo bien la historia que contó papá en la mesa? --Sà que la he oÃdo. --La has oÃdo... --Te repito que sÃ. --Me alegro, TolÃn, me alegro de que la hayas oÃdo bien. ¿Y qué te parece? --¡Mire usté ahora con qué coplas salimos!--exclamó TolÃn muy contrariado. --¿Pues con qué coplas he de salirte, hombre?--preguntóle candorosamente su hermana. --Pues con las tuyas, ¡canario! --¡Pero si las mÃas empiezan por ahÃ, bobo! TolÃn se encogió de hombros y volvió un momento la cabeza hacia otra parte. --Como siempre, Luisa, como siempre--añadió un instante después.--Maldito si se pueden atar dos cominos con todos los aspavientos tuyos. En fin, dà lo que te dé la gana; ya veremos lo que sale. Luisa miró á su hermano con un gesto que no era un himno á la perspicacia del mozo aquél, y le dijo: --Quiero saber yo lo que te parece á tà esa indecencia de historia. --Pues me parece muy mal, Luisa, ¡muy mal!... tan indecente como á tÃ... ¿Lo quieres más claro? --Eso es lo que yo querÃa saber, TolÃn; eso mismo... precisamente eso mismo. --Entonces, ya estás servida... --¡Un hombre que se viste de señor; que es hijo de buenos padres; que se tutea con nosotros; que está colocado en el escritorio de papá, manoseando sus caudales; que come en esta mesa tan á menudo!... ¡un hombre asÃ, encerrado en una bodega asquerosa, con una sardinera tarasca, y salir luégo de allà los dos, corridos de vergüenza, entre la rechifla de las mujeronas y de los borrachos de toda la calle!... ¡Y á más, á más, cuando le apuran un poco, decir á su padre y á su madre que es muy capaz de casarse con ella!... ¿Tú has visto algo como esto en parte alguna, TolÃn?... ¿Lo has leÃdo siquiera en ningún libro, por muy descaradote y puerco que sea?... Vamos, hombre, dilo con franqueza. --No, Luisa, no... No he visto nada como ello. ¿Y qué? --Que eso no debe de quedar asÃ. --Ya has oÃdo que papá piensa tomar cartas en el asunto. --No basta que papá las tome; tienes que tomarlas tú también. --¡Yo! --SÃ, tú; y desde mañana, TolÃn. --Pero ¿qué diablos me va á mà ni qué?... --¿Que qué te va á tÃ? ¿No eres su amigo tú... y de la infancia, TolÃn, que es todo lo amigo que se puede ser de una persona?... ¿No estás con él en el escritorio? ¿No estáis abocados á ser socios y jefes de la casa de papá el dÃa menos pensado?... --Lo menos veinte veces te he oÃdo decir esas mismas cosas, por pecadillos de Andrés de bien escasa importancia. --Pero éstos son pecados gordos, hijo, ¡muy gordos! y te lo vuelvo á repetir, porque ahora va de veras. --Pues déjalo que vaya, que en buenas manos está el pandero. --Es que yo quiero ponerle en las tuyas. --¿Y sabes tú si yo sabrÃa tocarle? --Lo que no se sabe se aprende, cuando el caso lo pide; y aquà lo pide... ¡y mucho! --Pero, trastuela del demonio... ¡mira que cualquiera que te escuchara y te viera tan exigente y tan nerviosa por un asunto que, después de todo, no te importa media avellana!... ¿Eres procuradora de Andrés, ó qué?... --à nadie le importa lo que yo soy, TolÃn; pero quiero que esa... pingonada, no se haga; y no se hará, ¿lo entiendes? --Y si se hiciera, ¿qué? --¡Virgen del Carmen!... ¡Ni en broma lo digas, TolÃn! Aquà le temblaban los labios pálidos á Luisa, y TolÃn se la quedó mirando, con una expresión muy distinta de la que hasta entonces se habÃa visto en su cara. --¿Sabes, Luisa--la dijo, sin dejar de mirarla asÃ,--que con eso que te oigo, y recordando lo que te tengo oÃdo bastante parecido á ello, voy entrando en aprensiones?... --¿Aprensiones de qué, TolÃn?--repuso Luisa, dispuesta, no solamente á oir todo lo que quisiera decirle su hermano sobre la calidad de sus aprensiones, sino también á tirarle de la lengua para que hablara cuanto antes.--Vamos, con franqueza. --Aprensiones--continuó TolÃn,--de que algo más que la amistad es lo que te mueve á interesarte tanto por Andrés. --¡Bien has tardado en caer en ello, inocente de Dios!--exclamó Luisa, lanzando las palabras de su pecho con tal ansia, que parecÃa que con ello le desahogaba de un peso insoportable. --¡Y lo confiesas con esa frescura, Luisa?--dijo el otro haciéndose cruces. --¿Y por qué no he de confesarlo, TolÃn? ¿à quién ofendo con ello? ¿Qué hay en Andrés que no merezca estos malos ratos que estoy pasando por él? ¿No es guapo? ¿No es un mozo como unas perlas? ¿No es bueno y noble como un pedazo de pan? ¿No es fuerte y valeroso como un Cid? ¿No tiene, por tener de todo, tan buena posición como el mejor de los mequetrefes que me pasean á mà la calle, con tanto gusto tuyo? ¿No le tratamos y le estimamos de toda la vida?... Y siendo esto verdad, ¿por qué no he de... quererle yo; sÃ, señor, de quererle como le quiero tantos años hace?... --¿Pero es posible, Luisa, que tú, tan frÃa con todos los que te tratan, tan dura de corazón con todos los que te miran, seas capaz de querer á nadie con ese fuego!... --Bajo la nieve hay volcanes, TolÃn: no sé quién lo dijo por alguien como yo; pero dijo en ello una gran verdad, según lo que á mà me pasa ahora... --Pues, hija mÃa, para una vez que te quemaste... ¡no hay duda que fué bien á tiempo! --¿Por qué lo dices, TolÃn? --Bien á la vista lo tienes, Luisa. ¡Te quemas por quien ni siquiera repara en ello! --Pues ahora reparará. --¡Ahora! --Ahora, sÃ... porque hasta ahora no ha sido necesario. --¡Luisa! ¡Tú no estás en tus cabales! ¡à un hombre, quizá mal entretenido con una pescadora soez, ir á!... --No hay tal entretenimiento, si es verdad lo que se ha contado. --¡Y se quiere casar con ella!... Tú misma lo temÃas... --Pues lo dije... por oirte... Pero aunque sea verdad, y aunque también lo sea que está mal entretenido, por eso mismo hay que abrirle los ojos para que vea lo que nunca se atrevió á mirar, porque es humilde... --¿SerÃas capaz de intentar eso, Luisa... de perder la cabeza hasta ese extremo? --Yo no sé, TolÃn, de lo que serÃa capaz en el trance en que me veo... Pero de todos modos, como no he de ser yo quien dé ese paso... sino tú... --¡Yo!... ¡Yo ir á ofrecer mi propia hermana!... --¡Qué ofrecer ni qué calabaza, hombre! Con esa manera de llamar las cosas, no hay decencia posible en nada. Pero si tú vas, y, con la confianza que tienes con él, empiezas por afearle lo que ha hecho y lo que piensa hacer... y le hablas de lo que él vale... de la consideración que debe á su familia y á sus amigos... de lo bien que le estarÃa una novia de entre lo principal del pueblo... y poco á poco, poco á poco, te vas cayendo, cayendo hacia acá; y, sin decir lo que yo pienso, le haces comprender que bien podrÃa llegar á pensarlo... y, en fin, todo lo que se te vaya ocurriendo... --Luisa, ¡Luisilla de los demonios! Pero ¿cómo te estimas en tan poco... y por quién me tomas? --¡Ah grandÃsimo desalmado! ¡Ahà te querÃa esperar yo! ¿Por quién me tomabas tú á mà cuando me hacÃas la rosca para que le cantara esas mismas letanÃas del hijo de mi padre á mi amiga Angustias? Entonces, el papel que me dabas era de lo más honroso... «Una hermana mirando por el bien de su hermano... ¡uf! eso parte el corazón de puro gusto... Asà como quien no quiere la cosa, la vas enterando de lo juicioso que soy... del arte que tengo para el escritorio... de lo tierno que soy de entraña... de lo que yo me desvivo por cierta mujer... de que me paso las noches en un suspiro...» --¡Luisa, canario!--dijo entonces TolÃn revolviéndose en su asiento como si le estuvieran clavando un par de banderillas. Pero Luisa, sin hacer caso maldito de la interrupción, antes bien gozándose en el desasosiego de su hermano, continuó remedándole asÃ: --«... Pero como es tan corto de genio, antes se morirá de hipocondrÃa que decir á esa mujer, cuando está delante de ella: por ahà te pudras.» --¡Luisa!... --Y por cierto, grandÃsimo desagradecido, que bien luégo y con buen arte despaché tu comisión; y bien te allané el camino... y bien poco te costó después llegar hasta donde has llegado á la hora presente, que casi nada te falta ya para conseguir lo que deseabas, porque hasta el erizo de su padre, don Silverio Trigueras, está hecho unas mieles contigo. ¡Y ahora resulta que he estado yo haciendo un papel de los más feos... y que!... --¡Por vida del ocho de bastos, Luisa!... ¡Déjame hablar, ó te saco al carrejo... y grito para que nos oigan!... --Eso te faltaba, ¡egoistón!... ¡mal hermano!... ¿Y qué es lo que tú puedes responder á esto que yo te digo? --Que aunque todo ello fuera la pura verdad... --¡Y más de otro tanto que no he querido decir!... --Que aunque todo ello y lo que te hayas callado fuera la pura verdad, son los dos casos muy diferentes. --¡Diferentes! ¿Por dónde? ¿Por qué? --Porque tú eres una señorita... --Justo, y tú todo un caballero... Y es una mala vergüenza que un caballero como tú, porque las mujeres están obligadas, por el bien parecer, á tragarse todo cuanto sientan por un hombre y á no dárselo á entender ni siquiera con una mala mirada, ayude á su propia hermana á salir del ahogo en que se ve, despertando un poco la atención, con cuatro palabras al caso, de un hombre que es además un amigo de la mayor intimidad... ¡Bah! Pero que á un caballero, que tiene obligación, por ser hombre, de ser valiente y arrojado y de ajustar todas sus cuentas por sà mismo, le arregle una señorita un negocio de esa clase... no tiene nada de particular: es una hazaña de rechupete... y hasta obra de misericordia... ¿No le parece á usted el don escrúpulos de Mari?... ¡Caramba! ¡No sé lo que te dirÃa ahora, si pudiera yo gritar todo lo que necesito!... --Corriente. Pues lo doy por gritado, y déjame en paz. --AsÃ, hijo, asÃ... ¡asà se sale luégo del paso! ¡Y tenga usted hermanos para eso; y desvÃvase usted por ellos!... y... ¡Virgen de los Dolores!... Aquà rompió á llorar la hermana de TolÃn, como si el alma se le saliera por la boca. TolÃn trató de consolarla como mejor pudo; pero aquel antojo estaba á prueba de reflexiones más poderosas que las insulsas vaguedades que se le ocurrÃan al hijo de don Venancio Liencres. De pronto dejó Luisa de llorar, y dijo resueltamente á su hermano: --Pues ten entendido que si no llegas á hacer lo que te encargo, voy á hacerlo yo... ¡yo, por mà misma! Y seré capaz hasta de confesárselo á su madre y á su padre... y al cura de la parroquia, si me apuras... Y hasta sabrá la hija de don Silverio Trigueras el pago que tú das á lo que la tonta de tu hermana hizo por tÃ. TolÃn estaba en ascuas; creÃa á su hermana muy abonada para cumplir lo que ofrecÃa, y al mismo tiempo le asustaba lo peliagudo de la empresa que le encomendaba. Sus deseos no eran malos, pero su irresolución le encogÃa. Habló á Luisa nuevamente en este sentido, suplicándola que le dejara buscar el modo y la ocasión á gusto de él, porque todo se arreglarÃa con el tiempo. --No, no--insistió la otra.