Project Gutenberg's Lo prohibido (tomo 1 de 2), by Benito Pérez Galdós This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Lo prohibido (tomo 1 de 2) Author: Benito Pérez Galdós Release Date: October 9, 2020 [EBook #63413] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LO PROHIBIDO (TOMO 1 DE 2) *** Produced by Ramón Pajares Box, Josep Cols Canals, and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * Se ha respetado la ortografía del original impreso. No se han puesto tildes a las mayúsculas salvo para deshacer ambigüedades. * Se convierten determinados entrecomillados en rayas de diálogo y se espacian las restantes rayas según las convenciones tipográficas más recientes. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. * En el título del capítulo III y en el Índice, «tío Raimundo» se cambia a «primo Raimundo», tal como hacen ediciones posteriores para manterner la coherencia en el relato. * Se añade, en el texto y en el Índice, un título al capítulo VIII, que aparece sin él, tomado de ediciones posteriores. LO PROHIBIDO Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor. B. PÉREZ GALDÓS NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS LO PROHIBIDO Tomo primero. 13.000 [Ilustración] =MADRID= PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA (Sucesores de Hernando) Arenal, 11 1906 EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M. C. de San Francisco, 4. LO PROHIBIDO I Refiero mi aparición en Madrid, y hablo largamente de mi tío Rafael y de mis primas María Juana, Eloísa y Camila. I En Septiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos á otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía; realicé los créditos que pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus existencias, y me fuí á vivir á Madrid. Mi tío (primo carnal de mi padre), don Rafael Bueno de Guzmán y Ataide, quiso albergarme en su casa; mas yo me resistí á ello por no perder mi independencia. Por fin supe hallar un término de conciliación, combinando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo á su vivienda, me puse en la situación más propia para estar solo cuando quisiese ó gozar del calor de la familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha construído donde antes estuvo el Pósito. El cuarto de mi tío era un principal de diez y ocho mil reales, hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tanta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que el principal, pero sobradamente espacioso para mí solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las comodidades á que estaba acostumbrado. Mi fortuna, gracias á Dios, me lo permitía con exceso. Mis primeras impresiones fueron de grata sorpresa en lo referente al aspecto de Madrid, donde yo no había estado desde los tiempos de González Brabo. Causábanme asombro la hermosura y amplitud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aun de las personas; los bonitísimos jardines plantados en las antes polvorosas plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores, por lo que desde la calle se ve, á las de París ó Londres, y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras cosas que observé después en sociedad, hiciéronme comprender los bruscos adelantos que nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos á saltos caprichosos que al andar progresivo y firme de los que saben á dónde van; mas no eran por eso menos reales. En una palabra, me daba en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de riqueza y trabajo. Mi tío es un agente de negocios muy conocido en Madrid. En otros tiempos desempeñó cargos de importancia en la Administración: fué primero cónsul; después agregado de embajada; más tarde el matrimonio le obligó á fijarse en la corte; sirvió algún tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Bravo Murillo, y al fin las necesidades de su familia le estimularon á trocar la mezquina seguridad de un sueldo por las aventuras y esperanzas del trabajo libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad, inteligencia, muchas relaciones; dedicóse á agenciar asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en estos trotes se felicitaba de ello y de haber dado carpetazo á los expedientes. De ellos vivía, no obstante, despertando los que dormían en los archivos, impulsando á los que se estacionaban en las mesas, enderezando como podía el camino de algunos que iban algo descarriados. Favorecíanle sus amistades con gente de éste y el otro partido, y la vara alta que tenía en todas las dependencias del Estado. No había puerta cerrada para él. Podría creerse que los porteros de los ministerios le debían el destino, pues le saludaban con cierto afecto filial y le franqueaban las entradas considerándole como de casa. Oí contar que en ciertas épocas había ganado mucho dinero poniendo su mano activa en afamados expedientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras su tímida honradez le había sido desfavorable. Cuando me establecí en Madrid, su posición debía de ser, por las apariencias, holgada sin sobrantes. No carecía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad era poco lisonjero para un hombre que, después de trabajar tanto, se acercaba al término de la vida y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno perdido. Era entonces un señor menos viejo de lo que parecía, vestido siempre como los jóvenes elegantes, pulcro y distinguidísimo. Se afeitaba toda la cara, siendo esto como un alarde de fidelidad á la generación anterior, de la que procedía. Su finura y jovialidad, sostenidas en el fiel de balanza, jamás caían del lado de la familiaridad impertinente ni del de la petulancia. En la conversación estaba su principal mérito y también su defecto, pues sabiendo lo que valía hablando, dejábase vencer del prurito de dar pormenores y de diluir fatigosamente sus relatos. Alguna vez los tomaba tan desde el principio y adornábalos con tan pueriles minuciosidades, que era preciso suplicarle por Dios que fuese breve. Cuando refería un incidente de caza (ejercicio por el cual tenía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exordio hasta el momento de salir el tiro, que al oyente se le iba el santo al cielo distrayéndose del asunto, y en sonando el _pum_, llevábase un mediano susto. No sé si apuntar como defecto físico su irritación crónica del aparato lacrimal, que á veces, principalmente en invierno, le ponía los ojos tan húmedos y encendidos como si estuviera llorando á moco y baba. No he conocido hombre que tuviera mayor ni más rico surtido de pañuelos de hilo. Por esto y su costumbre de ostentar á cada instante el blanco lienzo en la mano derecha ó en ambas manos, un amigo mío, andaluz, zumbón y buena persona, de quien hablaré después, llamaba á mi tío _la Verónica_. Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí, para asesorarme en todo lo relativo á mi instalación y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la familia y sacaba yo á relucir recuerdos de mi infancia ó anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por las grandes personalidades que ilustraron el apellido de Bueno de Guzmán, y sacando el pañuelo me refería historias que no tenían término. Conceptuábame como el último representante masculino de una raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mimaba como á un chiquillo, á pesar de mis treinta y seis años. ¡Pobre tío! En estas demostraciones afectuosas que aumentaban considerablemente el manantial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agudísima, espina clavada en el corazón de aquel excelente hombre. No sé cómo pude hacer este descubrimiento; pero tenía certidumbre de la disimulada herida cual si la hubiera visto con mis ojos y tocado con mis dedos. Era un desconsuelo profundo, abrumador, el sentimiento de no verme casado con una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, porque sus tres hijas ¡ay, dolor! estaban ya casadas. II En la primera ocasión que se presentó, mi tío habló de sus tres yernos con muy poco miramiento. El uno era egoísta, el otro pobre y vanidoso, el tercero una mala persona. De confidencia en confidencia llegó hasta las más íntimas y delicadas, acusando á su esposa de precipitación en el casorio de las hijas. De esto colegí que mi tía Pilar, señora indolentísima y de cortos alcances, por quedarse libre y descansar del enfadoso papel de mamá casamentera, había entregado sus niñas al primer hombre que se presentó, llovido en paseos y teatros. También pudo ser que ellas se sobrepusieran á la disciplina paterna, apegándose al primer novio que les deparó la ilusión juvenil. No habían pasado quince días de mi instalación cuando me puse malo. Desde niño padecía yo ciertos achaquillos de hipocondría, desórdenes nerviosos, que con los años habían perdido algo de su intensidad. Consistían en la ausencia completa del apetito y del sueño, en una perturbación inexplicable que más parecía moral que física, y cuyo principal síntoma era el terror angustioso, como cuando nos hallamos en presencia de inevitable y cercano peligro. Con intervalos de descanso melancólico, mi espíritu experimentaba aquel acceso de miedo inmenso que la razón no podía atenuar, ni la realidad visible combatir; miedo semejante al que sentiría el que, cayéndose sobre la vía férrea y no pudiendo levantarse, viera que el pesado tren se acercaba, le iba á pasar por encima... Cuando me ponía así, la vista de personas extrañas me excitaba más. Dábanme ganas de pegar á alguien ó de injuriar por lo menos á los que me visitaban, y padecía mucho conteniéndome. Por esta razón no quería recibir á nadie, y mi criado, que ya conoce bien este flaco mío y otros, no dejaba que llegase á mi presencia ni una mosca. Difícil era en Madrid extremar la consigna. Ni valían estos rigores con mi tío, el cual, atropellando la guardia, se colaba de rondón en mi gabinete. Y era que creía de buena fe llevarme en sus largos discursos la mejor medicina de mi mal; jactábase de conocerlo á fondo, y en vez de hablarme de cosas que engañosamente llevaran mi espíritu á esfera distinta de mi padecer, estimaba más eficaz encararlo con éste, hacerle meter la cabeza en él valientemente, como se corrige á los caballos espantadizos, acercándoles á los mismos objetos de que huyen. Díjome primero en su festivo exordio, que aquello era el mal del siglo, el cual, forzando la actividad cerebral, creaba una diátesis neuropática constitutiva en toda la humanidad. Esto se lo había dicho Augusto Miquis la noche antes. Por eso lo sabía y lo repetía como papagayo, sin entender una jota de medicina. En lo que principalmente hacía hincapié mi tío Rafael, era en dar á mi dolencia la importancia histórica de un mal de familia, que se perpetuaba y transmitía en ella como en otras el herpetismo ó la tisis hereditaria. --Todos padecemos en mayor ó menor grado --me dijo amplificando mucho la relación que voy á extractar--, los efectos de una imperfeccioncilla nerviosa, cuyo origen se pierde en la crónica obscura de los primeros Buenos de Guzmán de que tengo noticia. En nuestra familia ha habido individuos dotados de cualidades eminentes, hombres de gran talento y virtudes; pero todos han tenido una flaqueza: llámala, si quieres, chifladura; bien pasión invencible que les ha descarrilado la vida, bien manía más ó menos rara que no afectaba á la conducta. A unos les ha tocado el daño en el cerebro, á otros en el corazón. En algunos se ha visto que tenían una organización admirable, pero que les faltaba, como se suele decir, la catalina. Por esto, abundando tanto en nuestra familia las altas prendas de entendimiento y de carácter, ha habido en ella tantos hombres desgraciados. No han faltado en la raza tragedias lastimosas, ni enfermedades crónicas graves, ni los manicomios han carecido en sus listas del apellido que llevamos. En cuanto á las mujeres, las ha habido ilustrísimas por la virtud, algunas heróicas; pero también las hemos tenido de temperamentos tan exaltados, que más vale no hablar de ellas. Parecíame algo fantástico lo que me contaba aquel hablador sempiterno, que, por lucir el ingenio, era capaz de alimentar su facundia con materiales de invención. --Usted hubiera sido un gran novelador --le dije; y él, acercándose más á mí, prosiguió de este modo: --Recorre la historia de la familia en los individuos más cercanos, y verás cómo hay en ella una singularidad constitutiva que viene reproduciéndose de generación en generación, debilitándose al fin, pero sin extinguirse nunca. ¡Ah! nosotros los Buenos de Guzmán somos muy _célebres_. Si contara lo que sé de todos, no acabaría en tres meses. Sólo diré que mi abuelo, bisabuelo tuyo, era un hombre que á lo mejor se envolvía en una sábana y andaba de noche por las calles de Ronda haciendo de fantasma para asustar al pueblo. »Tu abuelo, hermano de mi padre, se hizo construir un panteón magnífico para él solo, quiero decir, que ninguna otra persona de la familia se había de enterrar en él. Pero en el testamento dispuso que le fueran poniendo al lado los cuerpos de todos los niños pobres que se murieran en Ronda. Y así se hizo. En treinta años fueron sepultados allí más de doscientos cadáveres de ángeles. El tal tenía pasión por los niños ajenos. Acusábasele de haber aumentado considerablemente la raza humana, pues fué el primer galanteador de su tiempo. »Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierro y hacía libros con ellas. »Tu papaíto, hijo de el del panteón, merece capítulo aparte. Fué el hombre más guapo de Andalucía. A él has salido tú, y llevas su retrato en la cara. Fué también el primer enamorado de su tiempo, y jamás puso defecto á ninguna mujer, porque le gustaban todas, y en todas encontraba algún _incitativo melindre_, que dijo el otro. Cuando se casó con la inglesa, tu madre, creímos que se corregiría; pero ¡quiá! tu mamá pasó muchas amarguras. Demasiado lo sabes. »Vamos ahora á mi rama. Mi padre se sabía el _Quijote_ de memoria, y hacía con aquel texto incomparable las citas más oportunas. No había refrán de Sancho ni sentencia de su ilustre amo que él no sacase á relucir oportuna y gallardamente, poniéndolos en la conversación, como ponen los pintores un toque de luz en sus cuadros. Cito esto porque también corrobora lo que voy contando. Hacía excelentes cometas y compuso una obra sobre los alfajores de la tierra. »De mis hermanos algo sabes tú; pero algo puedo añadir á tus noticias. Javier fué la esperanza de mi padre. Era precocísimo; tuvo, como tú, esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y visiones. Mi padre, que quería fuese marino, se disgustó. No había más remedio que meterle en la Iglesia. Estudió en el Seminario de Baeza cuatro años, hasta que... Ya sabes que se fugó del Seminario y se casó con una aldeana. Fué dichoso, tuvo después mucha salud y no padecía más que unos fuertes ataques de dentera que le hacían sufrir mucho. Su mujer paría siempre gemelos. »Mi hermano Enrique tenía un carácter grave, prodigiosa habilidad mecánica, delicadezas de mujer y un horror invencible á las aceitunas. Sólo de verlas se ponía malo. Hizo de corcho el famoso Tajo y el puente de Ronda. Mi padre quería que fuese á estudiar á Sevilla; pero repugnábanle los libros. Enamoróse perdidamente de una joven de buena familia. Eran novios y no había inconveniente en que se casaran. Pero de la noche á la mañana, Enrique empezó á caer en melancolías. Le acometió la idea de que no podía casarse, por carecer de facultades varoniles. ¡Pobre Enrique! Acabó en el manicomio de Sevilla á fines del 54. »Mi hermana Rosario no dió más señales de la infección hereditaria que el tener toda su vida violentísimo odio á los perros. No los podía ver, y lo mismo era oir un ladrido que ponerse á temblar. Casó con Delgado, y en su hijo Jesús aparece pujante el mal. Tú no le has visto. Es un sér inocentísimo, que se pasa la vida escribiéndose cartas á sí mismo. »De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo. Serafín fué siempre el más robusto de todos. Era un mocetón, la gala de Ronda y el primer alborotador de sus calles de noche y de día. Por su vigorosa salud y su constante buen humor, parecía tener completos los tornillos de la cabeza. Pusiéronle á estudiar marina en San Fernando, y se distinguió por su aplicación y laboriosidad. Salió á oficial el 43, y su carrera ha sido muy brillante. Estuvo en Abtao, en el desembarco de Africa, en el Pacífico. Hoy es brigadier retirado y vive en Madrid, donde no hace más que pasearse. Tú le conoces. ¿Pero á que no sabes todavía en qué consiste y de qué manera tan extraña se ha manifestado en él, al cabo de la vejez, esa maldita quisicosa que no ha perdonado á ningún Bueno de Guzmán? Te lo diré en confianza. Cuando le trates más, verás en Serafín el hombre más completo que puedes figurarte, el tipo del caballero atento, discreto y cumplido, el veterano valiente y pundonoroso, y seguirás teniéndolo en el más elevado concepto hasta que descubras su flaco, el cual es de tal naturaleza, que casi me da vergüenza hablar de él. Pues Serafín ha adquirido la maña... no me atrevo á llamarla de otro modo... de coger con disimulo tal ó cual objeto que ve en las casas que visita, metérselo en el bolsillo... ¡y llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido... Nada: no te lo explicas, ni yo tampoco, ni él mismo sabe dar cuenta de cómo lo hace y por qué lo hace. Es un misterio de la Naturaleza, una aberración cerebral... Veo que te pasmas... Pues, nada: entra mi hombre en una librería, acecha el momento en que los dependientes están distraídos, agarra un libro, se lo guarda en el bolsillo del _carrik_, y abur. En varias casas ha cogido chucherías de esas que ahora se estila poner sobre los muebles, y hasta perillas de picaportes, aldabas de puertas, tapones de botellas... Me ha confesado que siente un placer inmenso en esto; que no sabe por qué lo hace; que es cosa de las manos... qué sé yo... mil desatinos que no entiendo. Bien podría ser la relación de mi tío, como he dicho antes, puramente fantástica, una de esas improvisaciones que acreditan el numen de los grandes habladores; pero fuese verdad ó mentira, á mí me entretenía y agradaba en extremo. Pendiente de sus palabras, sentía yo que éstas se acabasen y con ellas la historia, cuyos pormenores referentes á dolencias ajenas eran eficaz bálsamo de la mía. Parecíame que faltaba aún lo más interesante, esto es, saber en qué grado estaban mi propio tío y su descendencia tocados del mal de familia, ó si por ventura se habían librado ya de tan pertinaz enemigo. Echóse á reir llorando cuando le manifesté esta curiosidad, y prosiguió de este modo: III --Me parece, querido, que yo soy, entre todos los Buenos de Guzmán, el que menor lote ha sacado de esa condenada maleza. La actividad de mi vida, el afán diario de los negocios, la aplicación constante del espíritu á cosas reales, me han preservado de graves desórdenes. Sin embargo, sin embargo, no ha sido todo rosas. En ciertas ocasiones críticas, á raíz de un trabajo excesivo ó de un disgusto, he sentido... así como si me suspendieran en el aire. No lo entenderás, ni lo entiende nadie más que yo. Voy por la calle, y se me figura que no veo el suelo por donde ando: pongo los pies en el vacío... Al mismo tiempo experimento la ansiedad del que busca una base sin encontrarla... Pero ando, ando, y aunque creo á cada instante que me voy á caer, ello es que no me caigo. La _suspensión_, como yo llamo á esto, me dura tres ó cuatro días, durante los cuales no como ni duermo; luego pasa, y como si tal cosa. »En mis hijos he observado fenómenos diferentes. Raimundo tiene indudablemente un gran desequilibrio en su organismo. No puedo menos de relacionar su carácter con el de otros Buenos de Guzmán, que habiendo tenido, como él, imaginación vivísima, gran aptitud teórica para todas las ramas del saber humano, no han servido para maldita cosa ni supieron hacer nada de provecho. Así es mi hijo Raimundo: un pasmoso talento improductivo, un árbol hermosísimo, cuya pingüe cosecha de flores se pudre antes de ser fruto. De niño era el prodigio de la casa. Híceme la ilusión de tener un hijo que llegaría á los puestos más altos de la Nación. Pero creció, y me encontré con un soñador, con un enfermo de hidropesía imaginativa. No le falta un tornillo: yo creo que le sobra. En aquella cabeza hay algo de más. Tres ó cuatro cerebros dentro de un cráneo no pueden funcionar sin estorbarse y producir un zipizape de todos los demonios. »Paso á mis tres hijas. En ellas observo el maleficio de familia tan gastado ya, que es como un agente químico, cuyas propiedades se extinguen y acaban con el mucho uso. Y eso que son mujeres, y en opinión mía (que será un disparate fisiológico, pero es una opinión) las mujeres tienen más nervio que los hombres. Ninguna de las tres ha presentado hasta ahora desconciertos nerviosos que me pongan en cuidado, á excepción de aquéllos que vienen á ser como de rúbrica en el bello sexo y sin los cuales hasta parece que perdería parte de sus encantos. María Juana, mi primogénita, es una mujer como hay pocas. ¡Qué buen juicio, qué seriedad de carácter, qué vigor de creencias y opiniones! Te digo que me tiene orgulloso. De cuando en cuando le entran misantropías, cefalalgias, y sufre la inexplicable molestia de cerrar fuertemente la boca por un movimiento instintivo que no puede vencer. Ha tratado de dar explicaciones de lo que siente; pero lo único que le he podido entender es que se figura tener un pedazo de paño entre los dientes, y que se ve obligada, por una fuerza superior á su voluntad, á masticarlo y triturarlo hasta deshacer el tejido y tragarse la lana. Fíjate bien, y verás que es un suplicio horrible. Desde que se casó, estos ataques son poco frecuentes. »La complexión de Eloísa es menos vigorosa que la de su hermana mayor. Guapa como pocas, cariñosísima, dulce, sensible hasta no más, por la menor cosa se altera. Se apasiona pronto y con vehemencia, y en sus afectos no hay nunca tibieza. Era de niña tan accesible al entusiasmo, que no la llevábamos nunca al teatro, porque siempre la traíamos á casa con fiebre. Gustaba de coleccionar cachivaches, y cuando un objeto cualquiera caía en sus manos, lo guardaba bajo siete llaves. Reunía trapos de colores, estampitas, juguetes. Cuando ambicionaba poseer alguna chuchería y no se la dábamos, por la noche le entraba delirio. Sufría la privación en silencio; pero el anhelo de su pobre almita se pintaba en sus lánguidos ojos. De mujer nos ha sorprendido con una simpleza que á veces me parece ridícula, á veces digna de la más viva compasión. Tiene horror á las plumas, no á las de escribir, sino á las de las aves, y, por tanto, horror á todo lo volátil. Pregúntale sobre esto, y te dirá que la acompaña casi constantemente, pero unos días más que otros, la penosa sensación de tener una pluma atravesada en la garganta sin poder tragarla ni expulsarla. Es terrible, ¿verdad? Se pone nerviosísima á la vista de un canario. En la mesa no hay quien la haga comer un ave, por bien asada que esté. Hasta las plumas con que se adornan los sombreros le hacen mal efecto, y como pueda las destierra de su cabeza... A veces nos reímos de ella por esto, á veces la compadecemos. Es un ángel de bondad, y su marido (á tí te lo digo en confianza) no merece tal joya. »Por último, mi hija Camila, la menor de las tres, es la menos favorecida en dotes morales. No es esto decir que sea mala. ¡Oh! no, no la juzgues por la apariencia. Como era la más pequeña, la hemos mimado más de la cuenta y nos ha salido mal educada. Parece una loca, parece más bien casquivana y superficial; pero yo sé que hay en ella un gran fondo de rectitud. No puedes figurarte la pena que siento cuando oigo decir que Camila acabará en un manicomio. ¡Qué injusticia! Los que tal dicen no la conocen como la conozco yo. Esas prontitudes suyas, esas extravagancias, esas sinceridades tan chocantes y á veces de tan mal gusto, no son más que chiquilladas que se le irán curando con la edad. Tres meses há que se nos casó. Creo que este matrimonio ha sido algo prematuro; pero se puso la niña en tales términos, que una mañana me espeluznó Pilar contándome que la había sorprendido preparando una toma de fósforos disueltos en agua... Ya sentará la cabeza. Si es forzoso que también descubra y señale en Camila una puntada de neurosis, no encuentro otra más merecedora de tal nombre que querer á ese bruto... Al llegar aquí, la facundia de aquel gran hablador, engolosinada por la sangre de uno de sus yernos, á quien acababa de morder, la emprendió con los tres á un tiempo, dejándoles al fin bastante magullados. Hizo luego de mí, sin venir á cuento, elogios que me avergonzaron. Yo era, según él, un hombre como se ven pocos en el mundo, por las dotes físicas y por las morales. De todo este panegírico saqué otra vez en limpio, leyendo en la intención y en el desconsuelo de mi tío, que éste habría deseado que sus tres hijas fuesen una sola, y que esta hija única suya hubiera sido mi mujer. Fenómeno singular, que recomiendo á los médicos para que se acuerden de él cuando les caiga un caso de neurosis: lo mismo fué acabar mi tío aquel prolijo cuento, historia ó pliego de aleluyas de la calamidad que te aflige, ¡oh perínclita raza de los Buenos de Guzmán! me sentí aliviadísimo de la parte que me correspondía por fuero de familia, y este alivio fué creciendo en términos que un rato después me encontraba completamente bien. El ataque había pasado como nube arrastrada por el viento. IV Ratos muy buenos pasaba yo en casa de mi tío, donde nunca faltaba animación. Eloísa vivía con sus padres; Camila en un tercero de la misma casa, pero todo el santo día lo pasaba en el principal; María Juana, que habitaba en el barrio de Salamanca, hacía largas visitas á la casa de Recoletos. Viéndolas allí á todas horas alrededor de su madre, charla que charla, unas veces riendo, otras disputando sobre cualquier tema de actualidad, se habría podido creer que eran solteras, si la presencia de los respectivos consortes no lo desmintiese. Pocas mujeres he visto más arrogantes que María Juana. Era una belleza estatuaria, diosa falsificada, clasicismo vestido, si los mármoles admitieran el corsé de ballenas y las telas modernas. Desde que la conocí, inspiróme más admiración que estima, pues algo va de escultura á persona. Su airecillo presuntuoso no fué nunca de mi agrado. Por aquellos días no había empezado á engordar todavía, y así su engreimiento no tenía la encarnación monumental que ha tomado después. Su marido me fué más simpático. Parecióme un hombre de gran rectitud, veraz, sencillo, con cierta tosquedad no bien tapada por el barniz que le daba su riqueza; callado, prudente, modesto en todo, y muy principalmente en la estatura, pues era uno de los hombres más pequeños que yo había visto. Cuando paseaba con su mujer, por cada dos pasos que ella daba, él tenía que dar tres. Después supe que no era ambicioso; que no aspiraba á ser padre de la patria, ni á fatigar á los órganos de la publicidad con la repetición de su nombre; lo que me sorprendió, pues es de hombres chicos el apetecer cosas altas. Gustaba de la vida obscura, arreglada y cómoda, y sus ideas, poco brillantes, giraban dentro del círculo estrecho del ya anticuado criterio progresista; pero siendo el tal una de las personas que con más sinceridad deploraban los males del país, no tenía la petulancia de creerse llamado, como otros campeones del vulgo, á remediarlos por sí mismo. Contáronme que su origen era humilde. Su padre, que había hecho mucho dinero con los transportes en la primera guerra civil, usaba siempre en Madrid el pintoresco traje de Astorga. Muerto su padre, Cristóbal Medina heredó con sus dos hermanos una pingüe fortuna. Casó con mi prima dos años antes de mi venida á Madrid, y hasta entonces no habían tenido sucesión, ni después la han tenido tampoco. Viviendo en plácida armonía, en su casa todo era orden y método. Gastaban mucho menos de lo que tenían, y no se señalaban por su generosidad. Así llegó la malicia á tacharles de sordidez y del prurito de alambicar, apurar y retorcer demasiadamente los números. No sé si era ésta ú otra la causa de que tuvieran algunos enemigos, gente quizás desgobernada y maldiciente que persigue con sátiras de mal gusto á los que no tiran el dinero por la ventana. Una señora muy conocida que fué compañera de colegio de mi prima y después, por ciertas cuestiones, ha trocado su cariño en odio implacable, le puso un apodo que por suerte no ha prevalecido sino en el círculo de los envidiosos. Recordando que al padre de Cristóbal se le conocía hace cuarenta años por _el ordinario de Astorga_, dió aquella mala lengua en llamar á María Juana _la ordinaria de Medina_. En cuanto al mérito intelectual de ésta, bastaba tratarla un poco para descubrir en ella ideas muy juiciosas; por ejemplo: dar más valor á las satisfacciones de una conducta honrada que á los vanos éxitos de la vida oficial; preferir los moderados goces de una fortuna bien distribuída á los regocijos escandalosos con que algunas casas ocultan sus trampas y su ruina. De sus conversaciones se desprendía un tufillo puritano, una filosófica reprobación de las farsas sociales, guerra sorda á los que suponen más de lo que son y gastan más de lo que tienen. Pagaba su tributo á la sátira corriente, que se ha hecho amanerada de tanto pasar y repasar por labios españoles, quiero decir, que daba curso á esas resobadas frases que parecen un fenómeno atmosférico, porque las hallamos diluídas en el aire de nuestro aliento y en las ondas sonoras que nos rodean: «¡Oh! si aquí se trabajara; si no hubiera tanto vago, tanto noble arruinado que vive del juego, tanto abogadillo cesante ó ambicioso que vive de las intrigas políticas...» Debo añadir que María Juana había adquirido, no sé si en libros ó en algún periódico, ciertas menudencias de saber político, religioso y literario, que eran la admiración mayor de todas las admiraciones que su marido tenía por ella. El amor de Medina principiaba en ternura y acababa en veneración, motivada sin duda por la superioridad de ella en todos los terrenos. Tenía este matrimonio muchas y buenas relaciones. ¿Cómo no tenerlas si eran ricos, cuando hasta los más necesitados y humildes se codean aquí con los poderosos, con tal que sepan envolver su miseria en el paño negro de una levita? V Mi prima Eloísa era tan guapa como su hermana mayor, y mucho, pero mucho más linda. María Juana era una belleza marmórea; mas Eloísa parecióme obra maestra de la carne mortal, pues en su perfección física creí ver impresos los signos más hermosos del alma humana: sentimiento, piedad, querer y soñar. Desde que la ví me gustó mucho, y la tuve por mujer sin par, lo que todos soñamos y no poseemos nunca, el bien que encontramos tarde y cuando ya no podemos cogerlo, en una vuelta inesperada del camino. Cuando ví aquella fruta sabrosa, otro la tenía ya en la mano y le había hincado el diente. Al poco tiempo de tratarla mis simpatías se avivaron, y me confirmé en la idea de que sus hechizos personales eran simplemente el engaste de mil galas inestimables del orden espiritual. Figuréme hallar en su cara no sé qué expresión de dolor tranquilo, ó bien cierto desconsuelo por verse condenada á la existencia terrestre. Parecía estar diciendo con los ojos: «¡Qué lástima que yo sea mortal!» Al menos así me lo hacía ver mi exaltada admiración. Pronto creí notar en ella un gusto exquisito, un discernimiento admirable para juzgar casi todas las cosas, sin pedantería ni sabiduría, tan natural y peregrinamente como cantan los pájaros, no entendiendo de música. Igual admiración me produjo el sentido práctico que á mi parecer mostraba en las cuestiones y disputas con su mamá y hermanas. Quizás estaba yo alucinado al creer que Eloísa tenía siempre razón. La diligencia con que sabía atender al aseo, al arreglo y á la apropiada colocación de todas las cosas, me cautivaba más. A medida que iba yo teniendo más confianza con ella, mostrábame nuevas notas de su carácter, en consonancia con las armonías del mío. En su ropero y en una hermosa cómoda antigua tenía colecciones bonitísimas de encajes, de abanicos, de estampas y algunas alhajas de mérito artístico. Al enseñarme aquellos tesoros con tanto amor guardados, solía dejar entrever desconsuelo de que no fueran mejores y de no tener objetos sobresalientes por la riqueza del material y el primor de la obra. El «si yo fuera rica», esa expresión, esa queja universal que sale de los labios de toda persona de nuestros días (y de estos alientos se forma la atmósfera moral que respiramos), brotaba de los suyos con entonación tan patética, que me causaba pena. Por otras conversaciones que tuvimos hube de atribuirle notable aptitud para apreciar el valor de las acciones humanas, teniendo, por tanto, andada la mitad del camino de la virtud. Todo esto pensaba yo en mi entusiasmo caballeresco y silencioso por aquella perla de las primas. Habríame parecido un ideal humanado, criatura superior á las realidades terrestres, si éstas no estuvieran por aquellos meses inscriptas y como estampadas en su contextura mortal. Cuando aquella divinidad me fué conocida, se hallaba en estado interesante. No sé decir si me parecía que ganaba ó perdía en ello su carácter ideal. Creo que á ratos la rebajaba á mis ojos, y á ratos la enaltecía, aquella prueba evidente de la reproducción de sus gracias en otro sér. Una mañana, á los cuatro meses de vivir yo en Madrid, mi criado, al despertarme, díjome que aquella noche la señorita Eloísa había dado á luz un robusto niño con toda felicidad. Grande alegría en la casa. Yo también me alegré mucho. Sentía hacia la que ya era mamá un cariño leal y respetuoso, verdadero cariño de familia, sin mezcla de maldad alguna. El marido de mi prima Eloísa era noble, quiero decir, aristócrata. Pertenecía á una de esas familias históricas que con los dispendios de tres generaciones han concluído en punta. Pepe Carrillo (Carrillo de Albornoz) había venido haciendo monos á mi primita desde que ella estaba en el colegio y él en la Universidad. Si se amaron ó no formalmente, no lo sabía yo entonces. Sólo me consta que fueron novios más ó menos entusiasmados como unos ocho años, y que cumplieron todo el programa de cartitas, soserías y de telegrafía pavisosa en teatros y paseos. Carrillo era pobre por sí; pero tenía en perspectiva la herencia de su tía materna, Angelita Caballero, marquesa de Cícero, que era muy anciana y estaba ciega y medio baldada. Esta condición de presunto heredero de un título y de un capital le hizo interesante á los ojos de mis tíos. Casó con Eloísa cuando ésta había cumplido veinticuatro años. Cuando le conocí, estaba el infeliz atenido á un triste sueldo en el ministerio de Estado; pero la esperanza de la herencia le daba alientos para conllevar su vida obscura. Tenía buena estampa, fisonomía agradable, maneras distinguidísimas; pero una salud tan delicada y una naturaleza tan quebradiza, que la mitad del año estaba enfermo. Respecto á su saber intelectual y moral, debo decir que mis primeras impresiones le fueron muy favorables. Carrillo era un joven estudioso, discreto, y que anhelaba sin duda honrar la clase á que pertenecía. Quería contarse entre esa docena de personas tituladas que, no satisfechas con saber leer y escribir, aspiran á reconstituir la nobleza como una fuerza social y á rehacer esta importante rueda para engranarla en la mecánica política de la Nación. Carrillo, en sus horas de soledad doliente, leía á Erskine May y á Macaulay, deseando saciar en tan ricas fuentes su sed del conocimiento de un sistema admirable, que entre nosotros es pura comedia. Su conversación me declaraba un juicio claro, con pocas ideas propias, pero con aprovechada asimilación de las ajenas. Pronto hube de observar contraste chocante entre aquel marido de una de mis primas y el marido de la otra, Cristóbal Medina. Este mostraba simpatías hacia instituciones contrarias en absoluto á la humildad de su origen, y dejaba entrever exagerados respetos hacia las clases históricas y castizamente conservadoras, mientras que Carrillo, aristócrata de sangre, no ocultaba su querencia á los sistemas cuyo verbo es la sanción popular. Su mujer le daba alas para esto, poniendo el sello simpático de la aprobación femenina á un orden de ideas que, aun fundadas más bien en lecturas recientes que en añeja convicción, siempre son generosas. Alguien afirmaba que aquel liberalismo del buen Carrillo era un fenómeno de pobreza y señal de lo mucho que tardaba en morirse la marquesa de Cícero, siendo muy probable que todo cambiaría cuando hubiera cuartos que conservar. En aquellos días yo no había podido juzgar aún por mí mismo de asunto tan importante. VI Voy ahora con mi prima Camila, la más joven de las tres. Desde que la ví me fué muy antipática. Creo que ella lo conocía y me pagaba en la misma moneda. A veces parecía una chiquilla sin pizca de juicio, á veces una mala mujer. Serían tal vez inocentes sus desfachateces, pero no lo parecían, y el parecer dicen que en achaque de moral no es menos importante que la moral misma. Era una escandalosa, una mal educada, llena de mimos y resabios. No debo ocultar que á veces me hacía reir, no sólo porque tenía gracia, sino porque todo lo que sentía lo expresaba con la sinceridad más cruda. El disimulo, que es el pudor del espíritu, era para ella desconocido; y en cuanto á las leyes del otro pudor, venían á ser, si no enteramente letra muerta, poco menos. No podré pintar el asombro que me causó verla correr por los pasillos de su casa con el más ligero vestido que es posible imaginar. Un día se llegó á mí en paños, no diré menores, sino mínimos, y me estuvo hablando de su marido en los términos más irrespetuosos. A veces, después de correr tras las criadas y hacer mil travesuras, impropias de una mujer casada, se ponía á tocar el piano y á cantar canciones francesas y españolas, algunas tan picantes, que, la verdad, yo hacía como que no las entendía. A lo mejor, cuando parecía sosegada, se oía un gran estrépito. Estaba en la cocina jugando con las criadas. Su mamá la reñía sin enfadarse, consintiéndole todo, y aseguraba que era aquello pura inocencia y desconocimiento absoluto del mal. Otras veces dábale por ponerse triste y llorar sin motivo y decir cosas muy duras á su marido, á sus padres mismos, á sus hermanas, á mí, quejándose de que no la queríamos, de que la despreciábamos. Mi tía Pilar, alarmándose al verla así, mandaba preparar abundante ración de tila. Eran los nervios, los pícaros nervios. Tenía la mala costumbre de hacer desaires á respetables amigos de la casa. Era por esto muy temible, y sus padres pasaron sonrojos por causa de ella. Tenía flexible talento de imitación; remedaba graciosamente la voz y el gesto de todos los de la casa, y de los parientes, amigos y allegados; sabía hablar como las chulas más descocadas y como las beatas más compungidas. Cuando estaba de vena, era una comedia oirla. Era la menos guapa de las tres hermanas, bastante morena, esbeltísima, vigorosa, saludable como una aldeana, y se jactaba de que jamás un médico le había tomado el pulso. Su agilidad era tan notable como aquella coloración caliente, sanguínea de su piel limpia y tostada, indicio de un gran poder físico. Sus ojos eran grandes, profundamente negros y flechadores, como algunos que solemos ver cuando visitamos un manicomio. Francamente, me pareció que si no era loca le faltaba muy poco. Yo sentía miedo al oirle conceptos y reticencias que nunca están bien en boca de una señora. No podía soportar aquel carácter, que era la negación de todo lo que constituye el encanto de la mujer. La discreción, la dulzura, el tacto social, el reposo del ánimo, el culto de las formas, éranle extraños. Considerábala como la mayor calamidad de una familia, y al hombre condenado á cargar semejante cruz, teníale por el más infeliz de los seres nacidos. El nazareno de aquella cruz era un joven oficial de caballería, llamado Constantino Miquis, de familia manchega, hermano de Augusto Miquis, médico de fama. Al tal le consideré, desde que le ví, destituído de todo mérito, de toda prenda seductora y de todo atractivo personal que pudieran encender el cariño de una joven. Por no tener nada, no tenía ni dinero, pues habiéndose casado á disgusto de su familia, ésta no le daba socorro alguno. Matrimonio más disparatado no creí yo que pudiera existir. Sin duda en aquella extravagante prima mía las acciones debían de ser tan absurdas como las palabras y los modos. No podía explicarme su casamiento sino por un desvarío cerebral, por la falta absoluta del tornillo ó tornillos que tan importante papel hacían, según mi tío, en la existencia de los Buenos de Guzmán. A poco de ver y oir al oficialete, preguntábame yo con asombro: «Pero esta condenada, ¿qué encontró en tal hombre para enamorarse de él?» Porque Constantino era feo, torpe, desmañado, grosero, puerco, holgazán, vicioso, pendenciero, brutal. Lo único que podía yo alegar en favor suyo, dudando mucho de que fuese un mérito, era su constitución, no menos vigorosa que la de mi prima, y la humildad con que se sometía á todos los caprichos de ella. No sabía nada de nada; sólo entendía de hacer planchas gimnásticas, tirar al florete y montar á caballo. El deseo que yo tenía de ver justificada de algún modo la ilusión de Camila, llevábame á dar á aquellas habilidades físicas más valor del que tienen como adorno de la persona; pero ni aun poniendo á los acróbatas y gandules de circo sobre todos los demás hombres, lograba yo motivar razonablemente la inclinación de mi prima. ¡Misterios del cariño humano, que á menudo va por sendas tan contrarias á las de la razón! Contáronme que mis tíos se opusieron al casamiento; pero que la niña manejó con tal arte el resorte de sus nervios, mimos, y de sus temibles espontaneidades, que los papás hubieron de ceder por miedo á que llegara el caso de llamar al doctor Ezquerdo. Cuando tuve confianza con ella, le decía yo: --Vamos á ver, Camila, sé franca conmigo. ¿Por qué te enamoraste de Constantino? ¿Qué viste, qué hallaste, qué te gustó en él para distinguirle entre los demás y entregarle tu corazón? Y ella, con naturalidad que me confundía, replicaba: --Pues le quise porque me quiso, y le quiero porque me quiere. Dijéronme que, después de casada, las rarezas de mi prima habían tenido alguna ligera modificación. «¡Pues buena sería antes!» pensaba yo. A su marido le trataba, delante de todo el mundo, con extremos y modales chocantes. Unas veces le daba besos y abrazos públicamente; otras le decía mil perrerías, tirábale del pelo y aun le pegaba, gritando: --Quiero separarme de este bruto... ¡Que me lo quiten!... Pero el estado pacífico era el más común, y las breves riñas paraban pronto en reconciliaciones empalagosas, con besuqueo y tonterías poco decentes á mi ver. El oficialete era una alhaja. Quejábase con insolente amargura de estar muy atrasado en su carrera. --Pero usted --le preguntaba yo--, ¿qué ha hecho? ¿En qué acciones de guerra se ha encontrado? ¿Cuáles son sus servicios? Al oir esto un día, miróme de tal modo que pensé iba á sacar el sable y á pegarnos á todos los presentes. Pero lo que hizo fué soltar una andanada de groseras injurias contra toda la plana mayor del ejército. Francamente, me daba tanto asco, que le volví la espalda sin decirle nada. No le creía merecedor ni aun de la impugnación de sus estupideces. María Juana, que estaba allí, díjome aparte con mal contenida ira: --Siento no ser hombre... para darle dos bofetadas. II Indispensables noticias de mi fortuna, con algunas particularidades acerca de la familia de mi tío y de las cuatro paredes de Eloísa. I Voy á hacer la declaración exacta de la fortuna que yo poseía cuando me establecí en Madrid. Este es un dato importante por todos conceptos y que debo exponer con la mayor claridad, aunque no sea sino para desmentir las absurdas consejas que corrían como dogma evangélico acerca de mi capital, y según las cuales (obra de la excitada fantasía de tanto hambriento), yo era puesto en la misma categoría rentística de los Larios de Málaga, López de Barcelona, Misas de Jerez, Céspedes, Murgas y Urquijos de Madrid. Vais á ver lo que yo tenía. Al desaparecer del mundo comercial la casa que giraba con mi firma, celebré un convenio con los _Hijos de Nefas_, que se hicieron cargo de todos mis negocios mercantiles, para unirlos á los de su casa, quedando además encargados de liquidar los asuntos pendientes. Según mi cuenta, la liquidación arrojaría unos cuarenta mil duros á mi favor, que los referidos _Hijos de Nefas_ se reservarían, puesto que yo entraba á formar parte de la casa como socio comanditario. Las viñas arrendadas podían capitalizarse en otros cuarenta mil duros. Lo que obtuve de las vendidas, de las existencias cedidas á diferentes casas y de créditos realizados, subía á más de cien mil, que iría recibiendo en Madrid, según convenio, en plazos trimestrales y en letras sobre Londres. Pensaba emplear este dinero, conforme lo fuera cobrando, en valores públicos ó en inmuebles urbanos. Producto de ventas anteriores y de la legítima de mi madre, tenía yo en Londres diez y siete mil libras, parte situadas en casa de Mildred Goyeneche, parte empleadas en renta inglesa del 3 por 100. Estos setenta y cinco mil duros, unidos á lo anterior, hacen ya doscientos cincuenta y cinco mil. Debo añadir un pico que tenía en París en poder de Mitjans, y que le ordené empleara en renta francesa del 4 ½ por 100, con el cual pico mi cuenta anda muy cerca ya de los seis millones de reales. Aún había más. En Obligaciones de Banco y Tesoro, 3 por 100 Consolidado, _Ferros_, Obligaciones sobre Aduanas, Resguardos al portador de la Caja de Depósitos, tenía más de ochenta mil duros efectivos. Toda esta diversidad de papeles la había comprado mi padre, y yo la conservaba, esperando que se realizase la feliz unificación que me había anunciado mi tío, y con la cual cesaría el mareo que me producía tal balumba de títulos y la desigualdad laberíntica de sus valores. Item: cuarenta acciones del Banco de España que mi padre había comprado, por dicha mía, cuando estaban á tres mil reales, y que á fin del 80 valían cuatrocientos cincuenta duros, dándome un capital efectivo de diez y ocho mil duros. Añadiendo á lo expuesto varios créditos pequeños de seguro cobro y existencias en metálico, salían, en cifra más ó menos redonda, unos nueve millones de reales, que bien manejados podían darme de treinta á treinta y cinco mil duros de renta. Esta es la verdad de mi tan cacareada riqueza, que algunos, especialmente los que deliran con el dinero ajeno, no pudiendo delirar con el propio, hacían subir á un par de millones de pesos. En esto de apreciar el caudal de los ricos que viven con holgura, he notado siempre una tendencia á la hipérbole que produce grandes perturbaciones en la vida económica de la capital, por los grandes chascos que suelen llevarse las industrias y los comercios nacidos al calor de tan necio optimismo. No necesito encarecer lo bien recibido que fuí en toda clase de círculos. Los que esto lean comprenderán al punto que teniendo yo lo que en claros números queda dicho, y suponiéndome el vulgo mucho más aún, no me habían de faltar relaciones. No necesitaba ciertamente buscarlas; ellas venían solas, me perseguían, me acosaban con descargas de saludos, invitaciones y cortesanía. Prendas personales de que no quiero hablar afianzaron y remataron mi éxito. Las amistades formaron pronto en derredor mío espesa red, contribuyendo no poco á ello la familia de mi tío, muy conocida en la Corte y relacionada con lo mejor, así por el parentesco que mi tía Pilar tenía con familias ilustres, como por el roce constante de su marido con personas y personajes de todas las clases sociales. II En el principal de mi casa no reinaba siempre una paz perfecta. No pocas veces, al subir á casa del tío, asistí contra mi voluntad á escenas dramáticas. Un día ví á Eloísa llorando cual si le ocurriera una gran desgracia, y á su mamá tratando de calmarla con la aplicación simultánea de varios antiespasmódicos. Estaba en meses mayores y podía sobrevenir una catástrofe. No pude conseguir que me enterasen del motivo de semejante duelo: ¡tan afanadas parecían ambas! Pero Camila, que estaba en el comedor besando al gato y arañando á su marido, púsome al corriente de los trágicos sucesos. La noche antes, María Juana, Camila y el esposo de Eloísa habían tenido una discusión un poco agria sobre cosas políticas. Hubo algunas expresiones acaloradas... Pero el prudente Medina cortó la disputa con discretas y conciliadoras razones. Lo malo fué que al día siguiente la renovaron las dos mujeres. Palabra tras palabra, ambas hermanas se encendieron poco á poco en ira, y oyéronse conceptos un tanto vivos... «Los Carrillos eran unos hambrones aduladores...» «Los Medinas unos tíos ordinarios de la Cava Baja...» «La marquesa de Cícero había sido una acá y una allá...» «Los maragatos, en cambio, vendían pescado...» «Los Carrillos eran revolucionarios porque no tenían una peseta...» «Los Medinas no eran nada porque no tenían entendimiento...» En fin, mil tonterías. Eloísa, menos fuerte que su hermana en la polémica, se embarullaba, tenía rasgos de ira infantil, concluyendo por echarse á llorar. Sentí mucho haber perdido la escena, pues llegué cuando la tempestad había pasado, y sólo se oían truenos lejanos. En el gabinete de la derecha de la sala, la pobre Eloísa daba respiro á su corazón oprimido, diciendo entre sollozos: --Me alegraría de que viniese una revolución... grande, grande, para ver patas arriba á tanto... idiota. En el gabinete de la izquierda, María Juana, mal sentada en una silla, el manguito en una mano, el devocionario en otra, la cachemira cogida con imperdible y abierta como una cortina para mostrar su bien formado pecho, el velo echado hacia atrás, las mejillas pálidas, la nariz un poco encendida á causa del frío, los quevedos (que empezaba á usar por ser algo miope) calados y temblorosos sobre la ternilla, los pies inquietos estrujando la lana de una piel de carnero, hacía constar la urgente necesidad de una revolución... grande, grande, que acabara de una vez para siempre con los... me parece que dijo «los _mamalones_ que viven á costa del prójimo.» --Pero, señoras --dije yo interviniendo y pasando de un gabinete á otro para ponerlas en paz--, ¿qué piropos son esos y qué furor de revoluciones ha entrado en esta casa?... Por fin, después que las aplaqué burlándome de sus antojillos demagógicos, les dije: --Hoy es mi cumpleaños. Convido... Todo el