The Project Gutenberg eBook of Que nada se sabe, by Francisco Sánchez This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Que nada se sabe Author: Francisco Sánchez Commentator: Marcelino Menéndez y Pelayo Release Date: July 28, 2021 [eBook #65937] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 Produced by: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net. (This file was produced from images generously made available by Biblioteca Digital Hispánica/Biblioteca Nacional de España.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK QUE NADA SE SABE *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido respetada pero se han puesto tildes a las mayúsculas que las necesitaban. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y ubicadas al final del libro. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. BIBLIOTECA RENACIMIENTO COLECCIÓN GIL-BLAS, DIRIGIDA POR DON RICARDO LEÓN, DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA CLÁSICOS ESPAÑOLES QVE NADA SE SABE _POR EL_ DOCTOR FRANCISCO SÁNCHEZ _MÉDICO Y FILÓSOFO_ _PRIMERA TRADVCCIÓN EN LENGVA CASTELLANA_ Con un prólogo de MENÉNDEZ Y PELAYO. GIL-BLAS RENACIMIENTO _DEDICATORIA_ _Al integérrimo y elocuentísimo varón Diego de Castro saluda Francisco Sánchez._ [Ilustración] Revolviendo ha poco mi biblioteca, Diego carísimo, di casualmente con este opúsculo que compuse y trabajé durante siete años con propósito de no darle a luz antes del noveno; mas ahora que le hallé, hecho una criba de la polilla y los ratones, comprendí que si aún espero dos años en dar sus pobres folios a la estampa es de temer que más sirvieran para darles al fuego que para darles a luz. Ello me indujo a abortar el librejo a toda prisa, juzgando ambiciosamente que así como los partos humanos no sólo son viables al noveno mes, sino también cuando alcanzan el séptimo, de igual suerte podrá sobrevivir, con toda su ruindad, este aborto sietemesino. ¿Cuántos meses, cuántos años, cuántos siglos serían menester para que en los partos del ingenio nada hubiese al cabo que mudar ni corregir? ¿Y no vemos con frecuencia cómo los autores, al pulir y rehacer sus obras para acrecentar su virtud, las deforman en vez de reformarlas y enervan o aniquilan sus bríos en lugar de robustecerlos? Salga, pues, al campo este engendro de mi mocedad, libre y silvestre como las palomas torcaces, llano y rudo como el soldado que va a combatir contra el error. Y si acontece que le acorralan sus enemigos, encárgale que se acoja a tus reales, amantísimo Castro, que en parte alguna se hallará más seguro. Y para que nadie le corte el paso antes que tú le conozcas, te lo envío con estas letras para que lo más pronto posible te salude en mi nombre, confirme nuestra amistad y, sellado con tus armas, salga a campaña desembarazadamente. Recíbelo, pues, con alegre rostro e inscríbele en el número de los tuyos y a mí con él.--VALE. En Tolosa de Francia, año de 1581. _FRANCISCO SÁNCHEZ_ _AL LECTOR_ [Ilustración] Innato es en los hombres el deseo de saber, pero a pocos es concedida la ciencia. Y no ha sido en esta parte mi fortuna diversa de la del mayor número de los hombres. Desde mi primera edad, aficionado a la contemplación de la naturaleza, dime a inquirir minuciosamente sus secretos; y aunque, al principio, mi espíritu, ávido de saber, solía contentarse con el primer manjar que de cualquier modo se le ofreciese, no se pasó mucho tiempo sin que, presa de grave indigestión, comenzase a arrojar de sí tan mal acondicionados alimentos. Comencé entonces a buscar algo que mi mente pudiera asimilar y comprender con facilidad y exactitud, algo en cuyo conocimiento y certidumbre hallara luz y reposo, mas nada encontré que a llenar viniera mis deseos. Revolví los libros de los autores pasados; interrogué a los presentes: cada cual decía una cosa distinta; ninguno me dió respuesta que del todo me satisficiese. Confieso que en algunos avizoré y entreví ciertas sombras y dejos de verdad, pero ni uno solo me mostró, sincera y definitivamente, la verdad absoluta ni aun me dió un juicio recto y desinteresado de las cosas. Entonces me encerré dentro de mí mismo y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho nada jamás, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonté hasta los primeros principios, tomándolos como punto de partida para la contemplación de los demás, y cuanto más pensaba más dudaba: nunca pude adquirir conocimiento perfecto. Sentí una profunda desesperación, mas persistí no obstante en mi ardentísima y angustiosa empresa intelectual. Volví a acercarme a los Maestros, y de nuevo les pregunté con ansia por la Verdad codiciada. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construído una ciencia con sus propias imaginaciones o con las ajenas; de las cuales deducían nuevas consecuencias, más fantásticas aún, y de esas consecuencias artificiales inferían otras y otras, fuera ya de las cosas mismas, hasta dar en un laberinto de palabras sin fundamento alguno de verdad. Así, en vez de una recta interpretación de los fenómenos naturales, se nos ofrece un tejido de fábulas y ficciones que ningún cabal entendimiento puede recibir. Pues ¿quién ha de comprender lo que no existe: los átomos de Demócrito, las ideas de Platón, los números de Pitágoras, los universales de Aristóteles, el intelecto agente y todas esas famosas invenciones que nada enseñan ni descubren si no es el ingenio de sus artífices? Con este cebo pescan a los ignorantes, prometiéndoles que les revelarán los recónditos misterios de la Naturaleza y los infelices lo creen a pie juntillo, tornan a resobar los libros de Aristóteles, los leen y releen, los aprenden de memoria, y es tenido por más docto el que mejor sabe recitar el texto aristotélico. ¡Qué profunda miseria! Si tú, pensador de buena fe les niegas algo a los tales de lo que allí se contiene, te llamarán blasfemo; si arguyeres en contra te apellidarán sofista. ¿Qué les vas a hacer? Engáñense en buen hora los que quieran vivir engañados. Yo no escribo para tales hombres; ni aun pretendo que lean mis escritos. No faltará, sin embargo, alguno de ellos que leyéndome y no entendiéndome (¿qué sabe el asno del son de la lira?) pretenda hincarme el diente venenoso; pero le sucederá lo que a la sierpe de la fábula esópica, que quiso morder la lima y sólo consiguió quebrarse los dientes en el acero. Yo aspiro a que me lean y entiendan los fuertes y juiciosos varones que no están acostumbrados a jurar sobre las palabras de ningún maestro, sino a examinar las cosas por sí mismos, a acometer con su propia espada todas las cuestiones, guiados por el sentido y la razón. Tú, lector desconocido, quien quiera que seas, con tal que tuvieres la misma condición y temperamento que yo; tú, que dudaste muchas veces, en lo secreto de tu alma, sobre la naturaleza de las cosas, ven ahora a dudar conmigo; ejercitemos juntos nuestros ingenios y facultades; séanos a los dos libre el juicio, pero no irracional. Pero dirásme, por ventura: --¿Qué novedades puedes tú traerme después de tantos y tan ilustres sabios como en el mundo han sido? ¿Te estaba esperando a ti solo la Verdad? --Ciertamente que no --respondo al punto--. Pero ¿acaso la Verdad les había esperado antes a ellos? Porque Aristóteles haya escrito, ¿me he de callar yo? ¿Por ventura Aristóteles llegó a apurar en sus obras toda la potestad de la naturaleza y abrazó todo el ámbito de los seres? No creeré tal aunque me lo prediquen algunos doctísimos modernos exageradamente adictos al Estagirita a quien llaman dictador de la Verdad y árbitro de la Ciencia. No: en la república de la ciencia, en el tribunal de la verdad, nadie juzga, nadie tiene imperio sino la verdad misma. Yo tengo a Aristóteles por uno de los más agudos y sutiles escudriñadores de la Naturaleza que hubo en el mundo; yo le admiro como a uno de los más fértiles ingenios que ha producido la especie humana: pero afirmo, también, que ignoró muchas cosas, que en otras muchas anduvo vacilante, que enseñó no pocas con grande confusión, que algunas cuestiones las trató sucintamente o las pasó y huyó por no atreverse a afrontarlas. Hombre era al fin, lo mismo que nosotros, y hartas veces, contra su voluntad, hubo de dar muestras de la limitación y flaqueza humanas. Tal es nuestro juicio. Suceden tiempos a tiempos, y con los tiempos se mudan las opiniones de los hombres; cada cual cree haber encontrado la verdad, siendo así que de mil que opinan variamente sólo uno puede estar en lo cierto. Mas dentro de esa fatal y común flaqueza, todos los hombres deben ejercitar sus facultades y, sin curar de opiniones ajenas, aun a costa de errores y caídas, investigar las cosas por sí mismos. Séame, pues, lícito, como a todos los demás, y con ellos o sin ellos, hacer la misma indagación. Quizá encuentre, al apartarme de las antiguas autoridades, un destello de la verdad que busco. Y no te admire, lector, que después de tantos y tan ilustres varones venga yo, tan humilde, a mover de nuevo esta roca, pues no sería la primera vez que un ratoncillo rompiese los lazos que sujetaban al león; más fácilmente cobran la presa muchos perros que uno solo. Y no por eso te prometo la verdad, pues yo la ignoro lo mismo que todas las demás cosas; únicamente prometo inquirirla en cuanto me sea posible, para ver si sacándola de las cavernas en que suele estar encerrada puedes tú perseguirla en campo raso y abierto. Ni tampoco tengas tú muchas esperanzas de alcanzarla nunca ni, menos, de poseerla; conténtate, como yo, con perseguirla. Este es mi fin, este es mi propósito, este debe ser también el tuyo. Empezando, pues, por los principios de las cosas, vamos a examinar los fundamentos más graves de la Filosofía, los que pusieron por base a sus doctrinas los más insignes pensadores. Pero no me detendré mucho en cuestiones particulares, porque quiero llegar pronto a exponer aquellas nociones filosóficas que sirven de cimiento a la Medicina, de cuyo arte soy profesor. Si quisiera recorrer todo el campo vastísimo de la Ciencia, la vida no me bastara. Ni esperes de mí compuesta y atildada expresión. Si me pusiera a escoger las palabras y a usar de giros elegantes, la Verdad se me escaparía de entre las manos. Si buscas elocuencia, pídesela a Cicerón, cuyo era este oficio: yo hablaré con suficiente hermosura si hablare con suficiente verdad. Quédense las bellas palabras para los poetas, los cortesanos, los amantes, las meretrices, los rufianes, aduladores, parásitos y gentes de esa laya, que tanto se precian de hablar bien. A la Ciencia le basta siempre, porque es lo único necesario, la propiedad del lenguaje. Tampoco me pidas autoridades ni falsos acatamientos a la opinión ajena, porque ello más bien sería indicio de ánimo servil e indocto que de un espíritu libre y amante de la verdad. Yo sólo seguiré con la razón a sola la naturaleza. La autoridad manda creer; la razón demuestra las cosas; aquélla es apta para la fe; ésta para la ciencia. Y quiera Dios que con el mismo ánimo que yo, sincero y vigilante, escribo estos renglones, los recibas tú, vigilante y sincero, y los juzgues con mente sana y libre, rechazando con firmes razones aquello que te parezca falso (cosa para mí agradable por ser tan propia de un filósofo) y sin necesidad de injurias (cosas, al fin, de mujerzuelas, indignas de un filósofo y para mí, por tal, muy desagradables), aprobando y confirmando, últimamente, aquello que te parezca verdadero. Lo cual aguardo que hagas, en espera de futuras y más provechosas investigaciones.