--No hay un instante que perder. Mañana mismo vas á dar el primer paso... --Pero atiéndete á razones... --Mira: en cuanto venga al escritorio, le llamas aparte; y solos allà los dos... comienzas á hablarle, y después... ¡caramba! si fuera yo, bien pronto se lo dirÃa como deben decirse esas cosas... --Y aunque todo saliera como deseas, tarambana del mismo diablo, ¿sabes tú la cara que pondrÃa mamá? --Eso corre de mi cuenta, TolÃn. ¡Pues podÃa desaprobarlo! ¡Un partido tan hermoso para mÃ!... Tú no te apures por eso, y cuÃdate de lo otro. --En fin--dijo el abrumado mozo, acaso para verse libre por entonces de un asedio tan tenaz,--haré todo lo posible por complacerte. --Es que hay que hacer--insistió Luisa sin cejar un punto,--no solamente lo posible, sino todo lo que sea necesario... Y si esto se hace ó no se hace, he de saberlo yo mañana por la noche, cuando venga Andrés aquÃ... porque tú harás, discretamente, que venga sin falta... ¿lo entiendes bien?... ¡sin falta! No habÃa escape para TolÃn; porque sabÃa muy bien que, en un carácter como el de su hermana, todo estruendo era creÃble como se le metiera el antojo entre los cascos. Comprendió que hasta para evitar campanadas más ruidosas era de necesidad cumplir con empeño la peliaguda comisión, y á cumplirla asà se obligó con su hermana. Luégo que ésta se convenció de que la promesa de TolÃn no era un vano recurso para salir del paso, trocáronse sus denuestos en arrullos; encendió su bujÃa, se despidió con un ferventÃsimo «adiós,» abrió la puerta con mucho cuidado; y de puntillas, y más bien deslizándose que pisando, llegó en un instante á su dormitorio y se encerró en él, si no libre de inquietudes, con el ánimo más reposado después del desahogo que acababa de dar á su berrinche. En cambio TolÃn, que se habÃa levantado de la mesa con el espÃritu hecho una balsa de aceite, no pudo atrapar el sueño hasta bien cerca de la madrugada. ¡El demonio de la chiquilla!... [Ilustración] [Ilustración] XXVIII LA MÃS GRAVE DE TODAS LAS CONSECUENCIAS TodavÃa resonaban hacia la calle de la Mar los gritos de _¡apuyáaa! ¡apuyáaa!_ con que el _deputao_ del Cabildo de Abajo despertaba á los mareantes recorriendo las calles en que habitaban, y aún no habÃan llegado los más diligentes de ellos á la Zanguina para tomar la parva de aguardiente ó el tazón de cascarilla, cuando ya Andrés, dolorido de huesos y harto desmayado de espÃritu, salÃa de los Arcos de Hacha, atravesaba la bocacalle frontera y entraba en el Muelle buscando la Rampa Larga. Eran apenas las cinco de la mañana, y no habÃa otra luz que la tenue claridad del horizonte, precursora del crepúsculo, ni se notaban otros ruidos que el de sus propios pasos, el de las voces de algún muchacho de lancha, ó el de los remos que éstos movÃan sobre los bancos. La negra silueta del aburrido sereno que se retiraba á su hogar dando por terminado su penoso servicio, ó el confuso perfil del encogido bracero á quien arrojaba del pobre lecho la dura necesidad de ganarse el incierto desayuno, eran los únicos objetos que la vista percibÃa en toda la extensión del Muelle, descollando sobre la blanca superficie de su empedrado. Para los fines de Andrés, aquella madrugada ofrecÃa mejor aspecto que la noche precedente. Estaba menos enrarecida la atmósfera; se aspiraba un ambiente casi fresco; y aunque en los celajes, sobre la lÃnea del horizonte por donde habÃa de aparecer el sol, se notaban ciertos matices rojos, este detalle, por sà solo, tenÃa escasÃsima importancia. De la misma opinión fué Reñales, en cuya lancha le esperaba ya Andrés, muy impaciente; pues en cada bulto que distinguÃa sobre el Muelle, creÃa ver un emisario de su casa que corrÃa en busca suya. Porque es de advertir, aunque no sea necesario, que su corto sueño sobre el banco de la taberna fué una incesante pesadilla en la cual vió, con todos los detalles de la realidad, las angustias de su madre que clamaba por él y le esperaba sin un instante de sosiego; las inquietudes, los recelos y hasta la ira de su padre, que andaba buscándole inútilmente de calle en calle, de puerta en puerta; y, por último, las conjeturas, los consuelos, los amargos reproches... y hasta las lágrimas, entre los dos. Este soñado cuadro no se borró de su imaginación después de despertar. Le atormentaba el espÃritu y robaba las fuerzas á su cuerpo; pero el plan estaba trazado: era conveniente, y habÃa que realizarle á toda costa. Al fin se oyó en el Muelle un rumor de voces ásperas y de pisadas recias; llegó á la Rampa un tropel de pescadores cargados con sus artes, su comida, sus ropas de agua, y muchos de ellos con una buena porción del aparejo de la lancha; y vió complacidÃsimo Andrés cómo la de Reñales quedó en breves momentos aparejada y completa de tripulantes. Armáronse los remos; arrimóse al suyo, á popa y de pie, el patrón para gobernar; desatracóse la lancha; recibió el primer empuje de sus catorce remeros; púsose en rumbo hacia afuera, y comenzó su quilla sutil á rasgar la estirada, quieta y brillante superficie de la bahÃa. Pero por diligente que anduvo, otras la precedÃan, del mismo Cabildo y del de Arriba; y cuando llegó á la altura de la Fuente Santa, dejaba por la popa la barquÃa de Mocejón, en la cual vió Andrés á Cleto, cuya triste mirada, por único saludo, agitó en su memoria los mal apaciguados recuerdos del suceso de la vÃspera, causa de aquélla su descabellada aventura. La luz del crepúsculo comenzaba entonces á dibujar los perfiles de todos los términos de lo que antes era, por la banda de estribor, confuso borrón, negra y prolongada masa, desde el cabo Quintres hasta el monte de Cabarga; apreciábase el reflejo de la costa de San MartÃn en el cristal de las aguas que hendÃa la esbelta embarcación, y en las praderas y sembrados cercanos renacÃa el ordenado movimiento de la vida campestre, la más apartada de las batallas del mundo. à la derecha, rojeaban los arenales de las Quebrantas, arrebujados en lo alto con el verdoso capuz del cerro que sostenÃan, y hundiendo sus pies bajo las ondas mansÃsimas con que el mar, su cómplice alevoso, se los besaba, entre blandos arrullos. ParecÃan dos tigres jugueteando, en espera de una vÃctima de su insaciable voracidad. No sé si Andrés, sentado á popa cerca del patrón, aunque miraba silencioso á todas partes, veÃa y apreciaba de semejante modo los detalles del panorama que iba desenvolviéndose ante él; pero está fuera de duda que no ponÃa los ojos en un cuadro de aquéllos, sin sentir enconadas las heridas de su corazón y recrudecida la batalla de sus pensamientos. Por eso anhelaba salir cuanto antes de aquellas costas tan conocidas y de aquellos sitios que le recordaban tantas horas de regocijo sin amargores en el espÃritu ni espinas en la conciencia; y por ello vió con gusto que, para aprovechar el fresco terral que comenzaba á sentirse, se izaban las velas, con lo que se imprimÃa doblado impulso al andar de la lancha. Con la cabeza entre las manos, cerrados los ojos y atento el oÃdo al sordo rumor de la estela, llegó hasta la Punta del puerto, y abocó á la garganta sombrÃa que forman el peñasco de Mouro y la costa de acá; y sin moverse de aquella postura, alabó á Dios desde lo más hondo de su corazón, cuando Reñales, descubriéndose la cabeza, lo ordenó asà con fervoroso mandato; porque allà empezaba la tremenda región preñada de negros misterios, entre los cuales no hay instante seguro para la vida; y sólo cuando los balances y cabeceos de la lancha le hicieron comprender que estaba bien afuera de la barra, enderezó el cuerpo, abrió los ojos y se atrevió á mirar, no hacia la tierra, donde quedaban las raÃces de su pesadumbre, sino al horizonte sin lÃmites, al inmenso desierto en cuya inquieta superficie comenzaban á chisporrotear los primeros rayos del sol, que surgÃa de los abismos entre una extensa aureola de arrebolados crespones. Por allÃ, por allà se iba á la soledad y al silencio imponentes de las grandes maravillas de Dios y al olvido absoluto de las miserables rencillas de la tierra, y hacia allà querÃa él alejarse volando; y por eso le parecÃa que la lancha andaba poco, y deseaba que la brisa que henchÃa sus velas se trocara súbitamente en huracán desatado. Pero la lancha, desdeñando las impaciencias del fogoso muchacho, andaba su camino honradamente, corriendo lo necesario para llegar á tiempo al punto á donde la dirigÃa su patrón. El cual llamó de pronto la atención de Andrés para decirle: --Mire usté qué _manjúa_ de sardinas. Y le apuntaba hacia una extensa mancha obscura, sobre la cual revoloteaba una nube de gaviotas. Por estas señales se conocÃa la manjúa. Después añadió: --Buen negocio pa las barquÃas que hayan salido á eso. Cuando yo venga á sardinas, me saltarán las merluzas á bordo. Suerte de los hombres. Y la lancha siguió avanzando mar adentro, mientras la mayor parte de sus ociosos tripulantes dormÃan sobre el panel; y cuando Andrés se resolvió á mirar hacia la costa, no pudo reconocer un solo punto de ella, porque sus ojos inexpertos no veÃan más que una estrecha faja parduzca, sobre la cual se alzaba un monigote blanquecino, que