*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 54285 *** Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortografÃa y la acentuación del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _lÃneas_. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. PÃO BAROJA MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN _El aprendiz de conspirador._ _El escuadrón del Brigante._ _Los caminos del mundo._ _Con la pluma y con el sable._ _Los recursos de la astucia._ _La ruta del aventurero._ _Los contrastes de la vida._ _La veleta de Gastizar._ _Los caudillos de 1830._ _La Isabelina._ _El sabor de la venganza._ MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN EL SABOR DE LA VENGANZA ES PROPIEDAD DERECHOS RESERVADOS PARA TODOS LOS PAÃSES COPYRIGHT BY RAFAEL CARO RAGGIO 1921 Establecimiento tipográfico de Rafael Caro Raggio PÃO BAROJA MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN EL SABOR DE LA VENGANZA SEGUNDA EDICIÓN [Ilustración] RAFAEL CARO RAGGIO EDITOR MENDIZÃBAL, 34 MADRID PRÓLOGO Hablemos un poco. GOETHE. ESTAS historias violentas de sangre--dice nuestro amigo LeguÃa--me las contó Aviraneta en San Leonardo, un pueblo de la provincia de Soria, adonde don Eugenio iba a veranear los últimos años de su vida. Yo solÃa ir a ver a Aviraneta con frecuencia cuando estaba en Madrid y vivÃa en la calle del Barco. Aviraneta era ya viejo en este tiempo: andaba cerca de los ochenta años; y yo, aunque más joven que él, sentÃa que también para mà habÃa pasado la época de la acción y del entusiasmo. Los dos, solitarios y olvidados, recordábamos nuestros tiempos, que nos parecÃan mejores que aquellos en que vivÃamos. Josefina, la mujer de don Eugenio, una francesa de Toulouse, con la que se habÃa casado, ya viejo, me decÃa que no dejara de visitar a su marido. --El pobre se aburre y a usted le quiere como a un hijo--me indicaba la francesa. --Yo voy a verle siempre que puedo. --¡Está tan abandonado!--añadÃa ella. En la época de la guerra francoprusiana, Josefina me escribió que don Eugenio estaba en San Leonardo, un poco delicado de salud, y que se quedaba allà hasta reponerse. Fuà a verle a don Eugenio al pueblo y lo encontré ya bien. Pensaba volver en seguida a Madrid; pero me sorprendió una gran borrasca de frÃo y nieve y tuve que quedarme allà unos dÃas hasta que pasara. San Leonardo es un pueblo entre pinares, al lado de un cerro coronado por las ruinas de un castillo. Don Eugenio vivÃa en casa del nieto de un guerrillero del Cura Merino, a quien llamaban el tÃo Chaparro. El tÃo Chaparro era dueño de grandes rebaños y tenÃa una hermosa casa de piedra con una cocina ancha, que cogÃa casi la mitad del piso bajo. El hijo del guerrillero miraba a don Eugenio como a un héroe, y más que como a un héroe, como a un sabio: le escuchaba religiosamente, mandaba que todo el mundo le obedeciese y le ponÃa un gran sillón de cuero al lado de la lumbre. De noche, en la cocina, solÃa haber gran reunión de cabreros y de zagales que, por sus indumentarias toscas, sus túnicas como dalmáticas y sus capotes de lana cruda con capucha, me parecÃan pastores de nacimiento. Aviraneta y yo solÃamos tener largas charlas al lado del fuego, en las que recordábamos sucesos polÃticos, y nuestras conversaciones las escuchaban con gran curiosidad los pastores. Aviraneta se entretenÃa escribiendo una relación de sus aventuras de guerrillero de la guerra de la Independencia, las que pensaba cándidamente ofrecer como ejemplo a los franceses, para que viesen la manera de rechazar la invasión alemana. Yo, entonces, estaba leyendo por primera vez la Biblia, en la traducción de Cipriano de Valera, y hacÃa comentarios acerca de sus máximas y de sus reflexiones, y, a pesar de que soy un espÃritu muy poco bÃblico, me entretenÃa la lectura, aunque muchas veces me repugnaba. Un dÃa le dije a don Eugenio: --No me ha contado usted nunca con detalles su vida en la Cárcel de Corte el año 1834. --¿Qué voy a contar de allÃ? Era la mÃa una vida monótona y siempre igual. En la cárcel los dÃas se parecen demasiado uno a otro. Se vive recordando lo que ha pasado y pensando en lo que se va a hacer al salir de la prisión. --Cuénteme usted con detalles todo cuanto recuerde de la cárcel y de su vida en ella. --No creo que sea muy interesante, pero te lo contaré. Los datos que me dió Aviraneta de su estancia en la Cárcel de Corte no fueron ni muy nuevos ni de gran interés. Si los menciono aquà es porque la Cárcel de Corte sirve de marco a las historias sangrientas que siguen después. * * * * * Y ahora una advertencia: Como los chicos cuando terminan un castillo de arena le adornan con unas banderolas vistosas para que tengan más apariencia, asà he hecho yo poniendo después de acabada mi obra frases literarias de escritores célebres al frente de los capÃtulos. Asà he pretendido dar a éstos cierto aire de pompa y de solemnidad que, naturalmente, no tienen; porque yo nunca he sido ni pomposo ni solemne. De esta manera, al que no le guste el texto se puede entretener con las banderolas. LA CÃRCEL DE CORTE I EL CALAMAR Sobre mi cabeza, ¡escuchad! Escuchad los gritos prolongados y frenéticos de aquellos cuyo cuerpo y cuya alma son igualmente cautivos. LORD BYRON: _La lamentación del Taso_. DENUNCIADO por Francisco Civat y preso por el inspector Luna--comenzó diciendo Aviraneta--ingresé el 24 de julio de 1834 en la Cárcel de Corte. MartÃnez de la Rosa, que me tenÃa por un hombre peligroso, tomó precauciones para impedir que me escapara. A mi ingreso en la cárcel fueron destituÃdos el alcaide, un llavero y otros carceleros considerados como liberales y que pertenecÃan a la Milicia Urbana, y reemplazados por ex voluntarios realistas. El poeta granadino no era torpe, y comprendió que nada mejor para guardar a un conspirador liberal que unos carceleros absolutistas. A poco de entrar en la cárcel se comenzó mi proceso en el juzgado del teniente corregidor don Pedro Balsera. MartÃnez de la Rosa eligió para juez de la causa a un tal Regio, absolutista exaltado, y le previno que estaba entendiendo en un proceso de alta traición; y de fiscal nombró a don Laureano de Jado, antiguo afrancesado del tiempo del rey José, después protegido de Calomarde y, por último, amigo de Rosita la pastelera. Don Laureano era un lechugino muy peripuesto. Se hallaba indignado contra mà porque entre los papeles que me cogió la policÃa habÃa dos circulares, en una de las cuales decÃa que el Estatuto Real estaba formado por una amalgama de afrancesados, anilleros y desertores del carlismo, y en la otra recomendaba la prisión y el destierro en bloque del gran Consistorio de abates renegados formado por Hermosilla, Lista, Miñano y sus amigos, que se entendÃan con Luis Felipe para impedir toda tentativa liberal en España. A don Laureano, que habÃa formado parte de la Comisión Militar de Madrid en tiempo del terror de Calomarde y Chaperón, le parecÃa mucha severidad la nuestra con la Junta de abates afrancesados, que siempre, vanagloriándose de su cultura, tenÃan que influÃr a favor de la rutina y del absolutismo. Para escribano de la causa eligieron a don Juan José GarcÃa, ex sargento realista, que pasados unos años figuró como secretario de la Junta facciosa de Morella. AsÃ, un liberal como yo, preso por un Gobierno liberal, estaba vigilado por furibundos absolutistas. Al entrar en la cárcel se dijo que yo me habÃa comido la lista de los comprometidos en la Isabelina, cosa absurda, porque una lista de dos mil nombres no se la come uno por buen estómago que tenga. Me batà con el juez y con el fiscal y les mareé con declaraciones contradictorias. Hice como el calamar, que enturbia el agua para escaparse. Tan pronto aparecÃa la Isabelina como una sociedad secreta, de la que formaban parte la infanta Luisa Carlota, el infante don Francisco, Palafox y el conde de Parcent, como era un proyecto que no habÃa pasado de utopÃa acariciada en mi imaginación. Entre otras cosas le dije al juez que tenÃa guardados documentos importantÃsimos, y que si morÃa en la cárcel estos documentos se publicarÃan inmediatamente en ParÃs después de mi muerte. La amenaza dió grandes resultados. El juez me decÃa: --Pruebe usted sus asertos, presente usted esos documentos. --No presentaré documento alguno si no me dejan libre. --¿Qué miedo puede usted tener? --Miedo de que me quiten los documentos para poderme aplastar impunemente. Le dije también al juez, en confianza, que el infante don Francisco y su mujer pretendÃan la expulsión de MarÃa Cristina y de sus hijas para quedarse ellos con la Regencia de España. Que después pensaban elevar al trono al infante don Francisco, y que se habÃan acuñado monedas con esta leyenda: «Francisco I, rey por la gracia de Dios y de la Constitución». --¿Estos proyectos no se los habrán contado a usted los mismos infantes?--me dijo el juez con sorna. --SÃ. --¿Es que ha hablado usted con ellos? --SÃ, señor. --¡Bah! --¡No lo crea usted! El ex ministro don Javier de Burgos y el inspector de policÃa Luna me encontraron en la antecámara de Palacio la primera vez que fuà a ver a los infantes, llamado por ellos. Pregúnteles usted a Burgos y a Luna: lo podrá usted comprobar. El juez no sabÃa a qué carta quedarse. Yo le daba mezcladas la mentira y la verdad, y él no sabÃa separarlas. Indignado el hombre, en uno de sus escritos me llamó malvado y miserable, y dijo públicamente que yo acusaba al infante don Francisco y a Palafox. Estas declaraciones mÃas, que se conocieron en Palacio, me valieron el odio de la infanta Luisa Carlota y de su marido, y luego la amistad de MarÃa Cristina, porque llegaron las dos hermanas a odiarse de tal modo, que los amigos de una eran sólo por esto enemigos de la otra. El general Palafox se debió ver en un apuro; afirmó que no tenÃa relación alguna con la Isabelina y que no me conocÃa a mÃ, aunque por otra parte me creÃa persona de honor e incapaz de una impostura. Dijo que el plan revolucionario mÃo era una fantasÃa, y aseguró que el capitán Civat era un agente carlista que me habÃa engañado a mÃ, sin decir que el primer engañado habÃa sido él. El mismo dÃa Palafox envió a su sobrino a casa de mi hermana con el encargo de decirla que él pondrÃa en juego sus altas influencias para sacarme lo más pronto posible de la cárcel. A Palafox se le ordenó que quedara arrestado en un cuartel, y luego, con la benevolencia que se tiene siempre con los poderosos, se le dejó detenido en su propia casa, en comunicación con su familia y sus amigos. Después, cuando se supo que yo no acusaba a nadie, sino que afirmaba que el único conspirador de la Isabelina era yo, y que, por lo tanto, no habÃa conspiración, los que tenÃan miedo de aparecer complicados se tranquilizaron. El conde de las Navas, en las Cortes, interpeló al Gobierno por la prisión de Palafox; y MartÃnez de la Rosa contestó dando a entender que lo sabÃa todo. Al mismo tiempo que yo fueron presos varios otros individuos que formaban parte de la Isabelina: Nogueras, Beraza, Calvo de Rozas, OlavarrÃa, Romero Alpuente, Espronceda, GarcÃa Villalta. Todos ellos ingresaron en la Cárcel de Corte. En provincias se hicieron también muchas prisiones. A las dos o tres semanas no quedábamos allà mas que Beraza, Romero Alpuente y yo. Beraza no sé cómo se las arregló para salir pronto. Espronceda y GarcÃa Villalta, a pesar de su fachenda byroniana, cantaron la palinodia de una manera humilde, y se les sacó de la prisión y se les llevó desterrados a Badajoz. Me quedé con el compañero peor, Romero Alpuente, viejo decrépito y sin ánimo. Romero Alpuente se quejaba de la Soledad, de la tristeza, de la falta de aseo y de los parásitos de la cárcel; después, cuando invadió el cólera la prisión, el pobre hombre se pasaba la vida en la cama escribiendo memoriales a la Reina. II SOLO Desgracia al hombre solo. EL ECLESIASTÉS. POCO a poco todos los complicados en aquella causa, por entonces célebre, quedaron libres. Yo solo permanecà en la cárcel vigilado estrechamente durante meses y meses, hasta que pude escapar, gracias a un pronunciamiento. Nadie fué castigado en serio, y el denunciador de la Isabelina, don Francisco Civat, fué agraciado poco después por el ministerio, contra el dictamen del ministro, Moscoso de Altamira, con el empleo de vista de la aduana de Barcelona. Lo disfrutó poco tiempo, porque en el primer movimiento revolucionario que hubo allà tuvo que esconderse y fugarse a Francia, en donde tomó partido por Don Carlos. Después de muchas declaraciones mÃas, el fiscal don Laureano de Jado declaró inocentes a todos los procesados, y consideró que el único culpable era yo. Mientras el proceso duró, la preocupación por lo que tenÃa que decir y que contestar me tuvo en tensión el espÃritu; luego pasé una temporada aburrido y desesperado. Se comenzó a olvidar mi causa. De tarde en tarde se hablaba de mà en los periódicos. Don FermÃn Caballero, que no era de mi cuerda, y que tenÃa cierta rabia por los que nos sentÃamos capaces de jugarnos la vida en una conspiración como la fraguada en julio, dijo que la Isabelina era una sociedad formada por calaveras y gente del trueno, que no tenÃa más misión que la de alborotar. Cuando me nombraba a mà en el _Eco del Comercio_ me llamaba el atolondrado Aviraneta. ¡Atolondrado! Claro es, porque yo habÃa expuesto el pellejo y él no lo habÃa expuesto nunca. Hay demócratas--y al decir esto don Eugenio sonreÃa con cierto desprecio--, que creen que el mundo puede hacer desaparecer con el tiempo a los héroes y a los aventureros. Esta idea me parece una idea falsa y ridÃcula. Siempre habrá un desequilibrio entre la realidad y la utopÃa que permita una aventura al que tenga fondo de aventurero. ¿Además, es apetecible que desaparezca todo lo que sea esfuerzo, improvisación y energÃa? No veo por qué el ideal de la vida haya de ser llegar a una existencia mecanizada y ordenada como una oficina de comercio. No creo que se pueda alcanzar esto. ¿Cuándo se han hecho cosas admirables sin esfuerzo y sin heroÃsmo? ¿Se harán alguna vez? Yo creo que nunca. Por más que quieran cerrar, alambrar el recinto social, siempre habrá boquetes libres para escaparse; por más que los Gobiernos decreten que los hombres deben ser unos buenos cerdos tranquilos cuyo ideal sea el pesar muchas arrobas, siempre habrá jabalÃes entre ellos. Por esta época del cólera, el partido cristino tuvo el primer quebranto, al hacerse público que la Reina se habÃa enredado con Muñoz y que habÃa tenido un hijo. Todo Madrid debÃa estar comentando con fruición el caso, y la noticia llegó hasta la cárcel. Se habló de las citas, en la Granja de Quitapesares, entre MarÃa Cristina y el guardia de Corps; se habló de la tÃa Eusebia, del estanquero de Tarancón, de la niña Gertrudis Magna Victoria, que, según los chuscos, podÃa poner con el tiempo en su escudo los lirios de los Borbones al lado de las cajetillas de tabaco de los Muñoces. Se contó que estando de caza en el Pardo MarÃa Cristina con la Corte, la Reina le dijo a Muñoz, al ver saltar una pieza: «Para ti, Muñoz»; y que él contestó: «No; para ti, Cristina». Se contó también que se habÃa reunido el Gabinete con el objeto de discutir la cuestión de los amores de la Reina, y se habló en broma de lo que habÃan aconsejado los unos y los otros. Se decÃa que los más conspicuos del partido moderado estaban de acuerdo en aconsejar moderación a aquella italiana, ardiente y fogosa. MartÃnez de la Rosa decÃa que Zarco del Valle, como militar galante, era el más a propósito para llevar a buen término, y de una manera delicada, esta gestión de Ãndole moderada; Toreno aseguraba que Garelly era el más insinuante y jesuÃtico, y Garelly objetaba que el más indicado de todos era el duque de Rivas, puesto que podÃa dar a la observación un aire de poesÃa y de lirismo. III LA CÃRCEL Allà están los alegres y los tristes; allà hay hombres muriendo; allà hay hombres nacidos, hay hombres orando; al lado de un tabique de ladrillo hay hombres maldiciendo, y, en torno de todos ellos, está la noche inmensa y vacÃa. CARLYLE: _Sartor Resartus_. LA Cárcel de Corte de Madrid estaba formada, en parte, por ese edificio de la plaza de Santa Cruz, que luego ha sido Ministerio de Ultramar, y, en parte, por otro, anejo a él, que fué en tiempo pasado hospederÃa de los Padres del Salvador. La Cárcel de Corte, con sus dos cuerpos, formaba un paralelogramo largo y estrecho. Los lados cortos los componÃan: uno, la fachada de la plaza de Santa Cruz, en donde habÃa entonces una fuente, la fuente de Orfeo, y el otro, varias casuchas que daban a la calle de la Concepción Jerónima. Por los lados largos pasaban, casi paralelas, la calle del Salvador y la de Santo Tomás. Una parte estaba dedicada a cárcel de mujeres, y muchas de éstas tenÃan sus hijos pequeños con ellas. Era muy difÃcil darse cuenta clara de la topografÃa de la cárcel, porque todo el edificio se hallaba dividido con tabiques, que formaban rincones y pasillos, y en aquellos recovecos se desorientaba uno en seguida. En la cárcel habÃa mucha más gente que la que buenamente cabÃa en ella; faltaba luz y ventilación, y, sobre todo en el verano, no se podÃa respirar por el mal olor. Cuando entraban los magistrados de la Audiencia solÃan quemar incienso y plantas aromáticas. Los pobres lo pasaban horriblemente; muchos no tenÃan ropas ni mantas, y dormÃan en pleno invierno sobre el suelo, de piedra. Los alcaides solÃan arrendar los distintos servicios a pequeños industriales, que explotaban a los presos de una manera miserable. El dÃa de Jueves Santo se asomaban los presos a las rejas que daban a la plaza de Santa Cruz, y pedÃan limosna a los transeúntes, gimoteando y haciendo sonar sus cadenas. El domingo y los dÃas de fiesta los ladrones se exhibÃan en los patios de la cárcel y se daban tono. HabÃa cantos, guitarreo y a veces riñas, en las cuales salÃan a relucir navajas y estoques. Los empleados de la cárcel eran: un alcaide, un capellán, tres porteros, seis demandaderos, una demandadera, un llavero, un escribiente, un enfermero, un cocinero, un mayordomo, un médico y un cirujano. Los cuartos costaban: los de primera, siete reales al dÃa; los de segunda, cuatro, y los de tercera, dos. La sección de polÃticos era más limpia y más cuidada que el resto. Yo tenÃa un cuarto bastante regular, con una mesa, una cama y una butaca. A los pies de la cama ponÃa cuatro cacharritos llenos de agua para que no subieran las chinches, porque a estos huéspedes no habÃa manera de exterminarlos. Al principio no quisieron dejarme tener libros, ni papel, ni tinta; pero luego, sÃ. En los primeros dÃas de cárcel, el alcaide me vigilaba de una manera molesta; no me permitÃa hablar con nadie sin estar él delante. Me trataba con gran consideración y me decÃa que no hacÃa mas que cumplir con su deber. Don Paco, el alcaide, era uno de los mayores bribones de España: robaba a los presos y los explotaba de una manera inicua. Eso sÃ, lo hacÃa todo con una gran finura: no se le oÃa jamás un insulto o una palabra soez. Don Paco habÃa sido lego en un convento y tambor de una partida realista. Era el tal don Paco, por entonces, hombre de unos cuarenta años, muy alto, muy encorvado, muy flaco, un verdadero espectro. TenÃa la nariz aguileña, los dientes muy blancos, los ojos negrÃsimos, de extraña expresión; la piel obscura, y el pelo, como decÃan los autores románticos, del color del ala del cuervo. Iba siempre muy pulcro, muy bien afeitado, y tenÃa la costumbre de restregarse las manos haciendo un ruido como de huesos. Su vigilancia sonriente me llegó a exasperar. Al principio, iracundo por verme tan vigilado, para encontrarme solo comencé a no salir de mi calabozo. Con aquella vida sedentaria y la humedad del cuarto se me exacerbaron los dolores reumáticos y tuve que guardar cama. El médico me visitó, y dijo que era indispensable para mà el hacer ejercicio, pues si no mi enfermedad se agravarÃa. Esta prescripción facultativa me obligó a salir al patio con frecuencia, y a dar vueltas y más vueltas, y a conocer a los detenidos. La mayorÃa de los presos polÃticos de la Cárcel de Corte eran furibundos realistas; habÃa también algunos liberales, sospechosos de haber tomado parte en la matanza de frailes. Los realistas eran casi todos de fuera de Madrid: curas, frailes, abogados, guerrilleros de la Mancha llevados a la corte para declarar en procesos de conspiración. La sección de polÃticos rebosaba, y su personal era el más extraño y heterogéneo: habÃa allÃ, desde carbonarios hasta absolutistas rabiosos; desde apóstoles hasta asesinos. Por ser los carlistas presos gente de más fuste que los liberales, y por tener la protección decidida del alcaide y de los principales celadores, los absolutistas disfrutaban en la Cárcel de Corte de preeminencias y de ventajas que no disfrutábamos los demás. El abogado carlista Selva, y algunos frailes amigos suyos, llevaban allà la voz cantante y dirigÃan y mandaban no sólo en el patio de los polÃticos, sino también en el de los detenidos por delitos comunes. En éstos se verificó una división parecida a la de los polÃticos, y hubo un grupo liberal y otro carlista, con sus pasiones, sus odios, su intolerancia y su fanatismo. Unos cuantos carlistas valencianos, capitaneados por un arriero, llamado el Roch, y por un esterero de Crevillente, apodado el Tate, entraron por instigación de los frailes y de Selva en el segundo patio, con el asentimiento del alcaide don Paco, y se dedicaron a hacer prosélitos. Mis dos ayudantes en la cárcel eran Román, el hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y Gasparito, un zapatero remendón, hombre de muy buen sentido. Además de estos dos tenÃa como compañeros y correligionarios al Mingo y al señor Bruno, que eran albañiles; al Mulato, que era albeitar, y al Sanguijuelero, que tenÃa esta profesión unida a la de sangrador y la de herbolario. Todos estos habÃan sido detenidos durante la matanza de frailes por excitaciones al pueblo. Entre los carlistas presos, la mayorÃa eran campesinos, y tenÃan, en general, buen aspecto. HabÃa gran diferencia entre los carlistas, casi todos del campo, y los revolucionarios madrileños. Eran mejores tipos aquéllos, más fuertes, más nobles, más enteros; daban una impresión de mayor energÃa. --Hoy lo mejor del pueblo es carlista--pensaba yo--; pero dentro de cincuenta años no pasará lo mismo. HabÃa también gran diferencia entre los presos polÃticos y los ladrones. Sólo a primera vista, por su aspecto, podÃan distinguirse los unos de los otros; los polÃticos tenÃan un aire más recogido, más ensimismado; los otros alardeaban de la fanfarronerÃa y del cinismo que caracterizan a los criminales de profesión. Como estábamos los liberales en minorÃa, yo pensé que me convendrÃa frecuentar el patio de los presos de delitos comunes para hacer prosélitos. Un dÃa encontré en la cárcel al célebre ladrón Candelas, a quien conocÃa y habÃa tenido como agente de la Isabelina. Reconocimos ambos que estábamos metidos en un callejón sin salida. Candelas abrigaba la esperanza de escaparse. Me propuso un plan de fuga, pero no tenÃa condiciones para llevarlo a la práctica. El alcaide, que vió que charlábamos Candelas y yo, no sospechó que pudiéramos conocernos de antemano; Candelas me indicó que me dirigiera a Francisco Villena (Paco el Sastre), por ser éste amigo suyo y hombre de recursos; y, efectivamente, me vi con él y conseguà que él intrigara en el patio de presos de delitos comunes para impedir que los absolutistas se hicieran dueños de la cárcel. Poco después Candelas fué trasladado a otra prisión. IV El PADRE ANSELMO Feliz el que nunca ha visto más rÃo que el de su patria, y duerme, anciano, a la sombra do pequeñuelo jugaba. ALBERTO LISTA: _Entre las cimas del Alpe_. ENTRE los clérigos y frailes que estaban en la cárcel habÃa un cura de pueblo, viejo, sordo, de sotana raÃda, que se llamaba don Anselmo Adelantado. Yo, al principio de conocerle, desconfié de él; se me acercaba, me saludaba y me mareaba a preguntas. Yo pensé: éste es un espÃa, un echadizo. Y, naturalmente, con esa idea le daba informes falsos. Luego empecé a sospechar que el padre Anselmo era un simple, un pobre de espÃritu; sus compañeros y correligionarios presos le daban siempre de lado. Cuando intimé más con él me convencà de que el padre Anselmo era un hombre de esos de espÃritu angelical que pasan por la vida sin enterarse de las miserias de la Humanidad. El padre Anselmo era un hombre sin ninguna malicia, y, a pesar de esto, se creÃa muy malicioso. Tomaba al pie de la letra todo lo que le decÃan. Era de un pueblo próximo a Molina de Aragón. Su historia se podrÃa contar en pocas palabras. Le habÃan hecho cura, le habÃan nombrado párroco de un pueblo y habÃa estado allà cuarenta años viviendo, primero con una hermana y luego con una sobrina. Al comenzar la guerra, los carlistas le habÃan hablado de que era indispensable que él les favoreciese y se pusiera de su lado; y como él estaba convencido de que los liberales tenÃan pacto con el demonio y de que la Reina Cristina era una masona, habÃa ofrecido su concurso. Luego le habÃan denunciado y le habÃan traÃdo a Madrid, a la Cárcel de Corte. El padre Adelantado era un hombre de más de sesenta años, con una cara tosca y terrosa; la boca grande, las cejas, como pinceles blancos, caÃdas sobre los ojos, y las manos cuadradas y fuertes. TenÃa una manera de hablar un poco ruda, entre castellana y aragonesa. Usaba en la cárcel una sotanilla raÃda, de color de ala de mosca, y un bonete. TenÃa una sotana nueva y un manteo, que guardaba en su maleta, que le parecÃan a él el colmo del lujo. Las observaciones del padre Anselmo me regocijaban lo indecible. Una vez habÃa dos mujeronas de la vida airada en el locutorio esperando a alguno. --¡Pobres muchachas!--dijo el padre Anselmo--; habrán venido a ver a sus padres o quizá a sus novios. --SÃ, seguramente. Yo, cuando le oÃa alguna de estas cosas, hacÃa un gesto para no echarme a reÃr, y él se reÃa también, porque decÃa que, aunque cura, era muy malicioso. Al padre Anselmo le gustaba fumar y yo le daba cigarros; pero él no querÃa. --Un cigarrito, bien; pero nada más. Ya serÃa vicio. Un dÃa, después de muchas vacilaciones, me dijo: --Don Eugenio. --¿Qué? --Me han dicho una cosa muy grave. --¿Qué le han dicho a usted? --Que usted es liberal. --¡Ah!; ¿pero no lo sabÃa usted? --No. ¡Asà que usted es liberal! ¡Ave MarÃa PurÃsima! ¡Y yo que le creÃa a usted una buena persona! --Y lo soy. --Pero, bueno, dÃgame usted la verdad. ¿Usted ha hecho pacto con el Demonio? --No, no; puede usted creerme, padre Anselmo: no he hecho pacto con él. --¡Ah, vamos! Asà que usted sigue siendo cristiano. --SÃ, sÃ. --Porque hay otros, ¿sabe usted?, que van a las logias masónicas, y allà creo que hacen horrores. ¡Ave MarÃa PurÃsima! El padre Anselmo me entretenÃa con su conversación, cándida e inocente. Muchas veces me hablaba del campo, de lo que estarÃan haciendo por aquellos dÃas en su pueblo. Su charla tenÃa un sabor de aldea que me encantaba. No hay sitio, ciertamente, en donde los recuerdos del campo tengan más valor, ni más encanto, que en la cárcel; asà que yo le oÃa al cura viejo entretenidÃsimo. V LUCHAS Tienen dos madres, las dos madrastras: la ignorancia y la miseria. VÃCTOR HUGO: _Los Miserables_. LA Cárcel de Corte tenÃa tres patios, que servÃan para que pasearan los presos. El primero se hallaba dentro del edificio actual, y tenÃa alrededor oficinas y cuartos para nosotros los polÃticos; el segundo estaba entre los dos cuerpos del edificio, el que queda y el derribado, que daba a la calle de la Concepción Jerónima. A los lados de éste se levantaban unos pabellones abovedados, horriblemente sucios y siniestros. A uno de ellos lo llamaban la Grillera. Allà solÃan estar encerrados los ladrones, y, en una especie de jaula, se metÃan todas las noches a los muchachos jóvenes y a los niños, jaula que se llamaba la GallinerÃa. De este patio central se pasaba a otro, pequeño y profundo, que daba hacia la calle de la Concepción Jerónima, y que habÃa sido el antiguo cementerio de los Padres del Salvador. Cortando el edificio habÃa un callejón estrecho, el callejón del Verdugo, por el cual entraba el ejecutor de la Justicia cuando tenÃa que acompañar a algún reo a la horca. Hacia la Concepción Jerónima habÃa calabozos irregulares, obscuros, que se destinaban a los grandes criminales y asesinos, y más atrás, una pequeña capilla para los condenados a muerte, en la cual se les tenÃa tres dÃas. Los presos del segundo patio vivÃan horriblemente: a muchos no les llegaba el rancho; si tenÃan algún dinero podÃan recurrir a una cantina, donde estaba todo carÃsimo; si no, se quedaban sin comer. Un preso murió de hambre en un calabozo. Aquel calabozo se le llamó el del Olvido. Era el tercer calabozo célebre de la cárcel; habÃa otros dos que tenÃan nombre: el de La Sed y el del Dragón. Cuando yo visité el segundo patio, en el calabozo del Olvido habÃa un idiota vagabundo a quien tenÃan que traspasar al hospital. Este idiota chillaba y cantaba y hacÃa reÃr a los presos, que le consideraban como un hombre feliz. Los criminales audaces conseguÃan allà lo que querÃan: comÃan bien, bebÃan, tenÃan armas y hacÃan que les visitasen las mujeres del otro departamento. Paco el Sastre, a quien, como digo, Candelas me habÃa recomendado, me hizo conocer a dos raterillos a quienes exigió que me obedecieran como a su jefe. Uno de éstos era el Gacetilla, un chico que llamaban asà porque sabÃa todo cuanto ocurrÃa dentro y fuera de la cárcel, y el otro, el Mambrú, un gimnasta que andaba con las manos y daba saltos mortales. Por estos muchachos pude comunicarme libremente con mis amigos de fuera. Uno de los procedimientos que tenÃan era cantar. Un preso cantaba una copla, en la que decÃa disimuladamente lo que querÃa, y al dÃa siguiente se ponÃa un ciego con la guitarra en la Concepción Jerónima, y en la canción que entonaba venÃa la respuesta. Con Paco el Sastre comencé a organizar una campaña contra el alcaide y los carceleros carlistas. Los presos del segundo patio se dividieron también en liberales y carlistas; pero aquà las fuerzas estaban equilibradas. Entre aquellos bandidos y estafadores, la influencia de un lugarteniente de Candelas, como Paco el Sastre, era decisiva. Yo les ayudé lo que pude a los que se vinieron al campo liberal. Con motivo de la división entre carlistas y liberales se producÃan riñas constantes; un dÃa hubo en el segundo patio una gran pelea entre un bandido que llamaban el Raspa, que habÃa sido procesado a raÃz de la matanza de frailes, y un guerrillero carlista, el Ausell. Se desafiaron: el Raspa le tiró una navajada y le cortó la cara, mientras el otro le dió una cuchillada en el pecho que le dejó medio muerto. Yo hice un padrón de los presos