--VALE. En Tolosa, en las calendas de enero, año de la Redención mil y quinientos setenta y seis. _PRÓLOGO de MENÉNDEZ Y PELAYO_ [Ilustración] _De multum nobili et prima, universali scientia quod nihil scitur_, fué publicado por primera vez, que yo sepa, en 1581, pero escrito en 1576, como del prólogo y de la dedicatoria a Diego de Castro se infiere. Del autor de este libro singularísimo pocas noticias tengo, fuera de las que ya consignó su primer biógrafo y discípulo, Ramón Delasse, al frente de la colección de las obras médicas y filosóficas de Sánchez, que se imprimieron juntas en Tolosa de Francia en 1636, noticias que luego, con poca variedad, reprodujeron Nicolás Antonio en su _Bibliotheca Hispana Nova_, Bayle en su famoso _Diccionario_, y Barbosa Machado en su _Biblioteca Lusitana_. Dícese, ignoramos con qué fundamento, que era de origen judío, y podemos afirmar que nació por los años de 1552; su patria fué, según unos, la ciudad de Tuy; según otros, la de Braga o algún pueblo de su archidiócesis, en tiempos en que distaba mucho de estar consumada la funesta escisión moral de la Península, y en que todavía el metropolitano Bracarense disputaba a Toledo y a Tarragona la primacía de las Españas. Por motivos que no se indican, pero que algo tendrían que ver con su condición de cristiano nuevo, el médico Antonio Sánchez, padre de nuestro filósofo, hubo de trasladarse a Francia y establecerse en Burdeos, donde ejerció su profesión con mucho crédito y donde era grande el concurso de españoles y duraba aún la fama del insigne humanista valenciano Juan Gélida, llamado por Luis Vives _alter nostri temporis Aristoteles_. Comenzó Francisco Sánchez sus estudios en Francia y los continuó en Italia, haciendo larga residencia en Roma. Pero el campo principal de sus triunfos fué la escuela médica de Montpellier, en la cual se graduó de doctor en 1573, y después de haber sido ayudante del famoso médico Huchet, obtuvo en brillantes oposiciones, a los veinticuatro años de edad, una de las principales cátedras de aquel gimnasio, la cual desempeñó por espacio de once años. Las guerras civiles llamadas de religión y los tumultos del tiempo de la Liga le hicieron abandonar aquel quieto asilo de la ciencia, refugiándose en Tolosa, donde vivió el resto de sus días, ocupado en la práctica de la medicina, que le granjeó estimados honores. Murió en 1623, a los setenta años de edad.[1] Sus hijos, Dionisio y Guillermo Sánchez, hicieron imprimir en 1636 la edición general de sus obras, que comprende gran número de tratados de medicina, entre los cuales descuellan los tres libros _De Morbis internis_, los dos de _De Febribus et earum synptomatibus_, y la _Summa Anatomica_ en cuatro libros, sin hacer méritos de muchos comentarios a Galeno y de una _Censura de las Obras de Hipócrates_. Los libros de filosofía no son más que cuatro y muy breves;[2] tres de ellos comentarios o más bien observaciones escépticas sobre algunos tratados aristotélicos como el de _De divinatione per somnium_ y a _Phisiognomia_ (este último tenido hoy por apócrifo). El cuarto y el más importante de todos es el _Quod nihil scitur_, obra que, a pesar de tener muy pocas páginas y estar escrita con rapidez, ligereza y gracia de estilo que ciertamente convidan a su lectura, ha sido hasta el presente mucho más citada que leída. El título paradójico que su autor la dió ha extraviado a la mayor parte de los críticos, induciéndoles a creer que se trataba de una declamación contra las ciencias, semejante a la de Cornelio Agripa. Nada más lejano de la mente de Sánchez que imitar el mal ejemplo de aquel charlatán filosófico. Sánchez, hombre de ciencia positiva, médico de los más famosos de su tiempo, matemático y astrónomo que no dudó medir sus fuerzas con el mismo Cristóbal Clavio, no iba a perder su tiempo en un vano ejercicio retórico. Su escepticismo no podía ser más que propedéutico; si atacaba la ciencia de su siglo, era para preparar los caminos a una concepción científica que él tenía por más racional y elevada. Es cierto que de su sistema no nos queda más que la parte negativa o destructiva, pero el autor anuncia constantemente que dará luego una parte positiva, y que el actual opúsculo sólo puede considerarse como introducción o trabajo previo. Dondequiera anuncia su formal propósito de intentar la reconstrucción de la ciencia, basándola no en quimeras y ficciones, sino en la propia realidad de las cosas, huyendo de imposturas, sueños, delirios y prestidigitaciones filosóficas. Su empeño es no menor que lo fué luego el de Descartes. Rehacer totalmente la síntesis científica, mostrando: primero, si es posible saber alguna cosa, y segundo, cuál puede ser el método que nos lleve a esta ciencia segura y novísima. ... Las palabras con que Francisco Sánchez en 1576 nos declara que después de haber pasado por la filosofía de las escuelas, y por un período en que le invadió lo que Kant llama _el tedio de pensar_, buscó una tabla a que asirse en el naufragio de todas las tesis dogmáticas, y se encerró dentro de su propia conciencia y empezó a dudar de todo, hasta de los primeros principios, son punto por punto las mismas con que Descartes había de encabezar en 1637 su _Discurso sobre el método_. Y ved, lectores, cómo cada día resulta más evidente que el cartesianismo se formó en gran parte con despojos de la filosofía española: tomando de Sánchez la duda metódica y el replegarse en propia conciencia; tomando de Gómez Pereira el razonamiento inicial que con nombre de silogismo o entinema no es más que la afirmación espontánea del hecho primitivo de conciencia, base del método psicológico. No esperéis de mí, ni cabe en los límites de este discurso, que ya va adquiriendo desusadas proporciones, un análisis completo del libro de Sánchez. Muy corto es, pero no hay en él palabra perdida; para mostrar toda su originalidad, habría que pesarlas una tras otra. Además, este trabajo ha sido ya brillantemente realizado en una tesis alemana, a la cual me remito para todos los desarrollos que aquí se echen de menos. A mi propósito baste indicar aquellos puntos cardinales que, separando a Sánchez del escepticismo vulgar, lo convierten en verdadero precursor del cristianismo positivista. Otros pensadores, especialmente españoles y también italianos, le habían precedido en sus violentos ataques contra el principio de la autoridad escolástica, en sus valientes afirmaciones de la autonomía científica y de los fueros del propio pensar, en su guerra contra Aristóteles, y aun si se quiere en su anticipado cartesianismo. Pero la originalidad de Sánchez consiste en ser un escéptico empedernido en cuanto a toda realidad metafísica superior al mundo de los fenómenos, y un fogoso creyente en los resultados de la ciencia experimental, como no podía menos de serlo un tan célebre anatómico como él, que, según refiere su biógrafo, había formado una especie de sociedad secreta para hacer la disección de los cadáveres del hospital de Tolosa. Un tan aventajado discípulo y émulo de Vesalio, de Servet, de Realdo Colombo y de Fallopio, no podía profesar, en cuanto a las ciencias naturales, aquella manera de grosero y plebeyo escepticismo que tanto ofende en las paradojas de Cornelio Agripa. Tenía que ser un escéptico empírico, como lo fueron los médicos alejandrinos sucesores de Enesidemo, como lo fué, por ejemplo, Menodoto, el adversario de Galeno. A primera vista, nada más radical que las primeras afirmaciones de Sánchez: ni siquiera está seguro de que no sabe nada; se limita a conjeturarlo vehementemente de sí mismo y de los demás. No podemos conocer la naturaleza de ninguna cosa. Y si no la conocemos, ¿cómo ha de ser posible la demostración? Y si no podemos demostrar nada, ¿cómo nos atrevemos a definirlo? ¿Cómo tenemos la audacia de poner nombres a las cosas que ignoramos? Cuando se define el hombre «animal racional mortal», ¿qué quiere decir _animal_, qué quiere decir _racional_, qué quiere decir _mortal_? No se puede salir del paso como no fuera definiendo por géneros y diferencias superiores, hasta llegar al Ente último, que nadie sabe lo que significa, pero que ya no se define, porque no tiene género superior. Ente, sustancia, cuerpo, viviente, animal, hombre... palabras y palabras. ¿Qué quiere decir _cualidad_, qué _naturaleza_, _alma_, _vida_? Cada filósofo entiende estos términos a su modo, y los hace servir a su propósito. Y si queremos guiarnos por el uso vulgar, tampoco encontramos uniformidad ni concordia. Sánchez es, por consiguiente, un nominalista acérrimo, para quien las palabras no son más que signos de sensaciones. Pero ¿hemos de creer que por eso no tenga un concepto de la ciencia? Sí que le tiene, y es cardinal en su filosofía; pero antes de llegar a él, empieza por analizar y rechazar el de Aristóteles: _scientia est habitus per