mundo á almorzar en Lhardy. (Gran sensación, tumulto, preparativos, sonrisas que brillaban tras un velo de lágrimas, gorjeos de Camila, alegría y reconciliaciones.) Los móviles de estas domésticas jaranas no eran siempre políticos. Otro día Camila, después de llamar hipócrita á su hermana mayor, rompió á chillar como un ternero, jurando que no volvería á poner los pies en aquella casa. Averiguada la razón de este tumulto y de las contorsiones que mi primita hacía, resultaba ser celillos del papá. Sí: mi tío, al decir de Camila, quería más á María Juana que á sus demás hijos, distinguiendo comunmente á aquélla con mil cariñosas preferencias; de donde se deducía que mi tío no era un modelo de imparcialidad paterna, como hasta entonces habíamos venido creyendo. Siempre que las hermanas altercaban sobre cualquier asunto, por nimio que fuera, como, por ejemplo, la elección de un color para vestido, cuál teatro era más bonito, si había llovido este año más que el pasado, el padre apoyaba ciegamente el partido de María Juana. --Un padre debe querer á sus hijos por igual --decía Camila aquel día entre sollozos y lágrimas. Más tarde vine á saber que todo aquel alboroto fué por un paquete de caramelos de la Pajarita. Otras veces la grave causa era «si tú me quitaste el periódico cuando yo lo estaba leyendo», ó bien «que yo no fuí quien dejó la puerta abierta, sino tú», ó cosa por el estilo. Debo decir, en honor de la verdad, que pasaban también semanas enteras sin que la paz se turbase, viviendo todos, padres, hijos, hermanas y yernos, en aparente concordia. Siempre habría sido lo mismo si mis tíos hubieran establecido en la casa, antes de que la prole creciera, una estrecha disciplina. Mas no lo hicieron así. Era mi tía Pilar una excelente señora; pero de tan flojo carácter, que sus hijos, y aun los criados, y hasta el gato, hacían de ella lo que querían. Mi tío no se cuidó nunca de sus hijos más que para comprarles dulces y llevarles un palco para que fueran al teatro algún domingo por la tarde. Todo el día estaba en la calle, y los festivos solía ir de caza al coto que en sociedad con varios amigos tenía arrendado. Mi primo Raimundo, de quien no he hablado aún, vivía en completa paz con mis tres primas, pues había adoptado en todos los asuntos domésticos un temperamento flemático; y aunque su mamá tenía marcadas preferencias por su único varón, éste, que era insigne filósofo, como se verá más adelante, cuidaba de no hacerlas patentes delante de sus hermanas para aprovecharlas mejor. III He dicho que en Enero del 81 dió á luz Eloísa el primer nieto que tuvieron mis tíos. El tal absorbía por completo la atención de toda la familia. Abuelos, tías y madre eran pocos para mimarle. Las funciones de su organismo nuevecito, al estrenar la vida y ensayarse en los procederes elementales del egoísmo humano, preocupaban hondamente á todos los de casa. A las inocentes brutalidades de aquel cachorro de hombre se les daba la importancia de verdaderas acciones humanas. No hay para qué hablar de la fama que tenía. Había corrido la voz de que era _un rollo de manteca_, y además muy mala persona, es decir, que ya tenía sus malicias, y se valía de ingeniosas tretas para hacer su gusto. Todos los recién nacidos gozan de esta opinión desde que respiran; todos son guapos, robustos y muy pillos. Y, sin embargo, todos son lo mismo: feos, flácidos, colorados, más torpes que los niños de los animales y siempre mucho menos graciosos. Del de Eloísa se contaban maravillas. Era un granuja. A los dos meses ya protestaba contra las horas metódicas á que le daba el pecho el ama, y quería atracarse sin orden ni tasa. Era, pues, un gastrónomo y un libertino. A los cuatro meses mostraba su desagrado á algunas personas, y pataleaba cuando quería que le paseasen. Tenía la poca vergüenza de reirse de todo, y cuando le ponían un reloj en la oreja, se la echaba de listo, como diciendo: «Ya, ya sé lo que es eso: á mí no me la dan ustedes.» A los cinco meses era realmente una preciosidad. Se parecía á su mamá. Salía á los Buenos de Guzmán en la figura y en el carácter. El ama relataba mil incidentes y malicias que indicaban el talento que iba á sacar. Algunas noches había conciertos, á que felizmente no asistía yo. Para impedirle que durmiera de día, le paseaban por la casa, le bajaban alguna que otra vez á la mía, y procuraban entretenerle haciéndole fijar la vista en objetos de colores vivos. Cuando se cansaba, restregábase el hocico con los puños cerrados, que parecían dos rosas sin abrir, y á veces me obsequiaba con una sonata de las mejores suyas. Alguna vez le cogía yo en mis brazos y le paseaba, procurando que se fijara en una lámpara colgante, objeto al cual repetidas veces consagraba una atención profunda como de persona inteligente. Parecía decir: «Vean ustedes... éstas son las cosas que á mí me gustan...» No sé en qué consistía que en mis brazos se tranquilizaba casi siempre. Sin duda sentía hacia mí una respetuosa estimación que no le inspiraba el ama. Mirábame con atónita dulzura, mascando sosegadamente un aro de goma y arrojando sobre mi pecho las babas que no podía recoger su babero. Con aquella muda saliva me decía sin duda: «Estoy pensando, aquí para mis babas, que usted y yo vamos á ser muy buenos amigos.» Todos le querían mucho, y yo también, correspondiendo á la confianza y consideración que le merecía. Ved aquí cuán fácilmente me asimilaba los sentimientos de la familia, porque mi carácter fué siempre, salvo en las ocasiones de mal nervioso, refractario á la soledad. No me gustaba vivir en lo interior de aquella república, pero sí en sus agradables cercanías. Poco á poco fuí acostumbrándome al calor lejano de aquel hogar. Así lo quería yo: bastante cerca para matar el frío, bastante lejos para que no me sofocara. Mis tíos, mis primas, los maridos de mis primas y el retoño aquél baboso me interesaban ya y eran necesarios en cierto grado á mi existencia. Pero he de confesar que Eloísa era, de todos ellos, la que se llevaba la mejor parte de mis afectos. Solía consultarme sobre cosas de su exclusivo interés; y yo, que todo el invierno lo empleé en instalarme bien y cómodamente, pues era muy tardo y dificultoso en elegir los muebles, le pedía un día y otro el concurso de su buen juicio y de su gusto supremo para aquel fin. Entre paréntesis, diré que yo decoraba mi casa con lujo, adquiriendo todo lo bonito y elegante que encontraba en las tiendas, y haciendo traer directamente algunos objetos de París y Londres. Soltero, rico y sin obligaciones, bien podía darme el gusto de engalanar suntuosamente mi vivienda, y ser, conforme lo exigía mi posición social, amparo de las artes y la industria. Desconfiando siempre de mí mismo en materia de gusto artístico, me sometía al parecer de Eloísa, y nada se ponía en las paredes de mi casa sin que antes pasase por la prueba de su entendida crítica. Comprendí que ella gozaba extraordinariamente en ello, y como había tela de donde cortar, yo adquiría, adquiría cada vez mejores y más escogidas cosas. Mi afecto hacia ella era de una pureza intachable; tan así, que gozaba oyéndola elogiar á su marido. Díjome un día: --El pobre Pepe vale bastante más de lo que creen papá... y los amigos de casa. Tiene inteligencia; pero la pobreza y su poca salud le acobardan mucho. Otro día me dijo con acento bastante triste que estaba hastiada de vivir en casa de sus padres; que además de la idea de serles gravosa, le mortificaba la falta de independencia; que deseaba ardientemente tener su casa, casa propia, _sus cuatro paredes_, para vivir solita con su marido y con su hijo. Con la renta de Pepe no había que contar para este propósito tan honrado y tan legítimo, pues la paga del ministerio y el producto de unos foros gallegos que además disfrutaba, apenas eran suficientes para vestirse ambos y para el ama y algunas menudencias. --Oye lo que ocurre --me dijo otro día, en ocasión que subí á su casa para que me hiciera el favor de elegirme unas alfombras--. A ver qué opinas. El ministro de Ultramar, que es muy amigo nuestro... anoche comieron él y papá en casa de la de San Salomó... ha ofrecido á Pepe un buen destino en Cuba. Dice papá que si tiene arreglo, puede sacar en un par de años cien mil duros... sin hacer cosas malas, se entiende. Otros han traído más en mucho menos tiempo. ¿Te parece que debe aceptar? En toda la noche he podido dormir pensando en esto, pues si por un lado quisiera resolver este acertijo de nuestro modo de vivir, por otro no me haría maldita gracia separarme de mi marido... Y lo que es irme yo á América... al pensarlo, no son plumas, sino nidos de avestruces lo que siento en mi garganta. El pobre Pepe no tiene salud para aquellos climas... y al mismo tiempo no sé... ¡La idea de verle entrar en casa acompañado de cien mil duros!... Es terrible alternativa ésta, ¿no es verdad? Parece que la marquesa de Cícero está ahora muy fuerte. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos aceptar el destino? Esta inesperada consulta me puso en gran perplejidad. Pero mi buen juicio y mi conciencia, que, teóricamente al menos, estaba llena de rectitud, inspiráronme pronto la respuesta. No: Pepe no debía exponerse á los peligros de la fiebre amarilla... no faltaba más. ¡Qué sería de su pobrecita mujer, sola y muerta de pena en Madrid!... Por ningún caso. Estaría siempre en un puro afán, pensando si le daba ó no le daba el vómito, y de correo en correo su vida sería un martirio de incertidumbre... ¿Y todo por qué? Por una riqueza ilusoria... Pepe era decente y honrado, y no sabría centuplicar, como otros, los gajes de su empleo. --Ríete --le dije-- de esas ganancias, sin hacer cosas malas. Pepe se volverá á España con las manos tan limpias como su conciencia, y los bolsillos más limpios aún... Añadí que la Providencia se encargaría de arreglar aquel asunto mejor que el ministro de Ultramar. Por más que dijeran, Angelita Caballero no podía ya vivir mucho. Yo la había visto el día antes en su carruaje, hecha una hoz, tan encorvada que parecía estar besándose las rodillas... Paciencia, paciencia y calma. Esto ocurría en Mayo: lo recuerdo, porque después de aquella conferencia fuimos todos, Camila inclusive, á casa de María Juana, á ver pasar la gran procesión del Centenario de Calderón. Los prudentes consejos que dí á Eloísa fueron bien acogidos por ella y aceptados con alma. Aquel día y los siguientes estuve pensando cuán fácil me sería realizar el noble sueño de mi prima, pues con parte de lo que yo gastaba en superfluidades, habría bastado para que ella tuviese aquellas _cuatro paredes suyas_ que la traían tan desazonada. Pero esto era tan irregular y contravenía de tal modo las leyes sociales, que no era posible expresarlo ni aun como un ofrecimiento de pura fórmula, de esos que previamente sabemos no serán aceptados. Hablar de tal cosa habría sido imperdonable falta de delicadeza. Calléme, pues, repitiendo para mi sayo una cosa que más de una vez había oído de labios de la propia Eloísa en sus horas de tristeza, y era que los bienes de la tierra están muy mal repartidos. III Mi primo Raimundo, mi tío Serafín y mis amigos. I Con este Bueno de Guzmán había tenido yo trato anteriormente, por haber pasado conmigo una larga temporada en Jerez y Cádiz. Pocas personas poseen, como mi primo Raimundo, el don envidiable de cautivar y agradar de primera intención, porque á pocos seres concedió Naturaleza tal caudal de prendas brillantes, calidades de esas que podríamos llamar ornamentales, porque no dan valor positivo á la persona, sino que lo fingen. Cuando le conocí en Andalucía, estaba Raimundo en todo su esplendor y en el apogeo de su deslumbradora originalidad. En Madrid ya le encontré algo decaído. Se me parecía á los artistas que, abusando de sus facultades, caen en el amaneramiento. En ocasiones, lo que antes hacía en él tanta gracia principiaba á ser enfadoso. Sus excentricidades y paradojas, sus ráfagas de ingenio eran para un rato nada más. Comenzaba á tener manías estrambóticas y á padecer lamentables descuidos en su conducta social y privada. No era ya el hombre entretenidísimo, ameno y simpático de otros tiempos; mejor dicho, tenía temporadas, días muy buenos, horas felices á las que seguían períodos en que se hacía de todo punto insoportable. En España son comunes los tipos como este primo mío. Creeríase que son producto del garbanzo, y que este vegetal ha ingerido en la raza los talentos decorativos. He conocido muchos que se le parecen, aunque en pocos he visto combinarse tan marcadamente como en él lo brillante con lo insubstancial. Había tenido Raimundo una educación muy incompleta; había leído poco, muy poco, y no obstante, hablaba de todas las cosas, desde las más frívolas á las más serias, con un aplomo, con una facundia, con un espíritu que pasmaban. Los que por primera vez le oían y no le conocían, se quedaban turulatos. A este don de tratar bien de todo reunía mi primo otros muchos. Hablaba francés é italiano con rara perfección. El inglés no lo hablaba, pero lo traducía, y de alemán se le alcanzaba algo. Aprendía las lenguas con facilidad suma, sin esfuerzo, no se sabe cómo. Su memoria estupenda descollaba también en la música. Repetía las óperas del repertorio moderno, con recitados, coros y orquesta, y trozos difíciles de música sinfónica y de cámara. Cantaba lo mismito que Tamberlick y declamaba como Rossi, imitando también á los actores cómicos más en boga. En esto de remedar voces y de asimilarse todos los acentos humanos, superaba con mucho á su hermana Camila, que igualmente tenía dotes de actriz y habría lucido en las tablas si á ello se dedicara. Mi primo no era pintor porque no se había puesto á pintar; pero buena prueba era de su aptitud lo que hacía con lápiz ó pluma cuando por entretenimiento dibujaba cualquier figura. Hacía caricaturas deliciosas, frescas, fáciles, y á veces le ví trazar en serio, observando el natural, contornos de una verdad y elegancia que me pasmaban. «¿Por qué no te has dedicado á la pintura?» le preguntaba yo á veces; y él alzaba los hombros, como diciendo: «Si me hubiera dedicado á todo aquello para que tengo disposición, no me habrían bastado la vida ni el tiempo.» Porque también hacía versos, y tan buenos como los de otro cualquiera. Los componía serios y epigramáticos, burlescos y trágicos, según le daba. En la prosa también hacía primores. La escribía de todas las castas posibles: académica y periodística, atildada y pedestre, declamatoria y picaresca. Cuando estaba de humor literario, cogía la pluma y decía: «voy á imitar á Víctor Hugo.» Pues escribía un trozo que parecía arrancado de _Los Miserables_. Otras veces imitaba á los clásicos de un modo que no había más que pedir, y como cogiera por su cuenta el estilo parlamentario y oficial que aquí priva, hacía cosas muy divertidas. También se las daba de crítico, y tenía un golpe de vista admirable para juzgar de todas las artes y descubrir en cada obra aspectos y fases que se ocultan á la generalidad. Pues con tales disposiciones, las pocas veces que se vió en letras de molde no fué con lucimiento, porque pensar que hiciera y consumara un trabajo completo, regular, con principio y fin, era pensar lo imposible. A menudo, sus tareas literarias, empezadas con febril entusiasmo, se quedaban sin concluir. Cuando se le reprendía por su inconstancia, disculpábase con la carencia de estímulo, que es la asfixia del escritor en nuestro país; con la falta de editores. ¡Oh! si aquí se cobrara por escribir... Esta era su muletilla, que iba siempre acompañada de la amarguísima exclamación de Larra: «El genio ha menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas.» Estoy convencido de que si hubiéramos tenido un editor espléndido y sabio detrás de cada esquina, Raimundo no habría compuesto libro alguno ni aun del tamaño de una lenteja. Es más: llegué á comprender que mi primo, dotado de aptitudes tan varias, no habría sido jamás poeta eminente, ni pintor de nota, ni músico, ni orador, ni cómico, ni crítico, aunque se dedicara exclusivamente á alguna de estas artes, porque carecía de fondo propio, de fuerza íntima, de esa impulsión moral, que es tan indispensable para los actos de creación artística como para las obras de la voluntad. Elogiado desde la niñez por su feliz talento, mirado como gloria de la familia, defraudó las esperanzas de su padre, que no pudo sacar partido de él. A once carreras se aplicó. Empezaba con mucho brío; pero en el primer año se plantaba. Habíase preparado para Estado Mayor, Minas, Montes, Medicina, Telégrafos, Ayudante de Obras públicas, y para no sé qué más. Oirle hablar de sus carreras y de sus estudios era como hojear una enciclopedia. Por fin, hízose abogado á fuerza de recomendaciones. «Mi camino al través de la Universidad --decía--, ha sido una senda de tarjetas.» En los días de esta narración, Raimundo debía de tener treinta años (era el segundo hijo de mi tío) y representaba más de cuarenta. Su naturaleza febrilmente activa parecía haber burlado la ley del tiempo, madurándose con demasiada prisa. Vivía en un constante esfuerzo por huir de lo presente, hipotecando el porvenir, y nutriéndose hoy por adelantado con la savia de mañana. Pródigo de su sangre, de todas las energías de su espíritu y de su cuerpo, devoraba el capital vital, como si la juventud fuera un estado que le estorbase y padeciera nostalgias de la vejez. Cuando le ví en Madrid, me asustó la extraordinaria flaqueza de su rostro. Comprendí que en aquella lámpara había ya poco aceite, por haber sido encendida muy pronto y atizada constantemente; pero no le dije nada, porque supe que se había vuelto aprensivo. Su cara de hombre guapo era como la de un Cristo viejo, muy despintado, muy averiado de la carcoma y profanado por las moscas. Tenía la voz cavernosa, la mirada mortecina, los movimientos perezosos. Un día que estábamos solos en mi cuarto, le ví acomodarse en una butaca, estirar las piernas sobre otra, buscar postura, hacer muecas de dolor y hastío como el que padece gran quebranto de huesos, cerrar luego los ojos y respirar fatigosamente. A mis inquietas preguntas respondió levantándose de un salto, dando paseos por la habitación con las manos á la espalda y la barba sobre el pecho. --La inacción es lo que me mata --decía sin detenerse--. Me estoy atrofiando, me estoy enmoheciendo... Luego se paró ante mí, y mirándome con aquellos ojazos que parecían muertos, díjome entre carraspeos: --Tengo un principio de enfermedad grave. ¿Sabes lo que es? Reblandecimiento de la médula. --¿Has consultado algún médico? --No: no es preciso. He estudiado esa enfermedad, y conozco bien su proceso, sus síntomas y su tratamiento. Dióme una lección de fisiología, en la cual habló de la _pía mater_, del _canal raquídeo_, de la _substancia gris_, de las perturbaciones _vasomotoras_, con otros terminachos que no recuerdo. Debía de ser su atropellado discurso un tejido de disparates; pero tenía todo el aparato de lucubración científica, y para los legos en medicina, como yo, era un asombro. Sentóse luego, y tras aquellas sabidurías, dió en afirmar vulgaridades de curandero. Después le oí pronunciar en voz baja y con precipitación maniática sílabas obscuras. --¿Sabes --me dijo de súbito, contestando á mis preguntas-- cuál es uno de los principales síntomas del reblandecimiento? La _afasia_, ó sea pérdida de la palabra. Empieza por inseguridad, por torpeza en la emisión de algunas sílabas. Las que primero se resisten á ser pronunciadas fácilmente y de un golpe son las de _r_ líquida después de _t_, es decir, las sílabas _tra_, _tre_, _tri_, _tro_, _tru_... Observé que Raimundo, haciendo visajes como los tartamudos, se expresaba con dificultad. Tenía su rostro palidez cadavérica. De súbito se marchó sin decirme adiós, pronunciando entre dientes no sé qué conceptos obscuros de una jerga ininteligible. Acostumbrado ya á sus extravagancias, no me ocupé más de él. Al día siguiente entró en mi cuarto con apariencia de estar muy gozoso. Se frotaba las manos y su semblante tenía mucha animación. --Hoy estoy muy bien, muy bien... al pelo --me dijo--. Mira, para probar el estado de los músculos de mi lengua y cerciorarme de que funcionan bien, he compuesto un trozo gimnástico-lingüístico. Recitándolo, puedo sintomatizar la _afasia_ y también prevenirla, porque fortalezco el órgano con el ejercicio. Si lo digo con dificultad, es que estoy malo; si lo digo bien... Escucha. Y con la seriedad más cómica del mundo, con asombrosa rapidez y seguridad de dicción, cual si estuviera imitando el chisporroteo de una rueda de fuegos artificiales, me lanzó de un tirón, de un resuello, este incalificable trozo literario: --_Sobre el triple trapecio de Trípoli trabajaban trigonométricamente trastrocados tres tristes triunviros trogloditas tropezando atribulados contra trípodes triclinios y otros trastos triturados por el tremendo Tetrarca trapense_. Y lo volvió á decir una vez y otra, sin poner punto ni coma, hasta que cansado de reirme y de oir aquel traqueteo insufrible, le rogué por Dios que se callara. Raimundo se apegó á mi persona con tenacidad cariñosa. Era mi primer amigo y me acompañaba y entretenía mucho. Había en él algo del parásito, que adula á los ricos por recoger sus sobras, y un poquillo del bufón que divierte á los poderosos. Me hacía pasar ratos agradables, charlando de cosas diferentes, ya por lo campanudo, ya por lo familiar; hacía la crítica de la obra que habíamos visto estrenar la noche antes; remedaba á los oradores del Congreso, y me contaba anécdotas políticas y sociales de las que jamás por su índole personal transcienden á la prensa. Todo iba bien mientras no le entraba la murria del reblandecimiento, pues entonces no se le podía aguantar. Así, desde que empezaba con el _triple trapecio de Trípoli_, ya estaba yo tomando mis medidas para echarle de mi cuarto. No sólo era mi amigo, sino mi huésped, pues desde el parto de Eloísa se bajó á dormir á mi casa. --Arriba no se cabe --me dijo un día--. Me han ido acorralando poco á poco, y por fin me han metido en un _triclinio_ en que estoy _trigonométricamente trastrocado_. Si quieres, puesto que tienes casa de sobra, me vengo á vivir contigo, y así estaré más divertido y tú más acompañado. Tomóse para sí la holgada habitación interior que yo no necesitaba, y en las últimas horas de la noche, como en las primeras de la mañana, le tenía siempre junto á mí como mi sombra. Desde que perdió la esperanza de hacer carrera de él, su padre le proporcionó un empleíllo en Fomento, el cual respetaban todos los gobiernos, considerándolo como sagrado tributo que la patria pagaba á mi tío. Raimundo no iba al ministerio más que el día de cobrar. «Yo --decía-- no reconozco más jefe que el habilitado.» Desde el 20 del mes, ó antes, se le acababan los fondos, fenómeno que se traducía al punto en síntomas de reblandecimiento y en la matraca insufrible de los _triunviros trogloditas_. --No me marees --le decía yo--. Si no tienes dinero, pídelo en castellano. A él se le encendían los espíritus con esto. --¿Es verdad ó no que no hay _guita_?... ¡Oh! si tengo yo un ojo médico... --Puesto que me pones una pistola al pecho para que lo confiese --exclamaba con solemnidad cómica--, cierto es. --¿Por qué no te clareabas? --¡Ah! porque yo digo, como Fontenelle, que si tuviera la mano llena de verdades, no las soltaría sino una á una. II De los amigos de fuera de casa, los más fieles y constantes y los que más quería yo eran Severiano Rodríguez y Jacinto María Villalonga, el primero andaluz neto, el segundo casado con una parienta mía, ambos excelentes muchachos, de buena posición, muy cariñosos conmigo. A Severiano Rodríguez le trataba yo desde la niñez; á Villalonga le conocí en Madrid. El primero era diputado ministerial, y el segundo de oposición, lo cual no impedía que viviesen en armonía perfecta, y que en la confianza de los coloquios privados se riesen de las batallas del Congreso y de los antagonismos de partido. Representantes ambos de una misma provincia, habían celebrado un pacto muy ingenioso: cuando el uno estaba en la oposición, el otro estaba en el poder, y alternando de este modo, aseguraban y perpetuaban de mancomún su influencia en los distritos. Su rivalidad política era sólo aparente, una fácil comedia para esclavizar y tener por suya la provincia, que, si se ha de decir verdad, no salía mal librada de esta tutela, pues para conseguir carreteras, repartir bien los destinos y hacer que no se examinara la gestión municipal, no había otros más pillines. Ellos aseguraban que la provincia era feliz bajo su combinado feudalismo. Por supuesto, el pobrecito que cogían en medio, ya podía encomendarse á Dios... A mí me metieron más adelante en aquel fregado, y sin saber cómo hiciéronme también padre de la patria por otro distrito de la misma dichosa región. Para esto no tuve que ocuparme de nada, ni de decir una palabra á mis desconocidos electores. Mis amigos lo arreglaron todo en Gobernación, y yo con decir _sí_ ó _no_ en el Congreso, según lo que ellos me indicaban, cumplía. Manolito Peña, diputado también, muy decidor é inquieto, fué uno de mis íntimos. Por la amistad que tenía con mi tío y por haberle tratado con motivo de un pequeño negocio, vino también á ser mi amigo el marqués de Fúcar, viejo que tenía el prurito de remozarse y reverdecerse más de lo que consentían sus años y su respetabilidad. Raro era el día que no almorzaban conmigo Severiano Rodríguez y mi primo Raimundo. Los domingos almorzaban los que he citado y también Pepe Carrillo, el marido de Eloísa. Luego solíamos ir todos á los toros, donde yo tenía palco y Fúcar también. De otros amigos hablaré más adelante. No quiero dejar de decir algo de mi excelso pariente, el tío Serafín, brigadier de marina retirado, que me visitaba con frecuencia. Era un solterón viejo que se pasaba la vida paseando. Todas las mañanas infaliblemente, lloviera ó venteara, iba al relevo de la guardia de Palacio; después daba un vistazo á los mercados y se corría hacia la calle de Sevilla para arreglar su _remontoir_ por la hora del reloj de Ganter; daba dos ó tres vueltas á la Puerta del Sol, iba á almorzar á su casa, tomaba café en el Suizo nuevo, y por la tarde, después de andar un poco á pie inspeccionando las obras de las casas en construcción, hacía en cualquier tranvía un recorrido de diez ó doce kilómetros, de pie en la plataforma delantera. Por las noches iba al Círculo de la Juventud, del cual era socio, y después se le veía invariablemente en la primera ó segunda pieza de Eslava. Pocos hombres existen de presencia más noble que mi tío Serafín, de un aspecto más venerable y al mismo tiempo más simpático. Conserva admirablemente la urbanidad atildada de la generación anterior, y tiene cierto empeño en inculcar los preceptos de ella á los jóvenes con quienes trata. Es enemigo declarado de la grosería y de las malas formas. Es muy pulcro, pero un poco anticuado en el vestir. La moda no ha tenido influjo en él para hacerle abandonar un inmenso y pesado _carrik_ que le acompaña desde Noviembre á Mayo, ni la bufanda espesa que le da dos vueltas al cuello, sirviendo de base á aquella hermosísima cabeza de Cristóbal Colón, siempre echada atrás, cual si el hábito de mirar al cielo, para tomar alturas con el sextante, le hubiera deformado el pescuezo. Las visitas de mi tío fueron al principio muy gratas. Tenía unos modos tan afables, respiraba todo él tanta nobleza y caballerosidad, que habría deseado tenerle siempre en mi casa. Pero cuando empecé á advertir el pícaro defecto de aquel excelente hombre, ya me daba tristeza verle entrar. Su hermano Rafael me había dado noticias de aquella maña feísima de sustraer disimuladamente los objetos que le gustaban y guardárselos en los bolsillos del _carrik_. Creo que él mismo no se daba cuenta de lo que hacía; que sus hurtos eran un fenómeno neuropático, un acto irresponsable, independiente de toda idea moral. En la época en que le daba por visitarme, cada día echaba yo de menos algo: bien un libro, bien un pequeño bronce, un cenicero, arandela ó cualquier otra fruslería. Por nada del mundo le hubiera yo dado á entender que conocía al ladrón. Lo que hacía era vigilarle y estar muy atento á sus manos, pues él, cuando se sentía observado, no hacía de las suyas. ¡Pobre don Serafín Bueno de Guzmán! ¡Que así se envileciera un hombre que había realizado actos de heroísmo en la vida militar, y en la privada otros no menos dignos de alabanza; un hombre que tenía ideas tan puras y hermosas sobre la justicia, sobre el derecho, y que había sabido darlas á conocer con algo más que con palabras! Otras _chifladuras_ de mi tío no me maravillaban por ser propias de solterones viejos. El que en edad madura había sido un galanteador de alto vuelo, en la vejez perseguía las criadas bonitas, ó que á él le parecían tales, pues debemos creer que las aberraciones del gusto andarían á la par con la afición senil. Sus paseos matinales y crepusculares eran una cacería activa, febril, casi siempre infructuosa. Decía Raimundo que cuando se lo encontraba en la calle al anochecer, camino de su casa, tarareando entre dientes y con las manos á la espalda, era señal de que la jornada había sido mala y de que el incansable ojeador no había descubierto ninguna de aquellas reses bravas que perseguía. IV Debilidad. I Llegó el verano y con él la desbandada. Yo me fuí al extranjero. Estuve en Hamburgo con el marqués de Fúcar, que iba á hacer contratas de tabacos, y después en Londres con Jacinto María Villalonga, á quien el ministro de Fomento había encargado la compra de algunas máquinas de agricultura y de caballos para mejorar las castas de la Península. En Inglaterra recibía yo frecuentes noticias de la familia, que veraneaba en Biarritz, ya por el tío que me escribía algunas veces, ya por Raimundo que lo hacía casi todas las semanas. Sus cartas eran muy divertidas; escribíalas en estilo espeluznante cuando me contaba alguna trivialidad, y en el más ligero cuando me transmitía noticias de importancia. Usaba en unas la forma víctorhuguesca, y en otras el tosco lenguaje de los cuentos de baturros. «Me ha salido un grano en la nariz --decía--. ¿Qué es esto? Es la madurez de lo insondable. Es el alerta de la sangre, la espuma roja del naufragio interior. Hay tempestades en las venas.» No escribía así por burla del gran poeta, sino como una especial manera suya de admirarle. A la semana siguiente me decía en una postdata: «¡Otra que Dios! Chico, ya los Carrillos heredaron. Reventó la tía Cícero...» Esta noticia dióme que pensar. Creí encontrar á la familia en Biarritz cuando pasé por allí á mediados de Septiembre; pero habían apresurado su regreso á Madrid con motivo de la herencia de Carrillo. Comprendí la impaciencia de Eloísa, y francamente, alegrábame de verla ya en posesión de un bienestar al cual me parecía tan acreedora. Sobre la dichosa herencia corrían en la colonia de Biarritz voces que me parecieron absurdas. Algunos la hacían subir á un caudal fabuloso. Angelita Caballero había dejado á su sobrino catorce dehesas, veinticinco casas y gruesas sumas en valores del Estado. Se decía que en un cuarto inmediato á la alcoba de la buena señora se habían encontrado enormes sacos llenos de metálico acuñado, en plata y oro, consolidación avariciosa de las rentas de los últimos años. La plata labrada era también de una riqueza fenomenal. Oía yo estas cosas, y en mi mente quitaba dehesas, quitaba casas, reducía á su mínima expresión los sacos de dinero, seguro de no equivocarme. Ya he dicho algo del afán concupiscente con que agrandan é hiperbolizan la riqueza ajena los que no tienen ninguna. Creeríase que se meten algo en el bolsillo, ó que se les vuelve dinero la saliva que gastan en aumentar el de los demás. En Madrid la verdad confirmó mis conjeturas. Por mi tío y el padre de Jacinto Villalonga, ambos testamentarios, supe que la herencia no era, ni con mucho, fabulosa. Lo de los talegos (y en esto se aferraba más que en ningún otro detalle el crédulo vulgo), era pura fantasía; la plata labrada escasísima y de baja ley, y los predios y valores públicos suponían, descontados los gastos de traslación de dominio, un capital de ciento veinte mil duros. Con esto bien podrían Pepe y Eloísa ser felices y vivir, no sólo con desahogo, sino con cierta esplendidez. Tal fortuna era lo que llena y sacia las ambiciones del hombre modesto, apartándole tanto de la escasez como de los desvanecimientos y peligros de la opulencia; era la fortuna discreta y templada que invita á disfrutar algo de los placeres del lujo sazonándolos con los de la sobriedad, y combinando dos cosas tan opuestas y al mismo tiempo tan solubles la una en la otra, como son el goce y la continencia. Llegué á Madrid á principios de Octubre. ¡Qué gusto ver mi casa, el semblante amigo de mis muebles y entregarme á la rutina de aquellas comodidades adquiridas con mi dinero, y que tanta parte tenían en mis propias costumbres! Eran las costras, digámoslo así, de mi carácter. Como á ciertos moluscos, se nos puede clasificar á los humanos por el hueco de nuestras viviendas, molde infalible de nuestras personas. Nada nuevo encontré en la familia, como no lo fuera la febril diligencia de Eloísa por instalarse en la casa que fué de Angelita Caballero. Entre paréntesis, diré que el título no estaba comprendido en la herencia. Pasaba á un señor, tío también de Pepe, á quien yo no trataba todavía; pero como después le conocí y traté bastante, he de traerle á este relato, agarrado por sus grandes bigotes, cuando sea ocasión de hacerlo. Hasta el fallecimiento del tal no disfrutaría Pepe, según el testamento de la anciana, el título de marqués de Cícero. Eloísa no parecía dar importancia á esto; y en cuanto á Carrillo, si tenía pesadumbre por el marquesado, lo disimulaba con buen juicio. Pues decía que hallé á mi prima entregada en cuerpo y alma á la faena deliciosa de poner su casa. Al fin le había deparado Dios aquellas cuatro paredes tan honradamente deseadas. Radicaban en la calle del Olmo, que no es alegre, ni vistosa, ni céntrica; pero ¿qué importaba? Por allí cerca vivían familias de la más empingorotada alcurnia, y el edificio era espacioso. En repararlo y modernizarlo ponía mi prima sus cinco sentidos con aquella habilidad organizadora, aquel altísimo ingenio suntuario y artístico que la distinguía. Diariamente se asesoraba de mí sobre el color de una alfombra, sobre la forma de un juego de cortinas, sobre la elección de un cuadro de tal ó cual artista. ¡Ella que era la propia musa del Buen Gusto, si me es permitido decirlo así, consultaba conmigo, el más lego de los hombres en estas materias, y que no sabía sino lo que ella me había enseñado! Pero, en fin, como Dios me daba á entender, yo le aconsejaba, distinguiéndome particularmente en lo tocante á precios y en fijarle límites prudentes á los gastos que hacía. II Pronto hube de suspender estas funciones de asesor, porque caí enfermo... No sé qué fué aquello. Mi médico sostenía que había en mi mal algo de paludismo, y que ya lo traía de los Pirineos. Pero la fiebre fué poco intensa, si bien tan rebelde á la quinina, que hubo de pasar un mes antes de que el termómetro me indicara la temperatura normal. La convalecencia fué el cuento de nunca acabar. A los días de alivio sucedían otros de alarmante recaída; pero Moreno Rubio estaba tranquilo y me recetaba dosis de paciencia. Según Raimundo, que en todo metía su cucharada, las lentitudes de mi restablecimiento eran, lo mismo que mi enfermedad, una manifestación del estado _adinámico_, carácter patológico del siglo XIX en las grandes poblaciones. Poca fuerza febril primero, poca fuerza reparatriz después, debilidad siempre: tal era mi naturaleza en la enfermedad y en la convalecencia. Molestábame sobre todo, al recobrar á sorbos la salud, mi lamentable estado nervioso, la pícara desazón crónica, que apareció con sus síntomas castizos. ¡Otra vez en mí aquel terror inexplicable, aquel azoramiento, aquella previsión fatigosa de peligros irremediables! ¡Qué esfuerzos hacían mi voluntad y mi razón para vencer esta tontería! «¿Pero á qué tengo yo miedo, á qué? vamos á ver», me decía tratando de corregirme y aun de avergonzarme como si hablara con un chiquillo. Nada conseguía con este sermoneo de maestro de escuela. No era la razón, según el médico, sino la nutrición, la que debía equilibrarme. No discurriendo, sino digiriendo, debía recobrar yo mi estado normal; mas el bergante de mi estómago se había declarado en huelga y hacía lo que le daba su real gana. Casi tanto como aquel indefinible temor me mortificaba otro fenómeno, una tontería también, pero tontería que me sacaba de quicio, llevándome al abatimiento, á la desesperación. Era un pertinaz ruido de oídos que no me dejaba un momento y que resistía á toda medicación. Dijéronme que era efecto de la quinina; mas yo no lo creía, pues de muy antiguo había observado en mí aquel zumbar del cerebro, unas veces á consecuencia de debilitación, otras sin causa conocida. Es en mí un mal constitutivo que aparece caprichosa y traidoramente para mi martirio, y que yo juzgaba entonces compensación de los muchos beneficios que me había concedido el Cielo. En cuanto me siento atacado de esta desazón insoportable, me entra un desasosiego tal, que no sé lo que me pasa. En aquella ocasión padecí tanto, que necesitaba del auxilio de mi dignidad para no llorar. El zumbido no cesaba un instante, haciendo tristísimas mis horas todas del día y de la noche. En mi cerebro se anidaba un insecto que batía sus alas sin descansar un punto, y si algunos ratos parecía más tranquilo, pronto volvía á su trabajo infame. A veces el rumor formidable crecía hasta tal punto, que se me figuraba estar junto al mar irritado. Otras veces era el estridente, insufrible ruido que se arma en un muelle donde están descargando carriles, vibración monstruosa de las grandes piezas de acero, en cierto modo semejante al vértigo acústico que produce en nuestros oídos una racha de Nordeste frío, continuo y penetrante. Creía librarme de aquel martirio poniéndome un turbante á lo moro y rodeándome de almohadas; pero cuanto más me tapaba más oía. El insomnio era la consecuencia de semejante estado, y pasaba unas noches crueles, oyendo, oyendo sin cesar. Por fin, no eran runrunes de insectos ni ecos del profundo mar, sino voces humanas, á veces un extraño coro, del cual nada podía sacar en claro; á veces un solo acento tan limpio, sonoro y expresivo, que llegaba á producirme alucinación de la realidad. Excuso decir que en las horas tristes de aquella larga convalecencia me acompañaban mis amigos y la familia de mi tío. Mi estado débil habíame llevado á aquel grado de impertinencia en el cual recibimos de un modo parcial y caprichoso las atenciones de nuestros íntimos; quiero decir, que no todas las personas que iban á hacerme compañía me eran igualmente gratas. Sin saber por qué, algunas despertaban en mí vehementes antipatías que procuraba disimular. Su presencia irritaba mis males. Ni Camila ni María Juana me hacían maldita gracia, y lo mismo digo de mi amigo Manolito Peña, cuya suficiencia y desparpajo me encocoraban. Pero la persona cuya presencia me molestaba más era Carrillo, el marido de Eloísa. Y no porque él fuese poco amable ó enfadoso. Al contrario, mostrándose cariñosísimo, atento y grandemente interesado en mi salud, parecía recomendarse más que ningún otro á mi benevolencia. Y, sin embargo, yo no le podía sufrir. No era antipatía, era algo más: era como un respeto cargante. Me cohibía, me azoraba. Lo mismo era verle entrar, que se agravaban considerablemente los fenómenos de mi dolencia. Aumentaba el ruido, aquel pavor estúpido, y el estruendo de mi tímpano crecía de un modo desesperante. Raimundo y Severiano me entretenían mucho, éste contándome realidades graciosas, aquél con los juegos malabares de su ingenio. Imitaba á Martos y á Castelar con tal perfección, que no cabía más. Después nos contaba con deliciosa ingenuidad los grandes consuelos que obtenía de la fuerza de su imaginación y de la vida artificial que por este medio se labraba, contrarrestando así las miserias de la vida afectiva. --Cada noche --nos decía-- me acuesto pensando en una cosa con tanta energía, y me caldeo tanto el cerebro, que llego á figurarme que es verdad lo que pienso. Gracias que me duermo, que si no haría mil disparates. Anteanoche me acosté pensando que era Presidente del Consejo de Ministros. A eso de la una ya había resuelto en el Congreso, charla que te charla, una cuestión grave. Los decretos me salían á docenas... Y conferencia va, conferencia viene, con el Nuncio, con el embajador de Francia, con el gobernador, con mis compañeros de Gabinete... Luego iba á la firma con Su Majestad, mandaba sueltos á los periódicos, y... Por fin, me dormí cuando estaba hablando por teléfono con el Ministro de la Guerra para ver de sofocar una sublevación militar. Anoche me dió por ser director de orquesta del Teatro Real. Cuando me quitaba la ropa para acostarme, estaban los oboes comenzando detrás de mí el preludio de _Los Hugonotes_, el gran _coral_ protestante. A mi izquierda los primeros violines, á mi derecha los segundos, á un extremo el metal, á otro las arpas... _Ñi, ñi_... ¡Qué bien! En aquel rifi-rafe de la cuerda no se me escapó una nota... En fin, que dijeron el preludio admirablemente. Luego, al arrebujarme en las sábanas, tiré del timbre, empezó á subir lento y majestuoso el telón. Nevers y el coro aparecieron delante de mí... después Raúl, que, por ser debutante, venía muy turbado. Pusimos gran cuidado en la romanza... Más tarde, cuando me dormía, ya no era yo el director: yo era Marcello, y estaba cantando el _pif-paf_... El director era el señor de Meyerbeer, buena persona, que había resucitado para oirme cantar... Y por aquí seguía. ¡Pobre Raimundo! III Mi tío me acompañaba poco, porque sus ocupaciones se lo impedían; pero siempre, al entrar y salir, pasaba á decirme alguna palabra consoladora. Mi tía Pilar bajaba algunas veces á inspeccionar mi casa y criados, cuidando de que no me faltase nada. Mas como la pobre señora estaba muy obesa y bastante torpe de las piernas, sus visitas fueron menos frecuentes en el período de mi convalecencia, y su hija Eloísa la sustituía en aquella cariñosa obligación, que tan vivamente agradecía yo. Aún no había mi prima arreglado su casa y continuaba viviendo en la de sus padres: érale, pues, fácil vigilar la mía, mantener en ella el orden y la limpieza y no perder de vista á mis criados. La casa de un soltero enfermo exige solicitudes y vigilancias extremadas para que no se convierta en una leonera, y gracias á Eloísa, todo marchó en la mía con el orden más perfecto. Verdad que mi prima tenía, á mi parecer, dotes singulares para disponer y arreglar todo lo concerniente á una casa en las circunstancias difíciles como en las ordinarias. Ella era quien gobernaba la morada de sus padres. Desde el salón á la cocina, todo estaba bajo su mando; era, si así puede decirse, el alma de la casa, la autoridad, el poder ejecutivo, lo mismo en lo referente á la compra y á los ínfimos detalles de cocina y despensa, que á las más altas determinaciones de la etiqueta y del mueblaje. --El día en que yo falte de aquí --me decía--, ya se conocerá mi ausencia. La compañía de Eloísa era la más agradable de todas para mí; digo mal, érame en altísimo grado consoladora. Por las noches, cuando mis amigos estaban presentes, yo les decía: «me voy á dormir», para que se fueran y me dejaran solo con la familia, generalmente representada por mi prima, su madre y el pequeñuelo con el ama. Eloísa me animaba con su sola presencia, y hablándome seriamente de cualquier asunto trivial me hacía más feliz que Raimundo con sus agudezas. Gracias también á su bondad y á su saber doméstico, mi rebelde estómago iba poco á poco entrando en caja. Valíase ella para esto de esas mañas que sólo puede usar quien posee secretos culinarios y la suficiente delicadeza de paladar para entender el caprichoso apetito de un enfermo. Del principal me enviaban cositas raras, sabrosas y al mismo tiempo sanas, de cuya invención no era capaz el talento rutinario, aunque sólido, de mi cocinera. Otras veces las frioleras se condimentaban en mi propia casa, entre risas y discusiones de cocina. Bastaba que Eloísa tomase parte en ellas y pusiera sus manos en la obra, para que á mí me pareciese de perlas, y me gustaba más aún si era ella quien me lo servía. Aún me parece estar en aquél mi gabinete bajo, con ventana al paseo. No me apartaba del sillón colocado junto á los cristales, y cuando no tenía visitas leía periódicos y novelas. Los ruidos de la calle, lejos de molestarme, me distraían, apagando en cierto modo la música doliente de mi propio cerebro. Me agradaba ver pasar cada cinco minutos el tranvía, siempre de derecha á izquierda, con las plataformas llenas de gente; me gustaba ver las hojas secas arrancadas de los árboles por el viento y esparcidas por todo el paseo, barridas luego por los operarios de la Villa y hacinadas en el hueco de los alcorques. Me acompañaban los carros que á todas horas pasaban, y el grito de los carreteros, aquel incomprensible _¡ues... que!