The Project Gutenberg EBook of Eneida; v.1 de 2, by Publio Virgilio Marón This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Eneida; v.1 de 2 Author: Publio Virgilio Marón Translator: Miguel Antonio Caro Release Date: February 25, 2020 [EBook #61508] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK ENEIDA; V.1 DE 2 *** Produced by Ramón Pajares Box, Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (Biblioteca Nacional de España. ) ENEIDA. BIBLIOTECA CLÁSICA TOMO IX ENEIDA POR PUBLIO VIRGILIO MARON TRADUCCIÓN EN VERSOS CASTELLANOS POR MIGUEL ANTONIO CARO TOMO I MADRID LIBRERÍA DE PERLADO, PÁEZ Y C. Sucesores de Hernando. Calle del Arenal, núm. 11. 1905 ES PROPIEDAD Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33. Á LA ACADEMIA ESPAÑOLA, EN PRENDA DE AGRADECIMIENTO Y TESTIMONIO DE ADHESIÓN, MIGUEL ANTONIO CARO. VIRGILIO EN AMÉRICA. ENEIDA DE VIRGILIO.--(Libros I y IV), traducción en octavas, por D. Fermín de la Puente y Apezechea, de la Academia Española.--Madrid, 1874. OBRAS DE VIRGILIO, traducidas en versos castellanos con una introducción y notas, por Miguel Antonio Caro. Tomos I y II.--Bogotá, 1873. I. Podría formarse un precioso volumen, titulado _Virgilio en América_, reuniendo las traducciones é imitaciones en lengua castellana que del gran poeta latino han ensayado varios humanistas hijos del Nuevo Mundo. Estamos ciertos de la superioridad que este trabajo alcanzaría si se llegara á realizar y se pusiera en cotejo con la recopilación, erudita pero escasa de buena crítica, formada en el último tercio del siglo XVIII por el laborioso D. Gregorio Mayáns y Císcar. Los trabajos reunidos por este humanista europeo, comenzando por las Geórgicas del maestro Juan de Guzmán, discípulo del Brocense, y acabando por la Eneida de Hernando de Velasco, poco tienen de amenos y de virgilianos, si exceptuamos algunas imitaciones felicísimas del dulce Luis de León. La reciente y meritoria traducción del Sr. Ochoa está, como todos saben, escrita en prosa; y antes del de éste no ha llegado á nuestros oídos, incluyendo á Iriarte, el nombre de traductor alguno peninsular, reconocido como intérprete notable del épico latino. Mientras tanto, en esta misma _Revista_ hemos tenido la agradable oportunidad de consignar los ensayos maestros de D. Juan C. Varela y de D. Ventura de la Vega, en los cuales se trasunta el más exquisito sentimiento de las bellezas del original, que trasladaron á versos castellanos en forma y lenguaje intachables. Vamos ahora á comunicar á nuestros lectores nuevas pruebas de la aptitud de los literatos sudamericanos para aclimatar en el terreno de las lenguas vivas, desafiando las trabas de las combinaciones métricas más ajustadas, el espíritu, las ideas, los sentimientos de los poetas de la antigüedad clásica. Y, como vivimos los americanos en completo divorcio intelectual unos de otros, ignorando comúnmente aquello que cada sección del continente conquista y cosecha á favor de la civilización y de la honra de la patria comun, creemos hacernos gratos á los argentinos, revelándoles el secreto de dos bellas y serias traducciones de la obra virgiliana completa, que aparecen en este momento, debidas á la erudición y al estro de un neogranadino y de un mejicano: _Arcades ambo ..._ Llámase este último D. Fermín de la Puente y Apezechea, miembro de la Academia Española. Para estimar el mérito de la traducción de los libros I y IV de la _Eneida_, que hasta ahora son los únicos que ha dado á luz este señor, tenemos que referirnos al análisis que de ellos hace, en un artículo crítico, otro americano bien conceptuado en España como hombre de letras y de buen gusto, el Sr. D. José Antonio Calcaño, venezolano avecindado á la sazón en las cercanías de Liverpool. El crítico ha sometido la obra del mejicano á una prueba dura, pero eficaz y decisiva. «Cuando se nos viene á las manos, dice el Sr. Calcaño, la traducción de un autor clásico, no podemos prescindir de ir á ver, antes que todo, cómo han sido vertidos aquellos pasajes que, si hemos hecho particular estudio del texto, tenemos en la memoria». Trayendo á la suya el mismo crítico los pasajes más célebres de los mencionados libros de la _Eneida_, ya por sentenciosos, ya por patéticos, ya por la belleza rítmica, ó por la propiedad de las onomatopeyas, parangona el original con la versión, resultando que en la mayor parte de los casos sale airoso el traductor y sin ofensa el poeta original. No es esto corto elogio para el Sr. Apezechea. En cuanto al mérito de la versificación, el crítico le es favorable hasta el entusiasmo, exclamando al cerrar la lectura de los cantos traducidos: «¡Qué octavas, qué octavas hay en ellos! ¡Cómo honra su autor á nuestra América!» El Sr. Calcaño justifica su ponderativo elogio copiando algunos trozos de la traducción mejicana. Despechada la tiernísima y orgullosa Dido al verse abandonada por Eneas, dirígele el enérgico apóstrofe que anda en la memoria de todos: _Nec tibi diva parens, generis nec Dardanus auctor, perfide ..._ ¡No! No es tu madre, pérfido, una diosa; Ni tus padres de Dárdano manaron: Del Cáucaso en la entraña cavernosa Entre sus duros riscos te engendraron, Las tigres de la Hircania pavorosa A sus pechos, cruel, te amamantaron; Ya, ¿por qué disimulo? ¿por qué tardo? ¿A qué mayores males ya me aguardo? ¿Por ventura gimió por mi gemido? ¿Tornó á verme la vista vacilante? ¿Le vi llorar con lágrimas vencido? ¿Sintió piedad de su infeliz amante? ¿Qué más he de decir? ¡Y han consentido Juno así y Jove á la maldad triunfante! ¿Dónde hallaré piedad, dónde consuelo? Ya no hay fe ni en la tierra ni en el cielo! Desnudo te lanzó la mar, é inerte Sobre mis playas te acogí rendida: Partí loca contigo reino y suerte; Tu flota reparé rota y perdida: Yo liberté á los tuyos de la muerte; Y ¡ay de mí! (¡que ardo en furias encendida!) Hoy Apolo ... el oráculo te guía: Un mensajero Júpiter te envía. ¡Por cierto! á eso los dioses atendiendo Están ... ¿ese cuidado los agita? Yo no sé lo que has dicho ... ni te entiendo, Mas respuesta ninguna necesita. ¡Ve, marcha á Italia! Por el mar horrendo Ese tu nuevo reino solicita. Yo espero (si piedad hay en el cielo) Que los escollos vengarán mi duelo. A Dido entonces llamarás turbado; Yo en negros fuegos seguiréte ausente; Y cuando el alma deje el cuerpo helado, Sombra doquier, te aterraré presente: Tu pena entonces sufrirás, malvado, Y hasta en el centro del Averno ardiente Yo lo oiré, y á mis manos la noticia La misma fama llevará propicia. Veamos ahora de qué manera ha trasladado también á octavas castellanas este mismo apóstrofe el poeta neogranadino[A]: * * * * * Indudablemente que la ventaja la lleva Caro sobre Puente y Apezechea, como traductor de este desahogo magistral del amor burlado de una mujer. El granadino se mueve con mayor desenvoltura, y sabe envolver y amoldar mejor que el mejicano, en la masa dócil de sus tersos endecasílabos, los pormenores de la ironía, del dolor, de la rabia de la cartaginense. Para entender el primero es necesario hacer algún esfuerzo, mientras que el segundo es transparente y armonioso, y disimula la fatiga de la tarea, complaciendo al lector. La libertad en la versificación de Caro va á par con la que emplea para interpretar las imágenes del poeta latino: vuela con el pensamiento de éste; no se arrastra calcando sus expresiones. Así, por ejemplo, el «_Sequar atris ignibus absens_» del hemistiquio de Virgilio, nos parece más poética y exactamente interpretado en este verso: «--Dido abandonada Con tea hermosa aterrará tu mente», que no en éste del mejicano, aunque tenga el mérito de ser más literal: «Yo en negros fuegos seguiréte ausente». El título del presente artículo nos autoriza para poner al lado de estas dos traducciones una imitación del mismo pasaje del libro IV de la _Eneida_, tomada de la tragedia _Dido_ de nuestro compatriota D. Juan C. Varela. Este poeta ha dramatizado el episodio virgiliano, poniendo á los dos amantes uno frente al otro en la escena. Ha aceptado los caracteres tales como fueron concebidos por el gran épico, y su mérito se reduce á la exactitud con que el futuro fundador de Roma y la reina de Cartago sienten y se expresan en castellano bajo la inspiración de Virgilio. A veces las imitaciones son más ajustadas al espíritu de los originales que las traducciones al pie de la letra, especialmente cuando se trata de los autores clásicos. Pocas odas castellanas se hallan más impregnadas del color horaciano que la de Fray Luis de León, titulada _Profecía del Tajo_. Varela, deteniendo especialmente su atención en el libro de la _Eneida_, que puede llamarse el libro del amor en este magnífico poema, mostró sinceramente el temperamento de la musa que le inspiraba, la sensibilidad de su alma y la analogía de su genio con el del maestro predilecto de sus estudios. Pero escuchemos sus versos en la boca de Dido: Pero yo, ¿dónde voy? ¿Cómo pretendo Con llanto débil ablandar la peña De que es formado el corazón de un monstruo? Mis lágrimas ¿qué valen?... nada ... aumentan El triunfo del malvado, y engreído, Contempla mi dolor y lo desprecia. ¿Se le oye algún suspiro? ¿Algún sollozo Interrumpe su hablar? Quiere que crea Que lo violenta un dios; como si fuesen Los dioses como Dido, que no piensan En nada más que en él; como si un hombre, Un hombre solo interesar pudiera A los que en lo alto de su gloria miran Como nada los cielos y la tierra. ¡Un dios!... ¡Blasfemo!... Parte, parte, inicuo; La ambición es tu dios: te llama, vuela Donde ella te arrebata, mientras Dido Morirá de dolor: sí, pero tiembla, Tiembla cuando en el mar el rayo, el viento, Y los escollos que mi costa cercan, Y amotinadas las bramantes olas, En venganza de Dido se conmuevan. Me llamarás entonces, pero entonces Morirás desoído.................. II. Volvamos al traductor neogranadino. Sólo conocíamos del Sr. D. Miguel Antonio Caro el título con que publicó sus poesías líricas en un volumen en 8.º el año 1866 en Bogotá, y la fama de su apellido en las letras de un país natal. Los Caros descienden de un gaditano nacido á la mitad justa del siglo XVIII, conocido en Bogotá como magistrado y como literato, y especialmente por su afición á la literatura clásica, de que dió muestras anotando el _Arte poética_ de Horacio. Su descendencia conserva, según parece, como religión del hogar, la inclinación del ilustre abuelo, atestiguándolo la traducción de que tratamos. Es de advertir que en aquella república de vida agitada, tanto ó más que la nuestra, y en donde los ensayos de las formas más peregrinas de gobierno democrático vertieron torrentes de sangre generosa, y en donde la novedad á este respecto llegó á rayar en el delirio, jamás declinó el amor á la bella literatura, ni se rompió el nudo que une á la antigua con la moderna. Allí hubo siempre quien recordara con hechos repetidos el consorcio indisoluble que hasta por razón del idioma debe existir entre las letras latinas y las contemporáneas. Y de aquí, probablemente, nace también el esmero con que en Nueva Granada se defiende contra las invasiones extranjeras y los malos usos locales la integridad de la lengua heredada. «Mirar por la lengua, dice un bogotano, vale para nosotros tanto como cuidar los recuerdos de nuestros mayores, las tradiciones de nuestro pueblo y las glorias de nuestros héroes; y cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común, propender á su uniformidad es avigorar sus simpatías y relaciones, hacer de ellos un solo pueblo»[B]. Nuestro traductor de Virgilio piensa á este respecto como su compatriota, á punto que al leer sus excelentes versos, nos sentimos transportados al afamado siglo de oro de la literatura castellana. Campea en ellos un respeto llevado hasta el arcaísmo por las formas sintáxicas y los vocablos predilectos de Herrera y de León--achaque perdonable y aun meritorio al trasladar al castellano la obra de un antiguo, porque así parece la imitación más cercana al original. Pero si las producciones de D. José Eusebio Caro y de otros vates granadinos no nos convencieran que esta excesiva devoción á la gramática de nuestros abuelos en nada perjudica á los arranques audaces del patriotismo republicano ni á la libertad de las ideas, estaríamos distantes de recomendar como modelo á los sudamericanos el proceder seguido por los Señores D. Miguel Antonio Caro y D. Rufino José Cuervo[C]............ La gramática va hoy por el mismo camino por donde huye avergonzada la retórica. Las cuestiones de propiedad del lenguaje no deben resolverse, no, según Salvá y Martínez López, sino según la reflexión propia y el instinto de lo bello y exacto adquirido con el cultivo libre de las facultades del espíritu. A la formación de las lenguas ha precedido una lógica severa, una ley de armonía que sólo sabrán hallar y respetar los que discurran bien y tengan el sentimiento de lo bello. Mientras un pueblo eduque su sazón, goce con la armonía de los sonidos, exija de las formas las condiciones de la belleza y lo comprenda tanto en la Naturaleza como en el Arte, no haya miedo de que ese pueblo desfigure, abastardee ni afee la expresión escrita de la cultura intelectual que ha alcanzado por medio de una educación general literaria y científica. Aquí está encerrado el secreto de la decadencia ó vitalidad de las lenguas. Ellas progresan, se estacionan ó retrogradan, según la actividad de la nación que las habla. * * * * * Horacio decía á sus discípulos: sólo escribirá con propiedad quien apele á la razón como fuente y raíz de todo conocimiento. El estudio de los filósofos os dará á conocer el fundamento de las ciencias y de las cosas naturales, y una vez conocidas, las palabras os fluirán espontáneamente á vuestros labios para expresaros con claridad. _Scribendi recte sapere est et principium et fons._ Se equivocaría quien hiciera torcidas y desfavorables aplicaciones de lo que dejamos dicho sin detener la pluma, al estilo y lenguaje del distinguido traductor neogranadino. Es el Sr. Caro un excelente humanista, un literato entendido, y al emprender su ardua tarea, sabía bien el peso que echaba sobre sus hombros, robustos á fe. No es completo el ejemplar que poseemos de su obra; pero leyendo el suplemento al primer volumen de ella, advertimos que ha tratado en la introducción, desconocida para nosotros, de la filosofía y del estilo del clásico que vierte á nuestra lengua, mostrando así la seriedad de sus estudios y la altura del punto de vista desde donde se encara al mayor teólogo, al mayor erudito, al mayor sabedor de las cosas romanas, entre cuantos talentos ilustraron el siglo de Augusto. Virgilio fué el pontífice y el heraldo de su época, el luminoso arco iris agorero de la paz por que anhelaba el mundo romano, atónito con el fragor de la caída del Egipto y del poderío oriental. En su famosa égloga IV parece que hubiera vislumbrado más allá del Imperio, el comienzo de la era de la idea, de la redención del esclavo, de la igualdad ó confraternidad de los hombres, ante un Dios paternal y único, en nada parecido á los dioses materiales adorados antes de él. Amigo de las labores del campo, resumía en sí, por su observación propia, el conocimiento de todos los fenómenos de la Naturaleza que hasta entonces había podido adivinar la ciencia. Era un coloso intelectual con quien sólo puede compararse en los tiempos modernos su discípulo Dante Alighieri. Inteligencias de esta naturaleza no puede mirarlas hito á hito sino el verdadero talento amamantado con predilección al seno de las musas. A más del sabio y del inspirado hay que considerar en el cisne de Mantua al hombre de propósitos elevados, de corazón bondadoso, de hondísimos sentimientos, brotados á raudales en ondas sonoras y benéficas, en las cuales se espejea la luz de una imaginación casta como la de los astros. Así, pues, Virgilio requiere ser sentido y comprendido á la vez por sus intérpretes, porque su oro se compone de la liga de la razón con la sensibilidad, de la invención poética con el saber lentamente adquirido. Por esta razón alguna vez se ha creído que la _Eneida_ del gran poeta no debía verterse á los idiomas vivos, respetándola como á las armas de Rolando por falta de bríos para esgrimirlas. Y tal vez sea acertada esta opinión, porque si trasladada del viejo suelo latino aquella sublime epopeya á las lenguas de formación reciente, hubiera de conservar tan sólo su estructura material y relatarnos descoloridas las proezas de los héroes que en ella hacen papel, poco ó nada ganarían los profanos que buscan en el maestro afamado ejemplos de la verdadera y perpetua belleza literaria. Esta belleza de la obra de Virgilio se manifiesta como un perfume, como vislumbre apacible, como rumor armonioso que acompaña al lector, no sólo en el palacio de Dido, en las fiestas y en las alegrías de Eneas y de sus compañeros, sino también cuando presencia la catástrofe final del porfiado asedio de Troya, las iras de Neptuno, los desastres de las batallas y las intrigas del Olimpo. Cerradas las páginas, el corazón se encuentra satisfecho y mejorado si padecía, la mente ennoblecida, el instinto literario menos expuesto á caer en trivialidades y en bajezas. Tales son, expresadas con generalidades, las impresiones que causa en el ánimo del lector esa realidad indefinible que se llama «estilo virgiliano». De esta impresión moral que supo grabar el mantuano es de la que convendría hacer partícipe al mayor número posible de lectores por medio de las vulgarizaciones de la _Eneida_, trasuntando en ellas, antes que todo, su estilo, porque éste es el alma misma de Virgilio, la más bella y humana del mundo pagano. Guiados por este criterio, hemos leído las Églogas, las Geórgicas y cuatro de los libros de la _Eneida_ traducidos hasta ahora por el Sr. Caro. Delante de un trabajo que requiere aliento y fuerzas poco comunes para emprenderle, la crítica debe mostrarse circunspecta y fundada, so pena de cometer, más que una ligereza, una mala acción. Nos guardaremos de incurrir en ella, limitándonos á señalar, según nuestro entender, algunas de las brillantes cualidades de que á cada momento da pruebas el literato neogranadino: _ære perennius_ será, sin duda, el monumento que erigirá en nombre de las letras americanas si lleva á cabo su empresa, ya tan adelantada. El Sr. Caro es felicísimo en muchos pasos de las Geórgicas, en las cuales se encierra la ciencia y la experiencia agrícola de los romanos, embellecidas con los encantos del sentimiento y de la imaginación. En nuestro concepto, es ésta la obra de Virgilio más ardua para los traductores, y al mismo tiempo la que de preferencia debiera ponerse desde temprano en manos de los discípulos de Humanidades en las escuelas americanas. Un arado fué el cetro de Cincinato, y debe ser el instrumento con que los hijos de las repúblicas prefieran labrar su fortuna. El autor de la _Agricultura de la zona tórrida_ hizo con sus admirables versos un valioso presente intelectual y económico á la juventud americana, tentándola á admirar y aprovechar los pingües tesoros de los variados climas en que habita, al mismo tiempo que con mano maestra le mostraba cómo el espíritu de las letras clásicas puede animar, embelleciéndolas, las producciones de la moderna literatura. La obra incompleta de Bello pudo convertirse en las Geórgicas sudamericanas si hubiera tenido imitadores, inspirados, como el iniciador, en un pensamiento de patriotismo y de civilización á un tiempo. La agricultura es la generosa nodriza del hombre, y nadie mejor que Virgilio la ha idealizado en versos que jamás perecerán por mucho que los aleje el tiempo: oigámosle en la traducción neogranadina: Al hombre urgiendo, la escasez le educa, Y el trabajo tenaz todo lo allana. Ceres, sabia maestra, á los mortales El seno de la tierra á abrir indujo Cuando faltaron en las sacras selvas Bellotas y madroños, y Dodona El sustento habitual negó cansada. Creció en esmeros el cultivo, en cuanto Funesta á las espigas la impía nubla Y hórrido á los sembrados sobrevino El torpe cardo. Y ya la mies fallece: Que la áspera maleza en torno crece, Y el abrojo la invade y el espino; Oprimen ya el espléndido sembrado Triste cizaña, estériles avenas. Tú, pues, como afanado Las gramas no persigas Con incansable rastro; si no alejas Con ruidos las aves enemigas; Si hiriendo ociosas ramas, El asombrado campo no despejas, Ni con voto eficaz la pluvia llamas, ¡Triste! con sesgos ojos de vecina Heredad mirarás la parva enhiesta, Y tu hambre en la floresta Aliviará la sacudida encina. Ni uno solo de los prolijos detalles con que pinta Virgilio la lucha del labrador con la Naturaleza ha escapado á la sagacidad del traductor: no crecerán las mieses sino se extirpan á tiempo el cardo y las importunas cañas, si no se espantan las aves atraídas por el apetito del grano. La pereza condenaría al labrador á contemplar con tristeza la cosecha abundante del vecino y á alimentarse con el insípido y grosero fruto de las encinas. _Heu! magnum alterius frustra spectabis acervum,_ _Concussaque famem in silvis solabere quercui_ La agricultura fué considerada por los antiguos como el arte que enseña al hombre á apropiarse por el trabajo y la industria, no sólo los dones de Ceres, sino cuantos distribuye Cibeles, uno de cuyos atributos es la llave con que abre y cierra, según las estaciones, los tesoros de la Naturaleza, y gobernando los leones que conducen su carro, dice simbólicamente que nada hay tan feroz é indómito que no se someta á la amorosa paciencia de la maternal agricultura. Si nuestro menguado código rural hubiera tenido presente el gran código rural de Virgilio, de cierto que las laboriosas abejas, dulcemente cantadas y acariciadas en las _Geórgicas_, no habrían sido desterradas á muchas leguas de los escasos plantíos y sembrados de nuestros incultos campos. Los animales útiles atraen de preferencia la atención de Virgilio, haciéndonos amar al buey paciente, á su hembra de ubres generosas, á la oveja que se despoja de su vellón para vestirnos, al caballo que se asocia á nuestros viriles placeres, á nuestras hazañas de valor y arrastra la carroza elegante del rico como la reja del arado del humilde labriego. Las llanuras colombianas como las argentinas son propicias á la noble raza del caballo. En ellas, ha dicho Buffón, es donde debe estudiarse al potro en toda su belleza y libertad, al caballo que, según el mismo naturalista, es la más gloriosa conquista del poder inteligente del hombre. El americano nace contemplando el caballo, y ensaya sus primeras fuerzas manejándole por la brida; en él atraviesa el desierto, vadea los ríos, y sobre sus lomos y ancas conduce á su querida y á sus hijos al poblado ó al nuevo techo que ha construído de totora á la margen de la laguna lejana. El caballo es para el llanero y el gaucho el personaje principal de sus idilios en acción ó de sus yaravís y cielitos, acompañados de la guitarra. A esta intimidad entre el nobilísimo bruto y el hombre americano atribuímos el acierto con que el traductor bogotano ha interpretado el siguiente pasaje del libro III de las _Geórgicas_. No menos diligencia A la elección de los caballos debes. Tú, desde tierna edad á los que fíes El incremento de la raza, aplica Laboriosa atención. El potro nuevo De estirpe generosa, Gallardo ya campea. Y en noble porte y numerosos pasos Las blandas coyunturas ejercita: Toma la delantera en el camino, A la crespa corriente vado tienta, A puente ignoto avánzase el primero, Ni de estrépitos vanos se intimida. La cerviz tiene erguida, Aguda la cabeza, el vientre breve, Grupa redonda, el pecho Con músculos soberbios que le abultan. Noble es el rucio azul, noble el castaño, De blancos y melados desconfío. ¡Con qué ingénito brío El pisador lozano Sale del puesto y sosegar no sabe Si armas de lejos resonar ha oído! Las orejas aguza, se estremece, El encendido aliento Por la abierta nariz bramando arroja; El cabello sacude aborrascado, Le esparce al diestro lado; Y doble mueve la dorsal espina, Y recios cascos sobre el suelo asienta Que batido á compás hueco retumba. Sofrenado de Pólux Amícleo Tal Cílaro soberbio braveaba, La copia de trotones Que Marte unció, tal era; tales fueron, Ya de griegos poetas celebrados, Los del caro veloz del grande Aquiles; Y Saturno agilísimo la hermosa Crin derramando sobre el cuello equino, Así también, al asomar su esposa, Hirió, rápido huyendo, El alto Pelion con relincho agudo. Al que así contemplaste Animoso corcel, cuando agobiado Por las enfermedades, ó vencido Le vieres de la edad, ponle á cubierto, Y da á su honrada senitud descanso. Para enlaces de Venus Frío el caballo viejo, afán estéril Apura en ellos, y tal vez se llega A la amorosa lid, se enciende en vano, Cual sin fuerza en la paja un alto fuego. Observa de antemano Los bríos y la edad de cada potro, Su raza y vocación discierne luego; Mira si causa en él y en qué manera, La ignominia dolor, celo la gloria. ¿No has visto cuando en rápida carrera Parten de la barrera A cubrir el palenque émulos carros? Mancebos en la faz muestran bizarros El ansia de vencer, mientras el pecho La duda palpitante les devora, Con retorcido látigo aguijando, Tendido el cuerpo van, suelta la brida; En férvido volar arden las ruedas; Y ora se inclinan, y ora Parecen remontarse arrebatados En vuelo aéreo á superior esfera. No hay descanso, no hay paz. La arena roja En nubes se levanta: Fogoso al delantero el de atrás moja Con la espuma que arroja; ¡Tanto es el pundonor, la ambición tanta! Estos versos, fuerza es confesarlo, no se parecen en nada á los que generalmente nos regala la musa sudamericana, libertina, indómita, sin más consejero que el oído, á veces mal educado y excesivamente democrático en el estilo, en la elocución y en las formas sintáxicas, casi siempre cortadas al talle de la prosa. Si muchos han de saborearlos y deleitarse con ellos, no faltarán quienes los hallen desabridos al paladar, obscuros á la inteligencia y aun ásperos para leídos corrientemente. Pero nosotros, que nos declaramos pertenecer á los primeros, es decir, á los admiradores de la noble versificación del Sr. Caro, entendemos que el verso debe tener también poesía en su estructura, y participar, hasta en la ordenación de las palabras, del juego de la imaginación, que es la primera de las facultades distintivas del poeta. El verso debe pasar por delante de la vista como el diamante bruñido, destellando luz por cada una de sus facetas; ondear como airosa culebra ó como la corriente de las aguas, y sorprender por la novedosa variedad de sus movimientos, para que, como la música á la letra, acompañe armoniosamente los giros originales é inspirados del pensamiento. Desdéñase sin razón esta parte material de la versificación, y ni se reflexiona sobre ella, ni se estudian sus condiciones, como si no constituyera parte del arte de escribir en verso, del mismo modo que es en el pintor la distribución de los tonos del colorido, y las gradaciones de la modulación en el músico. Hay idiomas en que la frase en el verso sigue la misma línea recta que en la prosa, y toda la poesía consiste en ellos en el fondo ó en la substancia de la idea. Pero el castellano no es de este número. En la prosa misma es garboso, lujoso, erguido, y exige de quienes lo usen en verso y con intenciones de poetas, que levanten y acentúen esas cualidades, defectos ó virtudes de su índole, según quiera juzgarlos el juicio humano, generalmente vario y voluminoso. En el caso presente existe una razón más para que los versos que quedan copiados merezcan la aprobación de las personas instruídas y de buen gusto, por cuanto traducen al más encumbrado y más delicadamente noble y pulcro de los poetas latinos, en quien brilla la tersura de la palabra y el pudor de la imagen. Sienta bien á su intérprete el dejo clásico, la solemnidad antigua, de que tan discretamente hace uso, logrando acercarse, cuanto es posible á un moderno, á semejante original. JUAN MARÍA GUTIÉRREZ. (_Revista del Río de la Plata_, número correspondiente al 1.º de Febrero de 1875.) ENEIDA. _(Yo aquel que ya con flauta campesina_ _Libre de afanes modulé canciones,_ _Y dejando la selva peregrina,_ _Causa fuí que con ricas producciones_ _Satisficiese la región vecina_ _De exigente cultor las ambiciones_ _--Obra grata á la gente labradora--_ _Los horrores de Marte canto ahora)_ ENEIDA. LIBRO PRIMERO. I. Canto asunto marcial; al héroe canto Que, de Troya lanzado, á Italia vino; Que ora en mar, ora en tierra, sufrió tanto De Juno rencorosa y del destino; Que en guerras luégo padeció quebranto, Conquistador en el país latino, Hasta fundar, en fin, con alto ejemplo, Muro á sus armas, y á sus dioses templo. II. De allá trajo su sér el trono albano, Su nombre el pueblo á quien el orbe admira Roma de allá su cetro soberano..... Mas tú á mi osado verso, Musa, inspira! Abre de estos sucesos el arcano; ¿Qué ofensa suscitó la excelsa ira Que á la errante virtud sigue y quebranta? ¿Cupo en celestes pechos furia tanta? III. En frente, aunque á distancia, de la riba Donde el Tibre en el mar su onda derrama, Tiria de orígen, opulenta, altiva, Alzóse la ciudad que Juno ama. Más que á Sámos la Diosa vengativa La amó: Cartago la ciudad se llama: En ella la armadura pavorosa, El carro en ella estuvo de la Diosa. IV. Y ya anhelaba Juno y pretendia Hacer del orbe á esta ciudad señora Si consintiese el hado. Oido habia Que, corriendo los tiempos, en mal hora Para alcázares tirios, se alzaría De troyana raíz, dominadora Nacion potente, en los combates fiera; Que así lo urdido por las Parcas era. V. Eso la Diosa recelaba; y luégo De irritantes recuerdos ocupada, Ella no olvida que á vengar al Griego Fué la primera en desnudar la espada: Del troyano pastor el fallo ciego; Su ofendida beldad, la raza odiada, El alto honor á Ganimédes hecho, Memorias son para afligir su pecho. VI. Por eso avienta á términos distantes Del ítalo confin, á los que á vida Dejó incendio voraz, salvados ántes Del acero de Aquíles homicida. Por largos años sobre el ponto errantes, Cerrando el paso á su virtud sufrida El hado vengador ¿dónde no asoma? ¡Fué empresa colosal fundar á Roma! VII. Haciendo nueva tentativa ahora, De la orilla zarpando siciliana, Ya á la vela se daban; ya la prora Cortando iba veloz la espuma cana. Mas la llaga cruel que la devora Guardaba fresca la deidad tirana En el fondo del alma; y sin testigo Así comienza á razonar consigo: VIII. «¿Y será que vencida retroceda En la intentada empresa? ¿y que al troyano Aborrecido príncipe no pueda Léjos tener del límite italiano? ¿Conque adverso el destino me lo veda? Pálas un dia, del insulto insano Tan sólo de Áyax ofendida, airada, ¿No hundió á los Griegos y abrasó su armada? IX. »Ella misma del cerco nebuloso Vibró de Jove la veloz centella, Y alteró de los mares el reposo Y dispersó los navegantes; ella En torbellino súbito, furioso, Arrebatando al infeliz, lo estrella, Cuando áun abierto el pecho llameaba, Contra un agrio peñon, y allí le clava. X. »Y yo, que entre los Númenes campeo De los Númenes todos soberana; Yo, que los altos títulos poseo De consorte de Júpiter y hermana, Ya tantos años há que en lid me empleo Con solo un pueblo, y mi insistencia es vana! ¿Y habrá de hoy más quien me venere? ¿alguno Que humilde ofrende en el altar de Juno?» XI. Tal medita la Diosa, y sus sollozos Ahogando en su furor, á Eolia vuela, Region nublada en lóbregos embozos, Region que aborta la hórrida procela: Eolo allí en inmensos calabozos Las roncas tempestades encarcela Y los batalladores aquilones, Y hace pesar su imperio en sus prisiones. XII. Ellos dentro la hueca pesadumbre Ruedan bramando, amenazando estrago; Él, cetro en mano, sobre la alta cumbre, Resuelve en aire el comprimido amago, Que si aquella legion de servidumbre Salir lograse, por el éter vago La tierra, el mar, el ámbito profundo Rauda barriera aniquilando el mundo. XIII. El alto Jove recelando eso, Al ejército aéreo abrió esta sima, Y ahí en tinieblas le envolvió, y el peso De altísimos collados le echó encima; Y un rey impuso al elemento opreso Que con tacto severo, ya reprima, Ya dé medida libertad. Ahora Juno ante él llega, y su favor implora: XIV. «Éolo, á quien el Rey de cielo y tierra Calmar concede y sublevar los mares, Oye: aquel pueblo á quien juré la guerra, Surca el Tirreno, y sus vencidos lares Lleva, y su imperio, á Italia. Desencierra, Éolo, tus alados auxiliares, Y envíalos con ímpetus violentos A romper naves y á esparcir fragmentos. XV. »Catorce Ninfas sírvenme doncellas, De hermosura dotadas milagrosa; La que en encantos sobresale entre ellas, Deyopeya gentil, será tu esposa: Eternas gozarás sus gracias bellas; Yo te la doy, porque de prole hermosa Afortunado fundador te haga; Y así el favor mi gratitud te paga.» XVI. Éolo reverente la responde: «Reina, escudriña cuanto ansiar pudieres, Dí cuanto oculta voluntad esconde, Pues son tus voluntades mis deberes. De ti no fuesen dádivas, ¿de dónde Mi cetro, mi privanza, mis poderes? Tú en las mesas olímpicas me sientas; Rey por ti soy de rayos y tormentas!» XVII. Dice; y la hueca mole con el cuento Hiere del cetro, y la voltea á un lado; Y al ver el ancha puerta, cada viento Quiere salir primero alborotado; Y Noto á un tiempo, y Euro, y turbulento Abrego con borrascas, monte y prado Corren, barren el suelo, al mar se entregan, Y ondas abultan que la playa anegan. XVIII. Y remueven el ponto, el ponto gime; Y silban cuerdas y la gente clama; Roba las formas y la luz suprime La oscuridad que en torno se derrama; Noche tremenda el horizonte oprime; El éter cruza intermitente llama; Truena el polo, y suspenso el navegante La pompa del terror tiene delante. XIX. En este instante de la muerte el hielo Siente Enéas que embarga sus sentidos, Y entrambas manos extendiendo al cielo, Clama con voz ahogada entre gemidos: «¡Dichosos, ay, los que en el patrio suelo, Al pié del alto muro, en liza heridos, A vista de sus padres espiraron, Y allí cual buenos su mision finaron! XX. »¡Oh tú entre aquivos héroes el primero, Diomédes esforzado! ¿qué impía suerte Me negó bajo el filo de tu acero En los campos de Troya hallar la muerte? Do al ímpetu de Aquíles Héctor fiero Cayó; do el grande Sarpedon; do inerte Tanto noble adalid, rota armadura, El Simois vuelca en su corriente oscura!» XXI. Cállale aquí borrasca bramadora Que hosca en las velas da, la onda agiganta; Quiébranse remos, tuércese la prora, La onda el costado del bajel quebranta: Álzase el agua en cimas, y á deshora Rómpese: quién en vago se levanta; Quién la ola henderse ve que lo encadena, Y ve el fondo mostrarse, hervir la arena. XXII. Noto tres buques á su cargo toma Y en adustos escollos los estrella (Cuya espalda á flor de agua inmensa asoma, Y _ara_ el nauta la nombra, y huye de ella). Sobre otros tres rugiente se desploma Euro (¡escena de horror!), los atropella, Y dales, entre puntas destrozados, Tumba de arena en los hirvientes vados. XXIII. Al bajel que á los Licios aportaba, El mismo en que el leal Oróntes iba, Súbito hiere en popa una ola brava Descargada con ímpetu de arriba. Enéas el embate viendo estaba Que de un vuelco el piloto al mar derriba, Tres vueltas da el bajel, la angustia crece, Y el vórtice lo traga, y desaparece. XXIV. Vense dispersos que en lo inmenso nadan; Maderos y reliquias de combates, Y troyanas riquezas sobrenadan. De Ilioneo, aunque fuerte, á los embates La nave ya, y las de Abas se anonadan, Del viejo Alétes y el valiente Acátes; Que, hondas las grietas, desligado el brío, Abren su seno al elemento impío. XXV. En tanto los rumores, los bramidos, La inmensa agitacion Neptuno siente; Siente los hondos sótanos movidos, Y alza alarmado la serena frente Por cima de las ondas. Esparcidos Los buques ve de la troyana gente, Por todas partes maltratada y rota, Que el cielo la acribilla, el mar la azota. XXVI. Ni ya de Juno se ocultó al hermano, Industrioso el rencor que horrores trama; Y al punto con acento soberano Al Céfiro y al Euro á cuentas llama; «¿Y así,» les dice, «os ciega orgullo vano? Ya hundís los cielos sin mi vénia, y brama El agua en cerros que encrespais gigantes; ¡Guay!... Mas el mar apacigüemos ántes. XXVII. »¡Huid, vientos! ¡huid avergonzados; Ni espereis de piedad segunda muestra; Y á vuestro Rey decidle que los hados No el tridente pusieron en su diestra: Los reinos de la mar son mis estados! Riscos él tiene allá, guarida vuestra; Que respetoso á ajenos elementos, Reine guardian de encadenados vientos!» XXVIII. Dice; nubes disuelve, el sol desnuda, Y pone en paz las olas que batallan: Cimotoe y Triton de roca aguda Los míseros navíos desencallan; Con su tridente él mismo les ayuda, Las sirtes abre, y cielos y aguas callan; Y por cima del mar, que apénas riza, En levísimo carro se desliza. XXIX. ¿Quién vió tal vez con la rabiosa ira Que la plebe en motin ruge y revienta? Teas, guijarros por el aire tira; La fuerza del enojo armas inventa: Mas si á un prócer piadoso alzarse mira, Se contiene, se acalla, escucha atenta; Sola esa voz los ánimos ablanda, Lleva la paz, y la obediencia manda. XXX. Neptuno así de una mirada enfrena Del piélago insolente los furores, Y gira por la atmósfera serena Dóciles sus caballos voladores. Entre tanto, de la áspera faena Cansados los troyanos viadores, A las vecinas, líbicas orillas Vuelven prudentes las cascadas quillas. XXXI. Vese allí en una cómoda ensenada Formando puerto, una isla: á sus costados Del piélago se rompe la oleada. Y rota, entra á morir por ambos lados. Guardando opuestos émulos la entrada, Dos peñones, remate de collados, Torvos se empinan: plácidas, á solas, Tiéndense al pié las sombreadas olas. XXXII. Luégo, al entrar, divísase eminente, Del sol quebrando el trémulo destello, Hórrido bosque, y negro, y grande; en frente Cóncava peña cierra un antro bello. Y allí hay bancos de piedra; allí una fuente De agua dulce; es de Ninfas gruta aquello! No aquí el cansado esquife ata la amarra; No del áncora el garfio el fondo agarra. XXXIII. Saca Enéas, en suma, á salvamento Siete naves. La gente, que desea De la tierra el materno acogimiento, Salta al césped que el céfiro recrea, Y allí á los miembros húmidos da asiento. Acátes hiere el pedernal; chispea; Hoja menuda allega, adusta rama, Y, el fómes atizando, arde la llama. XXXIV. Mojados sacan las cansadas manos El dón de Céres y su tren; y aprestan Piedras allí para moler los granos Que en seco extienden y que al fuego tuestan. Sube Enéas á un pico, y los lejanos Horizontes registra, por si enhiestan Las popas de Caïco allá su arreo, Ó bien sus velas el bajel de Anteo; XXXV. Ó ya á remo avanzando los navíos Frigios parecen, ó el de Cápis. Nada Por los ecuóreos límites vacíos Descubre á su esperanza su mirada. Mas tres ciervos divisa que baldíos Recorren la ribera: la manada, Al sabroso pacer vagando atenta, Por acá y por allá los sigue lenta. XXXVI. El arco y leves flechas, al instante, Armas del fiel Acátes, arrebata Enéas; y á los tres que van delante Con orgullosa cornamenta, mata; A tiros luégo el escuadron restante Entre el frondoso bosque desbarata; Ni desiste hasta ver de los venados Siete grandes por tierra derribados. XXXVII. Así el número iguala al de bajeles; Al puerto vuelve, do el botín divida Entre sus tristes compañeros fieles; Y con vino, de aquél que á su partida De las riberas sículas, toneles Bondoso Acéstes les hinchió, convida; Y cura consolar los corazones El obsequio apoyando con razones: XXXVIII. «¡Antiguos compañeros! sabedores Ántes de ahora de aventuras tales: Ya visteis acabar otros mayo es, Dios dará fin á los presentes males. De Scila atroz escollos ladradores: De impios Ciclopes playas funerales: ¿Qué no habeis arrastrado? Alzad la frente, Y ahogue su pena el corazon valiente! XXXIX. »Desgracias de hoy, mañana son memorias Que despiertan secretas simpatías: Senda de rudas pruebas transitorias Nos lleva al Lacio y sus riberas pias: Renacerán nuestras antiguas glorias; Sufrid, guardáos para mejores dias!» Dice; rie esperanzas, y hondamente Sella el fiero dolor que el alma siente. XL. Presta la gente á aderezar la caza Pieles arranca, entrañas desaloja; Quién la carne, que á miembros apedaza, Fija en el asador, tremente y roja; Quién da en la orilla á las calderas plaza, Y fuego allega; y ya en el musgo y hoja Cobran tendidos el vigor postrado Con vino añejo y nutridor bocado. XLI. Calla el hambre; y locuaz la fantasía Recuerda á los ausentes: teme; alienta; Y ya salvos, ya en la última agonía, Ya sordos al clamor los representa. Consigo Enéas, de la suerte impía Del animoso Oróntes se lamenta, Y de Amico, y de Licio, y de héroe tanto; Del grande Gias y del gran Cloanto. XLII. Tarde era ya, cuando del alto cielo Oteando el olímpico monarca, Tierras y costas, el tendido suelo, Y el mar de velas erizado, abarca De una mirada, que con vivo anhelo Fijó, en fin, en la líbica comarca; Y, los ojos brillando humedecidos, Vénus así le hablaba con gemidos: XLIII. «Padre y señor de dioses y mortales; Rey, cuyo brazo con el rayo aterra! ¡Oh! mira al hado, tras acerbos males, Cuál á mi Enéas y á los Teucros cierra, No del país que guarda, los umbrales, Mas los ángulos todos de la tierra! Para sufrir contrariedad tan fuerte, ¿Con qué crímen pudieron ofenderte? XLIV. »Tú prometiste que de aquí, algun dia-- ¿Lo recuerdas?