demostrationem acquisitus_. «Es definir lo obscuro por lo más obscuro (dice nuestro filósofo); todavía entiendo menos lo que es el hábito que lo que es la ciencia. Y volveremos a enredarnos en la serie de los predicamentos, para venir a parar en el consabido Ente. Y ¿qué son los predicamentos? Una serie larga de palabras inventadas para que los lógicos disputen eternamente sobre su orden, sobre su número, sobre sus diferencias y propiedades, sepultándose a sí propios y a los míseros oyentes en un caos profundísimo de inepcias, de que está llena la misma lógica de Aristóteles, y mucho más las dialécticas posteriores. A esto se añade la ficción aristotélica de los universales, no menos vacía que la de las ideas platónicas; y esa nueva quimera del entendimiento agente, abstrayente e iluminante, que más bien llamaríamos obscureciente. Así se forma todo ese laberinto de disputas eternas sobre los términos equívocos, unívocos, análogos, denominativos, de primera intención, de segunda intención, categoremáticos, sincategoremáticos y otras innumerables denominaciones. ¡Y a esto llamamos ciencia! En vez de perfeccionar el entendimiento, educamos generaciones de insensatos; en vez de investigar las causas de los fenómenos naturales, las inventamos, y el que las multiplica más y las hace más obscuras pasa por más sabio; una ficción resuelve otra ficción, y un clavo impele otro clavo. Más que ejercicio de filósofos, parece escamoteo de prestidigitadores o nigromantes.» «¿Y cómo hemos de creer (prosigue Sánchez) que la demostración pueda fundarse en el silogismo? Me dirás, ¡oh escolástico!, que soy blasfemo, y que merezco ser apedreado. Tú sí que mereces palos, por dejarte engañar con tales trampantojos. Anda, pruébame que el hombre es un Ente. Y empezáis a discurrir de este modo: «el hombre es sustancia, la sustancia es Ente; luego el hombre es Ente». Y yo dudo de lo primero y dudo de lo segundo, y por tanto dudo de la conclusión. Y tú sigues probando: «el hombre es cuerpo, el cuerpo es sustancia; luego el hombre es sustancia». Y yo dudo de la mayor y de la menor. Y tú continúas: «el hombre es viviente, el viviente es cuerpo; luego el hombre es cuerpo». Y como prosigo en mis dudas, me lanzas este otro silogismo: «el hombre es animal, el animal es viviente; luego el hombre es viviente». ¡Dios mío, qué fárrago para probar que el hombre es un Ente! La prueba es más obscura que la cuestión. Y a todo esto continuamos ignorando lo que es Ente, lo que es sustancia, lo que es vida, lo que es animal y lo que es hombre. ¿Qué has adelantado con tus silogismos? Tan dudosa has dejado la demostración como estaba al principio, y aún recelo que ese Ente de que hablas haya quedado tan en el aire, que nos aplaste a ti y a mí en su caída. ¿Para qué quieres engañarte y engañarme con esas concatenaciones de términos verbales? Confiesa como yo que no sabemos una palabra. Todos esos grados intermedios no sirven más que para confundir la mente y disimular la ignorancia. Casi todo eso que llamáis Metafísica se reduce a puras definiciones nominales. Ignorando las partes se ignora el todo, y la verdad es que no sabemos ni el todo ni las partes. Pero yo tengo la ventaja de confesar mi ignorancia, como los escépticos, académicos y pirrónicos, y como aquel sapientísimo y excelente varón llamado Sócrates, si bien éste, a mi entender, afirmó demasiado cuando dijo que no sabía nada, puesto que en rigor ignoraba esto lo mismo que todo lo demás. Sin duda por eso no escribió nunca una letra, y yo, mirándolo bien, debía seguir su ejemplo, pues ¿qué cosa podré decir que esté libre de error o falsedad? Todas las cosas humanas me parecen sospechosas, empezando por estas mismas que voy escribiendo. Pero no me callaré, sino que diré libremente que creo o sospecho que no sé nada, para que tú, ¡oh lector!, no te fatigues en vano esperando que algún día vas a obtener la verdad; y si después de haberte enseñado esto llego a descubrir algo de lo que la naturaleza nos encubre, ni aun de este descubrimiento me cuidaré mucho, porque al fin todo es vanidad, como dijo el hombre más sabio de este mundo.» En suma, que la ciencia, suponiendo que en algún modo sea posible, no se obtendrá nunca ni por método deductivo ni por demostración. La demostración es un sueño de Aristóteles, tan sueño como la República de Platón. No existe ni es posible demostración alguna. El silogismo no ha servido para fundar ninguna ciencia, sino para echarlas a perder y confundirlas a todas. Sirve sólo para apartar los hombres de la contemplación de la realidad, y burlarlos e iludirlos con sombras y apariencias engañosas. En resolución, Francisco Sánchez declara que de Aristóteles y de sus discípulos nunca sacó su espíritu más positiva ventaja que la de moverle con sus contradicciones y dificultades a «huir de ellos y a refugiarse en la realidad de las cosas» _(ad quamlibet rem contemplandam me accinxi... iis dimissis ad res confugi, inde iudicium petiturus)._ «La ciencia no está en los libros, sino en las cosas. El que me muestra alguna con el dedo no produce en mí la visión, sino que ejercita la potencia visual para que se reduzca a acto.» Gran necedad le parece a nuestro escéptico el suponer que la demostración puede tener fuerza necesaria como derivada de principios eternos e inviolables, cuando en primer lugar es dudoso que tales principios existan, y si existen, son enteramente incógnitos para nosotros, que somos seres corruptibles y sobremanera violables en poquísimo tiempo. La verdadera ciencia, si es que alguna ciencia existe, ha de ser ciencia libre y nacida de libre entendimiento, y si no percibe la cosa en sí misma, tampoco la percibirá obligada por los artificios dialécticos de ninguna demostración. A veces el menosprecio de la ciencia escolástica llega a tal punto en Francisco Sánchez, que, dirigiéndose a su interlocutor supuesto, le exhorta a que abandone el pueril ejercicio de juntar absurdas proposiciones para construir su silogismo bárbaro, y se dedique a cualquier arte liberal o mecánica, porque un buen arquitecto, un buen curtidor, un buen zapatero y hasta uno malo y remendón, valen más que un inepto filósofo. Pero su humorismo escéptico le impone en seguida una salvedad necesaria: «tú no me puedes entender, porque no sabes nada, y como yo también lo ignoro todo, tampoco te podría persuadir de ello, por mucho que me empeñara». Pero en último caso, si la ciencia existe, o puede existir en lo sucesivo, nunca habrá de ser un fárrago de conclusiones dialécticas y de especies varias, sino una visión interna (SCIENTIA AUTEM NIHIL ALIUD EST QUAM INTERNA VISIO), una _intuición directa de las cosas singulares_ o individuales. De aquí se infiere, y Sánchez lo deduce con su rigor nominalista y fenoménico, que la ciencia sólo puede ser ciencia de cada cosa en particular y no de muchas a un tiempo, así como de cada objeto no se da más que una visión. No es posible entender dos cosas a la vez, como no es posible percibir a un tiempo dos objetos. Pero así como todos los hombres, específica o nominalmente, son un hombre solo, también la visión se llama una, aunque sea de muchas cosas, y aunque sean muchas visiones a un tiempo. Y así podemos decir que la Filosofía es una ciencia sola, aunque sea contemplación de muchas cosas, cada una de las cuales exige antes particular contemplación. Una ciencia basta, en rigor, para todo el mundo, y todo el mundo no basta para la ciencia. «Para mí, la menor cosa de este mundo sería materia de contemplación para toda la vida, y no por eso tendría yo la esperanza de haberla conocido bien. Créeme: muchos son los llamados y pocos los escogidos, y si quieres hacer la prueba, ponte a analizar un insecto, y verás lo poco que llegas a saber.» La ciencia no puede ser un ejercicio de memoria, aunque la memoria sea necesaria para conservarla; ni podemos afirmar que su objeto esté en nosotros, puesto que nuestras mismas dificultades nos son imperfectamente conocidas, y nada sabemos, en rigor, ni de nuestro cuerpo, ni de nuestra alma, ni de nuestra inteligencia, ni de las imágenes de nuestra fantasía. Existan o no existan las cosas, y respondan a ellas sus imágenes o no respondan, la ciencia no puede ser un hábito ni una cualidad, sino una visión, un acto simple de la mente, un acto perfecto desde la primera intuición. Y esto no por la reminiscencia platónica, que Sánchez combate largamente con razones análogas a las de los peripatéticos, ni porque en esta intuición vaya envuelto el conocimiento de las causas, que en buena doctrina escéptica son totalmente inasequibles, como nuestro autor inculca en repetidos lugares, así respecto de la causa final como de la eficiente; no porque de lo relativo deduzcamos lo absoluto, que es incomprensible e ininteligible en sí (lo _incondicionado_ de Hamilton, lo _incognoscible_ de Herbert Spencer), ni porque tengan valor alguno los socorridos conceptos de materia y forma, ni porque sea lícito decir con Aristóteles que existe una ciencia indemostrable de los primeros principios, porque la ciencia, dado que exista, tiene que ser una y no múltiple, como uno es el entendimiento y uno el acto de la intuición. La ciencia no puede ser otra cosa que «el conocimiento perfecto de la cosa» (_scientia est rei perfecta cognitio_). Y ¿qué es el conocimiento? Sánchez confiesa que no se atreve a definirlo. Llamarle _comprehensión_, _percepción_, _intelección_, no es más que acumular sinónimos. No hay más remedio que encerrarse cada cual dentro de sí mismo y _pensar_. El pensamiento testifica de sí propio, aun ante los más declarados escépticos. Y aquí surge una nueva fuente de discusión. Yo respondo de mi propio conocimiento; tú del tuyo. ¿Quién fallará este pleito? ¿Quién podrá discernir cuál de estos conocimientos es el verdadero? Nadie. Y entonces se me dirá (prosigue Sánchez): «¿Por qué escribes? Escribo para decir lo único que sé: lo que yo pienso.» Y lo que piensa es que en el problema del conocimiento hay que distinguir tres términos: la cosa que ha de ser conocida (_res scienda_), el ente que conoce (_ens cognoscens_) y el conocimiento mismo (_cognitio ipsa_). Las cosas susceptibles de ser conocidas serán