liberales, de los carlistas y de los indefinidos, y como prefacio al padrón, un ligero estudio acerca de la psicologÃa de los tipos desde el punto de vista del mayor o menor valor que podÃan tener para una conspiración. Aviraneta me confesó que en su tiempo pensó hacer, más o menos en broma, el manual del perfecto conspirador. VI EL SEGUNDO PATIO En el patio de la cárcel hay escrito con carbón: «Aquà el bueno se hace malo, y el malo se hace peor». CARCELERA. YO no soy precisamente un sentimental, ni un poeta de delicadezas ni de ternuras, y, sin embargo, la perspectiva del segundo patio, la primera vez que entré en él, me hizo un efecto terrible. Era un cuadrado con paredes altas y lleno de gente. Aquel patio tenÃa algo de plazuela, de casa de juego, de manicomio, de foro, de plaza de toros y de hospital. Todas las aglomeraciones de hombres solos son, indudablemente, malsanas, repugnantes; huelen a sentina, ya sean cárceles, cuarteles, seminarios o conventos; pero la cárcel es la cloaca máxima. Allà se reúne la basura humana, los detritos de la sociedad. Lo que no está podrido se pudre pronto, y la infección envenena el ambiente con sus miasmas. La cárcel es como la imagen negativa de la vida moral. Allà la bajeza, la fealdad, la maldad, el odio, todo lo más horrendamente humano, se muestra a lo vivo. Es un pantano en una fermentación constante que exhala vapores fétidos bastantes para envenenar toda la atmósfera. La cárcel es la universidad de lo perverso. La Naturaleza se divierte, a veces, en formar monstruos con lo fÃsico o con lo moral. Los monstruos fÃsicos vagan por el mundo; los monstruos morales tienden a reunirse en la cárcel. Aquà se completan, se complican, se hacen más perfectos en su monstruosidad. En la Cárcel de Corte, por entonces, habÃa de todo: polÃticos, homicidas, lechuguinos, jovencitos elegantes y bien puestos, viejos barbudos y enfermos, locos desnudos que lanzaban horribles lamentos, reñidores desesperados que pasaban la vida entre gritos y blasfemias. Allà el robo, el asesinato, la estafa, la locura, el cinismo, la enfermedad, la miseria, la matonerÃa, la sodomÃa se daban la mano y bailaban una terrible danza macabra. Esta fermentación de la cárcel, que acaba con los sentimientos nobles del hombre, no sólo no acaba, sino que deja el egoÃsmo, el instinto de vivir más ágil que nunca. Nada se parece tanto a un gallinero, a una casa de fieras, a una selva virgen, a un bosque de bestias feroces, como una cárcel. El preso vive allà como un piel roja, siempre en acecho, dispuesto a destrozar al prójimo por la fuerza, por la malicia o por el engaño. Lo caracterÃstico de la cárcel es esto: que no hay piedad. El valiente allà muere o vence, el tÃmido sucumbe; para el desdichado sin energÃa son todas las miserias, todos los horrores, todas las groseras mixtificaciones. El fuerte manda y gallea; el cobarde adula y se envilece. Allà no hay que hacerse ilusiones. Hay que dejar toda esperanza; no hay mas que miradas de odio, de rabia, de desesperación o de desprecio. El que teme caer, sabe que si cae todos pasarán por encima de su cabeza; por eso hay que pisar fuerte y no resbalar. En una cárcel no se puede ser mas que un santo, un miserable o un misántropo. Vivir en una cárcel es hacerse para siempre enemigo del hombre. Al principio, al entrar en el segundo patio se creÃa notar que todos los encerrados allà tenÃan una gran alegrÃa: se cantaba, se jugaba, se vociferaba; pronto se podÃa ver que la alegrÃa era ficticia y que por debajo de ella latÃa una sorda irritación. Otra cosa se notaba, y es que no habÃa nadie independiente; allà ninguno podÃa apartarse de la acción común. Ya el lenguaje era especial para la cárcel, mezcla de germanÃa y de caló. Jorge Borrow, el escritor inglés, me explicó varias veces cómo la germanÃa y el caló no son lo mismo, pues la germanÃa es una lengua figurada, como el _argot_ francés, y, en cambio, el caló es un idioma. Además de la comunidad de lengua, habÃa en la cárcel la comunidad de la acción. Cuando se comÃa habÃa que repartirse por cuadrillas; al hacerse la limpieza del patio, unos la hacÃan; otros, no; al jugar, unos tenÃan categorÃa para jugar; otros no podÃan ser mas que espectadores, y otros ni eso; para dormir existÃan también sus categorÃas. HabÃa una disciplina cuya dirección se subastaba a cada paso, y se daba al más audaz y al más valiente. Cuando entré por primera vez en el segundo patio, me acompañaban Román y el padre Anselmo. A éste le dirigieron las más innobles chacotas: --Oiga usted, pae cura. Me tiene usted que dar el modelo de esa sotanilla. --La sotana es vieja--replicó el padre Anselmo--; pero los que no somos ricos no podemos llevarlas mejores. --Bien dicho--afirmé yo. --Oiga usté, pae cura--le preguntó otro de los presos--,¿cuántos hijos tiene usté en el pueblo? --Yo no tengo hijos, porque soy cura--contestó él--; pero a todos mis feligreses los considero como si fuesen hijos mÃos. El pobre hombre contestó varias veces con prontitud y con gracia, y llegó a hacerse respetar. VII LOS MATONES Hallóse allà Calamorra sobre si no mata siete, bravo de contadurÃa, de relaciones valiente. QUEVEDO: _Romances_. LOS matones del segundo patio eran Paco el Sastre, el Fortuna, el Mandita y el Manchado, que compartÃan el poder con dos falsificadores llamados los Pinturas, y con un caballero de industria, el señor Pérez de Bustamante. Paco el Sastre, amigo y cómplice de Candelas, se habÃa escapado varias veces de distintas cárceles, lo que le daba gran prestigio. El Fortuna, guapo de casa de juego, fanfarrón y atrevido, estaba preso por una muerte. El Mandita era ladrón, un tipo fino, de nariz larga, ojos claros e inteligentes, labios muy delgados, cara afilada, bigote ralo y mano de hierro. El Mandita rompÃa las nueces con los dedos. El Manchado era hombre de cara dura y color terroso, pómulos salientes, mandÃbula grande y fuerte, los ojos torcidos, la boca recta como una cortadura. El Manchado parecÃa un calmuco y tenÃa una agresividad feroz. Durante la matanza de frailes se habÃa exhibido, lleno de sangre, en la taberna de Balseiro, y habÃa intentado vender ornamentos de iglesia. Estaba herido desde entonces y llevaba una venda sucia en la frente. El Fortuna le temÃa al Manchado. El Fortuna habÃa llegado a matón por inteligencia, por comprender la cobardÃa de los demás; el Manchado, no; éste no discurrÃa; se sentÃa bruto naturalmente, sin complicaciones ni razonamientos. Los Pinturas, padre e hijo, tenÃan mucha influencia. Los Pinturas eran falsificadores. El padre, un viejo calvo, apacible y burlón, tenÃa un aire de hombre frÃo y lleno de inteligencia, los ojos agudos y perspicaces, la frente ancha y desguarnecida, la boca muy cerrada, de labios finos. El Pinturas joven parecÃa una araña, alto, delgado, sonriente, con cara de polichinela y voz de lo mismo. Era muy burlón y satirizaba con mucha gracia a todo el mundo. TenÃa siempre a su disposición papel y pluma, y servÃa de memorialista a los presos. Les escribÃa cartas con la letra que quisieran. En un par de minutos de estudiar una letra, la adoptaba como si fuera suya y seguÃa escribiendo con ella. Al Pinturas joven le gustaba leer mucho; fabricaba juguetes con alambres y cartón, que conseguÃa vender en las calles, y cuando no tenÃa nada que hacer hacÃa juegos de manos. Por lo que se decÃa, habÃa falsificado escrituras, contratos, testamentos, y seguÃa trabajando en la cárcel. Respecto al señor Pérez de Bustamante, era un caballero de industria, charlatán, mentiroso, que querÃa hacerse pasar por aristócrata. Este hombre habÃa vivido durante los primeros meses de la guerra haciendo suscripciones para viudas de oficiales muertos en la campaña, y cuando explotó el lado liberal pasó a cultivar el campo carlista. Pérez de Bustamante era hombre osado y decidido. Otro tipo curioso era _Doña Paquita_, el cinedo de la cárcel, joven ambiguo que hacÃa ademanes de mujer. Este muchacho tenÃa la nariz respingona, con las ventanas muy abiertas, la barba azul, del afeitado, y la manera de hablar afeminada. Algunos de los presos habÃan conseguido cierta independencia y hacerse respetar del grupo que cobraba el barato. Uno de ellos era un topista, que llamaban Mangas, afiliado al grupo liberal. El Mangas tenÃa una cara de galgo, la nariz larga, la boca como recogida, los ojos pequeños y claros y el pelo rubio. VestÃa bien, era gallego, aunque él decÃa que no. Se le habÃa encontrado con unos cálices, después de la matanza de Julio, en una taberna de una vieja a quien llamaban la tÃa Matafrailes. Entre los presos de delitos comunes que se decÃan carlistas habÃa gente bárbara y maleante, como entre los que se consideraban liberales. Uno de los carlistas de quien todos se reÃan era un labriego, el Paleto, que habÃa robado una mula. El Paleto tenÃa la cara parada y estúpida, la cabeza grande y la voz chillona. SolÃa servir de blanco a las bromas de todos. Otro carlista que se distinguÃa por su aire hipócrita era el Seminarista, que habÃa sido estudiante de cura y tenÃa la especialidad de hacer digresiones mÃsticas, en las que barajaba muchos latines. A este truhán le habÃan encontrado varias veces desvalijando los cepillos de las iglesias con una ballena untada de liga. Al poco tiempo de entrar en el segundo patio, el alcaide se dió cuenta de que yo iba allà para hacer propaganda entre los presos contra los carlistas y contra él; entonces me prohibió el paso. Yo tenÃa mis medios de comunicación asegurados. Mi duelo con el alcaide acabó con la victoria mÃa; pues conseguà al año que él se quedara preso y yo saliera libre. LA MUERTE DE CHICO O LA VENGANZA DE UN JUGADOR PRIMERA PARTE ANTECEDENTES I UNA NOCHE DE NIEVE En la niebla y en la bruma, en la nieve profunda, en el bosque inculto, en la noche de invierno oigo el aullido hambriento del lobo y el grito sombrÃo de la lechuza. GOETHE: _Lied del bohemio_. AL dÃa siguiente en que don Eugenio nos contó su vida en la Cárcel de Corte, comenzó a caer una gran nevada. HabÃan acudido a la cocina del tÃo Chaparro más gente que la noche anterior, y los pastores y cabreros fantaseaban acerca de las consecuencias de la nevada y de la aparición de los lobos en la garganta de Covaleda y en los montes del Urbión. HabÃan visto sus huellas en la nieve; habÃan dejado leña en las chozas, y quesos y cecina sobre las ramas altas de los pinos para que no los cogieran los lobos. Aviraneta y yo estábamos al lado del fuego, sentados en dos grandes sillones; él llevaba puesto un abrigo grueso y tenÃa sobre la espalda un mantón de su mujer. Escuchábamos la conversación de los pastores, oÃamos el ladrido de los perros y, a veces, el chirrido de la lechuza. De pronto, Aviraneta me dijo en voz baja: --Relacionándola con aquella época de la Cárcel de Corte de que te hablaba ayer noche, recuerdo una historia bastante siniestra en la que figuró un tal Castelo y el policÃa Chico. Ya te la habré contado, ¿verdad? --No. --¿No te la he contado? --No. --Pues es raro. --Cuéntela usted, don Eugenio--dijo el tÃo Chaparro, terciando en la conversación--; mandaré traer un poco de café con aguardiente, echaremos más leña al fuego y dejaré a los muchachos aquà a que le oigan a usted, porque mañana es domingo y se pueden levantar un poco más tarde que de costumbre. Aviraneta hizo una señal de asentimiento. Se puso una cafetera grande en las brasas y se trajo una botella de licor. Por la pequeña ventana de la cocina se veÃa el campo nevado, y los grandes copos de nieve que caÃan lenta y blandamente, como espesos plumones blancos. Aviraneta, que estaba empotrado en su sillón y mirando con sus ojos, de un azul brillante, el fuego, se recogió un momento, tomó una gran taza de café muy caliente que le sirvieron, contempló a su auditorio sonriendo y comenzó su relación asÃ: II UN PRESO NUEVO El despertar que sigue a una primera noche de prisión es una cosa horrible. SILVIO PELLICO: _Mis prisiones_. LOS lectores de folletines y de novelas por entregas, en los cuales hay con frecuencia odios sostenidos y venganzas a largo plazo, como en el _Conde de Monte Cristo_, suelen discutir si estos sentimientos son o no lógicos y verdaderos. Afirman unos, que la venganza es un instinto natural del hombre, que perdura y no se borra jamás; y dicen otros, que todo se olvida, hasta las mayores ofensas, con el transcurso de los años. Yo siempre me he inclinado a pensar que la mayorÃa de la gente llega a perder el recuerdo de los agravios con el tiempo y que no se vengan mas que rara vez. El caso que les voy a contar demuestra un rencor profundo y sostenido, terminado en una cruel venganza. Como decÃa la otra noche, a los quince o veinte dÃas de estar en la cárcel tuve que guardar cama una temporada, porque se me exacerbaron los dolores reumáticos. Después se me permitió andar por la cárcel y entrar en el segundo patio, en donde se hallaban los presos de delitos comunes. HacÃa dos meses que estaba en la cárcel cuando conocà a un nuevo preso, de aspecto extraño. Acababa de entrar. Era un muchacho joven, sombrÃo, moreno, de ojos negros, cabello largo, a la moda de la época, y aire reconcentrado y fuerte. Pasó por el primer patio vigilado por dos alguaciles. Subieron los tres a una oficina donde se tomaba la filiación a los detenidos. En la mesa habÃa un empleado escribiendo, un hombre con el pelo rizado y la mano llena de anillos. Los alguaciles le hablaron en voz baja y le entregaron unos papeles, que el escribiente leyó con gran indiferencia. --Ahora viene don Paco--dijo uno de los alguaciles. Don Paco era el alcaide. Efectivamente, llegó, tomó los papeles que habÃa traÃdo el alguacil y los leyó con atención. El alcaide interrogó al preso con una voz amable y una dulce sonrisa que, para el que sabÃa cómo las gastaba aquel hombre, no eran nada tranquilizadoras. --Soy inocente--dijo el joven con aire dramático--. No tengo más dinero que el que he ganado con mi trabajo. El alcaide sonrió, porque consideraba como algo lógico y natural que todo preso suyo y aun toda persona que tuviese que ver con él fuera un perfecto granuja. --Si ha guardado usted el dinero en alguna parte yo no pretendo que me lo diga usted. Aquà sabemos también ser caballeros. --Afirmo que soy inocente--replicó el joven. El alcaide explicó a su nuevo huésped el precio de los cuartos que se alquilaban en la cárcel y las diferencias que habÃa entre las distintas clases. --Venga usted, caballero--le dijo después--; permita usted que le acompañe. Puede usted tranquilizarse. --No necesito tranquilizarme. Estoy tranquilo. --Quiero decir--repuso el alcaide--que aquà nadie le quiere mal. Le voy a llevar a su cuarto. El joven preso siguió al alcaide hasta el fin de un corredor; un carcelero descorrió el cerrojo de una puerta maciza, al lado de la cual se veÃan dos mozos con un cabo de vara de aire siniestro. Recorrieron otro corredor, salieron al segundo patio, y el alcaide mandó abrir la puerta de un cuchitril obscuro, bajo de techo y con un banco de madera. --Aquà tiene usted su cuarto. Puede usted pedir a su casa unas mantas para dormir. Si quiere usted le pueden traer una cama, una mesa y una silla. --Está bien--dijo el joven; y se sentó en el banco con un aire entre resuelto y desesperado. Los carceleros cerraron llaves y cerrojos, y el joven se quedó allà dentro. III MIGUEL ROCAFORTE Por ser muy propio de enfermos no durar mucho en un estado, tomando por remedio las mudanzas. SÉNECA: _De la tranquilidad del ánimo_. AL dÃa siguiente, en compañÃa del padre Anselmo fuà al segundo patio para ver qué hacÃa el nuevo detenido, que me habÃa llamado la atención. Su tipo y la expresión de su rostro me indujeron a creer en su inocencia. Nos acercamos a él a hablarle. El muchacho estaba asqueado de encontrarse entre aquella canalla; pero no tenÃa miedo, porque a uno de los raterillos que habÃa querido robarle le habÃa pegado un puntapié, lo que hizo que los demás le miraran con cierto respeto. Este muchacho era de Lerma, y se llamaba Miguel Rocaforte. Sus padres tenÃan una buena hacienda; yo recordaba haberlos conocido y haber estado en su casa con el Empecinado. Miguel estudió en el Seminario tres años; luego perdió la vocación; quiso ser militar y su padre le envió a Madrid a casa de un primo suyo, dueño de un almacén de sal de la calle de la Misericordia. Miguel llevaba cuatro años en la corte. Estaba en la cárcel porque le acusaban de haber robado cinco mil duros a un señor en un gabinete de lectura de la Carrera de San Jerónimo, cosa que era falsa, completamente falsa, según afirmó. Le dije que me explicara el caso con detalles para darme cuenta del motivo por el cual podÃa haber provenido el error. --Yo suelo ir muchos domingos a la librerÃa que tiene don Casimiro Monnier en la Carrera de San Jerónimo--me dijo--. Estoy estudiando francés e inglés con un profesor de idiomas que se llama Brandon, y éste me ha indicado que para perfeccionarme en la traducción lea periódicos. La otra tarde, acompañado de mi principal, estuve en el gabinete de lectura leyendo periódicos, y, de pronto, uno de los abonados se lamentó de que le habÃan quitado la cartera del gabán. Yo me marché a mi casa, y ayer, por la mañana, al ir al almacén donde trabajo, me prendieron y me trajeron aquÃ, a la cárcel. El caso me pareció bastante extraño. Le pedà detalles aclaratorios al joven; pero éste no esclarecÃa los hechos ni protestaba, y parecÃa dispuesto a aceptar su suerte con un estoico fatalismo. DÃas después, en una larga conversación con Miguel, le interrogué de nuevo. ¿No tenÃa enemigos? ¿Alguna mujer o algún hombre que le quisiera mal? El joven se envolvÃa en obscuridades; estaba envenenado con las ideas de la época, que por entonces comenzaban a llamarse románticas. A los cinco o seis dÃas apareció en el locutorio de la cárcel el inglés profesor de idiomas amigo de Miguel. Habló conmigo: me dijo que el muchacho era un exaltado de ideas absurdas, pero absolutamente incapaz de robar a nadie. Sin embargo, en la conducta observada por el joven Rocaforte encontraba él algo misterioso. El profesor Brandon habÃa presenciado la escena en la librerÃa. --¿Qué pasó?--le pregunté yo--. Porque él no me lo ha contado con detalles. --Pues sucedió lo siguiente--dijo Brandon--: un capitán, llamado Sánchez Castelo, estaba aquel dÃa en el gabinete de lectura de Monnier, y al salir a la calle notó que le faltaba la cartera del gabán. El dueño del gabinete, para demostrar que ninguno de sus abonados era capaz de sustraer nada a nadie, invitó a éstos a que se dejaran registrar; todos aceptaron la proposición, más o menos a regañadientes; pero Miguel se negó con violencia a este registro; y poniéndose la mano en el pecho, como para impedir que nadie pudiera intentar reconocer el bolsillo interior de su americana, dijo que a él no le tocaba nadie, y que sólo delante del juez se dejarÃa registrar. --¡Ah! ¿Pasó eso? De aquà que hubiesen tomado cuerpo las sospechas de la policÃa. --Claro. --A pesar de esto, ¿usted le cree a Miguel inocente?--le pregunté a Brandon. --SÃ, sÃ. Completamente inocente. --¿Y por qué cree usted que se negara con tanta violencia al registro? ¿Por baladronada? ¿Por tomar una actitud? --¡Qué sé yo! Quizá Miguel llevaba algo en el bolsillo que no querÃa que viese su principal, algún papel polÃtico. El principal es un absolutista... --No me parece que sea eso. --¿Por qué? --Yo he hablado con Miguel y no tiene preocupaciones polÃticas. --Sin embargo... --¿Usted le conoce al principal? --No. --Pues entérese usted de si está casado y si tiene mujer guapa. --¿Usted cree que esa sea la clave? --SÃ. --Es posible; yo le tengo a Miguel por hombre serio. --¿Y eso qué importa? Me chocó que el principal de Miguel, y pariente, no fuera ni una vez a visitar al preso. Esto me hizo pensar que entre tÃo y sobrino no debÃa reinar la mejor armonÃa. IV UN ASUNTO EMBROLLADO En vano más de una vez se sigue al crimen la huella, por no preguntar al juez quién es ella. BRETÓN DE LOS HERREROS: _¿Quién es ella?_ A los dos o tres dÃas se presentó de nuevo en la Cárcel de Corte el inglés Brandon. HabÃa hablado con un paisano de Miguel, León Zapata, dependiente de una ferreterÃa, y éste le habÃa insinuado que Miguel tenÃa amores con la mujer de su principal. Brandon me dijo que la causa de haberse negado a dejarse registrar Miguel podÃa ser, como yo creÃa, el que llevara, cuando estaba en el gabinete de lectura, cartas que hubieran podido poner a su principal sobre la pista. --¿Quién es ese Zapata?--le pregunté a Brandon. --Es un petulante, un majadero--me contestó el inglés--. Un joven que se cree el centro del mundo. Una semana después de esta visita se me presentó el inspector Luna. Luna se habÃa encargado del asunto de Miguel, y querÃa que yo le orientara. Me pidió que olvidara la parte que él habÃa tomado en mi prisión. --Ya sé que no ha hecho usted mas que cumplir las órdenes que le han dado--le dije. --¿Asà que no me guarda usted rencor? --De ninguna manera. --Luna y yo hablamos largamente del asunto de Miguel Rocaforte, y él me dió más detalles de lo ocurrido. --Hace un par de semanas, próximamente--dijo--, el capitán de reemplazo don Mauricio Sánchez Castelo se presentó al inspector de policÃa del distrito del Centro, don Carlos de San SernÃn, y le dijo: «Ayer, mi amigo el teniente MacÃas de Aragón, antes de tomar la diligencia para el Norte, me dejó cinco mil duros para que se los guardase hasta la vuelta de su viaje. Cogà la cartera con los billetes, la metà en el bolsillo del gabán y me fuà a la librerÃa de Monnier. AllÃ, sin darme cuenta, me quité el gabán, porque hacÃa calor, y lo puse en el respaldo de una butaca. Al salir del gabinete de lectura me volvà a poner el gabán, y al llevarme la mano al bolsillo del pecho noté que me faltaba la cartera». Castelo contó al jefe de policÃa que habÃa vuelto inmediatamente al gabinete de lectura; que le habÃa explicado al dueño lo ocurrido; que éste invitó a sus abonados a que se dejaran registrar, y que un joven se opuso con palabras y ademanes violentos. --¿Quiénes estaban en la librerÃa?--le pregunté al inspector Luna. --Estaban un capitán de CaballerÃa retirado, don Francisco GarcÃa Chico, que ha pertenecido a la policÃa. --Lo conozco. Era de la Isabelina. De ese no se puede sospechar. --Estaba también un joven catalán desconocido, el profesor de inglés Brandon, un comisionista francés, Miguel Rocaforte y su principal. San SernÃn tomó informes de todos. El librero, Monnier, dió buenos informes de Chico y de Brandon. Al joven catalán no le conocÃa; al comisionista francés, tampoco, y a Rocaforte y a su principal los tenÃa por personas honradas. Unos dÃas después se ha sabido que el muchacho catalán es un joven rico y de buena conducta. Asà que, por ahora, no hay mas que dos posibles ladrones: el comisionista francés, que no se sabe dónde anda, y Miguel Rocaforte, que indujo a sospechar porque se opuso terminantemente a que se le registrara. --Pero, según su lógica, el comisionista francés debÃa de estar libre de sospechas porque se dejó registrar. --SÃ, pero pudo esconder la cartera. --¿Y de Rocaforte, qué se sabe? ¿Qué antecedentes hay de él? --Dicen que han dado malos informes de ese muchacho, que es republicano y carbonario. --¡Bah! ¡Qué estupidez! Luna sonrió. --Para usted, que es revolucionario, eso es poca cosa; para mÃ, que soy jefe de policÃa, no. --Usted se rÃe de eso. --Hombre, no. Del inglés Brandon, amigo suyo, se dice que es sansimoniano. --Otra tonterÃa. --¿Qué opinión tiene usted de este asunto, Aviraneta? Me interesa saberlo. Castelo es amigo mÃo y le debo algunos favores. --Me parece--le dije yo--, que Rocaforte no tiene facha de ladrón. Es más, asegurarÃa que no es ladrón. --¿Y por qué no se ha dejado registrar? --No lo sé; pero me figuro que hay por debajo alguna cuestión de mujeres. Miguel estaba con su principal; el principal tiene una mujer guapa; Miguel, quizá la ha escrito; ella, quizá le ha contestado, y él podÃa no querer que los papeles que llevaba los viera su principal. --Es una suposición... --Lógica. --Cierto. Es muy posible que sea esto. Me enteraré. ¿Y, entonces, usted supone más bien que el comisionista francés...? --Mire usted, yo conozco a Castelo y a MacÃas. Los he tratado en Tampico y los he visto en compañÃa de Paula Mancha y de otros tramposos y jugadores de garito que abundaban en el ejército que desembarcó en las costas de Méjico con el general Barradas. Uno y otro me parecen capaces de toda clase de artimañas, y yo, tanto como la posibilidad de un robo, aceptarÃa la tesis de que haya habido entre los dos compadres una combinación inventada con algún fin que no conocemos. Luna se calló. --Me pone usted en un mar de confusiones--dijo después--. Verdaderamente es un poco extraño que un hombre a quien le han entregado cinco mil duros para que los guarde, en vez de ir a su casa y meterlos en un cajón, los lleve en el bolsillo del abrigo a un gabinete de lectura, se dedique a leer periódicos y deje el gabán con el dinero dentro sobre una butaca. ¡Cinco mil duros! Vale la pena de tener cuidado con ellos, y en estos tiempos. --Todo eso es muy raro, amigo Luna. --Cierto; pero esto de que el joven Rocaforte se haya opuesto a dejarse registrar de una manera tan violenta también es raro. --Bueno, vamos por partes. ¿Usted le conoce a Miguel? --SÃ. --¿Qué cree usted, que es un hombre inteligente o un tonto? --Me inclino a creer que es un hombre inteligente. --¿Usted supone que un hombre inteligente hace lo que se cree que hizo Miguel en la librerÃa? --No sé a qué se refiere usted. --Suponga usted que una persona inteligente robe a otro en las condiciones en que se piensa que Miguel robó a Castelo. Lo lógico es que el ladrón oculte la cartera en un sitio que no sea fácil de encontrar a primera vista, lo ponga en una carpeta o en un libro, o si lo guarda él mismo lo meta en el sombrero o en la faja...; pero no en el bolsillo del pecho, donde todo el mundo lleva el dinero; Miguel se opone a que le registren los bolsillos y, sobre todo, el bolsillo del pecho. Para mÃ, cada vez que pienso en ello, lo veo más claro; Miguel es absolutamente inocente de ese robo. --Yo también por instinto lo creo asÃ; pero hay que comprobarlo. --¿Qué va usted a hacer? --El hermano de MacÃas me ha dicho que le va a visitar a GarcÃa Chico y a pedirle que tome cartas en el asunto. Chico estaba en la librerÃa cuando el supuesto robo; conoce a Castelo y debe tener idea de lo que ha podido ocurrir. --SÃ--dije yo--, ese GarcÃa Chico es un terrible sabueso. Para la Isabelina nos hizo unos informes admirables de precisión. Si hay algún misterio él lo aclarará, porque creo que conoce a Castelo y a MacÃas. Pocos dÃas después se presentó Luna en la Cárcel de Corte, me llamó al locutorio y me dijo: --¿Sabe usted que se aclaró el misterio? --¿Qué misterio? --El del joven Rocaforte. --¿HabÃa un misterio? --SÃ, tenÃa usted razón: no habÃa tal robo. Ha sido una trampa de Castelo, que se ha jugado el dinero de MacÃas perdiéndolo y, para sincerarse, inventó la historia del robo del gabinete de lectura. --¿Y quién ha descubierto el enredo? --Lo ha descubierto Chico, a quien parece que van a hacer jefe de la ronda de Seguridad. El inspector Luna, con el hermano de MacÃas, fué a casa de don Francisco Chico y le contó el asunto con todos los detalles. --Ya veré si averiguo lo que hay en el fondo de esa cuestión--les dijo Chico--; vengan ustedes dentro de tres o cuatro dÃas. A la salida de casa de Chico dió la casualidad de que MacÃas y Luna se encontraron con Mauricio Castelo. Castelo oyó, con visible malhumor, la noticia de que habÃan consultado el asunto con Chico, y de pronto dijo al inspector Luna que toda la gente que formaba parte de la policÃa era una canalla, en connivencia con los ladrones, y que llevaba parte en los robos que se consumaban en Madrid. Luna, que era hombre prudente, no replicó a Castelo. Al parecer, tenÃa motivos para no reñir con él; pues el inspector le debÃa algún dinero al militar y no habÃa podido pagárselo. Tres dÃas después Luna fué a casa de GarcÃa Chico. Chico, al verle, sonrió con una sonrisa de tigre. --¿Ha averiguado usted algo?--le preguntó Luna. --Lo he averiguado todo. --¿Qué ha ocurrido? --Ha ocurrido que el tal robo ha sido, sencillamente, una simulación. --¿MacÃas no le ha entregado ese dinero a Castelo? --SÃ, se lo ha entregado; pero ese dinero, Castelo lo ha perdido jugando, y parte se lo ha dado a su querida Paca Dávalos. --¿Pero esto está comprobado? --Perfectamente comprobado. V LO OCURRIDO ¡Cosa extraña el hombre, y más extraña aún la mujer! ¡Qué torbellino en su cabeza! ¡Qué abismo profundo y peligroso en su corazón! BYRON: _Don Juan_. CHICO le dijo a Luna que habÃa sospechado inmediatamente algún gatuperio. ConocÃa a fondo a Castelo y sabÃa que era jugador y hombre de pocos escrúpulos. Chico hizo una investigación en las principales casas de juego, y, al poco tiempo, averiguó lo ocurrido. Castelo habÃa jugado muy fuerte en un cÃrculo de la Carrera de San Jerónimo que se titulaba el CÃrculo Universal. Castelo solÃa frecuentar esta timba, jugando siempre poco, cuatro o cinco duros a lo más, porque tenÃa la paga empeñada y no contaba mas que con escasos recursos. DÃas antes del supuesto robo, Castelo se presentó en el cÃrculo con la cartera llena de billetes, puso la banca y perdió una gran cantidad. Tres noches seguidas hizo lo mismo, siempre con mala suerte. Chico se las arregló para enterarse de quiénes jugaban en el cÃrculo las noches en que Castelo puso la banca, y averiguó que estaban, entre otros, el comandante Las Heras, el teniente Zamora y el capitán Soto. Fué a ver a estos militares y ellos le dieron toda clase de informes. En la primera noche, Castelo perdió dos mil pesetas; en la segunda, tres mil, y en la tercera, diez mil. HabÃa muchos puntos esta última noche en el cÃrculo. Castelo, que bebÃa mientras jugaba, al perder las últimas pesetas comenzó a decir, a voz en grito, que le habÃan hecho trampa y que le tenÃan que devolver su dinero. En su desesperación acusó al teniente Zamora y al capitán Soto de haberle engañado, y sacó una pistola del bolsillo para amenazarles; pero el comandante Las Heras le arrancó la pistola de la mano y le obligó a salir a la calle. Su campaña en la timba, donde dejó el resto del dinero, fué más lamentable aún. Castelo habÃa ido al garito en compañÃa del capitán Escalante, para que éste vigilara las jugadas; habÃa hablado con dos ganchos de la chirlata, que le aseguraron que todo se hacÃa allà con la mayor corrección. La timba estaba en la calle de la Fresa, y era conocida, entre los puntos, con el nombre de la tertulia de la Sorda o de la Garduña. Esta tertulia se hallaba establecida en el piso principal de una casa pequeña, con un zaguán angosto y sucio, maloliente y tan lleno de basura, sobre todo lÃquida, que ni con zancos podÃa atravesarse. De este zaguán subÃa una escalera de trabuco, y, en el primer rellano, dos hombres de guardia, embozados en la capa, escondÃan, bajo ella, sendos garrotes. Se cruzaba un vestÃbulo estrecho, con una mesa, en donde solÃa estar sentado el conserje; luego, un pasillo con un colgador lleno de capas, mantas y bufandas, y se desembocaba en una sala irregular y mugrienta, tapizada de papel amarillo, con dos mesas de juego, con su tapete verde, separadas por una mampara, y en el techo, unas lámparas de aceite. Un vaho de humo de tabaco y de aguardiente solÃa haber allà de continuo. Castelo puso la banca de cinco mil pesetas. HabÃa, al poco rato, mucho dinero en la mesa. A pesar de que la mayorÃa de los puntos eran tahúres y de que intentaban levantar muertos y hacer mil trampas, Castelo ganaba con una suerte loca, e iba resarciéndose de las pérdidas del cÃrculo de la Carrera de San Jerónimo. TenÃa el banquero un montón de billetes, de monedas de oro y de plata delante, cuando entraron varios hombres capitaneados por un escapado de presidio a quien llamaban Seisdedos, y por un matón apodado el Largo. Aquellos hombres venÃan embozados hasta los ojos, y uno de ellos, con la cara tiznada. Seisdedos sacó un trabuco debajo del embozo de la capa, y los demás desenvainaron el bastón de estoque. Seisdedos, dando con el trabuco sobre la mesa, gritó con voz terrible. --¡Copo! Que nadie toque este dinero si no quiere verse muerto. El capitán Escalante sacó una pistola del bolsillo y disparó contra Seisdedos. Alguien pegó un garrotazo a la lámpara, y la habitación quedó a obscuras. Se tiraron las sillas, forcejearon los puntos para apoderarse del dinero que estaba encima de la mesa, se armó un terrible zafarrancho de gritos, palos y tiros, y cuando entró el comisario de policÃa gritando: «Abran en nombre de la Reina», y pasó a la sala a restablecer el orden, Castelo vió que habÃa perdido todo su dinero. VI SE ECHA TIERRA AL ASUNTO Cuanto más menospreciado es un hombre, menos freno tiene su lengua. SÉNECA: _De la constancia del sabio_. ¿USTED tiene inconveniente en declarar ante testigos lo que me ha dicho?