era el faro de Cabo Mayor, por lo que el patrón le dijo. Y aún seguÃa alejándose la lancha hacia el Noroeste, sin la menor sorpresa de Andrés; pues aunque nunca habÃa salido tan afuera, sabÃa por demás que para la pesca de la merluza suelen alejarse las lanchas quince y diez y ocho millas del puerto; y cuando se trata del bonito, hasta doce ó catorce leguas; por lo cual van provistas de compás para orientarse á la vuelta. à medida que la esbelta y frágil embarcación avanzaba en su derrotero, iba Andrés esparciendo las brumas de su imaginación y haciéndose más locuaz. ContadÃsimas fueron las palabras que habÃa cambiado con el patrón desde su salida de la Rampa Larga; pero en cuanto se vió tan alejado de la costa, no callaba un momento. Preguntaba, no sólo cuanto deseaba saber, sino lo que, de puro sabido, tenÃa ya olvidado: sobre los sitios, sobre los aparejos, sobre las épocas, sobre las ventajas y sobre los riesgos. Averiguó también á cuántos y á quiénes de los pescadores que iban allà habÃa alcanzado la leva, y supo que á tres, uno de ellos su amigo Cole, que era de los que á la sazón dormÃan bien descuidados. Y lamentó la suerte de aquellos mareantes; y hasta discurrió largo y tendido sobre si esa carga que pesaba sobre el gremio era más ó menos arreglada á justicia, y si se podÃa ó no se podÃa imponer en otras condiciones menos duras; y hasta apuntó unas pocas por ejemplo. ¡Quién sabe de cuántas cosas habló! Y hablando, hablando de todo lo imaginable, llegó el patrón á mandar que se arriaran las velas, y la lancha á su paradero. Mientras el aparejo de ella se arreglaba, se disponÃan los de pesca y se ataban las _lascas_ sobre los careles, Andrés paseó una mirada en derredor, y la detuvo largo rato sobre lo que habÃa dejado atrás. Todo aquel extensÃsimo espacio estaba salpicado de puntitos negros, que aparecÃan y desaparecÃan á cada instante en los lomos ó en los pliegues de las ondas. Los más cercanos á la costa eran las barquÃas, que nunca se alejaban del puerto más de tres ó cuatro millas. --Aquellas otras lanchas--le decÃa Reñales, respondiendo á alguna de sus preguntas y trazando en el aire con la mano, al propio tiempo, un arco bastante extenso,--están á besugo. Estas primeras, en el _Miguelillo_; las de allÃ, en el _Betún_, y éstas de acá, en el _Laurel_. Ya usté sabe que esos son los mejores _placeres_ ó sitios de pesca pa el besugo. Andrés lo sabÃa muy bien por haber llegado una vez hasta uno de ellos; pero no por haber visto tan de lejos y tan bien marcados á los tres. De las lanchas de merluza, con estar tan afuera la de Reñales, era la menos alejada de la costa. Apenas la distinguÃan los ojos de Andrés; pero los del patrón y los de todos los tripulantes hubieran visto volar una gaviota encima de Cabo Menor. Al ver largar los cordeles por las dos bandas después de bien encarnados los anzuelos en sus respectivas sotilezas de alambre, Andrés se puso de codos sobre el carel de estribor, con los ojos fijos en el aparejo más próximo, que sostenÃa en su mano el pescador después de haberle apoyado sobre la redondeada y fina superficie de la lasca, para no rozar la cuerda con el áspero carel al ser halada para adentro con la merluza trabada. Pasó un buen rato, bastante rato, sin que en ninguno de los aparejos se notara la más leve sacudida. De pronto gritó Cole desde proa: --¡Alabado sea Dios! Ésta era la señal de la primera mordedura. En seguida, halando Cole de la cuerda y recogiendo medias brazas precipitadamente, pero no sin verdaderos esfuerzos de puño, embarcó en la lancha una merluza, que á Andrés, por no haberlas visto pescar nunca, le pareció un tiburón descomunal. El impresionable mozo palmoteaba de entusiasmo. Momentos después veÃa embarcar otra, y luégo otra, y en seguida otras dos; y tanto le enardecÃa el espectáculo, que solicitó la merced de que le cedieran una cuerda para probar fortuna con ella. Y la tuvo cumplida, pues no tardó medio minuto en sentir trabada en su anzuelo una merluza. ¡Pero al embarcarla fué ella! Hubiera jurado que tiraban de la cuerda hacia el fondo del mar cetáceos colosales, y que le querÃan hundir á él y á la lancha y á cuantos estaban dentro de ella. --¡Que se me va... y que nos lleva!--gritaba el iluso, tira que tira del cordel. Echóse á reir la gente al verle en tal apuro; acercósele un marinero, y, colocando el aparejo como era debido, demostróle prácticamente que, sabiendo halar, se embarca sin dificultad un ballenato, cuanto más una merluza de las medianas, como aquélla. --Pues ahora lo veremos,--dijo Andrés nervioso de emoción, volviendo á largar su cordel. ¡Ni pizca se acordaba entonces de las negras aventuras que á aquellas andanzas le habÃan arrastrado! Indudablemente estaba dotado por la naturaleza de excepcionales aptitudes para aquel oficio y cuanto con él se relacionara. Desde la segunda vez que arrojó su cuerda á los abismos del mar, ninguno de los compañeros de la lancha le aventajó en destreza para embarcar pronto y bien una merluza. Lo peor fué que dieron éstas de repente en la gracia de no acudir al cebo que se les ofrecÃa en sus tranquilas profundidades, ó de largarse á merodear en otras más de su gusto; y se perdieron las restantes horas de la mañana en inútiles tentativas y sondeos. Se habló, en vista de ello, de salir más afuera todavÃa, ó, como se dice en la jerga del oficio, de hacer otra _impuesta_. --No está hoy el jardÃn pa flores--dijo Reñales reconociendo los horizontes.--Vamos á comer en paz y en gracia de Dios. Entonces cayó Andrés en la cuenta de que, al salir de la Zanguina, no se habÃa acordado de proveerse de un mal zoquete de pan. Felizmente no le atormentaba el hambre; y con algo de lo que le fueron ofreciendo de los fiambres que llevaban en sus cestos los pescadores, y un buen trago de agua de la del barrilito que iba á bordo, entretuvo las escasas necesidades de su estómago. La brisa, entre tanto, iba encalmándose mucho; por el horizonte del Norte se extendÃa un celaje terso y plomizo, que entre el Este y el Sur se descomponÃa en grandes fajas irregulares de azul intenso, estampadas en un fondo anaranjado brillantÃsimo; sobre los Urrieles, ó Picos de Europa, se amontonaban enormes cordilleras de nubarrones; y el sol en lo más alto de su carrera, cuando no hallaba su luz estorbos en el espacio, calentaba con ella bastante más de lo regular. Los celadores de las lanchas más internadas en la mar, tenÃan hecha la señal de «_precaución_,» con el remo alzado en la bagra; pero en ninguno de ellos ondeaba la bandera que indica «_recoger_.» Reñales estaba tan atento á aquellos celajes y estos signos, como á las tajadas que con los dedos de su diestra se llevaba á la boca de vez en cuando; pero sus compañeros, aunque tampoco los perdÃan de vista, no parecÃan darles tanta importancia como él. Andrés le preguntó qué opinaba de todo ello. --Que me gusta muy poco cuando estoy lejos del puerto... De pronto, señalando hacia Cabo Mayor, dijo poniéndose de pie: --Mirad, muchachos, lo que nos cuenta Falagán. Entonces Andrés, fijándose mucho en lo que le indicaban los pescadores que estaban más cerca de él, vió tres humaredas que se alzaban sobre el cabo. Era la señal de que el sur arreciaba mucho en bahÃa. Dos humaredas solas hubieran significado que la mar rompÃa en la costa. Malo es el sur desencadenado para tomarla las lanchas á la vela; pero es más temible que por eso, por lo que suele traer de improviso: el galernazo, ó sea la virazón repentina al noroeste. De estos riesgos trataba de huir Reñales tomando cuanto antes la vuelta al puerto. Mirando hacia él, vió que las barquÃas estaban embocándole ya, y que las lanchas besugueras trataban de hacer lo mismo. Sin pérdida de un instante, mandó izar las velas; y como el viento era escaso, se armaron también los remos. Todas las lanchas de altura imitaron su ejemplo. Andrés no era aprensivo en trances como aquél; y por no serlo, se admiraba no poco al observar que según iba acercándose á la costa se complacÃa tanto en ello como horas antes en alejarse. Y observaba más: observaba que ya no le parecÃan tan grandes, tan terribles, tan insuperables aquellas tormentas que le habÃan arrebatado de su casa y hecho pasar una noche de perros en un rincón de la Zanguina; que bien pudo haber sido un poco menos terco con su padre, y con ello sólo se hubiera ahorrado la mala noche y todo lo que á ella siguió, incluso la aventura en que se encontraba, la cual, aunque le habÃa recreado grandemente, le dejaba el amargor de su motivo... y, por último, que le inquietaba bastante el poco andar de la lancha. Y con observar todo esto, y con asombrarse de ello, y con no apartar sus ojos de la nublada faz de Reñales sino para llevarlos á las no muy alegres de sus compañeros, ó hacia los peñascos, cada vez más perceptibles, de la costa, no caÃa en la cuenta de que todo aquel milagro era obra de un inconsciente apego á la propia pelleja, amenazada de un grave riesgo que se leÃa bien claro en la actitud recelosa de aquellos hombres tan avezados á los peligros del mar. Pasó asà más de una hora, sin que en la lancha se oyeran otros rumores que el crujir de los estrovos, las acompasadas caÃdas de los remos en el agua, y el ardiente respirar de los hombres que ayudaban con su fatiga á las lonas á medio henchir. à ratos era el aire algo más fresco, y entonces descansaban los remeros. En los celajes no se notaba alteración de importancia. Por la popa y por la proa se veÃan las lanchas que llevaban el mismo derrotero que la de Reñales. Todo iba, pues, lo mejor de lo posible, y asà continuó durante otra media hora; y llegó Andrés á reconocer bien distintamente, sin el auxilio de ojos extraños, los Urros de Liencres, y luégo los acantilados de la Virgen del Mar. De pronto percibieron sus oÃdos un pavoroso rumor lejano, como si trenes gigantescos de batalla rodaran sobre suelos abovedados; sintió en su cara la impresión de