quizás infinitas, no sólo en los individuos, sino en las especies. Por lo menos nadie puede afirmar que su número sea limitado. Y no paran aquí las antinomias: ni tenemos derecho a decir que la materia sea una, ni tampoco que sea múltiple. Nadie puede demostrar que los espíritus no tengan su materia propia, aunque los llamamos múltiples. Es la misma duda de Locke, que llevaba en germen todo el materialismo del siglo pasado. Renunciando generosamente a la resolución de tan arduos problemas, Sánchez se limita a consignar que los objetos de la ciencia, aunque sean múltiples, están enlazados entre sí por cierta ley de _conexión o de asociación_, que hace que todas las ciencias se presten mutuos servicios y hagan continuas excursiones las unas en el dominio de las otras, no porque exista una ciencia superior que pueda dar leyes a las demás y resolver sus conflictos, sino porque todas parecen conspirar al mismo fin (_omnia tamen in unum conferunt_), y es indecible el encadenamiento de ellas (_indecibilis omnium concatenatio_). Cabe, pues, cierta manera de síntesis científica, provisional a lo menos, que nuestro pensador no llegó a formular, reservándola sin duda para libros posteriores. Pero lo que en éste afirma es que semejante síntesis estará siempre muy lejos de la _una_ y verdadera ciencia. Los que hoy llamamos conocimientos científicos no son más que rapsodias y fragmentos recogidos de pocas y malas observaciones. Para que todavía resulten más estériles, las supuestas ciencias se han subdividido hasta el infinito, como si el conocimiento de una sola cosa no exigiese el de otras innumerables. Y en vano se intenta suplir este conocimiento con la vacía invención de los universales. En el mundo todo es particular, y sólo se perciben los individuos: los géneros y las especies no son más que una vana imaginación. Y en realidad ¿qué podemos afirmar con carácter universal y con certeza? La ciencia que hoy llamamos perfecta, mañana resulta anticuada: ayer se decía que el Océano circundaba toda la tierra y que la tierra tenía tres partes; hoy se ha descubierto un nuevo mundo: ayer decíamos que la zona ecuatorial era inhabitable por el excesivo calor, y las tierras vecinas a los polos por el excesivo frío, y hoy la experiencia convence de lo contrario. Hay que construir otra ciencia, puesto que resulta falsa la primera. «¿Cómo te atreves a hablar de proposiciones eternas, incorruptibles, infalibles, tú, miserable gusano, que ni siquiera sabes quién eres, ni de dónde vienes, ni adónde vas?» Por otra parte, nos está vedado el acceso de la mayor parte de las cosas lejanas de nosotros, ya por razón del espacio, ya por razón del tiempo. De aquí tanta variedad de opiniones, tanta penuria de ciencia. No se le ocultaron a Francisco Sánchez algunas de las antinomias kantianas: v. gr., la eternidad o creación del mundo. Terminantemente afirma que por racional discurso no puede probarse ni que el mundo sea eterno, ni que haya tenido principio, y haya de tener fin. Declarada de este modo la impotencia de la razón para resolver tal conflicto, se refugia en el testimonio de la fe, y a nuestro juicio sinceramente, porque nada hallamos en sus escritos ni en su vida que nos muestre en él lo que hoy llamaríamos un librepensador en materia religiosa. Sería de origen judío o cristiano, pero que tenía una creencia positiva no es dudoso para nosotros. Su biógrafo nos dice expresamente que jamás el pirronismo de Sánchez ni sus cavilaciones escépticas tocaron a las cosas divinas, así como tampoco dudó nunca del testimonio de los sentidos. La Inquisición dejó pasar sin tacha ni censura todos sus escritos. Por otra parte, nada le obligaba a disimular, y escribiendo como escribía en un país de relativa tolerancia religiosa, después de Rabelais y poco antes de Montaigne, fácil le hubiera sido manifestar, o insinuar a lo menos, su indiferencia religiosa si realmente la hubiera profesado. Cuando tales audacias se toleraban en escritores que hacían uso constante de la lengua vulgar y escribían para todo el mundo, ¿no hubiera podido él, con un poco de artificio de estilo, hacerlas pasar iguales o mayores en un libro escrito en latín y sólo para los hombres de ciencia? Si no las puso, fué porque realmente no las pensaba ni las sentía. No hay que leer entre líneas, ni buscar en el _Quod nihil scitur_ más que lo que el autor quiso darnos. La intrepidez filosófica de Sánchez era tal, que si realmente hubiese sido heterodoxo, no habría retrocedido ante la hoguera de Miguel Servet y de Giordano Bruno. ... El incurable escéptico reaparece, cuando después de habernos mostrado lo vano e impotente del conocimiento por razón de su materia _(res cognita)_ emprende mostrarnos la incapacidad de nuestras facultades cognoscitivas _(ens cognoscens)_ para alcanzar algo que no sea fenomenal, variable y limitado. Todo conocimiento viene de los sentidos, pero los sentidos no conocen las cosas exteriores, aunque nos pongan en contacto con ellas. Si los sentidos nos engañan, nuestro entendimiento nos engañará también, puesto que no tiene más dato que el de los sentidos, ni ve las cosas mismas, sino sus imágenes, simulacros o representaciones. Nuestra noción de las cosas exteriores parece aquel convite de la fábula dado por la zorra a la cigüeña en redoma de boca estrechísima. Juzgamos de las cosas por sus simulacros; esto es, por meras representaciones de accidentes, que no tocan a la esencia, ni nos dan razón alguna de ella. En esta parte Sánchez se declara expresamente secuaz de Luis Vives, y le defiende contra Escalígero, que había tachado de absurdo su criticismo prekantiano. «Si esta opinión es absurda (dice), yo quiero ser tenido por hombre absurdísimo, puesto que Vives se contentó con decir que el conocimiento psicológico estaba lleno de obscuridad, y yo añado que no sólo es obscuro, sino caliginoso, escabroso, inaccesible, y con tales dificultades y contradicciones, que no han sido, ni serán, superadas por nadie.» Decimos que el conocimiento es la aprehensión de la cosa, y todavía no sabemos lo que es la aprehensión ni la percepción ni la intuición. A lo sumo podemos distinguirla de la recepción. Nuestros sentidos _reciben_, pero no conocen. Podemos distinguir también el conocimiento propio directo o intuitivo del conocimiento renovado por la memoria. Tres son las cosas que de diverso modo conoce la mente: 1.º, los objetos externos; 2.º, sus propias operaciones internas; 3.º, algo que a un tiempo puede ser considerado como externo y como interno. El conocimiento de los objetos exteriores es mediato, por los sentidos, pero el conocimiento de las operaciones internas es inmediato y _per se_, y el conocimiento de la tercera especie participa de lo mediato y de lo inmediato. Este conocimiento es el que algunos lógicos semipositivistas, especialmente Taine, admiten con el nombre de conocimiento de _abstracción_, cuyo oficio es despojar de sus accidentes a la intuición sensible y elevarla a cierta generalidad que ya traspasa los límites del puro empirismo. _Naturam quandam sibi fingit communem, ut potest_, dice Francisco Sánchez. Pero ¡qué poder de abstracción tan relativo y limitado, que apenas procede más que por negaciones y exclusiones, comparaciones y divisiones! Aun así no quiere concederla nuestro filósofo el nombre de verdadero conocimiento, sino de pura _opinión_, mucho más incierta que el testimonio interno, mucho más incierta que el testimonio de los sentidos, cuyas ilusiones y falacias analiza largamente Sánchez con argumentos y observaciones en que no nos detendremos, por ser sustancialmente las mismas que habían presentado Sexto Empírico y los antiguos escépticos. Hay que advertir, sin embargo, que Sánchez remoza toda esta antigua materia filosófica, adaptándola al progreso científico de su tiempo, y enriqueciéndola con los resultados de su propia observación anatómica y fisiológica. En suma, «el entendimiento humano es una potencia pasiva, a la cual se opone otra pasiva impotencia». La imperfección de los instrumentos contradice a la perfección de la obra. Aquí expone nuestro médico interesantes consideraciones sobre el influjo de lo físico en lo moral, encontrándose en muchas observaciones con Huarte, como era natural, dada su común tendencia antropológica. Sánchez no admite que el entender sea función exclusiva del alma, sino del hombre todo, en su unidad de cuerpo y de espíritu, indisoluble en cualquiera de sus actos. Pero sobre estos rasgos, dignos de ser considerados por su valor propio en disertación ajena de nuestro asunto, y sobre la bellísima peroración final, en que el autor ofrece como la quinta esencia de toda la parte negativa y demoledora del criticismo del Renacimiento, y da nueva vida en su estilo nervioso, impaciente y pintoresco (verdadero estilo de insurrecto literario y de periodista de oposición filosófica) a lo que en tono más reposado, y haciendo salvedades que él no hace, habían escrito Luis Vives y sus discípulos, ya contra los viciosos métodos de enseñanza y el abuso del argumento de autoridad, y el ciego y desacordado empeño de buscar la ciencia solamente en libros, cerrando los ojos al maravilloso espectáculo de la naturaleza, ya contra la torpe ambición que convierte la ciencia en miserable granjería, en vez de amarla con indomable amor, por sí misma, por su propia virtud y excelencia, y por los inefables deleites que proporciona; ya contra el vano rumor de la disputa, que se va haciendo más encarnizado y ruidoso cuanto más se alejan los contendientes de la directa inspección del objeto en litigio; ya, finalmente, sobre la confusión que en el ánimo del alumno induce el choque de encontradas opiniones; sobre todas estas cosas, digo, pondremos siempre como expresión total del pensamiento de Sánchez aquellas palabras, casi las últimas, en que asigna por únicos criterios a la ciencia futura el experimento y la crítica o el juicio que ha de fecundar las conclusiones experimentales. «En vano (dice Sánchez) se trabaja por reparar el ruinoso edificio de la demostración silogística; su materia es frágil y además está mal construído; cada día hay que añadirle nuevos puntales para impedir su completa ruina. El que quiera saber algo no tiene más camino que contemplar las cosas en sí mismas; pero como esta contemplación directa no es posible, dados los límites en que se mueve el conocimiento humano, hay dos medios subsidiarios que no suministran ciencia perfecta, pero que, en suma, algo perciben y algo enseñan: el experimento y el juicio, pero no separados nunca, sino en íntimo enlace y unión, como mostraré en otro libro. Los experimentos son muchas veces falaces y siempre difíciles, y hasta cuando llegan a la perfección, nunca nos muestran más que los accidentes extrínsecos, jamás la naturaleza de la cosa. El juicio recae sobre los resudados del experimento, y por consiguiente no traspasa el límite de lo exterior, y aun esto lo discierne de una manera incompleta, sin que sobre las causas pueda pasar de una probable conjetura. Se dirá que nada de esto es ciencia. Pues no hay otra.» La filosofía de Sánchez es, mucho más que la de Luis Vives, un verdadero _ars nescendi_. Niega demasiado para ser un verdadero escéptico; hoy más bien le llamaríamos _agnóstico_. Su libro termina, sin embargo, con una interrogación, con un _quid?