_ de extraño acento y significación desconocida. Me entretenían los simones, la gente dominguera que por las tardes invadía la acera de enfrente, pollería de ambos sexos, alquiladores varios de las sillas de hierro. Pasaba ratos buenos observando el público especial de los puestos de agua; público sobrio, compuesto de los bebedores más inofensivos, y las tertulias que se forman en aquellos bancos, colocados á manera de estrado entre los _evonymus_ del paseo. Observaba también las conjunciones de personas diversas en las distintas horas del día, la aguadora y el barrendero de la Villa, el manguero y la beata que sale de la iglesia, el sargento y el ama de cría, la niñera y el mozo de tienda, y otros grupos de difícil clasificación. Las fiestas religiosas de San Pascual animaban por las tardes el paseo. Al mediodía, la comida de los albañiles que trabajaban en diferentes obras era un pintoresco cuadro. Yo envidiaba su apetito, y habría dado quizás mi posición por poder comer con ellos, sentado al sol, aquel cocido de color de canario y aquel racimo de tintillo aragonés. Por las noches disminuía el bullicio. Desde las cinco estaba yo esperando al que enciende los faroles para verle dar luz á los mecheros, corriendo de uno á otro y tocándolos con un palo. Poco á poco se iba estrellando el suelo, formando una constelación, cuyo hormigueo lejano se perdía en la polvorosa soledad del Prado. Los ruidos eran menos variados que por el día. Cada cinco minutos, trepidación sorda anunciaba el tranvía, y toda la noche un monólogo de vapor, con resoplidos de válvula y vértigo de volante, acusaba la máquina instalada en el Ministerio de la Guerra para producir la luz eléctrica. Los toques canónicos de las monjas rompían á ciertas horas este uniforme canto llano de la noche con notas metálicas, claras, frías, que agujereaban el oído como un estilete de acero. Un pobre hombre que pregonaba café hasta muy tarde con perezosa y obscura voz, me hacía pensar en la enormísima diversidad de los destinos humanos. Mi tía Pilar tenía la bendita costumbre de apoltronarse en un sillón y quedarse dormida, después de protestar enérgicamente contra la suposición de que pudiera tener algo de sueño. Eloísa tomaba el _barbián_ (yo le llamaba así) de manos del ama (la cual se iba adentro á charlar con Juliana, mi cocinera, y con Ramón, mi ayuda de cámara), y poniéndomele delante le excitaba á repetir en mi presencia todas las gracias que sabía. Estas eran muchas. La más mona era estornudar. Pero cuando se le mandaba hacer el estornudito, no había medio de que obedeciera. Verdadero artista, no quería quitar al arte su condición primera, que es la espontaneidad. Por el mismo principio negábase á saludar con la mano, á repetir los _cinco lobitos_ y la pandereta. No hacía más que asombrarse de todo, besarme, llenarme de hilos de saliva, abrazarse á mi cuello, cogerme la nariz, tirarme de la barba y echar unas carcajadas locas, mostrándome su bocaza encendida, húmeda, gelatinosa, y sus tumefactas encías, en las cuales empezaban á retoñar esos huesos que, al decir de un chusco, son como los cuernos, pues _duelen cuando nacen y después se come con ellos_. IV El _barbián_ solía dormirse, y el ama se lo llevaba. Acostábanle á veces en mi lecho, y lo cubrían con mi tapabocas. Con ser tan pequeño en la superficie de mi ancha cama, parecía que llenaba la casa, pues todas las miradas fijábanse con respeto y cariño en aquel bulto que respiraba. Se le sentía como se siente un reloj, y en el momento de despertar parecía que iba á dar la hora. Eloísa me hablaba de sus proyectos, de lo que pensaba hacer en su nueva casa, de las personas á quienes recibiría, de sus criados, de sus coches, de su servicio, montado con tanta inteligencia como orden. Dábame por admirar cuanto decía, fuera lo que fuese, y por buscar nuevos aspectos al tema de nuestra conversación para ver cómo los trataba y hasta dónde iban los vuelos de un talento que se me antojaba superior. Empezando por hablar de una sillería ó del presupuesto de cocheras, de lo que cuesta una buena planchadora, ó de lo que valen doce docenas de botellas de Château Laffitte, concluíamos por tratar de cosas hondas, como política, religión. Eloísa hablaba con sencillez, sin pretensiones ni aun de buen sentido, pues el buen sentido, cuando quiere aguzarse mucho, tiene pedanterías tan insufribles como las de la erudición; expresaba lo que sentía, claro, sincero y con gracia. Y lo que ella decía parecíame trasunto fiel del sentimiento general; no chocaba por su originalidad ni por su vulgaridad. Observé que sus ideas religiosas venían á ser poco más ó menos como las mías, débiles, tornadizas, convencionales y completamente adaptadas al temperamento tolerante, á este pacto provisional en que vivimos para poder vivir. Sobre otros temas mostróme pensamientos más originales, de los cuales hablaré á su tiempo. Una noche me pasó una cosa muy rara, digo mal, no fué cosa rara; antes bien lo considero natural, atendidas las circunstancias. Es el caso que aquel maldito Raimundo me contaba todos los días un nuevo desenfreno de su imaginación violentada. Su vida artificial y sonambulesca le ofrecía á cada momento ratos de soñado placer y aun satisfacciones del amor propio. --Mira, chico, anoche me acosté pensando que era alcalde de Madrid, no un alcaldillo de tres al cuarto, sino un auténtico Barón Haussmann. Me quité de cuentos. Madrid necesita grandes reformas. Como disponía de mucha guita, mandé abrir la gran vía de Norte á Sur, que está reclamando hace tiempo esta apelmazada Villa. ¿Ves lo que se ha hecho en la calle de Sevilla? Pues lo mismito se hizo en la calle del Príncipe, es decir, demolición completa de todo el lado de los pares. Después rompimiento de la misma calle hasta la de Atocha... hasta la de la Magdalena... Por el otro lado, varié la dirección de la calle de Sevilla, y enfrente, en la casa donde está el Veloz-Club, hice otro rompimiento hasta la Red de San Luis. El desnivel es muy poca cosa... Siguieron luego los derribos: ¡qué nube de polvo!... siete mil obreros... aire, luz, higiene... En fin, cuando me dormí, ya estaba abierta la magnífica vía de treinta metros de anchura desde la calle del Ave-María hasta el Hospicio... Y cuando no entraba con esta monserga de la urbanización, venía con otra semejante. --Mira, chico, anoche me acosté pensando que era yo Sullivan. Venía del teatro, de verlo representar... O bien: --Me acosté pensando que había descubierto la dirección de los globos... En mi estado de debilidad, nada tenía de extraño que estos ajetreos de la mente, este vivir imaginativo fuera contagioso; es decir, que se me pegó la maña de pensar y figurarme cosas y sucesos ideales, si bien nunca completamente absurdos. Yo no estaba, como el pobre Raimundo, _trigonométricamente trastrocado_; quiero decir, que mi imaginación no iba ni con mucho tan lejos como la de mi primo, en quien el imaginar era una especie de vicio solitario, nacido de la flojera orgánica, fomentado por la holganza y convertido por la costumbre en imperiosa necesidad. Las tonterías que yo pensaba, las acciones y fábulas que forjaba en mi mente, harto parecidas á los argumentos de las novelas más sosas, aburrirían al que esto lee, si tuviera yo la humorada de contarlas aquí. Carecían de aquel encanto pintoresco y de aquel viso de realidad que tenían las volteretas cerebrales de mi primo, atleta eminente, trabajando sin cesar en el _triple trapecio_ del vacío. Como una media hora estuve aquella noche hablando con Eloísa. Después creo que me quedé aletargado en el sillón. Escasa luz había en mi gabinete, no sé por qué. Paréceme recordar que llevaron la lámpara á la alcoba, donde estaba el pequeñuelo. Medio dormido oí la voz del ama y la de Juliana. Eloísa hablaba también, siendo el tono de las tres como de personas que tenían muchas ganas de reirse. Creí comprender que estaban mudando la ropa de mi cama, mojada por el _barbián_, y alguna de ellas le reprendió graciosamente por su falta de respeto al lugar en que reposaba. A mi lado, una respiración arrastrada y penosa hacíame comprender que mi tía Pilar estaba más profundamente dormida que yo. Veía yo la alcoba iluminada y mi cama de nogal, grande como las de matrimonio; oía las voces de las tres mujeres que se reían quedito como si me supusieran dormido; luego los rebullicios y cacareos del chiquillo, protestando contra las malas intenciones que se le atribuían. Por último, el ama le tapaba la boca con el biberón vivo y se oían sus chupidos... después silencio profundo. Todo esto se presentaba á mi mente como la cosa más natural del mundo, sin causarle ninguna extrañeza, cual si fuera suceso común y rutinario que había ocurrido el día anterior y que ocurriría también en el venidero. Del fondo de mi alma salían dos fenómenos espirituales: aprobación afectuosa de lo que veía, y certidumbre de que lo que pasaba debía pasar y no podía ser de otra manera. Cada persona estaba en su sitio, y yo también en el mío. Un ratito después, creo que me hundí un poco en el sueño. Pero resurgí pronto viendo á Eloísa que entraba por la puerta de la alcoba. Vestía de color claro, bata de seda ó no sé qué. Acercábase acompañada de un rumorcillo muy bonito, de un _tin-tin_ gracioso que me daba en el corazón, causándome embriaguez de júbilo. Traía en la mano izquierda una taza de té y en la derecha una cucharilla, con la cual agitaba el líquido caliente para disolver el azúcar. Ved aquí el origen de tan linda música. Avanzó, pues, á lo largo de mi gabinete, que estaba, como he dicho, medio á obscuras, y se acercó á mi persona inclinándose para ver si dormía... Pues bien: en aquel instante, hallándome tan despierto como ahora y en el pleno uso de mis facultades, creí firmemente que Eloísa era mi mujer. Y no fué tan corto aquel momento. El craso error tardó algún tiempo en desvanecerse, y la desilusión me hizo lanzar una queja. Eloísa se reía de mi aturdimiento y de mi torpeza para coger la taza y beber del contenido de ella. A mí me embargaba el temor de haber dicho alguna tontería en el medio minuto aquél de mi engaño. Temía que el poder de la idea hubiera sido bastante grande para mover la lengua, y que ésta, sin encomendarse á Dios ni al Diablo, hubiera pronunciado dos ó tres palabras contrarias á todo razonable discurso. Dudaba yo de mi propia discreción en aquel breve lapso de irresponsabilidad, y me atormentaba la sospecha de haberme puesto en ridículo ó de haber ofendido á mi prima en su dignidad, que conceptuaba quisquillosa. Y como la veía reirse de mí, la preguntaba azorado, al tomar de sus manos la taza: --¿Pero he dicho algo, he dicho algo? --¿Pero qué tienes, qué te pasa? Eres como mamá, que se enfada cuando suponemos que tiene sueño. --No, no es eso. Háblame con franqueza. ¿He dicho algún disparate?... Es que, la verdad, temo haber dicho alguna majadería, alguna estupidez hace un momento, cuando... --No has hecho más que dar un suspiro tan grande que... (¡cómo se reía!) tan grande que creí caerme de espaldas. En cuanto á la majadería, no dudo que la habrás pensado; pero ten por cierto que no la has dicho. V A la noche siguiente fué también Camila y cantó, para entretenerme, peteneras, malagueñas, la canción de la bata, y, por último, trozos de ópera. Todo lo desempeñaba á la perfección, con gracia inimitable en la música nacional, con patético acento en la dramática. Su voz era bonita y robusta. Con igual maestría tocaba el piano y la guitarra. Del mango de ésta colgaba espesa moña de cintas rojas y amarillas que parecía un trofeo, la melena del león de España convertida en emblema de la dulzura indolente de nuestros cantos populares. La figura morena, esbelta y gitanesca de Camila era digna de ser pintada en aquella facha de cantadora, con estremecimientos epilépticos, ojos en blanco, gemidos de placer que duele, y mil visajes y donaires en su boca grande, fresca y sin vergüenza. En el piano (un media-cola de Pleyel con caja de palisandro y meple), Camila sabía tomar luego la actitud elegante y sentimental de una concertista inglesa, hasta el momento en que, rompiendo la etiqueta y dejándose llevar de su natural bullanguero, empezaba á hacer los mayores desatinos y á mezclar lo clásico con lo flamenco. Mi pobre piano la obedecía estremecido, y ella, más loca á cada instante, hería las teclas como una furia, sacando del instrumento expresiones de ternura profunda ó carcajadas picantes. Su marido la contemplaba embobado, y era como el director del concierto. No quería que ninguna habilidad de su mujer fuese desconocida, y sin dejarla descansar decía: «Ahora, Camililla, tócanos el _Testamento_, el _Vorrei morir_ de Tosti, los _couplets_ de _Bocaccio_ y del _Petit Duc_.» Todos los presentes estaban admirados y entretenidísimos; pero yo, aunque en mi obsequio se hacían tales gracias, me aburría, me aburría sin poderlo manifestar. No se me ocultaba el mérito de Camila, y agradecía mucho su buena intención. Mas aplaudiéndola sin cesar, deseaba con toda mi alma que se callara y se fuera á su casa. Sus amables aptitudes no me la hacían simpática. Aquel descaro con que besaba en presencia nuestra al feo, al gaznápiro de Constantino, me atacaba los nervios. Cuando se ponía á jugar á la _besigue_ con Carrillo y con mi tía Pilar y Severiano, armaba unos líos, enredaba de tal modo el juego y hacía tales trampas, que ninguno de los cuatro se entendía. Era esto motivo de diversión para todos, menos para mí, pues tanta informalidad me enfadaba lo que no es decible. Casi prefería oirla tocar y cantar, aunque me molestara. Realmente el principal fastidio para mí era tener que aclamar y palmotear á la artista á cada momento, mientras hacía votos en mi interior por que se fuera con su música á otra parte. Era que mi espíritu estaba en una situación muy particular, y la música lo chapuzaba en un mar de tristezas. Más me alegraba el _tin-tin_ de Eloísa, la cucharilla de plata cantando en la taza de té, que cuantas maravillas hacía su hermana con el gran Beethoven crucificado sobre el atril. A última hora, cuando las mujeres se retiraban con sus respectivos esposos, entraba mi tío. Dábame un ratito de tertulia en mi alcoba, cuando ya me entregaba yo al brazo secular de Ramón, mi ayuda de cámara. Principiaba por decirme dónde había comido, lo que se había hablado... Cánovas había dicho tal ó cual frase ingeniosa, afilada como una navaja de afeitar... Pero en lo que don Rafael Bueno de Guzmán tenía particular empeño por aquellos días, poniendo en ello todos los recursos persuasivos de su locuacidad inagotable, era en informarme de la famosa conversión de nuestra Deuda. Por Enero del 82 me daba unos solos que me partían. Al fin teníamos un ministro de Hacienda de pensamientos altos; al fin había planes verdaderos y profundos en la casa de la calle de Alcalá; al fin iba á pasar á la historia la multiplicidad laberíntica de nuestros valores. Y con prolijos detalles me enteraba mi tío de aquellos asuntos, que no dejaban de interesarme por mi afición á los negocios. La turbamulta de papeles diversos llamados Obligaciones del Banco y Tesoro, de Aduanas, Bonos, Resguardos al portador de la Caja de Depósitos, Acciones de carreteras, Títulos del 2 por 100 amortizable, Deuda del personal, se estaban convirtiendo en un 4 por 100 amortizable en cuarenta años por sorteos trimestrales, y emitido al tipo de 85. Se habían ya fijado las bases, entre el ministro y los comisionados de las Deudas, para el arreglo de los otros valores. El 3 por 100 y los _Ferros_ se convertirían en un 4 por 100 Perpetuo. El tipo de emisión del primero sería de 43,75, y el de los segundos de 87,50, y los nuevos títulos saldrían al mercado en Mayo. Jamás en un cerebro de ministro español se engendró y realizó proyecto tan vasto... Las _Cubas_ no se convertían... ¡Ah! Si quería yo emplear en acciones del Banco de España el dinero que tenía en papel inglés sin más producto que un escuálido 2 por 100, bien podía apresurarme, pues las acciones andaban alrededor de 495. Mi tío creía firmemente que se plantarían en 500, tipo del cual no era fácil que pasaran... Yo oía estas cosas con bastante interés al principio; mas tanta charla, exacerbando al fin el ruido de mis oídos, producíame aturdimiento y unas ganas vivísimas de que el buen señor se retirara. Dejábame al fin medio dormido, delirando en cosas de amor y proyectos bursátiles, viendo cómo los viejos _Ferros_ y las Obligaciones de Aduanas se despedían del mundo financiero, con lágrimas y jipidos, antes de ser absorbidos por los novísimos títulos; viendo al veterano y decrépito Consolidado espirar sobre un lecho de números, para dar vida, de sus cenizas, al flamante 4 Perpetuo. Los Bonos del Tesoro protestaban de aquella muerte airada, y amenazaban al Sr. Camacho con una pistola cargada de cupones. Las acciones del Banco de España se paseaban orgullosas, diciendo á todo el que las quisiera oir que ellas treparían á 500, á 600, ¡á 1000...! La idea de que subían y subían siempre no me abandonaba en toda la noche. Yo les tiraba de los pies para que no subieran tanto. V Hablo de otra dolencia peor que la pasada y de la pobre Kitty. I Mi enfermedad había empezado en Noviembre, cuando los alcarreños, vestidos de paño pardo, pregonaban por Madrid _buena castaña, buena nuez_. No estuve en situación de salir de casa hasta los días precursores de la Pascua, cuando el mazapán atarugaba las tiendas y andaban ya los niños tocando tambores por las calles. Navidad, la familiar, alegre y cristiana fiesta, se acercaba. Pasé buenos ratos discurriendo los regalos que haría. Hice tantos, que sólo en dulces y vinos gasté un dineral. Yo quería que todos participasen de la dicha de mi restablecimiento, y la mejor manera de conseguirlo era hacer emisarios de mi buena nueva á los respetables pavos, enviándolos á todas partes para que los sacrificaran en honor mío. María Juana nos dió una excelente cena en la noche del 25. Eramos unos quince, todos de la familia de Bueno de Guzmán y de Medina. Los dueños de la casa estuvieron muy amables conmigo, prodigándome los cuidados que mi endeble estómago exigía. Todo lo que sirvieron parecióme excelente; pero Eloísa, que era un tanto criticona, me habló en confianza al día siguiente de la _abundancia ordinaria_ que reinaba en la mesa y de las maneras excesivamente campechanas de Cristóbal Medina, en quien ella no podía menos de ver el tipo de castellano viejo que puso Larra en uno de sus admirables artículos de costumbres. Nada ocurrió en la cena digno de contarse, como no sea que Carrillo se puso malo y tuvo su mujer que llevársele á casa antes de concluir. Venía padeciendo el infeliz de una enfermedad no bien diagnosticada por los médicos. Debía de ser alguna perturbación nutritiva, algo como albuminuria, diabetes ó cosa tal. Sufría horribles cólicos nefríticos. Al día siguiente, cuando fuí á verle, ya estaba mejor, y me dió un solo de política sobre la feliz aproximación de la democracia á la monarquía, cosa que en verdad, como otras muchas de este jaez, me tenían á mí sin cuidado. Carrillo parecía vivir en cuerpo y alma para fin tan glorioso; había entrado en relaciones estrechas con diferentes hombres políticos de medianas vitolas, y probablemente sería senador muy pronto. Gustaba de trabajar y de leer autores ingleses, traducidos al francés, porque era de los que se entusiasman con las instituciones británicas, creyendo que las vamos á imitar de sopetón y á implantarlas aquí en menos que canta un gallo. Eloísa, en confianza, me había manifestado cierto disgusto pocos días antes, porque lo primerito que se le había ocurrido á su marido, al tener dinero, era contribuir á la fundación de un periodicazo que iba á salir pronto. ¿No era esto una tontería? Las cosas que Carrillo me hablaba, su manía anglo-política, la creación del diario destinado á casamentar la Democracia con el Trono y fundir en el molde de las ideas lo tradicional y lo revolucionario, hiciéronme comprender que tenía ambición. Confieso que lo sentí. Parece que la ambición implica facultades, y siempre que Pepe me manifestaba tenerlas, bien por su conversación, bien por sus acciones, yo me entristecía. Habría deseado que aquel hombre careciese de mérito. Y, sin embargo, este anhelo mío era defraudado á cada instante, porque el marido de Eloísa me revelaba un día y otro, al mostrarme sus pensamientos, calidades que yo no creía tener. Cuando hablaba de asuntos políticos; cuando diagnosticaba las lepras de nuestra Nación, y los remedios (ingleses se entiende) que á gritos pide nuestra sociedad política, hallábale yo tan elocuente, tan razonable, tan talentudo, que me llenaba de tristeza. ¿Valía ó no valía? Severiano sostenía que no. Yo, triste, me figuraba que sí. En mi mente le daba valor, sólo por el hecho de envidiarle, y razonaba así: «Es imposible que el dueño de Eloísa haya llegado á la posesión de ella sin merecerla.» Yo... ¿para qué andar con rodeos? válgame mi sinceridad... yo estaba enamorado de mi prima. Entróme aquella desazón del espíritu, aquella enfermedad terrible, no sé cómo, por su belleza, por su gracia, por mi flaqueza; ello es que me atacó de firme, embargándome de tal modo, que no me dejaba vivir. Se apoderó de mis sentidos, de mi espíritu y de mis pensamientos con fuerza irresistible. No había razón ni voluntad contra mal tan grande. Lo hacían doblemente grave lo criminal del objeto y lo divino del origen. Diré las cosas claras, así es mejor. Aquella prima mía me gustaba tanto, tanto, que por el simple hecho de gustarme extraordinariamente la consideraba mía. El ser de otro era un desafuero, una equivocación de los hombres, nacida de una trastada del tiempo. ¿Por qué no vine yo á Madrid dos años antes? ¿Por qué no se podía deshacer lo hecho atropellada y neciamente? Con este modo de razonar cohonestaba yo mi criminal inclinación, apoyándola en el fuero de la Naturaleza y dando de lado á las leyes sociales y eclesiásticas. Desde que el diente aquél invisible empezó á roerme las entrañas, el objeto principal de mis cavilaciones era el siguiente: «¿Valía Carrillo más que yo? ¿Valía yo más que él?» Para mayor desgracia mía, cuando, movido de un cierto espíritu de reparación, le consideraba yo adornado de grandes méritos, y por ende superior á mí por los cuatro costados, los demás se inclinaban á la opinión contraria; de lo que resultaba que enalteciendo mi bondad, estimulaban mi maldad. ¡Qué espantosa confusión! Y debo decirlo sin inmodestia. La opinión de la familia era unánime en favor mío. La misma Eloísa, hablando conmigo una noche, me había llenado el alma de fatuidad. Medio en serio, medio en burla, tratábamos del carácter de diversas personas, y el mío no se quedó en el tintero. Parecía que había un empeño particular en acribillarme con chanzas inocentes. Por fin, en un tonillo de broma, de esa broma que es la quinta esencia de la seriedad, Eloísa me dijo: --Pues mira, si hubiera en casa una hermana soltera, te la endosaríamos... no tendrías más remedio que cargar con ella. Mi tía Pilar, sin faltar á la discreción, me había hecho comprender varias veces, hablando conmigo de asuntos de familia, que el casamiento de su hija con Carrillo había sido una precipitación, uno de esos desaciertos que no se explican. La herencia era una mezquindad, y Eloísa merecía más. Mi tío había sido, como se recordará, algo más explícito, y echaba la culpa de tal precipitación á su mujer. En resumen: la opinión más favorable á Carrillo en aquella casa era siempre la mía. Lo que no estorbaba que yo estuviese prendado de mi prima con una vehemencia romántica, con una ilusión de mozalbete y de principiante que decía mal con mis treinta y siete años. Yo pensaba lo que es de cajón pensar en tales casos, es decir, que ella y yo éramos el uno para el otro; que habíamos nacido para unirnos, para ser dos piezas inseparables de un solo instrumento, y que la disgregación fatal en que vivíamos era uno de los mayores absurdos del Universo, un tropiezo en la marcha de la sociedad. Y al mismo tiempo que esto pensaba, la idea de tener relaciones ilícitas con ella me causaba pena, porque de este modo habría descendido del trono de nubes en que mi loca imaginación la ponía. Si yo hubiera manifestado estos escrúpulos á cualquiera de mis amigos, á Severiano Rodríguez, por ejemplo, se habría estado riendo de mí dos semanas seguidas, pues no merecía otra cosa un quijotismo tan contrario á mi época y al medio ambiente en que vivíamos. Mi ilusión era vivir con ella en vida regular, legal y religiosa. De otra manera, tanto ella como yo valdríamos menos de lo que valíamos. Por esto se verá que yo tenía buenas ideas, ó lo que es lo mismo, que yo era moral en principio. Serlo de hecho es lo difícil, que teóricamente todos lo somos. Este quijotismo, esta moral de catecismo había sido uno de los principales ornatos de mi juventud, cuando la vida serena, regular, pacífica, no me había presentado ocasiones de desplegar mis energías iniciales propias. Yo era, pues, como un soldado que ha estado sirviendo mucho tiempo sin ver jamás un campo de batalla, y para quien el valor es aún fórmula consignada en la hoja de servicios, persuasión vaga de la dignidad, no comprobada aún por los hechos. Por fin, cuando menos lo pensaba, el humo de la batalla me envolvía. Pronto se vería quién era yo y cuál era el valor de mi valor, ó dejando á un lado el símil, qué realidad tenían mis convicciones. Para mejor inteligencia de estas páginas, dictadas por la sinceridad, quiero referir ciertos antecedentes de mi persona. Alguno de los que esto leen los habrá echado de menos, y no quiero que se diga que no me manifiesto de cuerpo entero, tal cual soy en todas mis partes y tiempos. II Nací en Cádiz. Mi madre era inglesa católica, perteneciente á una de esas familias anglo-malagueñas, tan conocidas en el comercio de vinos, de pasas, y en la importación de hilados y de hierros. El apellido de mi madre había sido una de las primeras firmas de Gibraltar, plaza inglesa con tierra y luz españolas, donde se hermanan y confunden, aunque parezca imposible, el cecear andaluz y los chicheos de la pronunciación inglesa. Pasé mi niñez en un colegio de Gibraltar dirigido por el obispo católico. Después me llevaron á otro en las inmediaciones de Londres. Cuando vine á España, á los quince años, tuve que aprender el castellano, que había olvidado completamente. Más tarde volví á Inglaterra con mi madre, y viví con la familia de ésta en un sitio muy ameno que llaman Forest Hill, á poca distancia de Sydenham y del Palacio de Cristal. La familia de mi madre era muy rigorista. A donde quiera que volvía yo los ojos, lo mismo dentro de la casa que en nuestras relaciones, no hallaba más que ejemplos de intachable rectitud, la _propiedad_ más pura en todas las acciones, la regularidad, la urbanidad y las buenas formas casi erigidas en religión. El que no conozca la vida inglesa apenas entenderá esto. Murió mi buena madre cuando yo tenía veinticinco años, y entonces me vine á Jerez, donde estaba establecido mi padre. Era yo, pues, intachable en cuanto á principios. Los ejemplos que había visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo, cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada por hipocresía. Mi padre era un hombre de pasiones caprichosas, todo sinceridad, indiscreto á veces, de genio vivísimo y bastante opuesto á lo que él llamaba los _remilgos británicos_. Se reía de las perífrasis de la conversación inglesa, y hacía alarde de soltar las franquezas crudas del idioma español en medio de una tertulia de gente de Albión. A veces sus palabras eran como un petardo, y las señoras salían despavoridas. Al poco tiempo de vivir con él, noté que sus costumbres distaban mucho de acomodarse á mis principios. Mi padre tenía una querida en la propia vivienda. Un año después tenía tres: una en casa, otra en la ciudad y la tercera en Cádiz, á donde iba dos veces por semana. Debo decir que en vida de mi madre había sido muy hábil y decoroso mi padre en sus trapicheos, y por esta razón los disgustos que dió á su señora no fueron extremados. Sin faltarle al respeto, emprendí una campaña contra aquellos desafueros paternos. Si no logré todo lo que pretendía, al menos conseguí que rindiera culto á las apariencias. La mujer que vivía en casa se trasladó á otra parte. Esto era un principio de reforma. Lo demás lo trajeron la vejez del delincuente y su invalidez para la galantería. En tanto yo daba viajes á Inglaterra, haciendo allí vida de soltero por espacio de tres ó cuatro meses. Sólo dos veces por semana iba á comer á Forest Hill, donde seguían viviendo las hermanas y sobrinas de mi madre, y el resto del tiempo lo pasaba bonitamente entre los amigos que tenía en la City y en el West. Me alojaba en Langham Hotel y pasaba los días y las noches muy entretenido. Frecuentaba la sociedad ligera sin abandonar la regular, y al volver á mi patria, notaba en mí síntomas de decadencia física que me alarmaban. Puesto que mis ideas eran siempre buenas, hacía propósito firme de practicarlas fundando una familia y volviendo la hoja á aquella soltería estéril, infructuosa y malsana. Cuando mi padre se retiró de los negocios, dejando todo á mi cargo, mis viajes á Inglaterra fueron menos frecuentes y muy breves. En quince días ó veinte entraba por Dover y salía por Liverpool ó viceversa. Murió repentinamente mi padre cuando ya empezaba á curarse de sus funestas manías mujeriegas, y entonces, falto de todo calor en Jerez, sin familia, con pocos amigos, y viendo también que entraba en un período de gran decadencia el tráfico de vinos, realicé, como he dicho al principio, y me establecí en Madrid. Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y á la sazón era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase mi novia Catalina. Le decían _Kitty_. Habíase criado en Inglaterra, con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras distinguidísimas. Prendéme de ella rápida y calurosamente un día en que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó á comer su padre. Su belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se congratulaban de nuestra unión... ¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre de una breve excursión á Londres, la encontré muy desmejorada. La pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia disimulaban sin curarlo. Octubre la vió decaer día por día. Noviembre la llamaba á la fría tierra con susurro de hojas caídas y secas. Yo iba todas las semanas á Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba, porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama alarmante. Corrí á Cádiz; el vapor había salido; fleté uno, y cuando me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa salióme al encuentro en Puerta de Mar, y echándome su brazo por encima del hombro, me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera á Gibraltar. Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y marmórea, su mirar triste apagado para siempre. Mi dolor fué inmenso. Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos que me enloquecieron. El tiempo me fué curando con la pausada sucesión de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando vine á Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia, que truncó mis soberbios planes domésticos, dió á mi vida giros inesperados y á mi conciencia direcciones nuevas. Eloísa no se parecía nada á Kitty. La pobre inglesa difunta era graciosa, modesta, descolorida, de voz tenue y ojos claros que revelaban ingenuidad y delicadeza; mi prima era arrogante, hermosa, tenía coloración enérgica en la tez y el cabello, y sus ojos quemaban. No obstante esta radical diferencia, yo había dado en creer que el alma de Kitty se había colado en el cuerpo de Eloísa y se asomaba á los ojos de ésta para mirarme. ¡Qué simpleza la mía! Era esto quizás una nueva manifestación de las manías de nuestra raza, tan bien monografiadas por mi tío, porque bien me sabía yo que las almas no juegan á la gallina ciega, y mis ideas respecto á la transmigración eran tan juiciosas como las de cualquier contemporáneo. Pero no lo podía remediar. Echaba la vista sobre Eloísa y veía en sus ojos el cariño apacible y confiado de Kitty. Era ella, la mismísima, reencarnada, como las diosas á quien los antiguos suponían persiguiendo un fin humano entre los mortales; y asomada á la expresión de aquel semblante y de aquellos ojos, me decía: «Aquí estoy otra vez: soy yo, tu pobrecita Kítty. Pero ahora tampoco me tendrás. Antes te lo vedó la muerte; ahora la ley.» VI Las cuatro paredes de Eloísa. I De tal modo se fijaron en mi mente los peligros de aquella inclinación, que pensé en marcharme de Madrid. Es lo que se le ocurre á cualquiera en casos como aquél. ¡Pero una cosa tan lógica y razonable era tan difícil de ejecutar!... ¿Cuándo me iba? ¿Mañana, la semana que entra, el mes próximo? En mi pensamiento estaba acordada la partida con esa seguridad pedantesca que tiene todo lo que se acuerda... en principio. Tal determinación era prueba admirable de las energías de mi conciencia. Pero faltaba un detalle, el cuándo, y este detalle era el que me hacía cosquillas en el cerebro, no dejándose coger. Se me escapaba, se me deslizaba, como un reptil de piel viscosa resbala entre los dedos. La cosa no era tan baladí. Levantar casa; deshacer aquel hermoso domicilio que representaba tantos quebraderos de cabeza, tanto dinero y los puros goces de las compras pagadas... ¿Y á dónde demonios me iba? ¿A Jerez? La situación comercial y agraria de aquel país era muy alarmante. Bueno estaría que me cogieran los de la _Mano negra_ y me degollaran. ¿A Londres? Sólo el recuerdo de las nieblas y de aquel sol como una oblea amarilla, me causaba tristeza y escalofríos... Nada: la necesidad de huir de Madrid era tan imperiosa, estaba tan claramente indicada por la moral, por las conveniencias sociales, que poquito á poco, sin darme cuenta de ello, fuí tomando la heróica resolución de quedarme. Aquí de mis sofismas. Era una cobardía huir del peligro; se me presentaba la ocasión de vencer ó morir. O yo tenía principios ó no los tenía. Diferentes veces había contado á mi prima lo de Kitty, y cada vez lo hacía en términos más patéticos y recargando el cuadro todo lo posible. Un día de Enero que paseábamos á pie por el Retiro con Carrillo, una tía de éste y Raimundo, dije á Eloísa (en un rato que nos adelantamos como unos cuarenta pasos) que por motivos reservados había pensado marcharme de Madrid. A lo que respondió ella con risas y burlas, diciendo que lo de la marcha ó era locura romántica ó santidad hipócrita. Otra tarde, en su casa, hablábamos de tristezas mías, y sin saber cómo se me vinieron á la boca sinceridades que la hicieron palidecer. Ella me dijo que alguien me tenía trastornado el seso, y entonces, quitándome de cuentos, respondíle que quien me trastornaba el seso era ella... Tomándolo á broma, trajo al _barbián_ y se puso á saltarle delante de mí y á decirle: «llámale tonto, llámale majadero.» Con sus risas inocentes creo que me lo llamaba. Seguía viviendo mi prima en la casa de sus padres; pues aunque estaban casi terminadas las reformas de la suya, como habían derribado tabiques y hecho obra de albañilería, temía la humedad. Diariamente iba á inspeccionar la obra, acompañada de su madre ó de Camila. Usaba para esta excursión el hermoso _landó_ de cinco luces que había adquirido; mas algunas tardes, para no privar á Carrillo del paseo que daba por el Retiro y Atocha, le prestaba yo mi berlina. La casa en que había vivido y muerto Angelita Caballero era grandísima, tristona y estaba enclavada en un barrio mísero y antipático. Su aspecto exterior era muy feo; pero interiormente revelaba ya el soberano arreglo de su nueva dueña. Contóme Eloísa que lo primero que tuvo que hacer fué despejar el terreno, deshacerse de aquellas horribles sillerías _botón de oro_, y esconder los _biscuits_ y los _entredoses_ de bazar y las arañas de pedacitos de vidrio donde nadie los viera. Porque la tal Angelita era notable por la perversidad de su gusto. Fuera de un buen vargueño y de un Cristo de bronce, no tenía en su casa ninguna antigüedad notable: todo el ajuar era moderno, de la época del 40 al 60, y se componía de artículos de exportación francesa de la peor calidad. «Calcula --me dijo Eloísa-- si habrá sido difícil el despejo.» La transformación del palacio era en verdad grandiosa. Sorprendióme ver en su gabinete dos países de un artista que acostumbra cobrar bien sus obras. En el salón ví además un cuadrito de Palmaroli; una acuarela de Morelli, preciosísima; un cardenal, de Villegas, también hermoso, y en el tocador de mi prima había tres lienzos que me parecieron de subidísimo precio: una cabeza inglesa, de De Nittis; otra holandesa, de Román Ribera, y una graciosa vista de azoteas granadinas, de Martín Rico. Pregunté á Eloísa cuánto le había costado aquel principio de museo, y díjome en tono vacilante que muy poco, por haber adquirido los cuadros en la almoneda de un hotel que acababa de desmoronarse. Cada día que visitábamos la casa, hallaba yo algo nuevo y de valor. En la antesala ví dos enormes vasos japoneses de _Imaris_, hermosísimos, los mejores que había visto en mi vida. Las parejas de platos _Hissen_ y _Kiotto_ no valían menos. Ví también tapices franceses, imitación de gobelinos viejos, que debían haber costado bastante. Dos _terracottas_, firmadas la una Maubach y la otra Carpeaux, acabaron de pasmarme. Bronces parisienses no faltaban, ni esos muebles ingleses de capricho que sirven para hacer exhibición de preciosas chucherías, y que tienen algo de los antiguos chineros y de los modernos aparadores. Eloísa gozaba con mi sorpresa y con mis alabanzas tanto como con la posesión de aquellas preciosidades. Júbilo vanidoso animaba su semblante; sus ojos brillaban; entrábale inquietud espasmódica, y su charlar rápido, sus observaciones, los términos atropellados con que encomiaba todo, señalándolo á mi admiración, decíanme bien claro el dominio que tales cosas tenían en su alma. Poníase al cabo tan nerviosa, que creía sentir amenazas de la diátesis de familia en el cosquilleo de garganta producido por la interposición imaginaria de una pluma. Tragando mucha saliva, procuraba serenarse. Solos ella y yo, mientras su mamá ordenaba en el comedor los montones de manteles y servilletas aún sin estrenar, recorríamos el salón primero, el segundo, la sala grande, los dos gabinetes, el tocador, la alcoba, el despacho, el cuarto del niño y todas las piezas de la casa. Aquí, colgándose de mi brazo, me detenía cuando no quería que fuese tan á prisa, y me incitaba con cierto tono de queja á ver las cosas más atentamente. Allí me empujaba atrayéndome hacia un objeto obscurecido entre las vitrinas. En otra parte me oprimía el cuello suavemente para que me inclinara y pudiera mirar de cerca un cuadrito de estilo muy concluído. A veces su alegría se expresaba humorísticamente. Estaba yo contemplando un delicado estantillo japonés, de esos que no parecen hechos por manos de hombres, y ella, repentina y graciosamente, sacaba su pañuelo y me lo pasaba por la boca. --¿Qué? --decía yo, sorprendido de este movimiento. --Es que se te cae la baba. Al fin, cansados de andar, nos sentábamos. --Una casa bien puesta --me decía-- es para mí la mayor delicia del mundo. Siempre tuve el mismo gusto. Cuando era chiquitina, más que las muñecas, me gustaban los muebles de muñecas. Si alguna vez los tenía, me entraba fiebre por las noches, pensando en cómo los había de colocar al día siguiente. Todavía no era yo polla, y me atontaba delante de los escaparates de Baudevin y de Prevost. Cuando íbamos á paseo con papá y pasábamos por allí, me pegaba al cristal, y como se empañaba con mi aliento, habías de verme limpiándolo con el pañuelo para poder mirar. Papá tenía que tirarme del brazo y llevarme á la fuerza. Gracias á Dios, hoy puedo proporcionarme algunas satisfacciones, que de niña me parecían realizables, porque sí... yo soñaba que sería muy rica y que tendría una casa como la que ves, mejor aún, mucho mejor... Pero no vayas á creerte, en medio de estas satisfacciones soy razonable. Dios ha querido que antes de ser rica fuese pobre, y esto me ha valido de mucho; he aprendido á contener los deseos, á estirar los cuartitos y á defenderlos contra esta pícara imaginación, que es la que se entusiasma. Sí, hay que tener mucho cuidado con esto... Porque yo lo he dicho siempre: el infierno está empedrado de entusiasmos... ¡Qué lástima no poseer muchísimos millones para comprar todo lo que me gusta! Se ha dado el caso de tener, durante tres ó cuatro días, el pensamiento fijo, clavado en un par de vasos japoneses ó un medallón _Capo di Monte_, y sentir dentro de mí una verdadera batalla por si lo compraba ó no lo compraba... Gracias á Dios, he sabido refrenarme, ir despacito, hacer muchos números, y decir al fin: «no, no más; bastante tengo ya...» Los números son la mejor agua bendita para exorcisar estas tentaciones; convéncete... Yo sumaba, restaba y... vencía. No vayas á figurarte: también he pasado malos ratos. Después de comprar en casa de Bach un bronce, veía otro en casa de Eguía que me gustaba más... ¡Qué marimorena entonces en mi cabeza! ¿Lo compro también? Sí... no... sí otra vez... pues no... que dale, que torna, que vira. Nada, hijo, que he tenido que vencerme. A poco más me doy disciplinazos. Por las noches me acostaba pensando en la soberbia pieza. ¿Qué crees? he pasado noches crueles, delirando con un tapiz chino, con un cofrecito de bronce esmaltado, con una colección de mayólicas... Pero me decía yo: «Todas las cosas han de tener un límite. Pues bueno fuera que... Me conformo con lo que poseo, que es bonito, variado, elegante, rico hasta cierto punto.» ¿No es verdad? ¿No crees lo mismo? Díjele que su casa era preciosa; que debía detenerse allí y no aspirar á más, pues si se dejaba llevar del fanatismo de las compras, podría comprometer su fortuna y quedarse por puertas. En números tenía yo mucha más experiencia que ella, y la imaginación no me engañaba jamás, mixtificándome el valor de las cifras. --Yo te dirigiré --añadí--. Prométeme no entrar en una tienda sin previa consulta conmigo, y marcharás bien. Eloísa se entusiasmó con esto, dió palmadas, hizo mil monerías, y entre ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban ciertas extravagancias del espíritu. --Porque verás --me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como quien se pone en oración--, yo sé contenerme, sé consolarme cuando esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta: la imaginación. Nada, que cuando me siento tocada, dejo á esa loca que salte y brinque todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba por hacerme ver todo lo que poseo como superior, muy superior á lo que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto pensando que soy la señora de Rothschild. Vas á ver... ¿Tengo un cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo llego á persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído á las colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio Palissy... ¿Tal mueble? Me lo hizo el señor de Berruguete. Y así me voy engañando, así me voy entreteniendo, así voy narcotizando el vicio... el vicio, sí: ¿para qué darle otro nombre? II Yo me reí; pero en mi interior estaba triste. Quince años de trabajo en un escritorio me habían dado la costumbre de apreciar fácilmente las cantidades, y con esta experiencia y mi saber del precio de las cosas, pude hacer una cuenta mental. Los señores de Carrillo se habían gastado en poner casa la cuarta parte y quizás el tercio de lo que habían heredado. Tal desproporción debía traer sus consecuencias más ó menos tarde. Amonesté segunda vez á Eloísa, quien se mostró asombrada primero, ensimismada después, y me prometió ser, en lo sucesivo, no ya económica, sino cicatera... «Vas á ver...» Carrillo fué á buscarnos al volver de su paseo. Antes de ir á casa hicimos escala en la tienda de Eguía, donde Pepe tenía en trato un busto de Shakespeare para su despacho. ¡Qué lástima no encontrar el de Macaulay! Pero éste, por más que lo buscó afanosamente, en ninguna parte lo había. Su apetito anglo-parlamentario no pudo saciarse sino con un velador muy cursi, maqueado, chillón, que ostentaba la vista del palacio y puente de Westminster. Eloísa me indicó, cuando recorríamos la tienda, que había hecho juramento de no entrar más allí, porque se le iba la cabeza. Vimos muchos objetos de mérito y alto precio. --Hay aquí una cosa --me dijo después mi prima en voz baja, tapándose la boca con el manguito-- que la semana pasada me produjo dos noches de fiebre, con escalofríos, amargor de boca, calambres, cefalalgia y cuantos males nerviosos te puedes figurar. No era pluma lo que yo tenía en mi garganta, sino un palomar entero y verdadero. Señalaba con la mano y el manguito á uno de los extremos de la tienda. Carrillo y su suegra examinaban una vajilla. Yo miré. --No mires, no mires. Esto trastorna, esto deslumbra, esto ciega. No es para nosotros. Este señor Eguía se ha figurado que aquí hay lores ingleses y trae cosas que no venderá nunca. Era un espejo horizontal, biselado, grande como de metro y medio, con soberbio marco de porcelana barroca imitando grupos y trenzado de flores que eran una maravilla. Quedéme absorto contemplando obra tan bella, digna de que la describiera Calderón de la Barca. Las flores, interpretadas decorativamente, eran más hermosas que si fuesen copia de la realidad. Había capullos que concluían en ángeles; ninfas que salían de los tallos, perdiendo sus brazos en retorceduras de mariscos; ramilletes que se confundían con los crustáceos, y corolas que acababan en rejos de pulpo. En el color dominaban los esmaltes metálicos de rosa y verde nacarino, multiplicándose en los declivios del puro cristal. Hacían juego con esta soberana pieza dos candelabros que eran los monstruos más arrogantes, más hermosos que se podían ver; grifos que parecían producto de la flora animalizada, pues tenían uñas y guedejas como pistilos de oro, enroscadas lenguas de plata. Un reloj... --Vamos --ordenó Eloísa impaciente, desconcertada, sin dejarme acabar de ver aquello. Y agarrando el brazo de su marido, se lo llevó hacia el coche, diciendo: --¿Has tomado el _Séspir_?... --La vajilla es preciosa --declaró mi tía Pilar, como queriendo que yo me convenciera de ello por mis propios ojos. Pero Eloísa, ya en la puerta, repetía: --Vámonos, vámonos: no más compras. Esta tienda es la sucursal del Infierno. A su imperioso deseo nadie pudo resistir, y nos fuimos á casa. Al día siguiente volví á la sucursal y compré las cuatro piezas aquéllas, espejo, pareja de candelabros y reloj. Costáronme unos cuarenta y cinco mil reales. ¿Pero qué significaba esto para mí? Yo tenía á la sazón en caja unos cuantos miles de duros, producto de letras que inopinadamente recibí de Jerez, y no sabía qué hacer de ellos. Había estado dudando si incorporar aquel dinero á mi cuenta corriente del Banco, ó reservármelo para caprichos y gastos imprevistos. Opté al fin por dejarlo en casa, pues la cuenta corriente me garantizaba todos mis gastos del semestre por excesivos que fuesen. Pocas veces he hecho una compra más á mi gusto. Pensaba en la sorpresa que tendría Eloísa al recibir aquel presente. Mandé que se lo llevaran á su palacio, y esperé á que ella misma me diese cuenta de la impresión que le causaba. Cuando la ví entrar en mi casa, temblé de emoción. Venía con su hermana Camila, la cual, hablando del espejo y elogiándolo con reservas, se mostró celosa. Era ella tan prima mía como Eloísa, y tenía el mismo derecho á mis obsequios de pariente ricacho. Sí: yo era un ricacho sin conciencia, un vulgarote que no me acordaba de los pobres. Ella tenía su casa muy mal puesta, y á mí, al primo millonario, no se me había ocurrido mandar allá ni aun media docena de sillas de madera encorvada. Esta filípica, dicha con el desparpajo que usaba siempre aquella mujer inconveniente, me llegó al alma. No tuve reparo en reconocer y lamentar la preterición, y prometí que los señores de Miquis tendrían pronto noticias mías. A Eloísa, contra lo que esperaba, la encontré triste. Puso cara de Dolorosa, y dió á sus ojos expresión de dulce reprimenda para decirme: --¡Qué tonterías haces!... ¡Un gasto tan enorme! Vaya, que ahora se han trocado los papeles: yo soy la aritmética y tú el entusiasmo... De veras te lo digo: si repites esas calaveradas, no te volveré á dirigir la palabra. Camila y yo nos reíamos. Eloísa no hacía más que mirarnos con tristeza. --Tu boca será medida. Cuenta con la media docenita de sillas --manifesté á Camila, que me respondió á gritos: --Ha sido una broma. No me hacen falta tus obsequios. Formal, formal, te lo digo formalmente. Si me mandas las sillas, te las devuelvo. Estaba rabiosa. Por la tarde, siguiendo la chanza en casa de mi tío, le dije: --¿Las quieres blancas ó negras? Elígelas á tu gusto y que me manden la cuenta. Me tiró á la cara su manguito, diciéndome: --Toma... cochino. Mi tía Pilar, secreteando en mi oído, hízome la pintura más lastimosa de la casa de su hija Camila. Tenían una salita regular, alcoba decente; pero comedor... Dios lo diera. Ponían los platos encima de un velador, y como Constantino tenía la mala costumbre de empinar las sillas para sentarse, descargando todo el peso sobre las dos patas de atrás, de la media docena que compraron no quedaban útiles más que dos. Esta pintura hizo desbordar en mi corazón los sentimientos caritativos. Regalé á Camila un comedor completo de nogal, con aparador, trinchero, doce sillas y mesa, todo bonito, de medio lujo, sólido y elegante. Vino á darme las gracias una mañana. Detrás de su máscara de risa y burla, advertí mal encubierta la emoción. Le temblaban los labios. Hizo mil muecas, me dió las gracias, me pegó con un bastón mío, me llamó generoso, pillo, grande hombre y gatera, demostrando en todo su incorregible extravagancia. Era, más que una cabeza destornillada, una salvaje, una fierecilla indócil criada dentro de la sociedad como para ofrecernos una muestra de todo lo incivil que la civilización contiene. Concluyó diciendo que su marido y ella habían acordado dar un banquete en honor mío y como inauguración del comedor... --Una gran comida, no te creas: verás qué cosa más buena y más _chic_... Rigurosa etiqueta, ya sabes. Habrá diplomáticos, algún ministro, toda la _jilife_... Mi cuñado Augusto, el primo de Constantino, que estudia Farmacia, Veterinaria ó no sé qué; en fin, lo más escogido... Frac y condecoraciones. Mi marido estará en mangas de camisa; pero eso no importa. El amo de la casa, ya ves... Te daremos nidos de avestruz, fideos escarchados, pechugas de rinoceronte, jabalí en su tinta y _Chateau-Peleón_. Nunca oí más disparates. Eloísa, Raimundo y Pepe éramos los invitados. Fuí con mi primo poco antes de la hora señalada. Los señores de Carrillo no habían llegado aún. VII La comida en casa de Camila. La casa de Camila era digna de estudio por el desorden que en ella reinaba. _Sicut domus homo_, se podía decir allí con más razón que en parte alguna. Todas las cosas, en aquella vivienda, estaban fuera de su sitio; todo revelaba manos locas, entendimientos caprichosos. Para honrar mis muebles habían hecho de la sala comedor; en la alcoba, á más de la cama de matrimonio, había una pajarera, y lo que antes había sido comedor estaba convertido en balneario, pues Camila, que aun en invierno tenía calor, se chapuzaba todos los días. La sala había sido llevada á un cuartucho insignificante, próximo á la entrada, arreglo que por excepción me parecía laudable, pues contravenía la mala costumbre de adornar suntuosamente para visitas lo mejor de la casa, reservando para vivir lo más estrecho, lóbrego y malsano. Fuera de este rasgo de buen sentido, el conjunto de aquel domicilio no tenía pies ni cabeza. Lo más culminante en la sala era una mesa de caoba de las que llaman de ministro, y una cómoda antigua que Constantino había heredado de su tía doña Isabel Godoy. El piano se había ido á la alcoba, creyérase que por su pie, pues no se concebía que ninguna ama de casa dispusiera los muebles tan mal. En los pasillos, Constantino había tapizado la pared con enormes y abigarrados carteles de las corridas de toros de Zaragoza y San Sebastián, y en el gabinete ocupaba lugar muy conspicuo un trofeo de esgrima compuesto de floretes, caretas, manoplas, con más una espada de torero y una cabeza de toro perfectamente disecada. Veíase por allí, así como en el comedor, algún otro mamotreto procedente de la testamentaría de la señora Godoy. Constantino tenía en su casa todas las cómodas que no cabían en la de su hermano Augusto. Los muebles regalados por mí hacían papel brillantísimo en medio de tanta fealdad y confusión, y cuando, después de recorrer la casa, se entraba en el comedor, parecía que se visitaba una ciudad europea después de viajar por pueblos de salvajes. Lo único que hablaba en favor de Camila era la limpieza, pues todo lo demás la condenaba. Algunas de las láminas de la historia de Matilde y Malek-Adhel tenían el cristal roto. No ví una silla que no cojeara, ni mueble que no tuviera la chapa de caoba saltada en diferentes partes. Muchos de estos siniestros lastimosos, así como la decapitación de una ninfa de porcelana, y las excoriaciones de la nariz que afeaban el retrato del abuelo de Constantino, eran triste resultado de la afición de éste á la esgrima y de los asaltos que daba un día sí y otro no, yéndose á fondo y acalorándose, sin reparar que su contrario era indefenso mueble ó bien un cuadro al óleo, al cual no se podía acusar de crimen alguno como no fuera artístico. Y á propósito de láminas, alcancé á ver, no recuerdo bien dónde, una buena fotografía de Constantino, retratado como suelen hacerlo los que presumen de atletas, esto es, con sencillez estatuaria, el cuerpo á lo gimnasta, con almilla y grueso cinturón, cruzados los brazos para que se le viera bien el desarrollo del biceps y de los músculos del tórax, y con un empaque y mirar arrogante que movían á risa. Camila estaba retratada de cuerpo entero, y se había puesto ante la máquina violentando su temperamento para _salir formal_; de modo que, á más de salir fea, no tenía el retrato ningún parecido. --Habías de ver esta casa --me dijo Raimundo al oído-- cuando mi hermanita se pone á tocar frenéticamente el piano, en camisa, y el mulo de su marido á dar estocadas en todo lo que encuentra al paso. Yo no había visto nada de esto, pero lo comprendía por los efectos. Camila nos había recibido muy al desgaire, vistiendo una batilla ligera, el pelo medio suelto, el pecho tan mal cubierto que recordaba la inocencia de los tiempos bíblicos, los pies arrastrando zapatillas bordadas de oro. Nos acompañó un momento para enseñarnos la casa, diciéndonos: --Acabo de bañarme. No les esperaba á ustedes tan pronto. --Esta hermana mía --indicó Raimundo tiritando-- siempre tiene calor. Se baña en agua fría en pleno invierno. Jamás enciende una chimenea, y es la vestal encargada de conservar el frío sagrado... ¡Demonio! la casa es una sorbetera... ¡Que me voy! Camila nos empujó á Raimundo y á mí fuera de la alcoba, donde á la sazón estábamos, y dijo á su marido: --Entretenme á esos tipos un rato, que me voy á arreglar. Nos llevó Miquis al comedor, donde al punto se personaron dos perros: el uno grande, de lanas; el otro pequeño y tan feo como su amo. Ambos hicieron diferentes habilidades, distinguiéndose el feo, que marchaba en dos pies con un bastón cogido al modo de fusil, y hacía también el cojito. De repente veíamos á mi prima pasar, medio vestida, como exhalación. Iba á la cocina. Oíamos su voz en vivo altercado con la criada... después la sentíamos regresar á su cuarto... llamaba á su marido con gritos que atronaban la casa. --Será para que le alcance algo... --decía él sin mostrar mal humor--. Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy! Camila volvía corriendo á la cocina. Necesitaba estar en todo. Aun así, temía que aquella girafa de Gumersinda echase á perder la comida. Al poco rato, vuelta á correr hacia la alcoba. Ya estaba peinada; pero aún no se había puesto el vestido ni las botas. De pronto, oímos la argentina voz de la señora de la casa que decía con cierto acento trágico: --Constantino, traidor... ¿qué, no pones la mesa? El tal, dándome una prueba de confianza, me rogó que le auxiliara en el desempeño de aquella obligación doméstica. --Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case... Risueño y compadecido, le ayudé de buena gana. Antes había solicitado Constantino el auxilio de mi primo; pero éste, agobiado por el frío, no se apartaba del balcón por donde entraban los rayos del sol. Pronto quedó puesta la dichosa mesa. En la loza y cristalería no ví dos piezas iguales. Parecía un museo, en el cual ninguna muestra de la industria cerámica dejaba de tener representación. El mantel y las servilletas, regalo de la tía Pilar, eran lo único en que resplandecía el principio de unidad. No así los cubiertos, en cuyos mangos se echaba de ver que cada uno procedía de fábrica distinta. No habíamos concluído, cuando entró Eloísa. Al sonar la campanilla, díjome el corazón que era ella. Raimundo abrió la puerta, y antes de que mi prima llegara al comedor, le oí estas gratas palabras: --Pepe no puede venir. Ha tenido miedo al frío... Yo me alegro de que no salga en un día tan malo, porque puede coger un pasmo. --Yo sí que voy á pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se encienden chimeneas --dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en ella. --No viene Pepe --repitió Eloísa mirándome á los ojos; y al reparar en mi ocupación, echóse á reir--. Eso, eso te conviene... ¿Y esa loca...? --Su Majestad está en sus habitaciones --dijo el manchego-- con la camarera mayor, que es ella misma. --Constantino --gritó Camila asomándose á la puerta--, traidor, ¿en dónde me has puesto mi alfiler? --¡Ah! perdona, hija; me lo puse en la corbata: tómalo y no te enfades. --¡Que siempre has de ser loca! --dijo Eloísa pasando al cuarto de su hermana para dejar abrigo y sombrero. Al poco rato vimos aparecer á la señora de la casa, vestida con elegante traje de raso negro, bastante guapa, luciendo su hermosa garganta por el cuadrado escote. Su pecho alto y redondo, su cintura delgada, sus anchas caderas, dábanle airosa estampa. Podría parecer bella; pero nunca parecería una señora. --¡Mujer, cómo te pones!... --exclamó Eloísa, aludiendo sin duda á la escasez de tela en la región torácica--. ¿Pero estás tonta? ¿A qué viene ese escote?... No he visto cabeza más destornillada. Y lo que es hoy no llorarás por polvos. Lo más característico de Camila era su tez morena. Tenía á veces el mal gusto de corregir torpemente con polvos y otras drogas aquel aire gitanesco que daba tan salada gracia á su persona. Y fué tan sin tasa en aquel día la carga de polvos, que á todos nos pareció estatua de yeso; y como teníamos confianza con ella, se lo dijimos en coro. --Pero, Camila... pareces una tahonera. --¿Sí? --replicó ella riendo con nosotros--. Ahora veréis. Desapareció, y al poco rato presentósenos en su color y tez naturales. Sólo las orejas quedaron un poco empolvadas. --Si me quieren negrucha, aquí estoy con toda mi poca vergüenza. Sin esperar á oir nuestros aplausos, pegó un brinco y echó á correr otra vez hacia lo interior de la casa. Pronto reapareció para decir á su marido: --Nos sobra el cubierto de Pepe. ¿Por qué no avisas á tu hermano Augusto, de paso que vas por el postre? --Yo no... Ya sabes que no puede venir --replicó el marido tomando su capa para salir. --Pues déjalo: así tocaremos á más. Después, vuelta á la cocina, donde la oímos disputar á gritos con la girafa. Constantino no tardó en regresar, trayendo el postre en un papel, que se engrasó de la bollería á la casa. Mientras yo le abría la puerta, oí la voz de Camila que desde la cocina clamaba: --Váyanse sentando... Allá va la sopa. El convite fué digno de los anfitriones. Por la hora debía de ser almuerzo; por la calidad de los platos era almuerzo y comida; por la manera de estar condimentados y el desorden é incongruencia que reinaban en todo, no tenía clasificación posible. Sirviéronnos un asado, el cual para ser tal debió permanecer media hora más en el fuego. «Ustedes dispensarán que esto esté un poco crudo», nos decía Camila. En cambio, el pescado _al gratin_ se había tostado y estaba seco y amargo. A los riñones habían echado tal cantidad de sal, que no se podían comer. Por vía de compensación, otro plato que apenas probé no tenía ni pizca... --Pero, hija --dijo Eloísa riendo--, tu cocinera es una alhaja. --Dispensa por hoy... --replicaba la hermana--. Se hace lo que se puede. No me critiquen, porque no les volveré á convidar. --Descuida, que ya tendremos nosotros buen cuidado de no caer en la red otra vez --le contestó Raimundo. Se había sentado á la mesa embozado en su capa, quejándose de un frío mortal, renegando de los dueños de la casa, y jurando que no volvería á poner los pies en ella sin hacerse preceder de una carga de leña. Al servir el segundo plato, se cayó en la cuenta de que no había vino en la mesa, de cuyo descubrimiento resultó un gran altercado entre Constantino y su mujer. --Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de chorlito! --¡Ni fuego ni vino! --exclamó mi primo subiéndose el embozo y poniendo una cara que daba compasión. Parecía que iba á llorar. --Que salga inmediatamente Gumersinda á buscarlo. --No, ve tú. --Como no vaya yo... Hubiéraslo dicho antes. --¡Ay! qué hombre tan inútil... --¡Qué tempestad de mujer! --Lo mejor --dijo la señora de la casa, serenándose después de meditar un rato-- es que Gumersinda vaya al cuarto de al lado á pedir dos botellas prestadas á los señores de Torres. Son muy amables y no las negarán. Por fin trajeron el vino, y con él templó sus espíritus y su cuerpo mi primo Raimundo, decidiéndose á soltar la capa. Camila, á cuya derecha estaba yo, me obsequiaba, valga la verdad, todo lo que permitía lo estrafalario de la comida. Su amabilidad echaba un velo, como suelen decir, sobre los innúmeros defectos del servicio. Repetidas veces tuvo que levantarse para sacar de un mal paso á la que servía, que era una chiquilla muy torpe, hermana de la cocinera. Había venido aquel día con tal objeto, y más valiera que se quedara en su casa, pues no hacía más que disparates. En los breves intervalos de sosiego, Camila nos hablaba de lo feliz que era, ¡cosa singular! ¡Feliz en aquel desbarajuste, en compañía del más inútil de los hombres! Indudablemente Dios hace milagros todavía. Para ponderarnos su dicha, mi primita no cesaba de hacer alusiones á un cierto estado en que ella creía encontrarse, y por cierto que sus indicaciones traspasaban á veces los límites de la decencia. Ya nos contaba que pronto tendría que ensanchar los vestidos; ya que había sentido pataditas... Luego rompía á reir con carcajadas locas, infantiles. Yo me confirmaba en mi opinión. No tenía seso, ni tampoco decoro. Debo decir con toda imparcialidad que Constantino me pareció un poco reformado en la tosquedad de sus modos y palabras. Ya no hablaba de sus superiores jerárquicos con tan poco respeto; ya no decía, como cuando le conocí: «Me parece que pronto la armamos...» Creyérase que había sentado la cabeza y adquirido cierto aplomo y discreción, que no se avenían mal con su creciente robustez corpórea. Parecióme que su mujer le dominaba, cosa en verdad extraña, pues quien no tuvo ninguna clase de educación, ¿cómo podía educar y domar á un gaznápiro semejante? La Naturaleza permite sin duda que dos energías negativas se amparen y beneficien mutuamente. Al fin de la comida, Raimundo bebía más de la cuenta: bien claro lo denotaba, no sólo la merma del contenido de las botellas, sino la verbosidad alarmante de mi buen primo. Constantino, no queriendo ser menos, se había desatado de lengua más de lo regular. El uno contaba anécdotas, pronunciaba discursos, repetía versos y tartamudeaba penosamente las sílabas _tra_, _tro_, _tru_, mientras el otro decía cosas saladas y amorosas á su mujer, echándola requiebros en ese lenguaje flamenco que tiene picor de cebolla y tufo de cuadra. La discreción relativa, de que hablé antes, se la había llevado la trampa. Tal espectáculo empezaba á disgustarme. El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo traer de fuera. Vino pues, el café, mal colado, frío, oliendo á cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y Constantino se pusieron á tirar al florete. Mi primo no podía tenerse. La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos á la alcoba, donde Camila, sentada junto á mí, hacía mil monerías, que llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y vocalizaciones difíciles, nos azotaba á su hermana y á mí, y concluía por sacar á relucir aquél su estado que la hacía tan dichosa. --Ahora sí que va de veras --nos decía--. ¡Y este bruto se ríe, y no lo quiere creer! De pronto le entraba como una exaltación ó más bien delirio de tonterías, y cruzando las manos gritaba: --¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy á tener!... Más mono que el tuyo, más, más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y dí, ¿por qué no te casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres asqueroso. Eso, eso, da tu dinero á las tías. Me alegraré de que te desplumen. De aquí volvía la conversación á las dulces esperanzas maternas. Hasta me parecía que lloraba de satisfacción. --Vaya, ¿á que no me prometes ser padrino? --Sí que te lo prometo. Y se rompía las manos en un aplauso. --¿Y le harás un regalo como de millonario? ¿Me dejas escoger lo que yo quiera en casa de _Capdeville_? --Sí: puedes empezar. --Bien, bien... ¡Currí... Currí! El perro pequeño entró, obedeciendo á las voces de su ama. Puso las patas en su falda, luego en la cintura, por fin en aquel seno hermosísimo. Ella le daba besos, le agasajaba, dejábase lamer por él. --Ven acá, tesoro de tu madre, rico, alegría de la casa. --Yo no puedo ver esto --decía Eloísa con enfado, levantándose para retirarse--. Me voy. --No, no, hermanita; no te vayas... Lárgate, Currí, Currí... Largo, y no parezcas más por aquí. --No, no me beses --chillaba Eloísa, apartando su cara--; no pongas sobre mí esa boca con que has estado hociqueando al perro. Tonta, loca, ¡cuándo sentarás la cabeza!... José María está estupefacto de verte hacer tonterías. --José María no se enfada, ¿verdad? Y ahora que caigo en ello, ¿por qué no me convidas esta noche al teatro? --Otra más fresca... --¿Pues por qué no? Después que hemos echado la casa por la ventana para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí, dile que sí. José María, esta noche... --Te mandaré un palco para el teatro que quieras. Elige tú. --Constantino --gritó Camila, cantando la marcha real--, esta noche vamos al teatro. Mira, tú, mi maridillo irá por el palco. Dame á mí los cuartitos. Yo decía para mí: «No tiene decoro, ni vergüenza, ni delicadeza tampoco. Es completa. Si me obligaran á vivir con un tipo así, al tercer día me enterraban.» Eloísa estaba disgustada y deseaba marcharse. Yo también. Busqué á Raimundo para salir con él; pero mi primo se había dormido profundamente sobre el sofá de guttapercha del comedor. Camila le cubrió con la capa para que no se enfriase. --Ve pronto por el palco --decía la señora de Miquis á su marido-- que es noche de moda, y si tardas no habrá localidades. Vamos... menea esas zancas. ¿A qué aguardas? El manchego no se hizo de rogar. Pronto le sentimos bajar la escalera, saltando los escalones de cuatro en cuatro. --Iré luego á casa de mamá --dijo Camila, poniendo á su hermana el sombrero y el abrigo--. Adiós, _comparito_. Le dí la mano, y ella me la apretó mucho. VIII En que se aclaran cosas expuestas en el anterior. Cuando bajábamos, Eloísa me dijo: --¿Vas á venir á acompañarme? En el tono con que esto fué dicho, conocí su deseo de que no la acompañara. Yo tampoco tenía intención de hacerlo. Aquel recelo de no aparecer juntos en público al mismo tiempo nos acometía á entrambos, revelando, no sólo la conformidad, sino también la poca rectitud de nuestros pensamientos. Ella entró en su coche y fué á la calle del Olmo; yo me bajé á pie á la Castellana para dar una vuelta. Volví á casa al anochecer, y á poco sentí llegar el carruaje de mi prima. Obedeciendo á instintivo movimiento y á una curiosidad tonta, salí á mi puerta. Tuve el pueril antojo de atisbar por el ventanillo para verla subir sin que ella me viese. Siéndome fácil hablar con ella á todas horas, ¿qué significaba aquel acecho? Nada más que el ansia del misterio, la necesidad de poner en mi pasión la sal del incidente. Aquel mirar furtivo por la rejilla de cobre era ya un paso interesante y que rompía los términos rutinarios de la vida formal para ponernos en la esfera de las travesuras, más sabrosas cuanto más anormales... La ví subir. Noté que al pasar por mi puerta la miró como deseando que estuviese abierta, ó que el azar le proporcionase un pretexto para colarse dentro. El lacayo subía tras ella con un montón de paquetes de compras. Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con ella. Ambos temíamos dar á conocer nuestra conciencia, no turbada aún más que por pensamientos. Presagiábamos las peligrosas resultas de ellos; mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que nos salieran á la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en buena hora á dar nuevos horizontes á mi erudición con preciosos datos catarrales referentes á otras personas de la familia. Hicimos luego una ensalada inglesa. Hablé de los _whigs_ y los _torys_, de la reforma electoral de 1834, del _Habeas corpus_, de la Liga de Manchester y del _bill_ de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados lord Chatam, Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre andaluza, la savia paterna, obscurecía y anonadaba en mí lo que yo había recibido del sér británico de mi madre. Cuando me retiré, despedíme de todos menos de Eloísa, que al verme en pie se marchó al cuarto de su hijo. Y me la llevaba conmigo á mi casa, _in mente_; la robaba como hacía mi tío Serafín con las baratijas de su gusto, y me la guardaba en mi corazón, como en un bolsillo, reducida á impalpable esencia, cuando no la subía al entrecejo para darle allí vida febril, haciéndola compañera de mis soledades. Las noches de insomnio, las madrugadas de inquieto sueño, los días tristes alambicaban mi querencia poniéndome en estado de hacer tonterías de mozalbete si se hubiera presentado ocasión de ello. No las hice, porque Dios no quiso. Pero estaba dispuesto á todo, hasta á volverme romántico y _wertheriano_, á pesar de que los tiempos son tan poco propicios para que un hombre se ponga en semejante estado. Una tarde del mes de Marzo nos encontramos casualmente en la calle. Ambos nos turbamos. Nos veíamos diariamente en la casa sin experimentar turbación, y en la calle, solos, al darnos las manos, parecía que temblábamos por tal encuentro y que habríamos deseado evitarlo. Iba yo hacia el Banco de España, ella á casa de una amiga. Nos separamos. Sin darnos cuenta de ello, por medio de una sencilla pregunta semejante á esas que se hacen por decir algo y de una respuesta más sencilla aún, nos dimos cita para aquella tarde en la casa de la calle del Olmo. Vinieron los sucesos impensada y tontamente, con ese canon fatal que equipara en el orden de la realidad las cosas más triviales á las más graves y de más peligrosa transcendencia. Las cuatro serían cuando entré en la casa. No había nadie de la familia más que Eloísa. No tuve que llamar. La puerta estaba abierta, y un operario arreglaba la entrada del gas. Sentí martilleo en las habitaciones interiores, y al pasar junto á una puerta, oí la conversación de unas mujeres que, sentadas en el suelo, estaban cosiendo alfombras. Parecióme que yo me introducía invisible, como el gas, pasando por escondidos, angostos y callados tubos. Avancé. Bien sabía yo á dónde iba. Tan seguro estaba de encontrarla como de la luz del día. Después de atravesar dos salones, ví á Eloísa de espaldas. Estaba repasando una colección de estampas puesta en voluminosa carpeta. Acerquéme á ella de puntillas; mas aún no estaba á dos pasos de su hermosa figura, cuando sin volverse dijo esto: --Sí, ya te siento; no creas que me asustas... IX Mucho amor (¡oh, París, París!), muchos números y la leyenda de las cuentas de vidrio. I A la semana siguiente, instalóse mi prima en su nueva casa. Un día antes de mudarse, estuvo en la mía por la tarde, en ocasión que yo me encontraba solo. Hablamos atropellada y nerviosamente de las dificultades que nos cercaban; ella temía el escándalo, parecía muy cuidadosa de su reputación y aun dispuesta á sacrificar el amor que me tenía por el decoro de la familia. Manifestaba también escrúpulos religiosos y de conciencia, que yo acallé como pude con los argumentos socorridos que nunca faltan para casos tales. En ninguna de las conversaciones de aquellos días nombrábamos jamás á Carrillo. Unicamente hizo Eloísa alguna tímida referencia á la equivocación lamentable de su casamiento. Fué, más que una ceguera de ella, terquedad de su mamá y tontería de su papá... No tenía ella, no, toda la culpa de su falta. ¡Pícaro mundo! ¿Por qué no vine yo antes á Madrid? Y ya que no vine antes, cuando hubiera sido ocasión de casarnos, ¿por qué vine después, cuando ya el conocerme la había de hacer tan desgraciada? En resumidas cuentas, yo tenía toda la culpa... Pero ya, ¿qué remedio...? La atracción que á entrambos nos había unido era más fuerte que todas las demás cosas del alma. Imposible luchar contra ella... ¡Pero el escándalo, la pérdida de la reputación, el murmullo de la gente, su hijo... el pobre _barbián_, que cuando creciera oiría decir que su mamita no había sido buena, como deben serlo todas las mamás!... Las delicias de amar por vez primera y única eran acibaradas por aquella zozobra punzante, por aquel miedo al _qué dirán_, por el presentimiento de catástrofes y desventuras que es la sombra fatídica que se hace á sí misma la vida ilegal. Y otra cosa... ¿Cómo, dónde y cuándo nos veríamos?... Porque pensar que podría transcurrir una semana sin vernos á solas, era pensar en la eternidad de la desdicha humana. Sobre esto hablamos largamente y con cierto ahogo, sin que yo pueda precisar ahora cuáles conceptos salieron de su boca, cuáles de la mía, cuáles de entrambas á la vez y como en un solo aliento. «Nos veríamos en su casa...» «No, no: en la mía...» «No, no: en otra...» «¿Dónde?...» «Pues nos daríamos cita en tal ó cual parte...» «Yo arreglaría una casita muy cuca...» La felicidad que me embargaba y que juntamente significaba amor, idealismo y satisfacción del amor propio, era demasiado grande para que yo pudiera encerrarla en el secreto de mi alma. No quería yo el escándalo; mi moral era aún bastante remilgada para enseñarme lo que debemos al decoro; la publicidad érame antipática; pero, con todo, mi ventura me ahogaba hinchándome el pecho, sin duda por la parte que la vanidad tenía en ella. Erame forzoso mostrar á alguien mis bien ganados laureles; yo buscaba tal vez, sin darme cuenta de ello, un aplauso á la secreta aventura. Con nadie podía tener una confianza delicada como con Severiano Rodríguez, amigo mío muy querido de toda la vida. Conocía su discreción. Él me guardaría mi secreto como yo le guardaba los suyos. También Severiano estaba enredado con una señora casada; sólo que esto era tan público en Madrid como la Bula. Contéle, pues, todo, y no se sorprendió. Se lo temía el muy pillo. Díjome, con aquél su estilo figurativo y genuinamente andaluz, que era inútil quisiera yo hacer el _niño del mérito_, guardando una reserva que era lo mismo que poner persianas al viento; que no intentara trastear al público, que es animal de mucho _quinqué_, y, por fin, que los tiempos de notoriedad que corremos hacen imposible el tapujito, lo que viene á ser una ventaja de nuestra edad sobre las precedentes. Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra, mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí con exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva. Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo, no sólo perteneciente á mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí: Eloísa era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba á los encomios que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado de esa nobleza del vestir, que no tiene nombre en castellano. Todas las seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto, no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero, criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás. Francamente, en mi cerebro había algo anormal, un tornillo roto, como gráficamente decía mi tío al descubrir las variadas chifladuras de la familia. Yo no estaba en mí en aquella época; yo andaba desquiciado, ido, con movimientos irregulares y violentos, como una máquina á la cual se le ha caído una pieza importante. De tal modo estaba alterado mi equilibrio, que á cada momento lo daba á conocer. Si no hacía cosas ridículas, era porque conservaba muy vivo el respeto exterior de mí mismo; pero decía majaderías, como las que antes, en boca de otros, me habían hecho reir mucho. Con la familia me hallaba algo cohibido. Temía que el tío se enfadase, que mi tía Pilar me echase los tiempos por la situación poco decorosa en que yo había puesto á su hija. Pero ninguno se dió por entendido. O no lo sabían, ó lo disimulaban. Raimundo y María Juana tampoco chistaban. Sólo Camila se permitió algunas reticencias, de que no hice caso. Toda la familia me trataba de la misma manera, con el mismo afecto y cortesía, y yo, agradecido á esta condescendencia natural ó estudiada, les correspondía redoblando con respecto á ellos mi generosidad. Era ésta en mí como una corruptela para comprar su tolerancia, ó subvención otorgada á su silencio. No cesaba, pues, de hacer regalitos á mi tía, algunos de consideración; daba cigarros y dinero á Raimundo; compré un piano á Camila, pues el que tenía estaba ya asmático, y á todos les obsequiaba un día y otro con palcos ó butacas en los principales teatros. Pero mis arranques más costosos eran para Eloísa, á quien constantemente daba sorpresas, añadiendo á sus colecciones objetos diversos, ya un cuadrito de buena firma, ya un caprichoso mueble, antigüedad de mérito ó primorosa alhaja de moda. Grande era mi gozo cuando observaba el suyo al recibir el presente. A veces me reñía, ponía morros por aquel afán mío de gastar el dinero tan sin substancia. Nunca me pedía nada; pero muy á menudo la observé como atontada pensando en algún objeto recientemente exhibido en las tiendas de lujo. Tenía momentos de entusiasmo suponiéndose poseedora de él, ratos de tristeza considerándose incapaz de poseerlo. Precisaba calmar esta exaltación con la única medicina eficaz, la compra del pícaro objeto. Este era bien un jarrón japonés de la fábrica imperial, con la pátina antigua, ó un par de tibores de _Sachsuma_. Era á veces el motivo de sus ansias una delicada pieza de Wedgwood ó una credencia de ébano y marfil. A esto añadí, por Mayo, una berlina de Binder y un piano media-cola de Erard; pero ningún capítulo subía tanto como el de alhajas, pues por el collar de perlas, la _rivière_ de brillantes, una pulsera de _ojos de gato_, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé en casa de Marabini quince mil duritos. II Llegó el verano. La familia de mi tío tenía casa tomada en San Juan de Luz. Eloísa fué con su marido á Biarritz, de donde pasarían á París á consulta de médicos. En París me planté yo, para esperarles, y no tuve tiempo de impacientarme, pues mi prima acudió puntual á la cita. El pobre Pepe estaba delicadísimo y no podía invertir su tiempo más que en dejarse ver y examinar de las eminencias médicas, en someterse á tratamientos fastidiosos y en pasear algún rato, absteniéndose de salir de noche y de todo regalo en las comidas. Vivían en el Hotel de la calle de _Scribe_. Yo estaba, como siempre, en el de _Helder_. Fácil nos era á mi prima y á mí vernos y citarnos en la ilimitada libertad parisiense y aun hacer algunas excursiones cortas á las inmediaciones. En los cuatro días que Carrillo estuvo sin más compañía que la de un camarero, en los baños de Enghien, disfrutamos los pecadores de una independencia que hasta entonces no habíamos conocido. Eloísa iba á mi hotel. Estábamos como en nuestra casa, libres, solos, haciendo lo que se nos antojaba, almorzando en la mesilla de mi gabinete, ella sin peinarse, á medio vestir; yo vestido también con el mayor abandono; ambos irreflexivos, indolentes, gozando de la vida como los seres más autónomos y más enamorados de la creación. En nuestros coloquios, amenizados por constante reir, nos comparábamos con las dichosas parejas del barrio latino, el estudiante y la griseta, el pintor y su modelo, viviendo al día con dos ó tres francos y una ración inmensa de amor sin cuidados. Nosotros éramos mucho más felices porque teníamos dinero y podríamos paladear mejor tanta dicha. Para gozar á nuestras anchas de la libertad parisiense, tomábamos el tren en San Lázaro y nos íbamos á San Germán, almorzábamos en la Terraza, paseábamos por el bosque, corríamos, nos acostábamos sobre la hierba... ¡Qué horas tan dulces! Como quien se contempla en un espejo, nos recreábamos en las muchas parejas que veíamos semejantes á nosotros. Componíanse de algún extranjero, ávido de echar una cana al aire, y de alguna _bulevardista_, por lo general de buen parecer y modales un tanto desenvueltos. En otras parejas se advertía una confianza, una intimidad que no son propias de las relaciones de un día. Eran amantes, como nosotros, que hacían una escapatoria como la nuestra, para burlar con delirante satisfacción la insoportable vigilancia de las leyes divinas y humanas. Veíamos hombres de semblante inquieto y fatigado; mujeres guapas, guapísimas, vestidas con una elegancia que cautivaba á Eloísa. Esta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente, y en la originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos, que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la estación próxima. Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la mañana á las misas aristocráticas de la Magdalena y de la _Capilla Expiatoria_... El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También solía llevarme á casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y á los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse á llevar un surtido de telas, vasos, estantillos, dos ó tres biombos, lacas, y hasta las ínfimas baratijas de papel y cartón que declaran el maravilloso sentimiento artístico de aquella gente asiática, sólo igualada por la clásica Grecia? Al propio tiempo la señora de Carrillo no podía, ya que felizmente estaba en la capital de la moda, dejar de equiparse para el próximo invierno. Su amor propio pedíale no ser de las últimas en la introducción de las novedades, mejor dicho, la incitaba á ser la primera. En casa de Worth se encontró á la de San Salomó; á donde quiera que iba tropezaba con la siempre inquieta y bulliciosa marquesa, y esto mismo estimulaba en mi prima los deseos de superarla. Cada una quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose á llevar á Madrid lo mejor, lo más bonito y nuevo... Pronto perdí la cuenta de las cajas que mi primita expidió para Irún en los últimos días de Septiembre. Pero á falta de este dato, otros más exactos me permitían apreciar numéricamente los entusiasmos de Eloísa. En la primavera anterior había ordenado yo á mi banquero de París que me vendiera los títulos de 4½ por 100 que tenía en su poder, cuyo valor ascendía próximamente á unos ciento setenta y cinco mil francos. Era mi intención traer á España aquel dinero para emplearlo con otras sumas en inmuebles urbanos ó en los títulos creados por Camacho. Cuando fuí á París, Mitjans había hecho la venta y tenía en su caja, á disposición mía, el líquido de la realización. Díjele que lo retuviese en su casa, que yo tomaría para mis gastos lo que necesitara, y el resto me lo daría en letras sobre Madrid á la conclusión de la temporada. Tales sangrías dí á aquel depósito, que cuando fuí á liquidar, sólo me restaban siete mil francos, que Mitjans me dió en una carta-orden. Y no paró aquí mi desgracia, pues el día de la marcha sobrevinieron no sé qué olvidadas cuentas de mi prima Eloísa, y tuve que ir á última hora, echando los bofes, á casa de Mitjans á pedirle un préstamo de cuatro mil francos para poder volver á España. Este acontecimiento causóme sobresalto. Era la primera vez en mi vida que me sorprendía en flagrante delito contra las augustas leyes de la Aritmética. Hasta entonces mi mente no había sufrido una distracción tan profunda y sostenida. En las ocasiones de mayor ceguera había percibido siempre la salvadora claridad de los números; que de algo ¡vive Dios! habían de valerme los quince años pasados en el saludable ejercicio mental de un escritorio. ¿Y unos cuantos meses de loco desatino podían destruir los efectos de mi educación económica? No, seguramente no. Mi espíritu, habituado á la contabilidad, resurgía valiente, sacudía la modorra, trataba de romper la nube de la ofuscación que lo envolvía con efectos semejantes á los de un narcótico. Ví la clara imagen de la diosa Cantidad, alta, severa, con una luz en la mano que al modo de faro me alumbraba para que no naufragase. Fuí educado en los negocios y respiré en mi niñez el aire espeso, sombrío de la práctica Inglaterra, que con el humo que introduce en nuestros pulmones parece que nos infiltra en el cuerpo la costumbre de la exactitud en todas las cosas. Mi juventud desarrollóse también en la gimnasia de la cantidad, así como la de otros crece en los placeres frívolos. Yo tenía, pues, en mí una virtualidad redentora, el _tanto_, el verbo inglés, dócil á las órdenes de mi razón; el número, sí, no menos grande y fecundo que la idea, como energía anímica. Al verificarse en mí aquel despertamiento, halléme en terreno firme y dije con resolución: «No, niña mía, esto no puede seguir así.» III En Madrid traté de poner orden en mis asuntos. A fines de Octubre, pasóme el Banco el extracto de mi cuenta corriente y ví que apenas me quedaban unas dos mil pesetas. Había gastado ya toda mi renta del año, cuando en los precedentes apenas había llegado á la mitad, y con la otra mitad aumentaba mi capital. En aquellos días recibí de Jerez varias letras y algún papel de Londres. Eran el tercer plazo anual de mis arrendamientos y un residuo de la venta de existencias. Había pensado yo destinar este dinero á consolidación de capital; pero no pudo ser porque tuve que enviarlo á mi cuenta corriente del Banco para los gastos del último trimestre de 82. Una breve operación me dió á conocer que mi fortuna había disminuído aquel año en muy cerca de noventa mil duros. ¡Cosa singular! Yo tenía, durante las embriagueces de aquel año, vagas nociones de esta cifra negativa; pero no me causó temor hasta que la ví salir de la punta de la pluma en infalibles guarismos. Me parecía mentira que tal suma hubiera sido espolvoreada por mí en diversas tiendas de París y Madrid; y no obstante, bien cierto era. Lo hice sin darme cuenta de ello, ciego y alucinado, olvidando esa admirable función del espíritu que llamamos sumar, y atento sólo á los aguijonazos de la voluptuosidad y del amor propio. A lo hecho, pecho. Aunque felizmente había abierto los ojos al _tanto_, reintegrándome en el equilibrio de mi sér, por un lado concupiscente, por otro positivista, mi desvarío por Eloísa no había mermado en lo más mínimo. Más prendado de ella cada día, pensé en llevar procedimientos de regularidad económica á lo que moralmente era tan irregular. El orden parecíame digno de ser implantado en los dominios del vicio, y yo me imponía el deber de intentarlo y me hacía la dulce ilusión de conseguirlo. Cavilaciones numéricas entristecían mis noches y mis mañanas, pues el hondo interés que me inspiraba Eloísa hacíame ver nubes muy negras en el porvenir de la casa de Carrillo. En cuanto á mi fortuna, que hasta entonces había sido pingüe, sólida y muy saneada, hice propósito firmísimo de defenderla á todo trance de los lazos que mi propia pasión le tendía. A pesar de lo firme del propósito, vivas inquietudes me atormentaban en presencia de aquel querido edificio económico, al cual se le acababan de abrir grietas muy profundas. Pensando siempre en mi prima, no cesaba de hacer cálculos sobre el presupuesto de su casa, que me parecía muy desconcertado. Con aquella exactitud que debía á mis hábitos de contabilidad, aprecié lo que había importado la instalación, los ricos muebles y costosos caprichos de Eloísa. Sin escribir un guarismo, calculé el gasto aproximado de la casa, alimentación, cocheras, servidumbre, teatros, modista, viajes de verano, menudencias é imprevistos. No, no: no cabía esto dentro de la cifra de veinte mil duros anuales. Para cerciorarme, levanté columnas de números, y no, no salía. El pasivo del primer año era enorme, abrumador, y unido á la instalación me daba el resultado tristísimo de que los señores de Carrillo se habían comido ya la cuarta parte del capital heredado. Por mucho que estirara yo los ingresos sobre el papel, forzando los productos de las dehesas de Navalagamella y Barco de Avila, engrosando los alquileres de las tres casas de Madrid y añadiendo á todo el cupón de las obligaciones de Banco y Tesoro, no podía pasar de tristes siete mil duros. ¡Y tan tristes!... Como que lloraban por los míos, y me los querían llevar. Lo peor de todo fué que en aquel otoño Eloísa montó la casa con más lujo, tomó más criados, hizo reformas en el edificio, anunciando que iba á dar comidas todos los jueves. Era preciso hablarle claramente y arrancar aquella mordaza que el amor me ponía. Una tarde, solos en nuestro escondite, le hablé el lenguaje sincero y leal de los números. ¡Cómo esquivaba el tema la muy pícara; cómo se escapaba, culebrosa y resbaladiza, cuando ya la creía tener bien cogida! Por fin se mostró conforme con mis ideas, y penetrada del buen sentido de las cosas. Sí: era preciso moderarse, porque el porvenir... Invirtióse la tarde en cálculos, en proyectos de economía y reducción de inútiles gastos. A los pocos días volví á mi fiscalización con nuevo empeño. No pude obtener que me expusiera en términos exactos su presupuesto. Siempre embrollaba las cifras y las desfiguraba, haciendo un lamentable abuso de la aplicación de los ceros. Por fin, tras pesadas insinuaciones mías, me confesó que tenía algunas deudas. --Te las pago todas --le dije con efusión-- si me juras que no volverás á contraerlas y que serás juiciosa y arreglada. Y el juramento se hacía poniendo por testigo á Dios; y se celebraba el convenio con abrazos y ternuras; y las deudas se pagaban y se volvían á contraer, como árbol que más vigorosamente retoña cuanto más se le poda. --Ahora no me echarás la culpa á mí --me dijo una tarde--. Es Pepe el que gasta. Ayer he tenido que sacarle de un gran apuro. Sin que yo lo supiera ha tomado seis mil duros, dando en fianza la casa de la calle de Relatores... No, no me mires así, con esos ojos de terror... Pepe es muy bueno, y no le puedo contrariar. Desde que es senador no ha vuelto á poner los pies en el _Veloz_. No tiene ningún vicio, no juega, no mantiene queridas; ni siquiera fuma. Pocos hombres hay tan ejemplares como él. Preguntarás que en qué se le va tanto dinero; voy á contestarte inmediatamente. Primero: el periódico, ese dichoso _órgano del partido_, que yo leo para combatir los insomnios. No sé cómo Pepe, que tiene talento, emplea su dinero en hacer de Galeoto entre la Democracia y el Trono, sabiendo que esa señora y ese caballero no se han de casar, y lo más, lo más, harán lo que hacemos nosotros, quererse á espaldas de la ley... Segundo: Pepe se me ha vuelto tan benéfico, que no sabes lo que me gasta en socorro de emigrados, en la _Sociedad de niños_... Te aseguro que es un dolor... Para mí lo era, y no flojo, pues por la concatenación de las cosas, me dolían horriblemente los bolsillos cada vez que el marido de aquella señora ganaba un nuevo título para la bienaventuranza eterna. Otras veces, en las horas de criminal soledad, nuestras lucubraciones económicas tomaban un giro fantástico y extravagante. Como el líquido puesto al fuego hierve y crece, yo, sometido á las altas temperaturas del amor, deliraba. Pero no era mi delirio, como el de los poetas, visión de flores, nubecillas y formas helénicas. Era más bien una fermentación de los números que tenía metidos en la cabeza. Las cifras de reales, francos y libras que pasaron por mi mente en quince años, volvían todas juntas, agrupándose como en las cerradas columnas de los libros de partida doble, separándose y revolviéndose como las cantidades desgarradas en la cesta de papeles rotos. ¡Poseer millones de millones!... ¡Que mis reales se me volvieran libras esterlinas de la noche á la mañana!... ¡Que los ceros se agruparan junto á las unidades formando esas filas nutridas, cuya vista ensancha el alma! «Entonces, gata bonita, tendrías un palacio mejor que el de Fernán-Núñez y el de Anglada juntos; tendrías un lecho de plata, como el de la esposa de un _rajah_; tendrías un _yacht_ para viajar por el Mediterráneo y un tren _Pullmann_ para recorrer el Continente. Te compraría el Rembrandt, el Murillo, el Veronés que salieran á la venta al deshacerse la galería de algún principote alemán; y para tí trabajarían Meissonier, Pradilla, Alma Tadema, Domingo, Muncaksy y lo más granadito de Europa. Aprovechando las buenas ocasiones, te compraría los vestigios de las grandes casas, la armadura que llevó el duque de Alba, la espada de Boabdil, los tapices de los Reyes Católicos con el _Tanto Monta_, y los yugos y flechas, y esas casullas de catedral que van á parar en forros de sillas, y esos libros de vitela cuyas hojas se convierten en abanicos, y cajas de oro, y Cristos de marfil como el que tiene Rothschild, y el jarrón de Fortuny, y la espada de Bernardo, y la biblia de María Estuardo, y el vaso de plata de Napoleón. El arte más sublime, la industria más hábil y los objetos de valor histórico, despojos que se le caen á la Historia en su marcha, serían para que tú jugaras con ellos y te relamieras de gusto mirándolos... Serías más rica que la duquesa de Westminster, la cual lo es más que la reina Victoria, emperatriz de las Indias.» Como en esta dirección el desvarío no podía ir más allá, Eloísa, para hacer juego, deliraba en sentido contrario. ¡Ser pobre! No tener nada; vivir juntos y solos, completamente exentos de necesidades sociales, en un país apartado, fértil, bonito, donde no hubiera frío, ni calor, ni ciudades, ni civilización... No tener más que un albergue rústico, y que nuestra despensa estuviera colgada de los árboles... No beber más que agua clara... Vestirse sencillamente, tan sencillamente, que todo el guardarropa quedara reducido á un simple túnico talar... Nada de calzado, nada de sombrero, nada de esos horrores que llaman guantes, corbatas y alfileres... No gozar de más espectáculos que los del cielo y la vegetación; no oir más música que la de los pájaros; no ver más espejos que la corriente de los ríos; no tener idea de lo que es un coche, ni una tarjeta de visita, ni una esquela de invitación, ni una cuenta de modista... Desconocer la escritura y la lectura; y en cuanto á religión, celebrar la misa con una hoguera, un par de cánticos, un haz de flores, delante de los panoramas preciosísimos de la Naturaleza... Y en medio de esto, el amor, mucho amor, muchísimo amor; ella y yo siempre juntos, siempre solos, siempre jóvenes y nunca cansados de mirarnos y de querernos... Creo que mis carcajadas se oían desde la calle. El delirio de Eloísa, que era el rebote del mío, me produjo una hilaridad tal, que ella se apresuró á taparme la boca, alarmada de mis gritos. --Calla, tonto... No escandalices. No sé si lo soñé ó lo pensé. Debí de quedarme dormido y ver á Eloísa en aquel pergenio rústico y salvaje, hecha una señora Eva, en el país de abanico más relamido que se podía imaginar. Ella era feliz con su túnico, no sé si de verdes lampazos ó de alguna tela inconsútil. No conocía la ambición ni el lujo; era toda inocencia, salud, dicha. Sus diamantes eran las estrellas, sus galas las flores, sus espejos los lagos, su palacio la bóveda azul de los cielos... Pero un día la señora Eva alcanza á ver á un sér extraño y desconocido que se aparece en aquel delicioso rincón del mundo donde sólo habitamos ella y yo. Esta tercera persona es el demonio, la tentación, el elemento dramático que viene á emporcar nuestro idilio. No se ofrece á las miradas de la señora Eva en forma de serpiente, ni usa para perderla el ardid aquél de la manzana. ¡Quiá! Es un viajero, un náufrago que acaba de arribar á aquellas playas, y para trastornar el seso á mi mujer, le muestra una sarta de cuentas de vidrio. Las ganas de adornarse con ellas desarrollan en su alma formidable apetito, y se conmueve, se ofusca, se vuelve toda nervios; pierde su sér inocente, como si dijéramos, la chaveta, y adiós idilio, adiós Naturaleza, adiós sencillez, adiós paz sabrosa, adiós festín de hierbas, adiós enaguas de hojas, adiós amor... Cae mi Eva en la tentación, se vende por las cuentas de vidrio, y el demonio carga con ella. X Carrillo valía más que yo. Aquel hombre que me inspiraba una compasión profunda y un temor supersticioso; aquel Carrillo, amigo vendido, pariente vilipendiado, valía más que yo. Al menos así lo promulgaba á todas horas mi pensamiento en los soliloquios de su confusión constante. Idea fija era esto de mi inferioridad, y ni con sofismas ni con razones la podía echar de mí. Quizás yo me equivocaba; quizás las sombras de mi conducta me permitían ver en aquel desgraciado una luz que no tenía, ó dicha luz era un simple fenómeno retiniano. Sí: yo era un sér negativo, un vago, una carga de la sociedad, mientras el otro parecíame una de las personas más útiles y laboriosas que se podían ver. Sobreponiéndose á sus dolencias, siempre estaba ocupado. No entré una vez en su despacho que no le hallara trabajando, afanadísimo, poniendo su alma toda y su poca salud al servicio de una idea ó de una institución. Dábase por entero á diversos objetos benéficos, políticos y morales, y su vehemencia era tal, que si la empleara en sus asuntos propios, habría sido el hombre modelo y la más perfecta encarnación del ciudadano y del jefe de familia. Carrillo era presidente de una _Sociedad_ formada para amparar niños desvalidos, recogerlos de la vía pública, y emanciparlos de la mendicidad y de la miseria. Tan á pechos había tomado su cargo, y tan humanitario ardor ponía en desempeñarlo, que á él se le debían los eficaces triunfos alcanzados por la _Sociedad_. Más de quinientas criaturas le debían pan y abrigo. Inocentes niñas se habían salvado de la prostitución; chiquillos graciosos habían sido curados de las precocidades del crimen al dar el primer paso en la senda que conduce al presidio. La _Sociedad_ hacía ya mucho; pero su ilustre presidente aspiraba siempre á más. Todos los esfuerzos eran pocos en pro de los párvulos indigentes. No bastaba recogerlos en las calles; era preciso ir á buscarlos en los tugurios de la mendicidad emparentada con el crimen, y arrancarlos al poder de crueles padres que los martirizan ó de infames madres postizas que los envilecen. Y Pepe, imprimiendo á esta caritativa obra impulso colosal, pasaba largas horas en su despacho con el secretario, revisando notas, coordinando informes, extendiendo y firmando recibos de suscripción de socios, poniendo cartas al Cardenal, al Patriarca, á la infanta Isabel, al primer Ministro, á los presidentes del Ayuntamiento y de la Diputación para allegar el auxilio de todo lo valioso y útil. Ningún recurso se desperdiciaba, ninguna ocasión se perdía. A este trabajo titánico había que añadir el de organizar fiestas y funciones teatrales para aumentar los fondos de la _Sociedad_. ¡Qué laberinto y qué entrar y salir de empresarios y concertistas y cómicos! No se eximían de esta febril contradanza los poetas, á los cuales se les rogaba que leyeran versos; ni los oradores, á quienes se pedía el óbolo de sus floreados discursos. Mientras Carrillo empleaba en servicio de la humanidad su inteligencia, yo ¿qué hacía? Corromper la familia, abrir escuela de escándalo y dar malos ejemplos. Aún podía llevar mucho más lejos la comparación siempre en perjuicio mío. Yo era diputado cunero, y no me cuidaba ni poco ni mucho de cumplir los deberes de mi cargo. Jamás hablaba en las Cortes, asistía poco á las sesiones, no formaba parte de ninguna Comisión de importancia, no servía más que para sumarme con la mayoría en las ocasiones de apuro. Tenía nociones geográficas muy incompletas acerca de mi distrito, y hacía el mismo caso de mis electores que de los negros de Angora. Ellos gruñían, escribíanme cartas llenas de quejas; pero yo las arrojaba á la cesta de los papeles rotos, diciendo: «A mí me ha hecho diputado el ministro de la Gobernación, nadie más. Vayan ustedes muy enhoramala.» Francamente, el Congreso me parecía una comedia, y no tenía ganas de mezclarme en ella. En cambio, Pepe, que era senador, tomaba muy en serio su cargo, se debía al país, miraba á la patria con ojos paternales, considerándola como uno de aquellos infelices niños que la _Sociedad_ recogía en las calles. Asistía puntualmente á la Cámara, y figuraba en muchas Comisiones. Con frecuencia se levantaba de su banco, sin aliento, ahogándose, y pronunciaba pequeños discursos discretísimos en pro de los intereses generales. La enseñanza primaria, la extinción de la langosta, la necesidad de dar salida á _nuestros caldos_, el establecimiento de gimnasios en los colegios, los Bancos agrícolas, la supresión de la Lotería, de los Toros y del cuarto del cartero, las cajas de previsión, la conducción de presos por ferrocarril, los talleres de los presidios y otras muchas reformas, le tenían por órgano valiente, aunque asmático, en los rojos asientos del Senado. El _Diario de las Sesiones_ estaba por aquella época salpicado de breves piezas oratorias en que se abogaba con entusiasmo por todas aquellas menudencias, por todos aquellos pasitos del progreso, que, realizados, habrían equivalido á un salto grande hacia la cultura. Era verdaderamente infatigable, pues además de esto, había fundado, con otros señores que no nombro, el periódico, órgano de un partidillo que se acababa de formar. Como el tal partido era muy tierno y recién cortado del tronco, necesitaba prolijos cuidados para aclimatarse, echar raíces y crecer. Y crecía, convocando bajo sus débiles ramas á muchos cesantes, á no pocos descontentos y á algunos que no están bien si no se separan de alguien. No sólo ayudaba Carrillo con su dinero al sostenimiento del diario, sino que escribía en él articulitos sanos y juiciosos, defendiendo siempre la buena fe en política, el respeto de la opinión, la sencillez administrativa, las economías, la moralidad, y, sobre todo, la independencia electoral, raíz y fundamento de todo bien político. Por fin, también llevaba Pepe su cooperación á las grandes campañas de caridad pública, y lo hacía con modestia, por impulsos del alma. Así, desde que ocurrían esas catástrofes que excitan profundamente el sentimiento general, ya se apresuraba él á organizar cuestaciones, á buscar auxilios por todos los medios que permiten los varios recursos de nuestra época. Volviendo á la comparación, repito que cualquiera que sea el valor que se dé á esta manera de practicar el bien, siempre resultaba el otro superior á mí. Mientras él empleaba tan bien y con tanto fruto su tiempo, yo ¿qué hacía? Vivir alegremente, gozar de la vida, divertirme, gastar mi dinero sin socorrer á nadie, y otras cosas peores. Yo era un egoísta, mientras Carrillo tenía la manía del _Otroísmo_ y consagraba toda su actividad al bien ajeno. Precisamente en la falta de egoísmo, que era su gran cualidad, estaba el _quid_ del defecto que en parte obscurecía aquellas prendas eminentes, pues siempre se cuidaba mucho más de lo ajeno que de lo propio, y poniendo desmedida atención en la humanidad y en la patria, apartaba sus ojos de la familia y del gobierno de su casa. Dueña y directora de todo era Eloísa. Pepe ignoraba los detalles más importantes del régimen doméstico, y no daba jamás una disposición. Tanto celo fuera y tanta indolencia y descuido dentro, eran indudablemente falta muy grande. Cuánto me complacía yo en considerarlo así, no hay para qué decirlo. Aquella superioridad que me mortificaba no era quizás más que figuración mía, y el pobre Carrillo, al remontarse á lo que yo estimaba perfecciones, caía por tierra poniéndose al nivel mío, que era el de la vulgar muchedumbre. Por su poca salud excitaba el tal la compasión de todos. Sus males se repetían y se complicaban, presentando cada año nuevos y temibles aspectos, ofreciendo como un campo clínico á los ensayos de la medicina. Para los médicos era ya, más que un enfermo, un tratado de Patología interna escrito en lengua que no podían traducir. Los síntomas de hoy desmentían los de ayer, y los tratamientos variaban cada mes. Ya, suponiendo desórdenes en la nutrición, se combatían en él los principios de una diabetes; ya, observando graves fenómenos cardiacos, se atacaba el mal en el terreno de la circulación. Declaróse luego la nefritis, y más tarde vino á manifestarse la hemoptisis con lesión grave en el vértice del pulmón derecho. Cualquiera que la causa fuese, ello es que Pepe se desmejoraba de día en día. Su rostro era terroso, sus fuerzas inferiores á las de un niño, su voz cavernosa, las manos le temblaban, y se fatigaba extraordinariamente al andar. En él sólo tenía vigor el espíritu, siempre despierto, ágil y diligente en las varias faenas á que se entregaba. Bien podíamos creer que el mismo entusiasmo de que se poseía prestábale vida artificial, sosteniendo y enderezando su cansado organismo, como si le embalsamaran en vida. Fáltame contar lo más importante, lo más extraordinario y anómalo en el carácter de aquel hombre. Lo que voy á decir era una aberración moral, indefinible excepción de cuanto han instituído la Naturaleza y la Sociedad, pero tan cierto, tan evidente como es sol éste que me alumbra. Carrillo me mostraba un afecto cordial. La confusión que esto producía en mis ideas no puede ser expresada por mí. No sé si agradecía su estimación ó si me repugnaba; no sé si me apoyaba en ella como una salvaguardia de mi falta, ó si la maldecía como indigna de los dos, y como si á entrambos nos degradara de la misma manera. Ignoro por qué me quería tanto Carrillo; qué motivos de simpatía encontró en mí. Algo debía de influir en ello la insistencia benévola con que yo acaloraba su manía anglo-política, refiriéndole anécdotas parlamentarias, describiéndole las sesiones de los Pares y Comunes, el local, las costumbres, la manera especial de discutir de aquella gente; hablándole de la peluca del _speaker_, del modo de votar, del familiar tono que usan, y haciéndole, por fin, semblanzas tan exactas como podía de lord Beaconsfield, Bright y otros afamados oradores. ¡Cuántas veces, después de una crisis de dolores horribles, extenuado de fatiga, mas sin poder dormir, no tenía el infeliz otro consuelo que conversar conmigo de aquellas cosas tan de su gusto! Su mano en mi mano, sus ojos en mi cara, hacíame preguntas, y jamás se hartaba de mis respuestas. Yo hacía un gran sacrificio de tiempo y de humor por agradarle, y me estaba las horas muertas, charla que te charla, viéndome obligado á sacar algo de mi cabeza, pues la verdad se me iba agotando. ¡Cómo saboreaba él las preciosas noticias! El banquete del lord Corregidor fué de las cosas que le conté con todos sus pelos y señales, pues tuve el honor de asistir al de 1877. Y después, ¡cuánto detalle! Gladstone, en la sesión de los Comunes, se sonaba con estrépito en un gran pañuelo de colores. Disraeli no cesaba de meterse pastillas en la boca. Parnell usaba siempre un gabán color de pasa y sombrero blanco de castor... Luego tirábamos á lo sublime. ¡Qué país aquél! ¡Y pensar que allí no había Constitución escrita, en forma una y doctrinal, sino leyes sueltas y usajes, algunos del tiempo de los normandos! En cambio aquí salimos á Constitución por barba, y somos casi salvajes, parlamentariamente hablando... Yo me cansaba al fin de tanto anglicanismo; pero él no, y me retenía con dulzura siempre que hacía propósito de marcharme. Hablando con toda verdad, diré que yo no deseaba su muerte. No sé lo que habría ocurrido si su existencia me hubiera ofrecido verdaderos obstáculos. Pero si no deseaba su muerte, contaba con ella, teníala por inevitable dentro de un plazo más ó menos largo. Cuando Eloísa y yo, en el rodar vagabundo de nuestras conversaciones íntimas, nos encontrábamos enfrente de los males de Pepe, pasábamos, como sobre ascuas, sobre tema tan delicado. Inquietos ambos, nos evadíamos en busca de otro asunto, cada cual por su lado. Ninguno de los dos habló nunca de su muerte, aunque la considerábamos indudable. Y le compadecíamos con toda sinceridad por su sufrimiento, y si hubiera estado en nuestra mano darle salud y robustez, quizás se la habríamos dado. Pero la idea de la disolución del matrimonio por muerte del marido estaba fija en la mente de uno y otro, aunque ninguno de los dos lo declarase. Tal idea salía á relucir de improviso cuando hablábamos de alguna cosa completamente extraña á la dolencia de Carrillo. Más de una vez se le escaparon á Eloísa frases en las cuales, refiriéndose á días venideros, iba envuelta la persuasión de ser para entonces mi mujer. Hablando una noche de reformas en la casa, se dejó decir: --Porque, mira, yo te podré hacer una gran habitación en el piso bajo, comunicándolo con el alto por medio de una magnífica escalera de nogal, como la que hay en casa de Fernán-Núñez para bajar al cuarto del duque y á la famosa estufa. XI Los jueves de Eloísa. I Una vez por semana, Eloísa daba gran comida, á la que asistían diez y ocho ó veinte personas, pocas señoras, generalmente dos ó tres nada más, á veces ninguna. No gustaba mi prima de que á sus gracias hicieran sombra las gracias de otra mujer, inocente aprensión de la hermosura, pues la competencia que temía era muy difícil. La etiqueta que en los llamados _jueves de Eloísa_ reinaba, era un eclecticismo, una transacción entre el ceremonioso trato importado y esta franqueza nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento. Eran más distinguidas las maneras que las palabras. El ingenio resplandecía en los dichos; mas á veces, con ser copioso y chispeante, no bastaba á encubrir la grosería de la intención. Allí se podían observar, con respecto á lenguaje, los esfuerzos de un idioma que, careciendo de propiedades para la conversación escogida, se atormenta por buscarlas, exprime y retuerce las delicadas fórmulas de la cortesía francesa, y no adelantando mucho por este lado, se refugia en los elementos castizos de la confianza castellana, limándoles, en lo posible, las asperezas que le dan carácter. Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza de poetas, oradores y pícaros, sólo por estos tres grupos ó estamentos ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia. Las remesas de ideas que anualmente traemos en nuestro afán de igualarnos á las nacionalidades maduras, no han encontrado todavía fácil expresión en aquel instrumento armoniosísimo, pero que no tiene más que tres cuerdas. Hice esta observación en casa de mi prima, oyendo hablar de tan distintas maneras, pues unos arrastraban y descoyuntaban las frases de estirpe francesa, impotentes para darles vida dentro de la sintaxis castellana; otros, despreocupados, lanzaban á boca llena las picantes frases castizas, que, por arte incomprensible, nacen hoy en el populacho y se aristocratizan mañana. Ciertas bocas las pulen, las redondean, como hace el mar con los pedazos de roca; otras las endulzan ó confitan, y ya parecen menos rudas sin haber perdido su gracia. De este lento trabajo se va formando en el arpa de nuestra lengua la cuarta cuerda, ó sea la de la conversación fina, que hoy suena un poco ronca, pero que sonará bien cuando el tiempo y el uso la templen. Tengo tan presentes los detalles todos de aquellas reuniones, que bien podría describirlas minuciosamente si quisiera. Pero por no aburrir á mis lectores con lo que no les importa, seré breve, escogiendo, entre todo lo que revive en mi mente, lo más adecuado á la inteligencia de los casos que refiero. De las comidas, retengo todo con pasmosa frescura. Paréceme que respiro aquella atmósfera tibia, en la cual fluctuaban las miradas de la mujer querida y sus movimientos y el timbre de su voz seductora, fenómenos que hasta el otro día se prolongaban en mi espíritu como la sensación grata de un sueño feliz. Paréceme estar viendo las paredes y las personas y la alfombra y las luces en el rato aquél de impaciencia y expectación en que es la hora y faltan aún cuatro ó cinco convidados. Carrillo, mirando impaciente su reloj, deja escapar alguna frase con la cual al mismo tiempo recrimina suavemente á los que tardan y pide excusas á los que esperan. --Este general siempre se atrasa media hora... Sánchez Botín no puede tardar. Se separó de mí á las siete para subir un momento á casa de su suegra. Eloísa, sentada junto á la chimenea del primer salón, atisba fácilmente á los que van llegando, sin interrumpir su palique con el marqués de Fúcar ó con la marquesa de San Salomó. Como la puerta que va del primer salón á la sala de juego está enfrente de la que comunica ésta con la antesala, siempre que se oye el suave gemido de la mampara de cristales con visillos rojos, mi prima echa ligeramente hacia atrás el cuerpo contra el respaldo del sillón, vuelve la cabeza y ve quién entra. Por fin Carrillo transmite sus órdenes por el timbre eléctrico. Al poco rato aparece en la puerta del comedor, poniéndose con oficiosidad los guantes de hilo, el maestresala M. Petit --aquel ingenioso francés que después de haber rodado durante el verano por las fondas de todos los establecimientos balnearios y de haber lucido su estampa en el mostrador de algún comedero de ferrocarril, se pasa el invierno sirviendo temporalmente en las grandes comidas de las casas ricas de Madrid, ó que lo aparentan--, y pronunciando el sacramental _madame est servie_, comienza el desfile. Eloísa se agarra al brazo del marqués de Fúcar (por ejemplo) y rompe plaza... Se me figura estar oyendo el bulle-bulle de las ochenta patas de sillas rascando ligeramente la alfombra gris perla, y ver á los criados ajustarse apresuradamente los guantes, mientras desfilamos y ocupamos nuestros asientos. Aquel primer envite de la comida, que se acerca como un monstruo que viene á apoderarse de nuestro organismo; aquel vaho de la sopa _bisque_, picante como un demonio, ¡qué felices anuncios traen de la sesión gastronómica! Presentes tengo los incidentes de la conversación, que empieza grave, se anima, se fracciona, es á cada instante más viva, menos culta y aseñorada; aspiro la fragancia de los ramos y ramitos que adornan la mesa y nuestras solapas, olor de vegetal flácido que se aja por momentos entre el vapor de la comida y bajo aquella lluvia de luz que desciende de los mecheros de gas; oigo á mi espalda el chillar de las botas de los criados que nos sirven, y me mareo de aquel escamoteo de platos delante de mí, del rielar de copas, de lo que hablamos, de las bromas, ya cultas é inocentes, ya galanas en la forma y groserísimas en el fondo. Las caras aquéllas, las diez y ocho ó veinte cabezas, ¿cómo se pueden olvidar? Figúrome que las veo todavía en su inquietud discreta, ojos que nos miran y se vuelven y llevan la idea de una persona á otra, el hilo de la conversación rompiéndose y anudándose á cada instante, las sonrisas disimulando las contracciones de la gula. Respecto á los dichos, yo no cesaba de recordar la rigidez de las comidas inglesas, en las cuales todo lo que se habla podría figurar en el Catecismo. En los festines que refiero, mi primo Raimundo hallaba medio de contar cuentos indecentes, con una delicadeza de forma y unas perífrasis que hacen de él un verdadero maestro en arte tan difícil. En lo que sí se parecen estas comidas á las inglesas es en que las señoras hacen del pleonasmo del escote una pragmática indispensable. Eloísa, en sus jueves famosos, no se paraba en barras, quiero decir, en carne de más ó de menos. Generalmente vestía con sencillez, siempre que por sencillez se entienda poca tela de medio cuerpo arriba. La originalidad era su fuerte. Un jueves me sorprendió á mí y á todos con el traje más lindo, más caprichoso y temerario que se podría imaginar... Pero recuerdo ahora que no fué en su casa, sino en un gran sarao del palacio de Gravelinas, donde se nos presentó vestida totalmente de encarnado, el cuerpo de terciopelo, la falda de raso, medias y zapatos también de color de sangre fresca, y para que nada faltara, mitones de púrpura. Sólo una belleza de primer orden, de esas que dominan todo lo que se ponen, habría podido salir triunfante de tal prueba, envolviéndose en ascuas de los pies á la cabeza. Fué general la admiración, y yo no fuí el menos sorprendido, porque aquella misma mañana me había dicho que no pensaba estrenar más vestidos ni inventar rarezas. Dejando á un lado esta contradicción, diré que Eloísa deslumbraba: no se la podía mirar sin plegar ligeramente los ojos. Su hermosura, sometida á la prueba de aquella calcinación en crisol ardiente, triunfaba de las llamaradas del rojo, y aparecía sublimada y purificada. Su mirar era como un extracto sutil, alcohol dulcísimo que se subía á la cabeza y hacía en ella mil diabluras. No quiero decir nada del escote, á quien la coloración chillona del rojo daba más realce. En su ridículo entusiasmo, un revistero de salones me decía que aquella carne de Paros, aquel mármol vivo, no tenía semejante, y que Fidias y el Hacedor Supremo habrían disputado sobre cuál de los dos lo había hecho. Vamos, que reñían y se tiraban á la cabeza los trastos de crear... Yo, como dueño de aquella carnicería marmórea, no la veía con gusto tan publicada. Pero el maldito revistero no cesaba de hacer paradojas, que al día siguiente ponía en los periódicos. «Era un demonio celestial, el _ángel del asesinato_, serafín que había encargado á Worth un vestido hecho con brasas del Infierno... ¿Para qué? Para divertir á los Santos en el Carnaval del Cielo... Su cuello ostentaba una constelación...» A esto de la constelación démosle su nombre verdadero. Era una hermosa _rivière_ de treinta y seis _chatones_ que yo había regalado á Eloísa, y que me ocasionó (todo se ha de decir) una disminución de cinco mil duros en mi cuenta corriente del Banco de España. Volvamos á mis jueves, quiero decir, á los jueves de la otra. Todos los amigos de la casa admiraban á Eloísa, y aun diré que se pirraban por ella. La atmósfera caldeada de la galantería que todos, hombres y mujeres, respiran en tal género de vida; el constante incitativo del mucho y refinado comer y beber; el efecto de narcotización que en el espíritu van produciendo á la larga las mentiras de la cortesía, todas estas causas, y aun la obsesión material de la seda y el oro y el arte suntuario, embotan el sentido moral del individuo y le inutilizan para apreciar clara y derechamente el valor de las acciones humanas. En tal ambiente, hasta los más sanos concluyen por acomodarse al principio de que las buenas formas redimen los malos actos. No había, pues, entre los amigos de la casa, uno solo que no codiciara lo que me pertenecía de hecho. No había uno tal vez que no soñara con el ideal delicioso de pegársela al amigo y suplantarle. Robar lo robado nunca se consideró delito. Eloísa y yo no teníamos derecho á quejarnos de este asalto general de intenciones que nos amenazaba sin tregua. La falsedad de mi terreno me tenía en ascuas. Inquieto y receloso, vigilaba con cien ojos, y tomaba acta de las más leves cosas, suponiéndolas indicios de que alguien ganaba un palmo de terreno que yo perdía. Pero, en realidad, no tenía motivos de queja. Mi prima, entre aquella turba de amigos entusiastas y apasionados, guardábame una fidelidad que habría sido virtud muy hermosa, si la tal fidelidad no viniera á ser una medalla en cuyo reverso estaba la traición. Eloísa les trataba con arte admirable, siempre dulce y cariñosa, empleando reservas delicadas que olían á virtud, imitándola, como los artículos de perfumería imitan la fragancia de las flores. Para todos tenía una palabra bonita: era jovial ó seria, según los casos; compadecía al enamorado, paraba los pies al atrevido, mostrando constantemente cierta dignidad y señorío que me encantaban. II Ningún día de gran comida dejó Eloísa de sorprendernos con alguna novedad, añadida á las riquezas de su bien puesta casa. Aquella noche (una de tantas), al entrar en el segundo salón, ví dos personas, cuyo rostro, facha y traje parecían completamente anómalos en tal sitio. Eran dos pinturas: la una de Domingo, la otra de Sala. Mi prima las había adquirido aquella semana, y no me había dicho nada para darme la gran sorpresa en la noche del jueves. Habíalas colocado á los dos lados de la puerta que comunicaba el salón con su gabinete, y puso ante cada una un reflector con vivísima luz, que, iluminando de lleno las figuras, las hacía parecer verdaderas personas. Ambas eran de tamaño natural y de más de medio cuerpo. La de Domingo era un viejo, un pobre, quizás un cesante, vestido de tela gris, arrugado el rostro, plegados los ojos. Creeríase que la luz del reflector ofendía su cansada vista, y que nos miraba con displicente miopía, ofendido y cargado de nuestro asombro. Porque no ví jamás pintura moderna en que el Arte suplantara á la Naturaleza con más gallardía. El toque era allí perfecto símil de la superficie de las cosas, y se veía que, sin esfuerzo alguno, el pincel, convertido en poder fisiológico, había hecho la carne, la epidermis, el músculo, los cañones de la mal rapada barba, el pelo inerte, y, por fin, el destello y la intención de la mirada. Aquel mismo toque habilísimo era luego la lana y el algodón de la ropa, la seda mugrienta del fondo. --Esto ya no es pintar --decía Eloísa, sacando las cosas de quicio--: es hacer milagros. La figura de Sala era una chula. Contemplándola, todos nos reíamos, y á todos se nos avispaban los ojos. Los suyos parece que bebían de un sorbo la luz del reflector y nos la devolvían en una mirada dulce y llena, significando con ella un _atrévanse ustedes_. Su tez pura, su entrecejo irónico indicaban tal vez que era una gran señora disfrazada. El traje, el pañuelo por la cabeza y mantón de Manila podrían suponerse antojo de un momento para _encaprichar_ la hermosura noble revistiéndola de las gracias populares. No era una ficción, era la vida misma. Sin duda iba á dirigirnos la palabra. Nos sonreíamos con su sonrisa; nos sentíamos mirados por ella, la conocíamos y la tratábamos. ¡Que una superficie cubierta de colores viva y aliente así!... Eloísa no cesaba de decir, gozando en nuestra admiración: --¡Qué alma tiene! La dama enchulada y el viejo pobre fueron el éxito de aquel jueves, como en el precedente lo habían sido dos tapices antiguos, cartones de Brueghel, que decoraban el comedor. Pero dejemos las cosas que parecían personas, y vamos á las personas que parecían cosas. Uno de los principales devotos de mi prima era el marqués de Fúcar. A cada lado de la chimenea del segundo salón había tres sillones, uno de los cuales ocupaba Eloísa. El inmediato se le reservaba al marqués, y respetando este derecho consuetudinario, cualquiera que lo ocupara se lo cedía en cuanto él entraba. Era Fúcar bastante viejo; pero se defendía bien de los años y los disimulaba con todo el arte posible. Era abotagado, patilludo, de cuello corto, y parecía un cuerpo relleno de paja por su tiesura y la rigidez de sus movimientos. Se teñía las barbas; y como los tiempos no consienten la ridiculez de la peluca, lucía una calva pontifical. Demostraba Fúcar á la señora de Carrillo una como adhesión caballeresca. A veces, la edad caduca pesaba en su ánimo lo bastante para convertir aquella devoción en una especie de cariño paternal, traduciéndose en consejos galantes antes que en galanterías. Muy á menudo y cuando parecían más interesados en una conversación frívola, trataban de negocios. Eloísa, que empezaba á pensar mucho en los fabulosos aumentos que ciertos hombres de pesquis dan á su capital en poco tiempo, arrastraba la conversación de Fúcar hacia aquel terreno. --Diga usted, marqués, ¿venderé las _Cubas_ para comprar ese Amortizable que ha inventado Camacho? Esta y otras cláusulas parecidas sorprendí más de una vez al acercarme al grupo. Fúcar se reía, y después de bromear un poco le aconsejaba lo que creía más conveniente. --Oiga usted, marqués: ¿quiere usted hacerme _dobles_ por cinco ó seis millones nominales? ¿Quién es su agente de Bolsa?... Este tonto (dirigiéndose á mí) no quiere ir á la Bolsa. Quita allá... No tienes iniciativa, no tienes ambición. Podrías duplicar tu capital en poco tiempo si fueras otro. El marqués echábase á reir, y mirándome... --Aprenda usted, niño --me decía--. Esto se llama navegar en golfos mayores. --Marqués --proseguía ella--, me voy á tomar la libertad de hacerme su socio. ¿Quiere usted que le dé diez mil duritos para que me los ponga en las contratas de tabacos? ¿Qué rédito me dará? --¡María Santísima! ¡qué mujer! --exclamaba Fúcar con alarma jocosa--. Eloísa, me compromete usted... --O si no, me los pone en un préstamo del Tesoro. --Si el Tesoro no pide ya prestado, hija mía. Eso cuando tengamos otra guerra civil. --Pues en las contratas de tabacos. ¿A ver? ¿qué rédito? --Creerá usted que las contratas... --gruñía el marqués fluctuando entre las bromas y las veras. --No haga usted caso, marqués --indiqué yo--. Estas mujeres ven todo con la imaginación. Desconocen la Aritmética: lo único que saben de ella es multiplicar. --Sí: las contratas dan muchos millones. --¿Qué le parece á usted? --decíame Fúcar sin poder contener la risa--. Me va á descubrir. Me saca los colores á la cara. Aprenda usted, niño, aprenda. ¡Contratas de tabacos!... Corriente: al año le devuelvo á usted los diez mil duritos duplicados... Pero me ha de prometer usted que con ese dinero fundará un _Hospital para fumadores desahuciados_. La risa del prócer llenaba el salón. Aun los que no podían oir lo que decía celebraban su gracia. Fúcar era allí muy popular; y envanecido de ello, gustaba de oirse, hablando, y se enojaba cuando le contradecían. Conmigo tenía deferencias cariñosas. Una noche, apartándome de un corrillo de los que allí se formaban, me acorraló contra un mueble para decirme en secreto: --_Traviatito_, es preciso que se dedique usted á los negocios para tener contenta á la señora. No se fíe usted del amor puro. La señora tiene los espíritus muy metalizados. Me ha preguntado lo que es _comprar á plazo_, en _voluntad_ y en _firme_. He tenido que darle una lección de cosas de Bolsa, sin olvidar las triquiñuelas del oficio... Mucho ojo, que la señora piensa demasiado en el dinero. No se envanezca usted, y créame: aumente su capital, si puede, no sea que alguno le desbanque. Usted vale mucho; pero no hay que fiarse, pues se dan casos... Otro de los asiduos era el general Morla, hombre muy ameno, verdadera enciclopedia histórico-anecdótica de Madrid desde el año 34 hasta nuestros días. Tenía la memoria más prodigiosa que cabe en lo humano: recordaba la primera guerra civil, toda la historia política y parlamentaria y toda la chismografía del siglo. Había sido ayudante del general don Luis de Córdova, luego compañero íntimo de Narváez, y por fin inseparable amigo de don José Salamanca, cuyos arranques geniales elogiaba á cada instante. Los motivos secretos de los cambios políticos en el anterior reinado los sabía al dedillo, y las paredes de Palacio eran para él de una transparencia absoluta. De las infinitas trapisondas privadas que amenizan la vida de Madrid, ninguna se le había escapado. No necesitaba esforzarse para satisfacer todas las dudas, pues el archivo de su memoria, admirablemente catalogado, le suministraba sin demora el dato, la noticia ó enredo que se le pedía. Cuando nos contaba algún lío, hacía mención de la calle, el número de la casa, el piso; nombraba las personas todas de la familia, y si no le cortaban el hilo, refería los belenes del padre ó la madre en la generación anterior. Este narrador entretenidísimo era quizás el maestro más grande del arte de la conversación que he visto en España. Cuando se muera no quedará nada de él, pues jamás ha escrito cosa alguna. Le incitamos á escribir sus memorias, que serían el más sabroso y quizás el más instructivo libro de la época presente; pero él se excusa de hacerlo con la pereza y con su poca habilidad de escritor. En efecto: los grandes conversacionistas rara vez aciertan á interesar cuando escriben. Eloísa atendía y agasajaba mucho al anciano general, uno de los primeros favoritos de la casa. El jueves que faltaba era un jueves soso y desgraciado. A menudo se formaba en torno á él, en la sala de juego, corrillo de hombres solos, que era un verdadero festín de la más sabrosa comidilla. Salía uno de allí con la cabeza dulcemente mareada, como cuando se ha bebido mucho y bueno, y se adquiría de la humanidad idea semejante á la que tenemos de la salud después de haber hojeado un Diccionario de Medicina. La chismografía del general Morla era puramente histórica. Rara vez despellejaba á las personas que estaban aún en activo. Otro amigo de la casa, á quien no nombro, tenía la especialidad de cebarse en la carne viva, prefiriendo la de los allegados y presentes. Severiano Rodríguez le llamaba el _Saca-mantecas_, porque se sorbía las reputaciones crudas. Era persona de intachables formas. En la conversación general, bromeando con Eloísa ó sus amigas, daba mucho juego. Su galantería exquisita y refinada encantaba á las damas. Había tenido buena figura, y aún conservaba restos de ella, presumiendo de ojos vivaces, de un busto airoso y de pie pequeño. Sin duda daba mucha importancia á su bigote y su mosca, que, con las canas, habían venido á ser de un rubio ceniciento. Lo que más me cargaba en aquel hombre era que, al entrar en cualquier local, echaba miradas furtivas á los espejos para verse y admirarse. Gozaba fama de afortunado en faldas; pero tenía ya un par de desventajas casi insuperables: su edad que frisaba en la vejez, y su falta de dinero. Era uno de los hombres más entrampados de la creación, y vivía perseguido sin tregua por diferentes espectros en forma de cobradores de tiendas. Oí contar que sólo en el ramo de perfumería debía sumas fabulosas. Cuando hacía corrillo, no perdonaba nada. Más de una vez hizo disección horrorosa de la pobre marquesa de San Salomó, que no distaba veinte pasos del lugar de la hecatombe. De Eloísa y de mí, ¿qué no diría? Severiano me contaba horrores, vomitados por el _Saca-mantecas_ á poca distancia de nosotros. Tales cosas, por la exagerada malicia y la mentira que entrañaban, no ofendían como cualquier verdad secreteada con palabras ambiguas. «Que yo estaba ya tronado; que Fúcar era el que pagaba; que Manolito Peña estaba en camino de ser mi sucesor en la plaza de amante de corazón...» Tales majaderías sólo merecían desprecio. Lo más gracioso era que el _Saca-mantecas_ había hecho el amor á Eloísa; habíala acosado, durante una temporadilla, con declaraciones ardientes, en las cuales lo rebuscado de las cláusulas no ocultaba lo repugnante del desvarío senil. Ultimamente, el despecho le había vuelto un tanto fosco. Se hacía el interesante, presentándose con cara de hastío. Saludaba ceremoniosamente á Eloísa, al entrar, dándole la mano con brazo muy corto. Jugaba al juego del desdén el muy mamarracho. Bien lo conocía ella y bien se reía de él. Cuando Severiano ó algún otro amigo interrogaban al _Saca-mantecas_ sobre su actitud displicente, respondía, inflándose mucho: --Es que yo me he vuelto ya antidinástico. ¡Y para dar lugar á tales anomalías; para vivir constantemente acechada, escarnecida, solicitada y requerida, se sacrificaba mi prima á una etiqueta que no vacilo en llamar _cursi_, pues era una mala imitación de la ceremoniosa, natural y no estudiada etiqueta de las pocas grandes casas que tenemos! ¡Y se gastaba tontamente su caudal, aparentando un bienestar que no poseía, ostentando un lujo prestado y mentiroso! ¡Y todo por tener una corte de aduladores y parásitos! ¡Comedia, ó mejor, aristocrático sainete! Yo lo presenciaba aquellos días, y aún no me daba cuenta, por la embriaguez que narcotizaba mi espíritu, de lo absurdo, de lo peligroso, de lo infame que era. He dado á conocer algunas de las principales figuras de aquellos dichosos jueves. Aún faltan bastantes. Entre éstas no merece preterición una que, como sombra errante, iba de aquí para allí, atendiendo á todos, diciendo á cada cual una palabra agradable, jovial con éste, con aquél grave, tocando las distintas cuerdas de la conversación según el diferente ritmo de cada uno. Era un hombre enfermo, consumido, lastimoso; era Carrillo, el dueño de la casa, tan atento á sus deberes y tan esclavo de las reglas de la etiqueta, que se le veía luchando angustiado con su debilidad para estar en todo y cumplir correctamente hasta la hora del desfile. Y tan rápida era su decadencia, que cada jueves parecía estar peor que el jueves precedente. Daba lástima verle. Un sudor se le iba y otro se le venía. Sin voz ni aun fuerzas para tenerse de pie, quería obsequiar á Fúcar con un dicho de negocios, á otro con una frase política, á éste con una indicación literaria, á aquél con un tema de _sport_. Sus propias aficiones no se le quedaban en el tintero, y le veíamos sacar del pecho con fatiga jirones de aliento para explicar los triunfos de la _Sociedad de niños_. Cuando ya era tarde y se le veía ¡pobrecito! haciendo los imposibles por sostenerse en su terreno, Eloísa se iba hacia él, cariñosa, y le hacía mimos de mamá, incitándole al descanso. --Retírate, Pepe, no te fatigues. Estás haciéndote el valiente, y no puedes, hijo mío, no puedes. El calor te hace daño, la conversación te marea. Te conozco que tienes dolor de cabeza y que lo disimulas. ¿Por qué eres así? A mí no me engañas: tú padeces y callas. Retírate. José María y yo iremos después á hacerte compañía si estás desvelado. Pepe no obedecía. Aun se enojaba un poco, no queriendo que su mujer ni nadie dudasen de las fuerzas que no tenía. Era como los ciegos que se empeñan en ver y se amoscan cuando alguien sospecha que ven poco. Era como los sordos que no confiesan nunca que oyen mal y equivocan todas las palabras. Contra las advertencias de Eloísa, quería estar en su puesto hasta el fin, ser obsequioso con todos, y oponerse enérgicamente á que alguno se aburriera. Siempre estaba dispuesto á hacer la partida de _whist_ ó tresillo, ó bien á aguantar el chorretazo de ciencias sociales con que se desahogaba un sabio impertinente de quien todo el mundo huía como de la peste. Una noche Fúcar me tocó en ambos brazos, y acorralándome, como de costumbre, contra la pared, me dijo: --Hola, _Traviatito_: escúcheme usted un momento. ¿Sabe usted que el pobre Pepe está muy malo? Ese hombre no llega al verano... Pero voy á otra cosa. Temo mucho que el _crac_ de esta casa venga más pronto de lo que creíamos... Lo he sabido hoy por una casualidad. Han tomado dinero, no sé bien la cifra, hipotecando la _Encomienda_, esa hermosa finca del Barco de Avila. No podía ser de otra manera. Esta gente no ha podido apartarse de la corriente general, y gasta el doble ó el triple de lo que tiene. Es el eterno _quiero y no puedo_, el lema de Madrid, que no sé cómo no lo graban en el escudo, para explicar la postura del oso, sí, del pobre oso que _quiere_ comerse los madroños, y por más que se estira, no _puede_, ¿qué ha de poder?... Porque verá usted. Estas _juergas_ de los jueves cuestan mucho dinero. Ojo al oso, niño, que, al paso que vamos, la _débâcle_ no tardará. Sentí escalofríos al oir esto. Yo lo sospechaba, mejor dicho, lo sabía; pero en el atontamiento estúpido en que me tenían el amor y la vanidad, no paraba mientes en ello. La idea de que Eloísa hablase más ó menos afablemente con el general Chapa (otro tipo de quien hablaré pronto), absorbía por entero mi atención. Mucho extrañaba que la pícara no me hubiese dicho nada del préstamo con hipoteca de la _Encomienda_. Era preciso hablar de esto... Pero sigamos con los jueves. III Al siguiente nos sorprendió Eloísa con otra novedad (pues cada uno de estos interesantes días traía su sorpresa): un proyecto hermoso, una colosal reforma que iba á emprender en su palacio para ensancharlo y mejorarlo. Por los planos que enseñaba á todos los amigos, se veía que la obra era tan sencilla como grandiosa. Vais á verla. Consistía en poner al patio una cubierta de cristales, haciendo de él un salón espléndido, algo como la famosa estufa de Fernán-Núñez. La imitación de las grandes casas y el afán de rivalizar con ellas, era la demencia de mi prima... Sigamos con la reforma. Cubierto de cristales el patio, lo llenaría de plantas soberbias, latanias, rododendros, azaleas, araucarias, helechos arborescentes; cubriría las paredes con tapices, y para remate y coronamiento de tan bella obra, había discurrido llamar en su auxilio á uno de nuestros artistas más ingeniosos y originales. Sí: Arturo Mélida le pintaría la escocia, una escocia monumental, una obra no vista, lo más elegante, lo más inspirado que se podría imaginar. Eloísa daba cuenta de ella como si la estuviera viendo. El día anterior había convidado á comer al célebre arquitecto, pintor, escultor y dibujante, el cual le había explicado su idea. Sería una procesión de figuras helénicas representando todos los ideales del mundo antiguo y los prodigios del moderno: la Filosofía peripatética y el Teléfono de Edison, las Matemáticas de Euclides y la Educación física de Spencer, el Osiris egipcio y la Vacuna de Jenner, la Geografía de Herodoto y el Cosmos de Humboldt, el barco de Jasón y el acorazado de Zamuda, los Vedas y el Darwinismo, Euterpe y Wagner... Eloísa daba cuenta de la obra, cual si la estuviese viendo, aunque equivocaba las citas, por no ser muy fuerte su erudición. Se me figuró que echaba chispas como un cuerpo electrizado. Le tomé el pulso, y... pueden creerme, tenía calentura. La pluma misteriosa se le atravesaba en la garganta, haciéndole tragar mucha saliva. En toda la noche no habló de otra cosa. Hubiera deseado hacer la reforma en un día, y que el gran artista se la pintara en unas cuantas horas por arte mágico. --Será una maravilla --dijo Manolito Peña--. Veremos aquí las _Mil y pico de noches_. Este Manolito Peña era de los constantes. Al principio llevaba á su mujer; pero después iba solo. Bien sabéis que es muy listo, charlatán, y que con su palabra fácil se ha hecho un puesto en la política, porque sabe hablar de todo, y saca unas figurillas y unas monadas retóricas, que entusiasman á las señoras de la tribuna de _idem_. Él y Gustavo Tellería eran los dos oradores de la reunión, los que hablaban más alto, cediéndose el turno de los párrafos estrepitosos y afectados. Gustavo, militante en el partido católico, no estaba tan adelantado en su carrera política como Peña; pero, al fin, harto de desgañitarse platónicamente, empezaba á mirar la consecuencia como una virtud que no da de comer. Ya con un pie metido en el partido conservador, estaba resuelto á meter los dos cuando Cánovas volviese al poder. Había reñido con la marquesa de San Salomó, cada vez más intransigente y más encastillada en la integridad de su ideal católico-monárquico; pero se trataban como amigos. Manuel Peña tenía ideas políticas más radicales que las que profesara en su propio partido, y no las ocultaba en su conversación. Esto no impedía que la de San Salomó tuviera con él preferencias que hacían poner el paño en el púlpito al _Saca-mantecas_. El general Chapa era muy joven. ¡Dos entorchados antes de los cuarenta años! Para desvanecer la confusión que esto pudiera ocasionar, me apresuro á decir que era general en el campo y corte de don Carlos; entre los españoles, caballero particular, capitán de ejército en 1870, prófugo después, y afortunadísimo en la guerra civil. Gozaba fama de muy valiente y arrojado. Era simpático, bella persona, guapo, caballeresco, alegre, instruído, de mucho mundo, mucha labia y de muy buena sombra en amores. Hablaba pestes de los curas, y sostenía que por culpa de ellos no había triunfado la causa. Sus proezas militares no eran tan famosas como las mujeriles. Se le señaló durante algún tiempo como amante de la duquesa de Gravelinas; pero él, procediendo con delicadeza, nos lo negaba hasta á los más íntimos. De otras conquistas no hacía misterio. Yo le quería mucho; solíamos pasear, ir al teatro y almorzar juntos. Por unos días me molestaron ciertas aproximaciones que noté: tuve celos; él los desvaneció con lealtad; nos explicamos, é hicimos el trato de respetarnos mutuamente nuestros dominios, pues á su vez él tenía de mí la infundada queja de que yo obsequiaba demasiado á la marquesita de Casa-Bojío. El gracioso de la reunión era mi primo Raimundo, que no faltaba ningún jueves. Su hermana subvencionaba su puntualidad, atendiendo á veces á sus gastos menudos. No todas las noches estaba de humor para divertir á la gente; y cuando la aprensión del reblandecimiento dominaba en su espíritu, no había medio de sacarle una palabra. Mas, por lo general, la vanidad y el gusto de verse aplaudido podían en él más que todo. Sus teorías ingeniosas amenizaban las comidas; la atención sonriente de su escogido público le inspiraba, y aguzaba el ingenio para que las paradojas salieran cada vez más sutiles y enrevesadas. En medio de aquel fárrago de ideas sacadas de quicio, brillaba comunmente un rayo de perspicacia que, penetrando en lo más obscuro del cuerpo social, lo esclarecía con luz muy parecida á la de la verdad. Su inteligencia despedía una claridad fosforescente, que fantaseaba las cosas, sí; pero con ella se veía siempre algo, á veces mucho. Dábale por las vindicaciones. Gustaba de ir contra la corriente general, defendiendo lo que todo el mundo atacaba, redimiendo el sentido común de la cautividad filosófica y retórica. Hacía el panegírico de Nerón, de los Borgias y de Mesalina; levantaba á Felipe II y á Enrique VIII de Inglaterra; sostenía que don Opas fué una buena persona, y hasta para Caín tenía una frase de indulgencia. Una noche hizo la defensa de lo más calumniado, de lo más escarnecido y vilipendiado en los siglos que llevamos de civilización: el dinero. ¡María Santísima, las pestes que se habían dicho del dinero desde los principios, desde el balbucir de la literatura y de la historia! Sólo con lo que los poetas han escrito en escarnio del más precioso de los metales, habría para llenar una biblioteca. Es que los poetas tenían al dinero una ojeriza especial de raza. ¡Ah! sí: al contrario de ciertos perros, que enseñan los dientes al mendigo harapiento, los poetas ladran siempre á los ricos. ¡Llamar vil al oro!... El orador pasó revista á las comedias en que se pone de vuelta y media á los que tienen cuartos, ensalzando á los pobres. --Porque, fijarse bien --decía--: en la conciencia general se asocian las ideas de pobreza y honradez. Vamos á ver: si yo hiciera una comedia en que probara, y lo probaría, que los que tienen dinero, sea por herencia, sea por ganancia, están en situación de ser más honrados que el pobre, me la patearían, ¿no es cierto? ¡Buena pita me esperaba! Por eso no la quiero escribir... Después ponía la cuestión en un terreno en que la manejaba á su antojo con la destreza de un jugador malabar. Atención: la causa de nuestro decaimiento nacional era el falso idealismo y el desprecio de las cosas terrenas. El misticismo nos mató en la fuente de la vida, que es el estómago. Desde que el comer se consideró función despreciable, la mala alimentación trajo la degeneración de la raza. El estómago es la base de la pirámide en cuya cúspide está el pensamiento. Sobre base liviana no puede elevarse un edificio sólido. Desde el siglo XIII viene haciéndose entre nosotros una propaganda cargantísima contra el comer. La caballería andante primero y el misticismo después han sido la religión del ayuno, el desprecio de los intereses materiales. Ya tenéis aquí un principio de muerte; ya tenéis atrofiado uno de los principales nervios del poder de una nación: la propiedad. No dicen _la propiedad es un robo_, como los socialistas modernos; pero les falta poco para decir que es pecado. La caballería funda la gloria en no tener camisa, y el misticismo dice al hombre: «La mayor riqueza es ser pobre... Desnúdate y yo te vestiré de luz.» En fin, estupideces, y por añadidura, guerra sin cuartel al agua. Lo que entonces se llamaba el _Demonio_, es lo que nosotros llamamos _jabón_. Todos los desprecios acumulados sobre la propiedad, sobre el buen comer y la cómoda satisfacción de las necesidades de la vida, vienen á reunirse sobre la infeliz moneda, á quien se mira como el origen de todos los males. Los que durante una vida de trabajo se han hecho ricos, concluyen por arrepentirse, y dedican su dinero á fundaciones pías. El orgullo está en vivir á la cuarta pregunta, y en pedir limosna. Jamás se ofrecen como ejemplo ni el ingenio ni el trabajo, sino la miseria, el desaseo y la sarna. No hay un santo en los altares que no haya ido allí por haber cambiado el oro por las chinches. --Por Dios, Raimundo, ¡qué figuras tan naturalistas! (Risas, escándalo, movimiento de asco en el selecto auditorio.) --Sí, es la verdad. No hallo otra manera de decirlo. Durante siglos, los sobresalientes de una raza noble han estado educándola en la suciedad, en la pobreza, en el ayuno. Y claro, ¿cómo ha de haber agricultura, cómo ha de haber industria en un país así? En una palabra, comparemos la raza que ha tenido por maestros á Dominguito de Guzmán y á Teresita de Avila, con la que ha seguido á los dos Bacones, Rogerio y el Verulamo... Sí, señoras, los dos Bacones... ¿Ustedes no saben quiénes son estos caballeros? Lo explicaré otra noche. En cambio, conocen la vida de San Pedro Regalado y de otros tales que están en el Cielo por predicar que no debíamos comer más que tronchos de berza y algún pedazo de suela mojada en vinagre. Así estamos; así hemos venido á ser una raza de médula blanda, sin iniciativa, sin originalidad, sin energía moral, ni intelectual, ni física; una raza ingobernable... Claro, con la tan ponderada sobriedad hemos llegado á no poder tenernos de pie. Nuestro imperio era grande: lo hemos ido perdiendo, y nosotros tan frescos. Despreciando el dinero, llamándolo vil, tomando el pelo á los ricos y arrojando sobre ellos tantas ignominias en verso y prosa, hemos dejado perder nuestras colonias. Viviendo en un mundo de fantasmas, perversa hechura de la caballería y la falsa santidad, hemos visto la extinción de nuestra industria. Por fin, al despertar en pleno siglo XIX, después de haber dormido la mona mística, nos encontramos con que los demás se nos han puesto por delante. Ellos viven bien, nosotros mal. Viendo lo que ellos son, hemos caído en la cuenta de que el dinero es bueno, de que la propiedad es buena, de que el lavarse no es malo, de que el comer es excelente, y de que las materialidades de la vida son excelentísimas. Queremos seguir tras ellos, queremos comer también; pero ¡quiá!... ¡si no tenemos dientes, si hemos perdido la fuerza digestiva!... Cinco siglos de sobriedad han despoblado nuestras encías y atrofiado nuestro estómago. Tanto empeño tenemos en mascar y digerir como los demás, que al fin y al cabo... como esto no exige largo aprendizaje, logramos vencer las dificultades. Nos nace la dentadura, se nos arregla el estómago; pero resulta que no tenemos qué llevar á la boca, porque no trabajamos. Este hábito es algo más difícil de adquirir. Tanto nos dijeron «no te cuides de las cosas terrenas», que llegamos á creerlo, y la ociosidad dió á nuestras manos una torpeza que ya no podemos vencer. Claro, sin el estímulo del oro, ¿qué aliciente tiene el trabajo? Echen maldiciones al dinero, santifiquen la mendicidad y verán lo que sale. Una raza mal alimentada, no me canso de repetirlo, mal alimentada, que sólo digiere vegetales... y ahora voy á probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido... Nuevo movimiento de horror festivo en el auditorio. --Pero, Raimundo, ¡qué cosas saca usted! --¡Naturalismo! --Sí: se ha hecho tan naturalista, que á veces hay que coger con tenazas lo que dice. Y otra noche, el infatigable divagador tomaba otro tema y lo esclarecía con aquella lumbre de su cerebro tan parecida á una llama de alcohol, vagorosa, azulada, juguetona, y concluía porque se levantara contra él protesta unánime de risas y escándalo. «¡Naturalismo! Por Dios, ¡qué naturalista, qué pornográfico se ha vuelto!» Estos socorridos anatemas sirven para todo. IV Mi tío Rafael iba todos los jueves; pero no estaba á sus anchas, porque haciendo gala de conversacionista, la competencia del general Morla, que hablaba más que él y era oído con más atención, le abrumaba. Cuando aquellas dos aptitudes se ponían frente á frente, era gracioso ver cómo se disputaban la palabra, cómo discretamente corregía el uno las narraciones del otro. Cada cual se jactaba de saber más que su contrario y de poder añadir un detalle estupendo á su relación. Mi tío Serafín fué, al principio, algunas veces. A menudo se le encontraba dormido en el gabinete de Eloísa. Se aburría, y no teniendo allí el amparo de su _carrik_, no podía hacer de las suyas. Como había adquirido el hábito de levantarse temprano para ir al relevo de la guardia, el buen señor no podía prolongar sus veladas. Retirábase casi siempre á cosa de las once, á su casa de la calle de Capellanes, vivienda misteriosa y desconocida donde jamás había entrado ninguno de la familia, porque él no recibía á nadie ni se dejaba sorprender en su intimidad doméstica. Puntual en las comidas era don Alejandro Sánchez Botín, persona antipática, entrometida y de una vanidad pedantesca. Decíase de él que no iba allí más que á comer, y que tenía distribuídos los días de la semana entre siete casas acreditadas por la habilidad de sus cocineros. De este gastrónomo se contaban mil historias ridículas. Llevaba en los faldones del frac bolsillos de hule para almacenar allí dulces, jamón, fiambre y otras golosinas. Decían que jamás almorzaba; que al levantarse se tomaba un gran tazón de agua de malvas, preparándose así para el gran hartazgo de la noche. A nadie he visto comer con más estudio, ni poner en la comida una atención más respetuosa. Para él, la mesa era verdadera _Misa_, el holocausto del estómago. Llegaba en esto hasta la mayor grosería, y cuando no ponían _menú_ escrito, preguntaba á los criados qué había con objeto de reservarse para lo más de su gusto. Muchas veces que le tuve á mi lado, me anticipé á su curiosidad, diciéndole con afectada importancia: --Hoy estamos de enhorabuena. Tenemos el famoso _poulard à la Régence_ y las _bouchées à la Montglass_. Era un vicioso, al decir de la gente; mujeriego de la peor especie, de un paladar sensorio tan estragado como lleno de caprichos. Vivía separado de su mujer y tenía muchos cuartos. Tres veces había desempeñado en Cuba pingües destinos, y cada vez que volvía con media isla entre las uñas, repetía la sagrada fórmula: «España derramará hasta la última gota de su sangre en defensa, _etcétera_...» Me repugnaba aquel hombre, y más aún desde que Eloísa me dijo que le hacía el amor con hipócrita misterio y groseras ofertas de dádivas. Por no escandalizar no le puse en la calle cuando tal supe. No se me ocultaba el desprecio y el asco que mi prima sentía hacia un sujeto tan abominable por todos conceptos, y que se hacía además ridículo con sus pretensiones de guapeza. Era un viejo verde, que después de comer aparecía abotagado, pletórico; y sus ojos vidriosos, grandes, muy parecidos á los de los besugos, y tan miopes que los corregía con cristales de número muy alto, decían que allí no había más que apetitos, usurpando el lugar del alma. Lo mismo Eloísa que yo resolvimos echarle, eliminándole con maña de las reuniones; pero él no entendía de indirectas, y se pegaba á la casa como una ostra. Mi tía Pilar no iba nunca los jueves por la noche á casa de su hija. Su indolencia crecía diariamente con su torpeza muscular; aborrecía las ceremonias, y no se encontraba bien sino en su casa, después de haberse zarandeado dos ó tres horas en coche. En su comedor pasaba las veladas, dormitando, cuando no iban á hacerle compañía las amigas vecinas: bien la de Torres, que vivía en el tercero; bien la de Bringas, que habitaba en la inmediata calle de Olózaga. María Juana tampoco iba á las comidas ni á las tertulias de su hermana. No armonizaban aquellas dos cuerdas de son y ritmo tan diferentes. A Medina sí le ví algunas noches, no en la comida, sino en la recepción. Jugaba al tresillo con mi tío, ó charlaba con Sánchez Botín de cosas de política, de asuntos de Ultramar y del poco dinero que iba quedando en la famosa Perla de las Antillas. Generalmente se le hacía poco caso, y su modestia y cortedad de genio eran tales, que más parecía agradecerlo que sentirlo. Hablando conmigo una noche en confianza, en un rincón donde nadie nos oía, la cabeza muy alzada para que las palabras franquearan mejor el gran espacio entre su pequeñez y mi buena estatura, los dos pulgares escondidos bajo las solapas del frac, y tocando el piano sobre el pecho con los ocho dedos restantes, el buen _ordinario de Medina_ me dijo que no tenía palabras para hacerme comprender lo que le cargaban aquellas reuniones; que iba á ellas simplemente por hacer el gusto á María Juana, quien le mandaba asistir para que le contara todo lo que viese. Sí: al volver á casa, tenía que repetir cuanto había oído y hacer descripción circunstanciada de personas y cosas, y si se le olvidaba algo ó lo confundía, su mujer se impacientaba. Erale odiosísima aquella vida de lisonja y mentira; aborrecía las comedias sociales, y adoraba lo positivo, el bienestar seguro y sin zozobra. Siendo su sistema gastar siempre menos de lo que se tiene, le daba rabia la ceguera estúpida de los que hacen todo lo contrario. Nunca le gustó á él _darse pisto_, ni aparecer como sabio ó como elegante sin serlo, y se encontraba mal entre personas que están sin cesar representando lo que no son y haciendo un papel que no les corresponde. Por todas estas razones pensaba decir á su mujer que si quería saber lo que allí pasaba, fuera ella en persona, pues él se daba de baja, y no volvería á poner sus pies en los salones de Eloísa. Aquel hombre juicioso y modesto dejó de favorecernos desde el segundo ó tercer jueves. La pobre Camila no concurría á las fiestas de su hermana por varias razones. Importantísima era la de no tener vestidos, es decir, tenía uno; pero no era cosa de presentarse todos los jueves con los mismos trapitos de cristianar. Otra razón de peso era que, cumplidos los vaticinios que indecorosamente nos hiciera el día de la célebre comida, allá por Octubre había dado á luz un muchachón, del cual fuí padrino, y que tenía todas las trazas de ser tan bruto como su padre. Este fué dos ó tres noches á casa de Carrillo; pero se encontraba tan fuera de su centro, se parecía tan poco aquel recinto al grosero café donde él solía concurrir, que le faltó tiempo para desertar. Era un tagarote que no sabía dónde ponerse, ni hallaba con quién hablar, ni él hacía más que ir de un lado para otro, aburrido y desconcertado. Sólo en el marqués de Cícero hallaba de vez en cuando un punto de apoyo, por ser ambos manchegos, cazadores, y tener más ancho el círculo de los perdigones que el de las ideas. --¿Y tu mujer? --le preguntaba yo todas las noches. --Bien --me respondía--. Sigue empeñada en no poner ama. Lo cría ella misma. Yo sabía que estaban bastante mal de metálico. Aunque era medio loca, Camila me inspiraba algún interés y lástima, y habiendo notado en su casa ciertas privaciones, supe valerme de medios delicados para socorrer sus faltas y para que mi buen ahijado no estrenase la vida en medio del desamparo y la desnudez. Réstame hablar del marqués de Cícero, tío de Carrillo. Era primo de Angelita Caballero, quien le había dejado dos casas y la corona, la cual, á su muerte, pasaría á exornar la frente de Pepe y sus herederos. Como figura decorativa, pocos hombres he visto más notables que don Antonio Alvarez Tuñón y Caballero. Era lo que antes se llamaba un real mozo. Mas se podría ofrecer un buen premio á quien probase que existía un sér humano de menos sal en la mollera que aquel bendito marqués, á quien jamás sorprendió nadie en posesión de una idea. Lo más que hacía era repetir mal las ajenas y desfigurarlas. Las suyas versaban siempre sobre la adoración de su persona como hombre guapo, y se parecía al _Saca-mantecas_ en la fea maña de echar ojeadas á