una ráfaga húmeda y frÃa, y observó que el sol se obscurecÃa y que sobre la mar avanzaban, por el Noroeste, grandes manchas rizadas, de un verde casi negro. Al mismo tiempo gritaba Reñales: --¡Abajo esas mayores!... ¡El tallaviento solo! Y Andrés, helado de espanto, vió á aquellos hombres tan valerosos abandonar los remos y lanzarse, descoloridos y acelerados, á cumplir los mandatos del patrón. Un solo instante de retardo en la maniobra, hubiera ocasionado el temido desastre; porque apenas quedó izado el tallaviento, una racha furiosa, cargada de lluvia, se estrelló contra la vela, y con su empuje envolvió la lancha entre rugientes torbellinos. Una bruma densÃsima cubrió los horizontes, y la lÃnea de la costa, mejor que verse, se adivinaba por el fragor de las mares que la batÃan, y el hervor de la espuma que la asaltaba por todas sus asperezas. Cuanto podÃa abarcar entonces la vista en derredor, era ya un espantoso resalsero de olas que se perseguÃan en desatentada carrera, y se azotaban con sus blancas crines sacudidas por el viento. Correr delante de aquella furia desatada, sin dejarse asaltar de ella, era el único medio, ya que no de salvarse, de intentarlo siquiera. Pero el intento no era fácil, porque solamente la vela podÃa dar el empuje necesario, y la lancha no resistirÃa sin zozobrar ni la escasa lona que llevaba en el centro. Andrés lo sabÃa muy bien; y al observar cómo crujÃa el palo en su carlinga, y se ceñÃa como una vara de mimbre, y crepitaba la vela, y zambullÃa la lancha su cabeza, y tumbaba después sobre un costado, y la mar la embestÃa por todas partes, no preguntó siquiera por qué el patrón mandó arriar el tallaviento y armar _la unción_ en el castillete de proa. Más que lo que la maniobra significaba en aquel momento angustioso, heló la sangre en el corazón de Andrés el nombre terrible de aquel angosto lienzo desplegado á la mitad de un palo muy corto. _¡La unción!_ Es decir, entre la vida y la muerte. Por fortuna, la lancha la resistió mejor que el tallaviento; y con su ayuda, volaba entre el bullir de las olas. Pero éstas engrosaban á medida que el huracán las revolvÃa; y el peligro de que rompieran sobre la débil embarcación, crecÃa por instantes. Para evitarle se agotaban todos los medios humanos. Se arrojaron por la popa los hÃgados del pescado que iba á bordo, y se extendió por el mismo lado el tallaviento flotante. Se conseguÃa algo, pero muy poco, con estos recursos... ¡Huir, huir por delante!... Esto sólo, ó resignarse á perecer. Y la lancha seguÃa encaramándose en las crestas espumosas, y cayendo en los abismos, y volviendo á erguirse animosa para caer en seguida en otra sima más profunda, y ganando siempre terreno, y procurando, al huir, no presentar á las mares el costado. De tiempo en tiempo, los pescadores clamaban fervorosos: --¡Virgen del Mar, adelante!... ¡Adelante, Virgen del Mar! à Andrés le parecÃan siglos los minutos que llevaba corridos en aquel trance espantoso, tan nuevo para él; y comenzaba á aturdirse y á desorientarse entre el estruendo que le ensordecÃa; la blancura y movilidad de las aguas, que le deslumbraban; la furia del viento que azotaba su rostro con manojos de espesa lluvia; los saltos vertiginosos de la lancha, y la visión de su sepultura entre los pliegues de aquel abismo sin lÃmites. Sus ropas estaban empapadas en el agua de la lluvia y la muy amarga que descendÃa sobre él después de haber sido lanzada al espacio, como densa humareda, por el choque de las olas; flotaban al aire sus cabellos goteando, y comenzaba á tiritar de frÃo. Ni intentaba siquiera desplegar sus labios con una sola pregunta. ¿Para qué esta inútil tentativa? ¿No lo llenaban todo, no respondÃan á todo cuanto pudiera preguntar allà la mÃsera voz humana, los bramidos de la galerna? Asà pasó largo rato mirando maquinalmente cómo sus compañeros de martirio, con el ansia de la desesperación unas veces, y otras con la serenidad de los corazones impávidos, desalojaban, con cuantos útiles servÃan para ello, el agua que embarcaba en la lancha algún maretazo que la alcanzaba por la popa, ó movÃan el aparejo, á una señal del patrón en un instante de respiro. El exceso mismo del horror, suspendiendo el ánimo de Andrés, fué predisponiendo su discurso á la actividad regularizada y á la coordinación de las ideas, aunque en una órbita algo extraña á las condiciones de un espÃritu constituÃdo como el suyo. Por ejemplo: no discurrió sobre las probabilidades que tenÃa de salvarse. Para él era ya cosa indiscutible y resuelta el morir allÃ. Pero le preocupó mucho la clase de muerte que le esperaba; y analizó el fatal suceso momento por momento y detalle por detalle. Del minucioso análisis dedujo que su propio cuerpo arrojado de pronto en aquel infierno rugiente, en la escala de una proporción rigurosa representaba mucho menos que el átomo que cae en las fauces de un tigre con el aire que éste aspira en un bostezo. Pero ¿cabÃa imaginar un desamparo, una soledad, un desconsuelo más espantosos en derredor de un hombre para morir? En seguida pasaron por su memoria, en triste desfile, los mártires que él recordaba de la numerosa legión de héroes, á la cual pertenecÃan los desventurados que le rodeaban, destinados quizás á desaparecer también, de un momento á otro, en aquel horrible cementerio. Y los vió, uno por uno, luchar brevÃsimos instantes con las fuerzas de la desesperación, contra el inmenso poder de los elementos desencadenados; hundirse en los abismos; reaparecer con el espanto en los ojos y la muerte en el corazón, y volver á sumergirse para no salir ya sino como informe despojo de un gran desastre flotando entre los pliegues de las olas y arrastrados al capricho de la tempestad. Y viéndolos á todos asÃ, llegó á ver á Mules; y viendo á Mules, se acordó de su hija; y acordándose de su hija, por una lógica asociación de ideas llegó á pensar en todo lo que le habÃa pasado y fué causa de que él se viera en el riesgo en que se veÃa, y entonces, á la luz que sólo perciben los ojos humanos en las fronteras de la muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos; y se avergonzó de sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura, causa, quizá, de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza á reclamar sus derechos; y amó la vida, y le espantaron de nuevo los peligros que corrÃa en aquel instante; y temió que Dios hubiera dispuesto arrancársela de aquel modo, en castigo de su pecado. Temblaba de horror; y cada crujido del fúnebre aparejo, cada estremecimiento de la lancha, cada maretazo que la alcanzaba, le parecÃa la señal del último desastre. Para colmo de angustias, vió de pronto, por su banda, flotar un remo entre las espumas alborotadas; y en seguida otros dos. También lo vieron los contristados pescadores. Y vieron más á los pocos momentos: vieron una masa negra dando tumbos entre las olas. Era una lancha perdida. ¿De quién? ¿Y sus hombres? Estas preguntas leÃa Andrés en las caras lÃvidas de sus compañeros. Notó que, puestos de rodillas y elevando los ojos al cielo, hacÃan la promesa de ir al dÃa siguiente, descalzos y cargados con los remos y las velas, á oir una misa á la Virgen, si Dios obraba el milagro de salvarles la vida en aquel riesgo terrible. Andrés elevó al cielo la misma oferta desde el fondo de su corazón cristiano. Por obra de esta nueva impresión, le asaltó otro pensamiento que impregnó de amargura su alma generosa. Si él salÃa vivo de allÃ, en su mano estaba no volver á exponerse á tales riesgos; pero los infelices que le acompañaban, aunque con él se salvaran entonces, ¿no sentirÃan amargado el placer de salvarse con los recelos de perecer á la hora menos pensada en otra convulsión de la mar, tan repentina y horrorosa como aquélla? ¡Desdichado oficio, que tales quiebras tenÃa! Y fué reparando, uno por uno, en todos los pescadores de la lancha. De todo habÃa allÃ: desde el mozo imberbe hasta el viejo encanecido; y todos parecÃan más resignados que él; y, sin embargo, cada una de aquellas vidas era más necesaria en el mundo que la suya. Esta consideración, hiriéndole la fibra del amor propio, infundió algún calor á sus ánimos abatidos. Y la tempestad seguÃa desenfrenada, y la lancha corriendo, loca y medio anegada ya, delante de ella. En uno de sus bandazos, estuvo su carel á medio palmo de un bulto que se mecÃa entre dos aguas, dejando flotantes sobre ellas espesos manojos de una cabellera cerdosa. --¡Muergo!--gritó Reñales, queriendo, al mismo tiempo, apoderarse del cadáver con una de sus manos. Andrés sintió que el frÃo de la muerte le invadÃa otra vez el corazón, que la vida iba á faltarle; y sólo un acontecimiento como el ocurrido allà en el mismo instante, pudo rehacer sus fuerzas aniquiladas. Y fué que Reñales, por coincidir su movimiento con un recio balance de la lancha, perdió el equilibrio y cayó sobre el costado derecho, dándose un golpe en la cabeza contra el carel. Sin gobierno la lancha, atravesóse á la mar; saltó hecho astillas el palo, y arrebató el viento la vela. Andrés entonces, comprendiendo la gravedad del nuevo peligro, --¡à los remos!--gritó á los consternados pescadores, lanzándose él al de popa, abandonado por Reñales al caer, y poniendo la lancha en rumbo conveniente, con destreza y agilidad bien afortunadas para todos. Pasaban entonces por delante de Cabo Menor, sobre cuyas espaldas de roca avanzaban las mares para despeñarse al otro lado en bramadora cascada. Desde allÃ, ó mejor dicho, desde Cabo Mayor, á la boca del puerto, y siguiendo por el islote de Mouro hasta el cabo Quintres y el de Ajo, toda la costa era una sola cenefa de mugidoras espumas que hervÃan y trepaban, y se asÃan á los acantilados, y volvÃan á caer para intentar de nuevo el asalto, al empuje inconcebible de aquellas montañas lÃquidas que iban á estrellarse furiosas, sin punto de sosiego, contra las inconmovibles barreras. --¡Adelante, Virgen del Mar!