_ análogo al _Que-sais-je?_ de Montaigne. Esta analogía y otras muy fortuitas, como la de llevar el _Quod nihil scitur_ la fecha de 1576, y ser la primera edición de los _Ensayos_ de 1580, habiéndose escrito además una y otra obra en países no muy distantes, ha hecho suponer entre el pensamiento de ambos autores cierta analogía, que, a nuestro entender, no existe. El escepticismo mitigado de Montaigne, aquella manera de filosofar tan personal suya, ejercicio fácil y suave de una curiosidad siempre activa; aquella tan simpática y continua observación de sí propio, es una manera de sibaritismo intelectual, más que de filósofo, de hombre de mundo, que gusta de dormir sosegadamente sobre la almohada de la duda; por el contrario, el escepticismo de Sánchez, dado que así queramos llamarle, es una doctrina esencialmente batalladora, que aparentando suspender el juicio, trae realmente juicio definitivo y formado sobre los más capitales problemas filosóficos. Montaigne es un aficionado, que filosofa a sus anchas, en lengua vulgar, y sin cuidarse del método, antes bien, haciendo gala de traducir fielmente en su estilo todos los caprichosos giros de su humor libre y errabundo, Sánchez es un profesor, preocupado de una doctrina, secuaz fanático de un método que tiene por exclusivo. Los dos son extraordinariamente sinceros, pero en Montaigne, el candor parece un refinamiento literario; en Sánchez es la expresión brusca, intemperante y feroz de una convicción arraigada, de un amor sin límites a las realidades concretas, experimentadas por él con el cuchillo anatómico de Vesalio y de Valverde. No son chispazos de escepticismo ni discreteos de moralista los que nos da, sino un sistema _agnóstico_ completo, una crítica clarísima e implacable de nuestra facultad de conocer, una determinación de su límite y de su objeto. Puede tener, y tiene, en efecto, contradicciones de detalle de que ningún escéptico se libra y que son la parte endeble y mal guarnecida por donde la tesis dogmática penetrará siempre en su campo; pero el sistema en sus líneas generales es claro, sencillo y consecuente. El programa de Sánchez, tan mal entendido hasta ahora, se reduce a dos palabras: «guerra al silogismo; paso a la inducción». Es un degüello de todas las entidades metafísicas, _un 93 de la ciencia antigua_, como decía Enrique Heine hablando de la _Crítica de la Razón Pura_. El escepticismo de Sánchez no es ni alarde de retórico, ni consecuencia de un _dilettantismo_ enervado por la variedad y copia de lecturas filosóficas, ni explosión de un ánimo misantrópico y desengañado; no es tampoco un estado provisional ni una ficción dialéctica, como lo es la duda cartesiana, de la cual parte Sánchez, pero en la cual no se detiene: es pura y sencillamente la expresión meditada de aquel aforismo capital entre los positivistas: la _relatividad_ del conocimiento. No sabemos nada, porque creemos saberlo todo: renunciemos a la riqueza ficticia que nos proporciona el crédito metafísico, y empecemos a vivir de los productos modestos, pero seguros, de nuestra propia hacienda, hasta ahora tan descuidada. No necesito decir, que esta filosofía dista, y no poco, de la que yo profeso, porque yo no soy positivista ni enemigo de la Metafísica; pero basta para el caso que fuera la de Francisco Sánchez, y en el fondo a nadie ha de pesarle que tales voces salieran de nuestra patria, precisamente cuando debían salir, es decir, en el momento solemne de la renovación de los métodos experimentales. No es preciso identificarse con las ideas de un filósofo para comprender su genio ni la razón de su influjo. Los paralogismos de que la argumentación de Sánchez abunda son hoy inofensivos: una síntesis científica superior nos ha enseñado que la demostración es un procedimiento científico tan legítimo como la inducción, tan natural al espíritu humano como ella, y que es una insensatez querer mutilar nuestra inteligencia, así como es una pretensión temeraria aspirar al conocimiento de un objeto cuando éste no es comprendido bajo razón de integridad. La ciencia hoy, hasta sin darse cuenta de ello, aspira a este conocimiento íntegro y cabal, así por razón del objeto como por razón de la inteligencia conocedora, y forzosamente ha de parecernos incompleta lo mismo una lógica puramente deductiva, como vino a serlo en manos de sus discípulos de decadencia la lógica de Aristóteles, que una lógica puramente inductiva, de las que en lengua inglesa abundan tanto. Ambos procedimientos del espíritu, excelentes cuando recta y adecuadamente se aplican a sus respectivos objetos, resultan estrechos y peligrosos en cuanto pretenden ser únicos y emanciparse de aquella primitiva intuición sintética dentro de la cual se razonan. Pero es condición casi ineludible de la mente humana el proceder por exageraciones contrarias; y a los espíritus violentos, a los amotinados filosóficos como Sánchez no hay que pedirles cuenta de la doctrina tanto como del impulso, que en su tiempo fué generoso y acompañó dignamente aquel heroico despertar de la ciencia desde Telesio y Cesalpino hasta Galileo, y desde Galileo hasta Newton. Sin un poco de fanatismo no se hacen milagros en filosofía ni en otra ninguna ciencia humana. Hay que representarse al médico bracarense ejerciendo la anatomía entre las sombras de la noche, o teniendo que escribir seriamente tratados filosóficos para combatir la creencia en la adivinación y en los presagios, o en la virtud supersticiosa de los caracteres mágicos, de los espejos y de las rayas de la mano, y de los aspectos favorables o maléficos de las constelaciones. ¿Cómo no había de sentir tal hombre hambre y sed de ciencia positiva, y abominar de la ciencia oficial que silogísticamente autorizaba y defendía semejantes dislates? Hoy cuesta poco trabajo hacer justicia a la Escolástica ni a la Edad Media; estamos demasiado lejos, y todo eso nos parece una amenísima leyenda romántica; pero no nos apresuremos a condenar de ligero a aquellos hombres del siglo XVI para quienes tal ciencia no era un recuerdo poético, sino una tiranía actual que durísimamente pesaba sobre sus cuellos. [Ilustración] [Ilustración] QUE NADA SE SABE... Todo es cuestión de nombres. No hay nombre acomodado. Ni esto siquiera sé, que nada sé; lo conjeturo, sin embargo, de mí y de los demás. Sea esta proposición mi bandera; ésta se debe seguir: _Nada se sabe_. Si supiere probarla, concluiría con razón que nada se sabe; si no supiere, mejor todavía, pues tal es lo que afirmo. Pero dirás: si sabes probarla, seguiráse lo contrario, pues ya sabes algo. Pero yo concluí lo contrario primero que tú arguyeras. Ya se comienza a enredar la cosa; de esto mismo ya se sigue que nada se sabe. Tal vez no me entendiste y me llamas ignorante y caviloso. Dijiste verdad. Pero yo mejor que tú, porque no entendiste. Ambos, pues, ignorantes. Ya, pues, sin saberlo, concluíste lo que buscaba. Si entendiste la ambigüedad de la consecuencia, viste manifiestamente que nada se sabe; si no, piensa, distingue y desátame el nudo. Aguza el ingenio. Prosigo. Traigamos la cosa por su nombre. Pues para mí toda definición es nominal y casi toda cuestión lo es. Voy a explicarme. No podemos conocer las naturalezas de las cosas; al menos yo; si dices que tú sí, no lo disputaré; pero es falso. ¿Por qué tú y no yo? De ahí, que nada sabemos. Y si no las conocemos, ¿cómo demostrarlas? De ninguna manera.[3] Tú, no obstante, dices que es definición la que demuestra la naturaleza de la cosa. Dame una. No la tienes. Concluyo, pues... Además, ¿cómo ponemos nombres a las cosas que no conocemos? No lo concibo. Los hay, sin embargo. De ahí, duda perpetua acerca de los nombres y mucha confusión y falacia en las palabras, y tal vez en todo esto que acabo de decir. Concluye tú... Dices que tú defines esta cosa que es el hombre con esta definición: animal racional mortal. Niego. Pues dudo nuevamente de la palabra animal, de la racional y de la otra. Definirás todavía estas cosas por los géneros y las diferencias superiores, según les llamas, hasta llegar al ente. Preguntaré lo mismo de cada uno de los nombres y, finalmente, del último: _ente_. Ya sé menos.