--preguntó Luna a Chico. --Ninguno; y Las Heras, Zamora y Soto confirmarán mis palabras. --¿QuerrÃa usted ir pasado mañana a las doce a la ComisarÃa, donde estoy de guardia? --SÃ, señor. --¿VendrÃan esos señores? --Seguramente. --Pues yo le citaré a Castelo y liquidaremos esa cuestión. El dÃa señalado llegaron Chico, MacÃas, Las Heras, Zamora y Soto al despacho del inspector de policÃa; y Luna les invitó a pasar a un cuarto próximo. Poco después apareció Castelo. Luna le saludó amablemente y le hizo sentarse en un sillón frente a su mesa. --A ver cuándo me paga usted ese dinero--dijo Castelo de malhumor. --Le pagaré a usted en seguida que pueda, como ya le he dicho. --Bueno, pero que no sea muy tarde. ¿Y del robo, qué hay? --He estudiado el caso--dijo Luna--, y creo que lo mejor serÃa echar tierra al asunto. --Hombre, ¿y por qué? --Voy convenciéndome, cada vez más, de que ese joven a quien hemos llevado a la cárcel es completamente inocente. --¿Usted sabe que ese joven es inocente?--replicó Castelo con cierto sarcasmo. --Y usted también. --¿Y entonces quién es el culpable? --Es que es muy posible que en este caso no haya culpable--repuso Luna. --¿Qué me quiere usted decir con eso?--exclamó Castelo--. ¿Es que puede haber robo sin que haya ladrón? --No; pero cuando no hay robo, no hay ladrón. --Yo sabÃa que los policÃas estaban de acuerdo con los ladrones--replicó Castelo con furor--; pero nunca habÃa llegado a oÃr cosa tan peregrina como ésta. --¿Asà que usted sigue afirmando que nosotros tenemos complicidad con los ladrones? --SÃ; lo afirmo y lo afirmaré siempre. --Puesto que usted lo toma de ese modo--dijo Luna--, le voy a demostrar que está usted completamente equivocado. He estudiado el asunto, y estoy convencido de que el robo de los cinco mil duros en la librerÃa de Monnier es una supercherÃa inventada por usted. Ese dinero no se lo han robado a usted del gabán, como usted ha afirmado; ese dinero se lo ha jugado usted en un cÃrculo de la Carrera de San Jerónimo y en un garito de la calle de la Fresa. Parte de él se lo ha entregado usted a una mujer. --Bonita novela ha inventado usted. --No es novela; es la realidad. --Eso habrÃa que probarlo. --Se lo probaré a usted cuando guste. --Vengan las pruebas. --Que conste, Castelo, que yo he venido en son de paz. --Basta de palabras. Las pruebas, las pruebas. --Está bien. Luna se levantó, se acercó al cuarto próximo y dijo: --Tengan la bondad de pasar, señores. Entraron en el despacho Chico, MacÃas, Las Heras, Zamora y Soto. Castelo, al verlos, quedó anonadado, se puso lÃvido, y comenzó a agitarse en la silla y a morderse los labios. --Estoy descubierto--murmuró. --Veo que la presencia de estos señores basta para confundirle a usted--le dijo Luna. --No me queda más recurso que pegarme un tiro--exclamó Castelo, con acento dramático. --¡Bueno, tú, nada de farsas!--le dijo Chico con dureza--. Aquà nadie quiere que te pegues un tiro. Reconoce la deuda, haz que a ese muchacho que han preso por tu culpa le dejen libre, paga a MacÃas, poco a poco, y no se te pide más. Castelo bajó el tono y, de una manera un tanto servil, pidió a Luna que olvidara si le habÃa dicho algo ofensivo. Luego, por consejo de Chico, quedaron todos de acuerdo en que Castelo escribiera un documento confesando que no habÃa sido robado, y que la cantidad prestada por MacÃas la habÃa perdido en el juego. --Ahora extiende varios pagarés a nombre del hermano de MacÃas, que los irás pagando cuando puedas. Terminado el asunto, Chico echó mano del documento firmado por Castelo y se lo metió en el bolsillo. --Alguno lo tiene que guardar; lo guardaré yo. Castelo se mordió los labios. Chico, sin decir más, saludó, y se fué. Castelo entonces se lamentó amargamente y de una manera sentimental de que amigos suyos, como Las Heras y MacÃas, hubieran hecho con él lo que habÃan hecho. Discutieron entre ellos y se marcharon todos del despacho del inspector Luna. Antes de salir, Castelo dió a éste las gracias y le dijo: --No se ocupe usted de mi deuda. --Hombre, no; yo haré lo posible por pagarle a usted. El mismo dÃa, Luna escribió al juez diciéndole que el capitán Castelo habÃa sufrido una equivocación y que no habÃa sido robado. A pesar de estar reconocida la inocencia de Miguel Rocaforte, éste tardó bastante en salir de su encierro. Un dÃa se oyó la frase clásica empleada en la cárcel para poner en libertad a los presos: «¡Miguel Rocaforte, con lo que tenga!» Miguel salió a la calle. Uno que era amigo de MacÃas, el robado, contó a éste lo ocurrido cuando volvió a Madrid. Castelo se vió con MacÃas y le explicó lo que habÃa pasado, pintándolo a su modo. MacÃas, también jugador, tuvo por entonces una racha de buena suerte y, sintiéndose generoso, perdonó la deuda a Castelo y rompió delante de él los pagarés firmados por éste. VII CASTELO Y PACA DÃVALOS ¿Qué importa que ella sea rica, que tenga muchos litereros, que traiga costosas arracadas, que ande en ancha y costosa silla? Pues, con todo esto, es un animal imprudente, y si no se le arrima mucha ciencia y mucha erudición es una fiera que no sabe enfrenar sus deseos. SÉNECA: _De la constancia del sabio_. POR entonces, y sabiendo que existÃa gran odio entre Castelo y Chico, le pregunté varias veces a Luna qué es lo que habÃa podido ocurrir entre los dos. Luna me explicó la razón del odio, haciendo comentarios a los hechos, con su manera de hablar bonachona y su filosofÃa tranquila y un poco cÃnica. Por lo que me contó, Chico y Castelo habÃan tenido durante la infancia y la juventud gran amistad. Fueron juntos a la escuela en el pueblo de la Mancha, donde vivieron, y casi se consideraban como hermanos. Después, los azares de la polÃtica les llevaron a los dos a servir en el mismo regimiento de CaballerÃa, al uno de capitán y al otro de teniente. La intimidad más estrecha habÃa reinado entonces entre ellos. Los dos, en tiempo de la segunda época constitucional, se abrazaron al liberalismo y soñaron con ser héroes populares. Impurificados, luego aceptados en el Ejército, estaban de reemplazo en 1833. ¡Quién les habÃa de decir en su juventud que, andando el tiempo, el uno iba a acabar en un miserable tahur, y el otro, en un jefe de policÃa odiado y despreciado por la plebe! --Es cosa triste--dijo don Eugenio--, cuando se piensa en los asesinos y en los grandes canallas, despreciados y odiados por todo el mundo, el considerar que sus madres creyeron que, con el tiempo, sus hijos serÃan los mejores, los más buenos, y darÃan ejemplos de honradez y de virtud. Afortunadamente, no se puede predecir lo que será la vida. Si no, ¡qué terror serÃa el de la madre, cuando acaricia a su niño pequeño, verlo después en su imaginación robando, o asesinando, o subiendo al patÃbulo! El odio entre Chico y Castelo vino de una rivalidad amorosa. Los dos conocieron al mismo tiempo a Paca Dávalos, la mujer del coronel Luján, que tuvo por entonces una tertulia de las más celebradas en Madrid. Paca era una mujer llena de encanto, esbelta, graciosa, con unos ojos claros muy expresivos. Chico y Castelo hicieron la corte a Paquita, porque se decÃa que la mujer del coronel no era una virtud intratable. Castelo llegó pronto al corazón de la Dávalos. Era éste jacarandoso, petulante, hablador, mentiroso; tenÃa una bonita voz y cantaba romanzas al piano. Pasaba por hombre de gran valor, que habÃa tenido aventuras extraordinarias; pero los que le conocÃan a fondo sabÃan que era muy cobarde. Chico, en cambio, seco, duro, violento, de pocas palabras, fué desdeñado y vió pronto el éxito de su rival. El hombre se enfureció por dentro y juró no olvidar lo ocurrido. Yo conocÃa bastante a Paca Dávalos. Antes de mi ingreso en la cárcel intrigaba con los amigos de MarÃa Cristina y Muñoz. Le habÃa visto varias veces en casa de Celia y en compañÃa de una italiana, Anita, que fué la amante de Castelo. Esta italiana, que querÃa hacerse pasar por una descendiente de sangre real y que tenÃa todos los vicios imaginables, habÃa hecho de Castelo, que ya era borracho y jugador, un perfecto crapuloso. Paca Dávalos y Anita eran amigas de Teresa Valcárcel, la mediadora en los amores de la Reina con Muñoz, y solÃan reunirse en casa de Domingo Ronchi con Nicolasito Franco, el amante de Teresa; el clérigo Marcos Aniano, paisano de Muñoz; el marqués de Herrera y el escribiente del Consulado, Miguel López de Acevedo. Por entonces, Paca era una rubia elegantÃsima, con un cuerpo de muchacha soltera y mucha gracia en la conversación. Paca Dávalos, que llegó a entrar en Palacio y a tener confianza con la Reina, intervino en el traslado desde Segovia a ParÃs del primer hijo de Cristina y de su amante, y fué a Francia en compañÃa del presbÃtero Caborreluz. Todos los que tomaron parte en aquellas intrigas amorosas de Palacio progresaron con rapidez. Ronchi llegó a marqués y a propietario; Teresa Valcárcel se hizo rica; el joven Franco ascendió de capitán a teniente coronel. El favor real bañó, como agua lustral, a los amigos de Muñoz; pero no llegó a Paca, que, inquieta y descontenta, quiso tomar la parte del león, con lo que se hizo antipática y acabó por cerrarse la entrada en Palacio. VIII HACIA EL ABISMO El abismo, llama al abismo. _Salmos_, de DAVID. LUNA me dió más tarde informes de la vida Ãntima de Paca. Paca Dávalos era de la aristocracia. Su padre, un hombre gastador, estúpido, de los que pierden las preocupaciones y el decoro de la clase a que pertenecen, y no adquieren nada en cambio, encontró su casa medio arruinada y la acabó de arruinar. Se jactaba de ser descendiente del marqués de Pescara, el vencedor de PavÃa, don Fernando de Ãvalos; pero éste, descendiente de un vencedor, no pasó nunca de ser un pobre derrotado. La madre de Paca fué una mujer perturbada y siempre enferma. Paca era a los diez y seis años una belleza extraordinaria: tenÃa unos ojos claros, melancólicos, que arrebataban, y un cuerpo provocativo, excitante. HabÃa en ella un contraste entre sus ojos dulces, humanos, unos ojos para inspirar madrigales como el de Gutierre de Cetina, y su cuerpo, de felino, ágil como el de una pantera. Muy coqueta, muy poco cuidada por sus padres, habÃa tenido novios desde los catorce años y le habÃa gustado uncir a todos los hombres a su carro. Entre los novios, un capitán, Luján, un tanto bruto, violentó a la muchacha; luego se casó con ella, y a los cinco o seis meses de matrimonio, Paca tuvo una niña. Marido y mujer anduvieron de guarnición en guarnición, hasta que se establecieron en Madrid. Luján era un hombre violento, avaro, de malhumor, de genio desigual, cominero y desagradable. A cada paso armaba un escándalo a su mujer; muchas veces, con razón, por las coqueterÃas de ella; otras, sin más motivo que su malhumor. La Paca aguantaba esta vida por su hija, por la que tenÃa un entusiasmo ciego. La niña, Estrella, prometÃa ser una gran belleza. Era, además de bonita, muy amable, muy dócil; tenÃa mucho gusto por la música y una voz angelical. Paca la adoraba, y su amor por la niña era el único freno, la única defensa de la honestidad de su vida. Pensando en ella se prometÃa a sà misma ser buena para no dejarla un estigma difÃcil de borrar; pero, a pesar de sus propósitos, no los cumplÃa siempre. Ante los hombres que la galanteaban se olvidaba de todo, y lo mismo le pasaba con las gasas, las sedas, los teatros y las diversiones. Paca hacÃa gastos excesivos y, para ocultarlos a su marido, engañaba, trampeaba, mentÃa, y, al último, generalmente se descubrÃan sus enredos. Luján, siempre malhumorado y caprichoso, en el momento en que su mujer parecÃa volver a una vida recogida y casera, pensó que Paca iba a dar un ejemplo deplorable a Estrella, que ya tenÃa doce años, y para sustraerla a esta influencia, sin decir nada a la madre, llevó a la niña a un colegio de monjas de Toledo. Paca, desesperada, averiguó dónde estaba la niña, y hasta preparó un rapto; pero una de las monjas del colegio, pariente del coronel Luján, impidió que la niña saliera de la casa. La Dávalos no pudo resistir esta separación; se desesperó, suplicó a su marido que trajera a su hija; él la dijo que no. Paca sintió desde entonces la impresión del que se hunde en el abismo. Pocos dÃas después abandonó a su marido y se fué a vivir con Castelo. Luján juró que se vengarÃa; pero no hizo nada. La Paca y Castelo pusieron casa y tuvieron una época de entusiasmo y de amor, en la cual creyeron regenerarse y volver a la vida ordenada y honesta; pero pronto se cansaron de ella. Castelo comenzó a jugar y a beber, y ella hizo lo mismo. Naturalmente, la casa iba de este modo de mal en peor, y concluyeron por cerrarla e irse a una de huéspedes. Cuando tenÃan un buen momento vivÃan bien; pero cuando llegaba la mala, los dos se echaban en cara su respectiva miseria. --¿Por qué te he seguido?--exclamaba ella. --Eso me pregunto yo--decÃa él--. ¿Para qué me has seguido? Para hundirme para siempre. La Paca se separó de Castelo, tuvo otros amantes y volvió a reconciliarse con él. En la segunda separación llegaron a pegarse. La Paca, entonces, recurrió a sus amistades cortesanas; pero al ver que la Reina y sus amigas la cerraban la puerta de Palacio, se indignó y comenzó a manifestarse republicana. Cuando bebÃa y se exaltaba decÃa que habÃa que ahorcar a la familia real y a toda la aristocracia. En uno de esos momentos de miseria, la Paca conoció a una corredora de alhajas y Celestina, a la que llamaban la Sorda y la Garduña. Esta mujer era dueña de un burdel de la calle de Barcelona y del garito de la calle de la Fresa. La Garduña vivÃa con un usurero, el Silverio. La Garduña era una mujer gruesa, empaquetada, vestida con colores chillones, de cara dura, abultada, y con unas bolsas moradas debajo de los ojos. Esta Garduña era muy inteligente en sus negocios y se iba enriqueciendo con gran rapidez. El Silverio, su amante, un tipo raÃdo y siniestro, con una nube en un ojo y un aire de suspicacia, era un hombre muy religioso, de varios oficios y ninguno honrado: cantinero, prestamista, ropavejero y dueño de garitos. La Garduña se entendÃa muy bien con él. La Garduña acabó por prostituÃr a la Dávalos; explotaba su pasión desenfrenada por el juego, y le hacÃa pagar las deudas llevándola a las casas de citas. Castelo seguÃa también su marcha hacia el abismo; todavÃa podÃa pasar por joven, aunque mirándole de cerca se notaban los ultrajes del tiempo en su rostro; su pelo rubio iba blanqueando con hebras de plata, y su labio colgante parecÃa hacerse más flácido. TenÃa, entre otras, la condición de la intriga, y sabÃa disimular su crápula y darle un aire sentimental. Este chulo sensible era muy hábil. Sin haber estado en ninguna batalla, lucÃa una buena hoja de servicios. Era cobarde, y daba la impresión de valiente, fanfarrón, insultador, procaz y de una audacia extraordinaria. Su fantasÃa le hacÃa darse aires de héroe, y convencÃa a la gente de que los sueños de su imaginación eran algo real. Castelo tenÃa una vanidad alucinada: la hija sin padre de los desvanes del mundo, que dice Gracián, dominaba por completo su espÃritu; criticaba con acritud a todos los polÃticos y, sobre todo, a los generales, que le parecÃan de una ineptitud tan completa, que afirmaba que el uno no sabÃa leer, que el otro era incapaz de hacer maniobrar a cincuenta hombres, etc. Se manifestaba también, a consecuencia de su vanidad y de su cobardÃa, muy rencoroso. Castelo y Paca Dávalos, después de muchas riñas y separaciones, llegaron a un acuerdo y se asociaron con la Garduña para establecer varias timbas en Madrid. Uno de los socios era doña Anita, la italiana, que habÃa sido querida de Castelo y que acabó casándose con un francés y poniendo una tienda de antigüedades. El negocio de las timbas era tan lucrativo, que, a base de la que existÃa en la calle de la Fresa, se instalaron otras casas de juego en distintos sitios de Madrid. A la Paca y a Castelo los tenÃan los socios como elemento decorativo. La Paca Dávalos, a pesar de ser empresaria, era una jugadora empedernida. Las emociones del juego borraban sus recuerdos. Cuando estaba triste y pensaba en su hija, la idea le producÃa tal dolor, que se emborrachaba hasta quedar como muerta. IX CHICO Y CASTELO Se cree, en general, a los hombres más peligrosos de lo que son. GOETHE: _Las afinidades electivas_. PASARON años y más años--dijo Aviraneta--. Yo me habÃa resignado a no llegar a nada, y me contentaba con ser un espectador y un comentador de los sucesos polÃticos. Casi todos los meses, MarÃa Cristina me llamaba a su palacio y me consultaba sobre sus asuntos particulares. La Reina estuvo siempre muy celosa de Muñoz, y más que las cuestiones polÃticas le preocupaban las aventuras de su marido. La italiana querÃa sujetar al antiguo guardia de Corps, a quien habÃa elevado al tálamo real, y muchas de sus actitudes, que parecÃan maniobras obscuras, no dependÃan mas que de los celos. La misma marcha a Francia, cuando dejó a España entregada al general Espartero, no fué a causa de un despecho polÃtico, sino de los celos que sentÃa al saber que su marido frecuentaba la casa de una bailarina. La Reina llegó a las más absurdas precauciones, y, para que su marido no saliera, le preparó en la plaza de Palacio una azotea con persianas verdes para que paseara sin que le vieran. La gente llamaba en chunga a la azotea: la jaula de Muñoz. Muñoz era hombre guapo, tenÃa ocho o diez años menos que Cristina, y ella sentÃa por él esa pasión un poco exclusiva de las mujeres ardientes y machuchas. Ya en 1834, antes de entrar yo en la cárcel, un periódico titulado _La Crónica_ dió esta noticia: «Ayer se presentó Su Majestad la Reina Gobernadora en un _char avant_, cuyos caballos dirigÃa uno de sus criados. En el asiento del respaldo iba el capitán de guardias duque de Alagón». La Reina se indignó de tal manera, al ver que le llamaban criado a Muñoz, que no paró hasta que MartÃnez de la Rosa y el jefe de policÃa, Latre, suprimieron el periódico y desterraron a su editor, Jiménez, y al director, Iznardi. Los celos le duraron a la Reina Cristina hasta la vejez, y más tarde le entró el ansia de hacerse con una fortuna de cualquier manera y por cualquier medio. Entonces fué cuando se alió con Salamanca; y comenzó sus combinaciones financieras y sus negocios, y acabó de desacreditarse. Yo habÃa intimado con la Reina Madre en ParÃs, cuando vivÃa en su palacio de la calle de Courcelles, y le habÃa intentado convencer de que un Gobierno fuerte y liberal era la salvación de España. En Madrid, MarÃa Cristina me llamaba al palacio de la calle de las Rejas, me preguntaba mi opinión acerca de las cuestiones polÃticas, y querÃa que yo le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio. MarÃa Cristina habÃa perdido influencia en su hija Isabel, que, como se sabe, vivió entregada a una serie de favoritos, serie que comenzó por Serrano, el General Bonito. MarÃa Cristina no tenÃa ninguna simpatÃa por su yerno, y le despreciaba por su debilidad y por dejarse embaucar por la monja milagrera. MarÃa Cristina sabÃa que yo vivÃa pobremente, y me decÃa: --Aviraneta, han sido muy ingratos para ti. Si necesitas dinero, vete a verle a Pepe Salamanca, de mi parte. Yo le escribiré. --Señora--le contestaba yo--, tengo lo bastante para vivir. MarÃa Cristina me envió de regalo cuadros y estatuas, y alhajas para mi mujer. A pesar de esto, yo no la querÃa. Aquella ansia de hacer dinero a todo trance, de considerar a España como una finca, me molestaba. Esto debÃa haberlo aprendido de su amigo Luis Felipe. Nunca pasé de ahÃ, de tener amistad con la Reina Madre; pero como todo se sabe en Madrid, y se sabÃa que yo frecuentaba su palacio, se creyó que era uno de sus consejeros polÃticos, lo que no era cierto. Si hubiese querido hubiese podido aprovechar esta amistad, pero ya era viejo y estaba desengañado. Además, la Reina Madre y González Bravo, y después Sartorius, pretendÃan mermar, y hasta abolir, la Constitución, cosa que para mà no podÃa ser simpática, porque era la negación de toda mi vida polÃtica. A los sesenta años ya uno no se vende, o se ha vendido ya, o ha tomado la honradez por costumbre. No me quedaba, como he dicho, mas que la curiosidad de enterarme y de saber lo que pasaba. Cuando el general Lersundi fué presidente y Egaña ministro de la Gobernación, estuvo éste en mi casa a decirme que de parte de la Reina, del general y de la suya, venÃa a verme para que pidiese un cargo. --Yo ya no quiero ser nada--le dije. Durante estos años intermedios entre la guerra civil y la revolución del 54 oà hablar mucho de Chico en todas partes, sobre todo cuando comenzaron las prisiones y las deportaciones; pero no le llegué a encontrar ni una vez. Chico se hizo célebre como jefe de policÃa de Madrid. Era un hombre muy odiado por el pueblo. Todo el mundo contaba horrores de él, y se le consideraba como un esbirro capaz de los mayores atropellos y violencias. Yo no recordaba bien a Chico; me lo pintaban como un tagarote de taberna, ordinario y bestial, y yo tenÃa de él la idea de un tipo casi elegante, fino, con unos ojos muy vivos e inteligentes, la nariz un poco aplastada, los labios delgados, el color pálido y el cuerpo esbelto. Chico, al menos en el tiempo que yo le conocÃ, leÃa bastante, le gustaba mucho la pintura y hablaba con gracia, con un acento un poco andaluzado. Cosa extraña. La casualidad y la mala voluntad de un ministro hizo que yo apareciera unido a Chico en un asunto en que no tenÃamos nada de común. En 1847 me prendieron a mà y le prendieron a Chico, y nos deportaron, a mà a Alicante y a él a AlmerÃa. Cualquiera hubiera dicho que habÃa relación entre nosotros dos; pero no habÃa ninguna. Yo habÃa recibido carta de un amigo y secretario de MarÃa Cristina, desde ParÃs, pidiéndome noticias de Madrid, y yo le contesté burlándome de los puritanos que entonces ocupaban el Poder, y la carta la interceptó el Gobierno. Respecto a Chico, tenÃa, en abril de 1847, una letra de veinticinco mil francos del duque de Riansares, aceptada por el ministro de la Gobernación, Benavides, para cobrar. Por entonces hubo una algarada de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la Libertad y a la Reina, al paso de Isabel II, en coche, por la Puerta del Sol, la calle Mayor y la plaza de Oriente. El ministro pensó: «Vamos a prender a Chico y a Aviraneta; a Aviraneta le castigamos por sus correspondencias, y a Chico no le pago la letra hasta que tenga dinero, y, de paso, se da la impresión a la gente de que ha habido un complot». ¿Qué complot iba a haber para vitorear a la Reina? Era ridÃculo; pero la gente lo cree todo. Naturalmente, nos levantaron el destierro en seguida, pero la idea de que habÃa algo de común entre Chico y yo quedó flotando en el aire. También oà hablar, repetidas veces, de Mauricio Castelo, cuyo nombre aparecÃa entre los progresistas radicales con la aureola de un polÃtico austero. ¡Qué se va a hacer! Este será siempre uno de los escollos de la democracia: el que el pueblo no se pueda enterar bien de las condiciones de sus servidores. A una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre. El año 1851 fué nombrado jefe polÃtico de Madrid mi amigo el general Lersundi. Yo visitaba mucho su casa, adonde iba de tertulia un dÃa a la semana. Fuà a felicitarle por su nombramiento, hablamos y me preguntó: --¿Conoce usted personalmente a Chico, el jefe de policÃa? --Le conozco desde que era capitán de CaballerÃa retirado; pero hace más de veinte años que no le he visto. --¿Qué opinión tiene usted de él? --Opinión personal, ninguna. Estuvo afiliado a la sociedad Isabelina que yo fundé. Era, por entonces, un hombre enérgico y atrevido. --¿Y desde esa época no le ha vuelto usted a ver? --Nunca. Siempre estoy oyendo hablar de él y no me lo he encontrado jamás. Yo hago una vida especial. No salgo de noche, no voy al teatro. --¿Sabe usted que le vamos a prender a Chico? --Pues, ¿por qué? --Tiene una fama pésima. Se afirma que está en relación con los ladrones y que lleva su parte en lo que se roba en Madrid. Se sabe que ha cometido mil atropellos. --Respecto a los atropellos--dije yo--, no cabe duda que deben ser verdad; pero tanta culpa como él la tienen los jefes del Gobierno, que le han dado órdenes o que le han consentido; respecto a que esté en connivencia con los ladrones, no lo creo. --Pues parece que es cierto. Es indudable que Chico tiene palacios, criados, una galerÃa de cuadros magnÃfica; que sostiene mujeres... --¿Y hay pruebas contra él? --SÃ, hay pruebas. --Me parece extraño que un hombre listo haya dejado un rastro comprobable de sus fechorÃas. --Pues no cabe duda. En este momento se está haciendo un expediente documentado contra Chico. --¿Y quién lo hace? --Una persona respetable: el coronel Castelo. --¿Don Mauricio Castelo? --El mismo. ¿Le conoce usted? --SÃ. No dije más. SolÃa encontrar de cuando en cuando en la plaza del Progreso, tomando el sol, al inspector Luna, que paseaba con su nietecillo. Luna estaba retirado y vivÃa en una casa de la calle de Barrio Nuevo. Un dÃa, al encontrarle, le conté lo que me habÃa dicho el general Lersundi. --Ya lo sé--me contestó él. --Sin duda, Castelo hace este expediente llevado por el odio contra Chico, que le descubrió la artimaña del supuesto robo hecho a MacÃas. --No, no sólo es por eso--replicó Luna--. Chico hizo una canallada a Castelo. --¿Pues? --No sé si le conté a usted que Chico guardó la confesión de Castelo. --Sà me lo contó usted. --Chico--siguió diciendo Luna--guardó aquel documento con la idea de utilizarlo, en cualquier ocasión, contra Castelo. Dos o tres años después del supuesto robo, y en el tiempo en que acababa de ser nombrado Chico jefe de la policÃa, se encontró en un baile de máscaras del Circo con Paca Dávalos. Ella estaba todavÃa en el apogeo de su belleza. Paca quiso darle broma y divertirse a costa del terrible jefe de policÃa, de quien sabÃa algunos secretos amorosos por Castelo. Chico la conoció, la llevó al ambigú y la convidó a cenar. Ella aceptó el convite y coqueteó con Chico; pero al salir del baile le dijo que no tomara en serio sus coqueterÃas, porque estaba enamorada de otro hombre. Chico, enfurecido, le replicó que si no le acompañaba a su casa aquella noche, al dÃa siguiente le llevarÃa a Castelo a la cárcel y le desacreditarÃa, porque tenÃa un documento que le comprometÃa. --¿Y ella qué hizo? --Ella fué a su casa. --¡Demonio! --SÃ, y Castelo lo supo, porque esas cosas se saben siempre. Al principio, Castelo no hizo nada en contra de Chico. HabÃa reñido muchas veces con la Paca, que hacÃa una vida relajada, y, ciertamente, no estaban legitimados los celos. Además, la posición de Chico como jefe de policÃa era muy fuerte, y no era fácil el medirse con él. Cuando la reputación de Chico comenzó no sólo a decaer, sino a hacerse siniestra, Castelo, como si en un momento sintiera revivir los agravios inferidos por su antiguo camarada, se puso a la cabeza de los enemigos del jefe de la Ronda. --Se comprende que una cosa asà no es para olvidarla, y menos pensando que el autor de la ofensa es un amigo de la infancia--le dije yo. --Castelo siente hoy un odio profundo contra Chico. El recuerdo de la antigua amistad que tuvo con él hace su rencor más violento y más venenoso. --Me explico que un hombre frenético, como Castelo, haya hecho muy mala sangre pensando en Chico. --El odio de Castelo se lo ha comunicado a la Dávalos, y los dos han empleado todos los medios para hundir a Chico; han seducido a los agentes de la Ronda Secreta y a una porción de ladrones que conocen por intermedio de los «ganchos» de las casas de juego de la Garduña y del Silverio, y toda esa gente maleante ha declarado contra Chico, contando parte de verdad y parte de mentira. El partido progresista le ayuda a Castelo en su campaña. --¿Y será verdad que Chico se entendÃa con los ladrones? --¡Hombre, don Eugenio!