--repetÃan con voz firme los remeros al compás de su fatiga. Andrés, empuñando su remo; clavados sus pies, más que asentados, en el panel de la lancha; luchando y viendo luchar á sus valerosos compañeros con esfuerzo sobrehumano, contra la muerte que los amenazaba por todas partes, comenzaba á sentir la sublimidad de tantos horrores juntos, y alababa á Dios delante de aquel pavoroso testimonio de su grandeza. à todo esto, Reñales no movÃa pie ni mano; y Cole, que achicaba el agua sin cesar con otro compañero, á una señal de Andrés, que estaba en todo, suspendió su importantÃsimo trabajo y acudió á levantar al patrón, que habÃa quedado aturdido con el golpe y sangraba copiosamente por la herida que se habÃa causado en la cabeza. Atendiósele lo menos mal que se pudo en tan apurada situación; y con ello fué reanimándose poco á poco, hasta que intentó volver á su puesto cuando la lancha, cruzando como un rayo por delante del Sardinero, llegaba enfrente de la Caleta del Caballo. Pero en aquellos instantes, además de la serenidad y de la inteligencia, se necesitaba fuerza no común para gobernar; y á Reñales le faltaba esta última condición tan importante, al paso que Andrés, en el punto en que se hallaba de la costa, las reunÃa todas sobradamente. --Pues ¡adelante!--le dijo el patrón acurrucándose en el panel, porque su cabeza dolorida no podÃa resistir los azotes de la tempestad,--¡y que se cumpla la voluntá de Dios! ¡Adelante! Adelante era acometer al puerto, es decir, jugar la vida en el último y más imponente azar; porque el puerto estaba cerrado por una serie de murallas, de olas enormes, que, al llegar al angosto boquete y sentirse oprimidas allÃ, parte de cada una de ellas asaltaba y envolvÃa el escueto peñasco de Mouro, y el resto se lanzaba á la obscura gola, y la henchÃa, y alzaba sus espaldas colosales para caber mejor, y á su paso retemblaban los ingentes muros de granito. Pero ¿cómo huir del puerto? ¿à dónde tirar en busca de un refugio? ¿No era un milagro cada instante que pasaba sin que la lancha zozobrase en el horrible camino que traÃa? Lo menos malo de aquella situación era que iba á resolverse muy pronto; y esta convicción se leÃa bien claramente en las caras de los tripulantes, fijas en la de Andrés é inmóviles, como si de repente se hubieran petrificado todas á la vez, por obra de un mismo pensamiento. --Ya lo sabe usté, don Andrés--dijo Reñales á éste:--enfilando por la proba el alto de Rubayo y el CodÃo de Solares, es la media barra justa. --Cierto--respondió amargamente Andrés, sin apartar los ojos de la boca del puerto, ni sus manos del remo con que gobernaba;--pero cuando no se ven ni el CodÃo de Solares ni el alto de Rubayo, como ahora, ¿qué se hace, Reñales? --Ponerse en manos de Dios y entrar por donde se pueda,--respondió el patrón, después de una breve pausa, y devorando con los ojos el horrible atolladero que no distaba ya dos cables de la lancha. Hasta entonces, todo lo que fuera correr delante del temporal, era acercarse á la salvación; pero desde aquel momento podÃa ser tan peligroso el avance rápido como la detención involuntaria; porque la lancha se hallaba entre el huracán que la impelÃa, y el boquete que debÃa asaltarse en ocasión en que las mares no rompieran en él. Andrés, que no lo ignoraba, parecÃa una estatua de piedra con ojos de fuego; los remeros, máquinas que se movÃan al mandato de una mirada suya; Reñales no se atrevÃa á respirar. Sobre el monte de Hano habÃa una multitud de personas que contemplaban con espanto, y resistiendo mal los embates del furioso vendaval, la terrible situación de la lancha. Andrés, por fortuna suya y de cuantos iban con él, no miró entonces hacia arriba. Le robaba toda la atención el examen del horroroso campo en que iba á librarse la batalla decisiva. De pronto gritó á sus remeros: --¡Ahora!... ¡Bogar!... ¡Más!... Y los remeros, sacando milagrosas fuerzas de sus largas fatigas, se alzaron rÃgidos en el aire, estribando en los bancos con los pies y colgados del remo con las manos. Una ola colosal se lanzaba entonces al boquete, hinchada, reluciente, mugidora, y en lo más alto de su lomo cabalgaba la lancha á toda fuerza de remo. El lomo llegaba de costa á costa; mejor que lomo, anillo de reptil gigantesco, que se desenvolvÃa de la cola á la cabeza. El anillo aquél siguió avanzando por el boquete adentro hacia las Quebrantas, en cuyos arenales habÃa de estrellarse rebramando; pasó bajo la quilla de la lancha, y ésta comenzó á deslizarse de popa como por la cortina de una cascada, hasta el fondo de la sima que la ola fugitiva habÃa dejado detrás. Allà se corrÃa el riesgo de que la lancha _se durmiera_; pero Andrés pensaba en todo, y pidió otro esfuerzo heróico á sus remeros. Hiciéronle; y remando para vencer el reflujo de la mar pasada, otra mayor que entraba, sin romper en el boquete, fué alzándola de popa y encaramándola en su lomo, y empujándola hacia el puerto. La altura era espantosa, y Andrés sentÃa el vértigo de los precipicios; pero no se arredraba, ni su cuerpo perdÃa los aplomos en aquella posición inverosÃmil. --¡Más!... ¡más!--gritaba á los extenuados remeros, porque habÃa llegado el momento decisivo. Y los remos crujÃan, y los hombres jadeaban, y la lancha seguÃa encaramándose, pero ganando terreno. Cuando la popa tocaba la cima de la montaña rugiente, y la débil embarcación iba á recibir de ella el último impulso favorable, Andrés, orzando brioso, gritó conmovido, poniendo en sus palabras cuanto fuego quedaba en su corazón: --¡Jesús, y adentro!... Y la ola pasó también, sin reventar, hacia las Quebrantas, y la lancha comenzó á deslizarse por la pendiente de un nuevo abismo. Pero aquel abismo era la salvación de todos, porque habÃan doblado la punta de la Cerda y estaban en puerto seguro. En el mismo instante, cuando Andrés, conmovido y anheloso, se echaba atrás los cabellos y se enjugaba el agua que corrÃa por su rostro, una voz, con un acento que no se puede describir, gritó desde lo alto de la Cerda: --¡Hijo!... ¡Hijo! Andrés, estremeciéndose, alzó la cabeza; y, delante de una muchedumbre estupefacta, vió á su padre con los brazos abiertos, el sombrero en la mano, y la espesa y blanca cabellera revuelta por el aire de la tempestad. Aquella emoción suprema acabó con las fuerzas de su espÃritu; y el escarmentado mozo, plegando su cuerpo sobre el tabladillo de la chopa, y escondiendo su cara entre las manos trémulas, rompió á llorar como un niño, mientras la lancha se columpiaba en las ampollas colosales de la resaca, y los fatigados remeros daban el necesario respiro á sus pechos jadeantes. * * * * * Al mismo tiempo, en medio de las brumas de enfrente, un pobre patache, abandonado ya, barrida su cubierta, desgarradas sus lonas, tremolando al viento su cordaje deshilado, entre tumbos espantosos y cabezadas locas, con el último balance echaba los palos por la banda; saltaban las cadenas de las anclas con que se agarraba al fondo, en las ansias de la desesperación; reventaba una mar contra la quilla descubierta y lanzaba el mutilado casco en medio del furor de las rompientes, cuyas espumas escupÃan, casi en el acto, las astillas de su despedazado costillaje. Aquellos tristes despojos flotantes eran lo único que quedaba del _Joven Antoñito de Rivadeo_. [Ilustración] [Ilustración] XXIX EN QUÉ PARÓ TODO ELLO No merece el bondadosÃsimo lector que me ha seguido hasta aquà con evangélica paciencia, que yo se la atormente de nuevo con el relato de sucesos que fácilmente se imaginan, ó son de escasÃsima importancia á la altura en que nos hallamos del asunto principal... si es que hay asunto principal en este libro. Dejemos, pues, que pasen horas desde las infaustas que se puntualizan en el capÃtulo precedente; que rueden lágrimas de hiel escaldando mejillas de afligidos, y otras harto más dulces entre abrazos de alegrÃa y latidos de corazones sin tortura; que las piadosas ofertas á Dios, en momentos de grandes apuros, se cumplan, y que los fervorosos mareantes, y Andrés delante de todos ellos, descalzos y con los vestidos mojados aún por el agua de la tempestad, y con los remos y las velas al hombro, vayan al templo y salgan de él entre el respeto y la conmiseración de las gentes de la ciudad; que corran dÃas después, y el saborcillo de otros sucesos nuevos mate en la pública voracidad el ansia por los pasados, por tristes ó ruidosos que hayan sido; que las lecciones recibidas aprovechen, en unos para perdonar, en otros para corregirse; que Andrés normalice su vida por los nuevos derroteros á que le arrastran una repentina y cordial aversión á las ligerezas y entretenimientos de antes... y cierta entrevista con su amigo TolÃn, solicitada por éste y celebrada en lo más secreto y apartado del escritorio de don Venancio Liencres; que, en señal de lo firme de sus propósitos y lo arraigado de sus aversiones, queme sus naves, es decir, venda su _Céfiro_ y sus útiles de pesca, y regale el dinero de su valor al viejo MechelÃn, por mano del padre Apolinar, pues él no debe poner más los pies en la bodega; que aquella meritÃsima familia se regocije en la creencia de que sus oraciones, con una vela encendida ante la imagen de San Pedro, al saber que Andrés estaba en la mar el dÃa de la galerna, contribuyeran poderosamente á su salvación; dejemos también que el hijo de don Pedro Colindres llame á Cleto, y á solas con él, le jure, con la solemnidad con que lo hizo otra vez en lo alto del Paredón, pero con mayor confianza en sus fuerzas para llegar á cumplirlo, todo lo que el noblote hijo de Mocejón necesitaba creer para quedarse solamente con la carga de sus dudas de llegar á ser correspondido, y la de la vergüenza de ser hijo de su madre, que no era carga ligera; dejemos, en fin, que pasen dos dÃas más, y Cleto vista la librea de los servidores de _barco de rey_, en vÃsperas de ser llevado al Departamento, y que la justicia humana encierre en la cárcel