--de _aquí_, de la troyana Estirpe restaurada, se alzaria Reina del mundo la nacion romana. ¿Qué nuevo plan la ejecucion desvía? Yo usaba con las dichas del mañana, Del ayer y sus ruinas consolarme; Mas ¿vemos hoy que el hado se desarme? XLV. »No; que se ensaña cada vez más crudo! ¿Término á tanto mal darás al cabo, Grande y buen rey? Con invisible escudo, Del Adria entrando por el golfo bravo, Al riñon mismo de Liburnia pudo Anténor penetrar, y del Timavo Las cabezas venció; de argiva hueste Salvado en ántes por favor celeste. XLVI. »Y en aquella region donde desata, Los cerros atronando, mar rugiente Por siete bocas su raudal de plata, Y los campos inunda en su corriente, Allí á Padua fundó: morada grata En ella, y patrio nombre dió á su gente, Y de Troya las armas; y tranquilo Bajó á dormir en sepulcral asilo. XLVII. »¿Y á nosotros, tus hijos, á quien silla Previenes celestial, se nos traiciona? ¿Y anegadas las naves, ¡oh mancilla! Porque de _álguien_ el odio lo ambiciona, Tocar nos vedas la latina orilla? ¿Así nos vuelves la imperial corona? ¿O premio es éste de virtudes digno?» Oyóla el Padre, y sonrió benigno; XLVIII. Y con la faz la besa con que el cielo Serenar suele en tempestad oscura; Y «Calma,» dice, «Citerea, el duelo; De los tuyos el hado eterno dura. Verás alzarse á coronar tu anhelo La ciudad de Lavinio: á etérea altura Tu heroico Enéas subirás un dia;-- Ni nuevo plan la ejecucion desvía. XLIX. »Él (pues voy á tu pecho, áun mal seguro, A revelar recónditos arcanos) Él hará guerra larga; el cuello duro Domará de los pueblos italianos; Dará á los suyos circundante muro, Y fundará costumbres. Tres veranos Contará de los Rútulos triunfante; Y tres inviernos le verán reinante. L. »Y su hijo Ascanio, que festivo y tierno Con renombre de Yulo se engalana, (Ilo nombróse en el solar paterno Cuando alzaba Ilïon la frente ufana), Treinta años llenará con su gobierno Mes á mes; y la sede soberana Mudando de Lavinio, hará á Alba Longa Robusta en fuerzas que al asalto oponga. LI. »De manos de la hectórea dinastía No habrá en tres siglos quien el cetro aparte: Ilia, real sacerdotisa, un dia Hijos gemelos parirá de Marte: Con la piel de la loba que los cria Ya al mayor miro ufano; baluarte Alzará eterno, y porque al mundo asombre, Rómulo á su nacion dará su nombre. LII. »Y término, ni linde, ni parada Fijo al poder de Roma: eterno sea! Juno misma, que alarma exasperada Cuanto baña la mar y el sol rodea; Con nuevo acuerdo, á la nacion togada Que al mundo, acerca el hado, señorea, Vendrá por fin en proteger conmigo; Y así se cumplirá cual yo lo digo. LIII. »Y siglo traerá el tiempo en que cadenas Dé la casa de Asáraco á la argiva; A Ptia vencerá; verá á Micénas, Si ántes gloriosa, ya á sus piés cautiva. Tan noble sangre llevará en las venas Julio--por nombre que de atras deriva; César--con gloria que hasta el cielo alcanza Él, cuyo imperio sobre el mar se avanza. LIV. »Y tú, segura de contrario insulto, Cargado con despojos de Orïente Le cogerás en el Olimpo; y culto Le dará el hombre en votos afluente. Y, sosegado el militar tumulto, La férrea edad se tornará clemente: Fe anciana reinará y amor divino, Y en union fraternal Remo y Quirino. LV. »Y por fin con estrechas cerraduras Y de hierro cargadas, de la Guerra Cegadas quedarán las puertas duras: El malvado Furor, que allí se encierra, Sentado sobre rotas armaduras, Con las manos atras, que el bronce aferra De cien cadenas, lanzará bramidos, Los dientes rechinando enrojecidos.» LVI. Dice, y al punto del Olimpo envía Al alígero dios hijo de Maya, Que á allanar á los náufragos la via Y el muro de Cartago á abrirles vaya; Pues de Dido recela, que podria Alejarlos tal vez de aquella playa Si los altos designios ignorase. Oyele el nuncio, y por el éter vase. LVII. Y la pluma batiendo fugitiva En la region inmensa, por do hiende, Presto á las costas líbicas arriba, Y á cumplir el mandato sólo atiende: Y ya los Penos su rudez nativa, Por él, remiten; y ante todo enciende En Dido un vago y tierno sentimiento, Prenda de hospitalario acogimiento. LVIII. Enéas, que la noche pasó entera Cavilando, áun no bien la luz celeste Mira nacer al mundo placentera, Ya ansioso sale á ver qué clima es éste Do el viento le ha arrojado: si hombre ó fiera Habita en él, segun le ve de agreste: Todo saberlo, averiguarlo intenta, Y á los suyos tornar á darles cuenta. LIX. La flota deja so el peñon antiguo Que las aguas socavan sin estruendo, Y de las corvas selvas al abrigo Con sombra en torno de negror horrendo: Sólo á Acátes llevándose consigo, Cada cual ancha pica entra blandiendo: Ya en medio el bosque, Vénus de sorpresa Vestida de espartana se atraviesa. LX. Por su aire y armas lo parece; ó nueva Harpálice gentil, que de vencida A sus caballos en su esfuerzo lleva Y al Euro alado en su veloz corrida: Cual puesto al hombro á cazadores prueba, Cuelga el arco; el cabello al aura olvida; Y deja la rodilla ver desnuda Do undosos pliegues lazo breve anuda. LXI. «¡Hola! mancebos,» díceles la Diosa: «¿A una de mis hermanas por ventura Visto habeis por ahí, que vagarosa Lleva aljaba, y pintada vestidura De piel de lince? ó que tal vez acosa A un jabalí soberbio en la espesura Con agudo clamor?» Tal Vénus dijo; Y de Vénus así respondió el hijo: LXII. «En verdad no hemos visto aquella hermana Tuya, á quien buscas, ni sabemos de ella. Mas ¿cuál te nombraré? nos es cosa humana Lo que suena tu voz, tu faz destella. ¿Eres alguna Ninfa? ¿eres Dïana? Yo diosa te presumo, y fausta estrella, Quienquier fueres, mi labio te saluda: ¡Oh! da propicia á náufragos tu ayuda! LXIII. »Y por piedad, qué clima es éste, dínos, Ó qué zona del mundo, qué campaña; Que sin saber ni gentes ni caminos, Vamos perdidos en region extraña A donde, infortunados peregrinos, De olas y vientos nos lanzó la saña; Y, grata á recibidos beneficios, Mi mano hará en tus aras sacrificios.» LXIV. «No merezco ese honor,» Vénus contesta: «Siempre de Tirias fué, si os maravilla, De aljaba ornadas vaguear, cual ésta, Con borceguí purpúreo á la rodilla. Púnico imperio aquí se os manifiesta, Pueblos fenicios, de Agenor la villa; Empero, esta region parte fronteras Con las tribus del Africa altaneras. LXV. »De Tiro vino huyendo del hermano, La que reina hoy aquí, por nombre Dido.-- El largo drama á desflorar me allano:-- Esta tuvo á Siqueo por marido, Rico en tierras cual no otro comarcano; Con vivo amor de la infeliz querido; A quien, bella con gracias virginales, La unió el padre en primeros esponsales. LXVI. »Su hermano en Tiro entónces dominaba, Pigmalïon, el más feroz malvado: Enemistad entre los dos se traba, Y él á Siqueo, ante el altar sagrado, Sacrílego y traidor á hierro acaba, Y tambien de codicia estimulado; Y á la sencilla enamorada hermana Oculta el crímen de su diestra insana. LXVII. »Y con ficciones la entretiene en duda, Y su amor de esperanzas alimenta; Cuando en sueños por fin á la vïuda De Siqueo insepulto se presenta La sombra misma, alzando la faz muda Con tétrico misterio macilenta; Y el ara le señala enrojecida, El pecho abierto y la profunda herida. LXVIII. »Y el arcano espantoso que contrista Y un rincon recataba, muestra entero; Y la excita á buscar con planta lista Más humano país, clima extranjero: Para ayuda de viaje, abre á su vista En sótano ignorado, de dinero Antiguo y vasto acopio. Conmovida Dido despierta á apercibir la huida. LXIX. »Busca auxiliares; llegan á porfía Quiénes que temen del cruel tirano, Quiénes que odian la infame tiranía; Apañan, cargan de oro las que á mano Naves dispuestas por ventura habia; Y ya cruza los campos de Oceano De Pigmalion avaro la riqueza; Y una débil mujer va á la cabeza. LXX. »Y aquí al sitio pararon do ahora vese Muralla colosal; do se levanta La fortaleza de Cartago: en ese Sitio compraron tanta tierra cuanta La piel de un buey en derredor cogiese;-- De _Brisa_ el nombre la aventura canta.-- Mas ¿quiénes sois? ¿de dónde vuestra flota, Ó á dónde encaminaba la derrota?» LXXI. Enéas respondiéndola, doliente La voz arranca, y con suspiro dice: «¡Diosa! si de su orígen al presente La serie de mis lances infelice Narro á tu corazon condescendiente, Primero que mi labio finalice, Su luz robando al mundo y su alegría Habrá su giro completado el dia. LXXII. »De Troya procedentes (si ya sabes Lo que fué un tiempo la ciudad que digo), Tras largas vueltas y fatigas graves Golpe de airados vientos enemigo Lanzó sobre estas costas nuestras naves. Yo soy el pio Enéas, que conmigo Voy llevando doquier, del mar por medio, Dioses salvados de voraz asedio. LXXIII. »Enéas, en las célicas esferas Famoso ya; que por el mundo ando De la Italia por patria, las riberas, Y el linaje de Júpiter buscando: Confié al frigio mar veinte galeras, El camino mi madre señalando, Yo su enseñanza celestial siguiendo; ¿Qué hallámos? bravo mar y Euro tremendo. LXXIV. »Y hé aquí con siete buques mal librados, Llego al cabo, ignorado, desvalido, Del África á correr los despoblados, Ya del Asia y Europa repelido!» ... Mas aquí, con afectos reavivados, Vénus interrumpióle en su gemido: «Tú, quienquier seas, que á Cartago vienes, Las simpatías de los Dioses tienes. LXXV. »Ellos dan que los hálitos vitales Respires para bien: feliz sendero De la reina te lleva á los umbrales: Vendrán á puerto nave y marinero, Vueltos en su favor los vendavales; Y si no falta el arte del agüero En que hubieron mis padres de instruirme, No dudes tú lo que mi labio afirme. LXXVI. »Vé esos cisnes, en número de doce, Del éter, donde Júpiter la asila, A darles caza el águila veloce Se lanzó por la atmósfera tranquila: De alegre libertad vueltos al goce, Míralos descender en larga fila; Ya del campo se adueñan los primeros, Ya á flor de tierra asoman los postreros. LXXVII. »Cual el cielo cubrieron en bandada, Y baten ora las festivas aves La ala ruidosa, y cantan su llegada; Tal la flor de los tuyos, tal tus naves O entran al puerto, ó llegan ya á la entrada Con vela abierta y céfiros süaves. Tú sigue en tanto; y por do aquesta via Conduciéndote va, los pasos guia.» LXXVIII. Tal Vénus dice; y vuélvese, y el cuello Con el matiz le brilla de la rosa; Y partiéndose en ondas, el cabello Mana esencia de cielo deliciosa: Cae la veste á los piés, sublime sello; Y, andando, ser mostró de véras diosa. El héroe, al descubrir su madre en ella, Clamando sigue la fugace huella: LXXIX. «¿Y así burlado una vez más me dejas, ¡Oh madre mia! con falaz semblanza, Tú tambien, tú cruel? ¿Y así te alejas Sin que hablemos con dulce confianza Ni estrechemos las manos?» Tal sus quejas Al aire da, y á la ciudad se avanza; Y ella, esparciendo opaca niebla en tanto, Los ciñe en torno de nubloso manto. LXXX. Y así los cubre porque nadie pueda Ni verlos ni ofenderlos en mal hora, Ni curioso se cruce en la vereda Con sus preguntas á tejer demora; Y por los aires se remonta, y leda Vuela al templo de Páfos, donde mora, Do aras ciento en su honor mezclan olores De arabio incienso ardiente y tiernas flores. LXXXI. Ellos con planta intríncanse ligera Por do advierte la senda, y la colina Coronan ya, que á la ciudad frontera, De lleno allá sus cúpulas domina. Enéas con asombro considera La fábrica estupenda y peregrina Do un tiempo fueron chozas; y suspenso, Puertas ve, y calles, y el bullicio inmenso. LXXXII. No descansan los Tirios: ó se empleen En alzar el alcázar y dirijan El giro á la muralla, y acarreen Gruesos cantos á empuje; ó puesto elijan Para casa, y con zanja le rodeen: Sobre traza soberbia sitio fijan Propio al legislador, al magistrado, Y al augusto recinto del Senado. LXXXIII. Quiénes, formando un muelle, cavan fosas; Quiénes, para un teatro, anchos solados Extienden, y columnas prodigiosas Cortan, adorno á escénicos tablados. Tales, en suma, suelen oficiosas Ir las abejas por floridos prados Cuando sacan al sol adultas crias De estacion bella en los primeros dias; LXXXIV. Tales la miel fabrican rica; y llena Las celdillas al cabo el néctar blando; Y ya salen de paz, la carga ajena A recibir ufanas; ya cerrando En trabado escuadron, de la colmena Los zánganos alejan, torpe bando: Con afan vario la labor se enciende, Y á tomillo vivaz la miel trasciende. LXXXV. «¡Qué gran dicha á unos hombres se depara Que alzarse ven el suspirado muro!» Dice Enéas á tiempo que repara En las altas techumbres; y seguro, Gracias, ¡oh maravilla! á que la ampara Contino en derredor celaje oscuro, Entra por la ciudad con paso listo; Anda entre todos, y de nadie es visto. LXXXVI. Antiguo bosque de frescor ameno Habia en medio á la imperial Cartago: Lanzados ya los Tirios á su seno De ondas y vientos por furioso amago, Hallaron en las capas del terreno De un corcel la cabeza, don presago Que allí Juno les puso de victoria, Prenda de salvacion, señal de gloria. LXXXVII. Grata la Reina á auxilios singulares, Alzaba allí á la Diosa un templo extenso, Que á la vez ilustraba sus altares Con favor sacro y con devoto incienso: Escalonado el atrio entre pilares Y trabes bronceadas, daba ascenso A la alta puerta de metal bruñido Que el quicio oprime, y gira con rüido. LXXXVIII. En este bosque el héroe al pecho laso Halló aliento, á sus penas lenitivo, Y alta leccion de que en adverso caso Hay siempre de esperanza algun motivo; Pues, ya en el templo suntuoso, al paso Que todo lo registra pensativo, Y aguardando á la Reina, allá en su mente Mide el poder de la ciudad naciente; LXXXIX. Miéntras nota á un plan mismo convertidas Manos de artistas y el primor del arte, Por órden halla en cuadros repartidas Leyendas de Ilïon, lances de Marte, Que al orbe ocupan ya. Ve á los Atridas, Ve á Príamo, é igual á cada parte Aquíles en los rayos de su ira; Párase aquí, y con lágrimas suspira; XC. «¡Acátes! ¿qué region, de nuestra fama No hay ya en el mundo, ó nuestros hechos, llena? Mira á Príamo: aquí la gloria llama Al que allá injusta adversidad condena: El sentimiento aquí llantos derrama, Y aquí se siente en la desgracia ajena! Animo, pues; nuestro renombre claro Presta esperanzas de feliz reparo.» XCI. Dice, y con mil recuerdos embebece En la inerte pintura los sentidos, Y mudo llanto el rostro le humedece; Que en ella, muro afuera, en lid tejidos, Ya la troyana juventud parece, Que á los Griegos acosa despavoridos; Ya á los Frigios, Aquíles, que bizarro Con plumaje gentil vuela en su carro. XCII. Reconoce con lágrimas, tras eso, Las tiendas, con sus lonas cual de nieve, Que Diomédes taló, vendido Reso Del primer sueño en el regazo aleve: Allí el cruel en sanguinario exceso Huelga; y medroso de que alguno pruebe Pastos de Troya ó en el Janto beba, Los caballos indómitos se lleva. XCIII. Tróilo en pos viene: juvenil locura Ha hecho que fuerzas inferiores mida Con Aquíles: perdida la armadura, Derribado de espaldas, de la brida Traba, que al vacuo carro le asegura: Tiran los potros en veloz corrida; Arrastra el cuello y cabellera suelta, Y el polvo fácil marca el asta vuelta. XCIV. Más allá al templo de Minerva, en tanto, Teucras matronas á ofrecerle llegan, Por vencer su rigor, un regio manto: El tendido cabello al aire entregan; Hieren el seno en muestra de quebranto Las palmas; los humildes ojos ruegan: Sorda la Diosa á la oracion prolija, Torvas miradas en el suelo fija. XCV. Enéas adelante á Aquíles halla Volviendo, á trueco de oro, el insepulto Cadáver que en redor de la muralla Tres veces arrastró con fiero insulto: Hondo gemido de su pecho estalla El muerto amigo viendo allí de bulto, Y el carro vencedor y los despojos, E inerme suplicando el Rey de hinojos. XCVI. Él mismo en noble puesto allá campea Par del negro Memnon, que con su banda De Oriente, cierra. Al fin Pentesilea Las huestes amazónicas comanda De corvo escudo: el cíngulo rodea Aureo so el pecho descubierto; y anda Furiosa entre los gruesos escuadrones, Y hembra y todo, armas hace con varones. XCVII. Miéntras con viva admiracion encuentra Tales cuadros el héroe, y cada asunto Le detiene, y la vista reconcentra Luégo y la admiracion toda en un punto; Dido, la hermosa Dido al templo entra, La cual doquiera penetrando, junto Con damas de copiosa comitiva, La labor colosal risueña activa. XCVIII. Tal del Eurótas por la vega umbría Ó ya del Cinto por el halda amena, Gentil Dïana leves coros guia Y la aljaba pendiente al hombro suena. Ninfas en torno agrúpanse á porfía, Y á todas ella en majestad serena Se aventaja al andar: delicia vaga El seno de Latona oculta halaga. XCIX. Ya á las puertas la Reina se presenta De do la Diosa estableció morada, Y en el trono magnífico se asienta Que el ámbito promedia de la arcada: Rodéanla sus guardias: ella, atenta, En dar la ley y hacer la paz se agrada; Y ya á cada uno igual la carga mide, Ya, echando suertes, la labor divide. C. Mas entre inmensa multitud, que en esto Ansiosa al paso acude, al templo santo Ha columbrado Enéas que Sergesto Y Anteo viene, con el gran Cloanto, Y otros que oscuro el Ábrego interpuesto Lanzó á playas distintas. Con espanto Entremezclado de alborozo vivo, Ven los dos del embozo el fausto arribo. CI. Y aunque las manos estrechar anhelan, Mas lo raro del caso los detiene, Y en la cóncava nube se cautelan, Do á los que llegan atender conviene, Que dó surgieron digan, ó qué apelan, Pues embajada forman en que viene De cada nave un noble personaje, Y audiencia al paso claman y hospedaje. CII. Como entraron, y el real asentimiento Logrado hubieron de que alguno hable, «¡Salve, oh Reina!» empezó con grave acento Ilioneo, entre todos venerable: «Tú, á quien fundar concede ilustre asiento Jove, y justa regir gente intratable, Hijos de Troya ves, ya há largos años Agitados en piélagos extraños. CIII. »Hoy de incendio amenaza gente osada Nuestros bajeles: tu poder lo impida! De un pueblo religioso te apïada Que con su historia tu amistad convida! No á hacer riza venimos por la espada En comarca á tu imperio sometida, No á la costa á volver con rica presa; Ni es de vencidos tan soberbia empresa. CIV. »Hay de antiguo un país, con apellido De Hesperia por los Griegos señalado, Pueblo en trances de guerra asaz temido, Tierra asaz grata á la labor de arado: Fué primero de Enotrios poseido; Y hora Italia se nombra, por dictado De famoso caudillo procedente, Si ya constante tradicion no miente. CV. »Bogaban para allá nuestros navíos Cuando Orïon, que cóleras desata, Surge infausto del mar, y entre bajíos Con subitáneo golpe nos maltrata; Y servido á placar de austros impíos, Entre espuma y fragor nos arrebata Por todo el mar. Muy pocos, cuasi á nado Habemos á tus costas arribado. CVI. »Mas ¿qué raza cruel, señora, es ésta? ¿No rige ley que su barbarie elida? Que áun no bien nos divisa, á lid dispuesta, Conjúrase á estorbarnos la acogida Que á náufrago infeliz la arena presta. Oh! si á hombre no temeis que cuenta os pida, Que hay Dioses recordad que nunca mueren, Y premian la virtud y al crímen hieren! CVII. »Rey nuestro fué, de príncipes modelo, Enéas, que otro igual no vió la tierra, Quier en la paz por su piadoso celo, Quier por su brazo poderoso en guerra. Que si áun aura vital le otorga el Cielo, Si hado adusto en tinieblas no le encierra, Acabóse el temor, y á ti en agrado Vendrá, fio, el favor anticipado. CVIII. »Mas oye: en la poblada, en la guerrera Comarca siciliana poseemos De Acéstes el favor, que en ella impera. Y troyana es su sangre. Que arrimemos Nuestros restos, consiente, á la ribera, Y en tus bosques cortar tablaje y remos, Y á Italia iremos, nuestro Rey al frente, Si salva el hado vuelve nuestra gente. CIX. »Mas si ya feneció nuestra ventura; Si ya, ¡oh amado Rey de los Troyanos! Te dan líbicas olas sepultura, Ni á Ascanio logran nuestros votos vanos; Buscaremos siquier mansion segura Navegando á los términos sicanos, De do ya nuestra flota el vuelo alzara, Que allí Acéstes bondoso nos ampara.» CX. Dice, y todos barbotan de consuno Oscura frase que el asenso explica; Y con modestia y dignidad en uno La culta Reina al orador replica: «¡Troyanos! desterrad el que importuno Vago recelo el alma os mortifica: Mis fronteras guardar por fuerza debo; Dura es mi situacion, y el reino es nuevo. CXI. »Mas ¿quién no sabe á Troya y sus varones? No de tantas virtudes el tesoro, Los nombres de tan nobles campeones, Ni ya esa guerra gigantesca ignoro: No solemos los Penos corazones Tan incultos llevar; ni al carro de oro Sus caballos el Sol tan léjos ata De una ciudad que vuestra gloria acata. CXII. »Quier vuestro anhelo la region prefiera De Hesperia, y campos que Saturno escuda; Quier la de Érice os llame lisonjera, A do el favor de Acéstes os acuda; Doquiera ir presumais, ireis doquiera Seguros con mi amparo y con mi ayuda. ¿O hacer mansion conmigo os acomoda? Esta ciudad que fundo, es vuestra toda. CXIII. »Meted la flota: un mismo tratamiento Tendrá el Teucro en Cartago y el de Tiro. Y ¡oh si arribase con el propio viento El héroe que nombró vuestro suspiro! Pues yo daré á emisarios mandamiento Que exploren la comarca en largo giro, Por si, náufrago Enéas, mueve acaso, Ó en selva ó en poblado, incierto el paso.» CXIV. De la arenga tocados, rato habia Los de la nube ansiaban salir fuera; Y, á Enéas vuelto, Acátes le decia: «Falta el que hundirse viste en la onda fiera; Cúmplese en lo demas la profecía, Hijo de Vénus, que tu madre hiciera: ¿Qué aguardas?» Suelta en esto se evapora La opaca nube en la aura brilladora. CXV. Y el héroe apareció, de luz cercado, A un Dios en aire y en miembros semejante; Pues le habia su madre aderezado La copia de cabellos arrogante; Bañó sus ojos de inefable agrado, Y dió luz rósea al juvenil semblante, Bien cual bruñe el marfil, ó mármol pario Ó argento engasta en oro el lapidario. CXVI. «Ved salvo al que buscais; yo soy Enéas!» Dice; y á Dido se convierte luégo: «Tú, sensible mujer, dichosa seas, Sensible á nuestra historia, á nuestro ruego; Que reino y casa á náufragos franqueas, De la espada reliquias y del fuego, Juguetes de la mar, de la fortuna, Ya sin arrimo ni esperanza alguna! CXVII. »Señora, á tu largueza, á tu hidalguía Corresponder nosotros mal podremos, Ni cuantos restos de la patria mia Errantes van del orbe en los extremos. Mas si hay Dioses que ven con simpatía La virtud; si áun justicia conocemos; Si el tribunal de la conciencia es algo, El Cielo premiará tu porte hidalgo! CXVIII. »¡Oh feliz hora en que la luz primera Viste del cielo! ¡oh ilustres genitores! Miéntras amen del monte la ladera Las sombras; miéntras corran bramadores Los rios á la mar; miéntras la esfera Alimente sus trémulos fulgores, Durará tu alabanza y tu memoria: Doquier yo aliente, vivirá tu gloria.» CXIX. Dice; y adelantándose del puesto Las manos da regocijado: en tanto Que una ofrece á Ilioneo, otra á Seresto, Y al gran Gias de ahí, y al gran Cloanto, Y á todos á la vez. Dido de presto Enmudeció de admiracion y encanto: Al presentarse el héroe, con su brillo; Luégo, al abrir los labios, con oillo. CXX. Recobrada, expresó razones tales: «¡Oh! ¿qué impía mano perseguirte osa Al traves de contrarios temporales? ¿Quién, ilustre mortal, hijo de Diosa, Á estas playas te impele inhospitales? ¿No eres tú á quien de Anquíses Cipria hermosa, Del frigio Símois en el valle ameno, Concibió grata en su amoroso seno? CXXI. »Recuerdo á Teucro, que en Sidon venido, Trocaba con destierro el patrio clima, Ya de mi padre Belo protegido, Que imperaba triunfante en Chipre opima. Troya y Grecia de entónces en mi oido Sonaron con tu nombre. En alta estima El tenía á los tuyos, si contrario, Y áun de Troya alabóse originario. CXXII. »¡Mas venid luégo á mi real morada, Mancebos! Cual vosotros combatida De ruda suerte y vária, al fin cansada, Donde agora os la doy, logré acogida De mis propias desgracias enseñada Miro por los que sufren condolida.» Dice; y honrando á la Piedad divina, Con el héroe á palacio se encamina. CXXIII. Y próvido tendiendo el pensamiento Á los que quedan en la playa, envía Veinte toros allá, por bastimento, Cien gruesos cuerpos de cerdosa cria, Y cien ovejas y corderos ciento; Y el dón de alegre Dios, por granjería; En tanto que el palacio se adereza Con vario alarde de imperial riqueza. CXXIV. Ya en el seno interior del edificio Previénese el opíparo convite: Lucen vestes, do el clásico artificio Con la soberbia púrpura compite; Brilla de plata sólido servicio, Y copas de oro, do el buril repite Desde era inmemorial las patrias glorias, Y los Reyes en serie, y sus historias. CXXV. En este medio Enéas (no tolera Amor, pecho de padre sosegado) A Acátes manda que en veloz carrera Lleve á Ascanio el obsequio, y á su lado Venga Ascanio;--que Ascanio cobra entera La ternura del padre y su cuidado,-- Y traiga cuanta rica prenda y joya A los escombros se arrancó de Troya. CXXVI. Acuérdale la veste de oro llena, Con sólidas figuras y labores, Y el rico velo de la argiva Elena Que de amarillo acanto esmaltan flores; El mesmo que ella, de rubor ajena, Volando en pos de ilícitos amores, Dón de Leda su madre peregrino, Trujo de Grecia cuando á Troya vino. CXXVII. Reliquias con que á par venir dispone El noble cetro que regir solia, Hija mayor de Príamo, Ilione, Y el collar de menuda pedrería, Y el diadema do el oro se compone Con finas perlas en igual porfía. Acátes, que cumplir el cargo anhela, Camino de las naves corre, vuela. CXXVIII. Nuevas trazas en tanto Citerea, Nueva industria medita: que Cupido Tome de Ascanio la figura, idea, Y que, atenta al obsequio, obsequie á Dido; Con que tocada de un incendio sea Que el corazon le invada inadvertido; Ca ese mixto hospedaje bajo un techo Teme, y dos amistades en un pecho. CXXIX. Y, á su idea presente sin desvío Juno cruel que la robara el sueño, «Tú á quien debo mi fuerza y señorío,» Dice, humilde apelando á Amor risueño: «Tú, el único que ves, dulce hijo mio, Libre y seguro de mi Padre el ceño Que de Titanes quebrantó el arrojo! Merced vengo á pedir, y á tí me acojo. CXXX. »Enéas sabes tú cuánto ha sufrido; Cuál Juno en oprimirle atroz persiste, De todo viento en todo mar barrido; Que áun de él conmigo hermano te doliste: Huésped agora la sidonia Dido Con regio halago liberal le asiste; Mas temo que á inclinarse en contra empiece Hospedaje que á Juno á par se ofrece. CXXXI. »Que no su odiosidad terná arrendada En tan ardua ocasion. Y así primero Poner de Dido al corazon celada Y de mi llama rodealle quiero; Porque otra inspiracion no la disuada, Y, con afecto al cabo verdadero Asida á Enéas, de mi lado quede: Oye cuál finjo que lograrse puede. CXXXII. «El infante real la voz de Enéas Va á seguir, y de Acátes las pisadas, A Cartago llevando las preseas De Troya, al fuego y á la mar ganadas. Porque él nada presuma, y de él no seas Turbado de la Reina en las moradas, A Citera ó á Idalia llevaréle, Do sacra oscuridad su sueño cele. CXXXIII. »Toma esta noche su figura, y lazo, Niño en disfraz de niño, á armar vé á Dido: Que ella habrá de acogerte en su regazo Gozosa entre los bríndis y el rüido; Y tú á vueltas podrás del blando abrazo, En la miel de sus ósculos, Cupido, Depositar la punta que á su seno Oculto del amor lleve el veneno.» CXXXIV. Manso á la tierna madre Amor da oidos, Y marcha, á Ascanio igual, depuesta el ala; Miéntras de Ascanio Vénus los sentidos Con plácido sopor vence y regala; Y abrigado en su seno, á los erguidos Idalios bosques llévale, do exhala Su aroma, y con sus sombras le guarece El blando almoraduj que allí florece. CXXXV. En tanto de Cartago en seguimiento, Obediente de Vénus al mandado, Cupido va con dones opulento, Con el favor de Acátes bien hallado. Cuando llegado hubieron, fué el momento En que en el centro de grandioso estrado Dido en cojines recamados de oro Se reclinaba con gentil decoro. CXXXVI. Enéas, que tras ella se avecina, Entra, y con él la juventud troyana, Que en órden se desparte, y se reclina En muelles lechos de soberbia grana. Agua da para manos cristalina La servidumbre, y de suave lana Toallas brinda, y de la rubia Dea El dón en canastillos acarrea. CXXXVII. Cincuenta esclavas dentro, los manjares, Puestas en fila, en sazonar se emplean, Y con incienso en propiciar los Lares; Copas ministran, viandas acarrean Otras cien, y en la edad cien mozos pares. Entran, llamados, Tirios que pasean Densos en los alegres corredores, Y los lechos ocupan de colores. CXXXVIII. Admiran de los dones la hermosura, Admiran al garzon, su faz que brilla, Y de su falsa labia la dulzura; Ven la áurea veste, el oro que amarilla La flor de acanto con primor figura: Mas Dido en especial se maravilla, Y de gozar no acaba;--ella, ¡ay! no sueña Que á un abismo, gozando, se despeña! CXXXIX. Y en el niño y los dones se recrea, Los mira, y cuanto mira, eso se inflama. ¿Qué hace el rapaz? Al cuello se rodea Del héroe, que en su error hijo le llama; Mas luégo que feliz le lisonjea, Déjale en paz, y con su activa llama Va á Dido, que en su error, niño inocente Jovial le invita con risueña frente. CXL. ¡Ay! ya al seno le estrecha dulce y blanda, ¡Y es un gran Dios lo que en su seno anida! De la Reina en el seno, lo que manda La gran Diosa, su madre, Amor no olvida: De Siqueo la imágen veneranda Sin sentir borra, y sin sentir convida Con nuevo halago á nueva lid á un alma Que retirada há tiempo vive en calma. CXLI. Hubo el primer banquete terminado, Y la mesa se sirve de licores, Y festejan el vino regalado Los hondos vasos adornando en flores. Cien arañas del áureo artesonado Penden: crecen sonando los clamores; Y las hachas con luces triunfadoras Quitan el campo á las nocturnas horas. CXLII. En este instante la sidonia Dido La copa demandó que usar solia Belo, y que en órden desde allá traido Cada progenitor usado habia: Copa del oro sustentada, unido Con finas piedras en igual porfía; Y de vino la llena, y al momento Calla el concurso á su palabra atento: CXLIII. «¡Júpiter! si ya diste á los humanos De la hospitalidad el sacro fuero, Haz este dia á Tirios y á Troyanos Grato por siempre y de felice agüero! Lo aplaudan nuestros nietos más lejanos: Benigna Juno y Baco placentero Lo honren presentes; y en gozoso grito, Tirios, á saludarlo ahora os invito.» CXLIV. Dice; y sobre la mesa el néctar liba Que generoso desbordaba, y luégo La taza al labio toca fugitiva: La alarga á Bícias con señal de ruego; Toma, empínala él con ánsia viva, Y el espumoso vino agota ciego: Alzan todos los próceres sus copas, Y el canto empieza del crinado Yópas. CXLV. El cual describe con laud divino Lo que Atlas le enseñó por gran fortuna: Cómo el sol desfallece en su camino; Por qué altera su faz la móvil luna; Deónde la bestia de los campos vino; Cuál fué del hombre la primera cuna; Qué fuente al mundo suministra el agua; Dó está de los relámpagos la fragua. CXLVI. Canta eso mismo á Arturo, las dos Osas, Y las Híadas tristes; el arcano Que las noches alarga perezosas; Por qué los soles del invierno cano Con ruedas se despeñan presurosas A bañarse en el líquido Oceano. Cesa; y acogen su cantar sonoro Tirios y Teucros aplaudiendo en coro. CXLVII. Y vuela el tiempo en pláticas sabrosas, Y Dido, platicando, amor apura; Mil cosas sobre Príamo, y mil cosas A preguntar sobre Héctor se apresura: Ya qué huestes trujera pavorosas El hijo de la Aurora, oir procura; Ya la historia saber de los gentiles Potros de Reso, ó el poder de Aquíles. CXLVIII. «¡Que en fin,» exclama, «por ventura mia Desde el principio en relatar vinieses Los pasos de la griega alevosía, Huésped, y vuestras glorias y reveses! Tambien tus viajes entender querria, Ya que contemplas los estivos meses Tornar séptima vez desde que yerras Mares cruzando y extranjeras tierras.» LIBRO SEGUNDO. I. Todos callan; y Enéas, que cautiva De todos la atencion, desde alto lecho Comienza: «¡Oh Reina! mandas que reviva Inefable dolor mi herido pecho; Que cómo á manos de la hueste aquíva El troyano poder cayó deshecho Recuerde: horrores que podré pintarte, De ello testigo y no pequeña parte. II. «Mas ¿quién, ya que secuaz de Ulíses fuera, Si á tan largo dolor velos levanto, Qué Mirmidon, qué Dólope lo oyera Sin dar, á su pesar, tributo en llanto? Acercándose al fin de su carrera Hé aquí la húmeda Noche rueda en tanto, Y extinguiendo en la mar sus luces bellas A descanso convidan las estrellas. III. »Mas pues tu noble corazon consiente En ser de este dolor particionero; Pues mandas que de Pérgamo te cuente El afan congojoso postrimero En breve narracion; aunque se siente Horrorizado el ánimo, y del fiero Espectáculo aparta la memoria, Principiaré la miseranda historia. IV. »Yacian con el cerco prolongado Rotos los jefes de la hueste aquea, Maltrechos siempre del adverso hado; Cuando Minerva en su favor emplea Artificio sagaz. Por su mandado Hueca mole fabrican gigantes Que gran caballo al parecer figura, De recia tablazon y contextura. V. »Simulan y propalan que se eleva Por voto á Pálas hecho, de tranquilo Viaje en demanda: por doquier la nueva Mentirosa se esparce; y en sigilo, Echadas suertes entre gente á prueba, A ocupar suben el oscuro asilo Del vasto seno y cóncavos costados, Provistos de sus armas los llamados. VI. »Frontera á Troya Ténedos se ostenta, Que otro tiempo gozó de nombradía: Isla famosa, fértil, opulenta Durante la troyana monarquía: En su abandono y soledad presenta Hora á las naves pérfida bahía: A sombra de sus costas sin testigo Los bajeles enseña el enemigo. VII. »Pensamos que, la vela dada al viento, Bogando irian por la mar serena Para la patria: el largo abatimiento La ciudad de sus hijos enajena: Las puertas abre; al griego acampamento Rápida corre de alborozo llena La multitud, y visitar le agrada Yermo el campo, la playa abandonada. VIII. »Aquí los batallones del furioso, Del fuerte Aquíles; acullá su tienda: Allí tomaban plácido reposo, Acá trabámos áspera contienda. Así van discurriendo; y el coloso Infausto, reputado por ofrenda A la casta Minerva, hace que, muda De asombro, turba inmensa en ruedo acuda, IX. »Fuese traicion, ó que la adversa suerte Para entónces el golpe reservase, Timétes clama que la mole al fuerte Se lleve al punto, y las murallas pase. Cápis, empero, que el peligro advierte, Aconseja con otros que la abrase Fuego voraz, y la vecina onda, El sospechoso dón trague y esconda; X. »Ó que el oscuro seno se barrene Para indagar lo que en el fondo encela. Indecisa la turba se mantiene. En esto de la excelsa ciudadela Con numerosa muchedumbre viene Laoconte, al campo arrebatado vuela, Y, «¡Oh desgraciados!» desde léjos grita: «¿Qué demencia á la muerte os precipita? XI. »¿Pensais que el enemigo nuestra tierra »Dejó? ¿Fiais en sus mentidos dones? »¿Cuán poco á Ulíses conoceis? Ó encierra »Esta fábrica aquivos campeones, »O artificiosa máquina de guerra »Es: nuestra situacion y habitaciones »Por cima intentan registrar del muro, »Para luégo caer sobre seguro. XII. »Ello, hay