--dijo Luna con una sonrisa cÃnica--. Todos los policÃas se entienden más o menos con los ladrones; pero no son los robos los que pueden dar más dinero a un hombre que tenga el cargo de Chico. ¡Figúrese usted! Hay lÃos en la Corte, hay grandes negocios, hay jugadas de Bolsa, hay Salamanca; se puede salvar a un polÃtico de una campaña de difamación; se puede salvar la fama de una señora comprometida, hacer desaparecer favoritos, como un Mirall o un Pollo Real. Todo eso da. --¿Y usted qué va a hacer si le llaman, amigo Luna? --¿A mÃ? ¿Quién me va a llamar? Nadie me conoce. Soy una sombra, vivo en mi rincón obscuramente, con mi hija y mis nietos, y no tengo personalidad mas que para ellos. --¿Y si le llamaran, a pesar de eso? --No dirÃa nada ni en pro ni en contra, don Eugenio. --¿Nada? --Nada. Cualquiera se pone a defender a Chico a estas alturas. Le dejé al inspector Luna con su nietecillo, y le hablé unos dÃas después al general Lersundi y le conté lo que sabÃa de Castelo y de su hostilidad contra Chico. --El proceso se ha de ver pronto--me dijo el general--. Allà se aclarará la cuestión. DÃas después, Lersundi fué nombrado ministro de la Guerra, y le sustituyó en el Gobierno Civil don Melchor Ordóñez. Este dispuso la prisión de Chico, que estuvo nueve meses en el Saladero, hasta que vino el sobreseimiento de la causa por falta de pruebas. Castelo declaró varias veces en el proceso, y dijo a todos los que quisieron oÃrle que no pararÃa hasta verle a Chico colgando de la horca. A las acusaciones de Castelo contestó Chico con una información detallada de la vida de su enemigo. Lo pintó como un intrigante, como soldado traidor y jugador de ventaja, que explotaba alternativamente los garitos y las mujeres. La lucha entre los dos fué ruda y sin tregua. Ambos echaron mano de todos los expedientes imaginables. Chico tenÃa la opinión adversa y se agitaba en el vacÃo; los resortes de que podÃa echar mano estaban gastados; en cambio, Castelo encontraba apoyo en todo el mundo polÃtico y periodÃstico. --Por entonces--siguió diciendo Aviraneta--, alguna que otra vez solÃa ver en la calle a Castelo, que ascendió, por sus intrigas y manejos obscuros, a brigadier. Castelo andaba acompañado de un hombre de buen aspecto que me dijeron era un viejo asistente suyo. Castelo y yo nos saludábamos al vernos, y yo le tenÃa por un hombre que estaba en buenas relaciones conmigo. SEGUNDA PARTE CONSECUENCIAS I LA REVOLUCIÓN DEL 54 ¿Cuál de vuestros sistemas filosóficos es otra cosa que el teorema de un sueño, un puro cociente, confidencialmente obtenido donde el divisor y el dividendo son desconocidos? CARLYLE: _Sartor Resartus_. EN tal estado de cosas llegó la revolución de julio de 1854. Yo, la verdad, y confieso que era un error de perspectiva, no creÃa en ella. Es un achaque de los viejos desconfiar del presente. ¿A quién no le ocurre esto? A mà me pasó como a todo el mundo. Cuando en junio de aquel año mi amigo LeguÃa, aquà presente, me indicó que iba a estallar un movimiento revolucionario, yo le dije: «¡Bah! No pasará nada». El movimiento llegó, los generales se sublevaron en Vicálvaro, y los dÃas que la revolución anduvo suelta por las calles, yo me dediqué a curiosear. Presencié el saqueo del palacio de MarÃa Cristina y el de la casa de Salamanca a los gritos de «¡Muera Sartorius! ¡Mueran los polacos! ¡Muera la Piojosa!» Yo tenÃa más miedo en casa que en la calle. HabÃa gente que sabÃa que yo era amigo de MarÃa Cristina y, por tanto, sospechoso para el pueblo, que en aquella época tenÃa un odio profundo por esta reina, a quien hacÃa veinte años consideraba como un Ãdolo. Yo vivÃa en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Comadre, ya al comenzar los Barrios Bajos. El dÃa 22 de julio supe, por la lavandera de casa, que los amigos del célebre torero Pucheta, dictador de aquellos andurriales, habÃan señalado mi casa y mi persona a las iras del pópulo como cristino. Indagué y pude comprobar que, efectivamente, me encontraba en la lista de sospechosos. Los Barrios Bajos formaban entonces una pequeña república autónoma bajo las órdenes del señor Muñoz (alias Pucheta). Asà tenÃamos un Muñoz arriba (el marido de Cristina), y otro Muñoz abajo (Pucheta). La revolución del 54 era un conflicto entre dos Muñoces. Tuve que tomar mis medidas y pensé en buscar un asilo seguro. Mi mujer se refugió en casa de un médico joven de la vecindad que nos visitaba. Este médico vivÃa con su madre, y por entonces hacÃa oposiciones a una cátedra de San Carlos. Entre mi mujer y yo sacamos de noche de nuestra habitación los papeles, los cuadros regalados por MarÃa Cristina y algunos muebles, y los llevamos a la casa del médico; luego cerramos la puerta con llave. Yo fuà a visitar a algunos amigos y conocidos para ver si me daban albergue por unos dÃas, y obtuve una absoluta negativa. En los momentos de peligro la mayorÃa se siente inclinada a pensar sólo en sus intereses y a no preocuparse de los amigos ni de los allegados. HabÃa por aquellos dÃas un miedo terrible, y los que me conocÃan a mà creÃan que yo no era sólo un cristino, sino que debÃa estar complicado en todas las intrigas de los polacos. Se decÃa que MarÃa Cristina estaba encerrada en un convento. Al fin tuve que ir a casa de la lavandera que me habÃa avisado que estaba perseguido, y allà encontré un rincón seguro para pasar unos dÃas. La señora Isidra, la lavandera, vivÃa en una guardilla de la calle de la Espada, y su hijo era un cabecilla revolucionario de los Barrios Bajos: Manolo, el papelista. La señora Isidra tenÃa muy poco sitio y muchos nietos, y en su casa se estaba con gran incomodidad. Manolo, el papelista, me contó cómo habÃan peleado él y sus amigos en la Cuesta de Santo Domingo con los cazadores, y luego en la calle de Jacometrezo. Manolo estaba muy satisfecho por haber tomado parte en estas jornadas. Me solÃa traer papeles que se publicaban en la calle y números de _El Murciélago_, de _La Mentira_ y de _El Miliciano_. SeguÃa yo la marcha de la revolución por los periódicos y por las conversaciones. A pesar de que el movimiento parecÃa completamente liberal, no lo era del todo. HabÃa entre los impulsores de aquellas jornadas revolucionarias progresistas, demócratas, republicanos, militares de la Unión Liberal, moderados y hasta carlistas. Este origen mixto hacÃa que el movimiento tuviera un carácter turbio y su dirección fuera confusa y mal definida. Cuando creà que la violencia revolucionaria habÃa ya pasado salà de la guardilla de la lavandera para visitar a algunos amigos que estaban, como yo, considerados como sospechosos, para ver qué es lo que habÃan hecho y tomar una orientación. SabÃa que se cacheaba y se identificaba a la gente en la calle. Me acerqué al centro entre la gente huyendo de los barullos: fuà por la Concepción Jerónima, calle de Atocha y plaza de Santa Ana a la calle del Prado, a ver al dueño de una casa de la calle del Lobo, donde habÃa vivido. En la desembocadura de esta calle con la del Prado habÃa una barricada defendida por toreros, casi todos de la cuadrilla de Cúchares. Intenté entrar por la calle de la Visitación, pero estaba también cortada. Volvà a la plaza de Santa Ana y seguà por la calle del PrÃncipe. Iba por la calle de Sevilla a la de Alcalá cuando me encontré detenido en la esquina por una barricada alta formada por carros, muebles, tablones y adoquines. Estaba la barricada vigilada por un grupo de paisanos armados, entre los que abundaban tipos de torero con traje corto y calañés y mozos de café de los cafés próximos. El volverme de repente hubiera parecido sospechoso; me reunà al grupo de los paisanos, repartà unos cuantos cigarros puros, y a un hombre andrajoso, con un morrión en la cabeza greñuda, que estaba sentado sobre unas piedras con un gran trabuco, le pregunté: --Oiga usted, compadre, ¿quién manda esta barricada? --Un brigadier que vive en esa casa--y me señaló una de la calle de Sevilla, esquina a la de Alcalá. --¿Cómo se llama ese brigadier? --No sé. ¡Eh, tú, Charpa! ¿Cómo se llama ese brigadier que viene aquà vestido de uniforme? --No _ze_--dijo el aludido, que tenÃa aire de picador--; quizá lo _zepa_ Currito o el Lebrijano. --Ese brigadier se llama don Mauricio Castelo--dijo Currito, que era un chulo con aire de monosabio. --¡Hombre! ¡Castelo! Lo conozco. Es muy amigo mÃo. Voy a verle. II MAL PASO ¿Por qué ultraje comenzar; por qué ultraje terminar? EURÃPIDES: _Electra_. VACILÉ; pero como habÃa dicho delante de aquellos hombres que conocÃa a Castelo, entré en la casa que me indicaron. Se me ocurrió que quizá Castelo podrÃa protegerme y darme un salvoconducto para salir de Madrid. Subà la escalera de la casa hasta el piso principal. --¿Vive aquà don Mauricio Castelo? --SÃ, señor. Por lo menos, aquà está. Era aquello un cÃrculo de recreo, una casa de juego. Estaba la puerta abierta y entraban y salÃan hombres que hablaban a gritos y fumaban grandes puros. Vacilé de nuevo pensando si no serÃa una imprudencia el seguir adelante; pero me decidÃ. Avancé, cruzando una sala con dos mesas de billar y otras de mármol, hasta una sala de lectura con un armario, en el que se veÃan varios libros. Castelo estaba rodeado de un grupo de hombres armados con escopetas y trabucos, gente la mayorÃa desharrapada, con zamarra y calañés, entreverada con algunos elegantes de levita de color, corbatÃn y pantalones de trabilla. Varios de aquellos hombres, a pesar del calor sofocante de los dÃas de julio, llevaban capa. La mayorÃa eran tipos de matones, de esos que se ven en las escaleras de las chirlatas embozados en la pañosa y con un garrote en la mano. Estaba yo en la puerta del salón de lectura cuando entró el torero Pucheta con un periodista, pequeño y pálido, picado de viruelas y con anteojos, y un revendedor del Teatro Real a quien llamaban el Mosca. Los tres se acercaron a Castelo y hablaron con él largo tiempo. Pucheta empleaba las grandes frases de la época: la democracia, la soberanÃa nacional; el periodista se mostraba acre y lleno de odio contra todos. Cuando acabaron su conferencia, toda la gente se marchó con Pucheta. Castelo quedó solo, y entonces me acerqué a él y le saludé: --Siéntese usted--me dijo amablemente--. Yo voy a comer. ¿Quiere usted comer conmigo? --Muchas gracias. He comido ya. Castelo abrió una mampara del saloncito, llamó a voces, vino su asistente y le dijo: --Tráeme la comida. Contemplé a Castelo. HabÃa envejecido muchÃsimo desde que yo le habÃa conocido. TenÃa un aire de intranquilidad y al mismo tiempo de estupor. Estaba encorvado. VestÃa pantalones de militar, chaqueta de paisano y gorra de cuartel. Fumaba sin ganas; más bien mascaba un cigarro puro. Me chocó hallarle tan decaÃdo. Creà adivinar en él un sentimiento de descontento al verse entre Pucheta y su mesnada y le pregunté: --¿Quién era esta gente? ¿Qué es lo que quiere? --Estos son los jefes de la revolución al menudeo--contestó con disgusto--. Alguno que otro es un cándido. Los demás son gandules y asesinos que debÃan estar en presidio. --SÃ, por su aspecto no parecen muy de fiar. --Todos, o la mayorÃa de estos revolucionarios de pega, son tahures, jugadores de oficio; los otros, revendedores de alhajas, y algunos, toreros. --¿Y el periodista? --Ese es el mayor canalla de todos. ¡Si yo tuviera poder! --Ese torero que toma aires de director de las turbas es el célebre Pucheta, ¿verdad? --SÃ; es un tiranuelo de los Barrios Bajos. --Y ¿cómo se ha mezclado usted con esa gente, amigo Castelo? Yo le hice esta pregunta como si le considerara más en mi campo que en el de los amigos de Pucheta. --¿Qué quiere usted?--me dijo él revelando su inquietud--; me han comprometido; me han nombrado jefe de esta barricada, lo que consideran un puesto de honor y de peligro. Hoy han venido a invitarme a que presida una gran comida que van a dar en un colmado de esta calle para celebrar el triunfo de la Revolución. --¿Y usted va a ir? --SÃ; si no parecerÃa sospechoso. La cosa no está sosegada todavÃa, sino sólo aplazada. --¿Pues qué se quiere? --Cada uno quiere una cosa diferente: unos, a Espartero; otros, a O'Donnell; hay quien piensa en la República. --¡Bah! TodavÃa falta mucho para eso. --Todos quieren prender y juzgar a MarÃa Cristina. --¿Y dónde está MarÃa Cristina? --Está en Palacio. Castelo salió del cuarto, y vino, poco después, con una botella de ron y un vaso; tiró el cigarro al suelo, lo pisó y comenzó a beber el licor como si fuera agua. Yo le contemplé. DebÃa de estar completamente alcoholizado; parecÃa de esos hombres que viven en una irritación constante interrumpida por momentos de depresión. Entró el viejo asistente con la comida y puso sobre una mesa el mantel y los platos. --¿Dónde está la señorita? ¿Por qué no viene?--le preguntó Castelo. --¿Quiere usted que la llame? --SÃ; que venga en seguida, que la estoy esperando. Yo estaba buscando una fórmula para marcharme cuando entró Paca Dávalos en el saloncito vestida con una bata de color de rosa. De lejos todavÃa hacÃa efecto; pero de cerca era una vieja decrépita. Estaba torcida para un lado, iba pintada y empolvada. TenÃa los ojos tiernos y los párpados rojos y sin pestañas; en su cara, a través de la capa de polvos de arroz, se veÃan manchas rojas como erisipelatosas. A cada momento guiñaba los ojos y tenÃa unos tics nerviosos que le hacÃan estremecer todo el rostro. Al hablar torcÃa la boca a un lado. Era todavÃa felina; sus ojos soñadores habÃan perdido su brillo y su encanto, pero le quedaba algo del tigre viejo y derrengado que bosteza dentro de la jaula. Me levanté para saludarla. Ella no me reconoció. Se sentó; tomó en la mano el vaso lleno de ron que tenÃa Castelo delante y bebió unos cuantos sorbos. Le temblaba la mano como a un perlático. De pronto me miró fijamente y me dijo: --Yo le conozco a usted. --Yo también a usted. --¿De dónde? --De casa de Celia. --¡Ah! Es verdad. Hablamos de la gente que iba a aquella casa; de Ronchi, de Nicolasito Franco, de Fidalgo y de sus hermanas, del padre Mansilla. La Dávalos se confundÃa con sus recuerdos; habÃa perdido la memoria. TenÃa, de pronto, unas gesticulaciones bruscas. Aquella contracción de la cara de la Dávalos hacia un lado, me chocaba. Daba la impresión de algo grave y, a veces, tenÃa yo la evidencia de que aquella mujer era una perturbada, una loca. --¿Usted es todavÃa amigo de Cristina?--me preguntó tartamudeando. --SÃ. --Pues lo va usted a pasar mal. --¡Qué le vamos a hacer! --¿Y cómo puede usted ser amigo suyo? --Yo, por agradecimiento. ¡Qué quiere usted! Le debo la vida. La Dávalos se exaltó al hablar de MarÃa Cristina, y empezó a decir de ella porquerÃas y suciedades, llamándola constantemente zorra, piojosa y la señora de Muñoz. La Paca usaba los juramentos y las blasfemias de los tahures y matones con quien trataba y convivÃa. --¿Le hizo a usted alguna mala pasada la Reina?--le pregunté yo. --¡Si me hizo! Ya lo creo. Fuà su amiga; pero hoy darÃa mi vida por devolverle el mal que me ha hecho y arrastrarla al fango donde debÃa estar. La odio, la odio. --¿Tanto...? --Quisiera verla en un estercolero, sobre una estera podrida y devorada por los gusanos. La Paca dejó pronto su aire reconcentrado y vengativo y recitó estos versos, que habÃan salido del campo carlista: Clamaban los liberales que Cristina no parÃa, y ha parido más Muñoces que liberales habÃa. --¡Muñoces!--exclamó luego la Paca--. Cualquiera sabe de quién son los hijos de esa zorrona..., cochina. Castelo intervino en la conversación y habló de lo que se decÃa en la calle: de que la Reina Madre habÃa tomado parte en todas las contratas y en todos los negocios sucios de España y de Ultramar para hacer la fortuna de los Muñoz. ¡Qué moralidad se habÃa despertado en un tahur como Castelo! --Pero eso es lo de menos--añadió; y contó ciertos asesinatos misteriosos que habÃa ordenado Cristina y hecho ejecutar por Chico y su gente, y de varios envenenamientos realizados por aquella nueva Lucrecia Borgia. Castelo citaba nombres, fechas, circunstancias. Lo daba todo esto como indiscutible. Yo me eché a temblar. Cuanto más odio hubiese por MarÃa Cristina, más peligrosa era mi situación. La verdad es que luego he oÃdo hablar en serio de envenenamientos hechos por gentes de Palacio, entre ellos el de la segunda mujer del infante don Francisco. --Pero, ¿usted cree que todo eso es verdad?--le pregunté a Castelo. ---¡Si es! Es el Evangelio. --¡Demonio! --SÃ, sÃ, es usted cristino--dijo Castelo--; lo va usted a pasar mal. Ahora va de veras; no debÃa usted salir a la calle, le pueden dar algún disgusto. --Por eso venÃa a verle a usted, que tiene influencia--le dije. --¿Qué quiere usted que yo haga? --Mi casa está cerca de la plaza del Progreso; y aquello es un ir y venir de gente que se han constituÃdo en amos, hacen lo que les da la gana y han formado una lista de sospechosos. --¿Dónde vive usted? --En la calle de San Pedro Mártir. --¿Hacia dónde está eso? --Hacia Lavapiés. --¡Toma, yo le creÃa a usted rico! De poco le ha servido su amistad con Cristina. --Tengo mi sueldo de intendente, y de él vivo. --Bueno, yo le diré a los patriotas de Barrios Bajos, y sobre todo a Pucheta, que no se metan con usted. Ahora, váyase usted, váyase cuanto antes. Aquà no hace usted mas que comprometerme. Castelo, a medida que iba ingiriendo alcohol, iba saliendo de su abatimiento sombrÃo y excitándose cada vez más. Me levanté, tomé mi sombrero y, haciendo de tripas corazón, saludé lo más amablemente que pude a Paca Dávalos y a Castelo. HabÃa dado un paso en falso. Al salir del cuarto de lectura a la sala de billar, Castelo gritó de pronto: --¡Oiga usted, oiga usted, señor cristino! Tengo entendido que en la tertulia del general Lersundi se ha hablado mal de mÃ. ¿Usted debe saber quién fué, porque usted iba a esa tertulia? --Yo, no; yo no he oÃdo hablar de usted. --¿Usted no le conoce a MacÃas? --A un MacÃas le conocà en Méjico; pero desde entonces no le he vuelto a ver. --Y a Luna, al inspector de policÃa Luna, ¿le conoce usted? --A ese le conocà porque fué el que me prendió hace veinte años y me llevó a la Cárcel de Corte; pero luego no he tenido noticias de él, ni sé si vive. --Pues sà vive, y yo lo he de encontrar para ajustar unas cuentas antiguas. ¿Y a Chico, no le conoce usted tampoco? --No, no le conozco. Cuando él comenzó a intervenir en la polÃtica, yo me habÃa retirado. --¡Si este buen señor debe ser más viejo que Matusalén!--dijo la Dávalos. --Pues yo me he de vengar--exclamó Castelo--; tengo que averiguar quién le dió malos informes de mà a Lersundi y después a Ordóñez. Algún amigo de Chico ha sido. Bueno; a Chico yo le tengo que ahorcar con estas manos, sÃ, con estas manos; y a Luna, si lo encuentro, lo moleré a garrotazos. --Bueno, Mauricio, cálmate--dijo Paca. --No me quiero calmar: SÃ, a Chico se le harán pagar sus crÃmenes, y será pronto..., muy pronto..., quizá antes de veinticuatro horas. A esto añadió Castelo gritos y blasfemias, accionando con violencia y dando puñetazos en la mesa. --Bueno. ¡Adiós!--dije yo. --¡Adiós! --Celebraré que no le rompan a usted un hueso--exclamó Paca Dávalos, con su risa dolorosa, de enferma. Castelo se echó a reÃr como un insensato, y debió tener algún propósito agresivo contra mÃ, porque intentó levantarse y seguirme; pero el asistente le detuvo. Yo bajé corriendo las escaleras y salà a la calle. III UNA NOCHE DE INSOMNIO La enemistad de una sola chinche menuda que se arrastre por nuestra cama es más de temer que la cólera de cien elefantes. HEINE: _Atta Troll_. TOMÉ por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, a mezclarme a los grupos de revoltosos y de vagos que andaban por allá. --Aviraneta--me dije a mà mismo--, has hecho una tonterÃa en visitar a Castelo. Has llamado la atención sobre ti. No tienes un rincón donde poner tus huesos en seguridad y estás en peligro de que te rompan uno, como decÃa Paca Dávalos hace un momento. Y me froté las manos, como si estuviera muy satisfecho con mi suerte. Aquella tarde, el centro de Madrid estaba en perpetua ebullición. No me decidà a ir a mi barrio, porque temÃa que me conocieran, y me fuà a un café de la calle Ancha. Me hice bastante amigo del mozo, le conté una historia falsa y me recomendó una casa de huéspedes de la calle de Silva. Fuà a ella: la patrona tenÃa mal semblante, y a las pocas palabras que cambié con ella comprendà que estaba recelosa y dispuesta a avisar a la policÃa. HacÃa una noche de calor sofocante. Me metà en el cuarto que me alquilaron y no pude dormir. HabÃa chinches en la alcoba. Una procesión de estos insectos salÃa de un ángulo del techo e iba avanzando, y cuando llegaban encima de mi cama se dejaban caer uno a uno con una precisión matemática. --Por la mañana, al alba, me levanté y me vestÃ. Mi instinto me hacÃa creer que no estaba muy seguro en aquella casa. Me asomé al balcón y me senté en una silla. A eso de las cuatro vi que mi patrona salÃa a la calle, y poco después volvÃa con un hombre. --Maniobra sospechosa--me dije. Abrà la puerta de mi cuarto y avancé por el pasillo de la casa, todavÃa obscuro. La patrona y el hombre hablaban de mÃ. HabÃan dejado la puerta abierta. Inmediatamente me puse el sombrero y bajé las escaleras con rapidez, con las botas en la mano. En el portal me las puse; salà a la calle, entré por el callejón del Perro y me metà en un portal abierto e iluminado de la calle de la Justa. Era un burdel. HabÃa una vieja harapienta, con un aire de lechuza, y dos muchachas feas, vestidas con colores chillones. Una de ellas tenÃa una cara ancha, brutal, una cara de rodaballo, con unos ojos saltones y la nariz chata. Las dos estaban muy pintadas. La vieja conoció, por mi actitud, que venÃa huyendo, y no se le ocurrió explotarme. Me senté en un banco y charlamos. La vieja me habló del Destino con un fatalismo tan estoico que me asombró. --Cada cual su sino--decÃa a cada paso. Convidé a las mujeres a tomar café con leche, y después de estar unas tres o cuatro horas allÃ, por la calle de la Flor salà a la de San Bernardo. Subà a la plazuela de Santo Domingo, y en un café que hacÃa esquina, cerca de una barricada, entré y encargué un almuerzo. --Tardará un poco--me dijo el mozo--; todavÃa es temprano, y con estos jaleos no viene nadie. --Bueno; no tengo prisa. Traiga usted unas aceitunas, y esperaré. Compré _La Iberia_ y unas hojas del _BoletÃn_ extraordinario del ejército constitucional, que se vendÃan en las calles, y estuve haciendo como que leÃa, pensando en dónde podrÃa ocultarme, o si serÃa mejor salir inmediatamente de Madrid. Llegó el almuerzo y comà bien, pensando que quizá la cena se harÃa esperar. --Tiene uno buen apetito--me dije--. Eso demuestra que interiormente todavÃa uno está sereno. Tomé café y varias copas de coñac y le di al mozo una buena propina, suponiendo que podrÃa necesitarle. IV EL FINAL DE CHICO Cuando se ha oÃdo decir que tal persona o tal otra es un hombre malo, se cree leer la maldad en su fisonomÃa, y entonces la ficción se añade a la experiencia para realizar una sensación cuando el interés y la pasión se mezclan. Helvetius cuenta que una dama, contemplando la luna con un telescopio, veÃa la sombra de dos amantes; un cura que quiso comprobar el hecho le replicó diciendo: No, señora, no; esas sombras son las dos torres de una catedral. KANT: _AntropologÃa_. ESTABA dispuesto a salir del café, porque no tenÃa pretexto para seguir en él, cuando los mozos se asomaron a la puerta y volvieron diciendo: --Hay gran alboroto en la calle Ancha. La gente viene hacia aquà gritando. --¿Qué pasará? El amo del café mandó cerrar inmediatamente la puerta y las ventanas. --¿Usted quiere salir ahora?--me preguntó a mÃ. --Esperaré a que pase el tumulto. --Tiene usted razón. Con estos alborotos constantes no se sale ganando nada. Con el cierre de la puerta y de las ventanas el café habÃa quedado casi a obscuras. --¿Quiere usted subir al billar?--me dijo el mozo que me habÃa servido--; desde allà puede usted ver muy bien lo que pasa. Subà por una escalera de caracol a la sala de billar y me asomé a un balconcillo del piso entresuelo. VenÃa de la calle Ancha una masa de gente harapienta, zarrapastrosa, formada principalmente por mujeres y chicos, que vociferaban y daban alternativamente vivas y mueras. Algunos hombres armados con fusiles, pistolas y garrotes se veÃan entre la multitud. Después vimos un tipo mal encarado, con bigote y patillas, vestido con andrajos, con una faja encarnada en la cintura y un sombrero catite en la cabeza, que llevaba, como un estandarte, un retrato grande en un palo. --¿Quién es?--nos preguntamos todos--. ¿De quién es esa imagen? Nadie lo sabÃa. Luego, como un paso de Semana Santa, sentado en un colchón y sostenido en unas parihuelas apareció en la plaza de Santo Domingo un hombre flaco, amarillo, ictérico, como una momia, ya viejo, con patillas grises. Iba medio desnudo, cubierto con una camisa blanca y un pañuelo en el cuello, un gorro de color en la cabeza y en la mano un abanico, con el que se abanicaba tranquilamente. Su expresión era fosca, amarga y casi burlona. A no ser por los dicterios que le dirigÃan las turbas, se le hubiera podido tomar, por su actitud tranquila y displicente, por un reyezuelo de una tribu que se paseaba en andas entre sus vasallos. --¿Quién es este hombre?--preguntamos varios. Los gritos, ya distintos, que se oyeron a poco, de «¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!», nos hicieron comprender que el hombre que llevaban en las parihuelas, como un paso de Semana Santa, era el célebre jefe de policÃa de Madrid. Al lado suyo iba una mujer, que dijeron era la de Chico, y detrás, el portero de su casa, a quien llevaban a empujones. Este era un ex policÃa apellidado Dendal y apodado el Cano, a quien se habÃa dirigido la gente para prender a Chico, y que habÃa intentado salvar al jefe. Se le consideraba como uno de los sabuesos y de los confidentes de Chico. --¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca!--volvió a vociferar la multitud. --¿Adónde lo llevan?--preguntó un mozo del café a uno de la calle. --A la plaza de la Cebada, a quitarle la vida. --Lo tiene muy merecido. El amo del café hizo un gesto de molestia; pero no dijo nada. El pueblo, con ese sentimiento simplista de las multitudes, creÃa, sin duda, que bastaba con quitar de en medio a Chico para que todos los atropellos desaparecieran. DÃas antes habÃan matado las turbas a otro policÃa apodado el Pocito. Yo estaba inquieto; pero haciéndome el hombre tranquilo e indiferente, me senté en una silla en el balcón, encendà un cigarro y me puse a fumar. La comitiva esperó unos minutos en la plaza de Santo Domingo, sin saber qué dirección tomar, hasta que debió venir la orden de seguir por la Costanilla de los Ãngeles. Noté, con sorpresa, que los que capitaneaban a los amotinados eran casi todos los que se encontraban el dÃa anterior en compañÃa de Castelo. Estaban Pucheta, el Mosca y el periodista, pequeño y pálido, picado de viruelas y con anteojos. De su grupo partÃan más rabiosos los gritos de «¡Muera Chico!» Pero no sólo estaban ellos. Castelo y la Paca Dávalos se hallaban agazapados en la esquina de la calle de Tudescos contemplando el paso de la multitud. Yo los veÃa de cerca. Se habÃan disfrazado; él llevaba pantalón corto y calañés; ella, un mantón obscuro. ¡Qué expresión de ansiedad, de odio, de triunfo habÃa en sus miradas! ¡Qué momento de pasión estaban viviendo ambos! VeÃan correr en su imaginación la sangre del hombre que les habÃa ofendido e inundar el suelo y el aire y convertirse en una aurora boreal. Quizá creÃan también que esta venganza les habÃa de bastar para ser felices. Durante un momento creà que Chico veÃa a sus enemigos desde lo alto de las andas; pero si los vió apartó de ellos la vista con indiferencia y siguió abanicándose con su aire frÃo y desdeñoso. Daba Chico la impresión de un hombre que habÃa llegado a un tal desprecio por la vida, que la muerte se le presentaba como un accidente de poca importancia. --¡Canalla! ¡Granuja!--decÃa la gente. --Mira cómo mira--añadÃa una comadre. --Tiene cara de pocos amigos. --Cara de Judas. --Dios nos libre de un hombre asÃ. --¡Muera Chico! ¡A la horca! ¡A la horca! --Eres un valiente--dije yo en mi imaginación dirigiéndome a él--; podrás tener tú la culpa, y el pueblo la razón; pero mi simpatÃa va hacia el hombre templado que marcha al suplicio con la sonrisa en los labios más que a la turba aulladora y cobarde. Pasó la procesión y la multitud se derramó por la Costanilla de los Ãngeles y por la Cuesta de Santo Domingo. Castelo y la Paca Dávalos, agarrándose del brazo, se alejaron por la calle de Tudescos. ParecÃan dos viejos; él, raÃdo y encorvado; ella, torcida, con una manera de andar de paralÃtica. Les miraba alejarse y me parecÃan los supervivientes de un naufragio; más aún: me parecÃan los restos del barco que las olas echan sobre la playa. Casi encontraba mejor acabar la vida como Chico, llevado en unas parihuelas sobre el odio popular, que perderse asÃ, encorvados y renqueando, por la sombra de una callejuela. V ACOSADO Se sufre más cuando se sufre solo y se deja tras de sà los dichosos. SHAKESPEARE: _El Rey Lear_. CUANDO se despejó la plaza, bajé del billar al café y salà a la calle. Los alrededores habÃan quedado desiertos. La comitiva de Chico barrió los lugares adyacentes, llevando a todo el mundo tras ella. Se me ocurrió entrar en casa de Istúriz, que vivÃa allà cerca, en la Cuesta de Santo Domingo. Tardaron mucho en abrirme la puerta. El hombre estaba trastornado, temiendo que le asaltasen la casa. HabÃa presenciado en los dÃas anteriores la lucha de los sublevados y la tropa, en la misma calle, y aquel dÃa, el paso de Chico entre la multitud. Le expliqué la situación en que me encontraba, sin poder volver a casa, y a esta circunstancia le di un carácter cómico. --¿Y qué va usted a hacer?--me preguntó Istúriz. --Estoy dispuesto a sufrir la muerte con paciencia. Ya he vivido bastante. --Pero esto es un error. Esos hombres no tienen memoria. --¡Qué quiere usted! Todos los pueblos son desagradecidos. --Pero, ¿qué aspiran? ¿Qué desean? --Siempre hay algo más que aspirar y que desear. --Es la anarquÃa que se nos echa encima. Nosotros tenemos la culpa, Aviraneta--exclamó--. ¡Oh, si ahora empezara a vivir! --Yo no me arrepiento de nada--le dije--. Creo que he hecho lo que debÃa hacer. --No hay justicia, Aviraneta, no hay justicia--murmuró él. --Naturalmente. En la polÃtica no puede haber justicia. En la polÃtica, como en la vida, no hay mas que fuerza y éxito--repliqué yo con dureza--. Se manda y se hace lo que se quiere; no se manda, y ¡buenas noches! Saludé a Istúriz frÃamente. Y me marché a la calle pensando que el hombre no me habÃa ofrecido su casa para que descansara en ella un momento. Como tenÃa ya todos mis posibles recursos agotados fuà a la iglesia de San Ginés y me senté en un banco, dispuesto aunque fuera a pasarme allà el dÃa entero. Estuve al lado de un matrimonio joven con un niño, que hablaban y sonreÃan y no tenÃan más preocupación que la de ir por la tarde a casa de una pariente suya. Oà dos o tres misas y me quedé solo. ¡Cuán distinto hubiera sido mi destino si en vez de decidirme a defender con tesón las ideas liberales hubiera ingresado en la juventud entre los moderados o entre los absolutistas! --Ahora hubiera sido general, ministro o arzobispo de Toledo. Su Excelencia Aviraneta, monseñor Aviraneta, no hubiera estado mal. Pensaba mil cosas para entretenerme y pasar el rato. A las primeras horas de la tarde el sacristán se me acercó, mirándome con recelo, y me dijo que iba a cerrar la iglesia. TenÃa entonces yo la impresión que debe experimentar el animal acosado y perseguido. Ya no era el hombre joven que puede discurrir con precisión y seguridad y a quien se le ocurren ideas y proyectos rápidamente; tenÃa ya sesenta años y mi inteligencia funcionaba con más pesadez que en mis tiempos juveniles de conspirador. No encontraba en mà mismo mas que pobres recursos, y muchas veces el miedo me turbaba y me inspiraba soluciones desesperadas, como la de presentarme al Gobierno revolucionario para que hiciera de mà lo que quisiera. Salà de la iglesia a la plazoleta que hay en la parte de atrás de San Ginés, y estuve vacilando en tomar por la calle de Coloreros, o por la de Bordadores. --¡Pensar que el ir por una o por otra puede influÃr en mi destino!