[4] Dirás, sin embargo, que al fin se ha de cesar en las preguntas. Esto no resuelve la dificultad ni satisface a la mente. Declaras, forzado, la ignorancia. Me alegro. Procedo, pues, en consecuencia. Una sola cosa es el hombre; pero la señalas, no obstante, con muchos nombres: ente, substancia, cuerpo, viviente, animal, hombre y, finalmente, Sócrates. ¿No son, todas éstas, palabras? Ciertamente. Si significan lo mismo, son superfluas; si nuevas cosas, no significan una sola: el hombre. Dices que consideras muchas cosas en el mismo hombre, a cada una de las cuales atribuyes nombres propios. Haces la cuestión más dudosa. No entiendes a todo el hombre, que es algo magno, craso y perceptible por el sentido, y lo divides en tan pequeñas partes, que escapan al sentido, el más seguro de todos los jueces, para indagarlas con la razón falaz y oscura. Obras mal, me engañas, y te engañas más a ti mismo. Pregunto: ¿qué llamas en el hombre animal, viviente, cuerpo, substancia, ente? Lo ignoras como antes. Y yo también. Y esto quería. Lo diré, sin embargo, más abajo. Pregunto después: ¿qué significa este nombre _cualidad_, qué _naturaleza_, qué _ánima_, qué _vida_? Dirás: esto. Lo negaré fácilmente, pues puede ser otra cosa. Pruébalo. Recurres a Aristóteles. Yo a Cicerón, cuyo es el oficio de mostrar las significaciones de las palabras. Dirás que no habló con tanta propiedad Cicerón ni con tanta exquisitez. Yo replicaré lo contrario, pues Cicerón ejercía este arte, no Aristóteles. Si quieres más, traeré otros cultivadores de la lengua latina o de la griega, pues es lo mismo. No hay entre ellos concordia alguna, ninguna certidumbre, ninguna estabilidad, ningunos límites. Cada cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí las acomoda a su placer. De ahí tantos tropos, tantas figuras, tantas reglas, tanta confusión, de todo lo cual se compone la Gramática. Y ¿qué no pervierten la Retórica y la Poética? ¿De qué modos no abusan? Todos ellos ejercitan sólo la inútil locuacidad. Así también la Dialéctica o Lógica, aunque de diversa suerte; pues dispone en orden las palabras, las prepara al combate y les prohibe que peleen separadas, en vez de unidas; dicta leyes, cohibe, consiente, apremia. Finalmente, son parecidas la Dialéctica y la Lógica a aquellos que fingen batallas y campamentos en los juegos y espectáculos públicos, en los cuales se requiere más decoro que fuerza; muy al contrario acontece a los que se preparan seriamente para la guerra, a los cuales más conviene la fuerza que la hermosura. Y, para todos, son las palabras soldados locuaces. ¿A cuál de ellas creerás más? Es dudoso. Cada una quiere ser creída. No basta esto. Las significaciones de las palabras parece que dependen principal o totalmente del vulgo, y, por tanto, a él se han de preguntar; pues ¿quién nos enseñó a hablar sino el vulgo? Por esta razón, casi todos los que hasta el momento presente escribieron tomaron por fundamento de disputa lo que más frecuentemente está en boca de los hombres, como aquello: «Entonces decimos que sabemos algo cuando conocemos sus causas y principios», y aquello otro: «Hase de aceptar aquí aquel principio aprobado por el consentimiento de todos, que todos los hombres entonces se juzgan firmes», etc. Mas ¿hay en el vulgo alguna certidumbre y estabilidad? Ninguna. ¿Cómo, pues, habrá alguna vez reposo en las palabras? Ya no hay dónde te refugies. Dirás tal vez que se ha de buscar qué significación usó el que primero impuso el nombre. Búscalo, pues. No lo hallarás. Pero ya es bastante. ¿Es o no es todo, manifiestamente, cuestión de nombres? A mí me parece que lo probé. Si lo niegas continuarás la prueba de la cuestión principal. Pero luego se probará mejor. La ciencia. Veamos, pues, qué se ha de entender con el nombre de ciencia. Pues si ésta es nula, no habrá quien sea llamado sabio. ¿Qué dice Aristóteles? Baste haber examinado a este autor sobre todos los demás (como quien fué agudísimo escudriñador de la Naturaleza y a quien sigue, las más de las veces, la mayor turba de filósofos); pues si contra todos se hubiese de combatir, se extendería la obra a lo infinito y abandonaríamos, además, la naturaleza, como es costumbre de los otros. ¿Qué dice, pues, Aristóteles? Ciencia es un hábito adquirido por la demostración. No entiendo. Esto es pésimo. Es definir lo oscuro por lo más oscuro; así engañan los hombres. ¿Qué es hábito? Lo sé menos aún que lo que es ciencia. Y tú, menos todavía... Di, es una cualidad firme. Todavía menos. Cuanto más avanzas, menos me convences; cuantas más palabras, más confusión. Me echas a la línea predicamental, y de ahí, siempre al ente, que no sabes lo que es. ¿Hase o no de reducir todo a los predicamentos? Ciertamente que sí. ¿Qué se saca de ahí? Que todo se ha de llevar a un laberinto. ¿Qué son los predicamentos? Una larga serie de palabras. Pero ¿qué dije? Digo de palabras, unas comunísimas, _ente_, _verdad_, _bien_, si quieres; otras, menos comunes, _sustancia_, _cuerpo_; otras, propias, _Sócrates_, _Platón_. Aquéllas lo significan todo; las segundas, muchas cosas; las terceras, una sola. Síguese que cuando dicen _Sócrates es hombre_, y de ahí _animal_, etc., se significa que esto que muestro (entiende _Sócrates_) llámase así con particular nombre; es decir, con los otros semejantes en figura. Con el nombre común, hombre; con el caballo y los demás que se mueven, pero que son desemejantes en figura, _animal_, con el comunísimo con todas las cosas, _ente_. De los restantes predicamentos, lo mismo. No basta. No contentos los lógicos con las palabras simples, para hacer la cosa más difícil, usan de palabras comunes, añadiéndoles alguna diferencia; como para el hombre, _animal racional mortal_, cualquiera de las cuales es más difícil que la primera. Pues donde hay muchedumbre hay confusión, y cuanto más amplias son las palabras tanto son más confusas y oscuras. Esto es mezquino. Construyen sobre cosas extrañas. De esta serie de palabras (que se llaman predicamentos) disputan muchas cosas: del orden, del número, del género, de la diferencia, de las propiedades, de la reducción a ellas de todas las cosas; esto lo reducen a la línea recta, aquello a la lateral; esto, por sí; aquello, por razón de su contrario; esto es común de dos; aquello se reduce a lo otro; esto no tiene a qué se reduzca, y, por tanto, si hay cielo, si no obtuvo lugar en algún predicamento, nada es ya. ¿Qué diré? Por ahí se meten en infinitas bagatelas. Más todavía, enredándose en palabras, se echan a sí y a sus desgraciados oyentes en un caos profundo y estéril. Con esto tienes toda entera la lógica de Aristóteles y mucho más las dialécticas que después de él escribieron los modernos. Pues a los nombres más comunes llaman géneros; a otros, especies, diferencias, propios, individuos... Si preguntas qué es esto, te diré: algo común abstraído por el entendimiento; una ficción de Aristóteles no desemejante a las Ideas platónicas. Pues ¿y la quimera del entendimiento agente (cosa nueva), abstrayente o iluminante (más bien oscureciente) y del inteligente, de donde surge el universal _animal_? Llevan a tanto las cosas, que, asno significa la mente de estos lógicos, que no pueden comprender sino el asno común, y aun formarlo, cuando, no obstante cada uno de ellos es un asno particular. ¿Qué dices? ¿No es todo esto palabras y necedad? ¿Verdad que sí? Y esto sólo de los términos simples, que llaman predicables. De los cuales preguntan todavía ¿cuántos, cuáles, qué? Nada, líos. Además, llaman a unos equívocos, a otros unívocos, análogos, denominativos, términos, voces, palabras, dicciones, simples, compuestas, complejas, incomplejas, mentales, vocales, escritas; arbitrarias, naturales; de primera intención, de segunda intención; categoremáticas, sincategoremáticas, vagas, confusas, y otras innumerables denominaciones de los nombres, y además otras de éstas; y acerca de cada una de ellas forman sutilísimas disputas, tan sutiles, que el menor golpe las sepultas en la nada. ¿Llamas tú a eso ciencia? Yo le llamo ignorancia. Juicios lógicos. Como arañas sutiles, puestas a fabricar su delgadísima tela, estos filósofos verbales constituyen el sujeto, el predicado, la cópula, la proposición, la definición, la división y la argumentación. Y de todo esto, además, otras infinitas especies, diferencias, condiciones. ¿Qué diré? Mientras aseguran que la mente se perfecciona con la ciencia, se hacen totalmente insensatos; los que debieran investigar y predican que investigan las causas y naturalezas de las cosas, fingen novedades; y el que finge más y más oscuras cosas, ése es el doctor; de donde también escribió él[5] la ciencia de los sofismas, y así la ficción resuelve la ficción y un clavo saca otro clavo. Me parecen semejantes[6] a aquellos que profesan la nigromancia y los encantamientos, de los cuales el más astuto, como dicen, elude las acciones y los conatos del otro y los anula y los deshace y rompe. Algunos impíos objetaron antiguamente al divino Moisés acerca de la serpiente que devoró a las de los magos: así estos nuestros encantadores, confiados en las palabras, sin saber cosa alguna, pretenden, no obstante, que saben muchas cosas para que no sean argüídos de ignorancia. Yo, contra su ignorancia, confieso de buen grado la mía, y con más libertad descubro la suya. Nada sé. Pero menos ellos. Hasta aquí del hábito. La demostración. ¿Qué es _demostración_? La definirás así: un silogismo que engendra ciencia. Cometiste círculo vicioso y, por tanto, me engañaste y te engañaste. Pero ¿qué es silogismo? ¡Cosa admirable; abre los oídos, extiende la fantasía! Ni aun así cogerás, por ventura, tantas palabras. ¡Cuán sutil, cuán larga, cuán difícil es la ciencia de los silogismos! Ciertamente es fútil, larga, difícil y nula la ciencia de los Sofistas. ¡Ah, blasfemé! Delinquí, porque dije la verdad. Ya soy digno de ser apedreado. Pero tú de ser azotado, porque engañas. Pues la ignorancia merece en todas partes perdón, pero la falacia castigo. Oye; prueba que el hombre es ente. Dices así: el hombre es sustancia; ésta es ente; luego el hombre es ente. Dudo de lo primero y de lo segundo, y por tanto, dudo de la conclusión. Pero tú sigues así: el hombre es cuerpo; el cuerpo es sustancia; luego el hombre es sustancia. Dudo también de ambas cosas, y dices: el hombre es viviente; el viviente es cuerpo; luego el hombre es cuerpo. Y de esto dudo también, y dices: el hombre es animal; éste es viviente; luego el hombre es viviente. ¡Sumo Dios, qué serie, qué fárrago, para probar que el hombre es ente! La prueba es más oscura que la cuestión. Niego también que el hombre es animal. ¿Qué dirás? No hay más géneros. ¿Adónde te acogerás? A la definición del animal, que es: un viviente móvil y sensible; tal es el hombre. Ambas cosas niego; sigue. Viviente es el cuerpo que se nutre; tal es el animal; luego... Prueba estas cosas. Cuerpo es una sustancia que consta de tres dimensiones; tal es el viviente; luego... Ambas cosas son falsas. Sustancia es ente por sí; cual es el cuerpo; luego... Y quisiera también que lo probaras. Ya no podrás más. ¿Qué es, finalmente, el ente? Lo ignoras como antes. ¿Qué hiciste con tus silogismos? No probaste que el hombre es ente, que es lo que primero te había pedido; antes, ya subiendo, ya bajando por tu línea, para que me aproximaras aquel altísimo ente, quedóse tan en el aire que a poco más nos aplasta a ti y a mí en su caída; finalmente, dejásteme la cuestión tan dudosa como antes o más. Y al parecerte siempre que te probabas sólo las primeras proposiciones, no tocaste a las segundas. Y si hubieses probado las primeras y hubiésemos llegado a las segundas, ¿cuánto más no tropezaras en éstas? ¿A qué, pues, engañarse con tales encadenamientos de palabras? * * * Yo lo diré con más claridad. _Ente_ lo significa todo: hombre, caballo, asno, etcétera; luego el hombre es ente, como también el caballo y el asno. Si me niegas lo primero, no lo probaré, pues no sabría. Pruébalo tú, si sabes. Tú tampoco. Nada, pues, sabemos.