engaño. ¡Oh Teucros, confianza »Negad á ese caballo! Como quiera, »Yo temo de los Griegos la asechanza »A vuelta de sus dones traicionera.» Dijo; y desembrazó fornida lanza Hácia un lado del cóncavo; certera Vuela, clávase, vibra: conmovido Dió el seno cavernoso hondo bramido. XIII. »¡Ay! á no ser por la fortuna impía Que nos robaba libertad y acierto, Laoconte en su furor logrado habria Que pusiésemos luégo en descubierto, Hendiendo la armazon, la alevosía. Aun hoy tu alcázar descollara yerto, ¡Oh Patria! ¡al filo de traidora espada No cayera tu pompa derribada! XIV. »Frigios pastores con tumulto y grita, Atras ambas las manos, prisionero Traen ante el Rey un mozo. Audaz medita Abrir el muro con ardid artero A los suyos; ni el ánimo le quita El peligro de infame paradero; Resuelto á todo, el pérfido se hizo Con aquellos pastores topadizo. XV. »La multitud agólpase, y denuesta Al prisionero que curiosa mira. (Reina, las artes de los Griegos de esta Traicion colige; su maldad admira.) Inerme se detiene, manifiesta Medrosa turbacion: los ojos gira La turba rodeando que le oprime, Abre los labios, y temblando gime: XVI. «¡Cielos! ¿á dónde me arrojais? ¿qué puerto »Queda ya á mi infortunio? La cadena »Del Griego á quebrantar áun bien no acierto, »Y ya el Troyano á muerte me condena.» Compone á su gemido el desconcierto La multitud, el ímpetu serena, Y con instancia á declarar le mueve Patria, linaje, y la intencion que lleve. XVII. »Títulos aguardamos con que abone Palabras de cautivo. Reparado De la sorpresa, el impostor repone: «¡Rey! la verdad confesaré de grado: »No á mi labio veraz candado pone, »Aunque adverso me fuere, el resultado: »Yo Griego soy, no ocultaré mi cuna; »Me hizo infeliz, no falso, la fortuna. XVIII. »Quizá en conversacion por accidente, »De Palamédes, generosa rama »Del linaje de Belo floreciente, »Llegó á tu oido el claro nombre y fama. »Porque la guerra no aprobó, demente »Llamóle el pueblo, y con indigna trama »Trájole al hierro de la muerte: ahora »Inmaculado le confiesa y llora. XIX. »Mi padre, escasa el arca de dinero, »Guerrero aventuróme, y al cuidado »De aquel varon fióme, compañero »Antiguo nuestro y próximo allegado. »Tomámos de esta playa el derrotero »Muy al principio. Prosperó el Estado »Miéntras honrarle y atenderle supo, »Y parte á mí de su esplendor me cupo. XX. »Mas el término vi de mi contento »Cuando de sus manejos el astuto »Itacense, el infame acabamiento »De Palamédes recogió por fruto. »Notorio el caso fué. Yo en aislamiento »Dime á vivir y en miserable luto: »Pensaba siempre en mi inocente amigo, »Y eterna indignacion iba conmigo. XXI. »Ni pudiendo tener contino á raya, »Demente ya, mi cólera sombría, »Clamé, juré que si á la amada playa »Tornase vencedor, me vengaria. »Odios que Ulíses en silencio ensaya »Hubo de acarrearme la osadía »De mis palabras: sin enmienda aquello »Vino á poner á mi desgracia el sello. XXII. »De entónces más, calumnias el aleve »Ideó nuevas: comenzó rumores »Vagos á propalar entre la plebe; »Ni pudo sosegar en los terrores »Con que el crímen persigue, hasta que en breve »Con Cálcas, el augur, á sus rencores ... »Mas ¿á qué, derramando el pensamiento, »Así os fatigo, y mi dolor aumento? XXIII. »Ya os dije, Griego soy: ¿qué más indicio, »Si á todos nos nivela vuestra saña? »Ea, pues: ¡consumad el sacrificio! »Bien los de Atreo os pagarán la hazaña; »Su triunfo, el Itacense.» El artificio No vemos con que á fuer de Griego engaña; Antes le instamos á explicarlo todo. Con fina astucia y misterioso modo, XXIV. «Los Griegos,» sigue, «no una vez la prora »Volver pensaron, y soltar la clava, »Del asedio cansados. En mal hora »Tornábalos á puerto la onda brava »Y el ala de los vientos bramadora. »Mas esa estatua al ver, que en pié se alzaba, »Con ira nueva y general tronido »Resonó el cielo en llamas encendido. XXV. »Eurípilo, que hicimos acudiera »Al apolíneo oráculo, tornando »Trajo esta, en solucion, voz lastimera: »_Griegos: los vientos aplacasteis, cuando_ »_Marchabais á Ilíon la vez primera,_ »_En el ara una vírgen inmolando:_ »_Si en la vuelta anhelais propicia calma,_ »_Sangre verted, sacrificad un alma._ XXVI. »La voz á oidos de las gentes vino »Moviendo al corazon mortal recelo; »Todos el rigor tiemblan del destino; »Cuaja á todos la sangre torpe hielo. »En tal crísis á Cálcas adivino »Saca Ulíses con ímpetu y anhelo, »Y de la hueste aquéjale en presencia »A interpretar la funeral sentencia. XXVII. »Ya de aquel pecho de piedad desnudo »Sondando muchos el ardid secreto, »Me auguraban mal fin. Diez dias mudo »Difirió Cálcas el fatal decreto. »Cediendo al cabo al clamoreo agudo, »Y á la mente ajustando del inquieto »Instigador el fallo, lo pronuncia: »Yo la víctima soy; mi nombre anuncia. XXVIII. »Place á todos; y el golpe que temia »Cada uno enántes en su mal, en cuanto »Sobre un triste desciende, en alegría »Pública trueca el general quebranto. »Ya se acercaba el tenebroso dia »De la degollacion: con gozo, en tanto, »La salsamola alistan, y disponen »Fúnebres vendas que mi sien coronen. XXIX. »Libertéme, es verdad, de la atadura; »Y de un pantano entre la juncia y cieno »Logré ocultarme con la noche oscura, »Aguardando partiesen, si sereno »Lo comportaba el mar por mi ventura. »Mas la esperanza huyó de ver el seno »Antiguo de la patria, y á mi lado »El hijo dulce, el padre deseado. XXX. »Ellos, blanco al furor de mis tiranos, »Por mí habrán de lastar en roja pira! »Por los dioses del cielo soberanos »Que apartan la verdad de la mentira, »Por la noble lealtad, si ya en humanos »Pechos cupo lealtad, la suerte mira »No merecida, ¡oh Rey! que en mi se ceba; »Tanto infortunio á compasion te mueva!» XXXI. »La piedad que con lágrimas demanda, Con lágrimas le dan los corazones. Abogamos por él. Al punto manda Que los lazos le suelten y prisiones El Rey, y así le dice con voz blanda: «Olvida ya las bárbaras legiones, »Mancebo, y sus malvados procederes: »De hoy más, quienquier tú seas, nuestro eres. XXXII. »Mas la verdad declara sin rebozo: »¿Quién inventó esta mole? ¿Con qué intento? »¿Máquina amenazante de destrozo »Es? ¿ó bien religioso monumento?» Dice el buen Rey; y el atrevido mozo Mostrado, á usanza griega, al fingimiento, Exclama así, las manos desatadas Volviendo al cielo, y húmidas miradas: XXXIII. »¡Astros eternos! ¡Dioses que castigos »Al dolo reservais! ¡Cuchilla! ¡velo! »¡Aras del sacrificio! sed testigos »Del derecho cabal con que cancelo »Antiguos pactos: odio á los que amigos »Pude llamar; ¡sus crímenes revelo! »Mas ¡oh! ¡si en mí tu salvacion se apoya, »Guárdate fiel á tus promesas, Troya! XXXIV. »Los Griegos de Minerva en el robusto »Auxilio descansaron confiados »Hasta que el hijo de Tideo injusto »Y fraguador Ulíses de atentados, »Su estatua milagrosa al templo augusto »Se aunaron á robar; y, degollados »Los guardias del castillo, con sangrienta »Mano asieron de la alba vestimenta. XXXV. »Cayó miedo en los ánimos: su ayuda »Cambió la Diosa en no dudoso amago; »Que, al campo apénas se llevó, ceñuda »Los ojos clava con fulgor aciago; »¡Raro prodigio! humor amargo suda, »Y del suelo tres veces se alza en vago, »El escudo flamígero delante, »Y el asta blandeando retemblante. XXXVI. »Incontinente Cálcas determina »Que el sitio los guerreros abandonen; »Diz que en vano de Troya la rüina, »Por bien que la expugnaren, presuponen, »Si, tornando á cruzar la onda marina, »En Argos los auspicios no reponen, »Á la Diosa aplacando en sus desvíos »Que cuidaron llevar en los navíos. XXXVII. »Á Micénas ahora encaminados »(De Cálcas los auspicios tal declaran), »Prevenidos mejor y apertrechados, »La vuelta á dar de asalto se preparan, »Mas ántes que partiesen, avisados, »En igual de la que ímpios enojaran »Robada estatua, edificaron ésta »Para purgar la violacion funesta. XXXVIII. »Plúgole á Cálcas, además, que fuese »De trabes poderosas guarnecida »Y que las nubes con la frente hiriese, »Porque su peso y altitud impida »Que por las puertas quepa, y atraviese »Las murallas, no avenga que presida »A la ciudad, del Paladion vïuda, »Y con la antigua proteccion la acuda. XXXIX. »Que si este dón violais--el agorero »Pronostica (primero se convierta »En quiebra suya el malhadado agüero!)-- »Troya vencida quedará y desierta: »¿Qué es Troya? ¡el Asia! ¡Triunfareis, empero, »Si le internareis, la muralla abierta, »Y á las aguas de Grecia vuestras proras »Irán, andando el tiempo, vencedoras!» XL. »Así en un punto entre sus lloros viles, Caza Sinon con pérfidos amaños En red de muerte á los que el grande Aquíles, Ni el hijo de Tideo, ni diez años De terca opugnacion, ni naves miles Pudieron domeñar. Tras sus engaños, Con espanto de todos repentino, Oye el paso cruel que sobrevino. XLI. »Sacerdote por suerte designado Á honrar al Dios del húmedo elemento, Era Laoconte: ante el altar sagrado Degollábale un toro corpulento. Súbito á la sazon venir á nado Vemos (de horror estremecerme siento), De la ínsula vecina procedentes, Por sobre el mar tranquilo dos serpientes. XLII. »El pecho entrambas enhestando iguales, Con encarnada cresta gallardean, Y en ruedas, al andar, descomunales El largo cuerpo sobre el ponto arquean: Rotos gimen los líquidos cristales Por do hienden: abordan ya y campean, La vista en sangre y rayos encendida: Todos huimos, la color perdida. XLIII. »Lamiéndose las bocas sibilantes Con la vibrante lengua, van derecho Para Laoconte: mas sus hijos ántes, Tiernos gemelos, en abrazo estrecho Aferran, y sus miembros palpitantes Apedazan, devoran. Pecho á pecho Y meneando la aguzada hoja, Encima el genitor se les arroja. XLIV. »¡Vano auxilio! ¡arduo afan! Ellas le abrazan Con doble, firme vuelta la cintura; Los escamados lomos le relazan Á la garganta, y á mayor altura Sobrealzando las crestas, amenazan. Con ambas manos él entre la impura Ponzoña que las ínfulas le afea, Por sacudir los ñudos forcejea. XLV. »Descoyuntado al fin, y cual pudiera El toro que del ara huyendo herido, De hacha insegura libertado hubiera Su manchada cerviz, en alarido Rompe horrible. Las sierpes de carrera Parten al templo de Minerva, y nido A los piés de la Diosa encrudecida Hallan seguro bajo el ancha egida. XLVI. »Nuevo motivo de terror asalta Los ánimos, que el miedo señorea; Supone el vulgo que Laoconte, al alta Estatua encaminando el asta rea, Mereció el golpe que siguió á su falta; Que el caballo se interne, clamorea, Y que á la Diosa con devotas preces Se persuada á poner sus altiveces. XLVII. »Presto aportillan el adarve: toma Movimiento el coloso: iguales giran Ruedas que al pié le ajustan: con maroma Atando el cuello, á competencia tiran. Ya grave de armas sobre el muro asoma: Todos con ánsia á la labor conspiran: Garzones y doncellas entre tanto Alzan en torno religioso canto. XLVIII. »Ya entra bamboneando, á tu firmeza Cierta amenaza, ¡oh Troya! ¡oh patria! ¡estancia Antigua de altos Dioses! ¡fortaleza Do vió un pueblo estrellarse su arrogancia! Sigue, y tres veces al umbral tropieza Con ronco són que retumbó á distancia; Mas insta el vulgo en su porfía loca, Y al fin en el alcázar le coloca. XLIX. »Vanamente Casandra entusiasmada Esforzando la voz--su voz divina, Por castigo de un Dios menospreciada-- Grandes calamidades vaticina. ¡Ay! sus anuncios estimando en nada, Al borde ya de la comun rüina, Nosotros sólo en decorar pensamos Templos y altares con festivos ramos. L. »Gira miéntras la esfera, y vase alzando La noche de las ondas, el desvelo Y fraudes enemigos ocultando En espantoso horror, la tierra, el cielo. Yacen mudos los Teucros: sueño blando Acá y allá los encadena. A vuelo Torna entre tanto la pelasga flota A las sabidas playas la derrota. LI. »A sordas con la luna y el sosiego De la noche, que muda las arropa, Marchan las naves ya, que ha dado el fuego, Concertada señal, la régia popa. Sinon, á quien, en daño nuestro ciego El hado guia, la escondida tropa Acude á libertar, y la honda cava Abre que tenebrosa los guardaba. LII. »Y por cables que lanzan de ligero, Desguíndanse de la hórrida guarida Esténelo, Tisandro, Ulíses fiero, Tornando á respirar aura de vida: Menelao; Macaon, que fué el primero, Y Acamante y Toante de seguida, Y Neoptólemo audaz el de Peleo, Y el trazador del artificio, Epeo. LIII. »Á entrar la muchedumbre se acelera En la ciudad, que yace en sueño y vino, Y matando las guardias, carnicera, Y las puertas abriendo, da camino Y se une á los que abordan. Tiempo era En que el sueño primero, dón divino, Los cuerpos sosegando fatigados Envuelve en manso olvido los cuidados. LIV. »En medio del silencio, á la imprevista, Reputándolo yo por caso cierto, Héctor en sueños muéstrase á mi vista, De polvo vil y amarillez cubierto: Mustia la faz, que el ánimo contrista, Mustia y llorosa; y, cual despues de muerto Y arrastrado por rápidos bridones, Taladrados los piés de correones. LV. »¡Cuán trocado de aquél que á nuestros ojos Resplandeció tras recias embestidas, Ó de Aquíles trujese los despojos O incendiase las naves combatidas! Yerta barba; cuajados los manojos Del pelo en sangre; vivas las heridas Que en torno recibió de la muralla;-- Y aquí en sueños mi voz en llanto estalla: LVI. «¡Gran Héctor, que de gloria y de consuelo »Astro por siempre á los Troyanos fuiste! »¿De cuál remoto y olvidado suelo »Tornas al fin á nuestra playa triste? »¿Y tras fatiga tanta, estrago, duelo, »Hoy de nuevo tu brazo nos asiste? »¿Mas por qué herido así? Tu faz serena »¿Por qué se cubre de sangrienta arena?» LVII. »Nada contesta: con mortal gemido «¡Vuela! ¡huye!» exclama: «el Griego se apodera »De la ciudad: incendio embravecido »Estalla: ¡Troya se desploma entera! »Mucho á la patria y al monarca ha sido »Sacrificado: si algo la valiera, »Salvárala este brazo: en su agonía, »Su culto, hijo de Vénus, te confía. LVIII. »Mansion busca á sus Dioses tutelares »Que fundarás, y grande, finalmente, »Audaz cruzando procelosos mares.» Y miéntras habla entrégame impaciente La alma Vesta que arranca á los altares, Y los velos y el fuego indeficiente. Por la ciudad en tanto se extendia El estruendo confuso y vocería. LIX. »Y aunque distante de la puerta Escea Yacia de mi padre la morada, Opaca de un jardin que la rodea, De la invasora muchedumbre armada Llega sordo el rumor; mi sien golpea; Salto veloz, el ánima azorada, Y á la azotea trepo, y al rüido Que crece más y más, tiendo el oido. LX. »Tal cuando en mieses subitánea llama, Soplando el Austro, enfurecida prende; Ó bien si desbordado se derrama Y valles, surcos y sembrados hiende Bravo raudal, y en remolinos brama Arboles arrastrando que desprende; Sobre un peñon, de la tormenta aquella Testigo inmóvil el pastor descuella. LXI. »Bien á mis ojos lo que en torno pasa, Bien la aviesa traicion se patentiza. Con estampido el gran palacio arrasa De Deífobo, el fuego, y se encarniza Sin detenerse, en la contigua casa De Ucalegonte, y de su luz rojiza Parece arder abierto el mar Sigeo: Suenan trompetas, cunde el clamoreo. LXII. »Echo mano á las armas alterado, Y á discurrir no acierto á mi albedrío: Al alcázar volar con un puñado De compañeros, en confuso ansío; Mal ciego de furor, desatentado En manos de la muerte la honra fio;-- Cuando al Otrida, del altar febeo Ministro en el alcázar, llegar veo. LXIII. »Él los Dioses vencidos, casi á vuelo, Trae, y sacros adjuntos que á la saña Hurtó enemiga su piadoso celo; Y un nieto pequeñuelo le acompaña. «¡Panto!» al verle clamé con vivo anhelo: «¡Habla! ¿qué pide adversidad tamaña? »¿En dónde haremos la defensa? ¿en dónde?» Dando un hondo gemido me responde: LXIV. «¡La hora que los hados previnieron »Llegó de asolacion! ¡Jove inclemente »Trastorna la balanza! Fueron, fueron »Troya, su gloria, su esplendor potente! »Todo los enemigos lo invadieron: »Del caballo intramuros eminente »Griegos brotan armados: triunfante »Sinon propaga el fuego devorante. LXV. »Por las ya francas puertas á oleadas »Cuantos vinieron de la gran Micénas »Tantos que entran parece: están tomadas »Las avenidas: de reposo ajenas »Amenazan fulgentes sus espadas: »La primer guarnicion ensaya apénas »Al tropel oponerse que la embiste, »Y en ciega riña desigual resiste.» LXVI. »Ardo á su voz: el corazon me inflama No sé cuál Dios ó aliento sobrehumano: Do la ira impele, do el rumor me llama Corro el hierro á arrostrar y el fuego insano. Á la luz vaporosa que derrama La blanca luna, de Ífito el anciano, De Hípanis, de Dímas y Rifeo, Que se me allegan, los semblantes veo. LXVII. »Corebo, el hijo de Migdon, partido Tomó tambien, y se nos puso al lado: Estaba en Ilïon recien venido, Con pasion de Casandra enamorado; Y de Príamo yerno prometido, Su espada nos brindó como alïado. ¡Ay! ¡cuán diverso su destino fuera Si á la inspirada profetisa oyera! LXVIII. »Yo así á todos les dije en el momento Que en órden los vi puestos de pelea: «¡Mancebos de alma grande, que de aliento »Heroico, pero estéril, se rodea! »Si seguir pretendeis mi osado intento, »Igualad el peligro con la idea: »Los Dioses que este reino custodiaran »Hoy altares y templos desamparan. LXIX. »Á una ciudad, oh pechos denodados, »Acorreis que en pavesas se convierte: »La muerte, pues, busquemos, y arrojados »Entre enemigos, generosa muerte; »¡Quien con el cielo lucha y con los hados »Sólo desnudo de esperanza es fuerte!» Así exaltado les hablé, y mi acento Su denuedo redobla y su ardimiento. LXX. »Cual del hambre al furor lobos rapaces, Miéntras que los cachorros por su vuelta Anhelan, seca la garganta, audaces Corren en sombras la campaña envuelta; Por medio de los hierros y las haces Enemigas así la planta suelta, De la muerte lanzados al encuentro Tocamos ya de la ciudad al centro. LXXI. »La noche miéntras con su negro manto Nos cobijaba. ¡Oh noche de tormentos! ¿Quién podrá darte el merecido llanto Ó el número decir de tus lamentos? ¡La alta, antigua ciudad, de lauro tanto Coronada, flaquea en sus cimientos! Por calles, plazas, templos invadidos, Cadáveres se ven yacer tendidos. LXXII. »Mas no toda la sangre que se vierte Sangre es troyana. Amenazante aviva Tal vez el ántes abatido; inerte El vencedor en tanto se derriba. Igual á entrambas partes la ímpia suerte Terror, desolacion sembrando iba Por acá y por allá: la muerte toma Miles semblantes, y doquier se asoma. LXXIII. »Al paso Andrógeo nos salió el primero Con gente mucha entre la sombra espesa, Y creyéndonos suyos, delantero, «Amigos,» dice, «¿qué indolencia es ésa? »¡Apresurad! Cuando Ilïon entero »Es ya ceniza y dividida presa »Al ímpetu feliz de nuestras tropas, »¿Vos apénas dejais las altas popas?» LXXIV. »Haber caido entre enemiga gente Nuestra respuesta adviértele indecisa, Y cortando el discurso de repente, Arredra el pié con azorada prisa; Bien cual trémulo salta el que serpiente Inesperada entre malezas pisa, Que se le vuelve enfurecida de ello Y enhiesta ensancha el azulino cuello. LXXV. »Andrógeo así despavorido huia; Y á su tropa nosotros con denuedo Cargámos, que el lugar desconocia, Y á más temblaba en vergonzoso miedo: Cargámosla, y en ellos á porfía Matar pudimos. Animoso y ledo Al aura de fortuna lisonjera, Corebo razonó de esta manera: LXXVI. «Bien la fortuna apunta, amigos; ¡ea! »El camino sigamos que señala: »Con los Griegos cambiemos de librea; »En mal del enemigo, ¿quién no iguala »Fuerza y astucia? ¡El mismo armas provea!» Dice, y ciñe el estoque argivo, y cala El almete de Andrógeo penachudo, Y ornado de blason prende el escudo. LXXVII. Rifeo le imitó; ni hacerlo dudan Dímas al punto y los demas presentes: Todos en armaduras propias mudan Los trofeos magníficos recientes. Así ajenos auspicios nos escudan Y oscuro el aire: á su favor frecuentes Choques de paso aventurando á tiento, Despeñámos al Orco almas sin cuento. LXXVIII. »Cuáles en tanto, de peligro ajenos, Merced de presta fuga, en la ribera Se acogen á las naves: cuáles llenos De vil temor, del monstruo de madera En los profundos conocidos senos Trepan á guarecerse. Mas ¿qué espera El mortal infeliz, ó en qué confía, Si al brazo de los Dioses desafía? LXXIX. »Hé aquí entre ásperas puntas, falleciente, Casandra, hija de Príamo, iba envuelta: Del sagrario de Pálas por furente Ciego invasor arrebatada: suelta La cabellera; al cielo vanamente Con vivísimo ardor los ojos vuelta ... ¡Los ojos, ay, que las hermosas manos Con cadena oprimieron los villanos! LXXX. »No tal sufrió Corebo arrebatado, Y entre el tumulto, de morir sediento, Precipitóse: en escuadron cerrado Seguimos los demas su movimiento. Mas, ¡ay dolor! los nuestros del terrado Del templo, observan en fatal momento Nuestro arreo y crestones, y en su engaño Presto nos hacen lastimoso daño. LXXXI. »Como vientos alígeros que en roto Torbellino se encuentran frente á frente, Y Zéfiro combate, y Euro, y Noto, --Euro, que en sus bridones del Oriente Va ufano;--y gime estremecido el soto, Y, de espumas cubierto el gran tridente, Nereo en su furor no da reposo, Y mueve desde el fondo el mar undoso: LXXXII. »Así brama, con fiera arremetida Correspondiendo á nuestro audaz embate Caterva que á vengar salta ofendida De la doncella el súbito rescate: Ayax violento, y uno y otro Atrida, Y los Dólopes todos. En combate Entran tambien los que esparcido habia Por la oscura ciudad nuestra artería. LXXXIII. »Tornan éstos á hallarnos cara á cara, Y el habla que nos oyen diferente El disfraz de las armas les declara. Al número sucumbe, en fin, mi gente. Peneleo á Corebo al pié del ara Inmoló de la Diosa armipotente; ¡Ay! de los suyos recibiendo heridas Rinden Dímas é Hípanis las vidas. LXXXIV. »Ni tu piedad ni el apolíneo velo Te hurtaron, Panto, á la enemiga hueste; Y el justo, el santo del troyano suelo, Rifeo, cae, sin que amparo preste A su virtud (¡misterio grande!) el Cielo. Conmigo Ífito y Pélias quedan: éste Mal herido de Ulíses, tardo el paso; Esotro por la edad de fuerza escaso. LXXXV. »Con ellos en forzosa retirada Abandoné la desigual porfía. ¡Oh pira extrema de mi Patria amada, Sacras cenizas de la gente mia! Testigos sed que en la infeliz jornada Tanto arrostré cuanto arrostrar debia, Y, á consentirlo el fallo de la suerte, Ganara por mi mano honrosa muerte. LXXXVI. »Torcemos al estruendo sin tardanza Al palacio del Rey, do tan horrenda Refriega hallamos, cual si aquella estanza Fuese el único campo á la contienda; ¡Tal era el brío y la marcial pujanza! ¡Así en masa á los Griegos estupenda Precipitarse vemos, y la entrada Asediar bajo densa empavesada! LXXXVII. »De un lado y otro el edificio ascienden. Por pilares y escalas; con los brazos, El escudo al izquierdo, se defienden De pedradas sin cuento y saetazos; Suelto el derecho, en el remate prenden Del edificio altísimo. En pedazos En tanto los troyanos campeones Las techumbres derruecan y bastiones. LXXXVIII. »De tales armas su defensa fian, Áureas trabes lanzando en su despecho Que de antiguos monarcas dado habian Noble decoro al admirado techo. Otros abajo á resguardar se alían Las puertas, y tras ellas en estrecho Grupo, puñal en mano, se aglomeran, Y apercibidos la avenida esperan. LXXXIX. »Al palacio escalado se convierte Mi atencion toda: diligente acudo A esforzar á quienquier se desconcierte Y alientos dar contra el asalto crudo. Un portillo hubo atras, que á buena suerte Al ciego sitiador hurtarse pudo; Tras él los tramos del palacio unia Tránsito oscuro, oculta galería. XC. »Por allí sola Andrómaca en su duelo, Cuando áun cetro empuñaba el Rey anciano, Ir solia á sus suegros, y al abuelo Llevaba el hijo tierno de la mano. A entrar por allí mismo ahora yo vuelo; Calo el postigo, y la eminencia gano, Do abajo (¡vano ardor!) los Teucros echan Cuanto á la mano ven, cuanto destechan. XCI. »Á plomo allí con la pared se erguia Excelsa torre en la region del viento, Que toda la ciudad mandaba un dia Y la enemiga armada y campamento. Por do fácil de herir aparecia Batímosla en redor: del alto asiento Al combinado impulso desprendida, Cede, y precipitamos su caida. XCII. »Ella rodando con fragoso estruendo En fragmentos veloz se despedaza, Y abajo ámplio escuadron tapa cayendo, Que otro, cual ola súbita, reemplaza. Sigue sin tregua el combatir tremendo: Ya ante el mismo vestíbulo amenaza Pirro animoso, en el umbral primero, Con metálica luz radiante y fiero; XCIII. »Cual dragon que aterido, soterrado, De venenosas hierbas se sustenta, Mas de nuevo arreándose, en el prado Sale á campar cuando el calor le alienta: Voluble el lomo en roscas arrollado Miles colores con la luz ostenta; Al sol mirando, el cuello al aire libra, Y la trisulca lengua hórrido vibra. XCIV. »Automedonte, que de Aquíles fuera Auriga, ora escudero, y Perifante Corpulento acomete, y la guerrera Esciria juventud, y á un mismo instante Llama arrojan que al aire va ligera: Pirro, hacha en mano, abócase adelante, Quiciales estremece, vigas raja, Y las ferradas puertas desencaja. XCV. »Las trabes á su empuje crujen, ruedan; Enorme boqueron dan los tablones, Ni cosa abrigan que ocultarle puedan Dentro los vastos atrios y salones: De los antiguos soberanos quedan Francas y descubiertas las mansiones, Y afuera comparecen los soldados Que las puertas guardaban atropados. XCVI. »¡Oh cuánta turbacion adentro! ¡oh cuánto Terror! Los huecos artesones llena Femenil alarido, ronco planto, Grita confusa y vária al cielo suena. Cruzan matronas con afan y espanto Las anchas salas que el rumor atruena, Y las colunas á abrazar se arrojan, Las besan, y en sus lágrimas las mojan. XCVII. »Mas Pirro igual al padre se adelanta. ¿Qué arma, qué brazo atajará el pujante Hierro esgrimido con braveza tanta? Postes ni cerraduras son bastante; Ferrada maza á golpes los quebranta. Plaza abre á fuerza: á quien le va delante Atierra, y su cohorte furibunda A la redonda el edificio inunda. XCVIII. »Así de altiva cumbre se desata De pronto hinchado un espumoso rio, Y oleadas horrísonas dilata Hundiendo el malecon, creciendo en brío; Y establos y ganados arrebata Impetüoso. Yo, yo vi al impío Cebarse airado en el estrago horrendo; Vi á los Atridas el umbral cubriendo. XCIX. »Vi á Hécuba y sus hijas, sus amores Vi á Príamo, del ara en el sagrado, El fuego que adoraron sus mayores Matar en sangre suya mal su grado; Vi los cincuenta lechos, que de flores Habia la esperanza engalanado En pro del trono, y las soberbias puertas De oro y rico botin rodar cubiertas. C. »Griegos el campo ocupan que áun da el fuego. --Mas ya ansiosa querrás, augusta Dido, De Príamo saber. Príamo, luégo Que de las puertas oye el estallido, Y encima siente al desbordado Griego, Ciñe al endeble cuerpo envejecido Inútil hierro y olvidada malla, Y aguija á perecer en la batalla. CI. »Al raso en medio del palacio habia Ancho altar, y por cima un lauro anciano Asombrando á los Lares, descogia Denso follaje de verdor lozano. Hécuba en la marmórea gradería Con sus hijas los Dioses ciñe en vano, Bien cual palomas que en bandada avienta El repentino són de la tormenta. CII. »Como á recursos el Monarca apele Ya ajenos á su edad, «¿Qué desvarío,» Hécuba clama, «á perdicion te impele? »Hoy de mi Héctor la fuerza y poderío »Fuera en vano; pues ¿qué ese brazo imbele »Hará en el caso extremo? Esposo mio, »Vén: este altar refugio á todos sea, »O á todos juntos sucumbir nos vea.» CIII. »Dice; á su lado le reduce, y puesto Sobre las losas á ocupar le obliga. Desacordado y jadeante, en ésto, Polítes, de ellos hijo, á quien hostiga Pirro desaforado, el pié, tan presto Como lo sufre su mortal fatiga, Por los vacíos atrios acelera, Y señala con sangre su carrera. CIV. »Ya con la pica por detras le toca, Ya entre las manos el cruel le mira, Cuando en faz de sus padres desemboca, Y dando en tierra ensangrentado espira. El venerable viejo, á quien provoca El duro lance á generosa ira, No en lo sumo del riesgo el labio sella, Mas respetos y amagos atropella: CV. «Si justo el cielo de los hombres cura »Darános,» dice, «por tamaña ofensa, »A mí venganza á colmo; larga y dura »A tí la merecida recompensa! »Poner te place al padre en angostura »De ver caido al hijo sin defensa, »Y no acatando encanecidas sienes »A darle en rostro con su sangre vienes. CVI. »Calla de hijo de Aquíles el dictado, »Que le desmiente tu cobarde encono: »Él supo dar la mano al que postrado »Miró á sus piés en mísero abandono; »Tornóme el hijo muerto, que enterrado »Fuese en fúnebre pompa, y á mi trono »Me concedió volver.» Dijo, y con tardo »Aliento el Rey de allí soltóle un dardo CVII. »Que rebotado al punto con sonido Ronco, al tocar el defendido acero, Quedó en el centro del broquel prendido. Pirro repuso con sarcasmo fiero: «¡Sí, vé á mi padre, y que su ejemplo olvide »Díle; que de su sangre degenero; »Que oprobio eterno de mi porte espere; »Eso y más dile; y por ahora muere!» CVIII. »Y diciendo y haciendo, el inhumano Al mismo altar impávido arrastraba Al noble Rey, que, trémulo de anciano, En la sangre del hijo resbalaba: Le ase del pelo con la izquierda mano, Y con la diestra á su placer le clava Hasta el pomo la daga en el costado, Fúlgida en alto habiéndola vibrado. CIX. »Tal rodó su corona refulgente; Tal vino á ver su antigua fortaleza Humo y polvo tornarse de repente, Aquél que al esplendor de su grandeza Miró á cien pueblos inclinar la frente! Su cuerpo, tronco informe, la cabeza Cercenada por bárbara cuchilla, Yace sin nombre en solitaria orilla. CX. »Horror profundo allí por vez primera Sobrecogióme, viendo la agonía Penosa de mi Rey, y la manera Como el postrero anhélito rendia. Mi padre, que cuanto él anciano era, Delante me fingió la fantasía: La dulce esposa, el hijo tierno, á rudo Ultraje abandonados sin escudo. CXI. »Por ver con quiénes cuento, en torno paso Las miradas; á nadie ya diviso: Dieron unos al fuego el cuerpo laso, Arrojáronse otros de alto piso. Así todo oteándolo de paso, Al claror de las llamas, de improviso Observo un bulto en el umbral de Vesta;-- Erase Elena en lo escondido puesta. CXII. »Esa ahora á las aras acogida, Furia que al mundo le nació ominosa, De Troyanos y Griegos maldecida, De Griegos y Troyanos temerosa, Salvar tentaba la infelice vida Huéspeda ingrata, amancillada esposa; Matar pensé la infame advenediza Por vengar de la Patria la ceniza: CXIII. »¿Cómo? ¿habrá de salvarse la menguada »Rastrándose en oscuros escondrijos? »¿Y en Micénas y Esparta hará su entrada »Reina ella entre marciales regocijos, »De troyanos esclavos acatada »Tornando á ver esposo, padres, hijos? »¿Y Troya en bravas llamas consumida? »¿Y triunfante el acero regicida? CXIV. »¿Y para esto tornada ardiente lago »Tantas veces la playa en sangre nuestra? »¡Oh! ¡no! que si en matar una hembra, no hago »De varonil valor gloriosa muestra, »Dar á tal monstruo el merecido pago »Hazaña es justa y digna de mi diestra: »No ya sedienta al envainar mi espada, »Más de una sombra dejaré vengada!» CXV. »Rugia yo con voz tempestüosa Cuando espléndida toda de hermosura, Me apareció mi madre bondadosa Radiante entre la sombra de luz pura, Con el encanto y majestad de Diosa Con que se muestra en la celeste altura; Súbito el vengador brazo me toca, Y abre entre aromas la purpúrea boca: CXVI. «¡Cálmate, hijo! ¡tus palabras mide: »Tu pecho hirviente su ímpetu reporte! »Dí, ¿será justo que el rencor te olvide »De la familia nuestra, y no te importe »Saber si el genitor, á quien impide »Vejez cansada, el hijo, la consorte »Vivos están? ¿No ves que los circunda »La multitud que la ciudad inunda? CXVII. »Por mí, el hierro su sangre no devora; »Por mí, el fuego sus huesos no calcina. »¿Y á qué la faz baldonas seductora »De esa Lacedemonia que abomina »Tu corazon? Y á Páris á deshora »¿Por qué oprobias? No tiene la rüina »De Troya la opulenta humano orígen: »Airados Dioses son quienes la afligen. CXVIII. »Es fuerza superior la que derriba »Sus altos techos. Si cejar te duele, »Yo esa que lenta en derredor te priva »De luz, haré que de tus ojos vuele, »Húmida, opaca niebla, y la cautiva »Vista dilates. Quién, verás, demuele »Aquestos muros, y al materno aviso »La frente inclinarás grato y sumiso. CXIX. »Allá, do envuelto en polvo el humo ondea, »Y en pié no hay mole ya ni canto alguno, »La ciudad en su asiento bambalea »A golpes del tridente que Neptuno »Sacude. Acá sobre la puerta Escea »Ante todos sañuda avanza Juno, »Y audaz, cubierta de acerada escama, »La amiga tropa de las naves llama. CXX. »Torna, torna á mirar: Pálas cruenta »Ya los altos alcázares domina. »Y envuelta en nimbo centelloso, ostenta »La terrible cabeza serpentina. »A los Dánaos el Padre mismo alienta, »El Padre universal, y en la divina »Legion contra tu Patria iras enciende. »Tu el hierro envaina, pues; la fuga emprende. CXXI. »Nada temas: tu planta irá segura »De la paterna casa á los umbrales; »¡Contigo soy!» Y bajo sombra oscura Encubrióse, al decir palabras tales. Entónces la terrífica figura Vi de adversas deidades colosales; La hoguera vi donde Ilïon se abrasa; Y Troya conmovida por su basa, CXXII. »Cual viejo fresno que la ufana frente Señorease sobre el monte enántes, Y hora en redor la campesina gente Le diese al tronco hachazos incesantes; Que la alta copa temerosamente Estremece á los golpes resonantes, Y amenaza, y restalla, y de la cumbre Desploma con fragor su pesadumbre. CXXIII. »Desciendo, en fin; mis piés mi madre guia; Campo las armas dan, receja el fuego. Mas no bien de la antigua casa mia Á los umbrales anhelante llego, Mi padre, ¡ay! el primero á quien queria Fuera llevarme, niégase á mi ruego Pues sobre tantas ruinas apellida Vil el destierro y mísera la vida: CXXIV. «¡Huid los que en lozana primavera »Corazon abrigais esperanzado: »No así el Cielo mi nido destruyera »Si fuese mi existencia de su agrado! »¿Qué aguarda el que la Patria ya á extranjera »Cadena vió doblarse? demasiado «Sobrevivo al estrago de los mios; »¡Oh! ¡dadme el adios último, y partíos! CXXV. »Avara del botin, condolecida »De mi miseria, el fin dará que aguardo »Alguna mano á mi cansada vida; »Ni por falta de tumba me acobardo. »A mi inútil vejez, aborrecida »De los Dioses, el término retardo »Desde que plugo al brazo omnipotente »Lanzarme un rayo y aturdir mi mente.» CXXVI. »Mi padre así tendido en tierra dijo; Y vanamente en lágrimas bañados Yo, mi Creusa, mi inocente hijo, Todos le suplicamos apiñados No así mal tanto consumase, fijo En afrontar los inminentes hados; Mas él, sordo al solícito lamento, Mantiénese en su puesto y firme intento. CXXVII. »Torno á las armas, y el arnes requiero, Y á morir batallando me preparo; Ni más alivio á mi dolor espero, Ni otra salida, ni mejor reparo. «¡Oh padre mio!» en mi dolor profiero; «¿Y pudiste idear que en desamparo »Te abandonase por salvarme? ¿Agravios »Vierten cual éste paternales labios? CXXVIII. »Si es que completa asolacion previene »A Troya el Cielo en su insaciable enojo, »Si la medida quieres que se llene »Con nuestros restos, cumplirás tu antojo »Ya vendrá Pirro; franco el paso tiene: «Pirro con sangre del Monarca rojo, »De cuyo brazo matador no ampara »Ni al hijo el padre, ni al anciano el ara. CXXIX. »¿Y á ésto sólo me sacas, alma Dea, »Salvo por medio del adverso bando? »¿A que testigo en mis hogares sea, »No ya en la lid, de su rencor infando? »¿A que, uno entre la sangre de otro, vea »Hijo, padre y esposa agonizando? »¡Al arma! ¡al arma! ¡La postrera hora »Llama al vencido, amigos, vengadora! CXXX. »¡Tornar dejadme á la ardua lid! Mi diestra »Renovará el conflicto: al fin, vengada »Corra, si ha de correr, la sangre nuestra.» Dije, á la cinta acomodé la espada, Y el escudo embrazando á la siniestra, Ya iba á salir, cuando mi esposa amada Se echa á mis piés en el umbral de hinojos, Y nuestro dulce hijo alza á mis ojos. CXXXI. «Si es morir lo que atentas,» me decia, «Todos iremos á morir contigo; »Mas si áun tu brazo de las armas fia, »Primero es que defiendas este abrigo. »¡Cómo! tu hijo, tu padre, la que un dia »Buena esposa llamaste, ¿al enemigo »Así vas á entregar?» Tal su desgracia Gime; el eco en los ámbitos se espacia. CXXXII. »Súbita maravilla sorprendente De todos luégo las miradas llama: En medio del abrazo y el doliente Coloquio paternal, brota una llama De Ascanio en la corona, y por su frente E ilesos rizos mansa se derrama: Quién, al verle, el cabello le sacude; Quién ya con agua, en su temor, le acude. CXXXIII. »Mas mi padre con plácida alegría El rostro augusto eleva; ambas las manos Tiende, y al cielo esta plegaria envía: «¡Omnipotente Júpiter, si humanos »Ruegos te mueven á clemencia pia, »Una mirada compasiva dános! »Si merecemos proteccion, propicio »Sénos, y sella el venturoso auspicio.» CXXXIV. »Á estas voces en súbita estampida Tronó á la izquierda; y por el vago cielo Rápida estrella de esplendor vestida Hendió á la noche el nebuloso velo: Llegaba hácia nosotros, cuando al Ida, Alumbrando el camino, tuerce el vuelo; Su luengo sulco blanda luz señala, Y humo sulfúreo al esconderse exhala. CXXXV. »Convéncese mi padre, se levanta, Da gracias á los Númenes, y adora La luz divina. «Gobernad mi planta,» Dice: «no más suscitaré demora.-- »Y ¡oh patrios Dioses! vuestra mano santa »Reconozco que á Troya cubre ahora: »¡Mi familia guardad, guardad mi nieto! »Partamos, hijo; la Deidad respeto.» CXXXVI. »Mas ya el calor sofoca; ya se escucha Más y más cerca el fuego turbulento Que con los muros y edificios lucha Su furor avivando y movimiento. «Sube en mis hombros, padre: á fe que mucha »No ha de serles la carga: en todo evento, »Uno sea el peligro á entrambos; una, »O piadosa ó adversa, la fortuna. CXXXVII. »Ascanio venga de su padre al lado; »Tú, Creusa, seguir mis huellas cuida; »Y todos en los ánimos grabado »Tened lo que os encargo en esta huida: »Bien sabeis, servidores, de un collado »Que está de la ciudad á la salida, »Do de Céres ruinoso un templo antiguo »A un vetusto cipres yace contiguo: CXXXVIII. »Cipres que nuestros padres reverentes »Honraron siempre en sus felices dias;-- »Allí nos juntaremos, diligentes »Sendereando por diversas vias.