--me dije. Estaba asà vacilando cuando recordé que en la calle de Coloreros habÃa una taberna y tienda de comestibles de un asturiano conocido mÃo. --Voy a ir a allÃ. Al salir por la callejuela me encontré con un estudiante de Medicina que visitaba al médico vecino de mi casa. Este muchacho era ayudante de un doctor afamado. Nos saludamos. --¿Ha comido usted ya?--le pregunté. --No. --¿Quiere usted que comamos aquà en un figón de un asturiano que yo conozco? --Vamos. El asturiano me recibió bien y nos llevó al estudiante y a mà a un cuarto muy limpio y bien arreglado. Mientras comÃamos le conté al estudiante la situación en que me encontraba; le pregunté dónde vivÃa él, y me dijo que en una casa de huéspedes de la Carrera de San Francisco que tenÃa como pupilos algunos seminaristas que, por entonces, estaban de vacaciones. --Ahora mi patrona no tiene más huéspedes que yo. --Cree usted que me tomarÃa a mÃ?--le pregunté. --SÃ, hombre, ya lo creo. --Yo necesitarÃa pasar diez o doce dÃas escondido hasta que la efervescencia revolucionaria vaya decreciendo. --Pues yo le llevaré a usted a esa casa; pero ahora mismo, no, porque tengo que ir al Hospital General. --Bueno, entonces yo le esperaré a usted aquà mismo. Volvió el estudiante a eso de las siete. Me dijo que habÃan fusilado a Chico y al Cano en la plaza de la Cebada, delante de la Fuentecilla. Chico habÃa muerto con un valor extraordinario. Al parecer, en Madrid no se hablaba de otra cosa. Mucha gente protestaba de que Pucheta ordenara ejecuciones, como pudiera haberlo hecho Calomarde. --¿Qué quiere usted hacer ahora?--me preguntó el estudiante--. ¿Prefiere usted ir a mi casa por donde hay mucha gente, o quiere usted que salgamos por la Cuesta de la Vega y, dando la vuelta por la ronda, subamos por las Vistillas a la Carrera de San Francisco? --Me parece mejor ir por dentro del pueblo. Salir y entrar será peligroso. --Yo creo que es preferible marchar por donde haya mucha gente. En las calles solitarias es donde es más fácil que una ronda le detenga a uno. --Bueno; pues vamos por la Plaza Mayor. Salimos de la taberna y entramos en la plaza por la calle del Siete de Julio. HabÃa por todas partes grandes grupos de gente armada que iba y venÃa por en medio. Entonces no habÃa jardinillos, ni fuentes, como ahora. TemÃa yo que alguien me conociera, pero pude cruzar la plaza sin obstáculo. Vacilamos el estudiante y yo en tomar por la calle de Toledo o bajar por la escalerilla de piedra a la calle de Cuchilleros. DebÃamos haber tomado por la de Toledo, siguiendo siempre el principio que era mejor marchar entre la gente que por sitios extraviados; pero me pareció que hacia la calle de Cuchilleros no habÃa nadie y comenzamos a bajar por la escalera. Ibamos por la calle de Cuchilleros cuando tres paisanos nos dieron el alto: --¡Alto! --¿Qué pasa?--pregunté yo. --¿Quiénes son ustedes? --Yo soy un médico--dije--, y este joven es mi ayudante. --Bueno, vengan ustedes con nosotros. Nos hicieron subir de nuevo la escalera de piedra y nos llevaron a la taberna que habÃa en el ángulo de la plaza, que se llamaba el Púlpito. Convidé yo a aquellos hombres a unas copas y nos hicimos amigos. Iban a dejarnos libres cuando apareció el revendedor del Teatro Real, el Mosca, a quien el dÃa anterior habÃa visto en compañÃa de Castelo, y por la mañana en la calle Atocha. El Mosca, además de revendedor, era dueño de una barberÃa de la calle de las Fuentes. Yo le conocÃa algo y sabÃa que habÃa estado en el campo carlista. --Este es Aviraneta--gritó el Mosca al verme--, un amigo de MarÃa Cristina. Hay que llevarle a la Junta. Se reunieron con el Mosca algunos granujas y desocupados, comparsas de todos los alborotos populares, y nos llevaron al Ayuntamiento. VI EN EL SALADERO Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traÃan de dÃa; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traÃan encima. QUEVEDO: _El Buscón_. ENTRAMOS en la casa de la PanaderÃa y nos condujeron, al estudiante y a mÃ, ante un grupo de personas constituÃdas en tribunal. Era una junta revolucionaria. Nos interrogaron, e inmediatamente el estudiante fué puesto en libertad. Yo dije mi nombre, y no oculté mis amistades ni mi historia polÃtica. Aquella Junta estaba formada por personas sensatas, y el presidente dijo que no habÃa el menor motivo para mi detención. --Puede usted retirarse--me indicó el presidente. --¡Muchas gracias! El Mosca salió detrás de mà y gritó: --Hay que detener a este hombre. Es un cristino, un confidente de Sartorius, un consejero de la Piojosa. --¡Señores!--clamé yo con todas mis fuerzas dirigiéndome al público--. El hombre que quiere detenerme es un carlista, un miserable que ha estado en la facción. Me odia, porque yo soy liberal, liberal de siempre. Yo fuà ayudante del Empecinado; yo hice el Convenio de Vergara, en que se dominó para siempre el carlismo. ¿Me vais a entregar a mà al capricho de un esbirro de la reacción? Al mismo tiempo, el Mosca gritaba que yo era un traidor, amigo de Sartorius, de Salamanca y de Chico. El público se dividió; yo iba ganando terreno cuando un desconocido propuso que nos llevaran, al Mosca y a mÃ, a la Casa de Correos, donde estaba reunida la Junta Suprema Revolucionaria. En medio de un grupo de desharrapados llegamos a la Puerta del Sol y entramos en el Principal. Pronto vi que se tenÃa bien distinto procedimiento con el Mosca que conmigo, pues a él se le dejó en libertad en seguida. Llevado delante de la Junta, la ira que me devoraba me hizo pronunciar un discurso violento, en el cual dije que aquella revolución era una farsa, que estaba dirigida por moderados y hasta por carlistas, y que asà podÃa darse el caso de que a un hombre como yo, que habÃa peleado por la libertad con el general Empecinado y habÃa sufrido persecuciones como liberal, se le quisiera encarcelar por la denuncia de un miserable que habÃa peleado en las filas de Don Carlos. --No sólo es el Mosca el que le denuncia a usted como amigo y cómplice de MarÃa Cristina--dijo uno de la Junta--; hay otros que afirman lo mismo. --¿Quiénes son esos otros?--grité yo--. Que vengan, que muestren su cara. --¿Niega usted su amistad con MarÃa Cristina? --Niego la complicidad. --RetÃrese usted--dijo el presidente. Me tomaron por su cuenta dos andrajosos, me ataron en el patio en una cuerda de presos y nos llevaron al Saladero, rodeados por bayonetas. --¡Son de la camarilla de la Piojosa!--decÃa la gente al vernos por la calle. --Son los amigos de Sartorius. --¡Mueran! ¡Mueran!--Y nos insultaban y nos tiraban piedras. Llegamos al Saladero. Me metieron en un calabozo húmedo y obscuro, y estuve allà encerrado cerca de un mes. La vida para mÃ, en aquellos dÃas, fué horrible. DormÃa en el suelo, comÃa el rancho de la cárcel, y no podÃa hablar con nadie, mas que con algunos desdichados como yo que, pasajeramente, me hicieron compañÃa. ¡Qué miseria! ¡Qué pobreza! ¡Qué gente harapienta! Y, en medio de esta miseria, ¡qué modo de adaptarse y de vivir allà como en su propia casa! HabÃa industriales que seguÃan dirigiendo su industria desde la cárcel; falsificadores que preparaban sus falsificaciones; un editor de periódico carlista que corregÃa sus pruebas. La mayorÃa de los presos eran ladrones; pero habÃa también conspiradores y revolucionarios. Entre ellos, conocà dos que me dijeron que se habÃan hecho prender a propósito, para ponerse de acuerdo con un preso que estaba en el Saladero. Estos eran republicanos, y tenÃan preparado el complot de matar al general Espartero, a su entrada en Madrid, a tiros, desde una casa de la Carrera de San Jerónimo, que tenÃa salida por la calle del Pozo, y proclamar la República. Yo conocÃa la casa, porque en ella habÃamos tenido, en 1822, una venta carbonaria. Encontré el proyecto bien tramado en su primera parte; pero su segunda parte me pareció absurda. Les intenté convencer a los republicanos de que la República que ellos pudieran proclamar no durarÃa mas que horas. Se persuadieron y abandonaron el proyecto. Cuando me sacaron de aquel calabozo me pusieron en comunicación, y mi mujer vino a verme; empezó a llorar al encontrarme en tal lastimoso estado. Me hallaba flaco, enfermo, sin poder tenerme en pie, con los ojos inflamados, lleno de parásitos, con la ropa interior sucia y casi podrida. Empezó el juez a tomarnos declaración a las personas presas durante el perÃodo revolucionario, y la mayorÃa no tenÃamos la menor culpa ni la menor relación con los hechos que se nos imputaban. HabÃamos sido casi todos enviados al Saladero por sospechas, por capricho de los sublevados; algunos eran, indudablemente, vÃctimas de venganzas particulares. Le indiqué a mi mujer que fuera a casa de Istúriz y de otros amigos, y que se enterara de la situación en que habÃa quedado la polÃtica. Don Evaristo San Miguel fué nombrado por entonces ministro de la Guerra. Después de su nombramiento habÃa tres núcleos revolucionarios importantes y rivales que trataban de anularse los unos a los otros. Estos eran: la Junta de Salvación, Armamento y Defensa, con San Miguel de presidente, lazo de unión entre el Palacio y los revolucionarios de Madrid; el Cuartel General de O'Donnell, que obraba por cuenta propia, y la Junta de Espartero, que radicaba en Zaragoza. En cada grupo de estos habÃa un sinfÃn de escisiones, y los mismos revolucionarios de Madrid no obedecÃan siempre a la Junta de Salvación. Ya enterado de quiénes eran los personajes más influyentes, escribà una carta al general Espartero y otra a don JoaquÃn Francisco Pacheco, que no me contestaron. Mandé también un documento a don Evaristo San Miguel exponiéndole los hechos, y una esquela recordándole nuestra antigua amistad y nuestra fraternidad como masones, y San Miguel, inmediatamente que recibió mi esquela, mandó ponerme en libertad. VII EL HOSPITAL Tú, Señora, dame agora la tu gracia toda ora que te sirva todavÃa. ARCIPRESTE DE HITA: _Libro de Buen Amor_. TRAS de la cárcel fuà a San Sebastián con mi mujer; alquilé una casa en el barrio de San MartÃn y pasé allà cuatro años viviendo obscuramente, ocupado en leer libros y periódicos, escribir mis recuerdos y hacer una colección de insectos de conchas y de caracoles. El Gobierno me habÃa dado el retiro, y mi sueldo era pequeño. TenÃa dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes mÃos, y solÃa pasar largos ratos en la imprenta de Baroja. Aquà se reunÃan con frecuencia el general don Nazario EguÃa, el manco; el intendente Arizaga, que influyó en el Convenio de Vergara; el general Van-Halen, Antonio Flores, el autor de _Ayer, hoy y mañana_, y otros. SolÃamos tener grandes discusiones, y varias veces me dijo el general EguÃa: --Aviraneta: ¡con qué gusto le hubiera fusilado a usted si le llego a coger en tiempo de la guerra! Yo solÃa acompañarle al viejo general a tomar el coche de Tolosa hasta la fonda del Parador Real. Unos años después, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida agitada de la Corte, volvà a Madrid y me instalé con Josefina en un piso de la calle del Barco. Josefina tenÃa algunas amigas y pertenecÃa a una Junta de Caridad. Un dÃa, a una señora amiga de mi mujer le oà hablar de Paca Dávalos. --La he conocido--dije yo--. ¿Qué le pasa? --Es toda una novela. La señora contó la historia con detalles. Desde hacÃa algún tiempo, la Dávalos estaba enferma en el hospital de San Juan de Dios, en una sala, triste y obscura, que daba a la calle de Atocha, mal iluminada por unas rejas cubiertas de tela metálica. Daba horror el ver a la pobre mujer: se hallaba cubierta de úlceras y de costras, sin pelo y con los ojos inflamados. Su enfermedad, la embriaguez y los últimos años de miseria habÃan hecho de aquella belleza espléndida un monstruo. Era algo horrible; pero más horrible que su aspecto, según la señora que la habÃa visto, era su estado moral. Gritaba, cantaba coplas indecentes. La mujer más tirada, la rabanera más desvergonzada, no hablaba como hablaba ella: tenÃa el prurito de lo escandaloso y de lo lúbrico. La castigaron varias veces a pasar dÃas enteros en la guardilla a pan y agua, castigo brutal, no muy propio para enfermas desdichadas; pero el castigo no le hizo mella, y al volver a la sala insultaba al médico y a las monjas, y gritaba indecencias a todo el mundo. Un dÃa se presentó en el hospital una hermana de la Caridad, sor MarÃa de la Consolación. Era una mujer pálida, en el esplendor de la belleza. La hermana se acercó a la cama de la Dávalos, se arrodilló delante de ella y abrazó y besó a la enferma. Esta se incorporó en la cama, contempló a la monja, dió un grito terrible, desgarrador, y se desmayó. La monja era la hija de Paca, a la que hacÃa veinte años que no habÃa visto, y era su vivo retrato; la misma corrección en el rostro, los mismos ojos profundos, humanos, la misma expresión de pureza y de dulzura. Al recobrar el sentido la enferma creyó que la visita de su hija habÃa sido un sueño; pero no, allá estaba Estrella, ahora sor MarÃa, que la acariciaba y la besaba como en otro tiempo. El contraste era violento: la enferma, un montón de carne sin forma humana, llagada, horrible; su hija, una belleza pálida, serena, con un aire de fuerza y de dulzura. En los dÃas siguientes Paca Dávalos comenzó a llorar, y cuando venÃa su hija a verla le besaba la mano y le decÃa: --Perdóname, he sido mala madre. --No, no, no has sido mala madre para mÃ, y yo siempre te he querido. Ella escondÃa la cabeza entre las sábanas y lloraba con la mano de su hija apretada en la suya. El capellán del hospital le dijo a la Paca que su hija habÃa querido sacrificarse y dejar el mundo para redimir los pecados de la madre. Fué un nuevo motivo de dolor para la enferma. Llorando suplicó a su hija que no se sacrificara por ella, que volviera al mundo, que fuera feliz; ella no merecÃa el sacrificio de un ángel; ella tenÃa muy merecidos el abandono, la deshonra, la enfermedad y la muerte en un hospital hediondo. Estrella la tranquilizaba y la decÃa que la vida de hermana de la Caridad era la que más le ilusionaba. La madre lloraba acongojada, y cuanto más lloraba, estaba más triste y más resignada a morir. La Dávalos pidió perdón a todos y quiso que, al menos, una vez su hija le cantase una canción que solÃa cantar en la infancia. Sor MarÃa le preguntó al capellán del hospital si podÃa satisfacer este deseo de su madre. --SÃ, sÃ, ¿por qué no? Estrella cantó, y parece que fué un espectáculo extraordinario en aquella sala triste, maloliente, iluminada por la luz turbia de los cristales verdosos de las ventanas enrejadas, ver a las mujeres enfermas con las entrañas carcomidas y quemadas que se incorporaban anhelantes en la cama y oÃan llorando la canción que cantaba la monja, que se elevaba sobre las miserias del mundo. Unas horas después, Paca Dávalos morÃa dulcemente. VIII LA LOCURA ¡Atrás! El negro demonio me persigue. SHAKESPEARE: _El Rey Lear_. A la señora que me contó el final de la Dávalos le pregunté: --¿Y no fué a verla alguna vez el brigadier Castelo? --No; ya hacÃa tiempo que se habÃan separado. Un año después volvÃa de casa de Istúriz, una tarde de invierno, por la calle del Arenal, al anochecer, cuando me encontré con el Mosca, el revendedor. Se me acercó, sin conocerme, a ofrecerme una localidad para el Real, y al fijarse en mà quedó inmutado. --¿Le ha sorprendido a usted el verme?--le dije. --SÃ. --¿Qué, pensaba usted que los que usted enviaba al Saladero ya no salÃan de allÃ? --No; ya sabÃa que habÃa usted salido de allà hace tiempo. --¿TodavÃa sigue usted actuando de revolucionario?--le pregunté con sorna. El se calló. --Diga usted, ¿por qué tenÃa usted tanto interés en prenderme en la Plaza Mayor? ¿Era, de verdad, el odio del carlista al que habÃa trabajado, como yo, en el Convenio de Vergara? --Yo no soy carlista. Si estuve en la facción fué por compromiso. --Entonces, ¿por qué tanto ahinco en prenderme? --Nos habÃa recomendado la prisión de usted el brigadier Castelo. --¿Y por qué? --¿No se incomodará usted si le digo la verdad? --No. --DecÃa que usted era un enemigo del pueblo, un confidente de la policÃa. --¡Canalla! QuerÃa desprenderse de los que sabÃamos que era un ladrón. El fué el que instigó al populacho para que mataran a Chico, no porque Chico hubiese cometido atropellos, sino porque era testigo de uno de sus robos. ¿Y qué ha hecho ese tunante de Castelo? --Acaba de suicidarse en una guardilla de Barrios Bajos. --¿Qué me dice usted? --Lo que oye. Desde la muerte de Chico le vino la mala suerte. Le expulsaron del Ejército, y el partido progresista le abandonó; ya no le servÃa de instrumento. Castelo comenzó a andar por las tabernas y a servir de hazmerreÃr a la gente. DecÃa que él habÃa hecho la Revolución y que habÃa acabado con Chico. Luego creo que alguno de los hombres de la ronda de Chico le amenazó y le asustó. Poco después a Castelo se le metió en la cabeza que Chico vivÃa aún, que le perseguÃa y le acechaba en las esquinas. Cuando tenÃa esta alucinación echaba a correr hasta que se caÃa de cansancio. Una noche, sin duda, la alucinación fué tan espantosa que se ahorcó con un trozo de cuerda en el montante de una puerta. Su asistente y yo hemos sido los únicos que hemos acompañado su cadáver a la fosa común. --¡Qué final!--exclamé yo; y seguà andando en dirección de mi casa. IX ALIMAÑAS Quien mal anda, mal acaba. PROVERBIO. HABÃAMOS quedado todos los oyentes de la cocina esperando que Aviraneta dijera algo más; pero se calló pensativo. --Quien mal anda, mal acaba--exclamó el tÃo Chaparro, y luego, dirigiéndose a sus hijos y a los cabreros que estaban alrededor de la lumbre, añadió--: Bueno, muchachos, vamos a dormir, y demos gracias a Dios por vivir honradamente en nuestra pobreza y no en compañÃa de locos y de alimañas. Don Eugenio sonrió, mirando el fuego. Por la ventana se veÃa caer la nieve copiosamente, y el campo brillaba triste y espectral a la luz de la luna. Aullaban los perros a lo lejos, con un ladrido triste y agorero, con una rabia persistente e irritada, como si previeran algún peligro próximo. Nos levantamos de al lado de la lumbre, y Aviraneta y yo subimos las escaleras hasta el primer piso precedidos por una criada, que nos iluminaba con un farol. Entré yo en mi cuarto, encendà la palmatoria, que dejé en la mesilla de noche, me metà en la cama y seguà leyendo la Biblia. Estaba en el _Eclesiastés_, y me detuve a reflexionar sobre este versÃculo: «El que hiciere el hoyo caerá en él, y el que aportillare el vallado le morderá la serpiente». ParÃs, noviembre, 1920. LA CASA DE LA CALLE DE LA MISERICORDIA ... y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo. VÉLEZ DE GUEVARA: _El Diablo Cojuelo_. OTRO dÃa en que no estaba el tÃo Chaparro, a quien la relación anterior habÃa impresionado de una manera profunda y desagradable, Aviraneta contó la historia del joven Miguel Rocaforte, su compañero de cárcel. Una vez, los dos granujas de la GallinerÃa, el Gacetilla y el Mambrú, que Candelas habÃa recomendado a don Eugenio, y a quienes éste utilizaba como criados y como instrumentos de espionaje contra el alcaide, entraron en el cuarto de Miguel y le robaron un cuaderno en que el joven escribÃa el Diario de su vida, y se lo dieron a Aviraneta. Don Eugenio lo leyó rápidamente y, después de enterarse de lo que le interesaba, mandó a los raterillos que volvieran a dejar el cuaderno en el cuarto del preso. Miguel no notó el escamoteo. Esta historia que me contó don Eugenio está hecha sobre los datos autobiográficos que escribió Miguel, y sobre indicios, no del todo claros ni completamente seguros, que he variado un tanto para dar a la relación cierta unidad. I LA CASA DE LOS CAPELLANES DE LAS DESCALZAS Confesaré a usted que el edificio que ocupo en un barrio lejano es de los más antiguos de Madrid, y que su aspecto sombrÃo, sus balcones de gran vuelo, la enorme ala del tejado y toda su exterioridad están anunciando a los transeúntes su fecha de tres siglos. MESONERO ROMANOS: _Escenas Matritenses_. HAY casas que por su aspecto dan una impresión siniestra e inclinan a pensar que son propicias para crÃmenes, intrigas y misterios. Son casas sombrÃas, obscuras, colocadas en callejones angostos, llenas de pasillos y de encrucijadas, de cuartos irregulares y de guardillones abandonados. Son casas para servir de base a folletines, a melodramas y a comedias de capa y espada. La casa de los Capellanes de las Descalzas Reales de Madrid, Misericordia, 2, aunque por dentro era folletinesca, melodramática y de capa y espada, por fuera era una casona grande, ancha y de buen aspecto. Estaba contigua a la iglesia y hacÃa esquina a dos calles: a la de la Misericordia, calle muy corta, puesto que no tenÃa mas que un número por un lado, y ninguno por el otro, y a la de Capellanes, que bajaba desde la calle de Preciados a la plaza de Celenque. El barrio de las Descalzas era entonces, y es todavÃa, un islote tranquilo y desierto, en medio de la animación de unas vÃas tan frecuentadas como la del Arenal y la de Preciados. En aquel tiempo, en la plaza de las Descalzas, enfrente del Monte de Piedad primitivo, habÃa una fuente con una estatua de Venus, la antigua Mariblanca, trasladada a allá desde la Puerta del Sol, donde estuvo muchos años. El convento de las Descalzas Reales habÃa sido el palacio del Emperador Carlos V en el Campo de San MartÃn y abarcaba una gran extensión de terreno. El Monte de Piedad primitivo era un accesorio del palacio, luego convertido en convento; antiguamente comunicaban los dos edificios por medio de un arco que pasaba por encima de la calle de la Misericordia. El Monte de Piedad tenÃa una portada de gusto plateresco, semejante a la de las Descalzas, severa, de buen gusto, y a un lado, otra construÃda en pleno siglo XVIII, de lo más exagerada y barroca en el estilo churrigueresco. La plaza de las Descalzas era entonces más bonita que ahora, pues no tenÃa los edificios de ladrillo blancos y rojos del Monte de Piedad que recuerdan los trajes de baño. Estaba también más animada. En la fuente de la Mariblanca habÃa siempre aguadores tomando agua o sentados en sus cubas, y en el resto de la plaza se estacionaban un sinnúmero de carros, y los carreteros formaban sus corrillos al aire libre. No se veÃa mucha gente por esta plazuela irregular y triste; sólo algunos desventurados, que marchaban a empeñar algo y que buscaban para su comisión las horas del anochecer, y los domingos y los dÃas de fiesta, los vecinos del barrio, que iban a misa. La casa de los Capellanes, antigua propiedad de las monjas, era una casa vieja; pero no tenÃa aire decrépito; su vejez era una vejez fuerte y sana; estaba pintada de ocre, con grandes desconchaduras, y tenÃa un piso bajo con rejas; el principal, con cinco balcones anchos espaciosos, y el segundo, con balconcillos; sobre el tejado, saliente, se destacaban guardillas con sus ventanas de cristales verdosos y chimeneas antiguas de ladrillo, medio derruÃdas, y otras modernas, de hierro, que echaban tenues columnas de humo en el aire, siempre claro, de Madrid. Por las rejas de la calle de la Misericordia y de la de Capellanes se veÃan sacos y bolas de sal, menos en una de una encuadernación, donde se divisaban montones de papel y una prensa de madera; en el piso primero, a través de los cristales, aparecÃan unas cortinas rojas desteñidas, y en el segundo, visillos amarillentos. Hacia 1823, esta casa fué vendida por el Estado, y en 1835 era dueño de ella don Tomás Manso, que vivÃa en el primer piso y tenÃa el bajo dedicado a almacenes de sal. Desde entonces, entre la gente, el nombre de la casa de los Capellanes se iba sustituyendo por el de Casa de la Sal. Le habÃan quedado a este edificio varias servidumbres, de cuando era anejo a la iglesia, y por su escalera pasaban el capellán y el sacristán de las Descalzas para sus habitaciones respectivas, y dos frailes franciscanos, confesores de las monjas clarisas del convento inmediato. Esta casa tenÃa una puerta grande de dos hojas, con clavos pequeños, y un postigo en una de ellas. El zaguán, empedrado con losas, era espacioso, y del centro del techo colgaba un farol; a un lado, próximo a la calle, habÃa un puesto de zapatero remendón, y en el fondo, una covacha de madera pintada de amarillo. A mano izquierda de la covacha comenzaba una escalera vieja y apolillada, y a mano derecha habÃa una mampara de cristales con una puerta, por la que se pasaba a un patio con arcos. Este patio tenÃa en una esquina una puerta que daba a los almacenes, y en la otra, un pasillo obscuro que conducÃa a otro patio pequeño, con un arbolito enclenque. El patio grande estaba enlosado, y tenÃa en una de sus paredes una parra, que regaba con un bote el encuadernador, que vivÃa en uno de los cuartuchos interiores del piso bajo. Esta parra daba al patio cierto aire aldeano. Toda la planta baja estaba formada por sótanos, crujÃas y almacenes negros y abandonados, con las paredes salitrosas. Uno de estos almacenes, en el que no entraba nadie, tenÃa una fuentecilla rota que representaba una cabeza de Medusa. La Gorgona, de piedra, estaba borrosa, a fuerza de golpes. En los cuartos interiores, a los que se llegaba por una escalera obscura, vivÃan gentes raras: un medio mendigo, que andaba por las iglesias; una señora y su hija, venidas a menos, que cosÃan para fuera, y una vieja pequeña, arrugada y negra, que cuidaba de las sillas de las Descalzas. II FAUNA Y FLORA DE LA CASA Yo soy misántropo y odio el género humano. En lo que te concierne, siento que no seas un perro; quizá podrÃa amarte algún poco. SHAKESPEARE: _Timón de Atena_. EL que entraba en el viejo caserón de los Capellanes y subÃa desde el portal a las guardillas, he aquà lo que iba viendo: El primer encuentro, naturalmente, era el del portero y zapatero remendón Francisco Cuervo, un antiguo soldado del ejército de la Fe, del año 23, donde se habÃa reunido la flor y nata de los bandidos y criminales de todas las Españas. Francisco Cuervo, alias Paco, don Paco, Paquito, don Paquito, Cuervo, el Cuervo y el Chepa, porque tenÃa la espalda de jorobado, era hombre de unos cuarenta y cinco años, de aire frÃo y siniestro. El Cuervo manifestaba cierta mala sangre y cierto ingenio. Era un misántropo. TenÃa réplicas incisivas y ocurrentes. Una vez uno de los carreteros que llevaban la sal a la casa le contaba con un gran lujo de detalles sus infortunios conyugales. El Cuervo, después de oÃrle burlonamente, le dijo: --¿Sabe usted lo que le digo? --¿Qué? --Que vale más que eso le haya pasado a usted que no a otro. --¿Por qué? --Porque otro no hubiera tenido su paciencia. Y el Cuervo dió una puntada al zapato que estaba componiendo. Al Cuervo le gustaba mortificar a la gente. Cuando fué cabo de voluntarios realistas se distinguió por su maldad más que por su valor. A su mujer, de aspecto débil y enfermizo, la dominaba y martirizaba con saña. El Cuervo tenÃa un perro tan malo como él. Era un perrillo viejo, sarnoso, que mordÃa a los chicos y gruñÃa a todo el mundo. El zapatero le habÃa puesto por nombre _Rodil_, para expresar su desprecio por el general que habÃa perseguido a don Carlos. El remendón azuzaba a _Rodil_, que perseguÃa a los gatos. El perro era menos cruel que el amo: cuando cogÃa una rata la mataba; en cambio, el Cuervo, cuando cogÃa una rata la rociaba con petróleo y la pegaba fuego, riendo a carcajadas. El zapatero no faltaba a ninguna corrida de toros ni a ninguna ejecución. El Chepa tenÃa una gran admiración y un gran respeto por el amo de la casa, don Tomás Manso, que habÃa sido su jefe entre los voluntarios realistas. El Cuervo se manifestaba como hombre de gran inteligencia y de astucia, sobre todo para lo que fuera intriga y maldad. DebÃa tener algún temor que le inquietaba, porque siempre andaba mirando, desde el portal, a derecha y a izquierda de la calle, y no salÃa nunca solo. Si salÃa solo, esperaba al anochecer y marchaba embozado en la capa. En el entresuelo de la casa vivÃa un dependiente antiguo apellidado Gómez. Narciso Gómez era un hombre insignificante, gordito, tirando a rubio, casado con una mujer muy chismosa y muy coqueta que se llamaba Juana. Juanita era una mujer pálida, blanca, con los ojos claros y un aire de avispa. Juanita tocaba la guitarra y cantaba. SolÃa tener grandes éxitos con la canción del _Triste Chactas_, que acababa con el estribillo de «Sin mi Atala no puedo vivir». Juanita solÃa visitar una casa de huéspedes que habÃa en la vecindad, y estaba enredada con uno que vivÃa allà de pupilo, un tal Luis, empleado en un Banco. Este Luis era un hombre guapo, de unos treinta años, muy satisfecho de su barba, de sus manos y de sus uñas. Fuera de sus cuentas, de los cuidados de su barba, de sus manos y de sus uñas, era un pobre imbécil. Juanita le engañaba a Gómez, a su marido, con don Luis; pero si hubiera estado casada con éste, le hubiese engañado con Gómez. Se decÃa por las malas lenguas de la calle de la Misericordia, 2, que Juanita habÃa tenido algo que ver con don Tomás, el amo de la casa. --Es falso--decÃan los que negaban este rumor--. Ella es capaz de eso y de mucho más; pero él, no. Juanita unÃa a su descoco una mala intención señalada y mordÃa cuanto podÃa y como podÃa en la fama de las mujeres de la vecindad. En el primer piso de la casa vivÃa el dueño, don Tomás. Este hombre tenÃa ya cerca de sesenta años y estaba casado con una mujer joven y bonita. Don Tomás era hombre alto, delgado, pálido, afeitado cuidadosamente, con el pelo cano, siempre vestido de negro. Su perfil era de medalla antigua; tenÃa una cara de esas que parecen de plata, una cara reconcentrada y grave. Don Tomás era gran trabajador, gran madrugador, muy ordenado y meticuloso. Prestaba dinero a rédito de una manera un tanto usuraria; pero era capaz de hacer un favor y de dar dinero sin interés. HabÃa favorecido en repetidas ocasiones a la