[7] Poco valor de los silogismos. Vuelvo a los silogismos, cuya ciencia sutilísima cayó toda. Dije yo arriba: los nombres, unos son comunísimos, como ente, verdad; otros menos comunes: sustancia, cualidad; otros particulares: Platón, Mitrídates. Hay muchos intermedios, que ni significan tanto como aquéllos ni tan poco como éstos: cuerpo, viviente, animal. De ahí le es fácil al indagador mostrar con una sola palabra si el hombre es sustancia. Sustancia significa todo lo que es por sí; de donde, lo son el hombre y la piedra y el leño; luego el hombre es sustancia. Mas ellos, buscando rodeos, para que no caiga en desprecio su ciencia, si es fácil, la hacen difícil y laboriosa con envolturas de palabras, jactándose que demostraron y probaron científicamente que el hombre es sustancia, diciendo así en _Barbara_,[8] castillo inexpugnable: _Todo animal es sustancia; todo hombre es animal; luego todo hombre es sustancia_. Dijiste verdad, pero la dijiste neciamente y más oscuramente que podía el sabio. Pues es lo mismo que si dijeras, que sustancia significa tanto los vivientes como los no vivientes; y viviente significa el hombre y la cereza; luego desde lo primero a lo último significa sustancia el hombre. Mas por tantos grados intermedios se confunde la mente, y aun, por ello, duda más de cada uno de los intermedios. ¿No es esto por ventura aquello que había dicho en otro lugar el mismo: «Lo que se dice del predicado se dice lo mismo del sujeto»? Mas esto son variaciones de los nombres; como también aquello: «Lo que es dícese de muchos modos»; si el nombre de hombre significa una sola cosa, dícese otro principio; y la causa dícese de un modo; la naturaleza dícese de un modo; dícese necesario. Finalmente, todo lo que hay en la Metafísica de Aristóteles y en las restantes obras, es definición de nombres. De donde, toda cuestión es casi del nombre: si la sustancia se dice del hombre, y así de otras cosas. De tal suerte, no pudiendo saber nadie con certeza, no hay ciencia alguna ni de cosas ni de palabras. * * * Di: en último término impongamos las palabras. Lo permito. Sabemos, pues, que tal palabra significa esto. Falso, pues ignoras qué sea _palabra_, ignoras qué sea _esto_, ignoras qué sea significar; luego no sabes que tal palabra significa esto. Prueba que se sigue, pues, ignoradas las partes, se ignora el todo. Y tú conmigo ignoras partes y todo; luego nada sabemos. ¿Por qué, pues, siendo ignorantes yo y tú, pues tú mismo eres ignorante y máxima la ignorancia de las palabras, llamas, sin embargo, sutil a la ciencia y la hinches con fárrago oscuro y mayor ignorancia? Para que aparezca sabio, dirás. Pero acontece al revés: pues, mientras pones en solfa artificios y ridiculeces, predicas, en tanto, que sabes mucho. Yo me confieso del todo ignorante y sorprendido de que no sepas que nada sabes. Porque si lo sabes, al decir que sabes muchas cosas, eres engañador y mentiroso. En vano busqué afanosamente un filósofo sincero que diga con certidumbre si sabe perfectamente alguna cosa; nunca lo hallé, aparte de aquel sabio y austero varón Sócrates (aunque los llamados pirrónicos, académicos y escépticos lo afirmasen también con Favorino), el cual sabía esto solo: que nada sabía. Por sólo decir tal, yo le juzgo doctísimo; aunque ni aun así me satisfizo totalmente pues, en rigor, ignoraba esto como todo lo demás. Sin embargo, para afirmar mejor que nada sabía, dijo que sabía aquello solo. Tal vez por eso, no sabiendo cosa alguna, nada quiso escribir. Esto me vino siempre a la mente. ¿Qué diré yo que no sea sospechoso de falsedad? Pues todas las cosas humanas me son sospechosas, y esto mismo que escribo ahora, también. No callaré, sin embargo; al menos diré libremente que yo nada sé; ni tú tampoco trabajes en vano, lector, inquiriendo la verdad, esperando que alguna vez podrás poseerla claramente. Y si después investigare con los demás algo de lo que hay en la naturaleza, ni aun de tales investigaciones me curo; pues todo es vanidad, como dijo aquel sapientísimo Salomón, el más docto que recordamos de los que nos dieron los pasados siglos; lo cual demuestran claramente sus obras, entre las cuales ocupa el primer lugar aquel áureo libro llamado _Eclesiastés_. Pero volvamos a la ciencia. ¿Qué movió a Aristóteles a disertar tantas y tan hondas cosas de la contextura de las palabras; qué a fingir aquellos universales? Si podemos saber alguna cosa sin todo esto, lo mostraré más abajo, donde hablaré del modo de saber. Mientras tanto, de Aristóteles no hay ciencia alguna. Velo: la ciencia se obtiene por demostración. ¿Qué es eso? Un sueño de Aristóteles no desemejante al repúblico de Platón, al orador de Cicerón, al poeta de Horacio. No hay ciencia en parte alguna. Escribió aquél con bastante prolija prosa, y nunca dió ciencia, ni después de él la dió nadie. Al menos, dala tú y envíamela. No la tienes, lo sé; Aristóteles mismo no formó jamás otro silogismo, sino cuando enseñó a los demás a formarlos; y entonces, no con los términos que significan, sino con los elementos _a b c_, y ello todavía con mucha dificultad. Y si hubiese usado de términos justificativos, jamás hubiese terminado la obra. ¿Para qué, pues, sirven éstos? ¿Por qué trabajó tanto en enseñarlos? ¿Por qué después de él se esfuerzan todavía los demás? Escribiendo no usamos de ellos ni él tampoco. Con silogismos nunca se engendró ciencia alguna, antes se perdieron muchas y se turbaron por su causa. Arguyendo y disputando, contentos con la simple consecuencia, todavía usamos menos de ellos, pues de otra suerte nunca tendría fin la disputa y siempre se había de pugnar sobre reducir el silogismo a modo y figura, convirtiéndolo en otras copiosas bagatelas; y hay infinitos necios que hacen hoy así y niegan cuanto no es puesto en modo y figura; tanta es la estupidez humana y tanta la agudeza y utilidad de esta ciencia silogística, que, olvidadas totalmente las cosas, se meten en tinieblas. De donde es de admirar al, por otro lado, agudo Averroes, y después de él muchos, los cuales quisieron mostrar en todas partes que son infalibles, certísimos y demostrativos los silogismos. ¡Con cuanto trabajo se esforzó en reducir Aristóteles las cosas que dijo, a tales moldes, cuando nada hay más extraño a ellas, según después mostraré! Al contrario, no es de admirar que el Agustino, esplendidísima lumbrera de la Iglesia cristiana, aprendiera sin preceptor, por su solo esfuerzo, todas las otras ciencias, menos esta silogística. Pues las otras se fundan en las cosas; pero ésta es una ficción sutil y de ningún fruto, antes de muchísimo daño; como que aparta a los hombres de la contemplación de la naturaleza y los detiene en sí, lo cual verás mejor en el discurso de nuestras obras. Mas esto se diferencia mucho de lo que dicen los escolásticos, a saber: que es el modo de conocer y el principio sin el cual no hay ciencia. Los cuales dicen ciertamente verdad, pero la dicen neciamente. Pues la ciencia de ellos es ésta: no saben otra cosa que construir de la nada un silogismo, es decir, de _a b c_; pues si se hubiese de construir de algo, enmudecerían, como quienes no entienden ni la más pequeña proposición. * * * Pero volvamos a nosotros. ¿Qué, pues? Quien enseña a construir una casa ¿no la construye él jamás, ni tampoco sus discípulos? ¿Cómo voy a creer que se construye así? Y si no hay demostración, ¿no hay ciencia alguna? Además, también es falso aquello de que la demostración engendre hábito científico. Del ignorante, pero apto para aprender, brota la ciencia mas no así de la demostración, que sólo muestra la cosa que se ha de saber, pues tal indica hasta la palabra misma _demostración_. Yo no entendí jamás de Aristóteles ni de otros la más pequeña proposición; mas impresionado por la lectura de sus libros, me apliqué a contemplar todas las cosas, y vistas sus contradicciones y dificultades, para no ser envuelto yo por ellas, desamparados todos los filósofos, me refugié en las cosas, ejercitando mi propio juicio. Esto fué para mí Aristóteles; lo que el mismo Aristóteles dice que fué Timoteo para los demás autores, a saber: un estímulo para huir de las contradicciones de los sabios y refugiarse en la naturaleza. De donde es fácil ver cuán necios son los que buscan de solos los libros toda ciencia, no estudiando en las cosas mismas. Pues quien me señalare con el dedo una cosa para que la vea, no por eso produce en mí la visión, sino que excita la potencia visual para que se reduzca al acto. De donde me parece también muy necio lo que algunos establecen: que la demostración concluye y participa necesariamente de lo eterno e inviolable; cuando por ventura quizá no hay tal eterno, o si existe nos es desconocido como tal a nosotros, que somos muy corruptibles y muy violables en poquísimo tiempo. Por eso, al contrario, la verdadera ciencia, si la hubiera, sería libre y nacida de entendimiento libre; el cual, si de suyo no percibe la cosa en sí misma, no la percibirá forzado por demostración alguna. Éstas (las demostraciones) fuerzan, por tanto, a los ignorantes, a los cuales basta la sola fe. ¿Por qué, pues, ignorante, coliges de aquí y de allí, de Aristóteles, muchas proposiciones, con las cuales