-- »Toma, ¡oh padre! los Dioses: yo de ardientes »Refriegas salgo; si las manos mias »Pusiese en ellos, en corriente clara »No lustradas aún, los profanara.» CXXXIX. »Callo; y encima del comun vestido, Con una piel bermeja leonina Los anchos hombros encubrirme cuido, Y al grato peso mi cerviz se inclina. El tierno Ascanio, de mi mano asido, Conmigo á paso desigual camina: Quedóse atras mi esposa: opaca niebla En torno nuestro los espacios puebla. CXL. »Mas yo que en la ciudad momentos ántes No temí de la lid el alto estruendo, No las armas, no griegos batallantes Remolinados en tropel horrendo, Ahora al sonar las auras oscilantes, Al más leve rüido me suspendo, No temeroso por la vida mia, Sí por mi dulce carga y compañía. CXLI. »Parecíame ya llegar seguro Al deseado fin, cuando repente Cual de veloces piés que el suelo duro Batiesen, sordo estrépito se siente; Y mi padre mirando de lo oscuro, «Hijo,» dice, «huye, hijo; asoma gente: Desvía; el temeroso centelleo De las rodelas y corazas veo.» CXLII. »¡Ah! en tanto que mi pié medroso excusa Por ignoradas vueltas el camino, No sé qué ínvido Dios mi ya confusa Razon de lleno á desquiciarme vino: No supe más qué fué de mi Creusa; Si la detuvo mi cruel destino, Si erró la via, ó se sentó cansada;-- De entónces más, á mi clamor negada. CXLIII. »Ni la eché ménos hasta haber llegado Todos los mios, con turbada huella, Al templo antiguo y salvador collado: Reunímonos; ¡faltaba sola ella! Faltaba á su hijo, en lágrimas bañado; Faltaba á mí, que en áspera querella, ¡Oh entre males tamaños mal supremo! De hombres y Dioses con furor blasfemo. CXLIV. »Hijo, y padre, y penates encomiendo, Puestos y ocultos en profundo valle, A mis amigos: despechado emprendo La ciudad recorrer hasta que halle La infelice consorte; y no temiendo Volver á abrirme entre enemigos calle, Me ciño de la fúlgida armadura, Y entrégome al dolor y á la ventura. CXLV. »Llego primero al murallon oscuro, Puerta y umbral por do pasado habia; Esfuérzome á mirar, y mal seguro Sigo por rastros una y otra via. Horror, silencio en el desierto muro Sólo hallar pude. Á la morada mia Acudo, por si allá mi compañera Tal vez, tal vez la planta dirigiera. CXLVI. »Mas de los enemigos mi morada Presa era ya: la llama devorante Por el Ábrego rápido aventada, Crece, sube, revuélvese ondeante. Enderezo al alcázar, y en la entrada Del sagrario de Juno (en lo restante Abandonada ya la ciudadela), Hacen Fénix y Ulíses centinela: CXLVII. »De los templos tornados en pavesas Custodian el espléndido tesoro, Vestes sacerdotales, sacras mesas, Macizos vasos de luciente oro. Víanse en torno de las ricas presas Niños sumidos en confuso lloro, Mustias las madres que el dolor embarga, Cautiva muchedumbre en rueda larga. CXLVIII. »Allí sin fruto y por doquier demando El bien perdido: una vez y otra al viento Su nombre doy, los ámbitos llenando Con la cascada voz de mi lamento. Así por las sombrías calles ando En su busca con ciego desatiento, Cuando al paso atraviésase y me nombra, Pálido, alto fantasma;--era su sombra. CXLIX. »Tiémblame el corazon, se me eneriza El cabello, la sangre se me hiela: Mas ella hablando así me tranquiliza Y futuros destinos me revela: «¿Por qué tu corazon se martiriza, »Ó á dó tu loca fantasía vuela? »Templa el furor: no temerario oses »Al imperio oponerte de los Dioses. CL. »Vencer no pienses mi eternal reposo, »No contigo llevarme á otra ribera: »Védalo _aquél_ que todopoderoso »En las sedes olímpicas impera. »Vasto mar que surcar, amado esposo, »Largo destierro que cumplir te espera; »Mucho errarás; empero, finalmente, »Llegarás á las playas de Occidente: CLI. »A Hesperia, patria de ínclitos varones, »A donde ameno y dilatado ondea »El lidio Tibre, que en besar los dones »De sus fértiles ribas se recrea. »Ancho imperio, magníficos blasones, »Régia consorte encontrarás; ni sea »Mi memoria á tu pecho dolorosa: »Harto has llorado á tu apartada esposa. CLII. »Que no á la nuera de la cipria Diva, »La hija del frigio Rey, reduce el hado »A sierva humilde de matrona aquiva: »¡No irá á ver, no, del vencedor airado »Soberbios techos mísera cautiva! »La madre de los Dioses á su lado »Me acoge. ¡Adios! por nuestro Ascanio vela; »¡Amale siempre, y tu dolor consuela!» CLIII. »Yo que la oia en lágrimas deshecho, Mil cosas fuí á decir, cuando en sombríos Celajes se encubrió. Tres veces le echo Al cuello los amantes brazos mios, Y tres veces, ¡oh pena! los estrecho Contra el burlado corazon vacíos, Desvanecida á mi anheloso empeño Cual humo vano ó fábrica de un sueño. CLIV. »La noche terminó con mi porfía, Y torné. Con portátiles haberes Notable multitud llegado habia, Ausente yo, cabe el altar de Céres. Apellídanme todos jefe y guia: «Contigo,» dicen, «á doquier esperes »¡Ay! alejarnos del confin troyano, »Rostro haremos al lóbrego Oceano.» CLV. »Allí varones y hembras, niños, viejos, Y larga y miserable muchedumbre. Y ya anunciaban pálidos reflejos Al sol, del Ida sobre la ardua cumbre. Ocupadas las puertas á lo léjos, Huye de auxilio la postrer vislumbre: Cedo á la suerte: á recibir me inclino Mi padre, y á los montes me encamino. LIBRO TERCERO. I. «Despues que el Cielo la inculpada gente De Príamo y troyana monarquía Derribó en tierra, y la ciudad potente En círculos de humo perecia; Tambien por alta inspiracion presente, Mas sin saber por dónde el hado guia O dó hemos de parar, labramos pinos Que á otras playas nos lleven peregrinos. II. »Éramos cabe Antandro congregados Al pié de Ida, y no bien pintó el estío, Manda mi padre en brazos de los hados Soltar velas del viento al albedrío. Con llanto el puerto dejo, y los amados Campos do Troya fué; y á la onda fio Mi pueblo, y prole, y Dioses tutelares, Y empiézome á engolfar en altos mares. III. »Cae por allá un país que Marte ampara Y el austero Licurgo rigió un dia; Extensas tierras son que el Trace ara, A quien ley de hospedaje nos unia; Y viéronse sus Dioses en un ara Con los Dioses de Troya en compañía Cuando imperio feliz fuimos: ahora Allí arribamos con humilde prora. IV. »Fundé en su corva orilla la primera Ciudad, y á sus colonos apellido, En mi memoria, Enéadas; mas era Infausto el punto. Mal correspondido, A mi madre la Diosa de Citera, Y á los electos Númenes convido; Y en balde un toro albo, como á solo Rey de los Dioses, al Saturnio inmolo. V. »Era allí un cerro, y en su cima habia De puntas erizado un mirto: atento La ara á vestir de verde lozanía, Acudo, y ramas arrancar intento. Miéntras raíces desvolver porfía Mi mano (¡oh singular, oh atroz portento!) Brotar contemplo de las ramas rotas Sangre que el suelo empapa en negras gotas. VI. »De espanto helado el corazon flaquea; Mas recobrado tiro de otra rama Por descubrir lo que el prodigio sea, Y otra vez sangre el vástago derrama. Confuso, dando de una en otra idea, Ya á Marte invoco que á los Getas ama, Ya á las huéspedas Ninfas de la selva Porque el signo de horror fausto se vuelva. VII. »Con esta mira y con esfuerzo nuevo Tercera rama desraigar decido; Mas cuando, hincada la rodilla, pruebo Su rigor á vencer, siento un sonido (No sé si ose decir, ó callar debo): Una voz funeral hiere mi oido: «¡Ay! ¿por qué, Enéas, las entrañas mias »Rompes? ¡No manches más tus manos pias! VIII. »Hijo yo fuí de la nacion troya, »¿Y al que ya conociste ofendes muerto? »¡Esa sangre no es de árboles do mana! »¡Ah! ¡que de esta region huyas te advierto, »Aurívora region, playa inhumana! »Yo Polidoro soy: yace cubierto »Mi cuerpo aquí de flechas homicidas, »Ahora en ásperas ramas convertidas.» IX. »Adolorido, absorto me suspendo, Sin voz, yerto el cabello. ¡Polidoro! El mismo ¡ay! á quien Príamo, sintiendo Vacilar en su mano el cetro de oro Al amago de ejército tremendo, Fió en secreto espléndido tesoro, Y á que ajeno creciese á la desgracia, A cargo le envió del Rey de Tracia. X. »Mas el perverso príncipe, copiando En su porte mudanzas de la suerte, Triunfante al ver de Agamemnon el bando En contra del caido se convierte; Y todo fuero con furor nefando Atropella, y al mísero da muerte, Y le asalta el caudal. ¿Qué de maldades, Sacrílega sed de oro, no persuades? XI. »Vuelto en mí del espanto que me hiela Hablo á mi padre, y á los jefes junto, Lo que voz misteriosa me revela Narro, y el parecer comun pregunto. Todos proponen darnos á la vela Y aquel sitio de horror dejar al punto; No sin que al desdichado compatricio Pagado hayamos el postrer oficio. XII. »Túmulo, pues, alzámosle de arena, Y á los manes dos aras que guarnecen Cipres y tristes fajas; la melena Sueltan matronas que en redor parecen. Altos vasos que ó leche tibia llena, Ó sangre consagrada, allí se ofrecen: La tumba al alma errante da acogida, Y clamamos la eterna despedida. XIII. »Así las sacras ceremonias, graves Cumplido habiendo, á la señal primera Que el Austro da con hálitos suaves De que onda masa nuestra flota espera, Corremos á la mar: sacan las naves Mis compañeros, cubren la ribera; Cruzamos ya los líquidos desiertos, Y atras irse miramos playas, puertos. XIV. »Allá en mitad de los Egeos mares Hay una isla entre todas la más grata, Que, Númenes por siempre tutelares, A Dóris bella y á Neptuno acata: Ella un tiempo rondaba los lugares Convecinos; ya errante el mar no trata: Apolo entre las Cíclades fijóla, Y allí inmóvil contrasta viento y ola. XV. »Allí abordamos, y el dichoso abrigo Gozamos con que el puerto nos convida; Miéntras de Apolo la ciudad bendigo, A darnos sale el Rey franca acogida. Anio en mi padre abraza á un viejo amigo; Anio, á quien, porque al par que le apellida Ministro un Dios, un pueblo Rey le nombra, Con la ínfula el laurel la sien le asombra. XVI. »Yo al templo secular devoto llego: «¡Buen Dios!» exclamó, «¡término seguro »Dá á nuestro error, á nuestro afan sosiego, »Dá fundar feliz prole y propio muro! »Nueva Troya lo llames, ó del fuego »Hurtados restos y de Aquíles duro, »Salva el tesoro, tú, que va conmigo; »Dí, ¿cuál norte, cuál voz, cuál rumbo sigo? XVII. »Señal dá, en fin, y á nuestra mente envía »Tu inspiracion.» Callé, y en tal momento Ya el pórtico, ya el lauro se movia, Y el monte en torno retembló en su asiento. El velo que la trípo de cubria Gimió, abrióse el sagrario: al pavimento Inclinamos las frentes confundidos, Y sacra voz hirió nuestros oidos: XVIII. «¡Fuertes Troyanos! ved que la fortuna »Hinchado el seno de la patria os muestra »Que á vuestra raza fomentó en la cuna; »¡Buscad, buscad la antigua madre vuestra! »Id; allí Enéas, sin mudanza alguna, »Cimentará su casa, y de su diestra »El cetro heredarán sobre las gentes »Hijos, nietos, lejanos descendientes.» XIX. »Habló Apolo; y llenó los corazones, Amargada por dudas, la alegría, Pues «¿Dó aquellas están patrias regiones?» Preguntábamos todos á porfía. Mi padre ya de viejas tradiciones Recuerdos en su mente revolvia: «¡Oid, nobles!» prorumpe; «yo el secreto, »Á vuestras esperanzas interpreto. XX. »Hay una isla en el mar, Creta nombrada, »Cuna ya nuestra, con su monte Ida, »Cuna tambien de Júpiter sagrada, »De cien ricas ciudades guarnecida. »Trocó el gran Teucro esa feliz morada »Con la retea costa: á su venida »Ni allí á Pérgamo halló, ni halló poblados, »Sino hombres por los valles derramados. XXI. »Él, si éstas que aprendí no son infieles »Memorias, los cimientos socïales »De Troya echó, y el culto de Cibéles »Trajo, con sus misterios y atabales, »Los carros con leones por corceles, »Los bosques sacros, y áun en nombre iguales. »¡Partamos! el oráculo dichoso »Allá nos llama, á la region de Gnoso. XXII. »Ni estamos léjos de su orilla grata; »Tres luces gastaremos. Falta sólo »Que aplaquen dones al que el mar maltrata, »Que amparo preste el que serena el polo.» Dice, y en la ara sendos toros mata A Neptuno y á tí, divino Apolo; Sendas ovejas al Invierno negra, Blanca á Favonio que la mar alegra. XXIII. »La voz se esparce que del patrio suelo Proscrito Idomeneo huido habia, Que á huéspedes librando de recelo, Creta sus puertas solitaria abria. Y así á Ortigia dejando, hendiendo á vuelo El mar, á Náxos báquica y sombría Costeando vencemos, á Oleáros, Verde Donisa y albicante Páros. XXIV. »Entrambos por las Cíclades ligeros Y el mar corremos de islas esparcido, Y emúlanse, al pasar, mis compañeros Con clamores y náutico ruido; «¡A Creta! á Creta!» gritan vocingleros; «¡A nuestra patria, á nuestro antiguo nido!» E hiriéndonos en popa aura serena, Al fin tocamos la anhelada arena. XXV. »Fundé una villa, mi dorado sueño, Que Pérgamo llamé: del nombre ufanos A los colonos miro, y los empeño A alzar el muro y á arraigarse hermanos. Yace en la enjuta orilla el hueco leño: Yo dicto comun ley, reparto llanos; Y á cultivar se entregan los mancebos Nuevos lazos de amor y campos nuevos. XXVI. »Hé aquí, el aire infestando de repente, El contagio cruel sacude el ala; Infausto nuncio de estacion doliente, Los arboredos y sembrados tala: La vida va arrastrando falleciente Quien ya el aliento último no exhala: El Can ardiente estrago sordo hace; Marchito el lustre de los campos yace. XXVII. »Y, sustento negando yermo el suelo, Mi padre del oráculo divino Manda que vamos á implorar consuelo Tornando á abrirnos por el mar camino: Que cuál término, diga, al mustio duelo De este pueblo reserva peregrino; A quién habemos de acudir; á dónde Enderezar el rumbo corresponde. XXVIII. »Era alta noche y muda: en mi retiro Yacia yo, la mente aletargada, Cuando delante á los Penates miro Que hurté al incendio en la fatal jornada. Por mis ventanas, en su errante giro Lograba á la sazon la luna entrada, Y del brillo bañados macilento Ellos me hablaban con benigno acento: XXIX. «No temas,» me decian; «pues de parte »De Apolo, que oficioso nos envía, »Los destinos venimos á anunciarte »Que él, volviendo tú allá, te anunciaria. »Tu brazo nos salvó de adverso Marte, »Librónos tu piedad de llama impía; »Hemos seguido tu fortuna, y fieles »Navegamos contigo en tus bajeles. XXX. »En grato premio á tu favor, mañana »Al cielo hemos de alzar tus descendientes; »Mas hoy, á esa ciudad que soberana »Herencia haremos de invencibles gentes »(Que esto es tuyo, no nuestro), el paso allana: »Lo harás, si en largo viaje no consientes »Reposo: asiento muda: el Dios profeta »No te brindó con descansar en Creta. XXXI. »Hay de antiguo un país, con apellido »De Hesperia por los Griegos señalado, »Pueblo en trances de guerra asaz temido, »Tierra asaz grata á la labor de arado. »Fué primero de Enotrios poseido, »Y hoy Italia se nombra, por dictado »De famoso caudillo procedente, »Si ya constante tradicion no miente. XXXII. »¡Ésta, ésta es nuestra patria verdadera! »Que allí Dárdano y Yasio nacimiento »Tuvieron; aquel Dárdano, primera »Cepa de nuestra raza. Tú contento »Vé, y de ello al viejo genitor entera »Por cierto. Y de Corito en seguimiento »A los ausonios términos navega. »Mansion en Dicte Júpiter te niega.» XXXIII. »Como esto ví y oí (no en sueños vanos Eran; que bien las sienes discernia Veladas, y los rostros soberanos, Y áun bañaba en sudor mi frente fria), Salto del lecho atónito: las manos Extiendo suplicante; ofrezco pia Libacion en mi hogar: de ahí contento Corro á mi padre, y la vision le cuento. XXXIV. »Del doble orígen la falacia siente Él, y confiesa que sufrido habia Con la antigua señal error reciente: «¡Hijo,» así hablaba, «á quien la suerte impía »Burla cruel! Casandra solamente »Hizo de estos sucesos profecía; »Y á menudo se oyó, recuerdo ahora, »_¡Hesperia! ¡Italia!_ de su voz sonora. XXXV. »¿Mas quién iba á pensar que á Hesperia iria »Nuestra gente jamás? ¿Ni quién pudiera »A Casandra creer? ¡Hoy, hoy nos guia »Voz infalible que partir impera!» Tal dijo, y aplaudimos á porfía. Quedan algunos en la infiel ribera; Y el áncora levando y la esperanza El hueco leño al piélago se lanza. XXXVI. »Cuando ya nos hubimos engolfado, Y entre agua y cielo, al fin, no vemos cosa Sino el cielo y el agua, azul nublado Sobre mi nave sólido se posa De lobreguez y tempestad cargado. Con tristes amenazas espantosa La ecuórea inmensidad se entenebrece, Esfuérzanse huracanes, la onda crece. XXXVII. »¡Tristes! que arrebatándonos el viento en la vasta extension, á golpe duro, Relámpagos cruzando el firmamento, Ciegos erramos sobre el ponto oscuro. Todo es horror el húmedo elemento: ¿Es dia? ¿es noche? el mismo Palinuro Nada distingue; en negro torbellino Sacudido del rumbo, perdió el tino. XXXVIII. »Ya tres dias llevábamos enteros Y tres noches á oscuras, desmandados, Cuando léjos notamos placenteros Visos de tierra, y asomar collados, Y humo al cielo subir. Los marineros Las antenas calando arrebatados, Asen del remo, y al batir contino Cubren de espuma el líquido camino. XXXIX. »Al suyo las Estrófades, del seno Librados de las ondas, nos invitan: Ínsulas son que con renombre heleno En el vasto mar Jonio se acreditan. Allí, allí la terrífica Celeno Y las arpías de su casta habitan, Del tiempo en que de Fíneo y sus moradas Las alejó el temor, nunca saciadas. XL. »¡Arpías, horda atroz, monstruos furiales! Generacion igual jamás vió el mundo, Ni peste más cruel á los mortales Envió el cielo ni abortó el profundo: Alado el cuerpo, rostros virginales; Arroja el seno vil vestigio inmundo; Corvas manos y piés, garfios rapantes; Pálidos siempre de hambre los semblantes. XLI. «Áun no bien nuestra flota anclado habia, Cuando notamos por allí ganados Vacunos y lanares ir sin guia Ledos paciendo en abundosos prados. Hicimos en la grey carnicería; Brindamos con los fáciles bocados A los Dioses, á Júpiter; y á priesa Aderezamos la campestre mesa. XLII. »Ya el manjar suculento en sillas blandas De céspedes gustábamos. En ésto Dejan sus montes las aéreas bandas Con ala resonante y salto presto; Nos rapan de revuelo las viandas; Todo lo manchan con su aliento infesto; Y fuera de ofender vista y olfato, El viento hieren con aullido ingrato. XLIII. »De ahí en el hueco de un peñon antigo Otra vez el banquete cauto extiendo, De corvas selvas al repuesto abrigo Con sombra en torno de negror horrendo. Ya ponia en el ara el fuego amigo, Y otra vez de cien partes con estruendo Baja improviso el escuadron nefando, Y royendo revuela y escarbando. XLIV. »Al arma llamo; en la soez canalla Hacer estrago, en cuanto vuelva, ordeno: Y ocultamos á intento de batalla Entre las hojas y el verdor ameno Cuchillas y broqueles. Todo calla ... Mas ya que por la orilla vió Miseno Que acuden en tropel, de una alta roca Do atalayaba, su bocina toca. XLV. »Corremos á la seña, en lid no usada La impía raza á extirpar del mar salida; Mas ¡vano esfuerzo! que lesion la espada No hace en las plumas, ni en el cuerpo herida. Infectan cuanto muerden de pasada, Y hedor esparcen en su impune huida; Y una de ellas, Celeno, en yerta altura Infausta así con voz siniestra augura: XLVI. «Vinisteis á matar nuestros rebaños, »¡Hijos de Laomedon! ¡manos impías! »Y en guerra, de sus patrios aledaños »Quereis lanzar, sin culpa, á las Arpías! »¡Pues oid y temblad horribles daños! »Catad lo que os anuncio en profecías »La mayor de las Furias: trasmitiólo »A Febo Jove, y á Celeno Apolo. XLVII. »Buscais á Italia con errante quilla, »Y cierto que con vientos aplacados »Ireis á Italia, y cobrareis la orilla »Que os disputan benévolos los hados; »Mas no podreis la deseada villa »Ceñir, sin que á expiar desaguisados »Con fuerza ántes os mueva el hambre aciaga »Tal, que áun las mesas devorar os haga.» XLVIII. »Dijo, y al bosque aleteando vuela. Á influjo de su voz mis compañeros, A quien la sangre de terror se hiela, Con el brío deponen los aceros. Ya con votos, con súplicas se apela A pedir paz y á deshacer agüeros, Ora malvadas y aves ominosas Sean aquellas, ó terribles Diosas. XLIX. »Y vuelto Anquíses hácia el mar, las manos Extiende, y con solemnes sacrificios Los Númenes invoca soberanos: «¡Dioses!» clama, «¡torced tales auspicios! »¡Dioses! ¡tales anuncios haced vanos! »¡A un pueblo justo defended propicios!» Dice, y cables soltar en el momento Manda, y las lonas descoger al viento. L. »Cumplióse lo mandado; y ya hincha el Noto Las velas que á sus soplos confiamos; Merced suya, y en manos del piloto, Entre espumosas ondas navegamos: Zacinto se aparece, ameno soto, En medio de la mar: Duliquio, Sámos; Ardua y fragosa Néritos se ostenta, Ítaca con escollos fraudulenta. LI. »Huimos de ellos, y del patrio clima De Ulíses maldecimos. Adelante Léucates yergue su nublosa cima, Apolo hace temblar al navegante. Allá torcemos: fatigada arrima A la humilde ciudad la flota errante; Ya á proa el marinero anclas arroja; Ociosos cascos la ribera aloja. LII. »En no soñado asilo aras enciendo Do mis votos á Júpiter desato; Y en tierra de Accio, celebrar emprendo Juegos de Frigia. El patrio pugilato Todos, desnudo el cuerpo, el cuerpo ungiendo, Renuevan con ardor. Recuerdo es grato Haber vencido riesgos y fatigas Entre tantas ciudades enemigas. LIII. »El sol á la sazon su añal carrera Concluia, y con hálitos glaciales El cierzo aborregaba la onda fiera. Fijé á un poste, del templo á los umbrales, Combo escudo que el grande Abas trajera, Y del caso en memoria, letras tales: MONUMENTO GANADO Á LAS AQUEAS TRIUNFANTES HUESTES: CONSAGRÓLO ENÉAS. LIV. »Llamé al remo; y dejamos, con suspiro Del batido oleaje, las arenas; Pronto las cumbres de Feacia miro, Y tórnanse á esconder, vistas apénas. Llegamos al Caonio puerto, á Epiro Costeando, y pedimos las almenas Excelsas de Butroto. Aquí una nueva Dichosa hallamos que increible eleva. LV. »Oigo que en griego territorio impera Heleno, hijo de Príamo, debido A ser de la vïuda y heredera De Pirro, nieto de Éaco, marido; Que así el antiguo rango recupera Andrómaca. Turbado, conmovido, De amor llevado, de ansiedades lleno, La playa dejo y flota, y voy á Heleno. LVI. »Hé aquí con sacros funerales dones, Ántes de la ciudad, en selva umbría, Cabe un fingido Símois, libaciones Al caro polvo Andrómaca ofrecia; Y los manes con tristes oraciones A la tumba llamaba, que vacía De verde césped, á Héctor dedicara, Y una, motivo al llanto, doble ara. LVII. »Tal Andrómaca estaba en el instante En que, subiendo yo por el camino, A mí propio y las armas delirante Vió de Troya; y del caso peregrino Pasmada al punto queda: vacilante, Perdió el rostro el color, la planta el tino; Y solo á obra de tiempo el labio mudo Articular sueltas palabras pudo: LVIII. «¿Que en fin te miro en corporal figura? »¡Hijo de Vénus! ¿mensajero cierto »Me apareces? ¿áun gozas la aura pura?... »¡Ah! ¿y Héctor dónde está, si ya eres muerto?» Esto dijo llorando, y la espesura Llenaba su clamor. Su desconcierto Febril, dejóme sin respuesta; al cabo Mal breves frases anheloso trabo: LIX. «No dudes; palpas realidades. Vivo, »Y á cien peligros arrojé mi vida; »Mas véme: salvo á tu presencia arribo. » Ah! ¡y de tan gran varon destituida, »Pobre mujer! ¿te vuelve el hado esquivo »Algo de tu ventura merecida? »Tú, la Andrómaca de Héctor venturosa, »¿Yaces aún avasallada esposa?» LX. »Ella el rostro inclinando, recobrada, Con voz sumisa su dolor expresa: «¡Oh entre todas nosotras fortunada »Tú, inocente beldad, jóven princesa, »Que al pié del patrio muro, por la espada »Fuiste á morir sobre enemiga huesa! »Que ni suertes sacaste á tu despecho, »Ni de amo vencedor serviste al lecho! LXI. »¡No así la que incendiados sus hogares, »Sufrió á un duro jayan, de raza altiva »Sufrió el rigor, y por remotos mares »Anduvo errante, y concibió cautiva! »Y despues que probé tantos azares, »El tirano raptor en llama viva »Por Hermíone ardió, nieta de Leda, »Y á Esparta corre do en su amor se enreda. LXII. »Entónces á un esclavo dió su esclava; »Cedióme á Heleno. Oréstes que veia »Quitársele su esposa, se abrasaba »De amor, de ardor furial, de rabia impía; »Y ante el paterno altar á hierro acaba »Desprevenido á su rival un dia; »Con que Heleno, de siervo que ántes era, »Cobró aquestas regiones en que impera. LXIII. »Él de entonces á sus campos y poblados »Apropió de Caonia el apellido, »En honor de Caon; y en los collados »Que ves, segundo Pérgamo se ha erguido »Y ese nuevo Ilïon. Mas dí, ¿qué hados »Favorables de guia te han servido? »¿Qué aura feliz, cuál misteriosa fuerza »Causa es que acá tu nave el rumbo tuerza? LXIV. »¿Qué se hizo Ascanio? ¿vive aún? Y aquella »Que en la noche fatal ...? ¡Destino impío! »Pobre niño, ¿recuerdos guarda de ella? »¿Le anima á la virtud, al patrio brío, »Ver cuál dejan de sí brillante huella »Enéas, su buen padre, Héctor su tio?» Así hablaba llorando, y vanamente Corria de sus lágrimas la fuente. LXV. »Heleno, que hácia allí bajando vino Con gran cortejo, nos conoce en tanto, Y á la ciudad nos guia, y de camino Nos habla con palabras y con llanto. Yo, andando, reconozco ó adivino Nueva Troya, otro Pérgamo, otro Janto, Bien que aquél breve y pobre aquéste sea, Y abrazo en mi ilusion la puerta Escea. LXVI. »Cual propia, en la ciudad mis compañeros Entran: pórticos que amplios los reciban Les abre Heleno, y de ellos los primeros En fuentes, tazas de oro, comen, liban; Llenas copas empinan placenteros, Y resuena el salon. Así se iban Corriendo un dia y otro. El soplo austrino Ya hinchaba, voceando, el vago lino. LXVII. »Ántes, empero, de soltar las naves, Yo á Heleno interpelé con tales voces: «Tú que de Febo los misterios sabes, »Y sus lauros y trípodes conoces; »Tú que entiendes los astros, y las aves »Con su canto augural y alas veloces; »Troyano vate, intérprete del Cielo, »Con alta inspiracion calma mi anhelo! LXVIII. »Profecías, oráculos, deidades »Trázanme rumbo de asechanza ajeno, »Señalando repuestas heredades, »Nombrando á Italia. Sola ya Celeno »Cruda hambre anuncia, acerbas novedades; »¡Arpía atroz! ¡aviso de horror lleno! »Tú, ¿cuál riesgo evitar me importa, y cómo, »Dí, amagos frustro y contratiempos domo?» LXIX. »Él toros ántes, como el rito manda, Inmola; desciñó la venda pia; El favor de los Númenes demanda, Y por la mano hácia el altar me guia. ¡Oh Febo! en tu presencia veneranda Temor yo entónces y temblor sentia, Cuando comienza, sacerdote sabio, Heleno á hablar con inspirado labio: LXX. «¡Hijo de Vénus! no del prez receles »Que te anuncian auspicios celestiales: »Tal es la voluntad de Jove, y fieles »Tal la necesidad, tus hados tales. »Empero, porque rueden tus bajeles »En tu navegacion ahorrando males, »Y firme gozo al aferrar te quepa, »Tus destinos, de hoy más, tu mente sepa. LXXI. »Cosas hay que decillas Juno, es cierto, »O sabellas tal vez las Parcas vedan; »Mas yo entre mucho lo esencial te advierto »Y anuncios doy que aprovecharte puedan. »Ante todo, á esa Italia, vega y puerto »Que á tu corto entender cercanos quedan, »Aun de tí la separan, á fe mia, »Largo espacio interpuesto y larga via. LXXII. »Y á fe que el remo blandear se vea »Del mar Trinacrio y Tusco en los cristales, »Y la ínsula de Circe, hija de Ea »Visites, y los lagos infernales, »Tiempo ántes que de tí fundado sea »Estable muro. Agora las señales »Escucha de la tierra prometida, »Y en la memoria conservarlas cuida. LXXIII. »Cuando oculto raudal con planta lenta »Rondando fueres caviloso un dia, »Si allí una hembra de cerdo corpulenta »Al márgen ves entre robleda umbría, »Con treinta lechoncillos que alimenta, »Alba, en torno á sus ubres la alba cria, »Esa es la seña: allí podrás, te auguro, »De afanes tantos descansar seguro. LXXIV. »Ni el pronóstico tiembles de comeros »Hasta las mesas: os oirá benino »Apolo, y á cumplirse los agüeros »Vendrán sin daño por mejor camino. »Mas de la ítala costa á do con fieros »Tumbos va á desbravarse el mar vecino, »Huye, que todas por ahí moradas »Son, de pérfidos Griegos habitadas. LXXV. »Fundada por los Locros aparece »Naricio allá: con militar arreo »Los campos Salentinos, que enaltece »Procedente de Licto Idomeneo: »Allá humilde Petilia, á quien guarnece »Filoctétes, caudillo melibeo: »Huye en suma y traspuestos esos mares, »Grato, saltando en tierra, eleva altares. LXXVI. »El voto entónces cumplirás, la frente »Cubriendo en torno de purpúreo velo, »No sea que ante el fuego sacro, ardiente »En honor de los Númenes del Cielo, »Hostil presencia, súbito accidente »Al rito dañe. Con piadoso celo »Guardad esta costumbre los Troyanos; »La guarden vuestros nietos más lejanos! LXXVII. »Ya que al confin te impela siciliano »El viento, y de Peloro el paso estrecho »Más ancho mires cuanto más cercano, »Entónces rodeando largo trecho »El rumbo sigue hácia la izquierda mano; »Trata el siniestro lado, huye el derecho; »Y vé en ese pasaje tú y pondera »Cuál la avanzada edad todo lo altera. LXXVIII. »Eran en uno entrambos continentes; »Mas vino el mar con ímpetu y rüina »Y con sus olas separó rugientes »De la sícula costa la vecina. »Opónense de entónces diferentes, »Y opresa en el canal la onda marina, »Tal vez muros, tal vez fértil campaña, »Acá y allá con sus espumas baña. LXXIX. »El paso asedian, por el diestro lado »Scila, Caríbdis en la parte opuesta: »Tres veces en su abismo exacerbado »Las aguas con hervor se sorbe ésta, »Y escúpelas al Cielo de contado; »Miéntras de oscura cavidad repuesta »Saca por tiempos la ancha boca aciaga »Scila entre escollos y los buques traga. LXXX. »Es humano su aspecto, y peregrino »Le lava un seno de mujer la ola; »Monstruo en el resto osténtase marino, »Vientre de lobo y de delfin la cola. »Doblar prefiere el cabo de Paquino »En tarda vuelta, á ver una vez sola »Al encorvado semipez horrendo, »Con sus canes cerúleos y alto estruendo. LXXXI. »Tú, si fias de Heleno, ¡hijo de Diosa! »Si de Apolo el oráculo obedeces »Que Heleno anuncia, áun óyeme: una cosa »Te intimo y te encarezco una y mil veces: »Que hábil de Juno triunfes poderosa »Con votos y con dones y con preces: »Triunfante has de ir, porque seguro vayas »Las sículas dejando, á ítalas playas. LXXXII. »Verás, llegando á Cúmas, los sagrados »Lagos, y Averno que entre bosques suena; »Y cantando una maga ocultos hados »En hueca roca, de entusiasmo llena: »Nombres ésta y carácteres grabados »En hojas tiene; lo que grava ordena; »Y el antro aquel las misteriosas notas »Guarda, cada una en su lugar, inmotas. LXXXIII. »El órden luce en la mansion tranquila; »Mas si gira la puerta, y cala el viento »Y entre las hojas frágiles oscila, »Que caducas esparce con su aliento, »Ni sus versos recuerda la Sibila, »Ni á adornar torna el cóncavo aposento »Con las reliquias; y si ansioso vino, »Maldiciente se aleja el peregrino. LXXXIV. »Guarte no allí te asuste útil demora: »Ten calma, aunque los tuyos te den prisa, »Aunque el rumbo marcando bullidora »Haga fuerza á los mástiles la brisa; »Ten calma, y los oráculos implora, »Acude á consultar la profetisa, »Que persuadida de tus ruegos ella »Cantará los semblantes de tu estrella. LXXXV. »Y los pueblos, y gentes venideras »De Italia te dirá, guerras futuras; »Y de llevar te enseñará maneras, »O tal vez de eludir fatigas duras; »Caminos te abrirá, si la veneras, »Y prósperas hará tus aventuras ... »No me es lícito más. Vé ahora, y constante, »A Troya al Cielo tu virtud levante.» LXXXVI. »Tonos usando de amistad süaves, Así consejos dábame prudentes El vate; y que llevasen á las naves Mandó luégo magníficos presentes: Aureos adornos los hicieran graves Y de elefante elaborados dientes: Y de plata riquezas amontona, Y vasos nos regala de Dodona. LXXXVII. »Y de triples metales fabricada Y de anillos de oro guarnecida, Una cota me da, y una celada Con espléndido airon enriquecida, De Pirro enántes armadura usada: Ni dones él para mi padre olvida. De caballos, de guias, de remeros Nos abastece y suministra aceros. LXXXVIII. »Manda mi padre que á zarpar se aliste La escuadra al espirar del fresco viento; Cuando el profeta á quien Apolo asiste Háblale así con obsequioso acento: «¡Anquíses! ¡tú que digno hallado fuiste »Del tálamo de Vénus opulento! »¡Tú, objeto caro á la bondad divina, »Salvo dos veces de comun rüina! LXXXIX. »Hé ahí del mar Italia se levanta! »¡Vé arrebatarla de tu flota al vuelo!... »Ten; que allende, al olor de gloria tanta, »Ha de rondar paciente vuestro anhelo; »De Ausonia la region que Apolo canta, »Aun léjos cae. ¡Te defienda el Cielo, »Padre feliz por la filial ternura! »Basta: ¡el Austro os convida, y ya murmura.» XC. »Andrómaca á su vez, bañada en lloro, Una ausencia eternal viendo cercana, Ropas presenta recamadas de oro Y una clámide á Ascanio da troyana; De ornadas telas de sutil tesoro Empieza á desvolver la pompa ufana, Y, «Guarda estas labores de mis manos,» Dice, excusando cumplimientos vanos: XCI. »¡Acuérdete la veste que te ciño »De Andrómaca el amor, de Héctor esposa! »¡Postrer dón de los tuyos lleva, oh niño, »Tú, única imágen de mi prenda hermosa! »En ti me representa mi cariño »Sus ojos, su ademan, su habla amorosa: »Hoy podria vivir; hoy si viviera, »A par contigo florecer le viera!» XCII. »¡Yo gimiendo les daba adioses tales: «¡Oh! ¡dichosos quedad, pues la fortuna »Fijasteis! ¡Arrostramos temporales »Nosotros: vos no hendeis ola importuna »Ni á playas vais que os huyan desleales! »La paz se os concedió. De un Janto y una »Troya gozais que hicieron vuestras manos: »¡Así auspicios la quepan más humanos! XCIII. »¡Así los Griegos la atalayen ménos! »Si al Tibre arribo y campos comarcanos »Que hace del Tibre la corriente amenos, »Y alzo el muro que espero á mis Troyanos, »Lacio y Epiro, de recuerdos llenos, »Sólo una Troya compondrán hermanos: »Tales el Cielo cumpla nuestros votos; »Tal gocen nuestros nietos más remotos!» XCIV. »De allí hácia los Ceraunios, desde donde Puede á Italia pasarse sin fatiga, Navegámos. En tanto, el sol se esconde, Y la sombra los montes cubre amiga. Ya en tierra, á qué remeros corresponde Velar, hacemos que la suerte diga; Solaz cobramos en orilla grata, Y manso el sueño nuestros miembros ata. XCV. »La noche áun no mediaba su carrera De las horas llevada, y Palinuro Ya se alza, y á la brisa más ligera Oidos tiende entre el silencio oscuro: De una ojeada al rodear la esfera, Ve en paz los astros declinar; ve á Arturo, Y las Híadas tristes y las Osas, Y áureo con armas Orïon lumbrosas. XCVI. »Visto en el cielo plácidas señales, Nos dió la suya de hácia el mar sonora; A cuya voz movemos los reales, Y velas descogemos á la hora. Hendíamos los líquidos cristales; Rósea los astros ahuyentó la Aurora, Y al teñir de su luz los horizontes, Hé aquí avistamos nebulosos montes. XCVII. »Italia léjos honda aparecia; «¡Italia!» Acátes exclamó el primero, Y todos repitieron á porfía El saludo de «¡Italia!» placentero. Colma Anquíses de vino, en su alegría, Un alto vaso que adornó primero De hojas festivas, y en la popa erguido Con preces tales dominó el rüido: XCVIII. «¡Oh grandes Dioses de la mar y el suelo! »¡Arbitros de los vientos! Dad que aprisa »Avancen nuestras naves en su vuelo; »¡Merced hacednos de oportuna brisa!» Y el aura, anticipándose á su anhelo, Arreciaba amorosa. Se divisa Cercano arrimo; y de Minerva un templo En yerta cumbre descollar contemplo. XCIX. »El velámen cogiendo incontinente Damos fondo á las proras. Arqueado El puerto á impulsos de oriental corriente, Le oculta y ciñe natural vallado. Yertos escollos guárdanle de frente Que azota encanecido el mar salado; Y como á entrar el leño se aproxima, Semeja huir la consagrada cima. C. »Cuatro potros vi allí, primer agüero, Níveos rozando la menuda grama; A cuya vista, «¡Oh suelo forastero! »Tu hospedaje es de guerra,» Anquíses clama: «¡Guerras ama el corcel; nuncio es guerrero! »Mas tambien el corcel los juegos ama; »Tiempo há que, dócil copia, carros tira; »El presagio, á esta cuenta, paz respira.» CI. »Pálas, la diosa de armas resonantes, Fué, á quien gracias rendimos, la primera Que allí Troyanos hospedó triunfantes: Con la púrpura frigia, en su ribera, Cubrimos ante el ara los semblantes; Y, lo que Heleno tanto encareciera, Con pompa ritüal á Juno argiva Hicimos sacrificio y rogativa. CII. »Todo en órden cumplido, el mar convida; Torcemos la asta á la vestida entena, Y la costa dejamos, por guarida De aleves Griegos, de asechanzas llena. El golfo de Tarento vi en seguida; Fundo de Hércules ya, si no condena La verdad á la fama. Preeminente, Sacra Lacinia se aparece en frente. CIII. »Y ya asoma Caulonia, y Scilaceo Que náufraga infamó reliquia tanta; Y ya el sículo Etna léjos veo Que, al parecer, de la onda se levanta; Y oigo roto en la playa el clamoreo Del mar que en peñas su furor quebranta; Enríscase la espuma, y el arena Arrebatada en remolino suena. CIV. »Y mi padre gritaba: «Ésta es, sin duda, »Caríbdis abismosa, y éstos, éstos »Los arrecifes, ¡amenaza aguda! »Que Heleno ya nos anunció funestos. »¡Ea! cada uno con el remo acuda »Tanto riesgo á evitar!» Acuden prestos; Palinuro, el primero, á izquierda vira, Y gimiendo la proa en la onda gira. CV. »Y todos, á poder de brazo y viento, Á izquierda tuercen. Súbita oleada Acércanos, erguida, al firmamento, Y luégo á los abismos, aplanada. Se oye tres veces el hervor violento De la riscosa cóncava morada, Y tres veces la espuma se alborota, Y una pluma del agua el aire azota. CVI. »El sol ya declinaba hácia su ocaso, El aura tenue falleciendo iba, É incierto el rumbo y el aliento escaso, Dimos de los Ciclopes en la riba. Sereno el puerto se dilata, y paso Niega á asaltos del mar la rada esquiva; Mas no léjos de allí con torva saña Etna ruge atronando la campaña. CVII. »Ya pez negra y cenizas albicantes Etna, en turbion de nubes, fuera bota, Y en globos que carcomen vacilantes El brillo sideral, incendios brota; Ya peñascos alanza fulminantes, Toscos fragmentos de su entraña rota, Y lava arracimada, á són de trueno, Y sordo hierve el cavernoso seno. CVIII. »Del rayo á médias calcinado, es fama Que Encélado padece en la honda sima: Deja á veces por grietas ver la llama Etna descomunal sentado encima; Y cuando, preso en la insufrible cama, A ladearse el réprobo se anima, Trinacria toda retemblar parece, Y envuelto en humo el Cielo se oscurece. CIX. »Sobrecogidos de pavor pasámos La noche bajo amago tan tremendo, En hueca selva de tejidos ramos, Ignorantes la causa del estruendo; Que ni brillar un astro divisamos, Ni el éter nos bañó, su luz cerniendo, Mas la noche con sombras importuna En triste nimbo arrebozó la luna. CX. »Ya se alzaba á anunciar un nuevo dia El matinal lucero en orïente, Y ahuyentando tras él