familia suya del pueblo; pero estaba convencido de que habÃa hecho mal, porque no habÃa obtenido más que olvidadizos y desagradecidos. Don Tomás creÃa firmemente en la maldad humana. De ahà que fuera un absolutista fiero. Para él el hombre debÃa estar siempre sujeto y atado como un perro de presa para que no mordiese. SolÃa vérsele a don Tomás, de dÃa, recorriendo el almacén, y por las noches, armado de una linterna, en compañÃa del Cuervo, registrando la casa. La habitación donde vivÃa don Tomás representaba muy bien el carácter de su dueño. Era una casa lóbrega, obscura, en que constantemente estaban cerrados los cuartos; tenÃa una sala de respeto de color rojo, con una sillerÃa de damasco, con todas las sillas pegadas a las paredes, y en el techo, una araña de cristal. El comedor era triste, recibÃa la luz por la cocina, y las alcobas, sin luz y sin ventilación, estaban llenas de armarios, de cómodas y de baúles, de estampas de santos y de algún Niño Jesús metido en un fanal, con falditas y una bola de plata en la mano. De unas habitaciones a otras se pasaba subiendo o bajando varios escalones. El despacho de don Tomás era un cuarto grande con una ventana al patio de vidrios pequeños y emplomados y un papel amarillo desteñido. TenÃa un armario alacena hecho en el hueco de la gruesa pared, con unas cortinillas verdes sobre los cristales, un buró de caoba, sillas también de caoba y una caja de caudales de hierro. Sobre la mesa, y en la pared, habÃa un crucifijo de marfil y una estampa con la imagen del infante don Carlos. El suelo del despacho era de baldosas rojas y solÃa estar cubierto por una estera amarilla en invierno. En un ángulo, sobre un estante, habÃa varios libros de comercio, de pasta verde, con las cantoneras de cobre. En este despacho, triste y frÃo, don Tomás trabajaba invierno y verano, vestido siempre de negro y con un gorro también negro. Don Tomás no tenÃa nunca fuego en la casa. Don Tomás guardaba el dinero en unos capachos pequeños, donde ponÃa los duros, las pesetas y los cuartos, y tenÃa una gran cartera para los billetes de Banco. Desde la puerta mampara del corredor se le veÃa escribiendo con una pluma de ave, con una letra española de finos gavilanes, dedicándose a estas fórmulas tan queridas por los españoles: «Mi querido amigo y dueño: Su majestad el Rey, que Dios guarde, etc., etc.» Don Tomás no salÃa casi nunca de dÃa. Al anochecer se vestÃa con cierta elegancia, se ponÃa camisa y cuello limpio, la capa, el sombrero de copa alta, el bastón, y se marchaba a la calle, siempre muy serio y grave. Al volver a casa encendÃa una vela y volvÃa a su despacho, donde solÃa estar escribiendo. Don Tomás trataba de convencer a todos que el mundo habÃa degenerado de tal manera que nada era digno de interés. En el piso segundo, en la parte que daba a la calle, tenÃa una casa de huéspedes una señora gruesa, doña Leonarda, casada con un francés. Era una casa de huéspedes de gente acomodada, en donde se comÃa bien. El pupilo más antiguo era un tal don Jacinto, un viejo currutaco, agente de negocios, que iba a todos los teatros y fiestas y visitaba a don Tomás. En esta casa vivÃa también don Luis, el amante de la Juanita. Un poco más arriba que la casa de doña Leonarda, la escalera se bifurcaba y habÃa un arco que daba a la habitación de los frailes. Después, más arriba, volvÃa a bifurcarse la escalera, y por otro arco se pasaba al cuarto del capellán de las Descalzas. Estos dos arcos constituÃan la servidumbre de la casa. Unas escaleras más arriba habÃa un cuarto grande y largo, con tres ventanas, que abarcaba una de las paredes del patio. Este sotabanco se hallaba hecho primitivamente sobre el tejado y estaba sin baldosas y sin cielo raso. HabÃa allà relojes parados, cajas cerradas, sacos y, en un estante, una porción de instrumentos de platero. El padre de don Tomás habÃa tenido este oficio, y el mismo don Tomás lo habÃa practicado en su juventud. Por la parte de atrás el sotabanco tenÃa una puerta pequeña, con un montante que daba a una escalera estrecha. Por esta escalera se llegaba a una azotea abandonada, con unos palos podridos y unos trozos de cuerdas de esparto. Más arriba, y al otro lado del sotabanco, estaban las guardillas, en donde dos dependientes de don Tomás, Burguillos y el Morenito, tenÃan sus viviendas. Burguillos, ex sargento realista, habÃa establecido sobre el tejado una azotea de tablas, con un barandado de madera, y puesto luego unas cajas con plantas en su terraza, que cuidaba y consideraba como los jardines colgantes de NÃnive. Vigilante de esta terraza era el gato Manolo, que cazaba golondrinas y vencejos, y era tan listo como su amo. Desde la azotea de Burguillos, hecha de contrabando, pues las monjas de la vecindad, de saber que habÃa allà un observatorio, no lo hubieran permitido, se abarcaba el jardÃn de las Clarisas, que tenÃa un estanque, y se veÃa pasear a las profesas y trabajar al jardinero. Burguillos era manchego, hombre de cara dura y juanetuda, bigote entre cano, orejas como aventadores, frente pequeña y estrecha y color cetrino. Burguillos, flor de pedanterÃa castellana, hablaba siempre _ex cathedra_, con esa perfección que a algunos encanta y que, en general, no consiste mas que en el uso de lugares comunes. La frase, el refrán, el como dice el otro, estaban siempre en sus labios. Burguillos se creÃa la ciencia infusa, sabÃa hacer de todo; pero de todo mal, por lo que sus enemigos le motejaban de chapucero. Hablaba por sentencias y era extraordinariamente dogmático. Este manchego tenÃa una hija muy guapa, la Pepa, una mujer con ideas de manola, tan redicha como su padre, de quien, al parecer, habÃa heredado su manera de hablar recortada y sabihonda. La Pepa era costurera y aficionada a toda clase de desplantes. La Pepa, moza vistosa, morena, tenÃa unos ojos negros, grandes, brillantes, de estos ojos que parecen reflejar mejor el mundo exterior que la vida del espÃritu. Burguillos albergaba un huésped, un empleado del Monte de Piedad, don Plácido del Moral. Don Plácido, hombre de unos cincuenta años, seco, espartoso, vivÃa muy humildemente. Don Plácido era soltero, económico y avaro. DecÃa a todo el mundo alguna frase amable; cerraba su guardillita, como decÃa él, y no permitÃa que nadie entrara en ella. Era hombre bastante ilustrado, de buena memoria, que sabÃa latÃn. Le hacÃa copias de documentos al capellán mayor de las Descalzas. Compraba la ropa y los sombreros en el Rastro, y leÃa las Odas de Horacio, en latÃn, en un viejo ejemplar grasiento. Don Plácido habÃa sido un gran aventurero: habÃa estado en América y tomado parte en la guerra de la Independencia y en las luchas de los años constitucionales. Su falta de imaginación extraña le hacÃa contar con tan poco encanto lo visto por él que, al oÃrle, su vida de militar no parecÃa mas que una serie de fechas de salida de un pueblo y entrada en otro. La guerra para él era una cosa burocrática y aburrida. El otro empleado de la casa, el Morenito, era un hombre muy callado; tenÃa la cara amarilla, los ojos pequeños, brillantes, como granos de café tostado, el bigote negro y el traje negro. Daba la impresión de una urraca. De los frailes franciscanos que vivÃan en la casa y eran confesores de las monjas, el más constante era el padre Cecilio, un fraile grueso, abultado, poco inteligente y, por eso quizá, predicador favorito de las monjas. Le solÃa acompañar un lego, el hermano Félix, un hombre grueso, grasiento, como derrengado, con una manera de andar de pato, unos ademanes afeminados y una voz atiplada. El hermano Félix habÃa estado largo tiempo rasurado; pero después de la matanza de frailes se dejaba la barba, negra y cerrada. Este hermano Félix era un tipo repulsivo e inquietante. El capellán mayor, don Bernardo, tenÃa una cara de aldeano castellano, dura y ceñuda; pero era buen hombre. No trataba apenas con nadie, no miraba de frente y estaba dedicado a estudios históricos. Cuando alguno lo visitaba le veÃa escribiendo en una mesa pequeña, rodeado de manuscritos y de libros viejos, en un pequeño despacho con estantes llenos de tomos en pergamino. Por entonces estaba componiendo la historia de algunas comunidades religiosas. Don Bernardo era gran latinista e historiador concienzudo, con lo cual no ganaba favores ni amistades. --Antes que nada, la verdad--solÃa decir rudamente y mascullando las palabras. Con este espÃritu verÃdico no querÃa meterse en cuestiones de moral y de dogma, comprendiendo que podÃa venirse abajo su fe. Don Bernardo decÃa misa en las Descalzas, pero por cualquier motivo se quedaba en casa y no iba a la iglesia. Siempre inclinado a la transigencia en cuestiones de moral, contrastaba con el padre Cecilio, que era intransigente y fanático. Don Bernardo encontraba precedente para todo; asà que él y el fraile franciscano de la vecindad no se tenÃan la menor simpatÃa. HabÃa quien aseguraba que el padre Cecilio odiaba profundamente a don Bernardo, y que don Bernardo despreciaba en general a los frailes, y sobre todo a los de la vecindad. La casa de los Capellanes, antes como un pólipo unido a la iglesia y al convento, tenÃa su vida propia. Se dice que cada casa es un mundo. Aquella lo era. HabÃa sus preocupaciones, sus enredos amorosos y sus misterios. La Pepa de Burguillos, la Juanita y las muchachas de casa de don Tomás y de la casa de huéspedes daban pábulo a la murmuración. Se hablaba de que don Tomás guardaba secretos; se decÃa que debajo de uno de los almacenes de sal, del que tenÃa en la pared una fuente de alabastro con una cabeza de Medusa, habÃa una cueva con grandes subterráneos, y que estos subterráneos comunicaban por galerÃas con el convento de las Descalzas y con el Palacio Real. Burguillos, que a veces trabajaba de albañil, aseguraba haber recorrido parte de estos subterráneos. Como moluscos agarrados a una roca vivÃa aquella parte de humanidad en el viejo caserón. Era por dentro una casa siniestra esta casa del barrio de las Descalzas, Misericordia, 2; una casa buena para crÃmenes, para duendes, para toda clase de intrigas y de misterios. III LA EJECUCIÓN DE MIYAR, EL LIBRERO Y también pronto, en son triste, lúgubre voz sonará: ¡Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar! ESPRONCEDA: _El reo de muerte_. A principio de 1831, don Tomás Manso puso en su casa, como dependiente, a un sobrino suyo en segundo o tercer grado, llegado de Lerma, llamado Miguel Rocaforte. Miguel, cuando vino a Madrid, era un joven cándido, violento, lleno de ilusiones. Entró a trabajar en el despacho de la calle de la Misericordia, a las órdenes de Narciso Gómez, el casado con doña Juanita; y como su tÃo no querÃa que Miguel fuera a una casa de huéspedes, ni tampoco llevarlo a vivir con él, porque era celoso, hizo que a su sobrino le pusieran la cama en el sotabanco grande y largo, en donde habÃa relojes descompuestos y herramientas de platero. Miguel trabajaba con don Narciso en el piso bajo, en un rincón estrecho y húmedo, con una ventana con rejas que daba al patio. Este despacho tenÃa una puerta al pasillo, largo y obscuro, que comunicaba con almacenes, en donde se veÃan montones de sal y bolas también de sal, algunas tan grandes, que parecÃan las bombas de los parques de ArtillerÃa. El ambiente de aquel piso bajo era muy húmedo, parte porque no tenÃa ventilación, y parte por la eflorescencia de la sal. Los primeros meses de estar allà Miguel, los pasó aburrido y desesperado, haciendo proyectos para marcharse a otra parte; luego, cuando conoció al encuadernador, que vivÃa y tenÃa un pequeño taller en el piso bajo y que le prestaba libros, se dedicó a leer; después se acomodó a su vida de empleado, le tomó gusto a su sotabanco, en donde estaba solo e independiente, salió a la calle y tuvo amigos y fué al teatro. Cuando Miguel entró en casa de don Tomás tenÃa diez y nueve años. Era un joven romántico y alocado, que en su pueblo habÃa comenzado a hacer calaveradas, a leer versos y a escribirlos. El y un rival suyo en aventuras, León Zapata, habÃan escandalizado el pueblo, haciendo de fantasmas por las calles de Lerma y cantando el _Trágala_ delante de la casa de los absolutistas. Según Aviraneta, Miguel no podÃa servir para una vida tranquila y ordenada. Don Eugenio le encontraba temperamento de guerrillero. Con el Empecinado o con Mina, decÃa, hubiera llegado pronto a capitán o a coronel. Era hombre mejor para manejar un sable que para trabajar con la pluma. Impulsivo, valiente, atrevido, imprevisor y con una vanidad absurda, era un tipo de estos, añadÃa Aviraneta, que tienen una mentalidad de militares, de tenores de ópera, tipos para quienes la vida es una sucesión de arias. Colocarse en una situación interesante, y a poder ser dramática, y defender luego su papel de una manera briosa, constituÃa la más grande preocupación de Miguel. Miguel, como la mayorÃa de los hombres impulsivos que razonan ligeramente, iba a la acción con una fuerza y una energÃa sorprendentes. --Yo--decÃa Aviraneta--quise dar a aquel muchacho preocupaciones polÃticas y hacerle en la cárcel un auxiliar mÃo; pero Miguel era incapaz de someterse a nada. Miguel, los primeros meses de estar en Madrid, no tenÃa más amigo que Gómez, el empleado, y Gómez le desesperaba. Este era un hombrecito insignificante y sonriente, contento con su suerte, a pesar de que todo el mundo decÃa que su mujer le engañaba. De noche, a la luz de una lamparilla de aceite, Miguel leÃa en su sotabanco poesÃas románticas y novelas lacrimosas. Un dÃa, poco después de llegar a Madrid, supo por el portero de la casa, el Cuervo, y por Burguillos, que iban a ejecutar a un librero liberal en la plaza de la Cebada. Los dos compadres le invitaron a acompañarles a presenciar la ejecución, y al mediodÃa, después de trabajar en el almacén y de dejar el zapatero remendón a su mujer al cuidado del puesto y de la porterÃa, marcharon los tres, cruzando calles, a salir a la de Toledo, y llegaron a la plaza de la Cebada, que entonces se hallaba despejada y libre de todo edificio. Los soldados rodeaban el patÃbulo y formaban el cuadro. Una multitud de desharrapados se apiñaban para presenciar el suplicio, y los dragones hacÃan caracolear los caballos y los llevaban para atrás, a meterlos entre las filas de los curiosos. Tocaban las campanas a muerto en todas las iglesias próximas: en San Isidro, en San Millán, en la Almudena, en el Sacramento y en la capilla del Obispo; y los hermanos de la Paz y Caridad, vestidos con sayones negros, recorrÃan las calles por parejas; unos, haciendo sonar la campanilla, y otros, mostrando una caja de hoja de lata y diciendo con voz triste y monótona: «Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar». Miguel y sus dos compañeros se detuvieron en medio de la multitud. Miguel oyó decir que la mujer del librero Miyar habÃa ido el dÃa anterior a Aranjuez a pedir gracia al Rey. La pobre mujer esperó a Fernando VII; pero Fernando no salió porque llovÃa; quizá no salió por temor a verse obligado a perdonar; cosa que debÃa ser desagradable para un hombre bajo y rencoroso como él. A las doce y media, próximamente, comenzó a aparecer la comitiva en la plaza de la Cebada. Un hermano de la Paz y Caridad, llevando una gran cruz, precedÃa el cortejo. Detrás marchaban dos filas de encapuchados, con cirios amarillos en la mano, cantando una letanÃa; luego, un piquete de alguaciles a caballo. Inmediatamente después, montado en un burro, venÃa el librero Miyar, entre dos curas. VestÃa una hopa blanca y larga; estaba tan blanco como la hopa y tenÃa las manos amoratadas, casi negras, por la presión de la cuerda, que le martirizaba. Entre las manos agarrotadas llevaba una estampa de Cristo. Al ver la horca, el reo volvió la cabeza con horror y miró hacia el público con los ojos dilatados por el espanto; pero los curas le obligaron a seguir, poniéndole un crucifijo delante. El Cuervo, entonces, dirigiéndose al reo, exclamó: --¿Qué, creÃas que te iban a dar dulces? Burguillos celebró la frase. Miguel, indignado, hizo un gesto de disgusto y de molestia y se separó bruscamente de sus compañeros. Este gesto lo notaron un joven y un viejo, que se acercaron a él en seguida. --¿Es usted amigo de ese jorobado?--le preguntó el viejo. --No; vive en la casa donde yo trabajo, pero no tengo nada que ver con él, ni comparto sus sentimientos. El joven y el viejo le estrecharon efusivamente la mano. Miguel no quiso presenciar la ejecución. El joven y el viejo se unieron a Miguel y subieron calle de Toledo arriba. El joven era alto, flaco, con melenas, y vestÃa gabán y sombrero de copa; el viejo, más bajo, llevaba sombrero ancho y capa. Al pasar por un café de la calle Imperial, el joven les invitó a entrar a Miguel y al viejo; pero éste dijo que no, y les llevó a una taberna próxima. Era la taberna del hermano de Balseiro, ladrón que tuvo luego gran fama y que estuvo complicado en el proceso de Candelas. El joven y el viejo, al encontrarse dentro de la taberna, hablaron con violencia y desfogaron su furor. El Rey, según el joven, era un miserable, un malvado, un hombre vil, sin corazón, sin conciencia, dominado por una camarilla de lacayos y por los frailes. El viejo habló de la miserable farsa que suponÃa el condenar a un hombre a muerte y ponerle una estampa de Cristo en las manos; como si no fueran ellos, los que se decÃan representantes de Cristo, los que le condenaban. Miguel les oyó con gusto, porque aquellos hombres tenÃan sus ideas; luego se despidió de ellos para llegar a tiempo al almacén. Al entrar en la casa oyó contar al Cuervo la ejecución de Miyar, con todos sus detalles, riendo, como si se tratara de una de las cosas más divertidas y chuscas que se pudiera contemplar. Cuando Miguel habló de esta cuestión vió que todos los de la casa, comenzando por don Tomás y siguiendo por el padre Cecilio, aseguraban que el librero Miyar estaba bien castigado, porque era un hereje y habÃa que hacer un escarmiento con ellos. HabÃa poca misericordia en aquella casa de la calle de la Misericordia, 2. Miguel Rocaforte tuvo que disimular sus ideas, con gran desesperación suya. SabÃa que don Tomás era carlista, pero no lo creÃa tan fanático; luego averiguó que habÃa sido administrador del duque del Infantado, y que era por entonces uno de los hombres de más influencia del partido apostólico. Unos años después contaba Miguel en su Diario, cuando la matanza de frailes, vió al joven y al viejo a quienes habÃa encontrado en la plaza de la Cebada en la ejecución de Miyar aplaudiendo a las turbas en la calle de Toledo, mientras quemaban los muebles sacados de San Isidro y llevaban en un carro los cadáveres de los frailes. Al principio de llegar a Madrid, Miguel se mezcló en las algaradas callejeras y habló de polÃtica con entusiasmo; luego el amor borró estas preocupaciones y le absorbió por completo. Miguel cometió la torpeza, de que luego se arrepintió, de tomar como confidente de sus amores a su paisano León Zapata y de presentarle a éste a don Plácido, el huésped de Burguillos. IV SOLEDAD Non olvides la dueña, dicho te lo e desuso. Muger, molyno e huerta syempre quieren el uso. ARCIPRESTE DE HITA: _Libro de Buen Amor_. A los tres meses de vivir allÃ, Miguel era un elemento importante de la casa. Las muchachas de don Tomás, doña Juanita, la Pepa de Burguillos, le buscaban y le hablaban. Se hizo amigo de don Plácido y fué con éste a visitar al cura don Bernardo y a oÃr sus sabias disertaciones históricas. Iba Miguel con frecuencia a la casa de Burguillos y charlaba allà con la Pepa. Los desplantes chulescos de ésta no llegaron a entusiasmar al joven Miguel. Por otra parte, don Plácido le dió malos informes de la hija del manchego. Don Plácido tenÃa poca simpatÃa por las mujeres, en general, y menos por la hija de su patrón, a la que acusaba de egoÃsta, de interesada y de coqueta. Gómez, el empleado, le llevó también a Miguel algunos dÃas a su casa. Narciso Gómez no le tenÃa simpatÃa a Rocaforte; pensaba que el patrón favorecerÃa al joven por ser su sobrino. Mientras don Tomás no hizo la menor distinción por Miguel, Gómez tampoco la hizo; pero cuando vió que el muchacho entraba en la casa del principal, se apresuró a llevarle a la suya. Juanita, la mujer de Gómez, coqueteó con Miguel y le dió broma por las conversaciones que tenÃa con la Pepa Burguillos. A su vez, la Pepa le dijo a Miguel que ya sabÃa que iba a casa de Gómez y que charlaba con la Juanita. --Esa no dice a nadie que no--acabó diciendo la chulona de la guardilla--; cuando se le va un cortejo, toma otro. Pobre marido. Miguel, que se vió solicitado por las dos mujeres, se dió tono y no se decidió por ninguna de las dos. Don Tomás, al saberlo, comenzó a tener alguna confianza con Miguel y a convidarle a comer los domingos por la noche. No era un anfitrión muy amable don Tomás. Hablaba poco. LeÃa la _Gaceta_ o algún periódico moderado y hacÃa comentarios sobre la marcha polÃtica de España, siempre desde un punto de vista terriblemente absolutista y ultramontano. Miguel tenÃa que ocultar sus ideas y estaba obligado a rezar el rosario al despedirse para irse a dormir. A veces, en la conversación, haciéndose el cándido, intentaba dar una opinión liberal; pero don Tomás le hacÃa callar con desdén, como si no mereciera la idea expuesta el ser examinada en serio. Cuando iba de tertulia el padre Cecilio, éste definÃa desde lo alto de su sapiencia, y sus opiniones eran dogmas. Lo habÃa dicho el padre Cecilio, no se podÃa volver sobre el asunto. Miguel tenÃa que violentarse y morderse los labios para no protestar de las opiniones del fraile. Más que la opinión en sà le molestaba el tono sin réplica con que la emitÃa el padre franciscano. La mujer de don Tomás, Soledad, era una mujer joven, bonita, con una cara de virgen resignada y triste. Soledad tenÃa el óvalo de la cara muy alargado, los ojos grandes, obscuros, la expresión melancólica y el color pálido; se tocaba con sencillez, sin coqueterÃa, y vestÃa siempre de negro. La madre de Soledad, mujer enferma, medio paralÃtica, vivÃa encerrada en su cuarto, cuidada por su hija. Soledad se habÃa casado con don Tomás, a pesar de que le doblaba la edad, pensando en su madre enferma, porque madre e hija antes de casarse ésta vivÃan en una pobreza rayana en la miseria. Don Tomás creyó que habÃa hecho bastante con librar de la miseria a Soledad y a su madre, y no se ocupaba gran cosa de su mujer. SuponÃa que Soledad debÃa ser su ama de llaves, y que este cargo le tenÃa que bastar para estar satisfecha y contenta. Miguel, al principio, no se ocupó de Soledad, ni Soledad de Miguel; pero llegó un dÃa en que empezaron a observarse el uno al otro, y él fué viendo que, a pesar de su aire encogido y triste, ella era una mujer bonita, y Soledad notó que Miguel era un guapo mozo que le miraba a hurtadillas siempre que podÃa. La confianza entre Soledad y Miguel se fué estableciendo muy lentamente, y de repente brotó entre ellos el amor como una llama. Quizá Miguel tenÃa ideas falsas acerca de las mujeres, y decÃa muchas veces insensateces y locuras; pero Soledad sabÃa, sin duda, desprender toda la broza literaria de la conversación de Miguel y no ver en sus palabras mas que el entusiasmo que se transparentaba en ellas, como en su actitud y en su expresión. Por otra parte, Soledad tenÃa horror por el adulterio y por el escándalo; pensaba a todas horas en el infierno; pero Miguel le inspiraba confianza. Durante el dÃa Miguel solÃa ver algunas veces a Soledad asomada a los cristales desde las rejas de su despacho, y llegó un tiempo en que sabÃa las horas exactas en que ella se asomaba. Un domingo, por la mañana, Miguel escribió una carta de amor y se la mostró a Soledad desde la ventana del sotabanco. Ella hizo desde dentro un signo de asentimiento. Miguel metió la carta en un libro, lo ató con un bramante y fué bajándolo hasta que ella pudo coger el libro. Al dÃa siguiente Soledad contestaba, y una correspondencia apasionada se cruzaba entre los dos. Miguel inventó una porción de procedimientos ingeniosos para que no se descubriese la correspondencia, y durante algún tiempo nadie se enteró. Sin duda alguna, Miguel vió en la iniciación de aquellos amores un triunfo personal, un triunfo de soberbia contra la estupidez satisfecha de don Tomás y el dogmatismo categórico y cerril del padre Cecilio; Miguel pensó más en su vanidad satisfecha que en la mujer que por él se comprometÃa; después fué perdiendo la satisfacción de su orgullo y se encontró preocupado con la situación en que se hallaba y con la que habÃa dejado a la mujer que querÃa. En aquel momento se olvidó de su actitud literaria, romántica, y comenzó a adquirir una idea de responsabilidad. Entonces se le ocurrió el proyecto de ponerse a estudiar francés e inglés, e irse al extranjero con Soledad. A otro quizá la reflexión le hubiera echado atrás; pero Miguel tenÃa alma de conquistador, de guerrillero y más bien amaba el peligro que lo rehuÃa. Soledad habÃa vivido en un ambiente completamente hostil; cuidaba de su madre, hacÃa los quehaceres de la casa y estaba espiada por todos los vecinos y vecinas, comenzando por la Pepa y la Juanita. Si alguna vez se quejaba de que su vida era triste y aburrida, los pocos contertulios que visitaban a don Tomás caÃan sobre ella, y la decÃan, entre ironÃas y sarcasmos, que la vida ideal para una mujer consistÃa en estar unida a una persona respetable y religiosa. Todo lo demás no valÃa nada, eran únicamente tonterÃas y romanticismos de la época. En este todo lo demás entraba lo único agradable que puede tener la vida. Soledad llevaba una existencia triste, cuidaba de su madre, hacÃa los quehaceres y apenas salÃa de casa. No habÃa estado nunca en el teatro ni leÃdo mas que libros de religión. No tenÃa amigas; los dÃas de fiesta iba a la iglesia de las Descalzas, y después daba una vuelta para hacer algunas compras. Miguel, en su exaltación romántica, convenció pronto a Soledad que la vida no era esta triste rutina; que el amor resplandece en la existencia como la VÃa láctea en las noches estrelladas, y que cuando el corazón ha hablado se puede y se debe saltar por encima de las preocupaciones sociales. Ella se dejó convencer rápidamente; él seguÃa escribiéndola cartas, que ella leÃa y que contestaba robando horas al sueño. Miguel y Soledad tuvieron un domingo una cita, y luego varias. El solÃa esperarla en el claustro de las Descalzas, y en una de las ventanas dejaba escrito con lápiz el sitio de la cita donde debÃan reunirse. A pesar de todas sus precauciones, los amores trascendieron. La Pepa, la Juanita y el Cuervo habÃan formado, alrededor de ellos, una red de espionaje. Don Tomás se manifestaba impasible, sin la menor sospecha, de una ecuanimidad extraordinaria. Soledad sentÃa un gran terror, que iba aumentando por momentos al encontrarse frente a su marido, y este terror se lo comunicó a su amante. Su esposo era hombre de una frialdad terrible y de unas pasiones reconcentradas, le decÃa a Miguel. Ella le habÃa visto algunas veces, aunque no muchas, perder su aire tranquilo y convertirse en una fiera. La posibilidad de que su marido, enterado ya de cuanto ocurrÃa, se manifestara tan impasible, redoblaba su terror. Soledad temÃa que su marido lo supiera todo y estuviera preparando una venganza terrible. --Que caiga la venganza sobre mÃ, que soy la más culpable--decÃa ella. Miguel querÃa creer que don Tomás era un pobre hombre que no se enteraba de nada, ni era violento. Sin embargo, iba sabiendo que su patrón habÃa tenido negocios peligrosos de contrabando, que se habÃa manifestado como un guerrillero audaz, y que en sus tentativas de conspiración con los absolutistas habÃa sido tan atrevido como enérgico. Don Tomás guardaba secretos de sus correligionarios; la cueva de su casa, según se decÃa, estaba llena de cajas con papeles y documentos. El era el único que sabÃa lo que habÃa dentro. Si alguno conocÃa parte de sus secretos, era el portero, el Cuervo, su hombre de confianza. Muchos le tenÃan a este antiguo soldado del ejército de la Fe por cómplice de su amo. ¿Cómplice de qué? No se sabÃa; pero la idea de que entre los dos habÃan hecho algún desmán, se imponÃa al verlos. El Cuervo estaba entregado a su amo en cuerpo y alma. Soledad, al pasar por el portal, temÃa la mirada de aquel zapatero siniestro. Don Tomás solÃa ir con frecuencia a la librerÃa de Monnier, con Miguel, a leer periódicos realistas franceses, cuyas noticias le interesaban. Cuando la cuestión del supuesto robo de Castelo, y cuando Miguel no quiso dejarse registrar y fué llevado a la cárcel, don Tomás, a pesar de su impasibilidad, quedó sorprendido. La energÃa de su dependiente le admiró, y comprendió que era un hombre de fibra. Miguel llevaba en el bolsillo las cartas de Soledad y su Diario. Rocaforte, al ingresar en la Cárcel, pensó que el peligro en que se encontraba Soledad estaba conjurado; y se prometió no decir nada, aunque tuviera que permanecer allà largo tiempo. Don Tomás examinó la conducta de su dependiente y llegó a ver en claro la causa por la cual no habÃa querido dejarse registrar. Le faltaba la prueba, y supuso que, tarde o temprano, la encontrarÃa. En el tiempo en que Miguel estuvo preso, Soledad sufrió grandemente; su madre murió, y ella fué poniéndose cada vez más pálida y más triste. Don Tomás decidió enviarla a Sigüenza, a casa de unos parientes. V ANÓNIMOS Los malvados son como las moscas, que recorren el cuerpo del hombre y no se detienen mas que sobre sus llagas. LA BRUYERE: _Los caracteres_. EN el tiempo en que Miguel estuvo preso en la Cárcel de Corte se recibieron varios anónimos en casa de don Tomás. Uno de ellos era de Juanita, la mujer de Gómez; los otros, de León Zapata, el paisano de Miguel. La Juanita tenÃa gran odio por Soledad. Zapata querÃa mortificar a don Tomás y de paso estorbar el éxito de Miguel. Don Plácido le sirvió de apuntador y le dió datos de la gente de la casa. El anónimo de Juanita, que iba dirigido a don Tomás, decÃa asÃ: «Con gran sentimiento de mi parte, tengo que participarle a usted que su mujer le engaña con Miguel Rocaforte, el que está ahora en la cárcel. Pregunte usted en la calle de Peregrinos, 4, donde Soledad y Miguel se han visto, y le darán noticias. UN AMIGO.» Los anónimos de Zapata se sucedieron durante largo tiempo y tenÃan otro carácter. Fueron varios. El primero decÃa asÃ: «En esa santa casa antigua de Capellanes hay una mujer que adorna la frente de su marido. Es Juanita, la señora de Gómez. El señor Gómez no puede ya con su cabeza. Cada año un asta más. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2! EL DUENDE.» Al dÃa siguiente llegó otro anónimo: «El joven Miguel Rocaforte se jacta en todas partes de haberle puesto los cuernos a su principal. Estaba escrito: Manso has sido, manso eres y manso serás. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2! EL DUENDE.» Al cabo de poco tiempo vino otro papel: «En esa santa casa, hoy de la Sal, hay un Cuervo que debÃa graznar, ya hace tiempo, en el patio de un presidio. Ese Cuervo, mal zapatero, es un bandido, miserable y estafador, que engaña a todo el mundo, empezando por su amo. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2! EL DUENDE.» A los pocos dÃas se recibió otro anónimo: «En esa cristiana casa hay una Pepita que tiene dos cortejos a la vez: uno para los dÃas de fiesta, y otro para los dÃas de labor. Ahora la visita el cerdo del padre Cecilio. ¿Qué hace mientrastanto Burguillos? Burguillos calla y otorga. ¡Buena está la casa de la calle de la Misericordia, 2! EL DUENDE.» Por último, se recibió esta letanÃa, que decÃa asÃ: «_LetanÃa para recitar en la casa de la Sal._ De la mansedumbre de don Tomás Manso, De la gracia del Cuervo, De las visitas de los padres franciscanos, De los chismes de las monjas Clarisas, LÃbranos, Señor; Del ceño de don Bernardo, Del vientre del padre Cecilio, Del contravientre del hermano Félix, De la charla de don Plácido, LÃbranos, Señor; De los ardores de la Pepita, De los malhumores de Juanita, De los cuernos del buen Gómez, De los flatos de Burguillos, LÃbranos, Señor; LÃbranos, Señor, de tanto bellaco, de tanto cornudo, de tanta pécora como habita esa casa, Misericordia, 2. ¡Misericordia, Señor! EL DUENDE.» Don Tomás leyó con una terrible indignación estos anónimos. El primero comprendió que partÃa de alguna de las mujeres de la casa, de la Pepa, o de la Juanita; los otros, pensaba que debÃan ser de algún amigo de Miguel; pero no podÃa suponer de quién. VI PREPARATIVOS Que no quedara contenta ni lograda mi esperanza si no vieras la venganza en donde viste la afrenta. GUILLÉN DE CASTRO: _Las mocedades del Cid_. EL Cuervo habÃa tenido siempre gran antipatÃa por Miguel. Sin duda, la juventud y la fuerza del joven excitaban su envidia. El Cuervo habÃa asegurado en la casa que Miguel no saldrÃa de la cárcel; cuando le vió que volvÃa sintió por él un gran odio. Don Tomás recibió a Miguel con marcada frialdad e hizo que el Cuervo registrara el cuarto y las ropas del joven. Este habÃa dejado las cartas de Soledad y su Diario en manos de Aviraneta, en un paquete atado. El Cuervo no encontró nada. Don Tomás pareció contentarse; pero el Cuervo insinuó a su amo y, al último, le dijo claramente que no por eso era menos cierto que Soledad se entendÃa con Miguel. --¿Lo sabes tú? --Lo sé todo. --¿Te lo han dicho? --Lo he visto. --¿Qué has visto? --He visto que se escribÃan cartas y luego se hablaban y se daban citas. --¿Dónde se encontraban? --Generalmente en el claustro de las Descalzas. Al principio, Miguel escribÃa con lápiz, en una de las ventanas, el lugar de la cita; luego iba ella y borraba lo escrito; después era un pobre que está a la puerta de esta iglesia el que se encargaba de su correspondencia. --¿Lo viste tú? --SÃ. --¿Qué viste más? --Vi también que uno de aquellos dÃas, al salir de la iglesia de las Descalzas, pasó por aquà doña Soledad como si fuera a hacer compras, miró a derecha e izquierda y entró en la calle de Peregrinos, donde la esperaba Miguel. Don Tomás sintió que le sofocaba el ansia de vengarse; no le tenÃa gran cariño a su mujer, pero consideraba que al querer a Miguel ofendÃa en su dignidad al hombre que le habÃa sacado de la miseria. --Está bien--dijo don Tomás. Para don Tomás la traición de Soledad y de Miguel era una prueba más de la maldad humana, del espÃritu envilecido y encanallado de los hombres. Ante el Cuervo, el amo consideraba que debÃa tener una actitud indiferente, como si hasta él no pudieran llegar las miserias humanas. Los siguientes dÃas, a pesar de su impasibilidad, don Tomás se estremecÃa ante la mirada brillante e irónica del jorobado. Miguel habÃa vuelto a su trabajo y se manifestaba tranquilo y contento; su tÃo le hablaba poco; Gómez le miraba sonriente; Burguillos le contemplaba con atención, y el Cuervo le dirigÃa una mirada larga y rencorosa. Una vez don Tomás y el Cuervo tuvieron una nocturna conferencia. Al dÃa siguiente, por la tarde, era domingo y no habÃa nadie en casa. Amo y criado entraron en el almacén de la fuente con la cabeza de Medusa, y estuvieron allà largo rato. El almacén era bajo de techo, tenÃa rejas al patio y en el suelo grandes losas. Entre ellas habÃa dos con hendiduras, como saeteras, que se podÃan levantar. Las levantó el Cuervo con una palanca y apareció un agujero grande y obscuro. Metió el Cuervo una linterna encendida, colgada de una cuerda, y se vió una oquedad hecha en tierra arenosa, en parte revestida por una bóveda de ladrillo, con arcos medio derrumbados. Don Tomás y el Cuervo bajaron al subterráneo por una escalera larga, y lo reconocieron. TenÃa una profundidad de ocho a diez metros. Estaba completamente cerrado, y no habÃa comunicación alguna con el exterior; la única boca de galerÃa que parecÃa haber existido en otro tiempo estaba cerrada por una gran piedra de molino. En el centro de esta piedra habÃa un agujero. El Cuervo metió un hierro por él, sospechando si tendrÃa una salida, y sacó trozos de carbón y de huesos. Después de reconocer el subterráneo y ver que no tenÃa ninguna comunicación, volvieron amo y criado al almacén e hicieron entre los dos varias y extrañas maniobras. Sirviéndose de la palanca, llevó el Cuervo las dos piedras grandes que cerraban el boquete del suelo a un rincón, y sobre el agujero que quedaba, de un metro en cuadro, puso una esterilla ligera, que lo ocultaba perfectamente, sujeta en los bordes por unas bolas de sal. Delante del boquete colocó una mesa. El Cuervo tenÃa imaginación para el mal. Excitaba constantemente a su amo. Don Tomás vacilaba; tan pronto consideraba la venganza como lógica y justa, como la tenÃa por excesivamente severa. El Cuervo, que era el espÃritu maligno que se cernÃa sobre el alma de don Tomás, le excitaba, le ponÃa a la vista la petulancia y la fanfarronerÃa de Miguel. VII EL CRIMEN Madruga y mata primero. CALDERÓN: _El monstruo de la fortuna_. DESPUÉS de muchas conferencias con el Cuervo, don Tomás se decidió. Un dÃa le dijo a Miguel: --Tengo que enviar una persona con una comisión importante para Zaragoza, y de paso para Sigüenza. ¿Quieres ir tú? --Con mucho gusto. --Te advierto que es una comisión para los carlistas. --No me importa. --Bueno; pues pide un pasaporte y un billete para la diligencia. Miguel se entusiasmó con la idea de ver pronto a Soledad, y no se le ocurrió la menor sospecha. Dos dÃas después le avisó a su tÃo y le dijo: --Ya tengo todo en regla. --Tienes que hacer el viaje con el máximo de prudencia. Es conveniente que digas a todo el mundo que te marchas hoy, y no te vayas hasta mañana. Ven esta noche a casa, a las doce; no subas a la habitación, para que no oigan los pasos. Te daré la llave, entras y pasas al almacén de la fuente, donde yo te esperaré. --Está bien. --También quiero que te confieses para salir de Madrid y hacer este viaje, que puede estar lleno de peligros. --Bueno. Miguel no hizo gran caso de este consejo. Por la noche estuvo en el Café Nuevo, y, poco antes de dar las doce, se acercó a la casa de la calle de la Misericordia. Miguel iba muy embozado en la capa; hacÃa una noche negra de invierno. El joven empujó el postigo de la puerta, que se abrió sin ruido, y lo volvió a cerrar, pasó el zaguán, abrió la puerta de la mampara de cristales, que comunicaba con el patio, y luego, la del almacén de la fuentecilla. --¡Adelante!--dijo don Tomás, con voz temblona. Miguel no habÃa estado nunca en este almacén, en el cual se decÃa que don Tomás guardaba sus secretos. Vió en un rincón una caja de caudales y sobre una mesa un velón. --¿Te ha visto alguno entrar en la casa?--preguntó don Tomás. --Nadie. La noche está muy negra y muy frÃa. --¿Estás preparado? --SÃ. --¿Ya te confesaste? --SÃ. --Bueno. Don Tomás, dando una larga vuelta, se acercó a la mesa, de manera que la luz no le diera en el rostro. Asà no podÃa verse el aire siniestro y alterado de su fisonomÃa. --Dale esta carta a Soledad cuando llegues a Sigüenza--dijo--, y lleva este paquete a Zaragoza. En el papel está la dirección. Miguel avanzó despacio hacia la mesa. Don Tomás le contempló con una mirada anhelante. --¿Por qué me mira asÃ?--se preguntó Miguel. --Si se salva--pensó, a su vez, don Tomás--, Dios lo habrá querido. Miguel dió varios pasos y se aproximó a la mesa. De pronto se oyó que la esterilla se hundÃa, arrastrando las bolas de sal que la sujetaban, y el joven desapareció. En el momento mismo, el Cuervo saltó por entre dos filas de sacos, y apareció en medio del almacén. Don Tomás se asomó al agujero y oyó un gemido ahogado de dolor. El Cuervo, armado de la palanca, arrastró con brÃo, una tras otra, las dos grandes losas y cerró el boquete del suelo. --Ya no se oye nada--dijo, temblando, don Tomás. --Habrá muerto con el golpe--repuso el Cuervo. Don Tomás se dejó caer sobre una silla con el aire de un hombre extenuado. El Cuervo comenzó a hacer una gran pirámide de bolas de sal sobre las losas que ocultaban el agujero por donde se habÃa cometido el crimen. Acabada la obra, los cómplices se miraron uno a otro. En el Cuervo habÃa una expresión de crueldad y de satisfacción. En don Tomás, una mezcla de horror y de espanto. Los dos salieron del almacén al patio, y luego, al portal. El Cuervo entró en su covacha y don Tomás subió las escaleras hasta su cuarto. Quince dÃas después volvió Soledad a Madrid, sin haber mejorado de su mal. No se atrevÃa a hacer ninguna pregunta. Su marido, indiferente e impasible, nada le dijo. Asà vivieron marido y mujer meses y meses. Nadie tuvo la menor sospecha en la casa. El Cuervo siguió trabajando en su portal. * * * * * Dos años después, un dÃa en que Soledad rezaba en la iglesia de las Descalzas, le dió un desmayo y cayó al suelo. La llevaron a casa y llamaron al médico, y después a don Bernardo, el capellán. Don Bernardo pasó largo tiempo con la enferma, que a cada instante decÃa en voz baja: «¡Miguel! ¡Miguel!» Unas horas después, Soledad habÃa muerto. Don Tomás se retiró a Lerma y vendió la Casa de la Sal. Esta pasó a diversas manos, hasta que el último dueño decidió tirarla y alinear la calle de Capellanes. VIII LA ESCUELA DE CRISTO El sueño de la razón produce monstruos. GOYA: _Caprichos_. DON Tomás y el Cuervo se retiraron a Lerma y vivieron algunos años juntos. El Cuervo no era capaz de permanecer tranquilo y sin mezclarse en los asuntos públicos y privados, y durante la guerra civil denunció a la partida del Cura Merino algunos ciudadanos liberales, que fueron fusilados. Poco después, unos parientes de éstos cogieron al Cuervo en el campo y lo apalearon de tal manera que murió a consecuencia de la paliza. Don Tomás, al verse sin su criado, sintió más bien tranquilidad que pena; la mirada irónica y dura del Cuervo le recordaba la cueva del almacén de la calle de la Misericordia. Al verse solo fué para el una tregua, pero una tregua que duró poco tiempo, porque sus terrores volvieron de nuevo. Don Tomás se hallaba entregado a la religión; constantemente estaba en la iglesia rezando y confesándose. HabÃa por entonces en el pueblo una casa pequeña y ruinosa que casi siempre estaba cerrada. Sólo al anochecer solÃa abrirse para el paso de algunas personas. Si se entraba en el estrecho zaguán y se subÃa al único piso, se encontraba primero una sala pintada de negro, con un ventanillo enrejado que daba a la calle. En medio de la sala habÃa un féretro, cubierto de paño negro, con cuatro cirios apagados. Este cuarto se comunicaba por una puerta estrecha con una capilla obscura y sin luz. La capilla tenÃa en medio un altar, con un Nazareno coronado de espinas y lleno de sangre, y alrededor, unos armarios de sacristÃa, y encima de los armarios, varias calaveras y varias disciplinas. En la pared habÃa un marco con un papel, en donde se leÃa una lista de nombres. Esta casa pequeña con su cuarto fúnebre y su capilla constituÃa la Escuela de Cristo. Formaban parte de ella varias personas religiosas cuyos nombres constaban en el cuadro de la pared. De noche entraban allà diez o doce hombres a hacer penitencia, y después de rezar delante del féretro, cubierto de paño negro, iban pasando uno detrás de otro a la capilla, y allà se cubrÃan con una capucha. Cuando estaban todos reunidos y en cÃrculo delante del altar, se apagaban las luces y se ponÃa en el suelo un gran farol de hoja de lata, sin cristales, que tenÃa unos agujeros por los cuales pasaban tenues raros de luz. Entonces uno se destacaba, se desnudaba y se colocaba en medio del cÃrculo de los encapuchados; luego tomaba una calavera en la mano izquierda y las disciplinas en la derecha, y comenzaba a azotarse, mientras el siniestro coro rezaba en voz alta. Don Tomás pertenecÃa a la Escuela de Cristo, se disciplinaba, usaba cilicios, y en su casa rezaba tirado en el suelo cuan largo era y dando grandes alaridos. Aquel último gemido de Miguel al caer al subterráneo lo oÃa en su cerebro a cada paso; el suspiro del viento, el toque de una campana, el chirriar de una lechuza, el ruido de una ventana movida por una ráfaga del cierzo, todo rumor de la tierra o del aire le recordaba la queja postrera del joven muerto por él. Muchas veces hubiera preferido perder la razón definitivamente, que no vivir de una manera tan miserable y triste. IX EL FANTASMA Ya oigo la voz del terror que se levanta en mi corazón. ESQUILO: _Las Coéforas_. POCO después de la guerra civil se habló en Lerma de que en la Plaza aparecÃan fantasmas a media noche. Algunos los habÃan visto claramente. Los serenos, por más que vigilaban, no podÃan dar con ellos. No se sabÃa si eran duendes, espectros o almas en pena; pero se aseguraba que uno de estos fantasmas tenÃa una mano de plomo y otra de estopa, y que gozaba del poder de avisar la próxima muerte al que habÃa de morir. Al parecer, algunos serenos no sentÃan gran interés en encontrarse con aquellos seres misteriosos, porque cuando les decÃan que andaban por un lado, iban por el opuesto; otros más decididos y valientes llevaban una pistola y un garrote, y afirmaban que no se les escaparÃan los fantasmas sin un estacazo o sin un tiro. Don Tomás habÃa oÃdo hablar de estas apariciones, considerándolas como chiquilladas, sin darles más importancia. Una noche en que el viejo, después de rezar sus oraciones, se dirigÃa a la cama, oyó en la calle pasos quedos. Desde hacÃa algún tiempo, don Tomás tenÃa un oÃdo de enfermo. Escuchó las pisadas de lejos y abrió un ventanillo de su alcoba. Vió una cosa blanca que se acercaba por la acera de enfrente. Era el fantasma. Don Tomás, maravillado y confundido, quedó en el ventanillo, y, trastornado, preguntó: --¿Quién eres? ¿Qué deseas? Entonces el fantasma, con voz sepulcral, dijo: --¡Asesino! Yo soy el alma de Miguel Rocaforte, condenada por tu culpa. Don Tomás se retiró de la ventana temblando y se tiró en el suelo a rezar. Al dÃa siguiente lo encontraron desmayado, moribundo; lo llevaron a la cama y ya no volvió a levantarse. Unos dÃas después, los serenos cogieron a uno de los fantasmas, que resultó un sargento de milicianos nacionales que tenÃa amores con la mujer de un tendero de la plaza. El otro fantasma, a quien no lograron coger, se supo que era León Zapata, el compañero de Miguel Rocaforte. Madrid, diciembre, 1920. ADÃN EN EL INFIERNO I ADÃN No se gana nada violentando a la sensibilidad en sus inclinaciones; es preciso engañarla y, como dice Swift, divertir la ballena con una barrica para salvar el barco. KANT: _AntropologÃa_. EN la época de la matanza de frailes, cuando fueron ingresando en la Cárcel de Corte una porción de gente cogida en las calles de Madrid, llevaron a ella a un muchacho joven, guapo, recién venido de un pueblo de la Alcarria, Andrés Lafuente. Este alcarreño vino con Román, el hijo del librero de la calle de la Paz, y con un zapatero joven llamado Gaspar, a quien todos conocÃan por Gasparito y de quien te hablé antes. A aquel muchacho alcarreño se le consideraba como un mozo ingenuo e inocente, y se le compadecÃa por haber caÃdo en el infierno de la cárcel. El poeta Espronceda, en los pocos dÃas que estuvo en la cárcel, le llamaba Adán, y probablemente pensando en él ideó el personaje de su poema el _Diablo mundo_, que debÃa publicar unos años más tarde; Andrés (alias Adán) era un muchacho fuerte, guapo, muy lúcido y muy inocente. Gasparito el zapatero se constituyó en uno de sus defensores. Gasparito el remendón era liberal, pequeño, rubio, muy leÃdo, amigo del hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y se mostraba como hombre de buena fe y de buenas intenciones. Yo tomé bajo mi protección a Gasparito y quise proteger también a Adán, aunque veÃa que a un muchacho, sin experiencia como aquél, metido en el segundo patio, entre ladrones, la corrupción de la cárcel le habÃa de contagiar rápidamente. El padre Anselmo creyó también que con sus sermones apartarÃa al mozo del mal camino; pero Adán se reÃa de él. II LA CUADRILLA DEL FORTUNA ¿Es posible--dijo Andrenio--, que jamás nos hemos de ver libres de monstruos ni de fieras, que toda la vida ha de ser arma? GRACIÃN: El _Criticón_. LOS presos del segundo patio se dividÃan para comer en cuadrillas, que llevaban el nombre del que las dirigÃa. Adán fué a parar a la cuadrilla del Fortuna. El Fortuna era un matón de casa de juego que tenÃa gran influencia. El Fortuna era un hombre fuerte, atrevido, moreno, de bigote, con un lunar en la mejilla, tipo desvergonzado y cÃnico. Cobraba el barato en la cárcel; pero no era un valiente de verdad. Era de los que allÃ, en el segundo patio, se decÃa que madrugaban. No afrontaba con calma, sereno y tranquilo, las situaciones difÃciles; sino que las capeaba. Eso sÃ, tenÃa indudablemente el hábito de la audacia. Al Fortuna le habÃan preso por matar a traición a un hombre. Afiliado en la cárcel al grupo de los absolutistas, era de nuestros enemigos más acérrimos. Sin duda, el encontrar nuestra gente menos terne, menos enérgica, que los absolutistas, le habÃa dado una gran hostilidad contra ella. A mà me tenÃa mucho odio; una vez, en el segundo patio, se echó encima de mÃ; pero yo le di con toda mi fuerza un puñetazo en un costado que lo dejé sin aliento. El Fortuna era hombre petulante y cÃnico, que dejaba una estela de vicio allà por donde pasaba. HacÃa alarde de sus instintos crapulosos; vestÃa chaquetilla con caireles de colores, gran reloj de plata, con la cadena llena de dijes, y calañés en la cabeza. El Fortuna buscaba la amistad de los muchachos jóvenes, les brindaba su protección; según algunos, les conseguÃa tener comunicaciones con la sección de mujeres; según otros, habÃa algo peor en sus maniobras. De la misma cuadrilla era Cadedis, un gascón aventurero, que estaba procesado por robo, y un caballero de industria. El gascón aseguraba a todas horas que España era un paÃs sin civilización y sin cultura. A pesar de su cultura, el francés era muy supersticioso. CreÃa en la quiromancia, en la magia y en que las brujas hacÃan ovillos con las lanas de los colchones de una cama de tal modo, que si no se les atajaba en su obra le ahogaban al que dormÃa en ella. Afirmaba también que en el barrio de Saint-Esprit, de Bayona, se vendÃan diablos metidos en una caña, que llamaban familiares, con los que se hacÃan prodigios. El habÃa tenido uno de éstos. Un gitano, ladrón de caballos, le engañaba a Cadedis y le sacaba el dinero. El gitano era saludador y, según decÃa, tenÃa la rueda de Santa Catalina en el cielo de la boca, y una cruz debajo de la lengua. El otro personaje era un caballero de industria de quien ya te he hablado, el señor Pérez de Bustamante. Este señor se hacÃa llamar conde de Otero, marqués de la Vega, etc. Gastaba unas tarjetas llenas de tÃtulos y condecoraciones. TenÃa, según decÃa, grandes amistades con los oficiales de las secretarÃas, con aristócratas y ministros; todo lo facilitaba, y ofrecÃa empleos con la condición precisa de que se le anticipara algunas cantidades para recompensar los servicios de sus favorecedores. Contaba que habÃa viajado por toda Europa y América. A mà me dijo que me habÃa conocido en Méjico y en Madrid, en la fonda del Caballo Blanco, de la calle del Caballero de Gracia, donde yo no habÃa estado nunca. La cuadrilla del Fortuna, formada por él, el gascón y el caballero de industria, se habÃa completado con Adán. El Fortuna adulaba al señor Pérez de Bustamante, y éste protegÃa al Fortuna; el matón y el caballero de industria se entendÃan perfectamente. El Pinturas joven y otros solÃan acercarse a esta cuadrilla, que manejaba dinero y convidaba a café y a aguardiente. Ninguno de los que formaban esta cuadrilla se habÃa afiliado a los liberales. No querÃan, sin duda, comprometerse mientras no llegaran a ver claro las ventajas que aquello les podÃa reportar. III EL ODIO ¡La unción! ¡Favor! ¡Me han herido! ESPRONCEDA: _El Diablo mundo_. GASPARITO, el zapatero, habÃa querido preservar de la corrupción del ambiente a su amigo Andrés, a quien nosotros, y en toda la cárcel, llamábamos Adán. Quiso enseñarle a leer y escribir; pero el Fortuna, unido con Pérez de Bustamante, _Doña Paquita_ y Cadedis, estaban empeñados en estorbar los proyectos de Gasparito. Durante algún tiempo se entabló una lucha de influencias para captar la simpatÃa de Adán. Gasparito le dejaba libros y periódicos, le daba algún dinero, hacÃa que Andrés viniera a verme; por su parte, el Fortuna le daba cigarros, le enseñaba a jugar a las cartas, a hacer pillerÃas y a tirar la navaja. El matón le decÃa al muchacho: «Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco, te basta». El Pinturas le explicaba procedimientos de falsificación, y Pérez de Bustamante, las intrigas y enredos donde se habÃa metido. A pesar de las ilusiones de Gasparito, yo veÃa claramente que el Fortuna y su grupo ganaban la partida. Adán tomaba un aire hipócrita delante de mÃ; pero, por lo que me dijeron los del segundo patio, el muchacho andaba con el Fortuna, con _Doña Paquita_ y con algunas mujeres del otro departamento, jugaba a las cartas, fumaba, se habÃa tatuado los brazos y comenzaba a matonear. El dÃa de Carnaval de 1835, el Fortuna y los de su cuadrilla tuvieron una comida espléndida, con pollos, un cochinillo asado y vino de Valdepeñas. HabÃan metido mucho aguardiente de contrabando y convidaron a todos los amigos. La gente se emborrachó, y se pidió al alcaide permiso para disfrazarse. Entramos Gasparito, Román, el padre Anselmo y yo en el segundo patio a presenciar la fiesta. Se reunió con nosotros el Pinturas joven y dimos una vuelta por la GallinerÃa y llegamos hasta el último patio. En esto, disfrazados de mujer, vimos a _Doña Paquita_, que venÃa en medio de Adán y del Fortuna, agarrado a los dos del brazo. HabÃan bebido de más y gritaban como locos. El Fortuna abrazaba a Adán, y se puso a hacer ademanes obscenos. Gasparito volvió la cabeza con un ademán de disgusto y nos alejamos del grupo que formaban los tres borrachos; pero el Fortuna quiso mostrar más su conquista y se presentó de nuevo frente a nosotros con Adán y con _Doña Paquita_. --¿Vienes, hermoso?--le dijo a Gasparito con una risa cÃnica y un contoneo repugnante--. ¿Cuál de las tres te gusta más? Gasparito, incomodado, viendo que el guapo se le echaba encima, le dió un empujón y lo tiró rodando al suelo. Yo vi que se nos venÃa la tormenta encima, y, agarrándole a Gaspar por el brazo, le empujé hacia la salida del patio; pero habÃa mucha gente y Gaspar no querÃa salir rápidamente, quizá para que no se creyera que tenÃa miedo. El Fortuna habÃa desaparecido. Ya estábamos a la salida del patio cuando el matón se presentó con una navaja, oculta en la manga, y se lanzó sobre Gasparito como un toro; Gasparito tuvo tiempo de escapar a la acometida dando un salto rápido para atrás. Román, el hijo del librero, agarró al matón del borde de la chaqueta, y Gasparito, con gran valor, le arrancó la navaja de las manos. El Fortuna, loco, enfurecido, le mordió en el brazo izquierdo. Entonces, Gasparito, en un momento de terrible furia, empuñó la navaja con toda su fuerza y dió tal navajada al matón en el vientre, que el Fortuna dió un grito de becerro que matan, y cayó al suelo. Yo vi brillar la hoja de la navaja como un relámpago y desaparecer en el vientre del matón. Le salÃan las entrañas por la herida y se iba desangrando rápidamente. --¡Socorro! ¡Socorro!--gritó--. Me ha matado. A los gritos vinieron el alcaide y los cabos de vara, prendieron a Gasparito y llevaron al matón a la enfermerÃa, el cual falleció poco después, asistido por el padre Anselmo. --¡A quién se le ocurre matar a la Fortuna!--dijo el Pinturas con indiferencia. Gaspar pasó unos dÃas en el calabozo y tuvo un proceso. Yo declaré a su favor; Pérez de Bustamente, en contra, y el tribunal le condenó al zapatero a una pena Ãnfima. Años después le vi en su tienda y le pregunté: --¿Se acuerda usted de la Cárcel de Corte? --No, don Eugenio; ¿y usted? Me dijo que muy pocas veces habÃa pensado en aquel bruto a quien habÃa matado, y, al parecer, recordaba el suceso sin remordimiento. Adán, al salir de la cárcel, se hizo un criminal completo, y debió acabar su vida en presidio. Itzea, diciembre, 1920. MI DESQUITE Todo esto es salud, y otro tanto ingenio. QUEVEDO: _El Buscón_. DURANTE mucho tiempo, no pudimos luchar con los presos carlistas. En el cuarto del abogado Selva, el mejor de todos de la Cárcel de Corte, se reunÃan cuatro o cinco frailes, dos o tres curas y otros tantos guerrilleros, y en esta Junta apostólica se tomaban acuerdos que don Paco, el alcaide, seguÃa al pie de la letra. La Junta de Selva se erigió en soberana de la cárcel: ella decidÃa lo que se habÃa de hacer; quién debÃa estar castigado; quién, no; quién debÃa ser tratado con benevolencia, y quién con severidad. --Yo, por entonces, tenÃa asegurada la comunicación con los de fuera, y mis amigos de la Isabelina me mandaban cartas y papeles y me indicaban el giro que iban tomando los asuntos polÃticos. A pesar de que yo me quejaba constantemente de la situación en que nos encontrábamos los liberales en la cárcel, los amigos no hacÃan nada por nosotros. Entonces, desesperado, se me ocurrió enviar un escrito al Gobierno, afirmando a rajatabla que en la Cárcel de Corte se fraguaba una conspiración carlista. El Gobierno no desconfió de mi denuncia, y envió en concepto de preso a un coronel, don Andrés Robledo, con la misión de observar lo que pasaba y de ver si era cierta mi denuncia. Yo mismo no creÃa gran cosa en que allà se conspirase; pero cuando Robledo comenzó sus investigaciones, vi que mi hipótesis era una realidad, y que en la Cárcel de Corte se estaba tramando una de las muchas intrigas carlistas que por entonces tuvieron Madrid por centro. El coronel Robledo me contaba sus descubrimientos; yo le daba datos acerca de los presos carlistas, y entre los dos redactábamos los partes al Gobierno. Tan graves hallaron el ministro y el jefe de policÃa el contenido de estos partes, que enviaron a la cárcel a dos comisarios de policÃa, uno de ellos Luna, auxiliados por sesenta miñones aragoneses y varios celadores. Luna conferenció conmigo y con Robledo, y dispusimos prender a don Paco el alcaide y a sus dependientes, al abogado Selva, al escribano de mi causa, GarcÃa, y enviarlos a la cárcel de la Villa. Se comenzó a instruÃr un voluminoso proceso acerca de esta causa, y se le encargó de él a mi amigo el juez don Modesto Cortázar, a quien conocÃa desde Aranda del año 20. Los cargos de alcaide, de llavero y de carceleros se proveyeron en personas de antecedentes liberales, y desde entonces pudimos estar los constitucionales a nuestras anchas. El fiscal que nombraron para esta causa fué don Laureano de Jado, enemigo mÃo, que meses después decÃa a todo el que le querÃa oÃr: --Estoy admirado del genio fecundo y de la travesura de Aviraneta. El ha conseguido embrollar su proceso de tal manera, que ha sido preciso a los Tribunales poner en libertad como inocentes a todos sus cómplices, y, para complemento de su maquiavelismo, ha fraguado este proceso de la conspiración de la Cárcel de Corte, que es la concepción más revolucionaria que ha podido imaginar el cerebro de un hombre para vengarse de los que él consideraba enemigos, y hasta del juez Regio y del escribano de la causa. Este proceso está vestido con tales declaraciones y pruebas, que me veo obligado a pedir contra los presuntos reos, cuando menos, un presidio. Pues bien: si como fiscal estoy en la obligación de obrar de esta manera, como particular me hallo cada vez más convencido y casi seguro de que todo el proceso no es mas que un solemnÃsimo embrollo fraguado por la fecunda imaginación de Aviraneta. Con razón o sin ella, conseguimos vernos libres de la dictadura de los carlistas. Yo quise influÃr en Cortázar para que dejara libre al padre Anselmo; pero el cura estaba pendiente de la causa y no se le podÃa libertar. Como la vida en la cárcel para nosotros se hizo más llevadera, yo comencé a recibir visitas de los antiguos afiliados a la Isabelina, que podÃan hablarme con completa libertad. La opinión de la gente reaccionó a mi favor, y todo el mundo decÃa que era un absurdo que permaneciera preso por una conspiración que no habÃa existido nunca. Yo me hacÃa la vÃctima y esperaba el desquite. Unos dÃas después supe que en un movimiento revolucionario que estalló por entonces en Barcelona y que costó la vida al general Bassa, habÃan destituÃdo del cargo, que le dieron meses antes, a mi denunciador Civat. Poco después, MartÃnez de la Rosa salÃa del Gobierno. Yo me consideraba vengado, pero me faltaba conseguir mi libertad. I PLAN DEL PRONUNCIAMIENTO Yo pienso, pues, que vale más ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es mujer, y para subyugarla es mejor batirla y atropellarla, porque se deja más bien vencer por los audaces que por los que obran frÃamente. MAQUIAVELO: _El PrÃncipe_. LO que tengo que contar ahora no es ninguna novedad para ti--me dijo Aviraneta--, porque pertenece en parte a la historia del tiempo. Una mañana de agosto se presentaron en la Cárcel de Corte el capitán RÃos, ayo de los hijos del conde de Parcent, con otro oficial de la Milicia Urbana, de paisano. El alcaide me dejaba gran libertad y me permitió hablar con ellos largamente. Los dos oficiales venÃan nada menos que a pedirme un Plan de sublevación, hecho a base de la Milicia Urbana. --Señores--les dije yo--, no creo, claro es, que ustedes hayan venido aquà a tenderme un lazo, ni mucho menos; pero ustedes pueden muy bien engañarse respecto al espÃritu del pueblo y de la Milicia, y yo, antes de idear un plan y de ser responsable de él, quisiera cerciorarme de lo que ustedes dicen. RÃos me contestó que traerÃan una carta de tres comandantes de la Milicia Urbana corroborando lo que decÃan ellos, y que vendrÃa al dÃa siguiente un agente de Bolsa amigo mÃo llamado Robles. Vino RÃos con la carta y con Robles, y hablamos. Robles me dijo que reinaba, efectivamente, gran descontento en el pueblo liberal; que las noticias de la guerra eran malas; que se acusaba al Gobierno de inactivo; que la Corte en la Granja se dedicaba a divertirse, y que todo el mundo decÃa que tenÃa que venir un cambio en la polÃtica. Era una época en la que habÃa entusiasmo y fe en las nuevas ideas, entusiasmo y fe que luego han ido decayendo. RÃos añadió que estaba todo preparado para un pronunciamiento de la Milicia; que el pueblo secundarÃa el movimiento, y que Andrés Borrego habÃa visitado al general Quesada, y que éste daba su palabra de que la Guardia Real no atacarÃa a los sublevados. --¿Cómo puede asegurar esto Quesada?