los espejos, para gozarse y ponerse muy hueco. Tenía largos y lucidos bigotes, como los del general León, á quien sin duda tomaba por modelo. No he visto nunca una cabeza más hermosa. Era digna del cincel de Benvenuto y de las fábulas de Esopo, por su belleza y su falta de seso. Decía Severiano Rodríguez que cuando el marqués hablaba de algo que no fuera caza, _le crugía el cerebro_: tan violento esfuerzo tenía que hacer. En distintas épocas de su vida le dió por hacerse magníficos retratos que repartía á los amigos. En unos estaba con un vestido de caza muy majo; en otros de caballero del tiempo de Felipe IV, también de caza, con el lebrel á un lado. En los escaparates de un célebre fotógrafo andaba en gran tarjeta iluminada y en traje de caballero de Calatrava, con birrete y catorce varas de manto blanco. Ultimamente se retrató con un león á los pies. No hay que decir que el león era disecado. A todos los amigos dió un ejemplar, y recibí el mío con una expresiva dedicatoria. Mucho tiempo conservé en mi poder la imagen del prócer cinegético, con el fiero león á los pies, hasta que tuve la suerte de que mi tío Serafín me librara de ella. Fué la única expoliación de que me he felicitado siempre. Lo bueno que tenía el marqués era que no murmuraba de nadie. Es que no se le ocurría nada que no fuera conversación de perros y de monterías antiguas y modernas. Mi tío, él y otro que tal hacían á veces una insufrible trinca. Desde tiempos remotos gozaba de un empleo en el Ministerio de Estado. Hasta la muerte de la Caballero había sido pobre y obscuro, uno de esos aristócratas trasconejados que vegetan en una oficina, y no molestan á nadie, ni dan que hacer á los políticos, ni meten ruido, ni alardean de linajudos, ni envidian ni son envidiados. Aquel bendito debía su insignificancia á la carencia absoluta de ideas, á su aspecto agradable y á no tener más pasiones que las inofensivas de vestirse bien, cazar y retratarse. Era muy puntual en las comidas, y no lo hacía mal. Comía y callaba. ¿Qué diré de los demás aún no designados? Fáltanme espacio y ganas, aunque no memoria. ¿Hablaré de Pepito Trastamara, un hominicaco á quien yo ponía por ejemplo cuando quería demostrar á Carrillo el vivo contraste de nuestra aristocracia con la inglesa? ¡Y sobre el cimiento de Pepito Trastamara quería edificar aquel soñador el organismo de los lores españoles, el sólido estamento que, enlazado al poder popular, forma el más admirable de los sistemas! Allá por el cuarto ó quinto jueves nos llevó Carrillo á un joven redactor del periódico de su partido. Era un muchacho listo, que pronto sería diputado y metería ruido. Hablaba por los codos siempre que encontraba quien le oyera, y se sabía al dedillo, casi tan bien como Pepe, todo lo concerniente al _Parlamento largo_, al _Bill de derechos_, á las picardías que hizo Titus Oates y á otras muchas cosas que traen siempre á mal traer los anglómanos. Después de la comida iban tantos, tantos, que no acertaría á contarlos. Ví literatos de varias castas, políticos muy grandes, de cola entera como los pianos, de media cola y _piccolos_. Ví académicos que habían escrito cosas bellas, y otros que no habían escrito maldita cosa; militares en diferentes situaciones, varios artistas, algún diplomático extranjero, ministros en activo, entre ellos el de Fomento, amigo y paisano mío; ví á Cimarra, que se había reconciliado con su suegro, el marqués de Fúcar, y resignádose á que su mujer viviera maritalmente en Pau con León Roch; ví tal cantidad de personas y alimañas, que era aquello un museo matritense, mejor para apreciado en conjunto que para reproducido en sus múltiples, varias y pintorescas partes. V Supongo que los que esto lean estarán ya fatigados y aburridos de tanto y tanto jueves. Pues sepan que mucho más lo estaba yo. Dirélo con franqueza: los tales jueves me iban cargando. Aquel sacrificio continuo de la intimidad doméstica, de los afectos y la comodidad en aras de una farsa ceremoniosa, no se conformaba con mis ideas. Me gustaba el trato de mis amigos, la buena mesa en compañía de los escogidos de mi corazón, la sociabilidad compuesta de un poco de confianza amable y de un poco también de etiqueta, ó sea lo familiar combinado con las buenas formas; pero aquel culto frío de la vanidad, quemando incienso en el altar del mundo, me lastimaban y aburrían ya. Todo era viento, humo y la estéril satisfacción de que se hablara de la casa y del trato de ella. En fin, á las diez ó doce semanas ya tenía yo los jueves atravesados en el gaznate sin poderlos pasar. Eloísa también se me manifestó algo cansada; pero el respeto al maldito _qué dirán_ impedíale suspender repentinamente las grandes comidas. La idea de que se susurrase _que estaba tronada_ la ponía en ascuas, quitándole el sueño. Y si mi orgullo se sentía halagado por la fidelidad suya, que en tal género de vida tenía un mérito mayor, de esta misma satisfacción se derivaba mi zozobra por el temor de sorprenderla infiel algún día. La idea de que Eloísa me suplantara á lo mejor con alguno de aquellos tipos que la rodeaban, incensándola como á un ídolo, me enardecía la sangre, me agriaba el carácter, me ponía de un humor de mil diablos, desequilibrando mi sér y quitándome el dominio de mí mismo y las dotes de buen sentido que me transmitió mi madre. Pensando esto, yo descubría en mí no sé qué instintos de violencia y la disposición á ciertos actos que no sabía si calificar de locuras ó de majaderías. Ningún motivo real tenía yo para sospechar que Eloísa se aficionara á otro hombre, y no obstante, la vida aquélla de galantería y de lisonja, era para mí una vida de alarma angustiosa. Desgraciadamente, no podía apoyarme en el terreno de ningún derecho; no podía llamar en mi auxilio á la moral, y mis celos, impersonalizados todavía, debían luchar solos é inermes, cuando el caso llegara. Ninguno de los amigos de la casa me inspiraba temores en particular; inspirábanmelos todos. La colectividad era mi aprensión, y aquel coro de aduladores, mosca que me zumbaba en los oídos, era mi pesadilla. Obedeciendo algunas veces á esa instintiva necesidad de atormentarnos que sentimos cuando el sistema nervioso se sale de sus casillas, me entretenía en concretar mi inquietud, suponiendo cómo sería lo que aún no era, imaginando lo verosímil, y convirtiendo los fantasmas en personas. La juventud fogosa de Manolito Peña, la opulenta vejez de Fúcar, la virilidad legendaria de Chapa, la osadía del _Saca-mantecas_, la fealdad misma de Botín, la insignificancia de otros, me eran igualmente sospechosas. Habría deseado perderlos á todos de vista, y que Eloísa, por amor á mí, se asimilase las antipatías que su corte me inspiraba y acabase por despedirla. Verdaderamente, de ella no podía tener queja. Nunca fué más amante que en la época en que á mí se me despertó el santo horror á los malditos jueves. Su cariño se sutilizaba, se hacía más ardiente y hasta quisquilloso y suspicaz. ¡Cosa rara! También ella tenía celos. Nunca me he reído más que un día que se me enojó porque... ¡vaya una simpleza! «porque yo visitaba muy á menudo á su hermana Camila.» Poco trabajo me costó desvanecer sus inquietudes mimosas. Nos desagraviábamos fácil y agradablemente firmando paces que debían de ser eternas por lo apasionadas. ¡Qué mujer, qué vértigo, qué abismo de ilusión, dorado y sin fondo! Nuestras entrevistas nos parecían siempre cortas, y expresábamos el afán de no separarnos nunca, de empalmar las horas felices, pues cada fracción del tiempo que pasaba, marcando una pausa en nuestros goces, nos parecía algo que se nos había robado. La publicidad escandalosa de aquel enredo y la ausencia de todo peligro habíannos quitado la máscara. Ya no nos recatábamos; ya se nos importaba un bledo la opinión de la gente, que, por otra parte, no era severa con nosotros, pues nadie nos miraba mal, nadie extrañaba nuestra conducta, ni jamás oímos palabra ó reticencia que nos acusase. Se nos veía juntos en público; dábamos paseos matinales; yo iba á su casa por mañana, tarde y noche, y entraba y salía y andaba por todos los aposentos de ella como si fuera mi propia vivienda. En aquel período de embriaguez, mi salud se resintió algo. Zumbáronme los oídos, como siempre que mis nervios se encalabrinaban, y esta mortificación me entristecía lo que no es decible. Eloísa, siempre llena de ternura, trataba de alegrarme con su sonrisa franca y cariñosa. Su jovialidad, que tenía por órgano la boca más fresca que era posible ver, declaraba la juventud y lozanía de su temperamento, el cual se hallaba en su plenitud, sin asomos de decadencia como el mío. Se burlaba de mis males nerviosos y hacía propósitos de curármelos; pero lo que hacían sus medicinas era ponerme peor. Excuso decir que en esta temporada, que no sé si fué dicha ó tormento, ó ambas cosas combinadas, la aptitud de los números se eclipsó en mí. Mi dualismo estaba desequilibrado; mi madre dormía, y la sangre andaluza de mi padre era la que mangoneaba entonces en mí. El pícaro vicio había acorralado en obscuro rincón del cerebro la energía educatriz de mis quince años de escritorio. De tiempo en tiempo había como una tentativa de emancipación de la tal aptitud; pero el ruido de oídos la sofocaba en medio del entumecimiento cerebral. Cierto que hice más de una vez apreciaciones mentales acerca de lo que debía costar el estrepitoso boato de Eloísa y la gala de sus celebrados jueves. Cierto que Fúcar me hizo ver que en la casa de Carrillo se gastaba más del triple de la renta del capital. Varias noches, al retirarme á casa, iba pensando en esto; pero la excitación me impedía pensarlo con claridad y energía, y la sedación venía luego á adormecerlo todo, números y alarmas. Había además otra circunstancia digna de tenerse en cuenta para explicar mi pereza aritmética. Transcurría el tiempo; llegaba Febrero del 83, y Eloísa no me pedía nunca dinero. No parecía tener apuros ni ninguna clase de dificultades monetarias. Fuera del desembolso mensual de los regalitos, yo no tenía que dar tijeretazos en el talonario de mi cuenta corriente. Ni ella me hablaba de intereses, ni yo á ella tampoco. Había quizás en ambos el temor de despertar un problema que dormía debajo de nuestras almohadas. Lo único que me permití fué hablar perrerías de los jueves, criticarlos bajo el doble aspecto moral y económico, y pedir que desaparecieran de la serie del tiempo. --Pienso como tú --me dijo la muy mona--; pero yo digo lo que el Gobierno. Es preciso estudiar la reforma, porque si se hace de golpe y porrazo, podría ser inconveniente. --Cuando los Gobiernos no quieren hacer una reforma --le respondí--, dicen que la están estudiando. Pero si la reforma no consiste en establecer, sino en suprimir, el mejor estudio es obrar con valentía... Tú temes que te saquen alguna tira de epidermis. Mira: de todos modos, con jueves ó sin ellos, te la han de sacar. Conque así, no te esclavices. Y esto lo decíamos media hora antes de la señalada para la comida. Aquel jueves el pobre Carrillo estaba bastante mal y no se presentaría. Le ví en su cuarto, y la profundísima lástima que me inspiró estuvo por mucho tiempo como estampada en mi alma. Aún hacía el pobrecito violentos esfuerzos por vestirse; aún mandó á Celedonio, su ayuda de cámara, que le trajese el frac; pero no pudo ni meter el brazo derecho en la manga. Se desplomaba. En su lastimoso estado, lo que principalmente sentía era no poder hacer los honores de la casa aquella noche, como todas, y encargaba á su mujer que atendiese á los invitados y no hiciera caso de él. Eloísa estaba aturdidísima. De buena gana habría despedido á sus comensales. Mas no: era preciso hacer un esfuerzo supremo, presidir la mesa, estar en todo y recibir luego á cien ó doscientas personas. ¡Tormento mayor...! No tardaron en entrar Chapa, el _Saca-mantecas_, Peña, el secretario de la Legación de Holanda; después el ministro de Fomento, luego Botín y el general Morla. Todos, conforme iban llegando, se creían en el deber de poner una cara muy atribulada al enterarse de la indisposición del amo de la casa. Eloísa estaba realmente triste. Su situación en lo que llamaré el terreno aflictivo era bastante delicada; pues si aparecía muy afligida, podrían dudar de su sinceridad, y si, por el contrario, se presentaba serena, las críticas serían más acerbas. Comprendí, oyéndola hablar del enfermo con los convidados, que hacía esfuerzos por hallar el justo medio sin poderlo conseguir. A veces iba muy lejos en el camino del dolor, y conociéndolo, la reacción en sentido de la calma era demasiado fuerte. Nunca ví lucha más horrible con las conveniencias sociales; y si las palabras de los amigos eran perfectamente discretas, sus miradas, al menos á mí me lo parecía, revelaban una ironía despiadada. Y Eloísa estaba triste en realidad. Sólo que á veces se le antojaba que debía estar más triste, y á veces que debía estarlo menos, resultando de aquí que nunca acertaba con el tono exacto de la nota que quería afinar. La de San Salomó llegó á última hora. Era la única señora que teníamos aquella noche. La comida empezó silenciosa, y por una de esas fatalidades de la conversación, que no es posible vencer, sólo se hablaba de enfermedades, de médicos, de aguas minerales. De rato en rato, un criado traía noticias del señor para tranquilizar á la señora. Estaba mejor, se le iba pasando el ataque. Con esto se sosegaba Eloísa, y todos hacíamos el papel de que se nos transmitía por arte mágico su contento. Pepe estaba en su habitación acompañado del médico y de su ayuda de cámara. Sólo el marqués de Cícero, como de la familia, había entrado á verle. Después ocupó en la mesa la cabecera que al enfermo correspondía, y entreveraba los bocados con suspiros. El general Morla me tocó al lado, y hablamos de la enfermedad de Pepe con la misma calma que si se tratara de lo buenas que estaban las codornices trufadas. --Este hombre se va --me dijo--. He visto morir á muchos de ese mismo mal, que debe de ser cosa del hígado. Cuando menos lo piense Eloísa, se queda viuda. Tal vez esta misma noche. Después me contó la muerte de Narváez, la de Pastor Díaz, la del general Manso, la de Carlos Latorre, la del marqués de Valdegama. Aún no había dado fin á esta fúnebre crónica, cuando se sintió en lo interior de la casa un ruido extraño. Algo muy grave ocurría. Todos nos quedamos fríos. Los tenedores, suspendidos sobre los platos con el pedazo de _fond d’artichauts au suprême_, aguardaban que se aclarase el angustioso misterio para seguir hacia su destino. Sólo Botín oía mascando. Levantóse Eloísa bruscamente y fué á la puerta antes que entrase el ayuda de cámara, á quien sentimos venir á la carrera. Oímos cuchicheo de zozobra y ansiedad. Eloísa corrió hacia adentro, Celedonio también. VI Gran silencio en la mesa. Rompiólo al fin el general con estas palabras: --Cuando digo yo... Oye, Santiaguito: sírveme Jerez. Sánchez Botín no sabía disimular el furor que le dominaba por causa del maldito M. Petit, que no puso aquel día en la mesa la lista de platos. Resultado de esta preterición (que parecía una estratagema traidora) fué que mi hombre se atracó de _roastbeef_ á la inglesa, y cuando aparecieron las codornices ya no le quedaba para ellas todo el hueco estomacal que merecían. Se podían leer en las serosidades lobulosas de su frente sus irritados pensamientos. Estaba verde, y sus gruesos labios engrasados se estremecían como los labios de los perros cuando van á ladrar. «Esto no pasa más que aquí. Vale más ir á un mal _restaurant_», de seguro diría. Al través de las gafas de oro, sus ojos inyectados y como queriendo salirse del casco, arrojaban destellos de odio contra el pobre M. Petit. Poco á poco volvió á sonar el metal de cuchillos y tenedores sobre la porcelana. Ligera oleada de animación, corriendo de una punta á otra de la mesa, agitó la doble fila de cabezas. Cada cual comunicó á su vecino sus observaciones, unos en voz baja, otros en alta voz. En aquella mesa rara vez se hablaba sin doble sentido. Debajo de la conversación verbal, serpenteaba la intencional como la víbora entre hojas. Interpretarla y devolverla era el encanto de los comensales. Las circunstancias no pudieron hacer que aquella conversación nuestra fuese lúgubre, aunque sólo se hablaba de enfermedades y de la aterradora muerte. La marquesa de San Salomó iba preguntando á todos, uno por uno, si tenían miedo á la muerte y en qué forma se les presentaba al espíritu. Cada cual respondía cosas diferentes, la mayor parte poco ingeniosas. Fué la misma Pilar quien dijo: --Yo soy cristiana católica y vivo preparada. A pesar de esto, no me gusta ver entierros... --Es que no tiene usted la conciencia tranquila --dijo no sé quién, derivándose de esto un tiroteo de frases, esmaltadas de discretas risas. --Me parece que les estoy viendo á todos ustedes --dijo Pilar-- bajando de patitas al Infierno... --Como la llevemos á usted por delante... --¡A mí! Usted está mal de la cabeza. ¡A mí!... --Sí, señora. Y si usted se empeñara en no ir, elevaríamos una sentida exposición á Dios, pidiendo que la destinara á usted á nuestro departamento... --¡Aunque sólo fuera en comisión de servicio! Siguió á esto un gran debate sobre si hay ó no Infierno, si el Limbo es verdad ó figuración teológica, y, por último, hacia qué parte cae el Purgatorio. Me parecía mentira que la comida se había de concluir. Cuando acabó, fuí á enterarme por mí mismo del estado de Carrillo. El ayuda de cámara, á quien encontré en el pasillo, díjome que habían metido al señor en un baño caliente, y que ya estaba mejor. Parecióme, en verdad, muy aliviado cuando le ví. Regresé al salón, donde estaban tomando té y café bajo los auspicios de la marquesa. Esta debió de conocer en mi cara que llevaba noticias buenas, y me preguntó con mucho interés por el enfermo. Díjele lo que sabía, y ella, tomando tonos de intimidad y de secreteo, hablóme así: --¡Qué noche para la pobre Eloísa! Dígale usted que no se apure, que se esté por allá. Yo entretendré á esta gente como pueda. --Precisamente, me acaba de encargar dé á usted un recado semejante. --¿Y está mejor, es cierto? --me preguntó mirándome de un modo que era nueva apelación á mi confianza. --Diré á usted. Yo creo que esto es una remisión pasajera. El pobre Pepe está muy malo: hace tiempo que lo vengo diciendo... --Yo también... Cuidado que pasarán ustedes malos ratos. Eloísa no es para cuidar enfermos. Usted tampoco... Y la verdad, no hay cosa más triste que estar viendo padecer á una persona de la familia sin poder aliviarla. Vale más, mucho más, que acabe de una vez... --Sin duda alguna --le contesté, por contestar algo. --Dígame usted --añadió arrimándose más á mí y acentuando el tono de confianza--, ¿Carrillo ha dejado intacta la fortuna que heredó de la marquesa de Cícero?... --Señora, habla usted como si ya... --respondí espantado. --¡Qué tonta!... Quiero decir, _dejará_... Es verdad que todavía no ha concluído... ¡pobrecillo! --Creo que sí --contesté mintiendo, porque decirle la verdad era como mandar un comunicado á la prensa--. Sí: su capital permanece intacto. --¿Sí?... ¿de veras? --dijo sonriendo y dando al _de veras_ ese dejo de burla que es tan elocuente en el lenguaje popular--. O usted se ha caído de un nido, ó piensa que me he caído yo. Voy á darle una taza de té para que se le aclaren las ideas. --Gracias... Pues decía que el capital permanece intacto... Carrillo es un hombre prudente. --Lo que es eso... Se pasa de prudente. Pero vamos al caso. Si lo que usted me ha dicho es cierto, seguramente ha hecho usted muchos números. --Algunos he hecho. --Con franqueza... Respóndame usted á lo que le pregunto. ¿Cuando pase el luto, seguirán los grandes jueves? Esta pregunta me enfrió la sangre. Pero pronto supe amoldarme á la situación y á las conveniencias, y contesté decidido, como la cosa más natural del mundo: --¡Quiá!... ¿Por quién me toma usted, señora? Creo que el presente es el último de los jueves habidos y por haber. --Así, así: energía... Me gustan á mí las personas de carácter... Pero el hombre propone y... nosotras disponemos. A Eloísa le gusta esto, y si pudiera, todos los días de la semana los volvería jueves... ¡Qué disparates digo... ahora que está la pobre tan afligida...! Me cortaría esta pícara lengua. Usted tiene la culpa, usted... En aquel instante, el marqués de Fúcar, que no había venido á comer, ocupó su puesto frente á la marquesa. Seis personas más formaban la corte de ésta. Los que entraban á saludarla oían de su boca frases apropiadas al papel que hacía. Daba excusas por la ausencia de Eloísa, pintando con melancólicos colores las circunstancias en que estaba la casa. Su voz tomaba un tono patético, que habría hecho llorar á un cerrojo. Y cada persona que llegaba decía la indispensable formulilla de lástima y desconsuelo, echándola en el corrillo como se arroja la moneda de compromiso en la bandeja de plata de un petitorio. Suspiraba Pilar y daba las gracias en nombre de su amiga, añadiendo con religioso acento y expresivo arquear de cejas un _Sea lo que Dios quiera_. Fuí hacia donde estaban los fumadores, y después á la sala de juego, que parecía un verdadero casino. Algunos hablaban del suceso con entera libertad, y otros jugaban ó reían sin acordarse para nada del pobre amo de la casa. Severiano, que entró de los últimos, me dijo: --En el Casino corrió la voz de que Pepe había muerto de repente en la mesa, cayendo sobre tí y derrumbándote un hombro. De pronto ví pasar á Eloísa, que venía de las habitaciones de Pepe. Todos se abalanzaron á saludarla. Su cara revelaba contrariedad y tristeza, y el traje de color rosa-té, de sencillez arcadiana, le sentaba tan á maravilla, que parecía una elegante pastora del pequeño Trianón, llorando ausencias de algún pastor de peluca. Dió afables excusas por su ausencia... Gracias á Dios, el pobrecito Pepe estaba mejor. Un coro de pésames por la enfermedad y de felicitaciones por la mejoría demostró cuánto la querían sus amigos. Oía mi prima el coro con aturdimiento de actriz que no está muy fuerte en su papel. La desconcertaba el temor de parecer demasiado triste ó demasiado consolada. Aprovechando una ocasión propicia, me dijo al oído: --Ve allá... Quiere verte... No hace más que preguntar por tí. Aunque tal visita me disgustaba, corrí al aposento de Carrillo, y al alejarme del tumulto de los salones, sentí como un secreto miedo supersticioso. Fuerte olor de láudano denunciaba la pasada batalla entre la química y el dolor. Era el olor de la pólvora. Celedonio y el médico, dos combatientes valerosos, estaban de pie junto al lecho. Ví en éste el rostro amarillo de Pepe, que me recordaba el San Francisco de Alonso Cano, macerado, febril y exangüe. Su nariz era como el filo de un cuchillo. Sus ojos tenían un cerco morado, y las pupilas atónitas un no sé qué de espiritual, de soñador, avidez de martirios y apetitos de inmortalidad. Fija en las almohadas, aquella cabeza de santo no tenía vida más que en los ojos y en las arqueadas cejas. La boca, inmóvil y entreabierta, parecía endurecida por el pasado suplicio. Su corta barba de un color sienoso, y el cabello negro, partido con natural elegancia en gruesas guedejas, daban al total de la cabeza el aspecto de antigua escultura en madera con la pátina del tiempo. En mitad de la pieza, el baño despedía un vapor tibio que me sofocaba, como si el dolor que se había disuelto en el agua se exhalara en ondas y viniera á mugir en mis oídos y á acariciarme la piel. En un ángulo, sobre el velador decorado con la vista del Parlamento inglés, estaba la encendida lámpara de bronce, en figura de candilón, despidiendo, al través de la bomba esmerilada, claridad blanda y lechosa. El médico, con el sombrero puesto ya, se estaba envolviendo el cuello en un tapabocas, pronunciando las fórmulas de despedida. --Ya no hago falta por esta noche. Mañana veremos. No hay cuidado. Y llegándose á Pepe, le dirigió frases de cariño. --Mucha quietud, que eso no es nada. Dentro de unos días, volverá usted á su vida habitual. Fuí con él hasta la habitación próxima, y al despedirle, me dió á entender con un mohín de su expresiva cara que si por el momento no había peligro, la enfermedad marchaba á pasos de gigante. VII Fuíme entonces derecho á Pepe, que me recibió con sus ojos fijos en la puerta por donde yo debía entrar. Como no se le veía más que la cabeza, hízome ésta el efecto de la de San Juan Bautista, la cabeza cortada que el arte religioso presenta siempre servida en bandeja como un manjar. Luego que me miró bien, sacó de entre las sábanas su mano, que era toda huesos, y en la cual la imaginación, á poco que lo intentara, podía ver una de las llagas del Seráfico, y buscó la mía. Cuando estrechó mi carne con aquel alicate de hueso, me corrió por el cuerpo un hielo mortal. --¿Qué tal vamos? --le dije inclinándome para verle mejor. --Caro te vendes, hijo. Se muere uno aquí sin que los amigos vengan á echarle un vistazo. --No quería molestarte. Y ¿cómo estás ahora? --He pasado un rato muy malo --replicó sacando difícilmente las palabras del pecho--. Pero después del baño me encuentro muy bien. Eloísa se ha asustado mucho. Estos trances no son para ella... ¿Quién ha venido? Dile cuenta de todas las personas que había en la casa. --Que no parezca que estoy enfermo --añadió con brío--; que se diviertan como si no ocurriera nada de particular. Y verdaderamente no estoy tan mal. Todo ha sido un cólico nefrítico, el paso de las arenillas desde los riñones á la vejiga. Dolores espantosos; pero, en fin, nada más... Todavía... Miróme con cierta intención compasiva, ¡extraña compasión! y haciendo un gran esfuerzo por emitir con toda claridad la voz, dijo: --Todavía te has de morir tú primero que yo... Lo veo, lo conozco, no sé por qué... Me dijo mi mujer que estabas muy malo, que habías tenido vómitos de sangre. --¿Sí?... ¿te lo dijo? Creí prudente no negarlo. Eloísa tenía la costumbre, cuando le veía muy malo, de contarle imaginarias enfermedades de otros. Le consolaba como se consuela á los niños. --Y que todos los días tenías fiebre. --Es verdad --afirmé--. No estoy bueno, ni mucho menos. --Cuídate... cuídate. Sentiría mucho que en lo mejor de la edad... --Sí, sí: estoy decidido á cuidarme. --Yo estaré en pie la semana que entra --añadió, galvanizándose con su espiritual fuerza--, y volveré á mis quehaceres de siempre. Tengo un gran proyecto. Pienso construir un edificio para albergue de huérfanos pobres: gran pensamiento, magnífico plan. Habrá hospital, clínica, consulta, talleres, escuelas, gimnasio. Se necesitan seis millones de reales. Cuento con tu cooperación, si no te perdemos antes. Eloísa se encargará de organizar con sus amigas funciones en los principales teatros. Yo solicitaré el auxilio del Gobierno y de la Familia Real. Tú harás lo que puedas entre tus amigos... No sé hasta dónde habría llegado este coloquio, si felizmente no entrara mi prima. --¡Eh... basta de conversación! --dijo, poniendo su mano derecha en mi hombro y la izquierda sobre la frente ardorosa de Carrillo--. Lo primero que ha ordenado el médico es el reposo, y... punto en boca. --Sí, hija: ya me callo, ya no diré una palabra más. Estábamos hablando de mi hospital de San Rafael. Llevará el nombre de mi hijo. --Más vale que te duermas ahora. No pienses, no te acalores. Ya haremos un hospital, y dos si es necesario... José María y yo te ayudaremos... ¿Verdad? Los tres vamos á ocuparnos mucho de eso desde mañana. Vaya, basta de conversación. José María, aquí estás ya de más. En la habitación que precedía á la alcoba, volví á ver á Eloísa, que me habló así: --¡Qué malos augurios ha hecho el médico! ¡Pobre Pepe!... La convalecencia de este ataque será cruel. ¡Qué días me esperan! ¿Vendrás mañana á acompañarme? --¡Qué pregunta! --¿Y no has visto al pequeño? Pasa --me dijo cariñosamente, empujándome hacia una puerta--. El pobrecito se despertó con los gritos de su padre; pero debe de haberse dormido otra vez... Pasa... Vengo al instante. ¡Cuánto deseo que se marche esa gente! El pequeño dormía. Preguntóme el aya por el señor, y le dije lo que me pareció. De buena gana me habría quedado allí un buen rato, sin hacer otra cosa que contemplar el envidiable sueño de aquel ángel. Pero Eloísa entró á ver á su hijo, y sacóme del éxtasis en que yo estaba, dejando volar mi pensamiento á las alturas de contemplaciones muy espirituales. La mano de mi prima se posó sobre mi hombro, y oí estas blandas palabras: --Ve al salón. ¡Qué gente, qué pesadez! Extrañarán que no estés allí. El pobre Pepe está aletargado. Creo que pasará bien el resto de la noche. Salimos juntos, y en el pasillo nos separamos. Echóme una mirada de tristeza, diciéndome con severidad dulce: --Ya sé que ha habido mucho secreteo con Pilar. No puedo descuidarme un momento. --¿Pero eres tan tonta que...? Celos tan inoportunos me causaban hastío. --Ni afirmo ni niego nada. No hago más que hacer constar un hecho-- replicó, apretándome ligeramente el brazo con sus dedos. En la reunión tuve que sostener conversaciones que me aburrían, contestar á preguntas que me incomodaban y resistir una lluvia de frases de doble sentido. Poco á poco se fueron aclarando los salones. La de San Salomó salió de las últimas, llevándose, como de costumbre, al general, que vivía cerca de su casa. --¿Usted se queda aquí? --me dijo--. Velará usted. Cada cual á su puesto de honor. A última hora fuí á enterarme del estado del enfermo. Eloísa me salió al encuentro en el pasillo. Se había quitado su vestido de sociedad y puéstose la bata de raso blanco. Como se apareció con una luz, creí ver á _lady_ Macbeth cuando el paso aquél de las manos manchadas. Llevándose el dedo á la boca, dióme á entender que Carrillo dormía, y en palabras muy quedas me dijo: --Está tranquilo. Mas por lo que pueda suceder, me quedaré en el sofá de su cuarto. Voy al despacho á buscar una novela, porque de fijo no podré dormir. Contesté que yo velaría; pero se opuso tenazmente, alegando lo quebrantado de mi salud, mis pocas fuerzas... --Necesitas descansar --me dijo con el mayor cariño--. Duerme ocho horas si puedes... Aquí no haces falta. Celedonio y yo nos entenderemos. Esta noche, caballero, se va usted á su casita. Empujóme suavemente hacia la antesala, después de susurrarme esto: --¿Vendrás mañana? Mira, que no faltes. Ven á almorzar. ¿Te espero? No me hagas rabiar. Si á las diez no estás aquí, te mando siete recados. Esta soledad es horrible. Esta noche, si duermo, voy á soñar veinte mil disparates. Ella misma me lió el pañuelo á la garganta y alzóme el cuello del gabán: --Abrígate bien, por Dios... Haz el favor de no constiparte ahora. ¿Hay ruidito de oídos? Voy á soñar que es verdad lo que te dijo Pepe, que arrojas sangre por la boca y tienes fiebre... Cariñosa y amante me despidió, y yo salí pensativo. XII Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor. I Carrillo mejoró en los días sucesivos. Aquella vida desplomada se sostenía con un esfuerzo prestado por el espíritu para engañarse á sí misma y á los demás. Salió de la terrible crisis por tregua de la muerte, y desde que pudo sentarse puso atención ardiente en las ocupaciones que tanto le entretenían. Admiraba yo aquel tesón, aquella esclavitud del deber, que en el heroísmo rayaba, y la indiferencia con que, pasada la fuerza del mal, miraba Carrillo sus insufribles martirios. No tenía aprensión ni afán de medicinarse. Figurábaseme ver en él, á veces, uno de esos hombres de temple superior y escogido que se desligan de todo lo que pertenece á la carne y sus miserias, para vivir sólo con interior vida, toda energía y llamas. A los ocho días atendía á sus múltiples tareas benéficas, sin salir de su alcoba, con la puntualidad de costumbre, y Eloísa estaba tranquila en lo concerniente á la enfermedad de su marido, si bien por otros motivos parecía haber perdido completamente todo sosiego. Una mañana me la encontré en su gabinete muy afanosa, con un lapicero en la mano, haciendo números y fijando alternativamente los ojos en el papel y en el techo, que era un cielo azul con sus indispensables ninfas en paños menores. --¿Estás contando las estrellas? --le pregunté, sospechando lo que en realidad contaba. --No: es que estoy calculando... --replicó algo turbada--. Me vuelvo loca, y esta pícara cuenta no sale. No te lo quería decir por no disgustarte; pero me pasan cosas graves. Yo me senté, abrumado por el pensamiento de los desastres aritméticos que Eloísa me iba á revelar. Ella se sentó tan cerca de mí, que la mitad de su no muy ligera persona gravitaba sobre la otra mitad de la mía. --¿A ver ese papel? --dije, tomándole la mano en que lo mostraba. Pero no entendí nada. Era un mosáico de sumas y restas, del cual no se podía sacar nada en claro. --¿Y quién entiende este _maremagnum_? --indiqué con desabrimiento. El dulce peso, como suele decirse, cargó más sobre mí, y la preciosa boca empezó á chorrear notas terroríficas, mejor diré, conceptos erizados de cantidades. La oí asustado. Expresábase con timidez, tendiendo á menguar las cifras, comiéndose algunos ceros, señalando el remedio antes de mostrar la herida, y respondiendo de antemano á las exclamaciones severas con que yo la interrumpía. La estimulé á presentar el problema tal como era, en toda su desnudez abrumadora, porque desfigurarlo era impedir su solución. --Claridad, completa claridad es lo que quiero --le dije--. Muéstrame hasta el fondo del cántaro vacío. Animada con esto, fué más explícita, y desarrolló á mis ojos el panorama completo de su situación económica, el cual era para poner miedo en el ánimo más esforzado. Los gastos enormes de los jueves, los de su guardarropa, las frecuentes compras de cuadros, porcelanas, tapices y baratijas de arte, y, por otro lado, los dispendios inagotables de Carrillo en sus obras humanitarias, llevaban la casa velozmente á una completa ruina. El dinero que habían tomado sobre la hipoteca de la Encomienda se les había ido en pago de varias facturas de Eguía, y en abonar los brutales intereses de la cantidad que Eloísa había tomado antes á un tal Torquemada, que prestaba á las señoras ricas. Después había necesitado tomar más dinero, más, más. Las rentas, apenas cobradas, se diluían en el mar inmenso de aquel presupuesto de príncipes... No me lo quiso decir antes, porque la idea de serme gravosa la aterraba. No me quería por mi riqueza: me quería por amor, y no le gustaba recibir dinero de mis manos. Había pensado salir adelante, hacer economías, ir trampeando; pero la situación se agravaba repentinamente. Tenía que pagar algunas cuentas considerables... luego la enfermedad de Pepe... Cerró la oración con oportunas lágrimas, y dejóse caer más sobre mí. Yo estaba sofocadísimo. Poco después le manifesté mi opinión de un modo bastante enérgico. A sus caricias, á sus ruegos de que no la abandonase en aquel trance, contesté con retahila de números despiadados. Erame forzoso ser cruel para evitar mayores males. Yo la sacaría del pantano; pero estableciendo un nuevo plan y presupuesto rigurosísimo, de modo que no se repitiera el conflicto. Aún había tiempo de salvar parte del capital de la casa y de asegurar el porvenir de Rafael. Lo más urgente era reducir los gastos. A esto me contestó que por ella no habría inconveniente. Estaba decidida á vestirse de hábito de la Soledad, como una cursi, si yo lo creía necesario. ¿Pero cómo privar á Carrillo de lo único que alegraba sus últimos días, de aquel inocente consuelo de su vida próxima á concluir? ¿Cómo cercenarle los fondos para la _Sociedad de niños_ y otras empresas humanitarias, que eran, para la casa, verdaderas calamidades? --No enredes las cosas --le dije--: tus gastos son los que te hunden, no los de él. Yo haré un presupuesto en que pueda subsistir el entretenimiento de tu marido... Después, oye bien, se venderán todos los cuadros de buenas firmas, aunque sea por menos dinero del que han costado. No será difícil encontrar compradores. Eloísa hizo signos afirmativos con la cabeza. Volviendo la vista, ví sobre la chimenea un rollo de papeles. Eran los planos de la gran reforma para convertir el patio en salón, con techo de cristales, escocia de Mélida... Lo agarré con mano colérica y lo hice veinte mil pedazos. --Mira qué pronto se ha hecho la obra --exclamé--: te he regalado cinco mil duros. Ella se echó á reir, y no hablamos más del asunto, porque entró Raimundo. Fuimos á almorzar, y en la mesa, Eloísa parecía más tranquila. Raimundo, hablando del completo hundimiento de la casa de Tellería, hubo de contar cosas muy chuscas, de las cuales se rió mucho su hermana, aunque á mí me hacían poca gracia. Según dijo mi primo, en los últimos años la familia se mantenía con lo que Gustavo sacaba de las queridas ricas: ¡abominación! Leopoldito, marqués de Casa-Bojío, estaba también en las últimas, porque las fortunas cubanas habían bajado á cero. León Roch había suspendido la pensión que pasaba á Milagros. Esta y el pobre marqués vivían separados y en la mayor miseria; cada cual dando sablazos y explotando al pobre que cogían debajo. Don Agustín de Sudre había dado en la flor de ir á contarle al Rey mismo sus miserias, logrando algunas veces pingües limosnas. Pero la regia munificencia se había agotado ya, y... «la semana pasada --concluyó Raimundo-- fué el pobre señor á Palacio con el cuento de siempre. El Rey sacó cinco duros, y poniéndoselos en la mano, le volvió la espalda. ¡Y luego se espantan de que haya antidinásticos!» Todo aquel día tuve un humor de mil diablos. En el Teatro Real, oyendo no recuerdo qué ópera, ni por un momento dejé de pensar en las cuentas de Eloísa. Retiréme á casa antes de que terminara la función, y me acosté buscando en el sueño lenitivo á la pesadumbre que me abrumaba. Pero no podía dormir. Entróme fiebre, me zumbaban horriblemente los oídos, y me tostaba en mi lecho como en una parrilla. La apreciación de los números despertaba en mí con fiera energía, proporcionada al largo tiempo de eclipse que había sufrido. En mí renacía de súbito el hijo de mi madre, el inglés, que llevaba en su cerebro, desde la cuna, gérmenes de la cantidad, y los había cultivado más tarde en la práctica del comercio. Mi padre huía de mí, como en el teatro echa á correr el diablo cuando se presenta el ángel. Y las benditas cifras, ahogadas temporalmente por la pasión, se sublevaban, vencían y se posesionaban de mí con un bullicio, con un jaleo que me tenían como loco. Salté de la cama á la madrugada, y vistiéndome á prisa, corrí hacia un mueble _secreter_ que en mi alcoba tengo, y en el cual suelo escribir cartas. Cogí un papel, empecé á desgastar la fiebre que me devoraba, sumando y dividiendo. Sí: Eloísa, con haber dicho tanto, no me había dicho la verdad. Hice el cálculo aproximado de los gastos de la casa en el invierno último: comidas, coches, criados, extraordinarios. No resultaba que la casa hubiese consumido el tercio de su capital. Había consumido más... ¡tal vez la mitad!... Y para apuntalar este edificio que venía á tierra, ¿qué era preciso hacer?... ¡Ah! guarismos y más guarismos. La mañana me sorprendió en aquel trabajo calenturiento, semejante á la faena espantosa de las almas de los negociantes que vienen á penar á sus desiertos escritorios, y se vuelven á sus tumbas cuando suena el canto del gallo. Así me volví yo á mi cama. II Continué por muchos días sintiendo en mí al inglés. Y no se circunscribía esta fecunda energía materna á la esfera de la economía doméstica, sino que penetraba impávida en el terreno moral, y allí me rebullía y alborotaba ordenándome afrontar un cambio de vida, un rompimiento que resolviera de una vez para siempre todos los problemas del corazón y de la aritmética. Mas tan tímida era esta energía en lo moral, que no pudo acallar el tumulto de mi sensual egoísmo. ¡Eloísa perteneciente á otro! ¡otras manos amasando aquella pasta suave y amorosa! ¡otro paladar gustándola, y otra boca comiéndosela...! No, esto no sería, aunque lo pidiese y ordenara con su prosáica voz el enflaquecido bolsillo. Y de apoyar esta negativa se encargaba mi perturbada razón con sofismas tomados de aquel falso idealismo que Raimundo ponía en ridículo con tanta saña. La caballería, ó si se quiere, la caballerosidad, me vedaba aquel rompimiento. No era delicado ni decente que yo abandonase, por una mísera cuestión de dinero, á la que me había dado á mí su vida y su honor. El _todo por la dama_ se metía en mi alma por la puerta falsa de la sensualidad, y una vez dentro, hacía un estrépito de mil demonios, echando unas retahilas calderonianas y volviéndome más loco de lo que estaba. ¡Abandonarla, cuando tal vez la causa de su ruina era agradarme; cuando su lujo no era quizás otra cosa que el afán de hacerme más envidiable á los demás, y de dorar y engalanar el trono en que me había puesto! No, ¡_todo por la dama_! Ante sus lágrimas, ante la ley que me tenía, superior y anterior á todas las contingencias, ¿qué significaba un _puñado de monedas_? Verdad que el puñado, después de emborronar mucho papel, resultaba ser una friolerita así como sesenta mil duros, más bien más que menos. Era un trago demasiado fuerte para que pasase por el estrecho gaznate de la caballería; pero al fin pasó. Hice que la traidora me llevase á casa todos los datos del desastre, todos los papeles, apuntes y cuentas, y al fin logré poner orden en aquel caos de empréstitos para pagar intereses, de intereses acumulados al capital, de cuentas pendientes y facturas no abonadas. Era absolutamente indispensable quitar de en medio la voraz langosta de prestamistas, que en poco tiempo habrían devorado todo. Con esto el puñado engrosaba más. ¡Dios misericordioso! Me salían ochenta mil duros casi en cifra redonda. ¡Oh, con cuánto horror se me representaron entonces las superfluidades que no podía menos de asociar á la leyenda aquélla de las cuentas de vidrio! Con el poder de mi mente pulverizaba yo todo el personal de los jueves famosos: los vestidos renovados tan á menudo; aquel M. Petit, farsante, ladrón que se embolsaba cada semana tres ó cuatro mil reales para gastos de comedor; aquel cocinero jefe, á quien se daban veinte mil reales al mes para el gasto de la plaza; los tres pinches, los cuatro lacayos... ¡ladrones, asesinos, secuestradores! ¿A qué cuento venían el portero de estrados, la doncella extranjera, la berlina de doble suspensión y otros mil y mil despilfarros, ya del personal, ya del material de la casa?... Tarde era ya; mas era tiempo. Degüello general y adelante. Una vez decretado el degüello, quedéme más tranquilo. El pellizco dado á mi fortuna era un pellizco de padre y muy señor mío; pero aún me dejaba rico. Todo iría bien si Eloísa entraba con pie resuelto por la senda de las economías. Eso sí, yo estaba decidido á hacerla entrar de grado ó por fuerza. Para esto me sentía con ánimos. Por encima de todo, del amor mismo y de la vanidad, había de estar en lo sucesivo el arreglo. Perplejo estuve durante dos días sin saber qué vendería para salir del paso. ¿Me desprendería del Amortizable, de las acciones del Banco de España ó de las _Cubas_? Mi tío me decía que no me deshiciera del Amortizable, cuya alza veía segura. Si continuaba en el Ministerio nuestro amigo y paisano el señor Camacho, veríamos dicho papel á 65. Las acciones del Banco, después del aumento de capital, andaban alrededor de 270. Mi padre las había comprado á 479. Aun contando con el dicho aumento, la venta me traía pérdida. Por fin, después de pensarlo mucho, resolví sacrificar las acciones y las _Cubas_. Este papel, según mi tío, iba en camino de valer muy poco, y con el reciente pánico de la Bolsa de Barcelona, se había iniciado en él un descenso que sería mayor cada día. Vendí, pues, con pérdida, pues no podía ser de otra manera. Por aquellos días se estrecharon mis relaciones con Gonzalo Torres, amigo de mi tío y vecino de toda la familia. Vivía en el tercero de mi casa, en el cuarto inmediato al de Camila. Era jugador afortunadísimo, y á menudo me proponía que me asociara á sus operaciones. Hícelo algunas veces, y siempre con tal éxito, que no me faltaban ganas de tomar más á pechos aquel negocio, y lo habría hecho seguramente si el amor no me tuviera preso y como secuestrado, incapaz para todo lo que fuese extraño á sus ardientes goces. El agente de quien Torres y mi tío eran clientes, después que realizó mi operación de venta de títulos, propúsome la compra de una casa. Torres también me lo había indicado, pues las condiciones en que se vendía la finca eran realmente buenas. Procedía de un embargo de bienes y vendíase judicialmente, con tasación demasiado baja. Hice mis cuentas y no me pareció mal negocio. Deseaba afincarme, colocando en sólido una parte de mi capital. Dí órdenes de vender más Amortizable, y el producto lo dividí en dos partes. Una, ¡ay dolor agudísimo, no inferior á los del cólico nefrítico!, era el destinado á poner á flote la concha de Venus, que estaba á punto de naufragar. Con la otra parte compré la casa, que estaba en la calle de Zurbano y era nueva y bonita. Me daría una renta de 4 por 100, menos que el papel seguramente; pero si he de decir verdad, la renta del Estado empezaba á inquietarme por la inseguridad de las cosas políticas, el malestar de Cuba y la anunciada operación de crédito del Banco de España, el cual, habiendo tomado sobre sus hombros la inmensa carga de la colocación de los nuevos valores, comprometía quizás un poco su porvenir. El año 83 hallóme, pues, con una merma considerable en mi fortuna y con cierta tendencia á trocar la condición de rentista por la de propietario. Mi cuenta corriente no me recordaba, ni con mucho, el apólogo de las vacas gordas, pues tanto la ordeñé, que hubo de terminar el año en los puros huesos. No sólo contribuyeron á esto mis frecuentes regalos á Eloísa, en cachivaches ó joyas, y la pasión que le entró por coleccionar _ojos de gato_ de todos los matices, sino otras obligaciones enfadosas de que no pude librarme. Entre éstas, no fué la menos cargante el padrinazgo del chiquillo de Camila. Habiéndome brindado á ser su compadre, cuando lo del embarazo me parecía ridícula farsa, la muy loca se dió prisa á cogerme por la palabra, y allá por Octubre del 82, como he dicho, descolgóse con un ternero, á quien todos celebraron por robusto y bonito, pero que á mí me pareció dechado perfecto de la fealdad de los Miquis. Le tuve en la pila bautismal mientras el cura le lavaba la mancha que traía por el pecado de nuestros primeros padres, y después, como padrino generoso, tuve que darme yo un lavatorio de bolsillo, cuyo postrer chorretazo vino á fin de año con las cuentas de Capdeville. En verdad, no me pesaron estos derrames, porque los señores de Miquis no nadaban en la abundancia, y ganaban mis afectos por el recogimiento en que vivían. Al chico le pusimos de nombre Alejandro, por un hermano de Constantino que había muerto en Madrid algunos años antes. Sigamos. El día en que ultimé el arreglo de la deuda de mi prima, ésta se presentó en mi casa á las once de la mañana. Ya habían sido pagadas las cuentas; habíanse recogido los pagarés que estaban en poder de Torquemada. Sólo faltaban algunas menudencias para las cuales destiné cierta suma que recogería la propia Eloísa. La cantidad aguardaba sobre la mesa en un paquete de billetes pequeños, y junto á la misma mesa estaba yo, algo fatigado de tanto sumar y restar, aunque sin otra molestia, gracias á Dios. Aún tenía en la mano la pluma, plectro infeliz de aquel poema de garabatos, cuando Eloísa llegó á mí pasito á pasito por la espalda, echóme los brazos al cuello, cruzó sus manos sobre mi corbata, oprimiéndome la garganta hasta cortarme la respiración, alborotándome el pelo y echándome atrás la cabeza para lavarme la frente con sus labios húmedos; á todas éstas riendo, diciendo mil tonterías, llenándome de saliva los párpados y las mejillas, y vertiendo en mi oído un filtro, un veneno de palabras cariñosas, que después, por maldita ley física, se había de convertir en zumbidos insoportables. Dejé la pluma y me volví hacia ella. Nunca la ví vestida con más sencillez y al mismo tiempo con más elegancia. Venía en traje matutino, y traía en la mano el libro de misa. Era domingo, y antes de ir á mi casa había entrado en las Calatravas. Sin duda prevalecían en su espíritu las ideas religiosas, porque me dijo que yo era un ángel, y diciéndolo, arrojó sobre mi mesa el libro con tapas de nácar. --¿Qué mujer no haría locuras por tí? --añadió luego--. Por tí, no digo locuras, sino verdaderas diabluras haría yo. Ya me disponía á hablarle del contrato bilateral que habíamos celebrado, cuando ella, adelantándose á mi pensamiento con zalamera iniciativa y flexibilidad, me dijo: --No, no tienes que predicarme. Ya lo sé, ya tengo la lección bien aprendida. Seré arreglada, económica; cambiaré de costumbres; haré desmoches espantosos, pero espantosos... En mí se ha verificado estos días una mudanza tal, que no me conozco. Tendrás que reñirme por las muchas vueltas que he de dar á un duro antes de cambiarlo. Te has de enfadar conmigo por los excesos, por las barbaridades que he de hacer en esto del gastar poco. --Por Dios --indiqué asustado--, nada de celo excesivo. --Déjame á mí. Tú me has abierto los ojos con tu talento de comerciante, y luego me has salvado con tu generosidad. Sería indigna de mirarte á la cara si no tuviera estos propósitos que tengo. ¡Si digo que te has de asustar cuando me veas hecha una pobre cursi, defendiendo el ochavo y apartada de todas esas farándulas que me han sido tan agradables y que han estado á punto de perderme...! Tanto entusiasmo me alarmaba. --No creas --prosiguió--, también hay algo de sacrificio; pero estos sacrificios y aun otros mayores, se hacen con gusto, cuando median... lo mucho que te quiero y el porvenir de mi hijo... Verás, verás. Y contando por los dedos, hizo un bosquejo de las estupendas economías que había de realizar. --Fuera los jueves. Que cada cual vaya á comer á su casa... Fuera M. Petit, fuera el jefe de cocina, que son capaces de tragarse el presupuesto de una nación... Fuera todos los criados, á quienes he estado dando doce duros y dos trajes... Abajo el portero de estrados, que no sirve más que para enamorar á las doncellas... Abajo la doncella-costurera... Las cocheras y cuadras quedan en la cuarta parte... El ramo de vestidos y novedades suprimido por ahora... Vendo todos los zafiros, todos... Vendo la _rivière_, los cuadros de Sala y Domingo, el de Nittis, el Morelli, los cuatro grandes tapices, etc., etc... Liquidación de arte... Y para concluir, reduciré á su mínima expresión las beneficencias de mi marido, y haré por que