la niebla fria Risueña el alba coloró el ambiente; Cuando un bulto que humano parecia, Cadavérico aspecto, aire doliente, Saliendo de los bosques más cercanos, Tiende á la playa las inermes manos. CXI. »Faz de dolor y gesto de gemido, Ostentaba su rostro extenüado: Grifos su barba; andrajos su vestido, Con espinas sujeto de pescado. Vuelta, el caso cruel mi gente vido, Y quedó absorta. En lo demas, soldado Haber sido de aquellos parecia Que envió Grecia contra Troya un dia. CXII. »Él, como arreos columbró troyanos, Paróse, dando de terror señales; Vuela luégo á la orilla, y en insanos Lloros prorumpe y en palabras tales: «¡Por los Dioses del Cielo soberanos, »Por esta santa luz y auras vitales, »Oid, hijos de Troya, mi gemido: »Arrancadme á esta playa; es cuanto pido! CXIII. »Yo la verdad confesaré de grado: »Griego hice ya contra Ilïon campaña: »Si perdon no os merece mi pecado, »Fin poner presto á adversidad tamaña. »¡Ea! ¡heridme, matadme; destrozado »Al mar lanzadme á sosegar su saña! »Pues del hado el rigor quiere que muera, »A manos de hombres moriré siquiera.» CXIV. »Habla, y nuestras rodillas adherido Abraza, de rodillas derribado: Movémosle á que diga su apellido, Su linaje, y mudanzas de su estado. Calló breves momentos, y dolido Mi padre Anquíses, con benigno agrado La diestra ilustre tiende al magro jóven, Y añade muestras que el temor le roben. CXV. «Yo Aqueménides soy,» dijo sincero El afan serenando que le aterra: «Fuí del mísero Ulíses compañero, »A Itaca tuve por nativa tierra. »Mi padre, escasa el arca de dinero, »Me aventuró á los lances de la guerra: »Llamábase Adamasto. ¡Ah, siempre el hado »Me mantuviese de mi padre al lado! CXVI. »Miéntras huir de esta ímpia costa emprende »Hé aquí mi gente me dejó en olvido, »En un antro que lóbrego se extiende »De manjares sangrientos esparcido: »El antro de un Ciclope. El monstruo hiende »(Oh, qué monstruo cien veces maldecido!) »Las nubes, si la frente alza espantosa; »Y nadie hablarle ni áun mirarle osa. CXVII. »Crudos devora á cuantos tristes caza. »Tendido en medio al antro donde espía, »Con la mano feroz con que atenaza »Asir dos de los nuestros vile un dia: »A golpe en un peñon los despedaza; »El umbral de la sangre se mecia; »Vi humor los miembros destilar, y ardiente »Tremer la carne al dar diente con diente. CXVIII. »No tal Ulíses soportó; ni en ese »Trance á su fama desmintió su pecho; »Mas aguardó á que el monstruo se rindiese »De manjares y vino satisfecho: »Rindióse al fin, doblando el cuello, y fuése »Adurmiendo en la cueva, su amplio lecho; »Y su boca brotaba entre rumores, »Trozos de vianda, y de licor vapores. CXIX. »Á los Dioses llamando en nuestra ayuda, »Sorteado el peligro, á un mismo instante »Corremos en redor, y una asta aguda »Clavamos en el ojo del gigante: »Ojo, al metal que á Argivos combo escuda, »O al gran disco de Febo semejante; »Ojo único, bajo hosca ruga oculto;-- »Y así vengámos su brutal insulto. CXX. »¡Huid, tristes, huid! todo os conjura! »Cortad los cables sin perder momento; »Pues como ese, que agora por ventura »Ordeña, consolando su tormento, »Su grey lanosa en su caverna oscura, »Como ese horrendo Polifemo, hay ciento, »Y en magna procesion la prole infanda »Ronda esta costa, y por los montes anda. CXXI. »Ya por tercera vez brillar he visto »Las fases de la luna renovadas, »Desde que en esta soledad existo »Y á las fieras disputo sus moradas. »Cauto los monstruos de una peña avisto, »Y su voz tiemblo y tiemblo sus pisadas; »Y zonzas nutren mi existencia acerba »Silvestres bayas y arrancada hierba. CXXII. »Vi llegar vuestra flota á esta ribera, »Miéntras miradas de ansiedad dirijo »Cuan en léjos logro; y fuese lo que fuera, «Palpitando volé de regocijo. »Ya, ya estoy libre de esta raza fiera: »¡Ahora matadme si quereis!» Tal dijo; Y ya un bulto, áun no bien de hablar acaba, En los vecinos montes descollaba. CXXIII. »Obeso Polifemo se movia En medio del lanígero ganado, Y á la usada ribera el paso guia: ¡Gran monstruo, informe, atroz, de luz privado! Hácenle sus ovejas compañía, Consuelo solo de su adverso estado, Sírvele de baston desnudo un pino, Y con resuelto pié cata el camino. CXXIV. »Llega á la playa de su ruta al cabo; Y al mar entrando, con sus ondas lava Del ojo, herido del ardiente clavo, La sangre que grumosa chorreaba. Crujir los dientes le hace el dolor bravo Que el mal renueva y el enojo agrava; Y más y más se interna en la agua, y ésta Le moja apénas la cintura enhiesta. CXXV. »Temblando, y á par nuestro recibido El que, eso visto, la verdad decia, Las amarras soltamos sin rüido, Y el mar los remos barren á porfía. Sintió el gigante, y se volvió al sonido; Mas vió que con el brazo no podia Tocarnos ya, ni competir tampoco Con las jónicas ondas, de ira loco. CXXVI. »Gimió entónces: el ponto se estremece Al inmenso clamor, el viento zumba; Italia toda retemblar parece; Etna en sus hornos cóncavos retumba. Y de montes y selvas se aparece, Al són de alarma, la feroz balumba De los otros Ciclopes, que se ordenan En largas filas, y las playas llenan. CXXVII. »Yo los vi, yo, los étneos hermanos, En pié, con sendos ojos imponentes, ¡Junta horrenda! mirándonos insanos, Al cielo alzadas las soberbias frentes. Tales inmoble ostentan los ancianos Cipreses y los robles eminentes Cima piramidal ó copa vana, En los bosques de Jove ó de Dïana. CXXVIII. »Con el vivo temor que nos aguija, Al sacudir el cable, al dar la vela, Torcemos á do el viento nos dirija, Y á do el viento sopló, la nave vuela. Mas porque no el azote nos aflija Entre Scila y Caríbdis, que revela La voz de Heleno, que á evitarlo exhorta, Volver y el rumbo enderezar importa. CXXIX. »Bóreas en tanto de la estrecha boca De Peloro enviado, nos ampara. El Pantágias pasamos, que entre roca Viva desagua; el seno de Megara, Y Tapso humilde. Nuestra quilla toca En sitios que Aqueménides declara; Que en rumbo inverso los corrió primero, Ya del mísero Ulíses compañero. CXXX. »Hay en el golfo siciliano, en frente Del undoso Plemirio, una isla bella, Y quiso ya la primitiva gente Con el nombre de Ortigia noble hacella. Fama es que Alfeo de Élide, latente Vino y errante bajo el mar á ella; Y ya unido, Aretusa! á tus raudales Vuela ufano á los sículos cristales. CXXXI. »Habiendo allí los Númenes honrado. Y el campo atras dejado peregrino Que el Heloro fecunda remansado, Los salientes peñascos de Paquino Raemos. Léjos aparece el vado Que un Dios vedó moviesen Camarino; Y el gran pueblo de Gela, y su campaña, A quien dió nombre el rio que lo baña. CXXXII. »Tierra de nobles potros afamada, Acragas en seguida se presenta, Y de léjos fijó nuestra mirada El ancho muro de que está opulenta. Selínos, la de palmas coronada, Ya atras te quedas: la onda fraudulenta Del rocalloso Lilibeo corto, Y á Drépano ¡ay, llorosa playa! aporto. CXXXIII. »Tras tanto afan, en extranjero suelo, El hado á Anquíses me robó tirano; Era en mis penas mi único consuelo, Él daba aliento á mi cansada mano. ¡Oh padre bondadoso! ¡oh acerbo duelo! ¡De cuántos riesgos escapaste en vano! No me anunció, entre tanto mal, Heleno Desgracia tal, ni la cruel Celeno! CXXXIV. »Meta de viajes, causa de gemidos En Drépano encontré. De ahí del viento Vinimos por el piélago impelidos, Merced de un Dios, á vuestro ilustre asiento.»-- Tal sucesos del Cielo dirigidos Narraba el héroe al auditorio atento, Contratiempos, errores y peleas: Calló, en fin, y descanso tomó Enéas. LIBRO CUARTO I. Herida en breve de dolencia aciaga, Pábulo da la Reina en cada hora Al placer mismo de enconar la llaga, Y de fuego secreto se devora: Del héroe, su valor, su alcurnia, halaga El pensamiento, y de su voz sonora El eco, y de su faz guarda el trasunto; Y tregua el vivo afan no sufre un punto. II. Húmida el alba sonrió, y el dia Con luz roja entre nieblas despuntaba, Cuando á su amante hermana el paso guia Dido, y con ella así coloquio traba: «¿Qué sueño tentador, querida mia, El sueño fué que de agitarme acaba? Mas este huésped que tenemos, díme, ¿Cuál corazon habrá que no le estime? III. »¿Qué brío á su alma y brazo no acompaña? ¡Cuál se pinta en su frente su destino! Yo, si mis ojos la ilusion no engaña, Que desciende de Dioses adivino; Pues torpe miedo que el semblante empaña, Siempre delata al corazon mezquino; Y él, tras tanto conflicto y prueba tanta, ¡Qué de combates concluidos canta! IV. »Eterno, irrevocable es mi desvío De un nuevo enlace al criminal deseo; Que mi esperanza en flor y el amor mio Yacen con las cenizas de Siqueo. Mas si á mis ojos sin fulgor sombrío Pudiese arder la antorcha de Himeneo, Sólo de este héroe la gentil presencia Capaz fuera á vencer mi resistencia. V. »Confesártelo quiero: desde el dia Que el doméstico altar fué enrojecido Por la venganza del hermano impía Con la inocente sangre del marido, Sólo aqueste extranjero á simpatía Ha logrado moverme, y su latido Volver al corazon, que ya se inflama; El calor siento de la extinta llama. VI. »Mas hiéndase y sepúlteme en su seno La tierra; el padre del Olimpo santo Me precipite al retumbar del trueno En la mansion de noche eterna y llanto, Si es ¡oh pudor! que mi deber no lleno, Si tu sagrado código quebranto. Pues de todo mi amor hice á él promesa, Amar debo su sombra, honrar su huesa!» VII. Dice; y baña en sus lágrimas, vencida, El seno amigo. Respondióle Ana: «Tú, á quien más amo que mi propia vida, Qué, ¿pasarás la juventud lozana Sin coger flores con que amor convida, Sin lograr frutos de que amor se ufana? ¿Piensas que de los vivos los cuidados Van el sueño á inquietar de los finados? VIII. »Fuese así, ¿qué les debes? No hubo amante, Ni hoy en esta nacion, ni ántes en Tiro, Que tu pecho ablandase de diamante: Á Yárbas desdeñaste, y el suspiro De tantos de que al África arrogante, Claros guerreros, alabarse miro. ¿Mas á tu amor y utilidad te opones? Oye á ese amor y mira á estas regiones. IX. »Las gétulas ciudades aguerridas De una parte amenazan al Estado; Ves allá los indómitos Numidas, La Sirte inhospital: por otro lado Los Barceos errantes y homicidas, El árido desierto y abrasado; ¿Y lo que ha de venir de Tiro sabes? ¿Qué, si el airado hermano apresta naves? X. »Fué de los Dioses voluntad, no dudo, Favor de Juno, que en tu bien se esmera, Que frigios buques tras embate rudo Saludasen al fin nuestra ribera. ¿Qué no promete tan dichoso nudo? Con la troyana juventud guerrera ¡Cuánto en gloria y poder la patria gana! ¡Qué gran nacion la que verás mañana! XI. »En tanto á la Deidad en los altares Inclina en tu favor con sacrificios, Miéntras al extranjero en tus hogares Obligas con benévolos oficios. Causas proponle de aguardar: los mares Agitados de vientos impropicios, La flota inhábil para alzar el vuelo, El pluvioso Orïon y ambiguo el cielo.» XII. Ana habló así; y el reprimido fuego Torna de Dido en llamas encendidas, Y en esperanzas del amor más ciego Las timideces de pudor nacidas. Juntas, altares visitando, el ruego Cantan de paz, y ovejas escogidas Ofrecen, segun rito, á Febo, á Céres Que leyes da, y al Dios de los placeres XIII. Más que á todos á Juno, la que enlaza Cuellos de amantes con feliz cadena, La Reina acude, y si ofrecerle traza Blanca novilla, que inmolar ordena, Entre uno y otro cuerno ella la taza De sagrado licor derrama llena; Y si, ornado el altar, favores pide, La sacra ceremonia ella preside. XIV. Torna á iniciar con cada nueva aurora Nueva fiesta. Con labios anhelantes Su destino en las víctimas explora Consultando las fibras palpitantes. La ciencia del augur ¡oh cuánto ignora! Ni ¿cuál rito sanó pechos amantes? Consume fuego halagador la vida, Fresca recata el corazon su herida. XV. Tal la Reina abrasada incierta gira: Así tambien en la selvosa Creta Algun vago pastor de léjos tira A cierva incauta rápida saeta; El, que clavó el arpon tal vez no mira; Ella en bosques y valles huye inquieta, Y en vano huyendo de librarse trata, Que va con ella el dardo que la mata. XVI. Y ya á Enéas á ver los muros guia Y primores le enseña por do viene; Empezados proyectos le confía, Va á hablar tal vez, y al pronto se detiene; O ya en festines, en cayendo el dia, Con preguntas, cual ántes, le entretiene; Que lances torne á referir le agrada, Y torna á oirle, de su voz colgada. XVII. Tambien á veces la infeliz, hallando El semblante del héroe en su semblante, Estrecha á Ascanio contra el seno blando, Por si engañado Amor duerme un instante. Y cuando todos se retiran, cuando Su móvil faz, á trechos radïante, Con velo funeral cubre la luna Y se hunden las estrellas una á una; XVIII. Cuando todo á los vivos aconseja Tomar descanso, en la desierta sala Pasea sus congojas, y honda queja, Consigo á solas, de su pecho exhala; Ó en el lecho tal vez caer se deja Que ocupó en el festin, y se regala Con el amado, que al amado ausente Presente le ve allí; le oye, le siente. XIX. Suspensa en tanto la comun tarea, Ni en ejercicios de armas se solaza La juventud, ni en concluir se emplea Nadie ya el puerto, ni en murar la plaza: No se alza más la torre gigantea; Inconcluso, rüinas amenaza Todo el muro, y la máquina que osa Hasta el cielo empinarse, asombra ociosa. XX. La hija de Saturno, la que al lado Reina de Jove, ha visto á la infelice; Ve que al amor inmola ya el cuidado De su fama, y á Vénus llega, y dice: «Rica presa hijo y madre habeis logrado Que una mujer la planta en red deslice Que dos Dioses le armaron de concierto, ¡Es gran conquista y memorable, cierto! XXI. »Mal pudiera ignorar que sospechosas Tú de Cartago las mansiones hallas; Yo sé que en tus recelos no reposas Cuando ves de Cartago las murallas. Mas ¿no habrá fin á tan acerbas cosas? ¿Siempre hemos de reñir duras batallas? Justo es ya que finquemos, si te place, Eterna paz en venturoso enlace. XXII. »Cuanto pudo halagar tu fantasía, Todo lo tienes á sabor cumplido: Dido muere de amor: la llama impía Cala y consume el corazon de Dido. Que esta nacion rijamos tuya y mia Con igual potestad, es lo que pido: Dido al Troyano obedecer se vea; Dote fiada á ti Cartago sea.» XXIII. Vénus, cual si no hubiese en sus razones La mira penetrado traicionera De llevar á las líbicas regiones El reinado feliz que á Italia espera, «Acojo,» respondió «lo que propones; Que en vez de ello altercar, demencia fuera: Falta sólo que el vínculo que dices Efectos logre, cual prevés, felices. XXIV. »Yo, yo temo del Hado los arcanos; Ni decir sé si Júpiter se paga De que, uniéndose Tirios y Troyanos, Solo un pueblo la union de entrambos haga. Mas tú los pensamientos soberanos Del mismo Jove suplicante indaga; Que es derecho de esposa; y de consuno Obraremos despues.» Respondió Juno: XXV. «Fíalo á mi prudencia, que lo aplaza Para su tiempo. A lo que está primero Por el pronto atendamos: con qué traza Lograremos el fin, decirte quiero. Salir han concertado al monte á caza Dido y Enéas: que saldrán espero Cuando el sol tienda desde la alta cumbre Los primeros destellos de su lumbre. XXVI. »Yo, en viendo las garzotas de colores Agitarse, y que empiezan la espesura Con cuerdas á ceñir los cazadores, Recia borrasca moveré en la altura, El cielo en torno asordaré á rumores, Granizo lanzaré de nube oscura; Dispersos correrán, y á todos lados Con ciega sombra toparán cerrados. XXVII. »Dido y el Rey de la troyana gente En una gruta entónces á deseo Reparo buscarán: seré presente, Y haré, si tu favor cordial poseo, Que á consorcio se obliguen permanente, Y el juramento sellará Himeneo.» Tal su ardid Juno expone á Vénus; y ésta Sonrisa de adhesion dió por respuesta. XXVIII. Aurora en tanto de la mar salia Hermosa: y redes ya de claros hilos La alegre multitud trae á porfía, Y lonas, y venablos de anchos filos: A la vez llegan con sagaz jauría A caballo los ágiles Masilos; Y á Dido, que en la régia alcoba áun tarda, Region florida en el umbral aguarda. XXIX. Soberbio de oro y grana, el campo huella, Y espumoso un bridon tasca el bocado: Ya ella sale á montarle, y va con ella El juvenil cortejo alborozado. Su clámide purpúrea franja bella Pinta; es áureo el carcaj que lleva al lado; La veste ciñe en áureo broche; en oro Coge de sus cabellos el tesoro. XXX. Asoma ya la juventud troyana; Gozoso llega Ascanio, Enéas llega Radiante de hermosura soberana, Y las bandas, cual príncipe, congrega. No en gentileza ó majestad le gana Apolo, cuando hurtándose á la vega Del Janto, ó á la Licia envuelta en hielos, Fiestas instaura en la materna Délos: XXXI. Honran al Dios, su altar ciñendo santo, Y Cretenses y Dríopes en coro, Y abigarrados Agatirsos, canto Mezclando y danzas en tropel sonoro; El de Cinto en las cumbres vaga en tanto; Orna el suelto cabello, á par del oro, Con tiernas hojas de gentil guirnalda, Y los dardos retiemblan á la espalda. XXXII. Cuando al monte llegaron y al sagrado De hojosos laberintos, á deshora Del risco descolgándose empinado Ven la silvestre cabra trepadora. Mueve á los ciervos súbito cuidado, Y la manada al campo voladora Cruza; nube de polvo en torno crece, Y los montes dejando, desparece. XXXIII. Ascanio revolviendo va á doquiera Su brioso caballo por el llano, Y ya á los unos en veloz carrera, Ora á los otros se adelanta ufano. Entre inermes rebaños, aplaudiera Un jabalí espumoso haber á mano, Y ruega que del áspero boscaje Algun rojo leon al campo baje. XXXIV. Hé aquí el cielo amenaza, óyense truenos, Sigue granizo y tempestad oscura; Y, Tirios y Troyanos de afan llenos, Cada cual por su lado huir procura: Ni de Vénus al nieto acosa ménos El cielo: albergues van por la llanura Buscando: de las sierras eminentes Se despeñan las aguas á torrentes. XXXV. Iba el troyano capitan con Dido, Y á una gruta se acogen á deseo: Presagia la alma Tierra con rüido, Y Juno, al rito atenta, el himeneo: El cielo en los misterios instruido, Alumbró con siniestro centelleo; Las Ninfas á que el monte da moradas, Gimieron en las cumbres elevadas. XXXVI. ¡Oh raíz de infortunio, hora funesta! No alimenta en su amor furtiva llama La Reina ya, ni miramiento presta A lo que honor ó la opinion reclama: Por velo da á su culpa manifiesta Nombre de matrimonio. Y ya la Fama Por cuantas villas Africa numera Canta con voz los hechos pregonera. XXXVII. Fama aquella malvada se apellida Que es veloz como igual no ha visto el cielo, En su movilidad está su vida, Y le crecen las fuerzas con el vuelo: En los primeros pasos va encogida; Luégo se alza ambiciosa: por el suelo Humildemente rateando empieza; Luégo esconde en las nubes la cabeza. XXXVIII. Llena de ardor contra los Dioses, creo, La Tierra hubo á la Fama hija postrera, Póstuma hermana á Encélado y á Ceo, Agil de miembros y de piés ligera. Cuantas plumas, enorme monstruo y feo, Ciñendo al cuerpo va, ¿quién tal creyera? Tantos debajo oculta ojos despiertos, Tantas bocas y oidos siempre abiertos. XXXIX. Estridente en la sombra mueve el ala De noche, y entre tierra y cielo vuela; Nunca el sueño sus párpados regala! De dia, misterioso centinela, En techo ó torre altísima se instala, Y asombro dando á las ciudades, vela, Y con ardor igual, doquier que gira, Divulga la verdad y la mentira. XL. Lo mismo ahora, ufana, diligente. Mezcla verdades y ficciones vanas, Y esparciéndolas vuela entre la gente Corriendo las provincias comarcanas: Que ha arribado, de Troya procedente, Enéas á las playas africanas; Que le acoge, y consiente en ser su esposa, La soberana de Cartago hermosa; XLI. Más: que olvidando públicos cuidados. En la red del placer entretenidos, Gozan los dias del invierno helados, Por amor, lo que duren, encendidos: La ímpia Diosa por campos y poblados Va esto poniendo en bocas y en oidos, Y al rey Yárbas torciendo, llega en breve, Le inflama el alma, y á furor le mueve. XLII. Robó á la ninfa Garamanta un dia Jove Amon; de éstos hijo Yárbas era; El cual cien templos dedicado habia, En los vastos dominios en que impera, A su padre, y cien aras, donde ardia Velador fuego que morir no espera: El suelo en sangre víctimas coloran; Tiernas guirnaldas el dintel decoran. XLIII. El rumor revolviendo que le aqueja Yárbas allí, entre estatuas tutelares, Gime alzando las palmas; ni se aleja Sin fatigar con ruegos los altares: «¡Oh Jove omnipotente, á quien festeja Con obsequios del Dios de los lagares La gente maura en recamados lechos! ¿Ves, dí, la iniquidad de humanos pechos? XLIV. »¿Ves? ¿Ó cuando á las nubes rompe el seno El fuego, y tiembla el hombre, asombro es vano? ¿No es voz de tu furor el ronco trueno? ¿Ciegos salen los rayos de tu mano? Vino aquí errante una mujer: terreno Compró para ciudad pequeña: un llano La dí que cultivado la abastase; A su dominacion yo eché la base. XLV. »Y ella ayer desechóme por marido; ¡Ah! ¡y ella un huésped hoy sienta á su lado! Y éste que unge el cabello y va servido De eunucos, nuevo Páris, y el tocado Meonio ciñe, en vergonzoso olvido, Gozando libre está de un bien robado; ¡Y yo, que en darte culto no reposo, Llevo infeliz renombre de dichoso!» XLVI. Tal, asido al altar, Yárbas gemia; Y oyendo el Padre su clamor prolijo Vió la copia de amantes que yacia En torpes lazos, y á Mercurio dijo: «Óyeme, y cruza la region vacía; Los céfiros te ayuden, vuela, hijo; Vé al Rey troyano que en Cartago olvida Mansiones do Fortuna le convida. XLVII. »¡Que no así, le dirás, su madre hermosa Me le ofreció; ni para fin tan triste, Cuando la muerte entre la lid le acosa, Una vez y otra á remediarle asiste; Mas para que su raza glorïosa Restaure, y éntre á Italia, y la conquiste Henchida de poder, hirviente en guerra, Y leyes dicte al orbe de la tierra! XLVIII. »Que si no le da impulsos la memoria De sus altos destinos, ni se afana Por ceñirse el laurel de la victoria, Débele á Ascanio la ciudad romana. ¿Y querrá á un hijo defraudar su gloria? ¿Ó qué entre gente á su mision profana Proyecta? ¿Por lo suyo no suspira? ¿Ni allá los campos de Lavinio mira? XLIX. »¡Tú vé; intímale, pues, mi mandamiento: Yo mando, en conclusion, se haga á la vela!» Dijo; á su voz el mensajero atento, Cumplir el cargo presuroso anhela; Y la sandalia calza en el momento, La áurea sandalia con que alado vuela Cual soplo de los céfiros, lo mismo Sobre la tierra y sobre undoso abismo. L. Cobra en seguida el Dios su caduceo: Con él las sombras pálidas evoca Que yacen en el Orco, y al Leteo Lleva tambien las ánimas: provoca Y disipa los sueños á deseo; Los mustios ojos abre si los toca: Con él nublados trata, auras domina; Y ya volando á Atlante se avecina. LI. El cual con pinos hórrida levanta, Y de hoscas nubes guarnecida ostenta Su anciana frente, estriba en firme planta, Y el alto cielo sobre sí sustenta: Nieve arropa sus hombros; se quebranta En sus flancos rugiendo la tormenta, Y á trechos en arroyos se desliza El bronco hielo que su barba eriza. LII. Allí el cilenio Dios descanso toma; Paz da á las alas que al igual batia, Y luego al mar con fuerza se desploma; Y cual ave que al pez la gruta espía Y en las playas, rasando el alga, asoma, Tal á las costas líbicas venía, Distante en breve del materno abuelo, Entre agua y tierra el Dios á salto y vuelo. LIII. No bien chozas tocó su planta alada Muros trazando y casas al caudillo Troyano ve, cuya ceñida espada Puntas de jaspe esmaltan de amarillo, Y á quien clámide en púrpura bañada Los hombros cubre con ardiente brillo: Obsequios de la rica soberana Que con oro sutil bordó la grana. LIV. Fué uno verle y ponérsele delante: «¿Tú á echar las bases de Cartago atento? ¿Tú ornando esta ciudad, postrado amante? ¿Tú de tus hados sordo al llamamiento: Pues díme--que de Olimpo radiante Me envía á ti por sobre el raudo viento El que el mundo gobierna y las esferas-- ¿Qué es lo que en Libia descuidado esperas? LV. »Que si no te da impulsos la memoria De tus altos destinos, ni te afanas Por ceñirte el laurel de la victoria, Mira á Ascanio crecer: las italianas Comarcas son su herencia; allí su gloria ¿De un hijo harás las esperanzas vanas?... Calló, y la vista deslumbrada deja, Y cual sombra en el aire huye y se aleja. LVI. Quedó Enéas absorto, híspido el pelo, Hecha un nudo la voz en la garganta. Ya en dejar piensa aquel amado suelo, Que la divina inspiracion le espanta. Mas ¡duro trance! ¡amargo desconsuelo! ¡Ir á anunciar que el áncora levanta A aquella que por él de amor fallece!... Cómo, no sabe, ni por dónde empiece. LVII. Propónese mil cosas, y cuan presto Se fija en una, á esotra vuelve en tanto; Vacila: al fin resuelve, y á Sergesto Y á Mnesteo convoca, y á Cloanto: Que hagan, les manda, sin rumor apresto De embarcaciones; que su gente á canto Reunan de zarpar; armas prevengan, Y sus intentos bajo sello tengan. LVIII. Que él entre tanto con mesura y tiento-- Pues la espléndida Dido nada sabe, Ni espera que en eterno alejamiento Aquel tan grande amor tan presto acabe-- Para hablarle, buscando irá momento El más propicio, y modo el más süave: Esta es su voluntad. Todos aprueban, Y alegres el mandato á cabo llevan. LIX. ¿Cómo engañar á un corazon que ama? Ella todo lo sabe, lo adivina; Fué quien primero descubrió la trama, Y, áun en horas serenas, de rüina Amagos presintió. ¿Qué más? La Fama Sus ocultos recelos amotina, Maligna susurrando que aparejan Naves los Teucros; que á Cartago dejan. LX. Fuera de tino la soberbia amante Corre por la ciudad, como se agita En las órgias solemnes la bacante Cuando oye en torno la vinosa grita. Y los tirsos descubre, y resonante A sus misterios Citeron la invita: Tal va la Reina, y tal sin más recato Vuela á afrentar al amador ingrato. LXI. «¿Disimular ¡oh pérfido! esperaste Tu malvada intencion, tu felonía? ¿Y tu nave en mi puerto imaginaste Que en silencio las velas soltaria? ¿Cosa no habrá que á disuadirte baste? ¿Ni mi amor, ni la fe jurada un dia? ¿Ni reparar en Dido sin ventura, Que por ti morirá de muerte dura? LXII. »¡Y que en lo crudo de hibernales meses Quieras de presto aderezar tu flota! ¡Que tanto en levar ferro te intereses Cuando más Aquilon la espuma azota! Díme, cruel, si en lejanía vieses No extraños campos, no ciudad ignota, Mas renaciente á Troya, ¿á tus hogares Cruzando irias procelosos mares? LXIII. »¡Huyes de mí! Mas nuestra union te pido Que recuerdes; y este único tesoro Que reservé, mi corazon herido, Mírale aquí, y las lágrimas que lloro! Si algo te merecí, si hallaste en Dido Algo de amable, tu clemencia imploro! ¿Mi trono hundirse ves sin sentimiento? ¡Ah! ¡si áun vale rogar, muda de intento! LXIV. »Nómades reyes, gentes confinantes Me odian por ti; mi pueblo me desama; Por ti inmolé el pudor, y la que ántes Me alzaba á las estrellas, limpia fama. ¡Oh huésped! en mis últimos instantes Me abandonas; y ¿á quién? Mi voz te llama Huésped; fuiste mi esposo. Mas ¿qué tardo? ¿Al extranjero ó al hermano aguardo? LXV. »¿Yárbas feroz, que mi persona aprese? ¿Pigmalïon, que mi nacion arrase? ¡Oh! ¡si ántes de esa fuga al ménos de ese Amor alguna prenda me quedase: Un tierno Enéas que en mi hogar corriese Que en su rostro infantil tu faz copiase! No tan desamparada me veria; No fuera tan cruel tu accion impía!» LXVI. Él, que de Jove, miéntras ella hablaba, Guarda en su mente el mandamiento impreso, Fijos los ojos en el suelo clava, Mudo resiste del dolor al peso. «Mi gratitud tu esplendidez alaba,» Esto al fin dijo apénas; «y confieso Que si arguyes ¡oh Reina! con mercedes, Muchas y grandes recordarme puedes. LXVII. »Yo llevaré al recuerdo de esos dones La imágen tuya dulcemente unida, Miéntras guarde mis propias tradiciones, Miéntras mi pecho aliente aura de vida. Mas oye, en la cuestion, breves razones: No pensaba ocultarte mi partida, Ni de union conyugal te hice promesa; No así te engañes: mi mision no es ésa. LXVIII. »¿No ves que si el destino me otorgara Guiar las cosas, reparando males, Ya hubiera visto por mi patria cara? ¡Podria de sus héroes los mortales Restos honrar; al golpe de mi vara Se alzaran sus alcázares reales, Y poderosa, como en ántes era, Troya de sus cenizas renaciera! LXIX. »Mas ¡ay! la voz de oráculo divino Fuerza mi voluntad, Febo me guia; Navegar para Italia es mi destino, Ya éste es mi amor, y esta es la patria mia! Cual hoy Troyano á Ausonia me encamino, Tiria á Cartago tú viniste un dia; Ya en paz la riges: en igual manera Buscarlos, do reinar, zona extranjera. LXX. »Mi padre Anquíses, cuando en alto vuelo La noche entolda el orbe de la tierra Y brillan las estrellas por el cielo, En sueños me habla, y su actitud me aterra: Mi hijo Ascanio me es causa de desvelo, Y en él mirando, el corazon se cierra; Que aquí, distante del confin hesperio, Yo le defraudo el prometido imperio. LXXI. »No há mucho el nuncio de los Dioses vino; Por vida de ambos que le vi te juro, Enviado por Júpiter, camino Por los aires abrir, y entrar el muro: Estoy mirando su esplendor divino; Oyendo estoy su mandamiento duro! No me des más, no más te des tormento; Llévanme á Italia, y con dolor me ausento!» LXXII. Miéntras hablaba, fiera y desdeñosa Con ardiente inquietud ella le mira; Mirándole en silencio, ira rebosa, Y luégo á voces se desata en ira: «No fué tu madre, ¡pérfido! una Diosa, Que desciendes de Dárdano es mentira; Cáucaso te engendró entre hórridos lechos, Hircana tigre te crió á sus pechos! LXXIII. »Ya ¿qué hay que disfrazar? ¿qué más espero? Ve llorando á su amante, ¿y se contrista? ¿Le merecí una lágrima, un ligero Signo de compasión? ¿volvió la vista? ¡Cielos! ¿Qué agravio acusaré primero? ¿Cuál Dios habrá que á vindicarme asista? Ni Juno ya, ni Jove, ¡oh desengaño! Con justa indignación miran mi daño. LXXIV. »¡Oh justicia! ¡oh lealtad! ¡nombres vacíos! ¡Yo náufrago, desnudo, falleciente Le recogí, le abrí los reinos mios, El imperio con él partí demente! Yo los restos salvé de sus navíos, Yo libré de morir su triste gente!... ¿A dónde me despeña el pensamiento? ¡Llevada de furor, arder me siento! LXXV. »¡Y ahora la voz de oráculo divino Fuerza su voluntad! ¡Febo le guia! Ni há mucho el nuncio de los Dioses vino, ¡Y es heraldo que Júpiter le envía! ¡Y en los aires abriéndose camino Le trae la órden fatal! ¡Quién pensaria Que hubiesen de alterar cuidados tales La alta paz de los Dioses inmortales! LXXVI. »Nada te objeto, ni partir te impido: Vé, y por medio del mar, en seguimiento Camina de ese imperio prometido; ¡Busca esa Italia con favor del viento! Mas si justas deidades, fementido, Algo pueden, te juro que el tormento Hallarás, entre escollos, que mereces, Y á Dido por su nombre allí mil veces LXXVII. »Invocarás; y Dido abandonada, Con tea humosa aterrará tu mente; Y cuando á manos de la muerte helada Salga del cuerpo esta ánima doliente, Yo, vengadora sombra, á tu mirada En todas partes estaré presente! Tu crímen pagarás; sabráse, oirélo: ¡Eso en el Orco irá á acallar mi duelo!» LXXVIII. Ella súbito aquí la voz detiene, Y huye la luz odiosa con gemido; El, que á oponer razones se previene, Queda atónito, absorto, atontecido. Y hé aquí un grupo de esclavas la sostiene En brazos; y la llevan sin sentido Al tálamo, de mármoles labrado, Y la reclinan sobre el regio estrado. LXXIX. Cierto que con palabras de dulzura El religioso príncipe quisiera Mitigar de la triste la amargura Y el dolor suavizar que la exaspera. Gime él de corazon su desventura, Que amor le oprime con angustia fiera; Todo, empero, lo vence, y determina Recto cumplir la voluntad divina. LXXX. Ya á revistar su armada acude al puerto, Y ya las altas popas de la orilla Los Troyanos alanzan de concierto; Flota liviana la embreada quilla. Remos y tablas da, de hoja cubierto, Tronco informe, áun no bien la hacha le humilla; Y en este afan por coronar la empresa, Salen de la ciudad todos de priesa. LXXXI. Tal las hormigas próvidas saquean Riquezas que en sus antros acumulan; Y, en la hierba cruzándose, negrean, Y en senda angosta, por do van, pululan: Unas á empuje granos acarrean, Otras, á la que tarda ora estimulan, Corrigen ora á la que pierde el tino; Con tanta agitacion hierve el camino. LXXXII. ¡Tu pobre corazon qué sentiria! ¡Cuán grande hubo de ser, Dido, tu pena, Cuando hirviente la playa en lejanía Atalayabas desde la alta almena! ¡Qué, al sentir la confusa vocería Con que al mar asordaba la faena!... Tú ¿á qué un alma no obligas, amor ciego? Por ti ella al lloro vuelve, y vuelve al ruego. LXXXIII. Con interpuestas súplicas ensaya Ir á amansar rebeldes sentimientos; Que morir no es prudente sin que haya Esforzado los últimos intentos: «¡Ay, Ana! ¿ves bullir toda la playa? Míralos: corren, vuelan; ya contentos Las popas adornaron de coronas; Ya convidan al céfiro sus lonas. LXXXIV. »Yo que pude esperar dolor tan fiero Lo sabré soportar, hermana mia. Este único favor te pido, empero: Pues te preciaba en tanto, y ser solia El pérfido contigo verdadero, Y tú hallabas sazon de entrarle y via, Anda, y doblar con súplicas procura Esa cerviz cual de enemigo dura. LXXXV. »Que no con Griegos, le dirás, la guerra Juré en Áulide, naves á hacer riza No envié á Troya, no moví la tierra Que cubre de su padre la ceniza. ¿Pues por qué oidos á mi llanto cierra? ¿Qué huye azorado así? ¿Quién le hostiliza? Buen viento espere y que la mar se ablande: Es gracia, y la postrera que demande. LXXXVI. »No ya que vuelva por la fe de esposo Ni á ese Lacio renuncie tan querido, Que le costara asaz, pedirle oso, Tiempo (nada le cuesta) es cuanto pido! ¡Tregua al dolor, momentos de reposo Dé, en que el pecho á sufrir se avece herido! Esto ruego; sé, hermana, compasiva; Haz esto, y soy tu esclava miéntras viva.» LXXXVII. Tal la triste con lágrimas decia; Tal á Enéas con lágrimas la hermana Habla, y vuelve, y retorna, y su porfía (No hay con él argüir) fatiga es vana; Que ni por llantos su intencion varía, Ni á ruegos ya su voluntad se allana; Rigor del hado: al penetrar su oido Embota un Dios la fuerza del gemido. LXXXVIII. Cual recio, antiguo roble á quien trabada Legion de vientos en el Alpe embiste; Braman; cruje la rama atormentada Y de hoja el suelo en derredor se viste; Mas él, asido de peñascos, nada Teme, y á opuestos ímpetus resiste, Y el cielo con su copa hiriendo altiva, Con raíz honda en el Averno estriba; LXXXIX. Él así de querellas golpeado, Cuando su angustia divertir no pueda Tenaz resiste de constancia armado; Inútil llanto de los ojos rueda. Mas Dido, á quien temblar hace su hado, Morir quiere que el cielo la conceda; Ni la bóveda espléndida celeste Torna á mirar sin que pesar le cueste. XC. Fortuna, que en su daño se encruelece, Porque su infausto fin seguro sea Hace que á tiempo que devota ofrece Dones en la ara do el incienso humea, Note el agua lustral que se ennegrece Y en sangre el vino corromperse vea. ¡Oh vista horrible! Atónita, confusa, Áun á su hermana declararlo excusa. XCI. Dedicado á Siqueo un templo habia, Todo de mármol, al palacio adjunto: Ella le ama, ella le honra, y le atavía Con velos blancos como nieve, junto Con tiernas ramas. En la noche umbría Parecióle que el cónyuge difunto La llama, del oscuro monumento Con misteriosa voz, con hondo acento. XCII. Oyó á un buho tambien que se lamenta Solitario en los altos torreones Con lloroso clamor; su duelo aumenta El recuerdo de aciagas predicciones. Enéas mismo en sueños la atormenta; Y por largo camino, por regiones Aridas, siempre sola, peregrina, Ir buscando á los suyos se imagina. XCIII. Tal las huestes de Euménides Penteo Y dos soles, dos Tébas mira insano; Tal Oréstes con ciego devaneo Comparece en la escena huyendo en vano: Con fuego y sierpes tras el hijo reo Arma una sombra la terrible mano, Y vengadoras Furias las entradas Sitian del templo, en el umbral sentadas. XCIV. El dolor la ha vencido; la despeña El furor: el partido extremo abraza; Y en su mente los trámites diseña, Acuerda el modo, y el momento aplaza. Su intento oculta, y con la faz risueña Dice á la triste hermana: «Hallé la traza Como al ingrato á reducir acierte, Ó de él mi atado corazon liberte. XCV. »Me des la enhorabuena, hermana, espero; Mas oye el caso. En el país lejano Que ve del sol el resplandor postrero Y el límite final del Oceano, Allí demora el último lindero Que posee atezado el Africano; Allí el cielo con fuego rutilante Rueda en los hombros del eterno Atlante. XCVI. »Hija de esos incógnitos confines, Con fuerte encanto vindicarme fia Negra maga que el templo y los jardines Guardó de las Hespérides un dia: Ella daba sustento á los mastines, Y el árbol milagroso defendia, Y de amapola soporosa, y blanda Miel, esparcia la eficaz vïanda. XCVII. »Que ardores hiela con sus cantos jura, Y da al helado fuego en que se queme; Ataja los torrentes, y en la altura Suspenso el astro sus hechizos teme; Sombras evoca entre la noche oscura, Y oirás bajo sus piés cuál muje y treme La tierra; y cuál, verás, los fresnos bajan, Que al conjuro, del monte se descuajan. XCVIII. »Tú, en lo interior, si mi salud deseas, Alza al raso una hoguera sin testigo (Séalo el Cielo, y tú, mi bien, lo seas, Que á usar de esta arte á mi pesar me obligo). La espada que dejó pendiente Enéas, El lecho que en mi mal nos fuera amigo, Ponlo allá todo; la adivina aguarda Que no quede reliquia sin que arda.» XCIX. En sus labios aquí se heló la risa, Y ocupa el rostro palidez funesta; Mas ¡ay! en balde en su silencio avisa Que un nuevo estilo funerario apresta; Ana ciega áun no en Dido aquel divisa Mental furor; ni la imagina expuesta Á golpe más cruel, dolor más crudo Que en muerte del marido estarlo pudo. C. Y así ignorante la infeliz jornada Va á preparar. La Reina, en cuanto mira Al cielo descubierto levantada En el patio interior la triste pira, Con leños resinosos solidada Y con rajas de roble, en torno gira Tendiendo hojosa amenidad, y al muro Guirnaldas cuelga de verdor oscuro. CI. Y sobre el lecho, con fingido intento La efigie y armas del traidor coloca: En torno hay aras: con horrible acento La hechicera, en cabello, al Cielo toca; Y deidades allí tres veces ciento, Y al negro Caos y al Erebo invoca, Y, vírgen en tres fases conocida, En tres formas á Hécate apellida. CII. Con aguas ya que del Averno el cieno Mustias figuran, libacion se hizo; Y alléganse, cargados de veneno, La hierba pubescente, el tallo rizo Que de la luna al esplendor sereno Cortó segur de cobre; y