--pregunté yo--. El está de reemplazo. --SÃ; pero tiene de su parte toda la oficialidad de la Guardia Real. --¿Han pactado algo Borrego y Quesada? --No. --¿Está usted seguro? --SÃ. Luego se supo que Borrego habÃa conferenciado con Quesada y con dos jefes de la Guardia Real, el general Soria y el conde de Cleonart. En esta conferencia, que yo no conocÃa, se habÃa pactado que la Milicia Urbana harÃa una manifestación. Borrego y Olózaga escribirÃan una petición a la Reina, firmada por los cuatro jefes de la Milicia Urbana, y, presentada la petición, la Milicia dejarÃa las armas. Si yo hubiera sabido que Quesada estaba en el ajo, no entro en la combinación. Quesada era un militar ordenancista, bárbaro e incomprensivo. Era muy valiente y de costumbres rudas, arrebatado, ajeno a todo miramiento; decÃa que no sabÃa mas que mandar y obedecer, declaración que basta para juzgar cualquiera. Muy duro en el mando, muy destemplado en el lenguaje, a pesar de creerse muy fijo en sus ideas, era completamente voluble. Muchas veces dijo, refiriéndose a los liberales: «He de ser peor que Atila con esa canalla». Un hombre como Quesada, que tenÃa por norma el no razonar, no podÃa ser hombre de ideas; asà se le vió figurar en una época con los absolutistas, después hacerse masón, sentirse medio liberal y, al mismo tiempo, enemigo de la Constitución. Para él todas estas volubilidades e inconsecuencias se velaban con la disciplina. Sólo a Borrego, a Espronceda y a González Brabo, gente que querÃa medrar sin esfuerzo, se les pudo ocurrir apoyarse en un hombre como Quesada. Quesada en esta época, 1835, estaba de cuartel en Madrid. Le habÃan separado de la CapitanÃa General en enero, lo que consideraba como una ofensa a su persona. Si, como digo, hubiese tenido conocimiento de la participación de Quesada en el asunto, hubiese llevado éste de otra manera muy diferente. Hablamos Robles y RÃos, y quedamos de acuerdo en que el objeto de la sublevación serÃa: 1.º Apoderarse de Madrid. 2.º Nombrar una Junta Revolucionaria. 3.º Ponerse en relación con los sublevados de Zaragoza. De acuerdo en esto, les dije que al dÃa siguiente les darÃa mi plan. Fué el siguiente: PLAN DEL PRONUNCIAMIENTO (_Orden general para la Milicia._) Pasado mañana, 15 de agosto, hay función de toros, y da el piquete de la Plaza la Milicia. Este piquete, en vez de disolverse al llegar a la Puerta del Sol, hará que sus tambores toquen generala, esparciéndose por la población. Los individuos de la Milicia, avisados, se irán reuniendo en la Plaza Mayor; se ocuparán las casas y se harán barricadas en las avenidas de los arcos. También se ocupará el telégrafo para impedir se avise al Gobierno. Una compañÃa se posesionará de la Puerta de Hierro e impedirá el paso al Sitio (La Granja), Hecho esto, se pondrá inmediatamente en libertad a Aviraneta, que dirá lo demás que debe ejecutarse. AVISO A LOS ISABELINOS Se avisará a las centurias de la Isabelina para que asistan el dÃa 15 de agosto, dÃa de la Asunción, a la corrida de toros. A la salida rodearán al piquete de la Guardia Urbana y provocarán todo el escándalo posible. Se alarmará al vecindario. AVISO A LOS DIPUTADOS Inmediatamente se avisará a los diputados liberales para que vayan a la Plaza Mayor y formen una Junta de Gobierno. DISPOSICIONES INMEDIATAS Si las tropas del Gobierno no se oponen, la Milicia se apoderará lo más rápidamente posible de la casa de Oñate, en la calle Mayor, de la Imprenta Real y del Principal. Se fueron los militares y yo me quedé en la cárcel. Aquellos dÃas estuve leyendo el _Diablo Cojuelo_, de Vélez de Guevara, que me prestó un preso, y pensando en la idea original del autor. La tarde y la noche del 15 de agosto las pasé en una gran angustia. Al anochecer me pareció oÃr desde mi cuarto gritos y ruido de tambores; luego cesó todo rumor y volvió el silencio. Cuando a las diez de la noche vi que no venÃa nadie a buscarme, creà que el pronunciamiento habrÃa fracasado. Yo pensaba--y en estas cosas se equivoca uno siempre--que podÃa fracasar el movimiento; lo que no se me ocurrÃa es que, después de hecho con éxito, mis amigos no vinieran en seguida a sacarme de la cárcel. Sin embargo, asà fué. Un pelotón de milicianos, pertenecientes a la Isabelina, quisieron venir; pero los centinelas no les dejaron pasar. Otros me dijeron que no habÃan ido a la cárcel por no molestarme. ¡Por no molestar a un preso retardar su libertad! ¡y retardarla creyéndolo necesario! ¡Qué absurdo! Al dÃa siguiente, domingo, a las nueve de la mañana, vinieron a buscarme a la Cárcel de Corte. II LO OCURRIDO Una vez que no se entendÃan en una disputa de la Academia, dijo M. de Mairan: «Caballeros: ¡si no habláramos más de cuatro a la vez!» CHAMFORT: _Caracteres y anécdotas_. EL pronunciamiento se habÃa hecho y estaba ya vencido. Al terminar la corrida del dÃa de la Asunción, dos compañÃas de milicianos volvÃan formados por la calle de Alcalá, con la música al frente, tocando himnos patrióticos. El _Himno de Riego_ producÃa entre la muchedumbre tempestades de aplausos. La gente daba vivas y mueras, a cada momento más estrepitosos. Al llegar a la Puerta del Sol la algazara subió de pronto; comenzaron a oÃrse gritos de «¡Viva la libertad!», «¡Mueran los carlistas!», «¡Viva la SoberanÃa Nacional!». Al acercarse a la Plaza Mayor la Milicia habÃa perdido las filas y se habÃa mezclado con los paisanos. De pronto sonaron unos cuantos tiros, se oyeron toques estridentes de corneta, y se inició el pánico en la ciudad. Se cerraron las puertas y ventanas de las casas, y los tambores comenzaron a tocar generala por las calles desiertas de Madrid, en distintos puntos de la capital. Se les habÃa avisado a los milicianos que estuviesen preparados para el toque de generala, y se les vió que cruzaban presurosos las calles y corrÃan a reunirse a sus respectivos batallones, en los puntos que se les tenÃa señalados para caso de alarma. Luego, los batallones fueron a la Plaza Mayor y formaron a lo largo de sus cuatro frentes. Se ocupó la casa de la PanaderÃa y la de Oñate, en la calle Mayor, y se empezaron a hacer zanjas en los arcos. Se trajeron de los almacenes del Ayuntamiento maderos y carros y se cerraron las distintas calles que rodean a la plaza. El segundo batallón de milicianos no entró en la Plaza Mayor, sino que quedó en la del Rey, con su comandante don Rodrigo Aranda, probablemente más inclinado a obedecer al Gobierno que a hacer causa común con los sublevados. De noche se le avisó y se le envió hacia Puerta de Moros para que observara lo que pasaba con la tropa en el cuartel de San Francisco. A las nueve de la noche se presentaron en la Plaza Mayor don FermÃn Caballero, Chacón, el conde de las Navas, don JoaquÃn MarÃa López, Gaminde, Calvo de Rozas, y otros muchos, a proponer que se formara inmediatamente una Junta de Gobierno; pero Borrego, Espronceda, González Brabo, Ventura de la Vega, Olózaga y otros jóvenes dijeron que habÃa que esperar la llegada del general Quesada; que éste era el director del movimiento y que él tenÃa que dar las órdenes. Los liberales, en vez de obrar inmediatamente, se dejaron convencer. A la misma hora Quesada habÃa sido llamado por el secretario del Ministerio de lo Interior, don Mariano Zea, al Principal. Estaban allà el corregidor marqués de Pontejos y el capitán general conde de Ezpeleta. Se decÃa, sin duda, que Quesada tenÃa participación en el movimiento de los milicianos. Zea y Ezpeleta, que estaban desprevenidos y no contaban en aquel momento con fuerzas, le dijeron a Quesada que debÃa ir a la Plaza Mayor a verse con los sublevados y a preguntarles qué es lo que deseaban y cuál era la causa de su movimiento. Fueron Quesada, Pontejos y el concejal Roca a la Plaza Mayor, donde les esperaban Olózaga y Borrego. Quesada se quejó de que en el Arco de PlaterÃas hubiese atravesados carros y maderos. Borrego le dijo que se quitarÃan. Subieron a una habitación alta del Ayuntamiento y se celebró una reunión. Quesada y Pontejos esperaron el resultado en un cuarto próximo. En la reunión estaban los jefes de la Milicia: el duque de Abrantes, Gálvez, Castaño y José MarÃa Sanz; otros oficiales, como el capitán RÃos, el capitán Nocedal y muchos paisanos: Chacón, Espronceda, Gaminde y los diputados liberales. Entonces Borrego dijo que el general Quesada conocÃa el origen del movimiento; que no pretendÃa ser mas que una manifestación de la Milicia Urbana; que después de dirigir una petición a la Reina se disolverÃa. Los liberales quedaron extrañados. ¿Entonces, para qué nos han llamado?, se preguntaban. Chacón y el conde de las Navas insistieron en la formación de una Junta. Espronceda y Borrego replicaron que era desvirtuar el movimiento y que se habÃa dado palabra al general de no ir más allá. Se discutió entre unos y otros, y se apeló a los jefes de la Milicia, y éstos, en su mayorÃa, afirmaron que los milicianos no querÃan mas que hacer la petición a la Reina y disolverse. Como no habÃa unanimidad se dijo que convenÃa llamar a todos los jefes y oficiales de la Milicia Urbana y consultarles. En general, todos fueron partidarios de la exposición, seguida de la disolución inmediata. Ante esto, los partidarios de la Junta cedieron, y Olózaga y Borrego entraron en un salón e hicieron como que redactaban un escrito, que ya tenÃan redactado. Después fueron a ver al general Quesada y le entregaron la exposición para que la llevara al ministro. Pasaba el tiempo, y los milicianos en la plaza iban perdiendo el entusiasmo al ver que no se tomaban determinaciones rápidas. Algunos isabelinos empezaron a reforzar las barricadas de los arcos; pero el comandante Sanz y Borrego, con un grupo de oficiales, mandaron que se quitaran los obstáculos, pues se habÃa prometido a Quesada dejar las puertas francas. Con la exposición de los milicianos en el bolsillo entró en la sala Quesada, donde se discutió. Borrego explicó lo ocurrido; dijo cómo se habÃa escrito una exposición a la Reina; que una copia se habÃa dado a Quesada para que la mostrara al Gobierno, y que los jefes de la Milicia querÃan ir a la Granja a entregarla a la Regente. Quesada habló. Dijo las vulgaridades de cajón. Que desaprobaba los tumultos de la fuerza armada contra el Gobierno constituÃdo; que la Milicia Urbana no debÃa salirse del campo de la ley; que aquel acontecimiento favorecÃa a los partidarios de Don Carlos, y que él llevarÃa la exposición al Ministerio. Con esto se retiró. Chacón replicó que habÃa ido engañado a la reunión, pues le habÃan avisado que se querÃa formar una Junta de Gobierno; que, puesto que se trataba de otra cosa, se retiraba, no sin advertir que la exposición tendrÃa la eficacia de los paños calientes y del agua de cerrajas. Por otra parte, él no podÃa creer que el general Quesada fuera siempre tan atento con los Gobiernos constituÃdos, pues todo el mundo recordaba que el general, ahora tan respetuoso con lo establecido, habÃa sido un faccioso y un rebelde en los años 22 y 23, en los cuales habÃa mandado el Ejército de la Fe, que era una gavilla de asesinos. Borrego y Espronceda no supieron qué decir, y Chacón y los suyos se marcharon. Su marcha fué un desencanto para los exaltados. A media noche comenzaron en la plaza las discusiones y las riñas. Estaban encendidos los faroles y se habÃan hecho algunas hogueras. Hubo grandes peleas entre exaltados y pacÃficos; los exaltados eran de Madrid, y a los pacÃficos los llamaban de Guadalajara. Los exaltados decÃan que era una vergüenza haber servido de comparsas a Espronceda y a Borrego, con los cuales Quesada estaba jugando; los pacÃficos respondÃan que no se habÃan comprometido mas que a aquello. Los exaltados insultaban a los pacÃficos, y añadÃan que deshonrarÃan la Milicia si soltaban las armas. Entre conversaciones y discursos se bebió mucho y la exaltación volvió a los ánimos. Mientras los milicianos discutÃan y reñÃan con furia en la Plaza Mayor, el Gobierno, representado por el capitán general de Madrid, el superintendente de policÃa, el secretario Zea, el alcalde, Pontejos, y el concejal Roca, discutieron la exposición de la Milicia llevada al Principal por el general Quesada y Olózaga. Zea dijo que el Gobierno no podÃa resolver acerca de la mayorÃa de las peticiones sin las Cortes. Que en la exposición habÃa que borrar estos puntos, para resolver los cuales no tenÃa atribuciones el Ministerio. Volvió Quesada a la plaza a las cuatro, y Borrego redactó una nueva exposición, suprimiendo todos los puntos importantes de la anterior, y Quesada se encargó de llevarla al Ministerio. Al salir dijo que quitaran las barricadas, porque era inútil y peligroso dejarlas. Salió Quesada de la plaza para el Ministerio, y tras él, una comisión de seis oficiales milicianos, con el duque de Abrantes a la cabeza, que iban a pedir al Gobierno que les diera pasaporte para llegar hasta la Reina y entregarle a aquella exposición tan venida a menos. Estando los jefes en el Ministerio llegó una proclama, impresa en la Imprenta Real, con este tÃtulo: «La Milicia Urbana de Madrid, al pueblo y benemérita guarnición». Quesada les reconvino a los jefes urbanos por la proclama, y éstos protestaron de que no habÃan sido ellos los inspiradores de este papel. Pensaban que serÃan los amigos de don FermÃn Caballero y de Chacón los que habÃan impreso aquello. Zea, entonces, haciéndose el enérgico, dijo que de ninguna manera podÃa dar los pasaportes a los que miraba como rebeldes, y el capitán general le dió la razón. Zea supo en aquel momento que tenÃa la guarnición de Madrid segura, y por esto se sintió valiente. Los oficiales, ya asustados, dijeron a Quesada que volviera a la plaza, y que entre todos convencerÃan a los urbanos para que se retiraran sin más exigencias. Fueron de nuevo a la plaza Quesada, acompañado del coronel de la plana mayor de la Guardia Real, don Cayetano Urbina, y del teniente de caballerÃa Pezuela. En la habitación donde se habÃan celebrado las anteriores conferencias entraron los jefes, los soldados urbanos y los amigos de Espronceda y Borrego. Quesada les recriminó por la proclama dirigida al pueblo, y Espronceda y Borrego dijeron que ellos no la habÃan escrito. --Es la expresión de los sentimientos de la mayorÃa de la Milicia Urbana--saltó diciendo uno del público. --No es cierto. --SÃ, sÃ; lo es. ¡Bravo! Quesada, que iba incomodándose, dijo que era necesario que los sublevados quitasen las barricadas, pues si no, él se pondrÃa a la cabeza de la Guardia Real y les dejarÃa sepultados bajo las ruinas de la plaza. Quesada puso su cara de pocos amigos para decir esto. Borrego y Espronceda, agarrándose a la última tabla de salvación, afirmaron que se quitarÃan los obstáculos si la tropa se retiraba a sus cuarteles y se cumplÃa lo pedido en la exposición. El general dió por terminada la conferencia y comenzó a bajar las escaleras refunfuñando, diciendo que iba a hacer una de las suyas. Quesada apareció en los soportales de la plaza rodeado de los dos oficiales de la Guardia Real, de uniforme, y seguido de Espronceda, Borrego, Ventura de la Vega, Luis González Brabo, y otros. Al ver que habÃa obstáculos en el callejón del Infierno gritó a uno de los comandantes: --¿No habÃamos quedado en que desaparecerÃan las barricadas y que los milicianos se retirarÃan a sus casas? --Mi general--contestó el comandante Sanz--, parte de los milicianos se opone a retirarse. --Se les desarma--dijo Quesada. En esto algunos isabelinos se acercaron al grupo del general y sus amigos y comenzaron a increparles. --¡Fuera los traidores!--gritó uno. --¡Viva la Constitución de 1812! --¡Viva la Niña! --Quesada levantó el bastón en el aire con intención de descargarlo sobre la cabeza de los milicianos, que gritaban. La rabia de éstos se volvió contra él: --¡Muera Quesada! --¡Muera! --¡Abajo los absolutistas! --¡Abajo! Los milicianos fueron a coger sus armas; y todo el grupo de Quesada y sus amigos lo hubiese pasado mal si los milicianos de Guadalajara no hubieran formado en los arcos para defenderles. Quesada, con los suyos, se dirigió corriendo hacia el Arco de PlaterÃas, y saltando por una barricada salió a la calle Mayor. Con él salieron los dos oficiales y Espronceda, Borrego y los paisanos. Quesada iba echando espuma por la boca, de rabia, e inmediatamente se presentó al Gobierno a ofrecerse para atacar inmediatamente a los sublevados. A las seis de la mañana las tropas del Gobierno, dirigidas por Latre, Ezpeleta y Quesada, salÃan de los cuarteles y ocupaban la plaza de Oriente y la de los Consejos, y poco después, la calle de Santiago y la del Sacramento, hasta la plaza del Conde de Barajas. A esta hora los sublevados pensarÃan en mÃ. III PARTIDA PERDIDA Sólo a las temeridades las sentencia la fortuna; pues con juicio desigual hace que el nombre les den: de hazaña, si salen bien, y de locura, si mal. BANCES CANDAMO: _Por su rey y por su dama_. ESTABA la partida perdida cuando los sublevados pensaron en mÃ. A eso de las nueve, un grupo de milicianos armados se presentaron en la plaza de Santa Cruz delante de la Cárcel de Corte; entraron aquÃ, llamaron al alcaide y le exigieron que me dejara en libertad. El alcaide, naturalmente, se opuso; pero, ante la amenaza de soltar a todos los presos, cedió. Yo estaba preparado y el padre Anselmo también. --Aprovéchese usted--le dije--y salga usted conmigo. --Pero, ¿cómo? --Nada, nada, coja usted sus bártulos y sÃgame usted. El alcaide se quiso oponer; pero hice que nos rodearan a los dos los milicianos y salimos a la plaza de Santa Cruz, y después, a la Plaza Mayor. El pobre cura, al ver tanta gente armada, estaba asombrado. Con su maleta en la mano no sabÃa qué hacer. Al entrar en la Plaza Mayor le vi a Bartolillo, el chico de la librerÃa de la calle de la Paz, que andaba curioseando por allá. Le llamé: --¡Bartolo! --¿Qué? --¿Quieres acompañarle a este cura? --SÃ. --Pues vete con él a la calle de Segovia; bajando a mano derecha, y en una casa grande, entre la plaza de la Cruz Verde y la calle de la Ventanilla, que tiene en el piso bajo una panaderÃa, entráis, subÃs al piso cuarto y preguntáis por doña Nacimiento. La dices a esa señora que el cura va de parte de don Eugenio y que me esperará allÃ. --Muy bien. El cura querÃa llevarse la maleta. --Deje usted la maleta aquÃ, yo se la mandaré dentro de un momento. Se fueron el padre Anselmo y Bartolillo; guardé yo la maleta en una taberna próxima a la Escalera de Piedra y me dediqué a examinar tranquilamente la situación. La partida estaba perdida. Hablé con los jefes de la Milicia Urbana, y cada uno opinaba de manera diferente. Le envié un recado a Palafox por si éste se atrevÃa a ponerse a la cabeza del movimiento; pero a Palafox no le convenÃa aparecer, y se eclipsó. Entonces hablé con el capitán Miláns del Bosch, hombre enérgico, para ver si él era capaz de erigirse en jefe del movimiento y asumir su responsabilidad. Le dije que parte de la Guardia Real se vendrÃa con nosotros; que yo me comprometÃa a verle a Urbina, y que le convencerÃa o me fusilarÃa. Luego supe que el oficial que le acompañaba a Quesada no era el Urbina que conocÃa yo, sino otro; le dije también que el coronel don Antonio MartÃn, hermano del Empecinado, sublevarÃa su regimiento de caballerÃa. --¿Cómo vamos a sostenernos en esta plaza?--me dijo Miláns--. ¿Dónde están los vÃveres? --Salgamos de aquÃ--le dije yo--. Cinco mil hombres y un regimiento de caballerÃa es mucho. --SÃ, si hubiera disciplina; pero no la hay. Estos hombres están desmoralizados. --Entonces la partida está perdida. Démosla como terminada. Yo subà sobre un banco de la plaza y expliqué que no habÃa mas que una alternativa: o salir inmediatamente y atacar a las tropas en la Puerta del Sol y seguir adelante, o abandonar la empresa. --¡Vamos! ¡Vamos!--gritaron los exaltados. Pero ya era imposible, y nadie dió el paso adelante. Los cañones de la tropa comenzaron a acercarse a los arcos. Yo volvà al banco y grité: --¡Señores! Esto está acabado. Yo no tengo la culpa. A mà me han llamado tarde. Ahora cada cual que se vaya a su casa. Al anochecer, los milicianos, en masa, dejaban sus fusiles y se marchaban. Los ex voluntarios realistas de los Barrios Bajos, al ver la derrota de los milicianos, atacaron a los fugitivos a tiros y a palos, y no sé si llegaron a matar a alguno. Sobre todo, las viejas se mostraron más terribles, y esperaban a los liberales con la navaja en la mano. A una de estas furias, que cosió a cuchilladas a un miliciano que pretendÃa entrar en su casa, la prendieron, la juzgaron y la llevaron, pocos dÃas después, al patÃbulo. AsÃ, el despecho de Quesada, la ambición de Espronceda y de Borrego, los planes mÃos, concluyeron en que se ejecutara a una pobre vieja, fanática, que creÃa seguramente que era una obra meritoria el matar a un liberal. IV ESCAPATORIA Que aquesto es el Castañar que más estimo, señor, que cuanta hacienda y honor los reyes me pueden dar. ROJAS: _GarcÃa del Castañar_. AL anochecer del dÃa 16, cuando vi la Plaza Mayor desierta, entré en la taberna próxima a la Escalerilla; saqué la maleta del padre Anselmo, y me puse el manteo y la teja nueva. Metà mi sombrero en la maleta, y bajé por la escalera a la calle de Cuchilleros. Llegué hasta Puerta Cerrada y encontré allà una patrulla de voluntarios realistas. --¿Se puede ir hacia la Plaza Mayor?--les pregunté. --No; no vaya usted por allÃ, padre. --Entonces tendré que volverme a casa. Seguà hasta la calle de Segovia. En la escalera de casa de doña Nacimiento me quité el manteo y me encontré con don Anselmo. Pasamos el cura y yo seis dÃas en aquella casa, sin salir una vez siquiera, esperando el giro de los acontecimientos. Supimos que al volver el Gobierno de la Granja, el presidente, el conde de Toreno, ofreció doscientas onzas de oro y un empleo a quien descubriera mi paradero, y la policÃa hizo los mayores esfuerzos para cogerme. El padre Anselmo y yo preparamos un plan de fuga. El padre Anselmo tenÃa un sobrino y ahijado que vivÃa en Alcalá. Unos dÃas después, el 24 de agosto, era la feria de este pueblo. SaldrÃamos de Madrid en calesa hasta las Ventas del EspÃritu Santo; aquà esperarÃamos una galera y entrarÃamos en Alcalá, confundidos con carreteros y arrieros que fuesen a la feria, e irÃamos a parar a casa del ahijado del cura. Doña Nacimiento conocÃa a un calesero y le llamó. El calesero era liberal y se prestó a lo que le propusimos. El chico del calesero se vestirÃa de muchacha; el padre Anselmo, con traje de aldeano, y yo serÃa el calesero. IrÃamos hasta las Ventas del EspÃritu Santo, esperarÃamos allÃ, donde dejarÃamos la calesa, y marcharÃamos en un carro camino de Alcalá, como si fuéramos a la gran feria que se celebraba en la ciudad del Henares el dÃa 24. Asà lo hicimos, y todo nos resultó bien. El ahijado de don Anselmo, a quien le habÃamos anunciado nuestra llegada, nos esperó y nos llevó a una finca que tenÃa a una legua del pueblo. Era una propiedad no muy grande, pero muy bien cuidada. Juan, el sobrino y ahijado del padre Anselmo, era un hombre joven, fuerte, labrador, cazador y muy activo. La mujer, la Ambrosia, era una mujer rozagante, que habÃa echado al mundo nueve hijos y pensaba seguir echando más. Juan, con su escopeta y sus perros, marchando de caza al amanecer, acostándose al hacerse de noche y contento con su suerte, me recordaba a GarcÃa del Castañar. El matrimonio nos recibió muy amablemente al cura y a mÃ. Vivà yo en aquella casa una semana, y, pasada ésta, me despedà del padre Anselmo y de sus sobrinos y me fuà a Zaragoza. Aquà publiqué un folletito sobre el Estatuto Real, en la imprenta de Ramón León, y esperé hasta que Mendizábal me llamó y me dió un encargo para Barcelona; pero esto--terminó diciendo Aviraneta--es otro capÃtulo de mi vida. EPÃLOGO Todo es hecho del polvo, y todo se tornará en el mismo polvo. EL ECLESIASTÉS. POR la época de la guerra de Cuba--dice LeguÃa--, solÃa ir yo a Madrid a un hotel de la calle del Arenal, y visitaba las librerÃas de viejo próximas. Me detenÃa con frecuencia a charlar con un librero de viejo que tenÃa su tienda en una rinconada que habÃa en la calle de Capellanes, al acercarse a la calle de Preciados. Le habÃa encargado a este librero, como a otros, que me guardase lo que encontrara de papeles históricos y de estampas españoles del siglo XIX. El librero era un viejo, muy viejo, y me proporcionaba lo que le pedÃa. Cuando subÃa desde la calle del Arenal por la de Capellanes solÃa echar una mirada por una ventana enrejada que daba al horno de una panaderÃa, y recordaba la historia de don Tomás Manso y de su sobrino. Unos años más tarde de la guerra de Cuba, el librero de la rinconada me dijo que tiraban la casa grande de los Capellanes y que él iba a traspasar su tiendecilla. Cuatro o cinco meses después vi la casa de la calle de la Misericordia derribada y la alineación de la calle de Capellanes hecha. El librero me dijo que al derribar la casa, en un sótano, debajo de un almacén que tenÃa en la pared una fuentecilla con una cabeza de Medusa, se encontró un esqueleto de un hombre y unos huesecillos de feto. Los anticlericales de la vecindad supusieron que estos serÃan de alguna monja del convento vecino; respecto al esqueleto del hombre no se pudo saber de quién era. El dÃa en que el librero me contaba esto entró un trapero, un tuerto desharrapado de cara alegre, barbas enmarañadas y la nariz roja, con un gran lÃo de papeles. --No los quiero--dijo el librero--; te los puedes llevar, Tuerto, yo ya me retiro. --A ver que trae usted ahÃ--le indiqué yo. --Lo daré muy barato--me dijo el trapero, dejando el paquete en una silla y quitándole una lÃa hecha con bramantes viejos y balduques. HabÃa un tomo del _Palacio de los CrÃmenes_, de Ayguals de Izco; la _Historia de la revolución del 54_, por Ribot y Fontseré; dos folletos de Aviraneta, varios _Ecos del Comercio_, amarillos, y la proclama de los nacionales en agosto de 1835. Ni el librero ni el trapero habÃan oÃdo hablar nunca de Chico, ni de Aviraneta, y mucho menos del pronunciamiento de los Urbanos. A mÃ, que habÃa visto durante tanto tiempo carteles pintados con la muerte de Chico, del Cura Merino y de los hermanos Marina, que un hombre mostraba con un puntero en las plazas, me chocaba que todo esto hubiera desaparecido tan completamente del recuerdo de las gentes. Y, sin embargo, asà era. --Todo esto que traes aquÃ--dijo el librero--no vale nada. Cosas pasadas, sin importancia. --Nosotros también somos viejos--repuso el trapero y se nos ha pasado el tiempo. --Todo pasa, amigo trapero--le dije yo--. La hoja del árbol cae, la hoja de rosa se marchita, la hoja de papel se arruga y la comen los lepismas. El lepisma devora el papel; la carcoma y la polilla devoran la madera; las penas nos devoran a nosotros hasta que entregan su presa a los gusanos. --Todo no es mas que miseria--dijo el librero. --¿Saben ustedes cómo arreglo yo eso?--preguntó el trapero. --¿Cómo lo arregla usted? --Pues echándome un quince siempre que puedo. --La otra manera de arreglarlo es la filosofÃa. --Mi filosofÃa es el vino. ¿Hace alguna de estas cosas, caballero? Me da usted lo que usted quiera por ellas. Le di tres pesetas por los dos folletos y por la proclama. --¡Bueno, señores!--dijo el hombre volviendo a atar los libros--. Me voy a dedicar... a la filosofÃa. --Es usted un compadre alegre y jovial--le dije yo. --Naturalmente. Ahora me voy yo a la taberna del Vaqueiro del callejón de Preciados, y me tomo una tajada de bacalao y un quince, y me rÃo yo de los peces de colores. --¡Hombre, eso está mal!--le dije yo. --¿Por qué?--preguntó el hombre extrañado. --Yo me figuro que el bacalao es un pez, y comérselo y reÃrse luego de él, no me parece bien. --¡Vamos! Usted es un guasón. Pues sÃ, me tomo un quince o dos quinces, y le hago un corte de mangas al mundo entero. --Hasta que el vino te haga un corte de mangas a ti, Tuerto, y te lleve al Este--dijo el librero. --¡Bah! --Ten cuidado con esa nariz, se va pareciendo al Vesubio en ignición. --Te veo... Vesubio. --¿Tiene usted hijos, trapero?--le pregunté yo. --Se tienen ellos...; yo, no... Yo los he traÃdo al mundo...; ellos se agarran como pueden... ¡Salud, señores! El trapero echó su paquete al hombro, y yo volvà al hotel pasando por delante del solar de la casa de los Capellanes y pensando que todo está hecho de polvo y que todo se tornará en el mismo polvo. Madrid, marzo, 1921. FIN DE EL SABOR DE LA VENGANZA ÃNDICE Páginas. PRÓLOGO 9 LA CÃRCEL DE CORTE I.--El calamar 15 II.--Solo 21 III.--La cárcel 25 IV.--El padre Anselmo 31 V.--Luchas 35 VI.--El segundo patio 39 VII.--Los matones 43 LA MUERTE DE CHICO O LA VENGANZA DE UN JUGADOR PRIMERA PARTE ANTECEDENTES I.--Una noche de nieve 49 II.--Un preso nuevo 53 III.--Miguel Rocaforte 57 IV.--Un asunto embrollado 61 V.--Lo ocurrido 69 VI.--Se echa tierra al asunto 73 VII.--Castelo y Paca Dávalos 79 VIII.--Hacia el abismo 83 IX.--Chico y Castelo 89 SEGUNDA PARTE CONSECUENCIAS I.--La revolución del 54 101 II.--Mal paso 107 III.--Una noche de insomnio 117 IV.--El final de Chico 121 V.--Acosado 127 VI.--En el Saladero 133 VII.--El hospital 139 VIII.--La locura 143 IX.--Alimañas 147 LA CASA DE LA CALLE DE LA MISERICORDIA I.--La casa de los Capellanes de las Descalzas 153 II.--Fauna y flora de la casa 159 III.--La ejecución de Miyar, el librero 171 IV.--Soledad 179 V.--Anónimos 187 VI.--Preparativos 191 VII.--El crimen 195 VIII.--La escuela de Cristo 199 IX.--El fantasma 203 ADÃN EN EL INFIERNO I.--Adán 207 II.--La cuadrilla del Fortuna 209 III.--El odio 213 MI DESQUITE I.--Plan de pronunciamiento 223 II.--Lo ocurrido 229 III.--Partida perdida 239 IV.--Escapatoria 243 EPÃLOGO 247 End of the Project Gutenberg EBook of El Sabor de la Venganza, by Baroja PÃo *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 54285 ***