se suprima la _Sociedad de niños_... --¡Alto allá! --dije yo, lastimado de ver cómo hería con su furibunda hacha económica la rama más sagrada del árbol de sus gastos--. Eso me parece una crueldad. Extremas mucho el programa. Al pobre Carrillo le quedan pocos días de vida, y es una infamia que se los amarguemos privándole de un entretenimiento que, por otra parte, es tan meritorio. Le anticiparíamos la muerte, le asesinaríamos. Señora, yo defiendo ese capítulo del antiguo presupuesto. Mis remordimientos votan porque subsista, y aun me atrevo á suponer que los de usted harán lo mismo. Dije esto entre bromas y veras, y ella, comprendiendo mi delicadeza y asimilándosela, alabó muchísimo lo que acababa de oir y contribuyó al triunfo de mi enmienda, no tanto con el voto de sus remordimientos como con el de sus caricias. III Empezó á dar vueltas por mi cuarto como si estuviera en su casa, quitóse el manto y la cachemira y los tiró sobre el sofá. Luego, viendo que allí no estaban bien, pasó á mi alcoba para ponerlos sobre la cama. Se miró al espejo, y llevándose ambas manos á la cabeza, hizo un ligero arreglo de su peinado. Después volvió hacia mí. --¿Y cómo está hoy Pepe? --le pregunté. --Está muy animadito --replicó--. Tiene compañía para todo el día. No pienso volver hoy por allá. ¿Y tú? Díjele que no tenía ganas de salir. --Pues te acompañaré. Mando un recado á casa diciendo que almuerzo con mamá. ¿Pero vas á tener visitas de amigos? Entonces, señor mío, que usted se divierta... Lo mejor será que no recibas hoy á nadie. Anticipándose á mis deseos y á mi pereza, llamó á mi criado y le dió órdenes. Yo no estaba en casa. El señorito no recibía á nadie... ni al lucero del alba. Corriendo otra vez hacia mí, me dijo: --¡Oh, si esto fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos, solos, libres!... ¿Pero á dónde iríamos en Madrid? ¡Si aquí se pudiera guardar el incógnito!... Créelo, tengo un capricho, un antojo de mujer pobre y humilde. Me gustaría que tú y yo pudiéramos ir solitos, de incógnito, de riguroso _inepto_, como dijo el del cuento, al Puente de Vallecas, y ponernos á retozar allí con las criadas y los artilleros, almorzando en un merendero y dando muchas vueltas en el Tío Vivo, muchas vueltas, muchas vueltas... --No des tantas vueltas, que me mareo. Si quieres ir, por mí no hay inconveniente. Mira, almorzaremos aquí. Da tus órdenes á Juliana... Después, más tarde, á las cuatro ó cuatro y media, nos iremos en mi coche á un teatro popular, á Madrid ó á Novedades: tomaremos un palco y veremos representar un disparatón... --Sí, sí --gritó, dando palmadas con júbilo infantil--. ¡Y cómo me gustan á mí los disparatones! Echarán _Candelas_, ó quizá _El Terremoto de la Martinica_. --O _El Pastor de Florencia_, ó _Los Perros del Monte de San Bernardo_. Echó á correr hacia lo interior de la casa para hablar con Juliana y darle órdenes referentes á nuestro almuerzo. Después subió al principal para dar un vistazo á su mamá y mandar desde allí el recado á su marido. Al volver á mi lado, encontróme de un humor alegre, dispuesto á saborear las delicias de un día de libertad. Repetí á mi criado las órdenes. No estaba en casa absolutamente para nadie, ni para el _Sursum corda_... Felizmente, mi tío y Raimundo, con quien no rezaban nunca estas pragmáticas, estaban aquel día fuera de Madrid en una partida de caza. Almorzamos. Híceme la ilusión de estar en París y en un hotel. Nadie nos turbaba. De la puerta afuera estaba la sociedad ignorante de nuestras fechorías. Nosotros, de puertas adentro, nos creíamos seguros de su fiscalización, y veíamos en la débil pared de la casa una muralla chinesca que nos garantizaba la independencia. ¡Con qué desprecio oíamos, desde mi gabinete, el rumor del tranvía, las voces de personas y el rodar de coches! Y más tarde, cuando la turba dominguera se posesionó de la acera de Recoletos, nos divertimos arrojando sobre aquella considerable porción del mundo que nos parecía cursi, frases de burla y de desdén. ¡Valiente cuidado nos daba que toda aquella gente viniera á rondarnos! Lo que hacía la sociedad con aquel ruido de pasos, voces y ruedas era arrullarnos en nuestro nido. Y atisbando detrás de la persiana de madera, veíamos pasar á muchos conocidos. Algunos iban por la acera de enfrente. Por la de mi casa vimos grupos de amigos: el general Morla, el _Saca-mantecas_ y Jacinto Villalonga, que andaban á buen paso y no pararían hasta el Hipódromo. --Mira _la ordinaria de Medina_ --me dijo Eloísa, llamándome la atención hacia su hermana, que pasó con su marido--. ¡Qué gorda se está poniendo! Han dejado el carruaje en la casa de Murga, y no podrá ir más allá de la Biblioteca. Vimos también á Pepito Trastamara en un cochecillo que parecía una araña, y él era otra araña. Fuera de los caballos, que tenían aire de nobleza, y del lacayo, que era un hombre, todo lo demás era risible, grotesco. Chapa apareció en el coche de Casa-Bojío, y Severiano á caballo. Poco antes había pasado su señora, que era legalmente señora de otro. ¡Qué lejos estaban todos de sospechar que les mirábamos desde aquella escondida atalaya, que nos reíamos de ellos y que les compadecíamos por no ser libres y felices como lo éramos nosotros! La idea de ir al teatro perdió terreno. La pereza nos clavaba en donde estábamos. Mejor estaríamos allí que viendo los disparatones de los teatros populares. ¿Qué disparatón más grato y entretenido que el nuestro? El tiempo y nuestra languidez nos mecían y nos engañaban, dándonos nociones muy obscuras acerca de la duración de aquellos diálogos vivos ó de los ratos de sopor que les seguían. En medio de tanta indolencia, una idea me inquietaba de vez en cuando, haciendo correr por mi cuerpo vibraciones nerviosas. Era la idea de que el buen rato que yo pasaba, lo pudiera pasar otra persona; pues aquel ramillete de gracias que me deleitaba era más hermoso cada año, y con su creciente lozanía indicábame que resistiría sin ajarse las caricias de muchas manos. El mismo derecho que yo tuve teníanlo otros. Todo estaba en que ella quisiese dejarse coger. Aunque ya no me sentía tan entusiasmado como al principio, la idea de que no fuese exclusiva para mí y sagrada para los demás, helábame la sangre. Pero ya, ya lo sería, porque en un plazo que pudiera ser breve nos casaríamos y... ¿Y si después, cuando estuviese bien pertrechado de derechos, algún mortal, tan afortunado como yo lo era entonces, me robaba lo que yo robaba?... ¡Ah, buen cuidado tendría yo!... ¿Para qué servían la energía y la autoridad?... Estos recelos no se calmaban ni aun con el juramento, dado entre mil ternezas y tonterías, de una lealtad á prueba del tiempo, de una fidelidad que rayaba en el romanticismo pedantesco por su elevación sobre todas las cosas humanas. Nuestro cuchicheo variaba de asunto y de tono. No tratábamos de cosas exclusivamente ideales y voluptuosas. La viva imaginación de Eloísa trajo al altar de Cupido expresiones que no encajaban bien entre las medias palabras del amor, y prosaísmos que no se entreveraban bien con las rosas; pero todo cuanto venía de ella, si bien no ahondaba ya tanto en mi corazón, me entretenía, me seducía, me deleitaba. --Si tú quisieras --me dijo, después de un largo silencio--, lograrías ser mucho más rico de lo que eres. Con el capital que tienes y tu experiencia de los negocios, podrías, trabajando... Quiero decir, que aquí el que no dobla el capital en pocos años, es porque no quiere. Fúcar me lo ha dicho. ¿Te ríes? ¿Me preguntas el secreto? No es secreto: demasiado lo sabes. El inconveniente que hay ahora es que el Tesoro está desahogado y no hace ya empréstitos. Durante la guerra, Fúcar y otros como él triplicaron su fortuna en un par de años. No te rías, no abras esa bocaza. Yo siento en mí arrebatos de genio financiero. Me parece que sería un Pereire, un Salamanca si me dejaran... Vamos á ver, ¿por qué tú, que tienes dinero y sabes manejarlo, no vas á la Bolsa á hacer _dobles_? ¿Por qué no te haces amigo, muy amigo de los ministros, para ver si cae un empréstito de Cuba, ya que en la Península no se hacen ahora? Conque el ministro de Ultramar te encargara de hacer la suscripción, dándote el 1 por 100 de comisión, ó siquiera el medio, ganarías una millonada. De este modo ha ganado Sánchez Botín muchos cuartos... lo sé... me lo contó Fúcar. Dí que eres un perezoso, que no quieres molestarte. Eres diputado y no sabes sacar partido de tu posición. ¿Por qué no te quedas con una línea de ferrocarril, la construyes y después la traspasas á algún primo que cargue con la explotación? Te admiras de lo que sé. Qué quieres... me gustan estas cosas. Fúcar me habla galanterías, y yo le digo que la mejor flor con que me puede obsequiar es contarme cositas de éstas y decirme cómo se hacen los negocios. Si tú tuvieras empeño en ello, Fúcar te daría participación en sus contratas de tabaco. ¡Lástima que no hubiera guerra civil!, pues si la hubiera, ó te hacías contratista de víveres ó perdíamos las amistades. Cuando tan repentinamente saltó Eloísa con aquella perorata, quedéme perplejo, absorto, dudando de lo que oía; pero pasada la primera impresión, me eché á reir, sí: me reía con toda mi alma, no comprendiendo aún la gravedad que entrañaba aquel insano entusiasmo por cosas tan contrarias á la condición espiritual de la mujer. Mirábalo yo como una gracia más, como un hechizo nuevo, hijo de la moda. Lejos de asustarme, mi ceguera era tal, que me reía viendo los incipientes resoplidos del volcán en cuyo cráter dormía yo tan descuidado. --¡Ah! esto de las contratas es mi fuerte --proseguía ella con vehemencia humorística--. Fúcar me ha contado cosas que pasman. Pregúntale á Cristóbal Medina lo que hacía su padre. Pues muy sencillo. Como el Gobierno no tenía medios de transporte, el maragato se iba al Ministerio de la Guerra y decía: «Yo pongo á disposición del Gobierno dos mil carros, en tanto tiempo, á razón de tanto.» Luego no ponía más que mil quinientos, y cuando se moría una mula vieja, ó veinte ó doscientas (y no valía cada una diez duros), el veterinario certificaba... «mula de primera», lo que quiere decir cuatro mil reales por cadáver de mula. Después la Administración militar liquidaba, y allá te van millones... Si digo que tú eres simple. Yo, á ser tú, me daría mis trazas para saber cuándo iba á subir el Amortizable y... ¡á comprar se ha dicho! Si yo pudiera seguir en mi tren de antes, invitaría al ministro de Hacienda, á todos los ministros, y les embobaría con cuatro palabras amables, y me haría dueña de todos los secretos de la alta banca... ¿Y quién te dice, bobo, que no podrías tú correr con el pago del cupón en Londres, negociando letras?... También se procuraría que el Gobierno comprara acorazados para que tú, como quien hace un favor, te encargaras de hacer los pagos... Porque sí, hay que fomentar nuestra marina de guerra. O si no, búscate comisiones en Fomento. ¿Con qué crees que ha pagado Villalonga sus trampas sino con lo que va sacando de las compras de máquinas en Inglaterra? ¡Oh! yo sé mucho... Esa isla de Cuba es todavía, aun de capa caída como está, una verdadera mina que no se explota bien. ¡Ah! se me ocurre ahora que lo que debe hacer España es venderla. Y mira, nadie mejor que tú se podría encargar de las negociaciones en los Estados Unidos, en Alemania ó en el Infierno. Conque te dieran el medio por ciento de corretaje... Estaba yo tan alucinado, que tomaba estas cosas por jovialidades sin substancia... Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de _Romeo y Julieta_. --Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor las exequias del día. Es la _pseudo aurora_ que este año da tanto que hablar á la gente supersticiosa... --No: es el gas, el gas. Ya el mensajero de la noche, corriendo de farol en farol con un palo en la mano, va colgando luces en las ramas de los árboles... --Te digo que es la tarde... --Te digo que es la noche... --Un rato más... --¡Horror de los horrores: las siete! La ví disponerse á prisa, arreglarse el cabello ante el espejo. Su coche había venido á buscarla. Más tarde nos volveríamos á ver en su casa. Aunque parezca extraño y en contraposición á todas las leyes del sentimentalismo, yo deseaba ya que me dejase solo, pues me entraba súbitamente un tedio, un cansancio contra los cuales nada podía lo poco espiritual que en mí iba quedando. --Abur, abur: ¡qué tarde!... --¡Que se te olvida el libro de misa! --¡Qué cabeza! No faltes esta noche. Hablaremos de negocios... El mejor negocio es ser pobre, no tener nada, no esperar nada. Déjame que me mire otra vez. ¿Qué tal cara tengo?... --Así, así... --Abur, abur. ¡Ay! que se me traba la cachemira en la silla. Parece que los muebles me retienen y no quieren dejarme salir. Pillo, no faltes. Si no vas, te sacaré los ojos... Pues he de mirarme otra vez. Se me figura que llevo escrito en mi cara... Jesús, ¡qué tarde es!... ¿Y el otro guante?... --Aquí está, sobre la silla... --¡Ah! mira, me llevaba tu pañuelo... El cuerpo del delito. ¡Cómo nos delatamos los grandes criminales! Merezco la horca. Bueno, me colgaré de tu cuello, así... ¿A que no me levantas? No puedes, no tienes fuerza. Abur, abur: tengo un hambre atroz. En cuanto llegue á casa, me haré servir la comida... Caballero... --Señora... --Encantada de conocer á usted... Me parece usted algo tímido. No se decide... --Señora, usted se me antoja una sílfide, un hada sin consistencia corpórea, sin realidad física... --¡Burlón! otro abrazo. Tu amor ó la muerte... Que te espero... --¡Eh! sinvergüenza, no pellizques. --Te dejo ese cardenal para que te acuerdes de mí cuando mires á otra. Al fin me voy. ¿Por qué no vienes conmigo?... --Tengo que vestirme... --Si parece que has salido de un hospital... ¿Qué tal? ¿Estás malito?... --Abur, abur... Largo de aquí... --Feo, apunte, mamarracho, adiós. XIII Ventajas de vivir en casa propia. -- La noche terrible. I Considerando que era una tontería vivir en casa alquilada teniéndola propia, arreglé el principal de mi finca, y me mudé á él. No me disgustaba alejarme del domicilio de mi señor tío, porque la familia empezaba á serme gravosa en una ú otra forma. Aunque Raimundo volvió á dormir en casa de sus padres, en realidad no me despedí de él, porque por mañana y noche le tenía á mi lado. Era una adherencia sistemática, lealtad canina que á veces me causaba molestias. Cuando la manía del reblandecimiento no le permitía pronunciar la _tr_, se ponía el tal primo fastidioso, y era más pegadizo que en tiempos normales. Si estaba yo lavándome, él allí, describiendo con lúgubre tono los síntomas de su mal. Si almorzaba, él enfrente, bien participando del almuerzo, bien amenizándolo con un comentario de las palpitaciones cardiacas ó de las sensaciones reflejas, todo ello en forma y estilo de _Dies iræ_ y con una cara patibularia que daba compasión. Si estaba yo en mi gabinete escribiendo cartas, él allí, arrojado sobre el sofá, como un perro vigilante y amigo, callado hasta que yo le decía algo. Si le encargaba algún pequeño trabajo, como copiarme una minuta, sumarme varias partidas, cortarme cupones y sacar nota de ellos, lo hacía venciendo su indolencia, dando á entender que el gusto de complacerme podía más que su enfermedad. Estas crisis de languidez solían parar en raptos espasmódicos. No sólo pronunciaba entonces con facilidad y rapidez el condenado ejercicio que le servía de gimnasia vocal, sino que su lenguaje todo era febril y de carretilla, cortado de trecho en trecho por pausas, en las cuales se quedaba el oyente más atento, esperando lo que había de venir después. Tales son las pausas que hace el ruido del viento en una mala noche. Durante ellas la expectación del ruido nos molesta más que el ruido mismo. En semejante estado, la calenturienta habladuría de mi primo se refería siempre á cuestiones de dinero. Sin duda, éste se había condensado en el cerebro del pobre Raimundo, constituyendo su idea fija, que al mismo tiempo le espoleaba y atormentaba. Sus temas eran éstos: ¡si en Madrid se gasta más dinero del que existe; si la sociedad matritense está en perpetuo déficit, en perpetua bancarrota; si no se verifica una transacción grande ó pequeña, desde el gran negocio de Bolsa á la insignificante compra en una tiendecilla, sin que en dicha transacción haya alguien que sea chasqueado...! Le ocurrían cosas bastante originales en la forma, otras muy extravagantes, pero que escondían algo de verdad. --Sostengo --decía-- que no existen, contantes y sonantes, más que veinte mil reales. Cuando uno los tiene, los demás están á cero. Pasan de mano en mano haciendo felices sucesivamente á éste, al otro, al de más allá. Lo que llaman _un buen año_, es aquél en que los tales mil duros corren, corren, enriqueciendo momentáneamente á una larguísima serie de personas. Cuando se habla de paralización, de crisis metálica; cuando los tenderos se quejan y los industriales chillan y los bolsistas murmuran y los banqueros trinan, es que los milagrosos mil duros corren poco, estando mucho tiempo en una sola caja. La sociedad entonces se pone de mal humor. Lo bonito es verles andar de una parte á otra, despertando el contento general. Creeríase que es el gracioso juego del _corre, corre, vivito te lo doy_. Viendo pasar por sus dedos el talismán, se creen dichosos, y lo son por un momento, el empleado, el tendero, el almacenista, el banquero, el agente de Bolsa, el prestamista, el propietario, el contratista, el habilitado, el casero. La piedra filosofal, por correrlo todo, hállase también en las manos del jugador; pasa rozando por los dedos de la entretenida; sube á las grandes casas de negocios; baja á las arcas apolilladas del usurero; taladra las cajas del regimiento; se mete en la Delegación de Contribuciones; sale bramando para ir al Tesoro; la arrebata de cien manos una; va á ser el encanto de la noche de festín; vuelve al comercio menudo, donde parece que se subdivide para juntarse al momento; la agarra otra vez la usura; la coge el propietario hipotecando una finca; vuelve á la Bolsa; la gana un afortunado bajista; la pierde por la noche á la ruleta un sietemesino; va á parar luego á un contratista; le echa el guante uno que suministra postes de telégrafos ó cajas para tabacos; va de sopetón á servir de fianza en la Caja de Depósitos; la envían rápidamente de aquí para allí como una pelota las distintas oficinas del Estado; corre, gira, pasa, rueda, y en este movimiento infinito va haciendo ricos á los que la poseen. ¡Venturosos los que, siquiera por un momento, se jactan de echarle el guante!... Ahora bien, queridísimo primo: pues los hechos han querido que en el actual minuto histórico la consabida pelota esté en tus manos, haz el favor de compartir conmigo tu felicidad prestándome dos mil reales. Así concluían siempre sus humoradas económicas. Mientras viví en Recoletos, estos sablazos de familia se repetían mensualmente, y la verdad, yo los llevaba con paciencia y sin contrariedad grave. Mi buen primo no tenía más que su mezquino sueldo y alguna cosilla que su padre le daba. Yo era rico, y poco perdía, relativamente á mi fortuna, con los ataques de aquella divertida mendicidad. La compasión, el parentesco, la admiración del ingenio de Raimundo, obraban en mí para determinar mi liberalidad. Gozaba en su júbilo al tomar el dinero, y me parecía que echaba combustible á su temperamento para encenderlo y verle despedir las chispas de gracia con que me divertía tanto. ¡Pobre Raimundo! si á él le denigraban sus sablazos, en mí eran medio indirecto de gratificar al bufón de mi opulencia, de pagarle la tertulia que me hacía y las adulaciones con que halagaba mi vanidad. Pero las cosas cambiaron. Cuando me fuí á vivir á mi casa de la calle de Zurbano, llevé conmigo, por razones que se comprenderán fácilmente, la idea de mirar mucho el dinero que salía de mi caja. Ya los golpes duros de aquel compañero de mis horas tristes empezaban á dolerme. Aquélla fué la primera vez que Raimundo, al pedirme limosna, no vió la indulgencia y la generosidad pintadas en mi semblante. --Toma mil reales --le dije arrojándoselos desde lejos--; lárgate á la calle con viento fresco, y tarda todo el tiempo que puedas en gastarlos. Generalmente, la recepción de las sumas que me pedía obraba con maravilloso poder terapéutico sobre la raquis de aquel hombre infeliz, porque su languidez cesaba al instante, su palabra era más expedita y clara, resplandecían sus ojos; en fin, era otro hombre. No tardaba en tomar calle, y por lo común, al día del sablazo sucedían mañanas y tardes en que no parecía por mi casa. Estos eclipses me gustaban, aunque no eran baratos. Poco á poco se iba gastando la virtud medicatriz de mi bálsamo, y el hombre volvía á desmayar y á decaer como planta de tiesto á la que se le va secando la tierra; la lengua se le entorpecía, el temblor nervioso le hacía parecer tocado de idiotismo, hasta que su crisis tenía nuevamente alivio y término en otra sangría de mi bolsillo. Contra lo que manda la ciencia, el enfermo era la sanguijuela y el médico se la ponía. Francamente, en aquellos días empezaron mis hombros á sentirse cansados bajo el peso de mi familia. Una mañana estaba yo vistiéndome, cuando entró el portero muy afanado y me dijo que la señorita Camila se estaba mudando al cuarto tercero de la derecha, el único que no se había alquilado todavía. Ni mi prima me había dicho una palabra acerca de tomar el cuarto, ni había cumplido ante el portero, que me representaba para aquel caso, ninguna de las formalidades que la ley y la costumbre establecen para ocupar una casa ajena. --No me he atrevido á decirle nada --manifestó el portero, sofocadísimo--. Arriba está colocando los muebles con una bulla de cien mil demonios, y en el portal han parado dos carros de mudanza. Yo hice presente á la señorita que el señor no había dicho nada, ni se ha hecho contrato, y me respondió que me fuera enhoramala, que ella se entendería con el señor y... que yo no soy nadie. Conque vengo á ver... No quise tomar una determinación ruidosa, y dejé que mi prima ocupase el cuarto, resuelto á cantar muy claro al feo de Miquis las obligaciones que contraía por el hecho de ocupar mi propiedad. Más tarde se personó en mi presencia la propia Camila, y me dijo: --Perdona, primito, _comparito_, que hayamos tomado tu casa por asalto. La ví ayer tarde, y me gustó tanto que no he querido que pasase el día de hoy sin estar en ella. No creas, te pagaremos religiosamente, te daremos dos meses en fianza. ¿No bajas nada de los siete mil? En fin, por ser compadre, te daremos seis mil quinientos, y no resuelles, porque será peor. Te pagaremos cuando tengamos dinero, que ojalá sea pronto... Y calla, hombre, calla: ya sé lo que me vas á decir. Tienes razón, esto es un abuso; pero por algo somos compadres. Nosotros los Buenos de Guzmán tenemos así este genio pronto. Me voy, que tengo que dar una mamada á mi cachorro. ¡Ah! nuestra casa está á tu disposición. Puedes subir cuando quieras y nos acompañaremos mutuamente. Estás muy solito, y te aburrirás en este caserón. Nosotros no salimos, no vamos á ninguna parte. Estoy consagrada á darte un ahijado gordo y rollizo. Sube y lo verás. Subí aquella tarde. Camila, sin reparo alguno, sacó el pecho en mi presencia y se puso á dar de mamar al inocente. Mi ahijado no era bonito, ni robusto, ni sano. Cuando no tenía el pezón en la boca, estaba consagrado exclusivamente á la ejecución de un interminable solo de clarinete que atronaba la casa. En ésta no se podía dar un paso. Ningún mueble estaba aún en su sitio, y el gañán de Constantino no hacía más que clavar clavos por todas partes, rasgándome el papel, descascarándome el estuco, y dando tanto porrazo, que parecía haberse propuesto destrozarme todos los tabiques. --La casa me gusta --díjome Camila obligándome á sentarme en una silla á su lado, después que me acercó á los labios la carátula roja de su feo muñeco para que la besase--, me gusta mucho; pero tiene grandes defectos, sí; defectos que me harás el favor de corregir inmediatamente. --Conque inmediatamente... ¡qué ejecutivo está el tiempo! --Chitito, callando, y obedecer. Mira que tengo malas pulgas... Pues sí, es preciso que mandes acá tus albañiles mañana mismo. Necesito que me abras una puerta de comunicación en este tabique que está á mi espalda. No sé en qué estaba pensando el arquitecto cuando trazó la casa. No se les ocurre á esos tipos que todas las habitaciones de una crujía deben estar comunicadas. Necesito, además, que des luz al cuarto de la muchacha, bien por el patio, bien por la cocina, poniendo una vidriera alta, ¿entiendes? Fíjate bien; parece que no haces caso de lo que se te dice... Otra cosa: es preciso que me pongas una cañería desde el grifo de la cocina al cuarto del baño, para llenar cómodamente la tina. Y de paso me abrirán otra puerta de comunicación entre dicho cuartito del baño y el comedor. Harás que me pongan campanillas en todas las piezas, pues sólo dos las tienen, y en la sala quiero chimenea. Voy á hacer de la sala gabinete, y aunque yo no tengo frío, las visitas... ya ves. Voy á dar _tés danzantes_. --Dí de una vez que mande construir de nuevo la finca --repuse tomando á broma sus reformas. --No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas más que en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el cuarto vacío. Conque á ver qué te conviene más. Iba á contestarle que prefería el vacío á un inquilinato tan exigente y que tenía todas las trazas de ser improductivo; pero en aquel instante mi ahijado, dejando el pecho de su madre, me miró ¡pobrecillo! con una singular expresión de súplica. Parecía que impetraba mi indulgencia en pro de sus estrafalarios y míseros papás. Aquel infeliz niño, tan gordinflón que parecía hinchado, me inspiraba mucha lástima. Con su debilidad, con su inocencia y con aquel modo de mirar, atento y pasmado, ganaba mi voluntad, reconciliándome con mis inquilinos. En Camila me interesaba la solicitud con que se desvivía por el cuidado y la crianza de su hijo, sin hacer caso de nada que no fuera este fin alto y noble, alejada de la sociedad y de las diversiones. Por esta exaltación del sentimiento materno, que en ella surgía con los caracteres de una virtud sólida, le perdonaba yo sus desfachateces y tonterías, la falta de recato y formalidad que siempre era lo más distintivo y visible de su extraño carácter. Pero me quedaba la duda de que el sentimiento materno fuera también caprichoso como todas las vehemencias maniáticas que sucesivamente privaban en su espíritu. El tiempo me diría si aquello, que parecía mérito muy grande, resultaría después, como sus acciones todas, un entusiasmo efímero. Por fin, después de reirme mucho, contesté con un «veremos» á las peticiones de reforma en la casa. ¡Cuál no sería mi sorpresa dos días después, cuando Constantino, entrando inopinadamente en mi despacho, me puso en la mano el importe de un mes adelantado y dos meses de fianza! --Dispense usted, señor casero --me dijo--, la demora. Esperaba yo que mi mamá me mandase los cuartos. En la Mancha ha habido malas cosechas, y por esta razón... De aquí en adelante cumpliremos mejor. Me dijo ayer Camila que usted creía que no le íbamos á pagar, y que nos habíamos metido en su casa para habitarla de balde... ¿Apostamos á que se lo pensó así? --No, hombre; no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido en esta soledad, subiré á haceros compañía, á buscar un poco de calor en el fuego de vuestra felicidad. Él me instó á que subiera todas las noches para darnos mutuamente tertulia. Camila no iba á ninguna parte: la obligación de la teta y el cuidado del _crío_, que no parecía estar bueno, la retenían constantemente en casa. Él tampoco salía ya de noche, porque Camila, á fuerza de predicarle y de reñirle, unas veces tratándole por buenas, otras por malas, había conseguido quitarle la mala costumbre de ir al café. --Como somos pobres --añadió--, tenemos pocas visitas. Mi hermano y su mujer suelen ir algunas noches. Suba usted y jugaremos al tute, á la brisca, al burro y á las _siete y media_, que son los únicos juegos que Camila consiente. Ella, si usted sube, tocará el piano y cantará alguna cosa bonita de las muchas que sabe. Dí las gracias á aquel honrado cafre, que me pareció haberse domesticado algo desde el tiempo en que nos conocimos, é hice propósito de no despreciar su invitación. II Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas ó políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas, pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer, pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos proyectos de pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, ó poniendo en vigor con rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba allí como si fuera el amo, y disponía á mi antojo de todo. Hice un desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle al danzante de M. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una mujer bastante hábil, asistida de una _pincha_, se encargó de hacer de comer. Despedí también á la doncella-camarera, que me parecía mujer de muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase _Quiquina_ y había venido á España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que había dado escándalos en la casa, dejándose requerir por los cocheros y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos. Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían frac ó librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado mío muy leal, á quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito. Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un vigilante, un espía dentro de aquellos muros. Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían á un tiro nada más. Los lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba á su prendera los zafiros para que los _corriera_, y todo iba bien, perfectamente bien. Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse. Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida, provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter; le hurgaba para que se me mostrara tal cual era, ya riendo como un loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba á su lado, á veces tan chiquillo como él, á veces tan hombre él como yo. Componíale yo los juguetes, después que entre los dos los habíamos roto. También empleaba algunos ratos en acompañar al pobre Carrillo, que apenas salía de su cuarto. Figurándome que tenía con él una deuda enorme, se la pagaba con buenas palabras y con atenciones cariñosas. Nada agradecía él tanto como que se le diera cuerda en cualquier tema de los suyos y en su fervoroso entusiasmo por la política inglesa. Yo sabía herir siempre las fibras más sensibles de su amor propio de propagandista y de anglómano. Con mi conversación se animaba, ponía en olvido sus crueles dolores y lanzaba su fantasía al espacio inmenso de los grandes proyectos. Mientras platicábamos, solía estar con nosotros el pequeñuelo. Pero ocurría un caso muy particular, que á mí no me causaba asombro por estar ya muy hecho á las cosas contrarias á la Naturaleza y á la razón. El pequeño se divertía poco con su papá, y esquivaba el estar en sus brazos. Pronto conocí que le tenía miedo, y que el rostro demacrado de Carrillo, con su amarillez azafranosa, producía en el pobre niño un terror que no sabía disimular. La verdad era que hasta entonces el infeliz padre, harto ocupado con los hijos ajenos, se había entretenido poco con el suyo. Rafael no hallaba calor en los brazos de Pepe y venía á buscarlo en los míos. Ni dejaba perder ocasión el muy inocente de preferirme al otro. Carrillo dijo un día con amarguísima tristeza: «Te quiere más que á mí», frase que se clavó en mi conciencia como un dardo. Hubiérame agradado que el pequeño no me acibarase el espíritu con sus preferencias; trataba yo de volver por los fueros de la Naturaleza ofendida; pero no lo podía conseguir. El chiquillo me adoraba. Viéndole desasirse con gesto desabrido de los brazos de su padre, sentía yo en mi alma un peso que me aplanaba. Le habría dado azotes, si no temiera que este remedio trivial agravase el daño. Y Carrillo me miraba como con envidia, y me hacía volver los ojos á otra parte, sobrecogido de inexplicable turbación. La imagen de aquel resto de hombre, fijo en su asiento, inmóvil de medio cuerpo abajo, flaco y consumido, de un color de cera virgen, con las manos temblonas y el aliento difícil, me perseguía en todas partes de noche y de día. Imposible, imposible expresar el sentimiento que me inspiraba, mezcla imponente de lástima y miedo, de desdén y respeto. En casa de Camila pasaba yo algunos ratos por las mañanas antes de almorzar. Confieso que la loca de la familia me iba siendo menos antipática, y que en su endiablado carácter empezaba yo á descubrir cualidades no despreciables, que habrían lucido más entresacadas de aquella broza que las envolvía. El cariño ardiente y sincero que parecía tener al simplín de su marido, eran para mí una de las cosas más dignas de admiración que había visto en mi vida. La sencillez de sus costumbres y su alejamiento de las ostentaciones de la vanidad, también me agradaban. Pero estas dotes recién descubiertas creía yo que no debían estimarse como positivas hasta que las circunstancias no las pusieran á prueba. Era cosa de verlo. Con quien yo no congeniaba era con mi ahijado, el más ruidoso y malhumorado cachorro que mamaba leche en el mundo. Muchas veces tuve que huir de la casa porque su clarinete me volvía loco. Era el tal de una robustez sospechosa, gordinflón, amoratado. No había equilibrio en aquella naturaleza, y su sangre, quizás viciada, se manifestaba en la epidermis con florescencias alarmantes. En vano Camila tomaba grandes tragos de zarzaparrilla y otros depurativos. El pequeñuelo mostraba rubicundeces y granulaciones que parecían retoños vegetales. No debía de estar sano, porque su inquietud crecía con su sospechosa robustez. Lo peor de todo era que Camila bajaba con él á mi casa cuando menos falta tenía yo de música, y la una con sus cantos y el otro con sus chillidos me daban unos conciertos matutinos y nocturnos que me aburrían. Vuelvo á la otra casa, donde, inopinadamente, ocurrieron sucesos en el breve espacio de una noche, que dejaron indeleble recuerdo en mí. Si mil años vivo, no olvidaré aquellas horas terribles. Eloísa, que por instigación mía había dejado de renovar su abono en los teatros, fué invitada aquella noche por una de sus amigas á un estreno en la Comedia. Dudó si iría; pero Carrillo se encontraba mejor que nunca: él y yo la instamos á que fuera. No eran aún las nueve, cuando Pepe se nos puso muy mal. Estábamos allí el ayuda de cámara, Villalonga y yo. Al punto comprendimos que el enfermo sufría una crisis de las más graves. Mandé inmediatamente por el médico, y también quise mandar á buscar á Eloísa; pero Carrillo, en aquel paroxismo que parecía la agonía de la muerte, tuvo una palabra para oponerse á mi deseo, diciendo: --No, no: déjala que se divierta la pobre. En esta frase creí sorprender un desdén supremo; pero seguramente me equivocaba, y lo que había era un espíritu de condescendencia llevado á lo último. El infeliz sufría horribles dolores. El cólico nefrítico se presentaba más espantoso que nunca, complicado con un gran aplanamiento. El médico auguró mal, y se negó á administrar como inútiles las inyecciones hipodérmicas. El marqués de Cícero, á quien avisé, vino prontamente acompañado de su respetable y también insignificante hermana, y después de echar un vistazo al enfermo, salió de la alcoba, porque, según dijo, no tenía corazón para ver padecer. Fuése á las habitaciones más distantes, donde estuvo largo rato hablando con los criados, y después pasó al despacho. Le ví luego vagar por la antesala, echando ojeadas de admiración á los espejos y azotándose la pierna derecha con un bastoncillo. Cuando me tropezaba con él, pedíame noticias de su sobrino. Después se pasaba la mano por aquella frente hermosa digna de encerrar talento; se la frotaba como quien acaricia una gran idea que le cosquillea debajo del cráneo, y decía con el tono misterioso que se da á los descubrimientos: --¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy, á las cinco, era completamente claro. Aquella noche, afortunadamente, no llevó ninguno de los perros que solían acompañarle. A veces me llamaba con gran aparato de manotadas y chicheos para decirme al oído: --La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los sábados para volver los lunes, no se vería como se ve. Me lastimaba mucho, no puedo ocultarlo, que el marqués y su hermana advirtieran la ausencia de Eloísa en ocasión tan crítica. Ya me disponía á mandarle un recado... cuando la ví entrar. Eran las diez y media. ¿Cómo tan pronto si la función no podía haber concluído? No se ocupó ella de darme explicaciones, porque en el portal los criados la habían enterado de la gravedad del enfermo. Entró anhelante en la alcoba de éste, y pasándole la mano por la frente, díjole algunas palabras consoladoras y afectuosas. Después corrió á quitarse el vestido de sociedad, que era un sarcasmo en tan lastimosa escena. Fuí tras ella á su tocador, y mientras se mudaba de traje, contóme en palabras breves el motivo de su temprana salida del teatro. La obra que se estrenó era muy inmoral, y todas las personas decentes se habían escandalizado; las señoras se salían, horrorizadas, de los palcos, y el público de butacas protestaba con murmullos. --Figúrate que el autor ha sacado allí unas _tías_ elegantes, caracteres enteramente nuevos en nuestro teatro... Es un escándalo, una desvergüenza; es cosa que da asco... Lo único bueno de la obra son los trajes preciosísimos que han sacado las tales... ¡Qué lujo, qué novedad de telas, y qué cortes tan admirables! La gravedad de lo que nos rodeaba no le permitió darme más pormenores. --Pobre Pepe, ¡cuánto padece esta noche! --exclamó abrochándose la bata y mirándose en mi tristeza como en un espejo--. ¡Si le pudiéramos aliviar! Maldita medicina que para nada sirve. Esta noche no nos abandonarás. ¡Me espanta la idea de quedarme aquí sola!... Siento que pases estos malos ratos; pero no hay más remedio, hijito. Hazlo por mí, por él, por todos. En estos casos se conocen los buenos amigos. Presumo que vamos á tener una noche muy mala, muy mala. Volví antes que ella al lado de Carrillo. Encontrémele acometido de espantosos dolores, doblándose por la cintura como si quisiera partirse en dos, profiriendo ayes profundos, roncos y guturales, que causaban horror. Parecía haber perdido el juicio. Sus gritos eran la exclamación de la animalidad herida y en peligro, sin ideas, sin nada de lo que distingue al hombre de la fiera. Eloísa se puso á su lado, pero él no reparó en ella; en mí sí, pues habiéndole rodeado el cuello con mi brazo para sostenerle en la postura que me parecía menos penosa, se aferró con ambas manos á mi cuerpo y me tuvo sujeto largo rato. Agarrábase á mí como si al asegurarse bien, clavándome las uñas, se sintiese aliviado. Ultimamente reclinó la cabeza sobre mi pecho, dando un suspiro muy hondo. Mi prima se aterró creyendo que se moría; pero tranquilizónos el médico asegurando que la sedación comenzaba y que las arenillas habían pasado ya. El tal doctor no era una notabilidad de la ciencia, á mi modo de ver, aunque muy zalamero en su trato, razón por la cual muchas familias de viso le preferían á otros. Si la misión del facultativo es entretener á los enfermos y alegrar su espíritu con ingeniosas palabras y aun con metáforas, Zayas no tiene quien le eche el pie adelante. Por lo demás, ni él curaba á nadie, ni Cristo que lo fundó. Eloísa propuso aquella misma noche convocar junta de médicos para el día siguiente, y el de cabecera citó tres ó cuatro nombres de los más ilustres. Después de haber recetado un calmante, arrepintióse y recetó otro, y por fin le vimos decidido á darle bromuro potásico. --Debe de haber en esto una complicación grave --le dije, razonando con el sentido común--. ¿Habrá derrame cerebral? --Quizás --replicó lleno de dudas--. Lo indudable es la completa atonía del aparato vesical y tal vez paralización de los centros nerviosos. Me temo mucho que haya bolsas arteriales, cuya rotura sería el desenlace funesto. Al principio se quejaba de frío en la espalda, y las fricciones le pusieron peor. El pulso acusa una circulación sumamente irregular. Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con ayuda de Villalonga, acostamos á Pepe en su cama, vestido para no molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua, entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentóse mi prima por un lado del lecho, y yo por otro. Zayas le contemplaba desde enfrente sin decir nada. Miraba Pepe á su mujer con estúpidos ojos: no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía á mí, y confundiéndome con Celedonio, decía: --Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren y me cuidan en esta casa. Eloísa y yo nos mirábamos con azarosa inquietud, sin pronunciar palabra. --¿Se ha ido José María? --preguntaba después el infeliz. --Aquí estoy, ¿no me ves?... --¡Ah! sí: como estás vestido de sacerdote, no te había conocido... ¿De cuándo acá...? De este modo llegó media noche. El delirio disminuía. El marido de mi prima parecía entrar lentamente en un período comático. Calló al fin, y su respiración anunciaba sosiego, quizás un sueño reparador. Por fin el médico, asegurando que no había peligro inmediato, se despidió hasta la mañana siguiente. Villalonga se fué también. El marqués de Cícero, que estaba en el despacho leyendo periódicos delante del busto de Shakespeare, díjome que no tenía sueño; que se quedaría hasta las tres ó las cuatro, si me quedaba yo, y poco después Eloísa invitaba á él y á su señora hermana á tomar un emparedado, un poco de Burdeos y una taza de té. En el comedor les ví á eso de la una cenando silenciosos. Yo no tomé nada. III A pesar de las seguridades que dió el bueno de Zayas, yo no las tenía todas conmigo. Temía, más que la renovación del ataque de nefritis, un brusco estallido de las complicaciones vasculares y encefálicas. Aunque Eloísa me instó á que me acostase, no quise hacerlo. Ella también estaba inquieta. Acordamos velar ambos, cargando juntos aquella espantosa cruz, como nos lo ordenaba la fatalidad de los hechos. El marqués y su hermana se fueron al despacho, donde se entretenían, ella rezando el rosario y él leyendo. Sería la una y media cuando Eloísa y yo volvimos á ponernos en triste centinela, cada cual á un lado del lecho del enfermo. Así estuvimos largo rato oyendo sólo el rumorcillo del reloj de la chimenea, que arrojaba los desmenuzados espacios de tiempo como la clepsidra chorrea las arenas que caen para siempre. Observábamos el cadencioso, reposado aliento de Pepe, y al menor sonido que se pareciese á la emisión de una sílaba, nos entraba sobresalto y azoramiento. Creíamos que nos iba á decir algo aterrador con la solemnidad que es propia de labios moribundos. De improviso abrió el infeliz los ojos; miró á su mujer, cual si no estuviera seguro de quién era; volvióse después hacia mí, y en tono tranquilo que revelaba completa posesión de sus facultades intelectuales, me dijo estas palabras: --Haz el favor de mandar que venga un cura. Quiero confesarme. Dijímosle que su estado no era para tanto, y él insistió en que sí lo era con tal energía, que no quisimos contrariarle. --Esta noche me moriré --exclamó con una serenidad que nos dejó pasmados--. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más pronto se nos borre, mejor. Le respondimos á _duo_ las primeras simplezas que se nos ocurrieron. --¡Qué cosas tienes! No digas tonterías. Si estás bien... --Que se te quite eso de la cabeza. Y siempre más atento á mí que á los demás, ¡preferencia increíble!, repitió su demanda: --José María, tú que eres tan amable, tan complaciente, tráeme un cura. Mira que esto va de veras, y tengo en mi conciencia cosas que quisiera dejar aquí. Si no me confieso, sobre tu conciencia va; y si me condeno, carga con la responsabilidad... Soy cristiano, deseo cumplir. José María, Eloísa, sed amables, traerme un confesor. Estas palabras tenían una solemnidad que en vano queríamos quitarle, atribuyéndolas á delirio de enfermo. En las miradas de Eloísa conocí que ésta las interpretaba como desvarío de un cerebro alterado. A su vez, ella debió de conocer en las mías que yo entendía aquellos conceptos de otro modo, y pronto cambió la expresión de su rostro. La ví queriendo disimular alguna lágrima que se le saltaba de los ojos; y el marido, notando esta emoción, le dijo: --Ni tú, pobrecita, ni Celedonio, servís para estos lances. Más vale que os retiréis. Insistió luego en que le trajésemos al confesor; dijímosle que al día siguiente, y él contestó con cierto énfasis: --No, no: ahora mismo. Mañana ya no habrá tiempo. Serían las dos cuando enviamos el recado á la parroquia de San Lorenzo. El cura tardó una hora en venir, y en este tiempo Carrillo siguió en el mismo estado, más bien con apariencias de mejoría. Hablaba alternativamente con su mujer, con Celedonio y conmigo, mostrándonos á los tres un cariño fraternal que, por la parte que me tocaba, no he podido explicarme nunca. La confesión fué larga. Mientras se verificaba, Eloísa y yo convinimos en que la ceremonia del Viático se celebraría al día siguiente con gran pompa, con asistencia de toda la familia y de los parientes y amigos de la casa. Acordamos en breve discusión algunos detalles. Se haría un bonito altar y se traería la mayor cantidad posible de hachas y plantas de salón. Tanto ella como yo queríamos que este acto piadoso tuviera muchísimo lucimiento. Ocurriónos también impetrar la bendición papal, y yo indiqué que por mediación de mi tío y del general Chapa, que eran amigos del Nuncio, se podía conseguir, costara lo que costase. Cuando salió el cura de la alcoba, le acompañé al comedor, donde estaba dispuesto un chocolate, que no quiso aceptar. Tenía que decir misa á las ocho. Fumamos un cigarrillo, y él, fijando en mí sus ojuelos sagaces (era viejo y muy curtido en aquellos lances), pronunció estas palabras que me parecieron impertinentes: --Ese buen señor es un mártir. --¡Un mártir, sí! --repetí yo como si dijera _amén_. Aún me parecía poco, y lo remaché: --¡Es un santo! Entonces el clérigo, echándome una rociada de humo, y mirándome como si me atravesara de parte á parte con sus ojos, exclamó: --¡Dichosos los que no temen la muerte, porque están puros! Iba yo á soltar una sentencia análoga; pero creí más correcto no decir nada, y le devolví su humo mezclado con el mío. Después de una pausa, los ojuelos volvieron á flecharme. Creí sorprender no sé qué tremenda ironía en aquel intruso forrado de negro, cuando me dijo: --¿Es usted hermano de la señora? De buena gana le habría respondido: «¿Y á tí que te importa, tontín, que yo sea hermano de la señora, ó lo que se me antoje ser de la señora?» Pero este terrible disparate no salió de mis labios. --No, señor --le respondí, tragándome el humo--. Soy... de la familia. Pronunció luego el dichoso clérigo algunas palabras consoladoras, de las de rúbrica, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta. Ya tenía yo muchas ganas de perderle de vista. Carrillo me mandó llamar. Estaba impaciente por tenerme á su lado, y tal vez quería decirme algo importante. En el gabinete que precedía á la alcoba ví á Eloísa sentada en una butaca, inclinada la cabeza y el rostro entre las manos. Lloraba en silencio. Creí de pronto que durante el tiempo que yo estuve con el cura, mi prima y su marido habían cambiado algunas palabras; pero después supe por ella que no. La solemnidad y gravedad de las circunstancias, la compasión, el temor religioso, la importancia del acto que su marido acababa de realizar, habíanla impresionado enormemente. No se atrevía á franquear la puerta de la alcoba. Sentía pavor, respeto, vergüenza, no sabía qué. Entré, y acercándome al lecho, advertí que el enfermo estaba sereno; sólo que tenía la voz tomada, y alrededor de los ojos un cerco obscuro, muy obscuro. --Si vieras qué tranquilo estoy ahora --me dijo con cariño--. Tú no lo creerás, porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no me cambiaría por tí. Le contesté, después de mucho vacilar y confundirme, que, en efecto, la vida humana era una broma pesada, y que cuanto más pronto se libre uno de ella, mejor. Él dijo que una hora de conciencia pura vale más que mil años de salud y de ventura, con lo que me mostré conforme, aunque sobre ello parecíame que había mucho que hablar. Le insté á que descansara, dejando las reflexiones morales para el día siguiente; pero él no quiso, y siguió hablándome del estado felicísimo en que se encontraba. --Créeme, José María --me dijo dos ó tres veces--, te tengo lástima como se la tengo á todos los que viven sin fe. Enmiéndate, corrígete. No des importancia á lo que no la tiene. Y mirando al techo, exclamó después con expresión de indescriptible júbilo: --¡Qué gusto poder decir ahora: _no he hecho mal á nadie_! No le respondí. Pero los pensamientos me congestionaban el cerebro. Ocurriéronme tantas cosas, que habría necesitado una resma de papel si intentara escribirlas. Si por instantes admiraba aquella conformidad hermosa, á veces me ocurría que Carrillo faltaba á la verdad al sostener que nunca hizo mal á nadie, pues se lo había causado á sí mismo en grado máximo; jamás tuvo la estimación de su propio sér, fundamento de la vida social; había sido un suicida civil, y no se redimía, no, echándoselas de místico á última hora. Protestaba yo de aquel estado de perfección en que se suponía, y me venían al pensamiento ideas crueles, despiadadas, absurdas quizás, en las cuales algo había de envidia, algo de venganza; pero que entonces me parecían fundadas en el criterio de la eterna justicia. «No --decía yo para mí, inquieto y trastornado--, no te hagas el santo. No lo eres, porque no has combatido, porque no es virtud la falta absoluta de energía, tanto para el mal como para el bien. No nos hables de gozar la bienaventuranza eterna. Sí: para tí estaba el Cielo. Si quieres salvarte, dí que me has aborrecido y que me perdonas... Matándome, nos habríamos condenado juntos. Pero no has tenido ni siquiera la intención de ello, y me estrechas la mano y me llamas amigo... ¡Ah! miserable cero: no me llevarás contigo al Limbo, que va á ser tu morada... ¿Qué casta de hombre eres? ¿Son así los ángeles? Pues reniego de ellos...» Estos y otros desatinos me bullían en la mente. Para acabar de marearme, Carrillo me dijo: --Procura conducirte de modo que cuando te mueras, estés tranquilo como yo ahora. No pude vencerme y se me escapó una sonrisa. Quise recogerla; pero las sonrisas, como las palabras, no se pueden recoger. Él la tomó por expresión de lástima, y afirmó que se sentía muy bien, mejor que yo, y, sobre todo, mucho más tranquilo. No le respondí sino con el pensamiento, diciéndole: «Esa tranquilidad desabrida para nada la quiero. ¡Morirse sin haber querido ó sin haber odiado á alguien! ¡Morir sin despedirse de una pasión, sin tener alguien á quien perdonar, algo de que arrepentirse! ¡Sosa, incolora y tristísima muerte!» Después pareció que escuchaba. Ponía su atención en los sollozos de Eloísa. Esa pobre --murmuró con afabilidad que me causaba pena-- está pasando sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala, consuélala; no la dejes que se entregue al dolor. Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba en el mismo sitio. Al poco rato, Carrillo empezó á mostrar gran inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el lecho. Quiso hablar y no pudo; llevóse una mano á los ojos... Gemidos roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado ví salir alguna sangre; después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente como el agua que afluye hilo á hilo del manantial. ¡Momento de consternación en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fué tan rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se impresionó mucho. La ví aterrada, próxima á perder el conocimiento. --Vete --le dije--, vete de aquí. Pero su propio terror la clavaba en aquel triste lugar. Entró Micaela y le ordené que se llevara á su señora. La doncella le rodeó la cintura con su brazo, y la que muy pronto iba á ser viuda salió, tapándose los ojos. El marqués de Cícero, que había entrado de puntillas, huyó despavorido, con las manos en la cabeza. Cuando Celedonio y yo nos quedamos solos con el moribundo, éste me echó los brazos, uno al cuello, otro por delante del pecho, y apretóme tan fuertemente que me sentí mal. Me hacía daño. ¿Qué fuerza era aquélla que le entraba en el instante último, al extinguirse la vida?... Pasó por mi mente una idea, como pasan las estrellas volantes por el cielo. «¡Ah! --pensé--, aquí está al fin ese odio que te rehabilita á mis ojos. La última contracción del organismo que se desploma es para expresarme que eres, que debes ser mi enemigo...» Luego oprimió su rostro contra mí, y de su boca salió un bramido fuerte, profundo, que parecía tener filo como una espada... Creí sentir un dardo que me atravesaba el pecho. Con aquel gemido se acabó su desdichada vida... Le miré la cara, y en sus ojos vidriosos ví cuajada y congelada la misma expresión de amistad leal que me había mostrado siempre... No, ¡pobre cordero! no me odiaba... Costóme trabajo desasirme del abrazo de aquel inocente que quería sin duda llevarme consigo al Limbo. IV ¡Qué noche! Cuando todo concluyó, salí de la alcoba, deseando quitarme pronto la ropa, que estaba manchada de sangre. En el pasillo me ví á la claridad del día, que entraba ya por las ventanas del patio, y sentí un horror de mí mismo que no puedo explicar ahora. Parecía un asesino, un carnicero, qué sé yo... Salióme al encuentro Micaela, la doncella de Rafael, que me tuvo miedo y echó á correr dando gritos. La llamé; preguntéle por su ama. Díjome que estaba en el cuarto del niño. En tanto Celedonio, los ojos llenos de lágrimas, me hacía señas para que volviese al gabinete, y me dijo entre sollozos que me sacaría ropa de su amo para que me mudase. La idea de ponerme sus vestidos me causaba un sentimiento muy extraño: no sé qué era; mas hallábame tan horrible con la mía, que acepté. Púseme á toda prisa una camisa, un chaleco de abrigo y una bata corta del muerto. Pero deseando vestirme con mi ropa, mandé á Evaristo á casa para que me la trajera. Dejando á Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fuí en busca de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento, ya terror. Al verme con el traje de su marido se puso tan mal, que creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para oprimírsela. --La pluma, la pluma --murmuraba con cierto desvarío--. ¡No la puedo pasar! Le rogué que se acostara; pero negábase á ello. Micaela y yo quisimos acostarla á la fuerza; pero nos hizo resistencia. Estaba convulsa, fría y húmeda la piel; los ojos muy abiertos. --No vayas tú á ponerte mala también --dije con la mayor naturalidad del mundo--. Recógete y descansa. No has de poder remediar nada dándote malos ratos. Tuve que hacer uso de mi autoridad, de aquella autoridad efectiva aunque usurpada; hube de ordenarle imperiosamente que se acostara para que se decidiera á hacerlo. Noté en su obediencia como un reconocimiento tácito de la autoridad que yo ejercía. Micaela empezó á quitarle la ropa; la ayudé, porque mi prima, después del traqueteo nervioso, hallábase como exánime y sin movimiento. La metimos en la cama y la arropamos. ¡Ay! sentíame tan fatigado, que caí en un sillón é incliné mi cabeza sobre el lecho. Allí me hubiera quedado toda la mañana, si no tuviera deberes que cumplir fuera de aquella habitación. En tal postura, y hallándome postrado y como aturdido, sentí la voz de la viuda que me llamaba. Alcé la cabeza. Sus palabras y sus miradas eran tan afectuosas como siempre. Sin nombrar al muerto, suplicóme que atendiese á las obligaciones que traía el suceso, pues ella no tenía fuerzas para nada. Díjele que no se ocupara más que de su descanso, y le prometí que todo se haría de un modo conveniente. Vivo agradecimiento se pintaba en su rostro, y además la confianza absoluta que en mí tenía. Le arreglé la ropa de la cama, le dí á beber agua de azahar, le entorné las maderas, corrí las cortinas para atenuar la luz del día, y poniendo á Micaela de centinela de vista para que me avisase si la señora se sentía muy molestada por la pluma en la garganta, salí, no sin promesa de volver pronto, pues ésta fué condición precisa para que Eloísa se tranquilizara... --Por Dios, no tardes: tengo miedo --díjome al despedirme, con ahogada voz--, mucho miedo, y la pluma no pasa... Trajéronme mi ropa y me vestí con ella. ¡Ay! qué peso se me quitó de encima cuando solté la de Carrillo, que además me venía algo estrecha. A eso de las ocho llegaron mi tío, Medina, María Juana, y más tarde el marqués de Cícero. Atento á todo, daba yo las disposiciones propias del caso, y recibía á los parientes y amigos que se iban presentando. En lo concerniente al servicio fúnebre, allá se entendían Celedonio y los empleados de la Funeraria, pues yo me sentí como atemorizado de intervenir en ello. Recogí las llaves de la mesa de despacho y del mueble donde el pobre Pepe tenía sus papeles, y las guardé hasta que pudiera entregarlas á Eloísa, que al fin parecía vencida del cansancio y dormía con los dedos clavados en el cuello. Camila recaló por allí á eso de las diez, acompañada de Constantino; mas como tenía que dar de mamar á su nene, lo llevó consigo, y el lúgubre silencio de la casa se vió turbado por el clarinete de Alejandrito. Almorzamos mi tío, Raimundo y yo de mala gana, y luego nos encerramos los tres en el despacho para redactar la papeleta fúnebre y poner los sobres. Sentado donde Pepe se sentaba, no sé qué sentía yo al ver en torno mío aquellas prendas suyas, ¡amargas prendas! en las cuales parecía que estaba adherido y como suspenso su espíritu. Allí ví estados de recaudación de fondos filantrópicos, circulares solicitando auxilios de corporaciones y particulares, cuentas de suministro de víveres y otros documentos que acreditaban la caritativa actividad de aquel desventurado. Cuidamos mucho de que en la redacción de la papeleta no se nos olvidara ningún título, detalle ni fórmula de las que la etiqueta mortuoria ha hecho indispensables. «El excelentísimo señor don José Carrillo de Albornoz y Caballero, Maestrante de Sevilla, Caballero de la Orden de Montesa, etcétera, etc... Su desconsolada viuda, la excelentísima... etc., etc.» No se nos quedó nada en el tintero; y en las direcciones que pusimos á los sobres, ninguna de nuestras amistades pudo escaparse. La señora, por razón de su estado, no podía dar órdenes, y los criados se dirigían á cada instante á mí, como si yo fuera el amo, como si lo hubiera sido siempre, y me consultaban sobre todas las dudas que ocurrían. Y aquella autoridad mía era uno de esos absurdos que, por haber venido lentamente en la serie de los sucesos, ya no lo parecía. Ved, pues, cómo lo más contrario á la razón y al orden de la sociedad, llega á ser natural y corriente cuando, de un hecho en otro, la excepción va subiendo, subiendo, hasta usurpar el trono de la regla. Y cosas que vistas de pronto nos sorprenden, cuando llegamos á ellas por lenta gradación nos parecen naturales. Rogóme Eloísa que no saliese de la casa hasta que no se verificara el entierro. Así tenía que ser, pues si yo no estaba en todo, las cosas salían mal. El marqués de Cícero, que se ofrecía constantemente á ayudarme, no servía más que de estorbo, y mi tío tenía ocupaciones indispensables aquel día. Sólo Constantino y Raimundo prestaban algún servicio, aunque sólo fuera el de hacerme compañía. La viuda no recibía á nadie, ni á sus más íntimas amigas. Acompañábanla su madre y hermanas, y sin llorar, consagraban alguna palabra tierna y compasiva al pobre difunto. Por fin ví concluído todo aquel tétrico ceremonial, y respiré cual si me hubiera quitado de encima del corazón un peso horrible. No quise ir al entierro, y Eloísa aplaudió con un movimiento de cabeza esta resolución mía. Cuando se extinguió en las piedras de la calle el ruido del último coche, mis trastornados sentidos querían volver á la apreciación clara de las cosas. Pero la imagen del infeliz hombre que había despedido su último aliento sobre mi pecho, clavándomelo como un puñal, no se me apartaba del pensamiento. ¿Cómo explicarme sus sentimientos respecto á mí? ¿Qué noción moral era la suya, cuál su idea del honor y del derecho? Ni aun viendo en él lo que en lenguaje recto se llama _un santo_, podía yo entenderle. ¡Misterio insondable del alma humana! Ante él no hay que hacer otra cosa que cruzarse de brazos y contemplar la confusión como se contempla el mar. Querer hallar el sentido de ciertas cosas es como pretender que ese mismo mar, desmintiendo la ley de su eterna inquietud, nos muestre una superficie enteramente plana. ¿Por qué me tenía cariño aquel hombre? Si era un santo, yo me resistía á venerarle; si era un pobre hombre, algo había dentro de mí que no me permitía el desprecio. ¿Le despreciaba yo en el ardor de mi compasión, ó le admiraba entre los hielos de mi desdén? Toda mi vida, ¡ay!, estará delante de mí, como pensativa esfinge, la imagen de Carrillo, sin que me sea dado descifrarla. Antes será medido el espacio infinito, que encerrada en una fórmula la debilidad humana. A estas meditaciones me entregaba la tarde del entierro, encerrado en el despacho, sin otra compañía que la del busto de Shakespeare. El gran dramático me miraba con sus ojos de bronce, y yo no podía apartar los míos de aquella calva hermosa, cuya severa redondez semeja el molde de un mundo; de aquella frente que habla; de aquella boca que piensa; de aquella barba y nariz tan firmes que parece estar en ellas la emisión de la voluntad. Me daban ganas de rezarle, como los devotos rezan delante de un Cristo, y de interesarle en las confusiones que me agitaban, rogándole que pusiera alguna claridad en mi alma. Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron á él, me dirigí al cuarto de la viuda, á quien acompañaban su madre y hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía, en su regazo, dormido, al niño de Camila, y con ésta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi tío Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando este último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no oir las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa que corría tras de mí. Le cogí en brazos, y sentándome, le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso al instante á caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello. Su inocencia no había permanecido extraña á la tristeza que en la casa reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos negros advertí una seriedad precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión humana. Después de hacerme varias preguntas, á que no pude contestarle por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era de éstos que quieren que se les hable mirándoles frente á frente, y que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para satisfacer su egoísmo, tiran de las barbas como si fueran las riendas de un caballo, para que les pongáis la cara bien recta delante de la suya. Lo que me tenía que comunicar era esto: --Dice _Quela_ que ahora... tú... no te vas más á tu casa... que te quedas aquí. Varié la conversación, dándole muchos besos; pero él, aferrado á su tema, ni me dejaba evadir, ni consentía que yo moviese la cara. --Dice _Quela_ que tú... vas á ser mi _papa_... Este inocente lenguaje me lastimaba. No pude contestar categóricamente á las cosas más graves que yo había oído en mi vida. Porque sí: jamás de labios humanos brotaron, para venir sobre mí, como espada cortante, palabras que entrañaran problemas como el que formulaban aquellos labios de rosa. Dejéle en poder de su criada, que vino á buscarle, y me retiré. La casa, como vulgarmente se dice, se me desplomaba encima. Sin despedirme de nadie me marché á la mía. XIV Hielo. I Sentía imperiosa necesidad de estar solo. La tristeza reclamaba todo mi sér, y tenía que dárselo, aislándome. Conocí que venía sobre mí un ataque de aquel mal de familia que de tiempo en tiempo reclamaba su tributo en la forma de pasión de ánimo y de huraña soledad. Y lo que había visto y sentido en tales días era más que suficiente motivo para que el maldito achaque constitutivo se acordara de mí. En la soledad de aquella noche y de todo el día siguiente tuve un compañero, Carrillo, cuya imagen no me dejó dormir. El ruido de oídos, que me martirizaba, era su voz, y mi sombra, al pasearme por la habitación, su persona. Le sentía á mi lado y tras de mí, sin que me inspirara el temor que llevan consigo los aparecidos. Es más: me hacía compañía, y creo que sin tal obsesión habría estado más melancólico. Mi afán mayor, mi idea fija era querer penetrar, ya que antes no pude hacerlo, las propiedades íntimas de aquel carácter, y descifrar la increíble amistad que me mostró siempre, mayormente en sus últimos instantes. ¡Era para volverme estúpido! Cuando dicho afecto me parecía un sentimiento elevadísimo y sublime, comprendido dentro de la santidad, mi juicio daba un vuelco y venía á considerarlo como lo más deplorable de la miseria humana. Yo me secaba los sesos pensando en esto, traspasado de lástima por él, á veces sintiendo menosprecio, á ratos admiración. Los días se sucedían lentos y tristes, sin que yo quebrantara mi clausura. No recibía á nadie, y si mis íntimos amigos ó mi tío ó Raimundo iban á acompañarme, hacía lo posible por que me dejasen solo lo más pronto posible. Pasados tres días, Carrillo se borraba, poco á poco, de mi pensamiento; le veía bajo tierra confundiéndose con ésta y disolviéndose en el reino de la materia, como su memoria en el reino del olvido. Lo que en primer término ocupaba ya mi espíritu era la casa de Eloísa, todo lo material de ella. Los muebles, las paredes cargadas de objetos de lujo, el ambiente, el color, la luz que entraba por las ventanas del patio, componían un conjunto que me era horriblemente antipático y aborrecible. La idea de ser habitante de tal casa y de mandar en ella, me producía el mismo terror angustioso que en otros ataques la idea de sentir un tren viniendo sobre mí. No: yo no quería ir allá; yo no iría allá por nada del mundo. El recuerdo sólo de las afectadas pompas de aquellos jueves poníame en gran turbación, acompañada de un trastorno físico que me aceleraba el pulso y me revolvía el estómago... Pero lo que me confundía más y me llenaba de estupor, era notar en mí una mudanza extraordinaria en los sentimientos que fueron la base de mi vida toda en los últimos años. A veces creía que era ficción de mi cerebro, y para cerciorarme de ello, ahondaba, ahondaba en mí. Mientras más iba á lo profundo, mayor certidumbre adquiría de aquel increíble cambio. Sí, sí: la muerte de Pepe había sido como uno de esos giros de teatro que destruyen todo encanto y trastornan la magia de la escena. Lo que en vida de él me enorgullecía, ahora me hastiaba; lo que en vida de él era plenitud del amor propio, era ya recelos, suspicacia con vagos asomos de vergüenza. Si robarle fué mi vanidad y mi placer, heredarle era mi martirio. La idea de ser otro Carrillo me envenenaba la sangre. La desilusión, agrandándose y abriéndose como una caverna, hizo en mi alma un vacío espantoso. No era posible engañarme sobre esto. Pero aún dudaba yo de la realidad del fenómeno, y decía: «Falta comprobarlo. No me fiaré de los lúgubres espejismos de mi tristeza. Vendrán días alegres, y la mujer que fué mi dicha, seguirá siéndolo hasta el fin de mi vida.» Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días. Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no salir de casa. Por fin, una mañana la viuda de Carrillo fué á verme. Era la primera vez que salía después de la desgracia. Venía vestida con todo el rigor del luto y de la moda, más hermosa que nunca. Al verla, no sé lo que pasó en mí. Sentí un frío mortal, un miedo como el que inspiran los animales dañinos. Sus afectuosas caricias me dejaron yerto. Observé entonces la autenticidad del fenómeno de mi desilusión, pues mi alma, ante ella, estaba llena de una indiferencia que la anonadaba. La miré y la volví á mirar; hablamos, y me asombraba de que sus encantos me hicieran menos efecto que otras veces, aunque no me parecieran vulgares. Era un doble hastío, un empacho moral y físico lo que se había metido en mí; arte del demonio sin duda, pues yo no lo podía explicar. «Será la enfermedad --me decía para consolarme--. Esto pasará.» Cierto que yo venía sintiendo cansancio; pero ella me interesaba al corazón. ¿Cómo ya no me hiere adentro? ¿De qué modo la quería yo? ¿Qué casta de locura era la mía?... Nada, nada: esto tiene que pasar. Seguimos hablando, ella muy cariñosa, yo muy frío. Nuestra conversación, que al principio versó sobre temas de salud, recayó en cuestiones de arreglo doméstico. Sin saber cómo, fué á parar al funeral de su marido. Ella quería que fuese de lo más espléndido, con muchos cantores, orquesta y un túmulo que llegase hasta el techo. Yo me opuse resueltamente á esta dispendiosa estupidez. Sin saber cómo me irrité, corrióme un calofrío por la espalda, subióme calor á la cabeza, y, palabra tras palabra, me salió de la boca una sarta de recriminaciones por su afán de gastar lo que no tenía. --Te has empeñado en arruinarte, y lo conseguirás. No cuentes conmigo. Ahógate tú sola y déjame á mí. Si crees que voy á tolerarte y á mimarte, te equivocas... No puedo más... Ella se quedó lívida oyéndome. Jamás la había tratado yo con tanta dureza. En vez de contestarme con otras palabras igualmente duras, pidióme perdón; le faltó la voz; empezó á llorar. Sus lágrimas espontáneas hicieron efecto en mí. Reconocí que había estado ridículamente brutal. Pero no me excusé, pues en mi interior había una ira secreta que me aconsejaba no ceder. Eloísa me miraba con sus ojos llenos de lágrimas, y en tono de víctima me dijo: --¿Yo qué he hecho para que me trates así? Empecé á pasearme por la habitación. Sentía un vivísimo, inexplicable anhelo de contradecirla, y de sostener que era blanco lo que ella decía que era negro. --Es que estoy notando en tí una cosa rara --prosiguió--. ¿Tienes alguna queja de mí? ¿En qué te he ofendido? Porque desde que entré apenas me has mirado, y tienes un ceño que da miedo... Hoy esperaba encontrarte más cariñoso que nunca, y estás hecho una fiera. Eres un ingrato. ¡Así me pagas lo mucho que te he querido, los disparates que he hecho por tí y el haber arrojado á la calle mi honor por tí, por tí...! Algo te pasa, confiésalo, y no me mates con medias palabras. ¿Me habrá calumniado alguien...? Con un gesto expresivo le dí á entender que no había calumnia. Secó ella sus lágrimas, y en tono más sereno me dijo: --Estas noches he soñado que ya no me querías. Figúrate si habré estado triste. Comprendí que mi conducta era poco noble, y me dulcifiqué. Hice esfuerzos por aparecer más contento de lo que estaba, y le rogué que no hiciera caso de palabras dictadas por mi tristeza, por el mal de familia. Insistí, no obstante, en que el funeral fuera modesto, y ella convino razonablemente en que así había de ser. No quiso dejarme hasta que no le prometí ir todos los días á su casa, desde el siguiente, para arreglar las cuentas, ordenar papeles y ver los recursos ciertos con que contaba. Cuando se fué, halléme más sereno, la veía con ojos de amistad y cariño; pero no encontraba ya en mí el interés profundo que antes me inspiraba. ¿Qué me había pasado? ¿Qué era aquello? ¿Acaso las raíces de aquel amor no eran hondas? Sin duda no, y él mismo se me arrancaba sin remover lo íntimo de mi sér. Era pasión de sentidos, pasión de vanidad, pasión de fantasía la que me había tenido cautivo por espacio de dos años largos; y alimentada por la ilegalidad, se debilitaba desde que la ilegalidad desaparecía. ¿Es tan perversa la naturaleza humana que no desea sino lo que le niegan y desdeña lo que le permiten poseer? Después de dar mil vueltas á estos raciocinios, me consolaba otra vez atribuyendo mi desvarío á los pícaros nervios y á la diátesis de familia... Volverían, pues, mis afectos á ser lo que fueron, cuando se restableciese mi equilibrio. II Era mi deber ir á casa de Eloísa, y fuí desde el día siguiente. Ocupando en el despacho de Carrillo el mismo lugar que él ocupó, con el propio escribiente cerca de mí, rodeado de papeles y objetos que me recordaban la persona del difunto, dí principio á mi tarea. Para penetrar hasta donde estaba lo importante, tuve que desmontar una capa enorme de apuntes y notas sobre la _Sociedad de niños_ y otros asuntos que no venían al caso. Todo lo que había sobre la administración de la casa era incompleto. Gracias que el amanuense, conocedor de los hábitos de su antiguo señor, me esclarecía sobre puntos muy obscuros. Poco á poco fuimos allegando datos, y por fin llegué á dominar el enredo, que era ciertamente aterrador. La casa estaba desquiciada, y al declararme Eloísa dos meses antes sus apuros, no había dicho más que la mitad de la verdad. Me había ocultado algunos detalles sumamente graves, como, por ejemplo, que el administrador de Navalagamella les había adelantado dos años de las rentas de esta finca, descontándose el 20 por 100; que había una deuda que yo no conocía, importante unos seis mil duros; que se tomaron, para atender á necesidades de la casa, parte de unos fondos pertenecientes á la _Sociedad de niños_, y era forzoso restituirlos. Sin rodeos pinté á mi prima la situación. --Estás arruinada --dije--. Si no se acude pronto á salvar lo poco que aún queda á tu hijo, éste no tendrá con qué seguir una carrera, como alguien no se la dé por caridad. Ella me oyó atónita. Su poca práctica en el manejo de la hacienda propia disculpaba el error en que estaba. Después de meditar mucho, díjome entre suspiros: --Viviremos con la mayor economía, con pobreza si es preciso. Dispón tú lo que quieras. Empecé á desarrollar mi plan. Se suprimirían todos los coches; se despedirían casi todos los criados que quedaban; se procuraría alquilar la casa, lo cual era difícil como no la tomase alguna Embajada. Se venderían los cuadros de primera, los de segunda, y todas las porcelanas y objetos de arte, las joyas, los encajes ricos, aunque fuera por el tercio de su valor, ó por lo que quisieran dar; y como fin de fiesta, la familia se sometería á un presupuesto de sesenta ó setenta mil reales todo lo más. --¡Almoneda total! --exclamó la viuda con su mirar hosco clavado en el suelo. No necesito decir que una parte de este presupuesto recaería sobre mí, pues la testamentaría, tal como estaba, no podía contar con nada en un período de tres ó cuatro años, necesario para desempeñar las rentas. Y seguí trabajando, para desenredar por completo la madeja económica. ¡Cuántas noches pasé en aquel triste despacho! Me causaba hastío y pesadumbre el verme allí. Iba notando no sé qué extraña semejanza entre mi sér y el de Carrillo; y cuando vagaba de noche por los vacíos salones, para ir al cuarto de Eloísa, donde estaban de tertulia Camila y María Juana, parecíame que mis pasos eran los del pobre Pepe, y que los criados, al verme pasar, recibían la misma impresión que si yo fuera su difunto amo. Para remachar la bancarrota, el médico nos presentó una cuenta horrorosa. No había curado al enfermo, ni había hecho más que ensayar en él diferentes sistemas terapéuticos, sin que ninguno diese resultado; pero pretendía cobrar quince mil duros por su asistencia de un año. ¡Escándalo mayor...! Yo estaba volado. Le escribí en nombre de Eloísa negándome á pagarle. Él se encabritó y amenazó con los Tribunales. Por fin, después de pensarlo mucho y de consultar el caso con personas prácticas, llegamos á una transacción. Se le darían ocho mil duros y en paz. Esta cantidad, y otras que fueron necesarias para que la casa pudiera hacer su transformación, pues hasta el economizar cuesta dinero, tuve que abonarlas yo. Pero lo hice en calidad de adelanto sin interés, para reintegrarme conforme entrara en orden la testamentaría. Y Eloísa me decía con efusión: --En tus manos me pongo. Sálvame y salva á mi hijo de la ruina. ¿Cómo resistirme á este deseo, cuando ella había sacrificado su honor á mi orgullo? Y su honor valía bastante más que mis auxilios administrativos y pecuniarios. Al mismo tiempo, yo quería tanto al pequeño, que por él solo habría hecho tal sacrificio aunque no estuviese de por medio su madre. Obligáronme, pues, mis quehaceres en la casa á una intimidad que verdaderamente no me era ya grata. Cada día surgían cuestiones y rozamientos... Mi prima y yo estábamos siempre de acuerdo en principio; pero en la práctica discrepábamos lastimosamente. Entonces ví más clara que nunca una de las notas fundamentales del carácter de Eloísa, y era que cuando se le proponía algo, contestaba con dulzura conformándose; pero después hacía lo que le daba la gana. Sus palabras eran siempre dóciles, y sus acciones tercas. Sin oponer nunca resistencia directa, ni dar la cara en su sistemática autonomía, llevaba adelante el cumplimiento de su voluntad con acción lenta, sorda, astuta, resbaladiza. Esto se vió en aquel caso importantísimo de las economías. Cuando se trataba de ellas verbalmente, todo era conformidad, palabras suaves y zalameras. «¡Oh! sí, es preciso... Estoy á tus órdenes... Me haré un vestido de hábito para todo el año...» Pero en la práctica, todo esto era un mito, y las economías se quedaban en _veremos_... Siempre había aplazamientos; surgían dificultades inesperadas... Ni la casa se desocupaba para alquilarla, ni se reducía el gasto doméstico á la mínima expresión. No parecía comprador para los cuadros. Al fin se vendieron los zafiros; pero con el producto de ellos, Eloísa adquiría perlas. Lo supe por una casualidad, y cambiamos palabras duras. Ella me dió la razón... ¡siempre lo mismo! pero las perlas, compradas se quedaron... «El mes que entra dejo la casa y se hará la almoneda. Seré obediente... soy tu esclava.» Tantas veces había oído esto, que ya no lo creía. Ya no se invitaba á nadie á comer; pero poco á poco iba naciendo un poquito de tertulia de confianza en el gabinete de Eloísa, á la cual concurrían Peña, Fúcar y Carlos Chapa. Entre tanto, los aflojados lazos se apretaron, trayéndome la triste evidencia de que mi frialdad no era obra de los malditos nervios, sino que tenía su origen en regiones más profundas de mi sér. Se manifestaba principalmente en la falta de estimación, y en que mis entusiasmos eran breves, siempre seguidos de aburrimiento y de amargores indefinidos. Por algún tiempo llegué á creer que este fenómeno mío se repetiría en ella; pero no fué así. La viudita me mostraba el cariño de siempre; hasta se me figuró advertir en aquel cariño pretensiones de depuración, de hacerse más fino, más ideal, por lo mismo que se acercaba la ocasión de legitimarlo. Esto me daba pena. Diferentes veces había hecho ella referencia á nuestro casamiento, dándolo por cosa corriente. No se hablaba de él en términos concretos, como no se habla de lo que es seguro é inevitable. Yo ¡ay de mí! pasaba sobre este asunto como sobre ascuas, y cuando Eloísa aludía al tal matrimonio, hacíame el tonto: no comprendía una palabra. Me entusiasmaba poco aquella idea; mejor dicho, no me entusiasmaba nada; quiero decirlo más claro, me repugnaba, porque bien podían mis apetitos y mi vanidad inducirme á conquistar lo prohibido; pero ser yo la prohibición... ¡jamás! XV Refiero cómo se me murió mi ahijado y las cosas que pasaron después. I Durante una semana estuve distraído por pesares que no vacilo en llamar domésticos. El niño de Camila, mi vecina, se puso tan malito, que daba dolor verle y oirle. Cubriósele el cuerpo de pústulas. Todo él se hizo llaga lastimosa. Martirio tan grande habría abatido la naturaleza de un hombre, cuanto más la de una tierna criatura que no podía valerse. Admiré entonces la perseverancia del cariño materno de Camila, y además una cualidad que yo no sospechaba existiese en ella, el valor; esa energía inflexible en el cumplimiento de las acciones pequeñas y obscuras, que sumadas dan una resultante de que no sería capaz tal vez cualquiera de los héroes públicos que yacen debajo de un epitafio. El mundo me había dado á mí muchas sorpresas; pero ninguna como aquélla. Francamente, no creí que una mujer que me pareció tan imperfecta y llena de feos resabios, desplegase tales dotes. Siete noches seguidas pasó la infeliz sin acostarse, con el pequeñuelo sobre su regazo, amamantándole, arrullándole, curándole las ulceraciones de su epidermis con un esmero y una paciencia que sólo las madres de buen temple saben tener. Constantino y yo veíamos con pena tanta abnegación, temiendo que enfermara; pero su potente organismo triunfaba de todo. Eloísa y su madre la instaban á que buscara un ama para que el chico no la extenuase, pues en sus postrimerías Alejandrito era voraz y no se hartaba nunca. Pero Camila esquivaba disputar sobre este punto, y no quería que le hablaran de nodrizas. Estaba decidida á salvarle ó á sucumbir con él. Ella era así: ó todo ó nada. Tenía el capricho de ser heroína. Quería saltar de mujer sin seso á mujer grande. «O sacarle adelante ó morirme con él», repetía; pero Dios no quiso que ninguno de los términos de este dilema se cumpliese, y al sexto día Alejandrito fué atacado de horribles convulsiones, que le repitieron á menudo, hasta que el séptimo, una más fuerte que las demás se lo llevó. Aquel día funesto, Camila me pareció más madre que nunca. La flexibilidad pasmosa de su carácter y su desenvoltura quedaban obscurecidas bajo aquel tesón grave. No creí, no, que entre tal hojarasca existiese joya tan hermosa. A ratos se le conocía el genio por la rapidez febril con que tomaba las resoluciones y por la inconstancia de sus juicios. Sólo el sentimiento era en ella duradero y profundo. Añadiré una circunstancia que me llegaba al alma, y era que consultaba conmigo toda dificultad que ocurriese aun en cosas de que yo no entendía una palabra. Por corresponder á esta noble confianza, daba yo mi parecer al tirón, sin detenerme á considerar lo que saldría de juicios tan atropellados. «José María, ¿te parece que haga calentar esta ropa antes de ponérsela?... José María, ¿te parece que le dé dos cucharadas de jarabe en vez de una?... José María, ¿me hará daño café puro para no dormir? ¿me irritará?...» A todo contestaba yo lo primero que se me ocurría, después de mirar á Constantino en una especie de deliberación muda. Rara vez aventuraba Miquis opinión concreta, y cuando la emitía, de seguro era un gran disparate. Yo era el oráculo de la casa en todo. Por fin, el nene dejó de padecer. Bien hizo Dios en llevársele, abreviando su martirio. Se fué de la vida, sin conocer de ella más que el apetito y el dolor. Fué un glotón y un mártir. Se quedó yerto en el regazo de su madre, y nos costó trabajo apartar de los brazos y de la vista de ella aquel lastimoso cuerpecito, que parecía picoteado por avecillas de rapiña. Con sus besos quería Camila infundirle vida nueva, dándole la que á ella le sobraba. La separamos al fin, llevándola á que descansara. La Camila normal reapareció al cabo; la muchacha sin juicio que en otro tiempo había querido tomar fósforos porque la privaban de su novio. Hubo convulsiones, llanto, risa nerviosa; habló de matarse; deliró cantando; nos dijo que la habíamos robado á su niño... Por último, se calmó: cesaron las extravagancias, y la loca, que también había sabido cumplir sus deberes, se encastillaba al fin en la conformidad cristiana; invocaba á Dios, y llorando hilo á hilo, sin espasmos ni alboroto, tenía el valor de la resignación, más meritorio que el del combate. Mientras la mujer de Augusto Miquis y María Juana amortajaban al niño, yo dije á Constantino: --Quiero hacerle un entierro de primera. Corre de mi cuenta, y no tenéis que ocuparos de nada. En efecto: al día siguiente piafaban á la puerta de casa seis caballos hermosos, con rojos caparazones recamados de plata, tirando de la carroza fúnebre-carnavalesca más bonita que había en Madrid. Llevamos el cuerpo al cementerio con la mayor pompa posible. Yo tenía cierto orgullo en esto, y me complacía en asomarme por la portezuela de mi coche y ver delante el movible catafalco, el meneo de los penachos de los caballos, y el tricornio y peluca del cochero. Yo pensaba que si los niños difuntos abrieran sus ojos y vieran aquello, les parecería que les llevaban á la tienda de Scropp. Cuando regresamos, después de cumplida la triste obligación, Camila estaba en su cuarto, acostada en un sofá, envuelta en espeso mantón, los puños cerrados apretando fuertemente un pañuelo contra los ojos. Su madre le había repetido hasta la saciedad todas las variantes posibles del _angelitos al cielo_. Acerquéme á ella para preguntarle cómo estaba, y me expresó su gratitud con ardor y cordialidad grandes, entre lágrimas y suspiros, estrechándome una y otra vez las manos. ¿Y por qué tantos extremos? Por un entierrillo de primera. Verdaderamente no había motivo para tanto, y así se lo dije; pero una secreta satisfacción llenaba mi alma. En los días sucesivos la calma se fué restableciendo poco á poco, y el consuelo introduciéndose lentamente en el espíritu de todos. Camila era la más rebelde, y defendió por algunos días su dolor. El vacío no se quería llenar. La soledad misma en que había quedado érale más grata que la compañía que le hacíamos los parientes, y huía de nuestro lado para volver sobre su pena á solas. Por fin, los días hicieron su efecto. La veíamos ocupada y distraída con los menesteres de la casa, y al cabo atendiendo con cierto esmero á engalanar su persona. Este síntoma anunciaba el restablecimiento. La ví con placer recobrar su gallardía, su agilidad pasmosa, y el vivo tono moreno y sanguíneo de sus mejillas. La salud vigorosa tornaba á ser uno de sus hechizos, volviendo acompañada de aquel humor caprichoso y voluble, que era la parte más característica de su persona. Resucitaba con sus defectos enormes; pero se engalanaba á mis ojos con una diadema de altas cualidades que, á más de hacerse amables por sí mismas, arrojaban no sé qué fulgor de gracia sobre aquellos defectos. Tratábame con familiaridad jovial, exenta de toda malicia. La afectación, esa naturaleza sobrepuesta que tan gran papel hace en la comedia humana, no existía en ella. Todo lo que hacía y decía, bueno ó malo, era inspiración directa de la naturaleza auténtica... Su trato conmigo era de extremada confianza, y solía contarme cosas que ninguna mujer cuenta, como no sea á su amante. Cualquiera que nos hubiese oído hablar en ciertas ocasiones, habría adquirido el convencimiento de que nos unía algo más que amistad y parentesco. Y, no obstante, no cabía mayor pureza en nuestras relaciones. Mil veces, conociendo su penuria, hícele ofrecimientos pecuniarios; pero ella nunca aceptaba. --No quiero abusar --decía--: bastante es que no te hayamos pagado la casa este mes, y que probablemente no te la pagaremos tampoco el próximo. Pero el trimestre caerá junto. Para entonces me sobrará dinero. No te creas, me he vuelto económica. Tú mismo me has visto haciendo números por las noches y estrujando cantidades para sacarme un vestidillo. Y era verdad esto. Algunas noches me la había encontrado garabateando en una hoja de la _Agenda de la cocinera_, destinada á los cálculos. Por cierto que las apuntaciones de la tal hoja no las entendía ni Cristo. Eran un caos de vacilantes trazos de lápiz. Examinando aquellas cuentas, me reí más... Noté que los _treses_ que hacía parecían _nueves_, y los infelices _cuatros_ no tenían figura de números corrientes. Yo iba en su auxilio, porque comprendí, tras brevísimo examen, que Camila no sabía sumar. --¿Pero qué educación te han dado, chiquilla? Y ella me contestaba candorosamente: --Ahora me la estoy dando yo misma. La necesidad obliga. A veces me llamaba, me hacía sentar junto á la mesa del comedor y rogábame fuera apuntando las cantidades que ella me decía para sumarlas después. Con cuánto gusto lo hacía yo, no hay para qué decirlo. Cuando era ella quien trazaba los números, hacía muecas con los labios, como los chiquillos cuando están aprendiendo palotes. --Ya, ya me voy _jaciendo_ --decía con gracia. Por fin, salía del paso y hallaba la suma exacta. Los progresos, bajo el espoleo de la necesidad, eran rápidos y seguros. Eloísa también era poco fuerte en cuentas gráficas, enfilaba mal las columnas, sacaba unas sumas disparatadas; pero de memoria hacía prodigios. Más de una vez me quedé absorto viéndola sumar cifras enormes sin equivocarse ni en una unidad. Había adquirido el hábito de calcular de memoria. Camila, en cambio, no daba pie con bola sin ayuda del lapicito, un sobado pedazo de madera negra que apenas tenía punta. --Ya me podías regalar un lápiz --me dijo un día. Le llevé un lapicero de oro. Y volví á rogarle me confiara su situación económica, que, por ciertos indicios, conceptuaba poco desahogada. Doña Piedad, su suegra, se había reconciliado con Constantino; pero las remesas metálicas eran escasas, y las en especie, como arrope, cecina, queso y azafrán, no suplían ciertas necesidades. Camila mostrábase siempre muy reservada conmigo en este capítulo de sus apuros. Un día, no obstante, debió de causarle apreturas tan grandes la insuficiencia de su presupuesto, que se resolvió á hacer uso de la generosidad que yo le ofrecía. Observéla aquella tarde un poco seria, inquieta; pero no hice alto en ello. Estaba yo leyendo el periódico militar de Constantino, cuando se acercó á mí despacito por detrás de la butaca. Inclinóse y sentí en mi rostro el calor del suyo. Híceme el distraído y oí como un susurro. Bien podía creer que mi ruido de oídos me fingía esta frase: --José María, me vas á hacer el favor de prestarme dos mil realitos. Pero no era el moscón de mi cerebro: era ella la que me hablaba. Luego soltó una carcajada, repitiendo la petición en tono más adecuado á su temperamento normal. --Nada, nada, que me los tienes que prestar. Si no, por la puerta se va á la calle... No te creas, te los devolveré el mes que entra. Me supo tan bien el sablazo, que casi casi lo consideré como una fineza, como una galantería. La verdad, si no hubiera andado por allí, entrando y saliendo á cada rato, el gaznápiro de Miquis, le doy un abrazo. Faltóme tiempo para complacerla. Si conforme me pidió cien duros, me pide mil, se los entrego en el acto. II Mi prima salía poco de su casa. Siempre que yo iba allí, la encontraba ocupada en algo: bien subida en una escalera lavando cristales, bien quitando el polvo á los muebles, á veces limpiando la poca plata que tenía ó los objetos de metal blanco. Cuando yo le decía algo que no le gustaba, solía responderme: --Cállate, ó te tiro esta palmatoria á la cabeza. Y lo peor era que lo hacía. Por poco un día me descalabra. Un mes después de la muerte del chiquitín, aún su charla voluble y bromista era interrumpida por suspiros y por algún recuerdo del pobre ángel ausente. --¡Ay mi nene! --exclamaba, conteniendo el aliento y cerrando los ojos. Después se ponía á trabajar con más fuerza, pues pensaba que así se le iba pasando mejor la pena. Notaba que planchar era muy eficaz, y que echarle un forro nuevo á la levita militar de Constantino le despejaba la cabeza. Otras veces decía con íntima convicción: --Para mí no hay más consuelo que tener otro nene. Y lo tendré, lo tendré. Anoche hemos andado á la greña Constantino y yo. ¿Sabes por qué? Porque sostengo que le debemos poner también el nombre de Alejandro en memoria del que se nos ha muerto. Pero él se empeña en que se ha de seguir el orden alfabético; de modo que al primero que venga le toca la B. A mi Alejandrín se le llamó así por el hermano mayor de Constantino; pero da la casualidad de que Alejandro es nombre de un gran capitán antiguo, y ahora quiere mi marido que todos los hijos que tengamos lleven nombre de héroes. ¿Has visto qué simpleza? --No hagas caso de ese majadero --le respondí con toda mi alma--. ¿Pues no sostenía ayer que habías de llegar á la Z?... ¡Veintiocho hijos, según la Academia! ¡Qué asquerosidad! te pondrías bonita. --Llegaremos siquiera á la M --afirmó ella dándome á conocer en el brillo de sus ojos un sentimiento extraño, una especie de entusiasmo al que no puedo dar otro nombre que el de _fanatismo de la maternidad_--. Sí: llegaremos á la M, quizás á la N... Y el de la N dice Constantino que se ha de llamar Napoleón. --¡Qué estupidez! No pienses en tener más muchachos. Mejor estás así, más guapa, más saludable, más libre de cuidados. --Pero mucho más triste... Anoche soñé que había tenido dos gemelos. --¡Qué tonta eres! Siempre has de ser chiquilla --respondí--. Parece que consideras á los hijos como juguetes... Si tuvieras tantos como deseas, puede que no fueras tan buena madre como lo has sido en este primer ensayo. Porque á tí te pasan pronto esos entusiasmos. Lo que hoy te enloquece de amor, mañana te hastía. --¿Te quieres callar? --gritó llegándose á mí y amenazando sacarme los ojos con una aguja de media--. Tú no me conoces. --¡Oh! sí, demasiado te conozco. Eres una mala cabeza. Pero hay que declarar que tienes algún mérito. Has domesticado á Constantino. Hay casos de esto: dos fieras juntas se doman mutuamente. Y Constantino parece otro hombre. Es más persona; sabe tratar con la gente; no tira ya aquellas coces; no habla de pronunciarse como si hablara de fumarse un pitillo; no juega, no bebe, no disputa... --Todo eso es obra mía, caballero --observó Camila con acento de inmenso orgullo--. Es que esta tonta tiene mucho de aquí, mucho talento. Volvió sus ojos hacia el retrato de Miquis, desnudo de medio cuerpo arriba. «¿Pero no te da vergüenza --le dije-- de que la gente entre aquí y vea ese mamarracho? Mil veces te he dicho que lo eches al fuego, y tú sin hacer caso. Tienes un gusto perverso. Es que da asco ver ahí ese zángano de circo, enseñando sus bellas formas, con esos brazos de mozo de cordel, y esa cabeza de bruto. --¿Te quieres ir á paseo? Vaya con el señorito éste... ¿Pues qué tiene de feo ese retrato? Bien guapo que está. ¿Qué querías tú? ¿que mi marido fuera como esos tísicos que se van cayendo por la calle, porque no tienen fuerzas para andar?... ¿como esos palillos de dientes en figura de personas? Francamente, no me gustaría un marido á quien yo pudiera retorcer el pescuezo, ó arrancarle un brazo de una mordida. Constantino es hombre para cogerte como una pluma y tirarte al techo. --¡Angelito! Tirando de un carro quisiera verlo yo. --Pues no es tan bruto como crees --declaró enojándose--. Yo podría probártelo... Pero no quiero probarte nada. Donde lo ves, es un ángel de Dios, que me quiere más que á las niñas de sus ojos. Si le mando que se eche por mí en una caldera hirviendo, créelo, lo hace. --Buen provecho á los dos... No te digo que no le quieras, Camila; pero, mira, haz el favor de no tener más chiquillos: te vas á poner fea; no te acuerdes más de las letras del alfabeto. --Pues sí que los tendré --dijo poniendo una cara monísima de niña mal criada, y machacando con el puño de una mano en la palma de la otra--; los tendré... ¡y rabia! Y llegaré á la N... ¡y rabia! ¡Y tendré á Napoleón... y toma, toma, toma hijos! A la sazón entró el padre de aquella esperada generación de gloriosos capitanes, y Camila le recibió, como suele decirse, con dos piedras en la mano. --¿En dónde has estado, pillo? ¿Qué horas son éstas de venir á casa? Como yo sepa que has ido al café, te voy á poner verde. Después se abrazaron y se besaron delante de mí. --Ea, señores, divertirse, --dije tomando mi sombrero. --Espera, tontín, y comerás con nosotros. No tenemos principio; pero en obsequio á tí, abriremos una lata de langosta. Y los dos me instaron tanto, que me quedé y comí con ellos, embelesado con su felicidad, que me parecía un fenómeno de inocencia pastoril. De sobremesa, Camila volvió á hablar de lo que tanto la preocupaba, y riñeron por aquello del alfabeto. Ella no quería nombres de capitanes herejes, sino de santos cristianos. --Nada, nada --decía Miquis--: el primero que venga se ha de llamar Belisario. Yo me reía; pero en mi interior me indignaba aquel inmoderado afán de cargarse de familia, aquel apetito de hijos, y esperaba que la Naturaleza no se mostrara condescendiente con mi prima, al menos tan pronto como ella deseaba. Seré claro: la loca de la familia, la de más dañado cerebro entre todos los Buenos de Guzmán, la extravagante, la indomesticada Camila, se iba metiendo en mi corazón. Cuando lo noté, ya una buena parte de ella estaba dentro. Una noche, hallándome en casa, eché de ver que llevaba en mí el germen de una pasión nueva, la cual se me presentaba con caracteres distintos de la que había muerto en mí ó estaba á punto de morir. Las tonterías de Camila, que antes me fueron antipáticas, encantábanme ya, y sus imperfecciones me parecían lindezas. Tal es el movible curso de nuestra opinión en materias de amor. Sus particularidades físicas se me transformaron del mismo modo, y lo que principalmente me seducía en ella era su salud, la santa salud, que viene á ser belleza en cierto modo. Aquella complexión de hierro, aquel gallardo desprecio de la intemperie, aquella incansable actividad, aquella resistencia al agua fría en todo tiempo, su coloración sanguínea y caliente, su vida espléndida, su apetito mismo, emblema de las asimilaciones de la Naturaleza y garantía de la fecundidad, me enamoraban más que su talle esbelto, sus ojos de fuego y la gracia picante de su rostro. Uno de sus principales encantos, la dentadura, de piezas iguales, medidas, duras, limpias como el sol, blancas como leche que se hubiera hecho hueso, me perseguía en sueños, mordiéndome el corazón. La conquista me parecía fácil. ¿Cómo no, si la confianza me daba terreno y armas? Consideraba á Constantino como un obstáculo harto débil, y comparándome con él personal, moral é intelectualmente, las notorias ventajas mías asegurábanme el triunfo. ¿Qué interés, fuera del que le imponía el lazo religioso, podía inspirar á Camila aquel hombre de conversación pedestre, de figura tosca, aunque atlética, y que sólo se ocupaba en cultivar su fuerza muscular? ¡El lazo religioso! ¡Valiente caso hacía de él la descreída Camila, que rara vez iba á la iglesia y se burlaba un tantico de los curas!... Nada, nada: cosa hecha. Por aquellos días invitóme Constantino á ir con él á la sala de armas. Mucho tiempo hacía que yo no tiraba, y diez años antes no lo había hecho mal. Comprendí que me convenía el ejercicio para contrarrestar los malos efectos de la vida sedentaria y regalona. Al poco tiempo, el recobrado vigor muscular me ponía de buen temple y me daba disposición para todo. ¡Bendita salud, que es la única felicidad positiva, ó el fundamento de estados que llamamos dichosos por una elasticidad del lenguaje! En los asaltos en que Constantino y yo nos entreteníamos por las tardes, aquel pedazo de bárbaro llevaba la mejor parte. Tenía más destreza que yo, muchísima más fuerza y un brazo de acero. Su agilidad y fuerza me pasmaban. Arrimábame buenas palizas; pero yo, al darle la mano quitándome la careta, le decía con el pensamiento: «Pega todo lo que quieras, acebuche. Ya verás qué pronto y qué bien te la pego yo á tí.» FIN DEL TOMO PRIMERO ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO Páginas. I.--Refiero mi aparición en Madrid, y hablo largamente de mi tío Rafael y de mis primas María Juana, Eloísa y Camila. 5 II.--Indispensables noticias de mi fortuna, con algunas particularidades acerca de la familia de mi tío y de las cuatro paredes de Eloísa. 35 III.--Mi primo Raimundo, mi tío Serafín y mis amigos. 49 IV.--Debilidad. 63 V.--Hablo de otra dolencia peor que la pasada y de la pobre Kitty. 85 VI.--Las cuatro paredes de Eloísa. 97 VII.--La comida en casa de Camila. 111 VIII.--En que se aclaran cosas expuestas en el anterior. 123 IX.--Mucho amor (¡oh, París, París!), muchos números y la leyenda de las cuentas de vidrio. 127 X.--Carrillo valía más que yo. 145 XI.--Los jueves de Eloísa. 155 XII.--Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor. 209 XIII.--Ventajas de vivir en casa propia. -- La noche terrible. 233 XIV.--Hielo. 269 XV.--Refiero cómo se me murió mi ahijado y las cosas que pasaron después. 281 End of Project Gutenberg's Lo prohibido (tomo 1 de 2), by Benito Pérez Galdós *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LO PROHIBIDO (TOMO 1 DE 2) *** ***** This file should be named 63413-0.txt or 63413-0.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/6/3/4/1/63413/ Produced by Ramón Pajares Box, Josep Cols Canals, and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. *** START: FULL LICENSE *** THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase "Project Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg-tm License (available with this file or online at http://gutenberg.org/license). Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. 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