el hechizo Que, hurtado á la cerviz de potro tierno, Falto dejóle del amor materno. CIII. Dido misma la sal ofrenda y trigo, Un pié descalzo, desceñido el manto, É invoca á las estrellas, por testigo Tomando de su fin al Cielo santo: Ellas su historia saben, y si amigo Hubo algun Dios á quien moviese el llanto De amantes mal pagados, ése pide Vea en su causa y de vengarla cuide. CIV. Era la noche: al medio del camino Iban los astros por el alto Cielo; Calla el bosque y el piélago marino; Yacen los brutos que sustenta el suelo: Ni en breñas ni por lago cristalino Se ve de ave esmaltada salto ó vuelo: Todo está en calma, y todo mal se olvida; Naturaleza yace adormecida. CV. Sólo Dido sus penas no adormece; No se hizo el sueño para angustia tanta Ni sus ojos ni su alma favorece Muda la noche con su sombra santa: Amor entre su pecho se embravece Y nuevas olas sin cesar levanta; Y de ellas combatida, de esta suerte Torna consigo á disputar su muerte: CVI. «¿Qué he de hacer? ¡Oh tormentos inhumanos! ¿Buscaré mis antiguos amadores? ¿Iré humilde á los reyes comarcanos? ¡Yo pisé su esperanza y sus amores! ¿Seguiré, triste sierva, á los Troyanos? ¡Harto gratos han sido á mis favores! ¿Ni á bordo su altivez me sufriria? Qué, ¿áun no he probado bien la alevosía CVII. »De esa de Laomedonte infame raza? ¿Sola iré tras su pompa? ¿Ó con los mios Volaré armada en pos á darles caza? Mas si á éstos de sus términos natío. Arranqué á viva fuerza, ¿con qué traza Los moveré á tornar á los navíos? No, no; mi salvacion la muerte sea; ¡Calle á hierro el dolor de una alma rea! CVIII. »¡Tú, hermana, tú á mis llantos indulgente, Márgen diste á tan grande pesadumbre, Tú doblaste al amor mi dócil frente!... ¡Yo que pude, ejerciendo la costumbre De la bestia del campo independiente, Libre vagar de acerba servidumbre!... Muere, infiel de tu esposo á la ceniza!...» Querellándose así, Dido agoniza. CIX. En tanto Enéas, todo ya dispuesto, Ajeno él mismo de temor, dormido Quedóse en la alta popa: al Dios en esto Torna á mirar, que en las murallas vido: Con la propia actitud, la voz, el gesto Viene, en todo á Mercurio parecido; Aureo cabello y juvenil belleza Ornan sus blandas formas, y así empieza: CX. «En mal punto en sus brazos te entretiene El sueño, hijo de Vénus! ¡Alza y mira, Torna el daño á mirar que sobreviene, Y oye á Favonio que oportuno espira! ¿Los lazos sabes tú que ella previene? Fragua es su pecho de furente ira; Y ya, de perecer determinada, Nada respeta, ni le espanta nada. CXI. »¿Y no será que por el ponto vueles Ganando estos momentos? ¡Guay si esperas Á la luz de la aurora! ¡Hachas crueles Arder verás, y levantarse hogueras, Y en la mar encontrarse los bajeles, Y ocupar el incendio las riberas! ¡Acude, iza la vela, corta el cable! Sér vario es la mujer siempre y mudable.» CXII. Dijo; y si ántes radioso, se incorpora En las lóbregas sombras. El durmiente Con la total oscuridad se azora, Abre los ojos y álzase impaciente. «¡Sús,» clama, «compañeros! ¡Á la hora Acorred á los bancos! ¡No consiente Tardanzas la ocasion: las velas pronto Dad á los vientos, y la flota al ponto! CXIII. »¡Otra vez de los reinos celestiales Esto nos manda santo mensajero: Quienquier seas ¡oh Númen! con triunfales Aplausos otra vez el fausto agüero Seguimos de tu voz. ¡Así señales El deseado rumbo al marinero! ¡Así hagas por el Cielo que nos rian Las lumbres bellas que al errante guian!» CXIV. Dice; y vuela, y la amarra del navío Corta de un tajo de fulmínea espada; A su ejemplo, á su impulso, el mismo brío A los pechos de todos se traslada. Ya arrancan, ya se llevan; ya vacío Quedó el playon: debajo de la armada La mar se oculta, y al batir contino Cubren de espuma el líquido camino. CXV. El áureo lecho de Titon la aurora Tímida deja, entre celajes raya, Y ya su lumbre, que horizontes dora, Ve la Reina infeliz de la atalaya; Ve la armada alejarse voladora Con las velas parejas; ve la playa Desamparada, y el desnudo puerto, Y todo siente estar mudo y desierto. CXVI. Y el tierno pecho ofende y los cabellos: «¿Y esos advenedizos mi esperanza Burlarán,» dice, «con erguidos cuellos? ¿Impune al ponto el pérfido se lanza? ¿No corre en armas mi ciudad á ellos? ¿Naves no parten á tomar venganza? ¡Id, hachas menead, asid los remos! ¡Soltad las velas! ¡por el mar volemos! CXVII. »¿Qué digo? ¿Dónde estoy? ¿Qué desvarío Trastorna mi razon? ¡Dido infelice! Ya el peso sientes de tu sino impío! Cuando partija de mi cetro hice, Convino este furor; ya, ya es tardío! ¡Traidor! ¡Y luégo de él que va se dice Con los patrios Penates; que de escombros Salvo al anciano padre sacó en hombros! CXVIII. »¡Ah! ¡sus cuerpos hacer trozos sin cuento Pude, y de ellos sembrar la onda bravía! Matar al hijo, y el manjar sangriento Pude al padre servir; ¿quién lo impedia? Peligro, ¿cuál? ¡Morir era mi intento! ¡Yo á sus tiendas llevara llama impía; Yo al padre, al hijo, á todos, muerte fiera! ¡Yo los matara allí; luégo, muriera! CXIX. »¡Sol, cuya luz los ámbitos visita, Tú que todo descubres, nada ignoras! Juno, que viste mi amorosa cuita Nacer, y hoy mides mis finales horas! ¡Hécate, á quien en calle tripartita Claman de noche! ¡Furias vengadoras! ¡Oh Dioses, cuantos veis mi afan postrero! ¡Yo imploro compasion, justicia espero! CXX. »Mi ruego oíd: si firme persevera El hado que á ese infame lleva á puerto; Si en esto Jove su querer no altera, Que el fijado confin le aguarde cierto; Mas tribu audaz contrástele siquiera, Y en peligro se mire y desconcierto, Y parta, el corazon vuelto pedazos, Del dulce nido y los filiales brazos. CXXI. »Y vague, auxilios mendigando; y vea Cómo á los suyos la fortuna humilla; Ni el reino goce y calma que desea Paz ajustando, á su valor mancilla. ¡Herido sin sazon de muerte sea! ¡Yazga insepulto en solitaria orilla! Esto, ¡oh Númenes! pido; ved en ello: Yo mi demanda con mi sangre sello. CXXII. »Vosotros, cual leales corazones, Tirios, haced de vuestros odios prueba Sobre esa raza en cien generaciones, Y honra tan grande mi ceniza os deba. Nunca amistad entre las dos naciones; No haya quien pactos de concordia mueva; Mas nacerá sobre mi tumba, fio, Quien aplaque la sed del furor mio. CXXIII. »Álzate, vengador amenazante, Acelera los tiempos; y ahora, y luégo, Tu sombra por do vayan los espante; Arróllalos feroz á sangre y fuego. Y muro contra muro se levante; Y un mar contra otro mar se ensañe ciego; Y pueblo contra pueblo alce la frente; Y guerra eterna mi rencor sustente!» CXXIV. Dice; y buscando al ánima salida, Á todas partes la atencion convierte; Y de Siqueo á la nutriz convida Al misterio, que encubre, de su muerte: (De Siqueo; la suya, reducida Yace há tiempo en la patria á polvo inerte) «Barce, mi fiel nodriza, vuela» exclama: «Vé, y al sacro festin mi hermana llama. CXXV. »Con agua rociándose primero, Que traiga, dí, las víctimas, y ofrenda Cual pide la expiacion: así la espero; Y tú ciñe á la sien piadosa venda. Ya celebrar la ceremonia quiero Que á Pluton ofrecí: mi pena horrenda Hoy debe de acabar; que de ese injusto Hoy tiro al fuego el ominoso busto.» CXXVI. Dice; y mover esotra el paso intenta Con senil priesa. Mas la audaz amante, Terrible con la idea que apacienta, Temblorosa la faz, la vista errante, Torva en el ceño, en el mirar sangrienta, Jaspeado de visos el semblante, Pálida de la muerte ya cercana Vuela al recinto funeral insana. CXXVII. La alta hoguera con fiero desenfado Monta; la espada desnudó con ira (Dón no á tal ministerio destinado); Mas cuando el lecho y los vestidos mira, Memorias, ¡ay! de tiempo fortunado, Repórtase y con lágrimas suspira; Y arranca así, postrándose en el lecho, Los últimos sollozos de su pecho: CXXVIII. «¡Oh dulces prendas con mejor fortuna! ¡Dulces por siempre cuando Dios queria! Mi espíritu os entrego, y mi importuna Memoria cese con la vida mia! La senda anduve que emprendí en la cuna; Viví las horas que vivir debia: Hoy, fin logrando á míseros afanes, Van á otro mundo mis augustos manes. CXXIX. »Fundé yo una ciudad, ciudad preclara, Murallas propias coronó mi mano; Vengué la sombra del esposo cara; Yo tomé enmienda del malvado hermano. ¡Feliz, harto feliz si no tocara Mis costas, nada más, bajel troyano!» Y aquí, á par que en el lecho el rostro imprime, «¿Moriré inulta? ¡mas muramos!» gime. CXXX. «¡Así á la eternidad partir me agrada! El Dárdano este fuego á ver acierte Volviendo de la mar una mirada, Y el triste agüero lleve de mi muerte!» Dijo; y, herida en esto, derribada, La mano en sangre tinta, el hierro fuerte Manando sangre las doncellas notan, Y el palacio á gemidos alborotan. CXXXI. Ya la Fama fatídicos rumores Va furiosa esparciendo en giro vago; Todo es lamento y llantos y clamores; Todo es alarma de espantoso estrago. Parece cual si entrasen vencedores La antigua Tiro ó la imperial Cartago, O que incendio voraz llamas crueles Tendiese por los altos capiteles. CXXXII. Oye el caso la hermana, y rostro y pecho Desesperada hiere en modo rudo; Al lúgubre lugar vuela derecho, Y á Dido llama con lamento agudo: «¡Y esto significaba el ara, el lecho! ¡Esto intentabas! ¡Y ofenderte pudo Que te hiciese en la muerte compañía! ¡Tú me engañabas, ah! ¡yo te creia! CXXXIII. »¿Por que no me invitaste, á ley de hermanos? ¡Contigo á un tiempo con placer muriera! No que hora abandonada ... ¡Y por mis manos Yo propia, ¡ay infeliz! alcé esta hoguera! ¡Yo invocaba á los Dioses soberanos Porque, espirando tú, yo léjos fuera! ¡Te perdí; me perdí: Pueblo, Senado, Patria, todo lo hundí! ¡Nada ha quedado! CXXXIV. »Agua traed y lavaré la herida; Yo sus heridas lavaré ... ¡Si errante Vaga en su labio un hálito de vida, Yo le recoja con mi labio amante!» Ya en el estrado fúnebre subida Tal dice, y á la hermana agonizante Ella al seno fomenta entre gemidos, Ella aplica á la sangre sus vestidos. CXXXV. Los mustios ojos con fatiga vana Trata de alzar la moribunda Dido: Fáltanle ya las fuerzas; sangre mana Del pecho abierto con cruel sonido. El codo apoya, y por alzar se afana Tres veces, y tres veces sin sentido Cae sobre el lecho. Con errante vista Busca la luz, y al verla se contrista. CXXXVI. La excelsa Juno de mirar se duele El largo padecer, la ardua agonía, Y porque á desatar vínculos vuele Que áun detienen el alma, á Íris envía. ¡Ah! loco amor á perecer te impele, No el hado; éste, infeliz, no era tu dia! Proserpina tu rubia cabellera Aun no ha cortado, ni Pluton te espera. CXXXVII. Vuela Íris vaporosa, y en su vuelo Brillan las plumas con el sol enfrente; Y posándose encima: «Manda el Cielo Que esta ofrenda á Pluton quite á tu frente; ¡Alma, sál fuera!» dice; el rizo pelo Corta aquí con la diestra, y juntamente El calor cesa que en el seno mora Y la vida en los aires se evapora. LIBRO QUINTO. I. Ya salvo Enéas con sus naves hiende, Merced del Aquilon, la mar oscura, Y tornando á mirar, su vista ofende La dejada ciudad, que arde y fulgura: La causa no se ve; mas ¿quién no entiende Cuánto puede en mujer venganza dura Y obstinada pasion? Y así el viajero Terror concibe de funesto agüero. II. Despues que ya se hubieron engolfado, Y entre agua, al fin, y cielo no ven cosa Sino el cielo y el agua, azul nublado Sobre las naves sólido se posa De lobreguez y tempestad cargado: Con tristes amenazas espantosa La ecuórea inmensidad se entenebrece; Esfuérzanse huracanes, la onda crece. III. Y en alta popa el pálido piloto, «¡Qué oscuridad,» exclama, «el polo llena! ¡Cuánto mal nos previenes no remoto, Oh gran padre Neptuno!» Y luégo ordena Los aparejos recoger; al Noto Torcida vuelve la crujiente antena, Y haciendo al remador nuevo conjuro, Prosigue así gimiendo Palinuro: IV. «¡Oh magnánimo Enéas! ¡oh rey mio! No, si me enviase celestial consuelo El mismo Jove, saludar confío A Italia nunca con aqueste cielo. ¿No ves cómo del véspero sombrío Los vientos se alzan, y en contrario vuelo Vienen furiosos á estrellarse, y cómo Condensa el aire cerrazon de plomo? V. »No es dado resistir ni ir adelante: Lidiemos no con fuerza, mas con maña, Cediendo á la Fortuna, que constante Ruta nos marca á nuestro rumbo extraña: Erice fraternal no está distante, Si ya el catado cielo no me engaña; Y así pronto, al torcer, será que veas El sículo confin.» Respondió Enéas: VI. «Ya he visto al temporal que nos maltrata, Eso pedir, y resistir tú en vano: Rodeos tienta, á la Fortuna acata, Y miremos al término sicano. ¿Y habria tierra para mí más grata Que la en que reina Acéstes, nuestro hermano, Y el caro genitor llorando yace? Allá mi escuadra guarecer me place.» VII. Viró el piloto: céfiros que implora Hinchen los lienzos, y la flota vuela: Ya rauda hendiendo por el mar la prora Al puerto arriba por que el nauta anhela. Y á abordar acertaron á la hora En que amiga vió Acéstes ser la vela Que desde alto peñon léjos divisa, Y al puerto, alborozado, baja aprisa. VIII. Á él, á quien Ninfa concibió troyana Que el dios Crimiso requestó de amores, Tornar á ver los huéspedes le ufana Que ama fiel en amor de sus mayores. Hórrido anda con piel de osa africana, Pertrechado de dardos voladores; Y en pompa agreste y rústico atavío Hospedaje les brinda franco y pio. IX. Enéas, convocando el pueblo entero, En un collado hablóles eminente Del nuevo dia al esplendor primero: «¡Oh dardania nacion! ¡oh diva gente! Desde que al padre á quien deidad venero Sepultamos aquí, y ara doliente Pusimos en su honor, si no me engaño Cabal su curso ha concluido un año. X. »Éste es el dia, y éstos los lugares: Triste, quísolo Dios, y sacro dia Que yo solemne, levantando altares, Do quier me hallase, allí celebraria; Que ó ya me viese en los argivos mares, Ya en las gétulas sirtes, ya en la impía Micenas, ó cautivo ó expulsado, Siempre honraria al genitor llorado. XI. »Hénos hoy las cenizas paternales Á honrar dispuestos en amigo suelo, Traidos á rendir obsequios tales No sin visible ordenacion del Cielo. Honradlas, pues; pedid vientos iguales, Y que él, fundada la ciudad que anhelo, En templo que en su honor alzado sea Votos añales renovar nos vea. XII. »Acéstes, que de Teucro se gloría, Por cada nao dos bueyes os da ahora: Vengan á este festin en compañía Nuestros Penates con los que él adora; Que despues, si con rayos de alegría Ciñere al orbe la novena aurora, Por mí á vosotros cual primeras fiestas Regatas en la mar serán propuestas. XIII. »El que en la lucha, en la veloz carrera Ó al duro cesto á competir se atreve, El que con mano á disparar certera El dardo agudo y la saeta leve, Concurran á la lid que los espera, Y quien ganare el premio, ése le lleve. Orad en tanto, compañeros mios, Y de hoja en derredor la sien cubríos.» XIV. Calla; el materno mirto orna su frente: Lo imita Helimo, y en su edad florida Ascanio, y en la suya decadente Acéstes, y otros y otros en seguida. Va él al sepulcro entre infinita gente, Y por sacra costumbre establecida, Sanguínea libacion en taza doble Ofrece, y fresca leche, y néctar noble. XV. Y luégo el ara de purpúreas rosas Esparce en torno con su propia mano; Y «¡Salve, oh padre!» clama, «y vos, preciosas Cenizas á mi amor vueltas en vano! ¡Salve, oh ánima y sombra milagrosas! ¡No te dió, oh padre, el Cielo soberano Llegar á Italia y cabe el Tibre amigo La anunciada heredad gozar conmigo!» XVI. Tersa, en esta sazon, salir se mira Del fondo sepulcral sierpe que ondea Y en siete roscas de alongada espira Con manso halago el túmulo rodea: Cerúleas manchas, al compas que gira, Desvuelve, con que el lomo se hermosea, Y semejan las puntas de la escama Aureos destellos y matiz de llama. XVII. Tal, mirándola el sol, Íris destella Y de luz entre nublos se matiza. Visto el héroe la sierpe, el labio sella Absorto; mas recelos tranquiliza, Que inocente entre pulcras tazas ella, Gustando los manjares, se desliza, Y en doméstico giro placentero Torna á ocultarse do salió primero. XVIII. Ó genio tutelar de Anquíses fuere La sierpe, ó númen que el lugar ampara, Enéas fausto augurio de ello infiere Y con nuevo fervor dones repara: Dos ovejas, segun usanza, hiere, Dos cerdos, dos novillos ante el ara, Novillos de negral cerviz; al paso Que néctar liba en espumante vaso. XIX. Con esto de las lóbregas regiones Salvos los manes de su padre evoca; Y, todos imitando sus acciones, Hace cada uno lo que hacer le toca: Quién acude al altar con oblaciones, Ó en órden á la lumbre ollas coloca; Quién en la hierba víctimas destriza, Quién tuesta entrañas ó la llama atiza. XX. Ya los caballos de Faeton lozanos Traen sereno el deseado dia: Con el nombre de Acéstes, montes, llanos El anuncio feliz corrido habia; Y así acuden los pueblos comarcanos En tropel rebosante de alegría, Ya á ver los espectáculos propuestos, Ya el prez tambien á disputar dispuestos. XXI. En medio el circo iluminó la aurora Copia de premios á los ojos grata; El verde ramo y palma triunfadora, Preciado honor del que mejor combata: Y armas, trípodes, vestes que decora Purpúreo ardor, talentos de oro y plata; Y de alto sitio súbito la trompa Manda sonando que la lid se rompa. XXII. Y á par la rompen con igual arreo Cuatro naves selectas en la armada: Con remeros briosos, por Mnesteo Va la rápida Priste gobernada (Mnesteo, á quien despues ítalo veo, Del cual, ¡oh Memio! descender te agrada): Guias toma á su cargo la Quimera, Que ciudad, más que nave, se creyera: XXIII. En triple órden de remos á ésta mueve Con gran vigor la juventud troyana: Sergesto generoso (á quien le debe La gente Sergia su renombre ufana) El gran Centauro á dirigir se atreve: Cloanto (á quien por tronco la romana Familia de Cluento reconoce) La Scila azul turquí monta veloce. XXIV. Hay distante en el mar un risco, enfrente De las riberas que la espuma baña: Cuando el Cielo se entolda, el mar furente Concentra allí su bramadora saña: Mas á erguirse el peñon torna imponente Cuando duerme la líquida campaña, Y da en flanco espacioso al ágil mergo Para enjugarse al sol plácido albergo. XXV. Allí una meta de frondosa encina Enéas pone, á donde el nauta vaya A doblar la carrera, y si lo atina, En bajel vencedor torne á la playa. La suerte á los caudillos determina Puesto; cada uno en alta popa raya Por la vestida púrpura y el oro, Y á lo léjos esplende su tesoro. XXVI. Bañados con aceite reluciente Las desnudas espaldas, y ceñidos Con ramaje de álamo la frente, Al banco acuden los demas, fornidos; Y, la mano en los remos impaciente, Y atentos al anuncio los oidos, Codicia de loor, sed de combate Les hinche el corazon, que duda y late. XXVII. El clarin resonó; y en un momento Todos del puesto arrancan á porfía: Retiembla el mar, retumba el firmamento Con el náutico estruendo y gritería: Abren los brazos al batir violento Surcos iguales y espumosa via, Y á un tiempo remos y tridentes proras Las aguas por doquier rompen sonoras. XXVIII. No en el estadio así se precipita Carro de dos corceles que se arroja La palma á arrebatar, ni tal se agita El conductor que la tardanza enoja; El cual el volador tiro concita Sacudiendo sobre él la brida floja; Blande el azote, y á blandirlo atento, Parece, de encorvado, ir por el viento. XXIX. Clamores suenan por el bosque umbrío De grupos en el triunfo interesados; Vuelve herida la playa el vocerío, Y le vuelven en ecos los collados. Entre gente y rumor Gias con brío Hendió el primero los salobres vados; Cloanto á par, mejor en remos, viene, Bien que el peso la nave le detiene. XXX. Priste y Centauro en pos á una se lanzan, Y cada cual adelantarse espera: Alternativamente ora se alcanzan Cuando alguna tomó la delantera; Ora las proas ateniendo, avanzan Con larga quilla en rápida carrera; Ya al escollo llegando iban, en suma, Resuelto el ponto en albicante espuma. XXXI. Hé aquí entre todos victorioso Gias A su piloto reprendiendo, exclama: «¿Por qué á derecha desviar porfías? Torna, Menétes, do el honor nos llama: Las otras por el mar rueden baldías; Nuestra nave el peñon deja que lama!» Tal dice; mas temiendo ímpio bajío Tuerce hácia el mar Menétes el navío. XXXII. Y otra vez Gias con furor le intima: «Torna, Menétes, á la izquierda!» En esto Siente á Cloanto que le viene encima Y á ganarle de mano acude presto: Ya á las rocas sonantes se aproxima Entre ellas y él lanzándose interpuesto, Y á ambos atras dejándolos de pronto, En bajel triunfador boga en el ponto. XXXIII. Al mancebo en la faz saltóle el lloro, Y hasta los huesos le mordió la ira: Ni oye la voz del personal decoro Ni de los suyos la salud ya mira; Mas de alta popa al piélago sonoro Brusco á Menétes de cabeza tira; Y activo en su lugar, exhorta, empeña, Y, rigiendo el timon, va hácia la peña. XXXIV. Menétes, de los años abatido, Salir apénas del abismo pudo; Y sacudiendo el húmedo vestido Trepa á secarse en el peñon desnudo. Rió la juventud cuando le vido Hundirse de cabeza al golpe rudo; Bregar luégo, y despues que brega y nada, Revesar la onda que tragó salada. XXXV. Viendo á Gias, Mnesteo la esperanza Cobra de rebasarle. Al par rebosa Sergesto en ella, y, el primero, alanza Su nave hácia el peñasco presurosa: Esta, mitad á su rival se avanza, Mitad la Priste su costado acosa; Y en fuerza del peligro y del deseo, Recorriendo el bajel habló Mnesteo: XXXVI. «Soldados de Héctor, que la patria mia Miró á mi lado en la final pelea! Como en las sirtes gétulas fué un dia, En este lance vuestro aliento sea; Cual ya en el jonio mar, vuestra osadía, O en las rápidas ondas de Malea. Ni aspiro á ser primero. ¡Oh, si pudiese ... No; á quien lo dió Neptuno, el triunfo es de ése! XXXVII. »Mas no el pudor postreros ir consiente; Lo que honor manda, compañeros, pido.» Calla; saca, á su voz, vigor su gente; Cruje la popa al golpe repetido; Huye la mar; anhélito frecuente Brotan las secas fauces con sonido; Los cuerpos dobla agitacion extraña, Y abundante sudor sus miembros baña. XXXVIII. Hé aquí vencer les dió súbito caso; Y fué así que forzando espacio estrecho, Metió Sergesto el imprudente vaso Entre las peñas á encallar derecho: La roca retembló con el fracaso; Se oyó el remo crujir cuasi deshecho En puntas de coral, do sin defensa Entró la proa y se aferró suspensa. XXXIX. Los marinos con alto clamoreo Hacen si al pronto yertos, de ferrados Chuzos y picas oportuno empleo Por desclavar los remos quebrantados. Gozoso en tanto, á buen remar, Mnesteo, Propicios ya los vientos y los hados, Tiende el rumbo á do el piélago declina, Y raudo y libre por el mar camina. XL. Cual vuela por el campo, alborotada Con el pavor de súbito estallido, La paloma que tiene en la albarrada Su dulce imperio y su amoroso nido; Bate sobre su rústica morada Las plumas, al salir, con recio ruido, Y despues remontándose en el cielo Las alas tiende en silencioso vuelo: XLI. Así la Priste, que fatiga tanta Tomaba forcejando la postrera, Con ímpetu espontáneo se levanta Y huyendo por las ondas va ligera. Lo primero, á Sergesto se adelanta Con su nave entre escollos prisionera, Y allí haciendo le deja vanos votos E ideando volar con remos rotos. XLII. Tras Gias sigue, y á su nao pujante, Falta ya de piloto, desafía: Vence; sólo Cloanto va delante; Y vuela en pos, creciendo su osadía: Redóblase la grita estimulante De los espectadores, que á porfía Roncos aplauden su feliz carrera, Y los ecos en torno hinchen la esfera. XLIII. Los unos, que triunfantes se creyeran, Ya en riesgo el triunfo, coronarlo ansían: Incompleto, la palma no quisieran; Completo, por la palma moririan: Los otros eso mismo osan y esperan; Porque triunfando van, triunfar confían, Y pudieran juntándose ambas proras Partir el premio á un tiempo vencedoras. XLIV. Mas á orar atinó de esta manera Cloanto, ambas las manos extendiendo: «¡Oh Númenes que el piélago venera, Cuyos dominios con mi nave hiendo! Si el triunfo me cumplís, en la ribera Un blanco toro en vuestro honor ofrendo; Tiraré sus entrañas á estos mares, Y néctar bañará vuestros altares.» XLV. Dijo; y á par oyó de Forco anciano La vírgen Panopea sus acentos; Y el coro de Nereidas soberano Condolióse en sus huecos aposentos: Movió la nao Portumno con su mano, Y fugaz como soplo de los vientos, Y no ménos veloz que alada flecha, El hondo puerto penetró derecha. XLVI. Los combatientes por sus nombres llama Enéas, y sus triunfos galardona; A voz de heraldo resonante aclama Vencedor á Cloanto, y le corona: Ciñe, en suma, á su sien la verde rama; Y á cada nave tres becerros dona, Y que lleven les da vino abundante, O una pieza de plata á su talante. XLVII. Y á cada jefe añade su presea: Clámide áurea al principal ofrece, De púrpura ceñida melibea Que en doble orla gira y la guarnece: Retejido en el fondo la hermosea De Ida el regio garzón, que allí aparece La espesura cruzando nemorosa, Y leves ciervos con el dardo acosa. XLVIII. Figúrase allí mismo en el momento En que robado, al parecer, anhela: La armígera de Jove al firmamento Le arrebata feroz, y encima vuela: Muestra uñas corvas la ave por el viento; Viejos que hacen al niño centinela, Tienden palmas al aire; el aire mudo Hieren los canes con furor agudo. XLIX. Loriga de oro y triple y fina malla Relucia en los dones del trofeo: Usóla ya en los campos de batalla, Campos que riega el Símois, Demoleo: Mal consiguen en hombros sustentalla Dos esclavos, Sagáris y Fegeo; Y así y todo, el jayan con ella un dia Fugitivos Troyanos perseguia. L. Y en campos la ganó que el Símois riega Enéas ya, cabe Ilïon divino; Y ahora la otorga al que segundo llega, Arma al par y ornamento peregrino. Dos calderas, despues, de bronce entrega, Tercer presente á quien tercero vino; Y dos vasos de argento, muestra rara, Que el cincel de figuras abultara. LI. Ya iban todos premiados, con diadema De púrpura ceñidos, placenteros; Cuando Sergesto, que su industria extrema, Salir logró de los escollos fieros: Con una banda escueta afana y rema, Quebrantados costado y marineros; Y en medio de la befa que le humilla, Pide el tardo bajel la ingrata orilla. LII. Tal sesga sierpe, en el camino hollada De veloz rueda, ó por viador, que herida La deja, y medio muerta, de pedrada, El cuerpo tuerce por lograr salida; Con lengua ardiente, con feroz mirada Yérguese, en parte, rebosando vida, Y, en parte, de dolor se arrastra llena, Y en sus propios anillos se encadena. LIII. Mas la nave que en remos flaqueaba, Las velas descogiendo á puerto viene. Enéas de Sergesto el arte alaba Con que gente y bajel salvar obtiene, Y le da el galardon: era una esclava De Creta oriunda, que por nombre tiene Foloe; en artes de Minerva, diestra; Al seno puestos dos infantes muestra. LIV. Así acabada la naval porfía, A un sitio ameno de hierbosos prados Enéas se adelanta: en torno habia Corvas selvas, umbríferos collados: Del valle el fondo en círculo se amplía; Teatro natural forman sus lados; Y allá la multitud vuela contenta, Y en medio el Rey con majestad se asienta. LV. Y con premios invita lisonjeros Á competir en rápida corrida: Teucros, Sicanos, á su voz ligeros Saltan á par á do el honor convida. Van Euríalo y Niso los primeros: Radiante el uno en juventud florida, Insigne el otro por su casta llama; Bello Euríalo es; Niso le ama. LVI. Vino, sangre de Príamo, Dïores; Y Patron luégo y Salio juntamente Aquéste de tegeos genitores, Esotro de Acarnania procedente. Compañeros de Acéstes, cazadores, Mancebos de gallardo continente, Van Helimo y Panópes en seguida; Y otros de nombre que la fama olvida. LVII. «Al campo, adolescentes, os convido,» El Rey dijo á la gente congregada; «Y á promesa gustosa dad oido: Nadie sin dón saldrá de la estacada. Hé aquí dos dardos de metal buido, Cretenses, y de argento nïelada Una hacha de dos filos: ved en esto El comun premio á cada cual propuesto. LVIII. »Al más aventajado combatiente Daráse encima, amén de la corona, Un noble potro con jaez luciente: Al segundo, una aljaba de amazona, Provista, y de áureo tahalí pendiente Que gruesa perla cual boton tachona: Al tercero, este hermoso yelmo argivo; Y los tres ceñirán ramas de olivo.» LIX. Dijo, y puestos eligen; y al instante Que señal de partir dió la trompeta, Cual ráfagas de viento resonante De la raya mirando huyen la meta. Niso, fuerte y veloz, sale adelante Como alado relámpago ó saeta; Corre Salio despues, distante empero; Euríalo, lo mismo, va tercero. LX. Sigue á Euríalo Helimo en su carrera; Á Helimo pié con pié sigue Dïores; Ya, ya al hombro le hostiga, y si se abriera Más campo á sus intrépidos furores, Del que último volaba el lauro fuera Ó en balanza quedaran los honores. Ya el término llegando iban en suma, Y el esfuerzo los músculos abruma. LXI. Hé aquí casi triunfante (¡infausto caso!) En verde grama que la suerte quiso Hubiese matizado humor escaso De inmolados becerros, pisó Niso: Tratara en vano de afianzar el paso Titubeante en suelo húmedo y liso; Llega veloz, veloz resbala, y todo Tinto en sangre quedó, y envuelto en lodo. LXII. No allí Niso olvidó su amistad bella; Mas álzase en el pérfido terreno; Salio síguele incauto, se atropella, Y yéndose de piés rueda en el cieno. Euríalo veloz como centella Adelante de todos, de ardor lleno, Entre aplausos sin número se lanza, Y, merced de amistad, el lauro alcanza. LXIII. Llega Helimo despues, y en fin Dïores. Salio á engaño se llama, visto aquello; Pide el prez, y á la flor de espectadores Con su aplauso da en cara á voz en cuello. A Euríalo protegen, sin clamores, Virtud llena de gracia en rostro bello, Virtud que encanta y pundonor que llora, Y el sufragio de un pueblo que le adora. LXIV. Favorécenle á par altas razones Que hace Dïores, que su palma espera: Palma, si Salio de los grandes dones Ninguno ha de llevar, suya y postrera. Y dijo Eneas: «No temais, garzones: El órden de los premios nadie altera; Ni vuestros fueros mi amistad lesiona Si al valor desgraciado galardona.» LXV. Y una piel de leon da á Salio, armada Con áureas garras y hórridas guedejas. Niso entónces habló con voz turbada: «Si ese honor á vencidos aparejas Y tanto un contratiempo te apïada, Para Niso, señor, ¿qué premio dejas? Mio es el triunfo, si la suerte esquiva Que á Salio hirió despues, no me derriba.» LXVI. Habla, y del golpe el afeante signo Muestra, hablando, en el cuerpo y triste cara. Oyóle el Rey y sonrió benigno, Y un rico escudo le ordenó llevara: Fue éste del mozo egregio premio digno: Lo hizo Didameon con arte rara, Y al templo de Neptuno do pendia, Argivo brazo lo arrancara un dia. LXVII. Cesó la competencia de esta suerte; Y Enéas señalando férreo guante: «Ahora,» dijo, «el que se sienta fuerte, Ceñido el puño indómito levante. Lucio novillo al que á vencer acierte, Con cintas y oro el asta rutilante, Daré por galardon: gentil celada, Por consuelo, al vencido, y una espada.» LXVIII. Con murmullo del vulgo circunstante, Lleno Dáres alzóse de ufanía: Él solo, en Troya, á Páris arrogante A contrastar lidiando se atrevia; Y él solo á Bútes, triunfador gigante, Que, de orígen bebricio, pretendia Llevar sangre de Amico, invicto en guerra, Cabe el túmulo de Héctor echó á tierra. LXIX. Tanto como en la fúnebre palestra Soberbio entónces levantarse pudo Cuando dejó al jayan sola su diestra Tendido en la sangrienta arena y mudo. Soberbio ahora se levanta, y muestra Los hombros fornidísimos desnudo; Y un brazo y otro vigoroso extiende, Y los aires azota por do hiende. LXX. En medio del innúmero gentío Otro igual campeon se busca en vano: Nadie á aceptar se atreve el desafío, Nadie del cesto á rodear la mano. El, sin par, á su juicio, en poderío, Saluda á Enéas y prosigue ufano Sin que en mudo homenaje instantes pierda. De una asta asiendo al toro con la izquierda: LXXI. «¿Qué más quieres que aguarde, hijo de Diosa? El dón se me adjudique, pues ninguno Su fuerza con mis fuerzas medir osa.» Los Teucros barbotaban de consuno Apoyando la súplica orgullosa. Con ruego en tanto Acéstes importuno Reprende, incita á Entelo, que á su lado Yace en el verde césped reclinado: LXXII. «Tu nombre de valiente entre valientes ¿Qué sirve, Entelo, sin tan buenos dones Con tanta calma en paz llevar consientes? Hoy de Erice divino y sus lecciones ¿No es deber patrio que el honor sustentes? La fama que asombraba estas regiones ¿A dónde se oscurece? ¿Qué se han hecho Los despojos pendientes de tu techo?» LXXIII. Entelo respondió: «No son extraños Valor y amor de gloria al pecho mio; Mas siento ya de la vejez los daños, Mis miembros ciñe ya rígido frio. Yo si hoy tuviese el que en mis verdes años, Cual le goza ese audaz, ardiente brío, No el premio disputara, sí la palma; Que ocupe el premio vil, lo llevo en calma.» LXXIV. Habló Entelo; y volviendo por sus fueros, Se alza, y dos cestos en el campo lanza Con que Érice ostentara en golpes fieros Con los ligados brazos su pujanza. Ven los siete boyunos recios cueros Graves de plomo y hierro á hercúlea usanza, Y todos se imaginan con asombro Del buey la talla, y del atleta el hombro. LXXV. Más que de paso el mismo Dáres cía; Y mudo con la mano el grande Enéas El enorme volúmen revolvia De los gruesos anillos y correas, Y díjole el anciano: «¿Qué sería Si de Hércules las armas giganteas Hubieses visto, y la espantosa hazaña Que hizo estas playas funeral campaña? LXXVI. «Fué hijo Érice, cual tú, de Vénus, y esos Los correones son que usaba en lides: ¿Esparcidos los ves de sangre y sesos? Los mismos son con que paró ante Alcídes; Y yo tambien con vigorosos huesos Los blandí contra fuertes adalides Guando áun léjos la edad miraba ingrata Que ambas mis sienes esmaltó de plata.» LXXVII. Y á Dáres retorciendo la mirada: «Mas si rehuyes, campeon troyano,» Prosigue; «si á tu Rey piadoso agrada, Y al mio, que combate por mi mano, Fuerzas equiparar en la estacada, Gustoso á justos términos me allano: ¡Ea! las armas de Érice te cedo; Las troyanas depon, y pon el miedo.» LXXVIII. Áun bien no lo hubo dicho, se adelanta, Y del doble ropaje se desnuda, Y en pecho, brazos, músculos, espanta Ver su nerviosa robustez membruda: Ya, en medio el campo, colosal se planta; Y dando Enéas término á la duda, Trae de iguales cestos sendos pares, Y á Entelo de ellos arma y arma á Dáres, LXXIX. Y en simultáneo arranque de osadía Ya éste en puntas de piés y aquél se adreza; Los brazos uno y otro al aire envía, Cautelosa hácia atras la alta cabeza: Trábanse por las manos; á porfía Crecen amagos, y la lucha empieza Entre el púgil que mueve ágil la planta Y el jayan que disforme se levanta. LXXX. Va el jóven en su edad esperanzado; Fia el viejo en su mole, aunque flaquean Las rodillas y el cuerpo treme helado; Y ambos con vano afan tiran, golpean: Hiérense aprisa al cóncavo costado: Ronco el pecho resuella: menudean Por orejas y sienes las puñadas: Las mandíbulas crujen martilladas. LXXXI. Firme está Entelo; mas con pronta vista Ve por do heridas, ladeando, ahorre; El otro el campo mide, y por do embista Entradas busca, á embestir acorre: Tal tropa audaz, de máquinas provista, Soberbio muro ó enriscada torre Que medite arruinar, asalta, embiste; Torna á atacar, y el torreon resiste. LXXXII. El brazo Entelo, amenazando estrago, Alza descomunal; mas ve de arriba Venir, Dáres, con tiempo, el fiero amago, Y hurta el cuerpo veloz y el golpe esquiva: Hirió el furioso combatiente en vago, Y enorme por su peso se derriba, Cual rueda hueco pino, dando espanto, En bosques de Ida ó cumbres de Erimanto. LXXXIII. Levántanse ambos campos con rüido, Y un grito al cielo lanzan simultáneo: Acude Acéstes, viéndole caido, A ayudar al amigo y coetáneo: Surge él sin quiebra de ánimo ó sentido; Antes fuego de cólera espontáneo Arde en su pecho, el pundonor le pica, Y el probado valor fuerzas duplica. LXXXIV. Y ya en rápida fuga, impetüoso, Tirando golpes de una y otra mano, Sin parada, sin vado, sin reposo, Persigue á Dáres por el ancho llano; Cual turbion que los techos fragoroso Azota con granizo, el héroe insano Hiere á ciegas con furia borrascosa, Y á Dáres acomete, envuelve, acosa. LXXXV. No sufre Enéas que adelante siga La encarnizada obstinacion de Entelo, Y del campo, ya muerto de fatiga Saca á Dáres con voces de consuelo: «¿Demente estabas? ¡Ah, infeliz! te hostiga No humana fuerza, pero el mismo Cielo; Cedes á un Dios; rendirte no te pese.» Dijo; y manda su voz que la lid cese. LXXXVI. En torno del vencido en ese instante Llega fiel uno y otro camarada, Y, flacas sus rodillas, vacilante La cabeza, la boca ensangrentada Y el ornato dental roto y nadante, Llévanle al puerto. Morrïon y espada Reciben advertidos, y se alejan, Y el toro al vencedor y el lauro dejan. LXXXVII. El cual del lauro y con su toro ufano, «Ved, pues, ahora, y ponderad,» decia, «¡Oh hijo de Diosa! ¡oh ejército troyano! Cuál en mi juventud la fuerza mia Hubo de ser, y Dáres de mi mano Cuál muerte, á no salvarle, probaria.» Dijo, y plantóse del novillo enfrente, En alto puesto el brazo prepotente; LXXXVIII. Y á plomo entre ambos cuernos, guarnecida La mano descargó cual duro hierro: Húndese el cráneo, y trémulo, sin vida, En tierra con su mole da el becerro. «¡Salve, Erice inmortal!» clamó en seguida: «Puestas las armas, con que triunfos cierro, Más bien que la de Dáres, en memoria, Yo dó y consagro esta ánima á tu gloria.» LXXXIX. Luégo al juego del arco el Rey troyano Invita, y premios pone. De la nave Que Seresto gobierna, con su mano Va él mismo y fuerte arbola el mástil grave; Y alígera paloma al aire vano En el tope suspende (atada el ave A una cuerda, la cuerda al mástil fija) A donde el tiro el flechador dirija. XC. Llegan de ellos; y un casco que reciba Las suertes, traen en medio. La primera, La de Hipocon, el de Hírtaco, con viva Aclamacion del vulgo, saltó fuera. Coronado la sien de verde oliva, Reciente prez de la naval carrera, Oyó, en segundo término, Mnesteo Grato sonar su nombre á su deseo. XCI. Tocóle á Euritïon salir tercero: Hermano tuyo, oh Pándaro divino, (¡Tú que al campo de Aquivos, el primero, Lanzaste, compelido del destino, El dardo de discordia mensajero!) Del fondo del almete al aire vino, Postrer nombre, el de Acéstes, que ahora ufano En lid de mozos á terciar va anciano. XCII. Todos con brazo en arco arman pujante, Y sacan primas flechas del aljaba: Ante todas, del nervio rechinante Arrancó la que el de Hírtaco ajustaba: Hiere el viento, y al mástil que delante Mira, parte veloz, y en el se clava: Al golpe tembló el palo; alas agita Medrosa el ave, y el concurso grita. XCIII. Tendió el arco avanzándose forzudo Mnesteo, vuelto á lo alto ojos y flecha; Mas no tanto que al ave hiriese, pudo La férrea punta encaminar derecha: Rompió empero la cuerda y líneo nudo; Y libre el pié de la atadura estrecha, La paloma veloz sacude el vuelo Entre nubes plomizas por el Cielo. XCIV. Euritïon, ya el arco apercibido, Tiró, invocando á Pándaro en su ayuda, Al ave que de nublo opaco vido Salir aleteando, flecha aguda: Alcanzóla en su vuelo envanecido; Ella el hincado astil trayendo muda, Dejando por allá la dulce vida, Al suelo vino en mísera caída. XCV. Solo Acéstes quedaba, ya baldío, Y la palma perdida y la esperanza; Mas del brazo ostentando el arte y brío Y del arco sonante la pujanza, Vuelta la faz al ámbito vacío, Apunta en vago, la saeta lanza, Y ocasiona, no entonces entendido, Milagro aéreo de infeliz sentido. XCVI. Confirmaron despues con voz tardía Adustos vates el infausto agüero: Y fué así que inflamado discurria Entre celajes el volante acero; Con fuego señaló su etérea via Y apagóse en los aires; cual lucero Que vaga desquiciado por la esfera Arrastrando su ardiente cabellera. XCVII. Al Cielo los medrosos corazones Ambos pueblos levantan juntamente; Mas no igualó con fúnebres visiones El gran Enéas la vision presente; Antes sonrie cumulando dones, Y á Acéstes abrazando, al par rïente, Aunque grave el semblante, de alegria, «Lleva, ilustre monarca,» le decia: XCVIII. «Lleva esta copa, de labores rica (Que del Olimpo el reinador, no en vano Con esa aparicion me significa El honor que te debo soberano): Mi anciano genitor te la dedica; Recíbela, dón suyo, de mi mano: A él el tracio Ciseo ántes la diera Insigne prenda de amistad sincera.» XCIX. Dice; y ciñe á su sien envejecida Verde rama, y triunfante le pregona. A Euritïon, que disputar no cuida, Cual pudo, muerta el ave, la corona, Premió inferior á Acéstes. En seguida Al que nudos deshizo galardona; Y á aquel con recompensa honra postrera Que la flecha en el palo hincó primera. C. Enéas, no el cértamen concluido, Llamado habia al de Epito á su lado, Tutor del tierno Yulo, y á su oido, Fiel á secretos, confió un recado: «Vé, corre; á Ascanio dí que si instruido Tiene y á la carrera adeliñado Su escuadron de muchachos, más no tarde, Y honre al abuelo con vistoso alarde.» CI. Él mismo á la esparcida concurrencia Manda dejar los campos escombrados: Llegan ya, y con gallarda continencia, En caballos del freno bien guïados, Avanzan de sus padres en presencia Niños de hoja menuda coronados; Y al verlos desfilar, rumor que halaga A un tiempo en ambos pueblos sordo vaga. CII. Dos de agreste cerezo jabalinas Con punta herrada llevan todos ellos: Aljaba al hombro, algunos: de oro finas Cadenas caen de los ceñidos cuellos. Despártense en tres bandas peregrinas, Doce en cada una, los garzones bellos; Y, en competencia igual de su edad tierna, Agil cada una un capitan gobierna. CIII. ¿Veislo? mandando va su compañía, Hijo, Polítes, tuyo, el pequeñuelo Príamo, que del nombre se gloría (Cual de él ítalos nietos) de su abuelo: Monta un corcel de los que Tracia cria, Gallardo, bicolor, que el duro suelo Con alba mano denodado huella, Y lleva en la alta frente alba una estrella. CIV. Por segundo caudillo Átis figura, Claro abolengo vuestro, Acios romanos: Iguales en la edad y la ternura Andan Atis y Ascanio cual hermanos. Llega éste al fin, primero en la hermosura, En un potro de climas africanos: A él la cándida Dido ántes lo diera Insigne prenda de aficion sincera. CV. Los demas en sicanos pisadores Vienen, del viejo Acéstes, cabalgantes, Agólpanse en tropel espectadores Troyanos, desfilando los infantes; Y al ver á éstos de antiguos genitores Los semblantes copiando en sus semblantes Que la esperanza y el temor demudan, Con estruendo de aplausos los saludan. CVI. Luégo que el circo hubieron recorrido Tal que viese cada uno al que aguardara, El de Epito de léjos un silbido Dió de repente, y sacudió su vara: A galope lanzándose, al chasquido, Cada banda, del centro se separa; Mas, no bien la segunda seña oida, Vuelven, blandiendo el dardo, fácil brida. CVII. Y á hacer tornando lo que hicieron ántes Las cuadrillas se apartan, se avecinan; Vueltas dan y revueltas elegantes; Giros, tornos, enredan y combinan: Y en juegos á combates semejantes, Ya dan la espalda; ya á volver atinan, Y amagando, venablos abalanzan; Ya, hechas las paces, de concierto avanzan. CVIII. Como hienden delfines la onda fria; Nadando, al mar Carpacio, en varios modos; Cual marañada, inextricable via En la alta Creta con sus mil recodos El laberinto pérfido tejía Porque, en calando, se perdiesen todos; Así los pequeñuelos se cruzaban Y tal madeja, entrando, huyendo, traban. CIX. Estas fiestas á imágen de batallas Fué Ascanio el que en los campos italianos Primero instituyó, cuando en murallas Ciñó á Alba Longa y protegió sus llanos: Enseñados pudieron practicallas Los Latinos, y luégo los Albanos: Hoy de Troya apellido el juego toma Y el escuadron que lo ejercita en Roma. CX. Niño entónces Ascanio todavía, Con esotros mozuelos sus iguales Al glorïoso abuelo estos hacía Honores, si festivos, funerales: Celebraba la alegre compañía En los sículos campos juegos tales; Mas trocó la Fortuna en un instante Con torvo ceño el plácido semblante. CXI. Fué así que en ese medio, rencorosa, Mal sanada la llaga que encubria, Juno del Cielo á Íris vaporosa A las naves ilíacas envía: A la húmida ninfa la gran Diosa Impetu añade en la region vacía Y del arco la adorna de colores, Miéntras vuelve en secreto sus dolores. CXII. Ella parte invisible, vuela aprisa, Ve el inmenso concurso, tuerce al puerto; Las anchas playas vacilante pisa Y todo siente estar mudo y desierto: Al fin las damas de Ilïon divisa Que en cóncavo remoto, al mar abierto, Honrando á Anquíses lágrimas le daban, Y en el lóbrego mar la vista clavan. CXIII. Y así, con mustia faz y ojos inmotos, Con una voz, la que el dolor les presta, «Mares cruzamos ya,» dicen, «ignotos; ¡Oh, y cuánto de agua por salvar nos resta!» Por lograr firme asiento elevan votos; Hablar de un más allá, pesar les cuesta; Y hé aquí, miéntras derraman sus querellas, Íris astuta se desliza entre ellas. CXIV. Veste aérea y gentil fisonomía Poniendo la Deidad, la frente anciana De Beroe usurpó, que, esposa un dia Del ismario Doriclo, andaba ufana Con su nombre, su prole y su hidalguía; Y, entre ancianas ilustres falsa anciana, «¿Qué aguardamos, ah míseras!» les dice: «¡Pobre generacion! ¡suerte infelice! CXV. »Fortuna impía del acero griego Nos reservó para mayores males: Cumplidos van, desde que á Troya el fuego Devoró, siete círculos añales: La tierra hemos corrido, el ponto ciego, Y medido los cercos siderales; Y áun vamos por el mar, nao combatida, A Italia que burlando nos convida. CXVI. »Érice fraternal está presente; Aquí Acéstes bondoso nos ampara; Y podemos en base permanente La Patria restaurar. ¡Oh Patria cara! ¡Oh Dioses rescatados vanamente! ¡Qué! ¿y nunca el patrio muro, nunca un ara Troyana hemos de ver, ni un Janto amigo? ¡Venid! ¡Las naves incendiad conmigo! CXVII. »Yo en sueños ví que antorchas esgrimia La sombra ilustre de Casandra fiera, Y, «A Troya aquí reedificad!» decia: «Ésta, ésta es nuestra patria verdadera.» No consiente demoras, á fe mia, Tan gran vision, ni la ocasion da espera. Hé aquí ofrezco á Neptuno cuatro altares: ¡Hachas dános y ardor, Dios de los mares!» CXVIII. Dice, y de fuego resplandece armada; Alza la mano, y de piedad desnudo Flamígero tizon lanza á la armada; Pásmanse todas con asombro mudo. Pirgo, entre ellas en años avanzada, Que á la prole de Príamo fué escudo, Nodriza á tantos hijos oficiosa, «No es de Doriclo,» dice, «no, la esposa; CXIX. »Ni es sér mortal, matronas, lo que veo: Notad de insigne majestad señales, El porte, de la vista el centelleo, Voz divina y fragancias celestiales. La retea Beroe su deseo De hacer á Anquíses honras funerales Con nosotras aquí, distante ahora (Yo enferma la dejé) frustrado llora,» CXX. Ellas perplejas á la flota en tanto Revuelven maliciosas las miradas: El interpuesto mar les causa espanto, Mas las llaman regiones anunciadas. Oscilan entre amor y deber santo, Cuando Íris de repente á sus miradas Toma vuelo, y una ala y otra ala, Trazando un arco inmenso, abre é iguala. CXXI. En frenesí convierten sus arrojos Con la vision espléndida las damas: Teas clamando lanzan, y, despojos Del consagrado altar, hojas y ramas: Van ministros de estrago los manojos; Y dando rienda á las voraces llamas Remos trepa y escálamos Vulcano, Cruje y las gayas popas lame ufano. CXXII. Llevó al anfiteatro y sepultura Santa de Anquíses, la noticia Eumelo; Vuelven luégo á mirar, y en nube oscura Ven trémulas pavesas ir al Cielo. Tuerce al campo de horror y desventura De su alegre carrera Ascanio el vuelo; Con vano afan por detenerle, al paso Salen sus ayos con aliento escaso. CXXIII. Y él, «¡Desgraciadas! ¿qué furor extraño, Qué error,» les dice, «os precipita ciego? ¿Pensais que á argivos campos haceis daño? ¡Oh, á vuestras esperanzas pegais fuego! Yo vuestro Ascanio soy: ved si os engaño.» Dice, y el morrïon, disfraz del juego, Deposita á sus plantas, y les muestra La faz amiga y la inocente diestra. CXXIV. En pos de Ascanio presurosos tiran Su padre mismo y los demas Troyanos. Mas ya las tristes en lo que hacen miran, Y á ocultar su vergüenza, por los llanos Que extiende la ribera, mustias giran Huecas peñas buscando: á sus hermanos, Vueltas en sí conocen, y les pesa, Libres de Juno, de la aleve empresa. CXXV. Pero el voraz incendio, áun no contento, Sus indómitos ímpetus no afloja: De las húmedas tablas el asiento Arde estoposo, y grueso humo arroja: Consume las carenas fuego lento: Vana es la onda esparcida que las moja, Ni hay ya luchar con la arraigada llama, Cuando hé aquí suplicante el Rey exclama: CXXVI. «¡Oh Júpiter supremo! Si de humanos Males, cual usas, áun piedad hoy tienes; Si no en uno maldices los Troyanos, Esta última porcion de nuestros bienes Salva de azar cruel, fuegos insanos: Mas si á muerte merezco me condenes, Destruye de una vez nuestra esperanza, Y húndame el rayo aquí de tu venganza!» CXXVII. Rasgado de sus hombros el vestido Y ambas las manos extendiendo al Cielo, Así Enéas con férvido alarido, O muerte ó salvacion pide en su duelo; Y áun bien no hablara, cuando nublos vido Con que el aire oprimir amaga al suelo; La esfera en un momento se ennegrece, Ronco trueno las cumbres estremece. CXXVIII. Y ya sin más tardar, de los collados, Acompañados del fragor del viento Rios descienden á inundar los prados Furiosos con hinchado movimiento: Ciego á los buques va medio abrasados, Las popas cubre el rápido elemento, Y oprimiendo el vapor, que al fin apaga, Libra las naves de la peste aciaga. CXXIX. Cuatro habia el incendio devorado; Con cuyo acerbo caso que intimida, Enéas vacilante, acobardado, No sabe por cuál rumbo se decida: Si en Sicilia su nido asiente, al hado Mal sumiso, que léjos le convida, O si á Italia persiga, al hado atento; Y la duda tenaz le da tormento. CXXX. Náutes entónces, venerable anciano Por la tritonia Pálas adivino, A quien ella dotó con larga mano De ingenio insigne y de infalible tino, Interrogado respondió, no en vano, Ya sobre muestras del furor divino, Ya lo que el hado inevitable ordena, Y al héroe hablando, su inquietud serena: CXXXI. «¡Hijo de Diosa! al fin llegar porfía Que una vez y otra vez marcó tu síno: Tenaz luchando un dia y otro dia, Vencerás los rigores del destino. Ahí Acéstes está que se gloría De su orígen superno: en tu camino Te dé su luz, y á su favor sincero Los restos fia del estrago fiero. CXXXII. »Quienquier de tu alta empresa lleve enfado, Las matronas, cansadas de los mares, Los ancianos; en fin, cuanto á tu lado Mezquino, flojo, inválido notares, Quede todo de Acéstes al cuidado: Funden ellos aquí muros y altares, Y de Acéstes merced, de Acesta el nombre Al nido que afiancen, grato asombre.» CXXXIII. Alentó el sabio al Rey; mas le destroza Con nuevas dudas que á su mente inspira. Y ya la húmida Noche en su carroza Que negra copia de caballos tira, Ocupa el firmamento. En esto goza Ensueño seductor el héroe, y mira La apariencia bajar del padre amado Que á hablarle empieza con benigno agrado: CXXXIV. «Hijo, más caro que mi propia vida Miéntras las auras respiré vitales; Tú, á quien prueba Fortuna encrudecida, A partir de Ilïon, con tantos males! Jove en tu auxilio de enviarme cuida; Jove, que de las sedes celestiales Del afan se conduele que te aqueja, Y el voraz fuego de la flota aleja. CXXXV. »Vé, y cumple sin temblar las prevenciones Que anciano consultor te hace sinceras: Flor de mancebos, recios corazones Llevar debes de Italia á las riberas: Allí con tus valientes campeones Gentes has de postrar duras, guerreras. Mas ántes avendrá que te regales Bajando á las moradas infernales. CXXXVI. »Harás, en pos de mí yendo, hijo mio, Cruzando el hondo Averno, oficio grato Que yo no habito el Tártaro sombrío, Mas los campos Elíseos moro y trato, Deliciosa comarca, gremio pio: Una maga de púdico recato, Si hartas víctimas negras inmolares, Te llevará á los místicos lugares. CXXXVII. »Y la prole y ciudad que te destina Fortuna, entónces mirarás presente. Mas ahora, adios: la Noche ya declina Y con soplos me acosa el Orïente De sus potros fogosos, que avecina.» Así hablaba la sombra, y de repente Húrtase al hijo y á su amante empeño Cual humo vano ó fábrica de un sueño. CXXXVIII. Y él, «¿Por qué de mis brazos se desliza Tu imágen? ¿no te curas de mi ruego? ¿Huyes? ¿me dejas?» clama; y la ceniza Resucitando incontinente, el fuego Que aletargado dormitaba, atiza: Sacra masa y colmado incienso luégo Al Dios ofrece que á su pueblo ampara, Y humilde á la alma Vesta honra en el ara. CXXXIX. Consumó el sacrificio, y convocados Sus amigos, Acéstes el primero, Repite los oráculos sagrados De su padre, de Jove mensajero; La voluntad pronuncia de los hados Y su propia intencion franco y sincero: No hay á sus planes quien demoras teja; Acéstes coronarlos aconseja. CXL. Madres se alistan que en los nuevos techos Fundar asientos de familias deban: Quédanse á par cuantos vulgares pechos De grandes cosas ambicion no llevan. Tostados bancos, mástiles deshechos, Vuelan los otros á mudar; renuevan Remos, jarcias, con mano diligente; Número escaso, mas resuelta gente. CXLI. Marca el troyano Rey con el arado De la ciudad el ámbito; sortea Los solares del campo rodeado Para edificios, y esto manda sea Troya, y eso Ilïon. Alborozado, Cordial troyano, Acéstes, á la idea Del nuevo reino, tribunal y plaza Designa, y al Senado fueros traza. CXLII. Luégo á Vénus Idalia, venerada De su pueblo, en el vértice Ericino Dedica, por pacífica morada, Un templo de los astros convecino: De Anquíses al sepulcro hace se añada Culto, y ministro, y bosque peregrino; Y banquetes ordena, y alegrías, Y piadosos oficios nueve dias. CXLIII. Ya llegaba el momento: el Austro insiste Convidando á la mar blanda y serena: Alzase lloro femenil, y triste La corva playa con lamentos suena: En el abrazo último resiste Amor á desatar dulce cadena: Las madres mismas que la mar temian, Ni áun la osaban nombrar, partir querrian. CXLIV. Cuantos han de quedarse, en sus fatigas Parte al troyano Rey piden ahora: El con palabras los consuela amigas, Hijos á Acéstes los entrega, y llora. Manda á las Tempestades enemigas Matar una cordera; á Érice adora; Tres becerros tambien manda le maten, Y que en órden los cables se desaten. CXLV. Yérguese él en la prora, coronado De hojas menudas de sagrada oliva: Un vaso empuña, al piélago salado Intestinos arroja, y néctar liba. En popa aura terral hiere de grado Alejando las naves de la riba; Bogan el remo, y al batir contino Cubren de espuma el líquido camino. CXLVI. No halla en tanto á su afan Vénus sosiego; Vuela á Neptuno, y «El que Juno abriga Odio irreconciliable,» gime, «al ruego, Neptuno ilustre, á descender me obliga; Que no su ira cruel, su rencor ciego Amansan años ni piedad mitiga, Ni lo que ordena el hado ó Jove manda Su indómita ambicion quiebra ni ablanda. CXLVII. »Eterno es el furor que su alma siente; Que no bastó á su cólera sombría Haber talado la ciudad potente Que en la ancha Frigia dominaba un dia, Ni arrastrar las reliquias de su gente Por senda de martirio. Todavía Al pueblo hundido en perseguir no cesa En sus huesos nadantes y pavesa! CXLVIII. »La causa ella sabrá de tanta saña: Yo sé, y las ondas líbicas tú mismo Viste cómo á manera de montaña Encrespó amenazando cataclismo; De Eolo en el favor fió; se engaña; Mas era su intencion cielo y abismo En uno confundir; y así la impía Insolente tus reinos invadia. CXLIX. «Hoy, ¡qué horror! á las hembras roba el tino, Y las naves ardiendo á los Troyanos, Fuerza á Enéas, cerrándole el camino, A dejar en destierro á sus hermanos. Haz siquiera que al Tibre laurentino Estos últimos restos lleguen sanos, Si ya al muro las Parcas prometido No han de negarles; si lo justo pido.» CL. Respondió el Dios que el ponto señorea: «Pon confianza en el imperio mio, Que en mis reinos naciste, Citerea, Y ya á Enéas mostré mi afecto pio: Yo mil veces, por él, si el mar ondea Las nubes conjurando á estrago impío, Serené la amenaza; y no hice ménos En tierra que del piélago en los senos. CLI. »Janto y Símois me saquen verdadero: Cuando Aquíles con furia impetüosa Por la espada inmoló tanto guerrero Que contra el muro de Ilïon acosa; Cuando, enfrenando su ímpetu ligero El álveo, que en cadáveres rebosa, El Janto por las márgenes gemia Ni hallar lograba hácia mis reinos via. CLII. »Yo á tu hijo entónces arranqué á la muerte En nube con que entorno le rodeo, Viéndole ménos bienhadado y fuerte Combatir con el hijo de Peleo; Ni vacilé en librarle de esa suerte A pesar del furor de mi deseo, Que hundir yo ansiaba la ciudad perjura, Ya (¡mal pecado!) de mi mano hechura. CLIII. »¿Qué dudas, pues? ¿qué temes por Enéas? Yo lo mismo que entónces, ahora siento: El al puerto de Averno que deseas Llegará con su gente á salvamento: Habrá sólo uno que anegarse veas, Escogido holocausto.» Así el aliento Neptuno á Vénus vuelve; y ya bizarro Con arreos de oro orna su carro. CLIV. Pone á los brutos el bañado freno, Dales con fácil mano suelta brida, Y por el mar, magnífico y sereno, En su carroza va de azul teñida: Tiéndese igual sobre el materno seno Bajo el eje tonante la onda erguida, Y cuanto nublo encapotó la esfera Su fuga por los aires acelera. CLV. Acompañan en torno al Dios marino Grandes cetos y rápidos tritones; Glauco y su coro, y Palemon de Ino, Y Forco y sus revueltos escuadrones: Hienden á izquierda el reino cristalino Las hijas de sus húmidas mansiones: Talía allí, Cimódoce campea, Tétis, Melite, y blanda Panopea. CLVI. En la mente de Enéas indecisa Bullen en tanto imágenes amenas: Manda arbolar los mástiles aprisa Y las velas tender por la entenas: No hay, lonas al izar, mano remisa; Ya á este lado, ya á aquél las sueltan llenas; Tuercen cabos, retuércenlos á una; Mueve miéntras la escuadra aura oportuna. CLVII. Palinuro adelante firme guia La flota, que á su espalda se aglomera: Marchan, y á la órden obediente, fia Cada nave en la nave delantera. Casi la vaporosa Noche habia Tocado á la mitad de su carrera; Y al pié del remo, de temor seguros, Duermen los nautas en los bancos duros. CLVIII. Dejó en esto las célicas regiones Ligero un Sueño que las sombras hiende; Mudo vuela, y fatídicas visiones Trayendo, ¡oh Palinuro! á tí desciende: Sentado en la alta popa, las facciones De Fórbas toma, y seducirte emprende: ¡Mísero! que con voces de dulzura Ya el falso diosecillo te conjura: CLIX. «¡Hijo de Yasio, Palinuro mio! Mira cómo resbala blandamente Llevado de las ondas el navío; ¡Qué propicio que espira el manso ambiente! Un rato al soporífero rocío Inclina ya la fatigada frente; Hora es de descansar: duerme sin miedo, Que yo en tanto por tí velando quedo.» CLX. Alzó el otro los párpados apénas Y dijo: «¿Lo que vale la semblanza, Quieres que olvide yo, de olas serenas? ¿Que ponga en monstruo aleve confianza Pretendes por ventura? ¿Me encadenas Porque entregue mi Rey á la mudanza De mar y viento, de quien tantas veces Probé las veleidades y dobleces?» CLXI. Dice, é inmóvil se afianza, y traba Del gobernalle con ahincado empeño; Mira á los astros, y en los astros clava Los mustios ojos resistiendo al sueño. Mas ya una y otra sien le golpeaba El Dios con su balsámico beleño En las aguas del Lete humedecido, Y los ojos le anega en alto olvido. CLXII. No bien los miembros el sopor le afloja Cuando el sueño sobre él se precipita; Mas no del gobernalle le despoja Ni de su asida posicion le quita, Antes al mar con el timon le arroja Y áun parte de la popa: llama, grita Cayendo el triste; nadie oyó su acento; Y el Dios aleteando huye en el viento. CLXIII. Segura, empero, prosiguió la flota Del favor de Neptuno protegida. Mas hé aquí ya se acerca en su derrota A la roca, otro tiempo tan temida, De las Sirenas, que la mar azota, De albos huesos de náufragos guarida; Y léjos con monótonos bramidos Resuenan los escollos combatidos. CLXIV. Notó Enéas entónces que á la armada Falta el piloto y perecer podria; Y con mano acudiendo acelerada La noche toda él mismo el timon guía; Y entónces exclamó con voz ahogada: «¡Pobre amigo! ¡fiaste en demasía De cielo bonancible y mar serena; Yacerás insepulto en triste arena!» LIBRO SEXTO. I. Así hablaba y lloraba juntamente. Ya, riendas dando, por el mar navegan, Y á las costas de Cúmas (cuya gente De Eubea vino) sin tardanza llegan. Tornan proas al mar: con tenaz diente La ancla fija el bajel, y á tierra apegan Las corvas popas, que en la orilla alzadas La bordan de colores varïadas. II. Ledos embisten en hesperia tierra: Quién hiere el pedernal, que en sus entrañas De la llama los gérmenes encierra; Quién penetra las ásperas montañas Y leños corta, ó por su seno yerra, Intrincada guarida de alimañas, Y vuelve, y dando de placer señales Enseña los hallados manantiales. III. Mas Enéas piadoso á las alturas En que Apolo descuella, se encamina, Y las cuevas recónditas, oscuras, Busca de la terrífica adivina Que, inflamada del Dios, cosas futuras En estro rebosando vaticina: ¿Veisle? entrando con otros va derecho Ora el bosque avernal, ya el áureo techo. IV. Dédalo de comarcas sanguinosas Huyendo, es fama, y del furor de Mínos, Fiarse osó con alas vagarosas A los reinos del aura cristalinos: A la region helada de las Osas Su vuelo por insólitos caminos Tendió, y moviendo las nadantes plumas, Fué en el alcázar á parar de Cúmas. V. Por vez primera allí devuelto al suelo, Grato, Apolo, al favor, logró ofrecerte Sanas las alas que bogó en su vuelo Y un templo dedicarte hermoso y fuerte. En las puertas, de Andrógeo el fin, el duelo Grabó de los Cecrópidas, que á muerte Siete hijos tributaban cada un año; La urna ciega allí está do sale el daño. VI. En frente, en medio al mar, se representa Creta: allí lo cruel de sus amores, Del toro esclava, Pasifae ostenta; Monumento de estúpidos furores Allí el biforme Minotauro asienta La planta; con sus vueltas, sus errores, Incierto entorno el laberinto gira, Y á la amante princesa horror inspira. VII. Cediendo de la triste á la porfía, Allí Dédalo mismo de Teseo El paso indocto con el hilo guia: Ícaro, y tú tambien lograras, creo, Insigne asiento en la áurea galería; Mas de padre el dolor ganó al deseo Del artífice audaz, que, el brazo alzando, Caer dos veces le dejó, llorando. VIII. Enéas con su gente asaz tuviera En cada cuadro la mirada fija, Si, enviado adelante, no volviera Turbando Acátes su atencion prolija: Con Acátes, graciosa compañera, Deífobe llegó, de Glauco hija, Intérprete de Apolo y de Dïana; Que vuelta al Rey de la nacion troyana. IX. «No es sazon de admirar primores tales.» Le dice: «importa que inmolar decidas De grey vacuna siete recentales Y á par siete ovejuelas escogidas.» Esto dijo: Troyanos principales Van á cumplir las órdenes oidas; Y mostrándoles sigue ella el camino Al elevado templo Sibilino. X. Hay en la roca eubea un lado hendido, Antro de cien entradas y cien puertas Que cien voces arrojan con rüido, De la oculta Deidad respuestas ciertas. Cuando llegaban al umbral temido, «¡Tiempo es que el ruego á consultar conviertas Tus hados, huésped!» la doncella exclama; Hé aquí el Dios, hé aquí el Dios! mi mente inflama.» XI. Esto la vírgen pronunció en la entrada De la inmensa caverna: en ese instante Tartamudea, la color mudada, Crespo el cabello, atónito el semblante: Enfurecida, aérea, agigantada, Hínchale el Dios el seno jadeante, Y ya llena del númen soberano, Vibró puro su acento áun más que humano: XII. «¡Eneas! ¿no será que al Númen santo Con tus votos y súplicas regales? No han de abrirse á tus pasos entretanto Del pavoroso templo los umbrales.» Calló: los Teucros con glacial espanto Oyeron resonar palabras tales, Y postrándose el Rey, con hondo acento Oró así en religioso arrobamiento: XIII. «Febo, que de infortunios y pesares De los hijos de Troya te apïadas; Tú que al cuerpo del de Éaco, de Páris Las flechas dirigiste enherboladas: Salvo, merced es tuya, hendí anchos mares Que á ceñir van regiones apartadas; Yo he cruzado las costas africanas; Yo las hórridas sirtes vi cercanas. XIV. »Hoy piso en fin el límite italiano, Tierra de promision que ántes huia; ¡Así el signo maléfico troyano Haya hasta aquí llegado en su porfía! Y ¡oh cuantos con furor visteis insano Crecer la gloria de mi patria un dia! ¡Dioses todos y diosas! sin enojos Volved ya en fin á Troya vuestros ojos! XV. »Y ¡oh tú que en siglos ves áun no llegados, Santa sacerdotisa! (yo no pido Imperio no ofrecido por mis hados) Da á mis Teucros gozar reposo y nido Con los Dioses de Troya fatigados; Y á Hécate y á Apolo, agradecido, De mármol fundaré templo y altares Y fiestas en su honor apolinares. XVI. »Tú en mi reino tambien ilustre asiento Tendrás, y tus sagradas predicciones Guardando con solemne acatamiento, Tu culto servirán dignos varones. Mas oye: á la merced irán del viento Tus palabras si en hojas las dispones; Canta tú misma lo que cierto veas.» Aquí dió fin á su oracion Enéas. XVII. En tanto la Sibila áun se subleva Por sacudir el númen que la oprime, Y feroz se revuelve en la ancha cueva: Fogoso corazon, labio que gime El Dios le doma, que sobre ellos lleva Hasta grabarla, inspiracion sublime; Y dan su voz en ecos las cien puertas Todas á un tiempo sin esfuerzo abiertas. XVIII. Diciendo: «¡Oh tú hasta ahora libertado De los riesgos del piélago marino, Hoy de riesgos de tierra amenazado! Vendrá tu gente al reino de Lavino (No temas, no, que lo revoque el hado); Mas tiempo habrá que llore porque vino; Guerras, ásperas guerras estoy viendo; Miro al Tibre ondear, de sangre horrendo. XIX. »Otro Janto, otro Símois, y otra hogaño Campaña cual la griega rigurosa Verás, que el Lacio cria ya en tu daño Otro Aquíles feroz hijo de Diosa; Ni faltará á tu gente en suelo extraño De Juno el odio que jamas reposa; Y en tanto, ¿qué ciudades, ni qué playas Habrá, infeliz, donde á rogar no vayas? XX. »Y otra vez bodas en foráneo suelo Llorarán los Troyanos; y esa esposa ¡Cuánto traerá de afan! ¡cuánto de duelo! ¡A ti y á tus vasallos cuán costosa! Tú, hasta do el hado sufra, insta en tu anhelo, Y lograrás, mudanza milagrosa, Que ántes que no otra, á próspero destino Una griega ciudad te abra camino.» XXI. Tal desde su antro la Sibila fiera, Con voz que infunde admiracion y espanto, Hechos desvuelve, edades acelera, Y en sombras la verdad brilla en su canto; Tal de su labio el ímpetu modera El Dios que el corazon le aguija en tanto; Mas serenada al fin su ira espumante, A hablarle torna el héroe suplicante: XXII. «Áun no me has anunciado ¡oh vírgen! nada Ó nuevo ó imprevisto de mi vida. Mas oye: si hay aquí al Averno entrada, Si aquí está la laguna tan temida, Con sobras de Aqueronte sustentada, Concede que un favor solo te pida: Mi padre anhelo ver; guia mi planta, Y dígnate de abrir la puerta santa. XXIII. »¡Mi padre! Yo de en medio al enemigo Entre llamas y dardos libertélo; Yo le puse en mis hombros, y él conmigo Fué dándome doquier fuerza y consuelo: El fué en mis viajes mi mejor amigo; El los rigores de la mar y el cielo Con generosas muestras de osadía, Milagrosa en su edad, llevar solia. XXIV. »Y él, él me persuadió que reverente Llegase, y suplicante, á tus umbrales: ¡Oh! del padre y del hijo juntamente Te apiaden los trabajos inmortales; Que tú eres, vírgen santa, omnipotente, Y de los negros bosques infernales La pavorosa Hécate no en vano El cetro aterrador puso en tu mano. XXV. »La prenda de su amor el tracio Orfeo, Luégo que hondo el Erebo la devora, A salvar acertó, felice empleo Haciendo de su cítara sonora: Pólux, merced de enérgico deseo, Librar logró al hermano á quien adora, Y partiendo con él su sér divino Pasa y repasa el lóbrego camino. XXVI. »Callaré de Teseo; del tremendo Alcídes callo y su potente maza: ¡Yo, yo tambien de Júpiter desciendo!» Pronuncia el héroe, y al altar se abraza. Otra vez la adivina respondiendo, «Troyano hijo de Anquíses, de la raza De los supernos Dioses procedente, Oyeme,» dice, «y grábalo en tu mente: XXVII. »Fácil es del Averno la bajada; De dia y noche á la region oscura Patente está la pavorosa entrada; Mas volver y elevarse al aura pura, Esa es la parte trabajosa, osada: Muy pocos á quien Jove con ternura Vió, ó que ardiente virtud al Cielo eleva, Vencieron, raza de héroes, la ardua prueba. XXVIII. »Cubren selvas espesas y sombrías El centro del Averno; á la redonda Carcomiendo el Cocito ciegas vias Con su torpe caudal callado ronda. Mas si forzar el Tártaro porfías Y dos veces cruzar la estigia onda, Si en esto gozas que á otros acobarda, Cómo has de comenzar escucha y guarda. XXIX. »En medio de estas selvas donde moro Oculto un ramo está que el tallo tierno Tiene, y las hojas trémulas, de oro, Consagrado á la Juno del Infierno: Cierra en su seno el fúlgido tesoro Hojoso un árbol entre el bosque eterno, Y de valles en torno guarnecido, La amiga lobreguez le hurta al sentido. XXX. »Y nadie ya la subterránea ruta Pudo emprender á do el amor te llama, Si ántes no desgajó la rica fruta: La hermosa Proserpina esa áurea rama Apropiada á su gloria la reputa, Y es el obsequio que entre todos ama: Segado el tallo, el gérmen no perece; Retoña, y la áurea yema amarillece. XXXI. »Vé, y de alto en torno el árbol investiga Con atenta mirada, y avistado, Allá tiende la mano; que si amiga La suerte rie, con sensible agrado Al punto hará que el vástago te siga; Pero si adusto te rechaza el hado, No habrá fuerte segur ni ahincado empeño Que el ramo aparte del materno leño. XXXII. »Mas ¡ah! miéntras al sacro umbral se inclina Tu oido, atento al deseado indulto, Un cadáver tus tropas contamina; Fué tu amigo y le ignoras insepulto: A honrarle ovejas negras vé y destina; Su cuerpo vé á librar de odioso insulto; Y así, en fin, á estas lóbregas moradas Bajarás, no á vivientes franqueadas.» XXXIII. Cesó, y quedóse la adivina muda. La medrosa caverna el héroe deja; Mirando al suelo va, y acerba duda Le roe el corazon. Con él se aleja Acátes, fiel amigo: igual la aguda Pena que á Enéas, al andar le aqueja: ¿Quién será, cada cual finge y cavila, El que muerto nos canta la Sibila? XXXIV. Hablando, pues, del mal que les espera, De dolor y ansiedad el pecho lleno, Allá tirado en la árida ribera Cadáver infeliz ven á Miseno: Miseno, hijo de Eolo, á quien diera Natura el arte de excitar al bueno A los combates, y el guerrero bando Llenar de fuego, su clarin tocando. XXXV. Él, cuando Troya, acompañado habia Á Héctor: los campos él, de Héctor al lado, Con su trompa y su lanza recorria En la lanza y la trompa ejercitado; Despues, cuando de la alma luz del dia Héctor fué por Aquíles despojado, De Enéas al mandar el fiel guerrero (Partido no inferior) puso su acero. XXXVI. Mas ahora que insensato en la ribera Retaba al són de cóncava bocina Al númen que á emularle se atreviera, Envidiando Titon su arte divina (Si no miente la fama vocinglera) Ahogóle en la espumosa onda marina. Cercándole los suyos danle en tanto, Enéas sobre todo, amargo llanto. XXXVII. Y llorando, el sagrado mandamiento A cumplir van, y fúnebres altares Con árboles á alzar al firmamento: Van á una antigua selva, hondos hogares De fieras: al herir de hachas violento, Los fresnos y los pinos seculares Vacilan, los hendibles robles gimen, Y los olmos rodando el bosque oprimen. XXXVIII. A los suyos el héroe, apercibido De iguales armas, guia en la faena Con la voz y el ejemplo, y con gemido Dice, el gran bosque al ver que en torno suena: «Ya el presagio cruel está cumplido En tí, amigo infeliz, ¡oh cruda pena! ¡Así á mis ojos se mostrase ahora El árbol que áureos frutos atesora!» XXXIX. Así exhala plegarias y querellas, Cuando á su vista, sobre el manso viento, Llegan iguales dos palomas bellas Abatiendo el süave movimiento A posarse en el césped verde. En ellas Mira Enéas atónito y atento Las mensajeras de su madre, y clama Con el acento del que espera y ama: XL. «¡Oh aves misteriosas! si camino Abre el hado, marcadle con el vuelo; Id al ramo que en torno peregrino Con rica sombra ampara el fértil suelo! Y tú en esta sazon, felice tino Concede, ¡oh madre! y el favor que anhelo.» Calla; y qué auguren al picar la hierba, O á dó tiendan las aves, fijo observa. XLI. Hasta do el ojo va, la copia alada Sigue el volar, sigue el volar rastrero; Mas asomando á la hedïonda entrada De Averno, se alza en ímpetu ligero: Buscan las dos la copa deseada, Y á un tiempo ocupan el feliz madero, Do entre pardos verdores amarillo El ramo desigual muestra su brillo. XLII. Como en bosques que invierno heló, enverdece El visco, y con la prole de que abunda, No hija del árbol á que asido crece, El tronco protector blondo circunda; Tal la ráfaga de oro resplandece; Tal, herida del aura vagabunda, Treme y cruje la lámina divina En medio allá de la copuda encina. XLIII. Del ramo inerte el Rey ase impaciente Y vuela á la mansion de la adivina. Sigue entretanto la llorosa gente Tristes honras haciendo en la marina A la insensible víctima presente: De maderas copiosas en resina, Y duros troncos de que rajas llevan, Ingente pira desde luégo elevan. XLIV. Y de mustias guirnaldas guarnecida Y de rectos cipreses custodiada, De adorno sobrepónenle en seguida El limpio arnes y la desnuda espada. En calderas de bronce recogida Llegan agua á la lumbre aderezada, Y ántes de que las llamas lo consuman, El cuerpo helado lavan y perfuman. XLV. Unos, en medio del comun gemido, Le extienden sobre el fúnebre tablado, De su lujosa púrpura ceñido; Otros (¡penoso ministerio!) á un lado Vuelto el rostro, por rito establecido, Pegan la antorcha al féretro enlutado: Viandas, incienso, aceite rebosante, Todo el fuego lo envuelve en un instante. XLVI. Cuando en pavesas descansó la llama, Corineo balsámica ambrosía En las reliquias cálidas derrama, Y á una urna de metal los huesos fia: De noble olivo consagrada rama Blandiendo leve, á los demas rocía Con lustral aspersion que hace tres veces; Llora, y pronuncia las finales preces. XLVII. El Rey, de gratitud y piedad lleno, Manda erigir soberbia sepultura; Y, «Al túmulo fijar,» les dice, «ordeno Su clarin y su remo y su armadura.» Se hizo al pié de un peñon, que de Miseno Recibió el nombre que inmortal le dura. Enéas á cumplir vuela, tras eso, El sagrado mandato en su alma impreso. XLVIII. Hay en aquel confin una honda sima, Vasta caverna de escabrosa roca: Negro bosque, que en torno se arracima, Guarda, y medroso lago, la gran boca. No impune el ave que revuele encima El torpe aire con sus alas toca Que en columna de fétidos vapores Sale á infestar los cercos superiores. XLIX. Trajo allí el Rey de la troyana gente Cuatro negros novillos, á quien riega Con vino la Sibila la alta frente; Entre las astas elegido siega Vellon cerdoso, que á la llama ardiente, Dón primerizo y breve pasto, entrega; Y á Hécate á grandes voces llama, Diosa En Cielo y en Averno poderosa. L. Quién apresta al degüello la cuchilla; Quién vasos llena en sangre que chorrea: Enéas mismo con su espada humilla Lúcia cordera cuya piel negrea, Porque la Noche, de furial cuadrilla Madre, y su hermana al par, fácil le sea; Inmolando despues estéril vaca, Tu númen, Proserpina, honra y aplaca. LI. Nocturnas aras en seguida eleva Al Rey estigio: enteras á la llama De los novillos las entrañas lleva, Y encima óleo abundante les derrama. Y hé aquí, ántes de rayar aurora nueva, Treme la tierra, su hondo seno brama, Oscilan selvas y vecinos cerros, Y en la sombra ulular se oyen los perros. LII. Ya llega la Deidad. Con voz sonora Grita la profetisa: «¡Huid, profanos! Desamparad la selva; y solo ahora Vén tú conmigo, ¡oh Rey de los Troyanos! ¡Vén, desnuda la espada vencedora, Rodeado de alientos sobrehumanos!» Dijo y hundióse: á su furente guia Enéas con pié intrépido seguia. LIII. ¡Oh los que de las almas inmortales Teneis, Dioses, el cetro y monarquía! ¡Cáos! ¡Flegeton! ¡Tinieblas sepulcrales! ¡Lugares de silencio y noche umbría! ¡Concededme salvar vuestros umbrales, Y que al orbe revele la voz mia Lo que vi, lo que oí, cuanto misterio Guarda vuestro hondo, funeral imperio! LIV. Opacos bajo noche alta y desierta, Cruzando iban, los dos, reinos vacíos Que allende yacen de la odiosa puerta: Tal en bosques callados y sombríos Al viajero señala senda incierta Maligna luna con sus rayos frios, Cuando atristan el Cielo alas nublosas Y hosca el color la noche hurta á las cosas. LV. Ante el mismo vestíbulo, manida Hicieron las Congojas vengadoras, Las Dolencias de faz descolorida, Y tú, arada Vejez con ellas moras: Dolor, Terror, Necesidad raida, Hambre, que induce á criminales horas: Todos ellos, terríficas figuras, Guardan las fauces del Averno oscuras. LVI. Y el Trabajo, y la Muerte, y compañero El Sueño de la Muerte, su impía hermana, Vense, avanzando hácia el umbral