pública á las hembras del quinto piso para formarlas un proceso por difamadoras y escandalosas, y vamos á dar el último vistazo á la bodega de la calle Alta. Está allà el padre Apolinar; y mientras tÃa Sidora y Sotileza traginan tristemente y en silencio, él pasea por la salita conversando con MechelÃn, que se calienta con los rayos del sol que penetran por la ventana, sentado en una silla, muy cargado de ropa, descolorido y descarnado. No apetece ya la pipa, y sus ojos tristes lo miran todo sin curiosidad. Estuvo á pique de morir. Confesóse con el fraile; le viaticó éste después, y al dÃa siguiente «ya habÃa un poco de hombre.» Fué reviviendo algo más; y en cuanto pudo ponerse derecho, saltó de la cama que le entristecÃa mucho. Contaba con llegar á restablecerse lo necesario para volver á sus faenas de bahÃa. Cosas de viejos achacosos que parecen, como los niños, la flor de la maravilla. Sólo que en los viejos achacosos cada zarpada de los achaques se lleva una buena tajada entre las uñas. El médico del Cabildo alentaba sus esperanzas; pero yo tengo para mà que otra le quedaba dentro al buen doctor. La mañana habÃa sido de prueba para el pobre viejo. Como no podÃa salir de casa, habÃan estado á despedirse de él todos los mareantes que se llevaba la leva, y faltaba Cleto todavÃa. Colo habÃa estado con Pachuca. Lloraba la infeliz, que se deshacÃa. En la bodega fueron todos á consolarla; pero cuantos más consuelos la daban, más angustiosos eran sus gemidos. Al mismo tiempo, la calle parecÃa un mar de lágrimas; y cada vez que tÃa Sidora y Sotileza salÃan hasta el portal para llorar con los que lloraban, MechelÃn oÃa los tristes rumores y sentÃa también la necesidad de llorar un poco, y lloraba al cabo; porque sobre la pena de todos los que lloraban, él tenÃa la del temor de no volver á ver en el mundo á aquellos camaradas que se iban. Pero, en fin, esto habÃa pasado y se habÃa hablado mucho sobre ello en la bodega; y se estaba hablando ya de otro asunto, sobre el cual decÃa el padre Apolinar, al llegar nosotros á enterarnos de lo que allà sucedÃa: --Eso no debe extrañarte á tÃ, Miguel. Después de lo ocurrido en esta casa, no cabe otra conducta en un hombre honrado. Ponte en los casos, Miguel; ponte en los casos. --¿Pos no ve usté cómo me pongo, pae Polinar?--respondÃa el marinero.--Y porque me pongo, no me extraño de ná. Pero una cosa es no extrañarse, y otra cosa el sentir de la persona. Hace bien en no golver por aquÃ, por el bien paecer suyo y de los demás... ¡Pero estaba uno tan hecho á verle, y le querÃa uno tanto!... ¡Y esto de que yo no haiga podÃo darle un abrazo, uno tan siquiera, dempués de haberle sacao Dios con vida de aquel apuro en que tantos enfelices perecieron!... Cierto que se le dà á su padre... ¡me atrevà á ello, vamos! ¿Creerá usté, pae Polinar, que con ser quien es el capitán, ¡el mesmo roble!... lloraba como una criatura? ¡Buen señor es! Dende que pasó lo que pasó, él aquà viene á menudo... él mira por mÃ... él mira por estas mujeres... él tiene consuelos pa toos... él quiere que no me falte ná... ¡ni el cuarto de gallina pa el puchero!... ¿Se pué pedir cosa como ella? Too esto, sobre aquellos intereses que me mandó su hijo por mano de usté... que ahà están, guardaos en el arca, sin saber uno qué hacer de ellos; porque de unos dÃas acá esto es anadar en posibles... ¡Hasta la manta doble, señor, y los rufajos nuevos, y las libras de chacolate, de parte de la señora!... Vamos, que no se cansan. Y yo que lo veo, no acabo de entender por qué Dios me da esta vejez tan regalona; quién soy yo pa acabar entre tantos beneficios... Pero, golviendo al caso, no puedo menos de confesar que me cuesta mucho hacerme á no ver en esta casa á esa criatura de los mesmos oros del PotosÃ... Es cosa de la entraña de uno, y no se puede remediar... Y á la que más y á la que menos de esas mujeres, le pasa otro tanto como á mÃ... ¡La entraña tamién, hombre... la entraña neta! --Corriente, Miguel, corriente--repuso el padre Apolinar, paseándose delante del cariñoso marinero.--Todo eso es la verdad pura, y no se falta con ello á la ley de Dios, que quiere corazones agradecidos y lenguas sin ponzoña. Punto arreglado y materia concluÃda. Pero hay otro que no puede dejarse como está, Miguel; que te importa mucho á tÃ, y á todos los de tu casa... ¡mucho, cuerno!... ¡pero mucho!... y ha de quedar arreglado hoy... ahora mismo; porque dentro de poco ya será tarde... Y mira, Miguel: contando con ello y no fiando cosa mayor en mis propias fuerzas, porque, con ser muchas, no alcanzan siempre contra las terquedades del jinojo, he hablado al señor don Pedro y me ha prometido darse por acá una vuelta para ayudarme en el empeño... que es hasta obra de misericordia, ¡cuerno si lo es! ¡y de las más gordas!... Lo malo es que tarda; ¡y si se va antes el otro!... Bien lo sabes tú, Miguel: el mozo puede morir, pero el viejo no puede vivir... ¡Y si tú llegas á faltar!... ¡y tu mujer en seguida!... ¿Eh?... ¿Qué te parece? --Ya me hago cargo, pae Polinar, y bien sabe usté cuál es la voluntá de uno; pero no es la de ella tan clara como conviene, y ese es el mal... --Pues ha de aclararse como se debe esa voluntad, Miguel, y sin tardanza, y en el sentido que conviene; porque ya la casa está libre de espantos; ya se puede entrar aquà á la luz del mediodÃa, y toser recio en el portal; porque la carne corrompida está en su pudridero conveniente. Cierto que hay tres años de por medio hasta que ese venturao cumpla, y que en ese tiempo pueden salir ellas de la cárcel, si es que no van á galeras, como se cree que sucederá; pero aunque no vayan, ó el castigo no las mate, y se vuelvan á su casa y de nada les sirva el escarmiento, ¿qué se nos importa á nosotros, jinojo? Buenos valedores tenemos; y, en último caso, se muda de vecindad y hasta de barrio, si es preciso... ¡Que hay que llevarlo á cabo, Miguel, sin remedio ninguno, jinojo... y caiga quien caiga! El mozo es un pedazo de pan, y ella no ha de quedarse para monja... ¡Cuerno, que no puede pasarse por otro camino!... ¡Silda! ¡Silda!... Ven acá. ¡Y ven tú también, Sidora! Y las dos acudieron sin tardanza, desde la cocina. En Sotileza se notaba la huella de sus pasados sufrimientos: estaba más ojerosa y pálida, pero con todo ello adquirÃa mayor interés su natural hermosura. Padre Apolinar la apremió valerosamente para que resolviera allà mismo el caso en cuestión, y expuso las razones que habÃa para que la resolución fuera ajustada á los deseos de sus cariñosos protectores. --¿Tienes tú--la preguntó el fraile--algún propósito entre cejas, que se oponga á ese proyecto? --No, señor,--respondió Silda con gran serenidad. --¿Hallas en Cleto algo que te repugne, más que la pÃcara hebra de toda su casta? --No, señor. Cleto, por sÃ, es todo cuanto podrÃa apetecer una pobre como yo. La verdá en su punto. Es bueno, es honrao... y hasta pienso que me tiene en más de lo que valgo... --Pues entonces, jinojo, ¿qué más quieres? ¿à qué esperas después de lo que se te ha dicho?... à veces, cuerno, parece que te empeñas en que se crea que te gozas en pagar con pesadumbres lo que por tà se desviven estos pobres viejos. --¡Eso nunca lo pensaremos, hijuca!--exclamaron casi á un mismo tiempo los dos. El fraile no se acobardó por eso, y añadió en seguida: --Pues lo pensaré yo solo... ¡y cualquiera que tenga los sentidos cabales!... Silda se quedó unos momentos silenciosa; y como si le hubiera dolido la observación del padre Apolinar, ó se preparara á tomar una resolución heróica, --¿Creen ustedes--preguntó sin altanerÃa, pero con gran entereza,--que eso que desean es lo que conviene á todos? Y todos respondieron, unÃsonos, que sÃ. --Pues que sea,--concluyó Silda solemnemente. --¡Pero sin que se te atragante, hijuca! --¡Sin que te sirva de calvario, saleruco de Dios! à estas exclamaciones de los conmovidos viejos, replicó Sotileza: --No hay cruz que pese, con buena voluntá para llevarla. En aquel instante entró en la bodega don Pedro Colindres. Padre Apolinar le contó lo que acababa de suceder allÃ, y el capitán dijo: --Me alegro con toda el alma. Cabalmente venÃa yo á ayudar con mi consejo, sabiendo lo que el tiempo apura. Que sea enhorabuena, muchacha... Y ya que no puedes creer que lo pongo por cebo para que te resuelvas, me brindo á ser padrino de la boda, y quiero que tengas entendido que yo me encargo de que al dÃa siguiente de ella, sea Cleto patrón de su propia lancha. Y si el oficio no os gusta, tampoco han de faltaros ni el taller ni la herramienta para otro que os guste más. ¿Sabéis lo que quiere decir esto en boca de un hombre como yo?... --¡Éstas son almas, cuerno!... ¡Esto es alquitrán de lo fino, jinojo!--exclamó padre Apolinar, retorciéndose en tres dobleces debajo de su ropa.--¿Lo ves, Silda?... ¿Lo ves, Miguel?... ¿Lo ves, Sidora? ¿Ves cómo Dios está en los cielos y tiene para todos los que lo merecen?... Pero ni Silda ni MechelÃn ni tÃa Sidora estaban para contestar: aquélla, porque cayó en una especie de estupor difÃcil de definir; y los otros dos, porque comenzaron á lloriquear. El capitán añadió: --Todo ello no vale dos cominos, padre Apolinar; pero aunque valiera, harto lo merecen aquÃ; y tú más que nadie, muchacha... porque yo me entiendo. Con que ánimo, que joven eres, y tres años luégo se pasan... --¡Virgen del Mar! dame vida no más que para verlo,--exclamó tÃo MechelÃn entre sollozos, casi al mismo tiempo que decÃa su mujer: --¡Bendito sea el Señor, que pone la melecina tan cerca de la llaga! En esto entró Cleto. VestÃa camiseta blanca con ancho cuello azul sobre los hombros; cubrÃa la mitad de su cabeza con una gorra azul, con largas cintas colgando por atrás, y llevaba al brazo un envoltorio que era todo su equipaje. Estaba guapetón de veras. Entró con aire resuelto; y dirigiéndose en derechura á la moza, sin reparar cosa mayor en las personas que estaban con ella, la habló asÃ: --Un ratuco me queda, no más, Sotileza. à aprovechale vengo pa saber el sà ú el no; porque sin el uno ú el otro, no salgo de Santander anque me arrastren... Y mÃrate bien antes de hablar... Con el sÃ, no habrá trabajos que allá me asusten; con el no, me voy pa no golver... ¡Lo mesmo que la luz de Dios que nos alumbra! HabÃa entonces en la actitud de Cleto cierta ruda grandeza que le sentaba muy bien. Sotileza le respondió, envolviendo sus palabras sonoras en una hermosa mirada de consuelo: --El sà quiero darte, porque bien merecido le tienes... Mejor que yo el empeño con que le deseas. Después, llevando sus manos alrededor de su blanquÃsimo y redondo cuello, por debajo del pañuelo que se le guarnecÃa, se quitó una cadenilla de la que pendÃa una medalla de plata con la imagen de la Virgen, y añadió entregándosela: --Toma, pa que el camino de la vuelta se te allane mejor. Y si alguna vez te quita el dormir una mala idea, pregúntale á esa Señora si yo soy mujer de faltar á lo que ofrezco. Cleto se abalanzó á la tibia medalla, y la cubrió de besos, y se santiguó con ella y volvió á besarla, la arrimó á su corazón y, por último, la colgó de su cuello; y entre tanto, soltando gruesos lagrimones de sus ojos, decÃa acelerado y convulso: --¡Bendita sea la bondá de Dios, que tiene tanta compasión de mÃ!... ¡Esto es más de lo que yo querÃa, paño!... ¡Que vengan penas ahora!... ¡Ya tengo bandera!... ¿Quiere saber anguno lo que Cleto es capaz de hacer?... Pos que se me pida que la arrÃe, ú que me aparte de ella... TÃo Miguel... tÃa Sidora... señor don Pedro... pae Polinar... no llevo más que una pesaúmbre ya... Aquel hombre, paño... ¡cómo se queda!... TendÃo le dejo encima del jergón... No sé si es malenconÃa... ú cafetera... porque de dÃas acá, no tiene calo pa el aguardiente. ¿Qué va á ser de él en aquella soledá!... Yo hacÃa mucha falta en casa, ahora más que nunca; pero la ley es ley, y no tiene entraña... Por caridá siquiera... ¡que no fenezca en el desamparo!... Yo bien sé que en esta casa no hizo méritos pa tanto; pero es mi padre, y es viejo... y se ve solo... Una vez que otra... ¡paño!... hacer que tome cosa caliente... Y, vamos, olvidar el agravio por caridá de Dios... Tranquilizaron todos á Cleto, prometiéndole que se mirarÃa con mucho interés por su padre; y en seguida comenzaron las despedidas. Cuando tocó su vez á tÃo MechelÃn, pidió éste un abrazo á Cleto; y estando abrazados los dos, dijo el enfermo marinero arrimando la boca al oÃdo del mozo: --Yo no lo veré ya, Cleto; y por eso te quiero decir ahora lo que entonces no podré decirte. Te llevas una compañera que no merece ningún hombre nacÃo. Si allegas á hacerla venturosa, han de tenerte envidia hasta los reyes en sus palacios; pero si la matas á pesaúmbres, no cuentes con el perdón de Dios. Cleto, por toda respuesta, apretó al viejo entre sus brazos; y como ya no estaba su serenidad para muchas ceremonias, desprendióse de tÃo MechelÃn y salió precipitadamente de la bodega. Padre Apolinar se encasquetó su sombrero de teja y salió corriendo detrás de él. --¡Aguárdate, hombre!--le gritaba,--que voy yo á despedirme de vosotros en la punta del Muelle. ¡Pues no faltaba más, cuerno, que os embarcárais sin la bendición de Dios por esta mano pecadora! Y mientras don Pedro Colindres se quedaba un rato en la bodega animando á tÃo MechelÃn á que echara una pipada, tratando de paso el punto de la soledad de Mocejón, pae Polinar salió á la calle y alcanzó á Cleto, que era ya el último que por ella andaba de los de su Cabildo comprendidos en la leva. La pública curiosidad todo lo convierte en substancia. Por eso los balcones del último tercio del Muelle estaban llenos de espectadores cuando el padre Apolinar y Cleto pasaban por allà caminando hacia el Merlón, cuajado, como su rampa del Este, de mareantes y de familias de mareantes de los dos Cabildos, y de una muchedumbre de curiosos de todos linajes. Si el padre Apolinar hubiera sido reparón y estado en autos, quizás habrÃa dado alguna importancia maliciosa á la intimidad con que departÃan Luisa y Andrés en uno de los balcones de la habitación de don Venancio Liencres, sin hacer caso maldito de lo que pasaba en la calle, ni en la cara que pondrÃan TolÃn y su madre, que estaban detrás de ellos. Pero, por no reparar, el santo varón ni siquiera reparó en la capitana, que iba por la acera, hecha un brazo de mar y mirando de reojo al primer piso, bañándosele la faz de complacencia, quizá por ver tan bien entretenido á aquel diablo de muchacho. De lo que ocurrió en la punta del Muelle con ocasión de embarcarse los mareantes de la leva para el servicio de la patria, debo decir yo aquà muy poco después de haber consagrado en otra parte[4] largas páginas á ese duro tributo impuesto por la ley de entonces al gremio de pescadores, en compensación del monopolio de un oficio que cuenta, entre sus riesgos más frecuentes, los horrores de la galerna. Diré, por decir algo y porque no quede el asunto sin los debidos honores, que fué tan imponente como sencillo el cuadro final de aquel triste espectáculo: dos lanchas atestadas de hombres, al Este del Martillo, arrancando, á fuerza de remo, hacia San MartÃn; sobre el Martillo, una muchedumbre descubierta y encarada á las lanchas; descollando sobre todas las cabezas, otra cabeza, gris, medio oculta por unas espaldas encorvadas, y, unido á estas espaldas, un brazo negro que trazaba una cruz en el espacio. [4] «Escenas Montañesas.» Y como no queda otro asunto por ventilar de los tocantes á este libro, dejémoslo aquÃ, lector pÃo y complaciente, que hora es ya de que lo dejemos; mas no sin declararte que, al dar reposo á mi cansada mano, siento en el corazón la pesadumbre que engendra un fundadÃsimo recelo de que no estuviera guardada para mà la descomunal empresa de cantar, en medio de estas generaciones descreÃdas é incoloras, las nobles virtudes, el mÃsero vivir, las grandes flaquezas, la fe incorruptible y los épicos trabajos del valeroso y pintoresco mareante santanderino. SANTANDER, noviembre 1884. [Ilustración] [Ilustración] SIGNIFICACIÓN DE ALGUNAS VOCES TÉCNICAS Y LOCALES USADAS EN ESTE LIBRO, PARA INTELIGENCIA DE LOS LECTORES _PROFANOS_ A ABARROTES.--Fardo de poco bulto, con que se llenan los huecos que quedan en la bodega de un buque después de cargado. ALA.--Velita agregada á otra vela principal por uno ó por ambos lados, en tiempos bonancibles. ALIGOTE, _local_.--Pescado de bahÃa. AMAYUELA, _loc._--Almeja. AMURA.--Cada mitad de la anchura de la proa de un barco. ARRASTRADERAS.--Las alas correspondientes á las velas mayor y de trinquete. ARTES DE PESCAR.--Conjunto de los aparejos que usa un pescador en su oficio. B BAGRA.--Listón de madera que corre, interiormente, á lo largo de cada costado de la lancha, y sobre el cual se apoyan las cabezas de los bancos. BANDAZO.--Tumbo ó balance repentino que da una embarcación hacia cualquiera de sus dos lados. BARLOVENTEAR.--Navegar de bolina en vueltas continuadas. BARQUÃA, _loc._--Embarcación capaz, á lo sumo, de cuatro remos por banda: la mitad, próximamente, de una lancha de pescar. BARQUÃN-BARCÓN, _loc._--Movimiento brusco y repetido, de un costado á otro, de cualquier cuerpo flotante. BATAYOLA.--Barandilla que corre sobre las bordas del buque, especialmente á popa y á proa. BITADURA.--Vuelta con que se amarra el cable alrededor de la cruz de las bitas. BOLINA.--La posición inclinada de un buque ciñendo el viento. BORDA.--El canto superior del costado de un buque. BORDADA.--Extensión andada en el rumbo de bolina en cualquiera de las dos bandas. BOTA ARRIBA à LA BANDA, _loc._--Volverse á tierra repentinamente. DÃcese que tan pronto como estos pescadores descubren un ratón en la lancha, hacen _bota arriba á la banda_. BOTABOMBA, _loc._--Droga muy barata que, desleÃda en agua, da el color amarillo claro. BOZA.--En general, todo pedazo de cuerda ó tirante con que se sujeta un calabrote, una cadena, etc., en una posición determinada.--En las lanchas de pesca, el zoquete de madera en que va sujeto el tolete y se apoya el remo para bogar. BRANQUE.--Tajamar. BURDA.--Cuerda con que se sujeta un mastelero á su correspondiente mesa de guarnición. C CABLE (_unidad de medida_).--Ciento veinte brazas. CACEA.--_à la cacea_: pescar mientras va andando la lancha. CAFETERA, _loc._--Borrachera. CALADA.--La acción y efecto de calar. CALAR.--Arrojar al agua y sumergir en ella el aparejo de pescar. CALO, _loc._--Profundidad del agua. CANCANEADO, DA, _loc._--La persona que tiene la cara marcada de viruelas. CAPEAR.--Disponer el aparejo de un barco de modo que éste no avance ni retroceda sensiblemente. CAPÓN.--Cabo grueso que sirve para tener suspendida el ancla por su argolla al costado del buque. CAREL.--Lo mismo que borda. CARGAR.--Recoger una vela tirando de la cuerda al efecto. CARLINGA.--La pieza en que va encajado el palo de una embarcación. CARNADA.--El cebo que se pone en los anzuelos para pescar. CARPANCHO, _loc._--Especie de banasta: capacho. CARREJO, _loc._--Pasillo largo dentro de una habitación. CAZAR.--Tirar para sà de un cabo cualquiera. CEÑIR EL VIENTO.--Navegar contra la dirección de él. CIAR.--Bogar al revés; es decir, como si se intentara hacer andar la embarcación hacia atrás. CINGLAR.--Hacer andar un bote con un solo remo colocado á popa, y moviéndole alternativamente á un lado y á otro. COBRAR.--Recoger un cabo ó parte de él: halar. COLE, _loc._--_Echar un cole_: tirarse al agua de cabeza. CONTREMINAR, _loc._--Indisponer á una persona con otra: enconar sus ánimos. COPA.--Especie de meseta formada en lo alto de los palos mayores. COSTERA.--La duración de cada pesca determinada, como la del besugo, la del bonito, etc. CUBIJERO, ERA, _loc._--La persona que anda con cubijos. CUBIJO, _loc._--Tapujo. CH CHOPA.--En las lanchas de pescar, el cajón que llevan á popa, á modo de toldilla. CHUMACERA.--Lo mismo que la boza de las lanchas.