frontero, Y malos Goces de la mente humana: De las Furias los tálamos de acero Allá están, Guerra atroz, Discordia insana: Esta (¡qué horror!) con sanguinosas hebras Crina en torno su frente de culebras. LVII. Lleno de años, con sombras halagüeño Convida un olmo en la mitad; y es fama Que acude en derredor del firme leño Aerio enjambre que el silencio ama: Subsiste asido un mentiroso ensueño En cada hoja fugaz de cada rama; Y en torno hórridas fieras, monstruos viles Tienen cabe las puertas sus cubiles. LVIII. Centauros hay allí; silbante y fiera Hidra; Scilas biformes que el mar cria; Briareo, el de cien brazos; la Quimera Que de llamas armada desafía; Con sus hermanas Górgona guerrera, Con sus iguales pestilente Arpía, Con tres cabezas Gerïon gigante: ¿Quién habrá que los mire y no se aspante? LIX. Sintió Enéas pavor: el fuerte acero Esgrime osado, y con su punta amaga Al escuadron de monstruos, que severo Llega delante ó revolando vaga: Que sombras son sin cuerpo verdadero Prudente á tiempo le advirtió la maga; Él, á no detener la voz su brío Hiriera ciego el ámbito vacío. LX. Parte de allí para Aqueron camino: Vasto abismo que en lecho hondo de cieno Hierve, y en el Cocito de contino El arena descarga de su seno. Guardian del territorio convecino, El mustio rio y márgen inameno El barquero Caron adusto cuida Con ceño horrible y faz descolorida. LXI. El cual sucia caer al pecho deja La blanca barba; es fuego su mirada; Cuélgale de los hombros rota y vieja Con un nudo su túnica enlazada; Con tardas velas y un varal maneja El ferrugíneo barco en que traslada Los muertos: es su edad, si bien anciana, Vejez propia de un Dios, recia y lozana. LXII. Allí, nube de imágenes ligera, Cuantos dejan del suelo las mansiones Vuelan sobre la fúnebre ribera: Austeras madres; nobles campeones; Vírgenes que en su dulce primavera Segadas fueron; cándidos garzones A quienes ya cabe la alzada pira Lloró el padre infeliz que arder les mira. LXIII. Tantos van los espíritus y tales Como las hojas que en la selva, al hielo De los últimos dias otoñales Ruedan precipitadas por el suelo; O cual, climas buscando más geniales, A traves de la mar en largo vuelo, Del tiránico invierno desterradas, Huir vemos las aves en bandadas. LXIV. Y hé aquí la turba que llegó primera Pasar quiere, ántes que otros, lago allende; Con vivo amor de la ulterior ribera Esfuerza ruegos y las palmas tiende. Caron, de tanta multitud que espera, Ya á éste toma, ya á aquél; á nadie atiende; Mas á muchos tambien, ¡desventurados! Léjos rechaza de los tristes vados. LXV. Viendo el tropel, «¡Oh vírgen veneranda!» Dice asombrado Enéas; «¿á qué llegan A este rio las almas? ¿Qué demanda Esa gran multitud? ¿Por qué navegan Ledos los unos hácia la otra banda, Y éstos, exclusos, en dolor se anegan? ¿Qué los distingue? di.» Y así de prisa Respondió la senil sacerdotisa: LXVI. «Hijo de Anquíses, semidios troyano! El lago Estigio y lóbrego Cocito Mirando estás, por quien jurar en vano Temen los Dioses como gran delito. A éstos no honró, al morir, piadosa mano, Turba doliente en número infinito: Ese es Caron; trasporta á opuestos lados Los que fueron en muerte sepultados. LXVII. »Ni el linde ingrato y aguas murmurantes Logran salvar las ánimas que vagan Desprovistas de honores, sin que ántes Enterrados en paz sus huesos yagan; O cien años arreo andando errantes Sobre esta zona, su esperanza halagan; Y al cabo de ellos admitidas, vuelan A ver, en fin, los sitios por que anhelan.» LXVIII. Paróse con doliente fantasia Enéas, y en la gente desechada Ve á Leucáspis, ve á Oronte, antiguo guia Del bajel licio en la troyana armada: Con él salieron de Ilïon un dia, Y bogando á par de él, á su mirada Los hundió en crespas ondas Austro impío Que al nauta sacudió, volcó el navío. LXIX. Hé aquí de entre éstos viene Palinuro, Aquel que en la reciente travesía Por el líbico golfo, al mar oscuro Cayó, cuando en mirar se embebecia Los altos astros de temor seguro. Así que Enéas en la niebla umbría Reconoció al llorado compañero, Tornóse á condoler, y habló él primero. LXX. «¿Cuál Dios,» le dice, «Palinuro amado, Ahogándote con mano traicionera Te vino á arrebatar de nuestro lado? Faltóme en cuanto á ti, por vez primera, Fiel ántes siempre Apolo á lo anunciado, Prometiendo que salvo á la ribera Deseada de Italia tocarias: Mal coronó las esperanzas mias!» LXXI. La sombra respondió: «Ni fraudulento Fué contigo el oráculo divino, ¡Oh hijo de Anquíses! ni en el mar sediento Númen odioso á sepultarme vino. Yendo yo, en vela, á mi deber atento, Casual golpe en la popa sobrevino, Y en medio de las ondas, sin soltalle, Caí con el fiado gobernalle. LXXII. »Y juro por la negra mar, Rey mio, Que, perdido el asiento, el timon roto, Más que por mí cuidé que tu navio, Privado de defensa y de piloto, Mal pudiese del piélago bravío Los golpes contrastar. Violento Noto Tres noches borrascosas de ardua brega Me arrastró léjos sobre la onda ciega. LXXIII. »Vi las costas de Italia al cuarto dia, Encumbrado por hórrida oleada: Poco á poco nadaba, y salvo habria Hollado, en fin, la playa deseada; Mas, ¡triste! como á presa de valía Me embiste horda feroz blandiendo espada No bien de húmedas ropas agobiado Trepaba, uñas hincando, agrio collado. LXXIV. »Hoy, desecho del mar, en sus riberas Vientos me azotan. Por la luz del cielo Y las auras que áun gozas placenteras, Por tu hijo amado, y por su ilustre abuelo, Si á éste das honras que de aquél esperas, Tu invicta mano de tan grande duelo En el puerto de Velia me redima Piadosa arena derramando encima. LXXV. »Ó ya, supuesto que, de Olimpo santo Por favor especial, bajado hayas A visitar los reinos del espanto Y de tu madre encaminado vayas, La diestra alarga, si merezco tanto, Y arrástrame contigo á opuestas playas, Porque al cabo, rendido de fatiga, En muerte al ménos reposar consiga.» LXXVI. Y dijo la adivina: «¿Estás demente, Oh sombra temeraria? ¿Por ventura Querrás el lago Estigio, la corriente Pasar de las Euménides oscura, Tú que no ostentas divinal presente Ni gozas en la tierra sepultura? ¡Triste! no esperes á poder de ruegos Los hados ablandar sordos y ciegos. LXXVII. »Mas escucha mi voz, y tus dolores Consuela recordando anuncios tales: Habrá de ancha region habitadores Que, en fuerza de prodigios celestiales, Tu sombra aplacarán, daránte honores, Te alzarán monumentos sepulcrales; Y el sitio, Palinuro, que te guarde Hará por siglos de tu nombre alarde.» LXXVIII. Al són de estas palabras, un momento Mitigó Palinuro su agonía, Y fuése, revolviendo el pensamiento Que un país de su nombre se gloría. Ellos siguen en tanto á paso lento. Caron su barca á la sazon movia, Y de en medio del lago divisólos La muda selva atravesando solos. LXXIX. Y en recia voz prorumpe: «Tú, quienquiera Que armado invades mis dominios, tente, Y qué quieres, dí luégo, en mi ribera. Aquí en horror profundo eternamente Moran los Sueños y la Noche impera: No admite el bote estigio alma viviente; Ni de atinado, si exenté, me loo, Ya á Alcídes, ya á Teseo y Piritoo. LXXX. »En su abono, su orígen sobrehumano Mostraban, cierto, y generoso brío: ¡Ah, y aquél ante el trono del tirano Fué el guarda á encadenar del reino umbrío, Y temblando arrastróle con su mano; Y estotros en furioso desvarío Por robar nuestra Reina, ¿quién tal osa? El tálamo invadieron de la Diosa!» LXXXI. En breves frases respondió prudente La inspirada de Anfriso: «Insidias viles No temas, no, que anide nuestra mente, Ni armas contemplas á tu imperio hostiles: El encovado can salvo amedrente Con eternos baladros sombras miles: Hécate, sin temor de agravio impío, Casta guarde el umbral del regio tio. LXXXII. »Y es que Enéas de Troya, á quien la fama En piedad, en valor, no dió segundo, Tan sólo el padre á ver que tanto ama Viene al riñon del Érebo profundo: Si eres sordo á tan bello amor, la rama Mira en que justas esperanzas fundo.» Y diciendo y haciendo, el tallo santo Sacaba de los pliegues de su manto. LXXXIII. Al ver, tras largos años, que áureo brilla El dón que misterioso el labio nombra, Manso el barquero su altivez humilla, Cesa el debate, y con placer se asombra: Tuerce el batel cerúleo, y á la orilla Vuelto ya, do saliera el fondo escombra, Las tenues almas arrojando fuera Que sentadas bogaban en hilera. LXXXIV. Recibe, en fin, la cavidad vacía Al fuerte huésped. Rechinando opreso, Ya anchas grietas al agua negra abria Flaco el esquife para humano peso. Mas el barquero con tenaz porfía A par que á la Sibila, al héroe ileso Trasporta, y abordando, le enajena Sobre ovas verdes y movible arena. LXXXV. Enfrente á do saltaron, guarecido En la ancha gruta en que á placer se extiende, El can trifauce con feroz ladrido Los ámbitos atruena que defiende: Viéndole que de víboras ceñido Sacude el cuello y ya en furor se enciende, Narcótico manjar con miel dorado Echa la maga al monstruo espeluznado. LXXXVI. El cual tragó la torta engañadora Con triple boca y con voraz garganta, Y, largo cuanto el antro donde mora, Le abate el sueño. Con ligera planta, Aprovechando la oportuna hora, A las puertas Enéas se adelanta, Y traspone volando la ribera Deaguas que nadie repasar espera. LXXXVII. En esto empiezan el comun vagido De almas de niños á sentir; las cuales, Léjos, muy léjos del süave nido, Sollozan de ese mundo en los umbrales: De tierna infancia en el verdor florido Negra un hora á los brazos maternales Arrebatólos, y á la luz del Cielo, ¡Ay! para hundirlos en acerbo duelo. LXXXVIII. Están despues los que, torciendo el fuero, Testimonio falaz llevó á la muerte; Mas no á sus puestos van sin que primero Tornen sentencia á dar Justicia y Suerte: Mínos preside el tribunal severo; La urna aleatoria agita; indaga, advierte, Convoca al vulgo que delante calla; Pesa los cargos, y las causas falla. LXXXIX. Arrepentidos yacen, en seguida, Los que movidos de tedioso enfado Quitarse osaron sin razon la vida. Hoy, por volver al mundo, ¡con qué agrado Trabajos y pobreza aborrecida Subieran á sufrir! Lo veda el hado; Cierra el Estigio el paso á sus suspiros Con nueve vallas en oblicuos giros. XC. Tendidos campos se abren luégo, aquellos Que la fama _llorosos_ apellida: Los que doblaron al amor los cuellos, Los que murieron de amorosa herida Vienen allí; y entre sus mirtos bellos El bosque cruzan que les da guarida, Por veredas ocultas. ¡Ay! los hieren Penas de amor que ni en la muerte mueren. XCI. Muéstranse al héroe entre la selva umbría Fedra, Prócris; Erífile doliente, Cuyo seno áun la llaga descubria Que el hijo vengador abrió inclemente; Evadne, Pasifae, Laodamía; Cénis, mancebo un tiempo floreciente, Y ahora, por decreto del destino, Vuelto al sexo primero femenino. XCII. En medio de ellas la fenicia Dido, Su herida áun fresca, andaba en la espesura. Cuando la hubo al pasar reconocido Mal cierto Enéas en la sombra oscura, Como el que alzarse entre nublados vido La luna nueva, ó verlo se figura, Así á hablarle empezó con tierno acento Y lágrimas que brota el sentimiento: XCIII. «¡Infeliz Dido! ¿Conque no mentia En nuevas que me trajo funerales La fama? ¿Tú empuñaste daga impía? ¿Yo causa hube de ser de tantos males? Mas por todos los astros, Reina mia, Te juro, y por los Dioses celestiales, Y por estas mansiones justicieras, Que partí á mi pesar de tus riberas. XCIV. »La férrea voluntad del Cielo santo Que á esta abismosa eternidad me envía, Lo mismo allá, con invencible encanto Me arrancó de tu lado y compañía. Ni pensé nunca que á delirio tanto Te pudiese arrastrar la ausencia mia. ¡Mas ten! ¡vuelve! ¿á quién huyes? ¡Ley severa Permite vernos por la vez postrera!» XCV. Tal dice el héroe á la infelice amante, Por si en su ánimo airado tierno cava Ó amansa su mirada centellante; Las razones el llanto entrecortaba. Mas ella, vuelto el tétrico semblante, Torvos los ojos en el suelo clava, Y tanto muestra que la voz la toca Cual si ya mármol fuese ó firme roca. XCVI. Y de pronto indignada huye y se esconde En la parte del bosque más espesa, Entre acopados árboles, en donde Al renovado amor que le profesa, Siqueo como de ántes corresponde. Enéas, de piedad el alma opresa, A la sombra siguió por trecho largo Llorando para sí su lloro amargo. XCVII. Mas andando el camino, á los postreros Campos llegaban cuya igual alfombra Van á solas hollando los guerreros A quien la fama por sus hechos nombra. Entre los capitanes que primeros Al paso Enéas encontró, la sombra Vió del pálido Adrastro, vió á Tideo, Vió al ínclito en la lid Partenopeo. XCVIII. Vió tambien los Troyanos que segados En duras lizas los soberbios cuellos, Fueron con llanto de la patria honrados: Glauco, Medon, Tersíloco; y con ellos Los tres hijos de Anténor afamados; Y Polifétes, que tus dones bellos Honró, Céres; é Ideo, que áun regía El carro y armas que rigiera un dia. XCIX. Tantas sombras al ver en larga hilera Enéas, conociéndolas, suspira; Mas á izquierda y derecha se aglomera La multitud, que con pasion le mira; Ni á su curiosidad satisficiera Mirarle sólo, á detenerle aspira, Y mil ánimas llegan voladoras Con sus preguntas á tejer demoras. C. Entanto viendo al héroe, y la armadura Del héroe, que cruzando centellea El vacuo espacio de su estancia oscura, Tiemblan los cabos de la gente aquea: Tratan unos de huir, cual con pavura Ya al mar lo hicieron en campal pelea; Gritan otros, y á médias sólo acierta Clamor tenue á exhalar la boca abierta. CI. Sigue; y hé aquí, las manos mutiladas, Llagado el cuerpo y con la faz hendida, Ambas sienes de orejas despojadas, Y rota la nariz con torpe herida, Deífobo se ofrece á sus miradas; Y al ver que triste, avergonzado cuida De ocultar de su afrenta las señales, Hablóle en tono amigo y voces tales: CII. «¡Valeroso Deífobo, esperanza De Troya, hijo de reyes! ¿Quién fué osado En tí á ejercer insólita venganza? ¿Quién consumó tan bárbaro atentado? Oí que de combate y de matanza Aquella horrenda noche tú cansado, Sobre enemigos que humilló tu acero Caido habias á morir postrero. CIII. »¡Mísero amigo! yo en la playa nuestra Te alcé entónces funéreo monumento Que áun hoy tus armas y tu nombre muestra Tres veces te llamé con alto acento. Mas ¡ay! ni verte pude, ni mi diestra En suelo de la patria acogimiento Mullir á tu ceniza.» Enéas dijo; Y de Príamo así respondió el hijo: CIV. «Tú hiciste tu deber; yo estoy pagado Y agradecido estoy. Suerte inhumana Es la que me hunde en tan horrible estado Y el crímen de la pérfida Espartana: ¡Éste, éste es de la pérfida el legado! Recordarás en la alegría insana Que pasámos la noche postrimera; ¿Quién no ha de recordarlo aunque no quiera CV. »Entónces, cuando el monstruo de madera De armas grave los muros dividia, Hembras ella ordenaba la primera En libre danza y bulliciosa orgía; Y una antorcha blandiendo traicionera Con que iba en torno al coro, falsa guia, De la alta torre en nuestro daño ¡ay ciegos! Señas hacía á los atentos Griegos. CVI. »Yo en mi tálamo infausto, sin cuidado Ya al cansancio buscando dulce olvido, Caí en brazos de un sueño regalado A una plácida muerte parecido. Mi noble esposa al punto de mi lado Las armas de mi estancia sin rüido Aleja: de mi lecho á la testera Ella mi espada hurtó, fiel compañera; CVII. »Las puertas abre, y obsequiosa llama Á Menelao, por si de mal la eximen Crímenes nuevos, y la negra fama A absolver bastan del antiguo crímen: El Eólida á par, que ardides trama, Acude: salvan de mi alcoba el límen ... ¡Dioses, si justas súplicas os mueven, Lo que entónces probé los Griegos prueben! CVIII. »Mas ¿á qué me detengo en mis pesares? Tú aquí, es posible? y con vital aliento? ¿Juguete de los vientos de los mares Vienes, ó por divino mandamiento? ¿Qué toques de fortuna singulares Te traen, el profundo apartamiento A visitar de la region sombría Que nunca vió la claridad del dia?» CIX. En medio de estas pláticas, ligera En su rósea cuadriga y gentil vuelo La Aurora la mitad de su carrera Traspuesto habia por el alto cielo; Y acaso el héroe consumido hubiera En estéril hablar y acerbo duelo El plazo volador, si no le echara La vírgen con afan su olvido en cara: CX. «Nosotros ¡ay! miéntras la noche avanza, Gastamos mudo el tiempo en lloro vano! La senda aquí se parte, y en balanza Está la suerte; de Pluton tirano Lleva la diestra á la valiente estanza, Y al encantado Elíseo: á izquierda mano Caen los muros do la gente impía En eterno sus crímenes expía.» CXI. «Perdon,» dice Deífobo, «si muevo Tu enojo, profetisa soberana! El número fatal que llenar debo Torno á llenar doliente sombra y vana. Tú vé en paz, gloriosísimo renuevo, ¡Oh luz, oh prez de la nacion troyana! Goza suerte mejor que fué la mia.» Y así diciendo á su ángulo volvia. CXII. Tornó Enéas á ver, y á izquierda mira Cerrada una ciudad de triple muro Al pié de una alta roca: en torno gira Con lenguas Flegeton de fuego puro, Y revuelca peñascos en su ira: Frente, gran puerta, de diamante duro Las jambas, cual ni de hombres quebrantada Ni áun de Dioses lo fuera por la espada. CXIII. Férrea una torre despreciando el viento Avánzase orgullosa: allí sentada, Ceñida un manto de color sangriento Guarda insomne Tisífone la entrada. Ruido de barras, en aquel momento, Y música de azotes despiadada A oirse empieza, y voces de horror llenas, Y el pesado arrastrar de las cadenas. CXIV. «¿Qué gritos de dolor hieren mi oido?» Dice Enéas parándose asombrado: «¿Quiénes llevan allí su merecido? »¿Cuál es ¡ay! su suplicio y su pecado?» Y la Sibila respondió: «No ha sido Nunca á justos varones otorgado, Magnánimo caudillo, entrar las puertas Sólo al delito por la pena abiertas. CXV. »Mas yo, cuando los bosques infernales Por Hécate guardaba, del espanto Vi el reino y sus tormentos eternales: Tiene el cetro el cretense Radamanto, Que interroga á las almas criminales, Castiga sus delitos, y de cuanto Ocultó hasta la muerte astucia fria, A hacer les fuerza confesion tardía. CXVI. »Y, nunca de venganzas satisfecha, Con la izquierda azuzando sus serpientes Y del látigo armada la derecha, Corre los sentenciados delincuentes Tisífone á azotar, y los estrecha, Llamando sus hermanas inclementes; Y ábrense á devorarlos, y crujiendo Giran las sacras puertas con estruendo. CXVII. »Contempla á la cruel, que allí se asienta Y el vestíbulo guarda de ese mundo: ¿Qué, si vieses, abiertas las cincuenta Negras fauces, el monstruo sin segundo, La Hidra feroz que adentro guarda atenta? Luégo el Tártaro se abre, tan profundo Al medio de su abismo, cuanto dista El alto Olimpo de la humana vista. CXVIII. »Allí, humilladas las soberbias vidas, Los antiguos engendros de la Tierra Revuélvense en recónditas guaridas A donde el rayo su ambicion encierra: Vi á par los dos enormes Alöidas Que el Cielo con sus manos, ¡loca guerra! Descargar intentaron, y en su encono A Jove mismo derrocar del trono. CXIX. »Vi allí tambien yacer, de angustias lleno, Á Salmoneo, por su error insano, Que de Jove el relámpago, y el trueno Quiso imitar de Olimpo soberano: De cuatro brutos gobernando el freno Y antorchas sacudiendo con su mano, A Elis cruzó, y en su triunfal camino Culto pedia como á sér divino. CXX. »Fingir quiso el demente (¡mal pecado!) Al sentar de sus potros con rüido Los cascos, con el bronce golpeado, Inimitable luz, sacro estampido: Envuelto Jove en lóbrego nublado Venablo duro le lanzó ofendido, No humosa tea ni exhalada llama, Y á la sima arrojóle donde brama. CXXI. »Yugadas nueve allí cubriendo yace, Alumno de la Tierra creadora, Ticio: el hígado eterno le renace, Pasto al buitre cruel que le devora, No le consume, y sus entrañas pace Y fiero en lo hondo de su pecho mora: Ni el corvo pico en el roer se amansa, Ni de brotar la víscera se cansa. CXXII. »¿Qué, si á Ixïon y Piritoo á cuento Trajese? ¿ó los que roca ven colgante Pronta siempre á caer? Áureo aposento, Regalado festin miran delante; Mas la Furia mayor vela de asiento Al lado, y como alguno se levante Las mesas á tocar, corre, y vocea, Y airada amaga con su horrible tea. CXXIII. »Allí gimiendo están los que al hermano Profesaron, en vida, odio demente; Los que hicieron ultraje al padre anciano, Los que en fraude envolvieron al clïente; Allí los solitarios que, la mano Cerrada siempre al mísero pariente, Sobre el oro enterrado hicieron nido: Infame grey en número crecido. CXXIV. »Y allí aguardan castigo los que amores Adúlteros pagaron con la vida; Los que hicieron traicion á sus señores; Los que en guerra se alzaron fratricida: No cures de su pena los horrores Ni las causas saber de su caida. Quién vuelca enorme risco; atado esotro Gira en rueda veloz, su eterno potro. CXXV. »Está sentado y en perpétuo duelo Teseo lo estará.--_¡Mirad si presta La justicia ultrajar, reir del Cielo!_ Flégias clamando á todos amonesta Entre las sombras. El nativo suelo Este por oro enajenó, funesta Tiranía elevando: esotro puso A precio de la ley uso y desuso. CXXVI. »Y áun hubo ya con ciego desatiento Quien de su hija el tálamo invadiera. Todos formaron criminal intento Y corona ciñeron en su esfera. No si cien bocas yo, si lenguas ciento Tuviese y férrea voz, contar pudiera Las especies sin fin de los delitos, Los nombres de las penas infinitos.» CXXVII. Así la anciana profetisa habia Hablado, y «¡Sús!» añade: «hora es preciso Que el paso abrevies, y por esta via Á cumplir tu deber vayas sumiso: Los muros que los Cíclopes un dia Sacaron de su fragua, allá diviso; Ya, bajo el arco que se eleva enfrente, Las puertas veo de Pluton potente. CXXVIII. »Vé; obsequios debes al dintel frontero.» Tal dijo, y con el héroe se adelanta, Y el intermedio espacio, y el sendero Sin luz, dejan atras con ágil planta. Acércanse á las puertas: él primero Entra el zaguan; con gotas de agua santa Casto los miembros á rociar atiende, Y el áurea rama en el portal suspende. CXXIX. Puesto el dón á la Diosa, y alongados Del sitio, ya pisaban los amenos Jardines y los bosques fortunados Donde con grande paz moran los buenos: Abrense allí sobre inocentes prados Tintos en rósea luz cielos serenos; Regiones siempre iguales, siempre bellas, Tienen su sol y tienen sus estrellas. CXXX. Aquéllos juegan en verjel florido; Éstos combaten en la roja arena; Otros saltan en coros, y el sonido De sus cantos el ánimo enajena: El tracio vate, con talar vestido, Los siete tonos de su lira suena, Moviendo acordes con su voz canora Ya el plectro de marfil, los dedos ora. CXXXI. Brilla de Teucro allí la estirpe clara Robustez ostentando y lozanía: Egregios héroes á quien ver tocara En siglo más feliz la luz del dia. A Ilo, á Asáraco, á Dárdano repara Autor de la troyana monarquía, Enéas, y armas léjos ve, y baldíos Carros que honraron ya marciales bríos. CXXXII. Hincados por el campo ve lanzones, Y que arrogantes la verdura pacen Por acá y por allá sueltos bridones. ¡Oh! los que en mundo subterráneo yacen No renuncian sus viejas aficiones: Armas y carros sus delicias hacen Si armas, carros amaron: cuidan fieles, Si los criaron ya, régios corceles. CXXXIII. Luégo, á izquierda y derecha, ve adelante Los que á dulces festines se abandonan Tendidos en la hierba verdeante; Los que en honor de Apolo himnos entonan Intrincando los pasos en fragante Bosque, á quien cimas de laurel coronan, Donde brota y por selva ámplia y risueña Erídano soberbio se despeña. CXXXIV. Están allí los que á la patria amaron, Y heridas por la patria recibieron; Allí los sacerdotes que guardaron Austera castidad miéntras vivieron; Vates dignos que á Febo interpretaron; Maestros que el vivir embellecieron Con artes nuevas; los que haciendo bienes Vencieron del olvido los desdenes. CXXXV. Todos éstos con ínfulas nevadas Ceñidos van las sienes y cabellos. Con los cuales confunde sus pisadas La profetisa por sus campos bellos; Y volviendo la voz y las miradas A Museo ante todos, que alza entre ellos Con majestad serena la cabeza De muchos rodeado, á hablar empieza: CXXXVI. «Oid, almas felices, ruegos píos; Y tú, máximo vate, ¿dó se esconde Anquíses, por quien ya los grandes rios Cruzamos del Erebo; dínos, dónde? ¡Ah! ¿qué sitios repuestos y sombríos Nos le ocultan?» Museo la responde: «Aquí moramos bajo hojosos techos, Y son márgenes blandas nuestros lechos; CXXXVII. »Frescos prados tratamos por recreo, Y á nadie se fijó mansion segura; Mas pues tanto interes traer os veo, Venid conmigo á la vecina altura Y camino hallará vuestro deseo.» Dice; ante ellos los pasos apresura, Y horizontes de luz les manifiesta: De ahí, descienden de la erguida cresta. CXXXVIII. En un valle cubierto de verdura, Anquíses, en el fondo, atento via Guardadas almas que del aura pura Subirán á gozar llegado el dia; Allí en sombra numera su futura Cara prole, y mirando se extasía La fortuna y valor hereditarios, Glorias, triunfos, virtudes, lances varios. CXXXIX. Y viendo que hácia allá se dirigia Hollando Enéas el gramoso prado, Abre Anquíses los brazos, de alegría Lágrimas vierte y clama enajenado: «¿Conque venciste intransitable via, Hijo, á fuerza de amor? ¿Conque á mi lado Hoy tornas? ¿Es posible que consigo Verte, oirte, tocarte, hablar contigo? CXL. »Yo, tiempos computando, aqueste día Fausto acercarse vi: cumplióse el voto. ¡Mas cuánta extraña tierra en tu porfía Habrás medido, y cuánto mar ignoto, Y qué de riesgos arrostrado, en via De confin tan profundo y tan remoto! De los líbicos pueblos, hijo amado, ¡Cuánto temblé por tí funesto hado!» CXLI. Enéas contestóle en tal manera: «Tu imágen veneranda, padre mio, Siguiéndome doliente por doquiera, Forzóme á visitar el reino umbrío. Ocupan mis bajeles la ribera Tirrena. Mas tú ahora, con desvío No á mi mano, señor, robes la tuya; No á mi abrazo filial tu cuello huya.» CXLII. Dice, y llorando, con amante empeño Tres veces va á abrazar al padre anciano; Cual humo huye la sombra ó como sueño Y él tres veces aprieta el aire vano. Tornó á mirar, y un bosque vió risueño En un valle repuesto comarcano: Gárrulo bosque, plácido retiro Que manso baña el Lete en blanco giro. CXLIII. En torno vagan del durmiente rio Gentes, pueblos, enjambres voladores, Y cual abejas que en sereno estío Rondan fugaces peregrinas flores, Y á los lirios de cándido atavío Asedian, confundiendo sus rumores, Tal llenando de estruendo la campiña La aérea multitud vuela y se apiña. CXLIV. Maravillado de la extraña escena, Medroso Enéas á entender aspira Qué es aquella corriente tan serena; Quién la infinita multitud que gira Á par del rio y sus florestas llena. El padre Anquíses respondióle: «Mira: Antiguas almas á quien guarda el hado Nuevos velos corpóreos, nuevo estado, CXLV. »Esas son las que afluyen al Leteo Y en raudal bienhechor beben olvido. Tiempos hace, hijo amado, que deseo Mostrarte mi linaje esclarecido En estas sombras que delante veo, Porque, absorto en destino tan subido, De haber llegado á la que áun mal conoces Itálica region, conmigo goces.» CXLVI. «Mas ¿es creible que al sabido cielo,» Enéas contristado así murmura, «Alguna alma de aquí remonte el vuelo Y á informar torne la materia oscura? ¡Mísera humanidad! ¡Qué inmenso anhelo De vida y goces! ¡qué cruel locura!» Anquíses acudiendo á su sorpresa, Ordenadas razones así expresa: CLXVII. «Porque en luz de verdad tu mente aclares, Hijo, escucha: En los cielos y en la tierra, Y en las líquidas capas de los mares, En la alba luna que inconstante yerra Y en el sol y en los grandes luminares, Espíritu eternal dentro se encierra: Todo hínchelo él, vago y profundo; Alma y centro comun, él mueve el mundo. CXLVIII. »Y en él tiene su orígen el humano, Y el bruto, el ave, y cuanto monstruo cria En sus senos marmóreos Oceano. Centella celestial, ígnea energía Vida á esos séres da, gérmen temprano, En cuanto no los rinden á porfía, El fardo de la carne, los mortales Órganos y ataduras mundanales. CLXIX. »De ahí es que ansian y temen, y ó padecen Ó envueltos gozan en su cárcel dura: No ven la luz; ni quedan, si fallecen, Limpios del todo de la mancha impura De las miserias que al mortal empecen. ¡Pobres almas! la sombra en ellas dura De usos viles en años adquiridos En su lucha y su union con los sentidos. CL. »Por eso corren del dolor los grados, Y vicios propios cada cual expía: Hay unas que, purgando sus pecados, Expuestas penden en region vacía; Otras al fuego ó en profundos vados Residuos sueltan que la culpa cria: Y así los Manes, por diversos modos, Merecida pasion sufrimos todos. CLI. »Al Elíseo de ahí se nos envía, Y pocos alcanzamos los amenos Campos de llena paz y alma alegría; Que no se ganan por ventura, á ménos Que (cediendo á la edad, llegado el dia, El postrer resto de hábitos terrenos) El alma, redimida á la materia, Torne á ser mente pura y lumbre aeria. CLII. »Consumados mil años, al Leteo Almas acuden en tropel nutrido: Arrástralas un Dios, porque el deseo Nazca en ellas, envuelto en alto olvido, De volver á vestir corpóreo arreo, De subir á habitar terreno nido.» Tal dice, y lleva al héroe y la Sibila Entre el ruidoso pueblo que desfila. CLIII. Y porque logre, al avanzar la hilera, Ver de frente lo digno de memoria, Le conduce á un collado, y, «Considera, Hijo,» le dice, «la sublime gloria Que á la raza de Dárdano le espera; Oye los claros nombres que en la historia Nos guarda Italia; entre futuras gentes Mira pasar tus dignos descendientes. CLIV. »Ese, de asta de paz y augusto porte, Que á la luz va por suerte el más cercano, Será el primero que á la vida aporte, Con sangre mixta y con renombre albano: Mira, es Silvio: Lavinia tu consorte A luz darále, de tu amor, ya anciano, Póstumo dón: le criará su madre Rey en las selvas, y de reyes padre. CLV. »De ahí en Italia empezará el reinado De Troya. Honor de la Troyana gente, Prócas luégo aparece, y á su lado A Cápis ves y á Numitor presente; Y al otro Silvio, á quien tu nombre añado, Enéas, ya en virtudes eminente, Ya en armas, si reinare en Alba un dia: ¡Qué mancebos! ¡qué heroica bizarría! CLVI. »Contempla aquésos cuya sien serena Asombra en derredor cívica encina: Cuáles de ellos á Gabia y á Fidena Te alzarán, y la villa Nomentina; Y de ellos cuáles una y otra almena Fundarán sobre montes Colatina, Y á Pomecio y á Inuo, á Bole y Cora; Nombre á campos darán sin nombre ahora. CLVII. »Vé á Rómulo, hijo de Ilia, descendiente De Troya, hijo de Marte, que al abuelo Sigue; y mira ondear sobre su frente Crestones dobles con gallardo vuelo: Marca el padre en su noble continente Su propia, alta mision. Por él al cielo Levantará la frente pensadora Roma, del orbe militar señora. CLVIII. »La cual de siete alcázares murada, Con viriles renuevos en que abunda Rie, como en su carro alborozada De Berecinto la Deidad fecunda Por las frigias ciudades torreada Va, y su prole celeste la circunda: Cien nietos que amamanta y que la adoran; Todos son Dioses y entre Dioses moran. CLIX. »Los ojos torna: á tu nacion atento Contempla en Roma; á César mira; advierte Los racimos de Yulo tu sarmiento, Que á luz cabal predestinó la suerte. Éste es, éste es el que una vez y ciento Oiste á altos anuncios prometerte, César Augusto, hijo de un Dios, que al mundo El áureo siglo volverá fecundo. CLX. »Él á Italia honrará con tales dones Cual ya Saturno; y llevará su imperio Del Indo y Garamanta á las naciones, Su valor fatigando al hemisferio; Y abriránse á su paso las regiones Que allende el Sol se embozan en misterio, Á do el cielo con astros rutilante Rueda en los hombros del eterno Atlante. CLXI. »Ya ven los Caspios reinos su venida, Por anuncios, con ánimo intranquilo; Ya la tierra Meótica trepida, Sus siete brazos estremece el Nilo. Tigres guiando con pampínea brida Y de Nisa impeliendo, excelso asilo, Su carro victorioso, Baco empero Llegar no pudo á ese último lindero. CLXII. »No corrió Alcídes mismo espacio tanto, Aunque prendió con rápida saeta La cierva piés-de-bronce, y de Erimanto Impuso paces en la selva inquieta, Y el lerneo confin cubrió de espanto. ¿Y dudamos vencer adversa meta Nuestra gloria ensanchando? ¿Harán temores Que no hollemos la Ausonia triunfadores? CLXIII. »¿Quién es aquél que coronado asoma De insigne oliva, y que con propia mano Ya sobre sí sacras ofrendas toma? Su barba anuncia y su cabello cano Al primer rey-legislador de Roma, Que de su humilde Cúres, aldeano, Y de su hogar, desnudo, imperio grande Saldrá á regir cuando el deber lo mande. CLXIV. »Tulo va en pos, que moverá á pelea, La paz quebrando, á ejércitos vecinos Ya al prez no usados que el valor granjea; Y Anco despues, que áun hoy en sus caminos El aura popular vano desea. ¿O quieres ver los príncipes Tarquinos, De Bruto vengador el alma fiera Y los fasces que al pueblo recupera? CLXV. »Bruto duras segures el primero Cobrará, y el honor del consulado; Y al ver que nuevo plan traman guerrero, El, de la bella libertad prendado, Muerte á sus hijos mandará severo. En él vencieron (¡padre infortunado!), Cualquier fallo que espere á su memoria, Amor de patria y ambicion de gloria. CLXVI. »Brillar Decios y Drusos vé lejanos; Torcuato, que levanta el hacha impía; Camilo, que del triunfo, con romanos Rescatados pendones, se gloría. Esas dos almas que cual dos hermanos En sombra armadas ves, rayando el dia ¿Qué guerra no se harán? ¡Cuánto de estragos! ¡Qué grandes huestes y sangrientos lagos! CLXVII. »De los Alpes el suegro se abalanza; Convoca sus legiones de Orïente El enojado yerno á la venganza. ¡Hijos! ¡no hirais el seno á la inocente Patria! ¡no eterniceis bárbara usanza! ¡Tú, el primero, de Olimpo procedente, Oh sangre mia, de rencores libre, No ya esa arma cruel tu mano vibre! CLXVIII. »Aquél, cuando á Corinto á su talante Haya tratado y al orgullo aquivo, Al Capitolio correrá triunfante; Éste, el país de Agamemnon nativo Subyugará, y en Pérses arrogante Verá á un nieto de Aquíles fugitivo: Tales desquites á Ilïon reserva Y al profanado templo de Minerva. CLXIX. »No al gran Caton olvidaré, no á Coso; Ni ya á los Gracos, ni á los dos Scipiones, Relámpagos de guerra, pavoroso Apellido á las líbicas regiones. Fabricio, en tu pobreza poderoso, ¡Salve! y tú, el oro en rústicos terrones Esparciendo, oh Serrano! ¡Salve, oh Fabios! No, aunque cansado, os callarán mis labios. CLXX. »Máximo, con tardanzas tú prudentes Salvarás la Nacion. Y esto adivino: Otros con más primor vultos vivientes Harán de bronce duro ó mármol fino; Oradores habrá más elocuentes; Sabios podrán con más seguro tino El cielo escudriñar y las estrellas, Y los cercos medir y el poder de ellas;-- CLXXI. »Tú, Romano, regir debes el mundo; Esto, y paces dictar, te asigna el hado, Humillando al soberbio, al iracundo, Levantando al rendido, al desgraciado.» Habla Anquíses, y atiéndenle en profundo Silencio. «Ved,» añade, «señalado Con opimos despojos á Marcelo, Que alza entre todos vencedor su vuelo. CLXXII. »En mar revuelta armado caballero Librará al pueblo de infeliz destino, Venciendo al Galo, al Peno, y el tercero Será que ofrenda igual cuelgue á Quirino.» Viendo Enéas que aquél por compañero Trae á un jóven de aspecto peregrino Y brillante armadura, mas la frente Mustia casi, ojos bajos, faz doliente; CLXXIII. «¿Y quién es el doncel, ¡oh padre!» exclama, «Que le sigue en amiga competencia? ¿Hijo suyo será, ó acaso rama Remota de su ilustre descendencia? ¿Qué són de córte en torno se derrama? ¡Cuán parecido en la marcial presencia! ¡Mas ay! que en torno de su frente vaga Odiosa noche con su sombra aciaga!» CLXXIV. Con lágrimas Anquíses respondia: «¿Quieres anticipar de los Romanos El eterno dolor? Fortuna un dia Ese jóven mostrando á los humanos Tornarále á ocultar en sombra impía. Tal vez, tal vez, oh Dioses soberanos, Si este dón inmortal nos franqueara, El trance vuestra diestra recelara! CLXXV. »Del Campo Marcio á la romana plaza ¡Cuántos gemidos herirán los cielos! Y si ya tu onda su sepulcro abraza, ¿Qué, oh Tibre, no verás de acerbos duelos? Ningun mancebo de troyana raza Tanto alzará, como él, de los abuelos Latinos la esperanza; hijo más bueno Nunca otro criarás, Roma, á tu seno. CLXXVI. »¡Oh tipo de fe antigua y piedad rara! ¡Oh, qué brazo invencible en lid guerrera! Ninguno, si viviese, le retara Impune, ó ya á pié firme combatiera Ó caballo brioso espoleara. Mas ¿qué suerte llorosa no le espera? ¡Ah! lograses trocar males por bienes! Tú un Marcelo serás, sombra que vienes: CLXXVII. »Azucenas me dad con mano larga; Que, á ilustre nieto fáciles honores, Cortos alivios de esparanza amarga, Quiero esparcir sobre su frente flores.» Dice, y la voz en lágrimas se embarga. Tal los campos hollando encantadores En que benigna luz mágica oscila, Míranlo todo el héroe y la Sibila. CLXXVIII. Y luégo que hubo el padre al hijo atento Aventuras y sitios explicado, Avivando en su pecho el patrio aliento Y ambicion santa de futuro estado, Nuevas guerras le anuncia, de Laurento Pueblos y muros do le cita el hado: Y maneras le enseña como eluda Ya caso extraño, ya fatiga ruda. CLXXIX. Allá en confines de misterio eterno El Sueño volador tiene dos puertas, Una de albo marfil, otra de cuerno, A ensueños varios á la vez abiertas. Transitan la primera, del Averno Fábricas de ilusion, sombras inciertas; Las visiones é imágenes reales Cruzan de la segunda los umbrales. CLXXX. Yendo hablando los tres, hé aquí despide Anquíses á los dos por el abierto Pórtico de marfil. Enéas mide Arrancando de allí, camino cierto Hácia amigos y naves, y decide Ir tierra á tierra de Cayeta al puerto. Ya, por fin, proa afuera áncoras tiran; Las popas en la costa alzar se miran. FIN DEL TOMO PRIMERO. NOTAS: [A] Aquí transcribe el crítico, de la traducción de la _Eneida_ por el Sr. Caro, cinco actavas (LXXII á LXXVII), que el lector puede ver en este tomo á la pág. 172. [B] _Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano_, por Rufino José Cuervo. Bogotá, 1867-1872. Un v. in 8.º, de 527 páginas.--(De esta obra ha salido á luz en este año en Bogotá, una 3.ª edición, considerablemente aumentada.)--_El Editor._ [C] Aquí sigue discurriendo el crítico sobre las transformaciones que en su concepto debe experimentar el castellano en América. Suprimimos esta parte como no pertinente al asunto. _El Editor_. 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