--Especie de horquilla de metal, de espiga giratoria, que suple al tolete y al estrovo para bogar. CHUMBAO, _loc._--Peso de plomo que se pone á los aparejos de pescar, para que se vayan á pique. D DESBORREGARSE, _loc._--Caer deslizando. DESGUARNIR, _loc._--Desbaratar. DERIVA.--La acción y efecto de derivar. DERIVAR.--Declinar á impulso del viento ó de las corrientes, hacia la parte menos ventajosa. DORMIRSE.--Quedar una embarcación sin gobierno entre las fuerzas contrarias de dos olas. DRIZA.--De bandera, la cuerda fina con que se iza ó se baja. E ENCARNAR.--Poner la carnada en los anzuelos. EMPAVESADA.--Faja de paño de colores con que se adornan las bordas y las cofas de los buques, en ciertas solemnidades; y también para cubrir los asientos de popa en botes y falúas. EMPAVESADURA.--Corrupción de empavesada; y por extensión, todo adorno de banderas y gallardetes. ESCALERÓN, _loc._--Peldaño. ESCOBÉN.--Cualquiera de los agujeros de proa por donde salen los cables ó cadenas para amarrar el buque. ESCOTA.--La cuerda que sirve para orientar la vela y sujetarla en la posición deseada. ESLORA.--La longitud de un barco. ESTROPADA, _loc._--Estrepada: el esfuerzo de todos los remeros á la vez, y también el de uno solo, para bogar. ESTROVO.--Aro de mimbres retorcidos, ó de cuerda, de un diámetro algo mayor que el del espesor del remo que se mete por él para bogar. F FILAR.--Largar ó soltar progresivamente un cable, cadena, etc. FILÃSTICA.--El hilo de que están compuestos los cordones de los cables, cabos, etc. FOQUE.--En general, todas las velas triangulares que se amuran en el bauprés. G GALERNA.--Cambio repentino del viento al noroeste huracanado. GALERNAZO.--Galerna. GALOPE.--La parte más alta del palo de un buque. GARETE.--_Ir ó irse al garete_: estar un buque á merced del viento ó de las corrientes. Pescar _al garete_: mantener la lancha en el sitio que se desea, con la ayuda de algunos remos movidos oportunamente. GARREAR.--Arrastrar una embarcación las anclas, después de fondeada con ellas. GUINDA.--Altura de los palos de un buque, hasta los topes ó puntas. L LASCA, _loc._--Pedazo de madera de superficie redondeada y fina, que se ajusta al carel de la lancha, entre dos bozas, para arrastrar sobre él el aparejo de pescar. LIMONAJE, _loc._--Lemanaje: el derecho que se paga al piloto práctico, por la dirección de entrada de un buque en el puerto, ó salida de él; también la operación misma. Es curiosa la etimologÃa de esta palabra, según Larousse, en su gran Diccionario; y debe consignarse traducida aquÃ. «_Lamanage._--Profesión de los pilotos _lamaneurs_. _Lamaneur_ (del antiguo francés _Laman_, literalmente _el hombre del plomo_--de _lot_, plomo, y _mann_, hombre,--en flamenco _lotman_, en alemán _lothsman_, porque los _lamaneurs_ se sirven ordinariamente de sondas de plomo).--_Mar._--_Piloto que conoce particularmente un sitio de desembarco, y está encargado de dirigir á él los buques._» En algunos puertos de esta costa se llama todavÃa _lemán_ el piloto práctico, de donde procede directamente la palabra _lemanaje_; y Capmani, en su _Glos. al Cód. de las costumb. marÃtim. de Barcelona_, dice que «asimismo se denomina (el práctico) _locman_ del latÃn _locomanens_, que es como decir _habitante del lugar_.» LUMBRES DE AGUA.--La lÃnea que traza la superficie del agua en el casco de un buque, en una posición cualquiera. M MACIZAR, _loc._--Arrojar macizo al agua mientras se está pescando. MACIZO, _loc._--Parrocha. MAGANO, _loc._--Calamar. MANJÚA, _loc._--Majal; cardume: la multitud de peces que caminan juntos, como en tropa. MAREANTE.--Individuo del gremio de pescadores matriculados. MARETAZO.--Golpe de mar. MASTELERO.--El trozo superior y más delgado del palo de un barco. MEDIO-MUNDO.--Bolsa de red sostenida por un aro de alambre grueso, del cual parten cordeles que se unen y amarran al extremo de un palo, que el pescador mete entre piernas por el otro extremo, para suspender con las manos el medio-mundo cuando le quiere sacar del agua. Asà se pescan las sulas en bahÃa. MOCEJÓN, _loc._--Bivalvo de conchas casi negras, más largas que anchas. Vive adherido á las peñas de la costa. MUELLE-ANAOS.--Muelle de las Naos: primitivo muelle de Santander. MUERGO, _loc._--Molusco de conchas largas, angostas, convexas y amarillentas: por el tamaño y la forma es idéntico al mango de un cuchillo de mesa. Se oculta verticalmente en las playas de arena, y se pesca á la bajamar, con un gancho de alambre. O ORZA.--Tablón poco más largo que la altura de la lancha. Se cuelga al costado de ésta, sujeto al carel solamente, para evitar la deriva cuando va ciñendo el viento. ORZAR.--Gobernar de modo que la embarcación disminuya el ángulo que forma su quilla con la dirección del viento. P PALLETE.--Tejido áspero de cordones de cabo. PANEL.--El suelo llano de piezas sueltas, pero muy bien avenidas, que tienen las lanchas. PANTOQUES.--Las panzas de una embarcación, que van sumergidas en el agua. PARCIAL, _loc._--Afable, comunicativo. PARROCHA, _loc._--Sardina en salmuera, conservada en barriles. PEJÃN, PEJINO, PEJINA.--El hombre ó la mujer del pueblo bajo de la ciudad de Santander y otras poblaciones marÃtimas de la provincia, y lo perteneciente á ellos. Supónese que esta voz es derivada de _peje_, pez. PERNAL.--Rainal: cordelillo muy fino y corto; en un extremo tiene un anzuelo, y por el otro se añade al aparejo de pescar. PICO DE CANGREJA.--El extremo de la vara en que se enverga la vela cangreja en el palo trasero de un barco. PINAZA, _loc._--Embarcación sin cubierta, mucho mayor y más fuerte que una lancha de pesca, para cargar y descargar los buques que no pueden arrimarse al muelle. PIÑA, _loc._--Golpe dado con los nudillos, á puño cerrado. PORRETO, _loc._--Una variedad de las algas marinas. PULIR, _loc._--Vender ó gastar. R RAQUERO, _loc._--Muchacho que se dedica al merodeo entre los buques de la dársena, á la bajamar, en muelles, careneros, etc. RASELES.--Las partes en que á los extremos de popa se estrecha el fondo de la nave. REMA.--El acto de remar todos los remeros á la vez. RENDIR LA BORDADA.--Llegar con ella á un punto donde hay que virar para dar otra. REÑAL.--Rainal. RESACA.--El movimiento de las aguas en la orilla después de haber avanzado ó chocado en ella. RESALSERO.--Extensión de mar en que se agitan y rompen sin cesar las olas. RIZÓN.--Ancla de tres brazos. ROPA DE AGUA.--Se compone de calzones, chaquetón y sombrero (sueste), todo ello de lona encerada. S SANTIMPERIE, _loc._--Intemperie. SARGÃœETA, _loc._--Jargueta: pescado de bahÃa. SOTILEZA, _loc._--Sutileza: la parte más fina del aparejo de pescar, donde va el anzuelo. Las hay de alambre, de cordelillo y de tanza. Por extensión todo cordel muy fino. SUESTE, _loc._--Sombrero de lona encerada, con el ala estrecha por delante y muy ancha por detrás. SULA, _loc._--Pescado de bahÃa, pequeñito y plateado de color. SURBIA, _loc._--Veneno. T TABAL.--Atabal: envase en que vienen de Galicia los arenques. TANZA.--Hilo de capullo ó de cerda. TAPA, _loc._--Una tapa: tirarse al agua de pie. TAPARLAS, _loc._--Tragar todo el humo de cada chupada al cigarro. TOLETE.--Palito redondo de madera fuerte, que se afirma en un agujero hecho á propósito en el carel de la lancha, atravesando la boza, y en el cual se encapilla el estrovo para remar. TRINCAR.--Amarrar. _Loc._ Ufar. TRONCADA.--Embestida de una embarcación á otra ó á cualquier objeto resistente. U UFAR, _loc._--Robar. UFÃA, _loc._--Vejiga inflamada. UJANA, _loc._--Gusana: lombriz de la basa. V VIRAR POR AVANTE.--Cambiar de rumbo ó de bordada, de modo que viniendo el viento por un costado, después de cambiar venga por el otro. Z ZONCHO, _loc._--Carpancho. [Ilustración] [Ilustración] ÃNDICE Páginas. à mis contemporáneos de Santander que aún vivan 5 I. --Crisálidas 11 II. --De la Maruca á San MartÃn 33 III. --Dónde habÃa caÃdo la huérfana de Mules 53 IV. --Dónde la deseaban 73 V. --Cómo y por qué fué recogida 97 VI. --Un cabildo 111 VII. --Los «marinos» de entonces 125 VIII. --El armador de la «Montañesa» 149 IX. --Los entusiasmos de Andrés 163 X. --Del patache y otros particulares 175 XI. --La familia de don Venancio, dos puntapiés, un botón de asa y un mote 195 XII. --Mariposas 215 XIII. --La órbita de Andrés 235 XIV. --El diablo en escena 255 XV. --El paño de lágrimas 277 XVI. --Un dÃa de pesca 293 XVII. --La noche de aquel dÃa 317 XVIII. --Ir por lana... 335 XIX. --El perejil en la frente 355 XX. --El idilio de Cleto 373 XXI. --Varios asuntos y Muergo de gala 389 XXII. --Los de arriba y los de abajo 405 XXIII. --Las hembras de Mocejón 419 XXIV. --Frutos de aquel escándalo 451 XXV. --Otras consecuencias 465 XXVI. --Más consecuencias 485 XXVII. --Otra consecuencia que era de temerse 499 XXVIII.--La más grave de todas las consecuencias 515 XXIX. --En qué paró todo ello 543 Significación de algunas voces técnicas y locales usadas en este libro, para inteligencia de los lectores _profanos_ 559 [Ilustración] NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas como MAYÚSCULAS. * Se ha respetado la ortografÃa original, normalizándola a la grafÃa de mayor frecuencia. * Se ha respetado, en particular, como un recurso estilÃstico del autor, la combinación en una misma frase de signos distintos de admiración e interrogación (¿! o ¡?). * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de todos los capÃtulos, pese a que en el original sólo existÃan donde quedaba suficiente espacio libre. * Se han realizado, además, los siguientes cambios: p. 6: sepultando → sepultado (“un pueblo, sepultado de la noche á la mañanaâ€) p. 190: fijaban → fijaba (“y donde quiera que fijaba la vistaâ€) p. 451: XXVI → XXIV (errata en la numeración del capÃtulo) * En el Apéndice, p. 559 a 566, se ha reparado la ordenación alfabética. End of the Project Gutenberg EBook of Sotileza, by José MarÃa de Pereda y Sánchez de Porrúa *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 49388 ***