construyes al fin un silogismo _bárbaro_ y de las cuales no entiendes una sola? Te querría bien si te dijera: deja la Filosofía, pues eres totalmente inepto para ella; procura ser un buen alarife o zapatero, o si quieres menestral, de esos que convierten la madera, las piedras, los paños y los cueros en figura, no _bárbara_ como tú, sino pulimentada, y no preguntan qué es la madera, la piedra, el paño o el cuero, sino cómo forman de ellos una casa, un vestido o un calzado para el César; mientras que tú, usando de la potestad del César, construyes un laberinto en el que te aprisionas a ti y a otros parecidos miserables a quienes falta el filo de la razón. No entiendes, no sabes cosa alguna y, sin embargo, alardeas de enseñar a los demás. Tampoco yo sé y, no obstante, me empeño en persuadírtelo. De donde no sabiendo tú aquello, tampoco podrás percibir esto. Y yo tampoco, ignorándolo todo, podré demostrártelo. Luego nada sabemos. Tal muestro todavía. Sigo la definición de la ciencia. Llaman hábito al _conglomerado de muchas conclusiones_. Es maravilloso cómo abandonando totalmente las cosas vuelven siempre los dialécticos a sus ficciones, semejantes a la gata de Esopo mudada en doncella, la cual, sin embargo, después de cambiar la forma, todavía perseguía a los ratones. Y, a la verdad, para aquéllos la ciencia se reduce, pues no saben más, a muchas conclusiones, sin realidad alguna. Pues ¿quién definió jamás una visión por un amontonamiento de especies? La ciencia no es otra cosa que una _visión interna_. Si la ciencia fuese un montón de especies, todo libro sería un pozo de ciencia. Eres un protervo: dirás tal vez que tus obras tienen ciencia escrita, según aquello de que uno es el término vocal, otro el escrito, otro el mental. No entiendo. Lo concedo, sin embargo. ¿Qué se sigue? Que ni tú ni yo sabemos cosa alguna. Prueba esto Esopo, el cual puesto entre un gramático y un retórico, al preguntarle qué sabía, respondió: nada. ¿Cómo es esto? Porque (dijo) el gramático y el retórico no me dejaron nada por saber; preguntados antes qué sabían, respondieron que _todo_. Ahora, pues, este libro sabe muchas cosas por ti, otro sabrá también muchas y todos los demás del mismo modo; luego nada nos han dejado a nosotros por saber. Prosigo; si hubiesen dicho _conglomerado de muchas cosas en la mente_, tal vez hubieran dicho mejor; pero no es del todo verdad. Pues sólo de una sola cosa puede ser la ciencia; o más bien, sólo hay ciencia de cada una de las cosas individuales, no de muchas a la vez; como una visión es de un solo objeto individual; pues ni es posible ver de un modo perfecto dos cosas juntamente ni entender a la vez dos cosas perfectamente, sino una después de otra. De donde aquello: aplicada la mente a muchas cosas, es menor la atención a cada una. Mas del mismo modo que todos los hombres son en especie, mejor dicho, en nombre, un solo hombre, así la visión se dice una sola aunque sea de muchas cosas, y las visiones son muchas en número, y así la Filosofía se dice una sola ciencia, aunque sea contemplación de muchas cosas de las cuales a cada una corresponde contemplación propia, y la ciencia de cada una, después de la contemplación, es una sola. Ni es tampoco verdad que el cúmulo de muchas cosas en la mente sea ciencia; lo cual piensan algunos ineptamente, llamando más doctos a aquellos que más cosas han visto y oído y pueden, por consiguiente, recitar, ya en la misma ciencia, ya en diversas. Antes al contrario, quien quiere abrazarlo todo, todo lo pierde; pues basta una sola ciencia a todo el orbe, pero todo éste no basta a la ciencia. A mí me bastaría para la contemplación de toda la vida la más mínima cosa del mundo, y ni aun así alcanzaría a conocerla. Pues ¿cómo un solo hombre puede saber tantas cosas? Créeme, muchos son los llamados y pocos los escogidos; experiméntalo en ti mismo, contempla alguna cosa, un gusano, si quieres; su alma: nada podrás alcanzar. Confieso que estas cosas deben estar necesariamente en la mente para saberlas; pero esto no es ciencia, sino memoria; como tampoco el amontonamiento de especies en el ojo es visión (si así se hace la visión), por más que ésta sin ellas no pueda existir. Pues vemos que aquellos que imaginan algo fijamente, ofrézcase lo que se quiera a los sentidos, nada sienten, aunque en el mismo momento se impriman los espectros en ojos y oídos. Por esta misma razón, afirmóse que todo estaba en todos. ¿Cómo, pues, dicen, conoceremos aquello que está fuera de nosotros? Luego todo estaba en nosotros, pero lo hallamos revolviendo y esto es saber. Pero se engañan harto. Primero, porque afirman que en nosotros hay un asno (por ventura está en ellos), un león y lo demás. Pues ¿cómo puede suceder que yo esté en el león y el león en mí? ¿No es esto fingir una quimera? Y ojalá probasen que nosotros sabemos algo; pues entonces les concederíamos la consecuencia, a saber: que nada puede saberse sin que esté en nosotros; todo se sabe; luego todo está en nosotros. Pero ahora la mayor es dudosa; la menor falsa. ¿Cómo, pues, concluirás? Después, arguyen mal si piensan que basta, para saber, que esté en nosotros aquello que se sabe. Pues aun cuando esto tal vez contribuiría, si pudiera ser, no se sigue de ahí que todo esté en nosotros, antes al contrario; estando ciertamente en nosotros el cuerpo, el alma, el entendimiento, las facultades, las imágenes y otras muchas cosas, sin embargo, de ningún modo las conocemos perfectamente. Pero esta cuestión, a saber, si todo está en nosotros, lo trataremos exprofeso en los libros de la naturaleza; ahora baste haber tocado lo que conduce al tratado propuesto. Así, pues, las cosas o las imágenes de las cosas existentes en nosotros no hacen ciencia ni son ciencia; pero la memoria es poblada por ellas, y en la fantasía las contempla la mente. De ahí también concluyo que la ciencia se llama pésimamente hábito. Pues aquí la cualidad es dificultosamente móvil; la ciencia no es cualidad, a no ser que quieras llamar a la visión cualidad; más bien acción simple de la mente, la cual puede ser perfecta aun de primera intención, y no dura más que lo que está en la mente, como tampoco la visión. De cuya contemplación y conocimiento, que se hace por la mente, la imagen confiada a la memoria se retiene en ella; la cual, si se ha fijado bien, se dirá hábito; si menos, disposición. Pero todo esto será propio de la memoria, no de la ciencia; si luego lo retorna, se dirá que se recuerda lo sabido, no que se sabe, sino cuando lo contempla; como quien recita lo visto no ve. Dícese, sin embargo, que sabe muchas cosas quien retiene en la memoria lo así sabido, porque o supo antes todo aquello o puede saberlo cuando quiere; pues aun con la menor ojeada, mirándolas, las entiende, porque ya las entendió antes. De donde queda, que el hábito de muchas cosas en la memoria no se llama ciencia, si no hubiesen sido ellas conocidas antes por el entendimiento. * * * Decía Platón que nuestro saber (cosa extraña) no es otra cosa que recordar; es decir, que nuestra ánima lo sabía todo antes de nosotros, que en nosotros lo olvidó todo al ser sumergida en el cuerpo, y que poco a poco recuerda como despertando de un sueño. Pero levanta el doctísimo varón un castillo muy deleznable, no confirmado por la razón y la experiencia; como también otras muchas cosas que soñó del alma, según mostraremos en el tratado del espíritu. Aquel error lo repitió muchas veces Aristóteles. Mas, dejando las razones de Platón, porque pueden ser leídas por cualquiera en él, examinémos nosotros la cuestión por lo que se refiere a nuestro propósito. Si él hubiese dicho que vió cómo su alma lo sabía todo antes que fuese sumergida en su cuerpo, por ventura lo hubiese creído; pero entonces no sería hombre, sino larva o fantasma de tal. Yo, a la verdad, ignoro qué fué antes de mí; apenas creo lo que veo; ¿cómo, pues, filósofo, creeré tus sueños? Di: o antes que el alma entrase en tu cuerpo sabía, o no. ¿Dices que sí? Entonces, o aquella ciencia del alma era sólo recuerdo o no; si lo era, sería recuerdo de otra ánima que había en ella, la cual, antes que estuviese en la tuya, lo sabía todo. Y el saber de esta otra alma, ¿era o no era recordar? Vamos así a lo infinito. Si no recuerda por otra ánima, sino por sí misma; fué que se olvidó antes. ¿Por qué? Y si se había olvidado antes que esto aconteciese, ¿era o no era todavía su saber recordar? También vamos a lo infinito. Si el saber del alma no era recordar, ¿perdió aquel saber sumergida en el cuerpo? Si no lo perdió, sabe como antes. Y antes, según tú, su saber no era recordar. Y si por la inmersión en el cuerpo, como dices, como aturdida por el comercio del nuevo domicilio, permanece olvidada de sí durante un tiempo, se acordará ciertamente después de aquello que había olvidado, pero no lo sabrá entonces; como también nosotros, olvidados de lo que antes sabíamos, por fin lo recordamos; pero este recuerdo no es saber. Mas, si lo pierde, no lo recordará luego; pues solo recordamos aquellas cosas que permanecen todavía en la memoria o imaginación, aunque no se ofrezcan al pensamiento, y así, excitados por alguna reminiscencia de cosa semejante, surgen, como traídas a la fantasía, pero con recuerdo, porque antes habían estado allí mismo. Y si del todo hubiesen sido arrancadas, no fuera recuerdo, sino nueva impresión; como acontece a aquellos que por enfermedad incurren en perfecto olvido hasta del propio nombre; de los cuales no dirás que lo recuerdan si acontece que lo aprenden después; pues dice el vulgo que son víctimas los tales de total olvido y que, por consiguiente, deben ser de nuevo instruídos como si fuesen niños ignaros; y ellos mismos niegan que supieran alguna vez aquello que se les enseña. Recordar, pues, no es saber. * * * Además, siempre que recordamos decimos: había olvidado antes esto, pero ahora lo recuerdo así, o que así sucedió. Y si aconteciere al alma que sólo recordase, diría también el niño cuando fuere enseñado: yo también sabía esto antes, ahora lo recuerdo. ¿Y quién dice tal? Además, si el alma, antes que fuere sumergida en el cuerpo, sabía, después sabrá ella misma, no el hombre. Y decir que el alma sabe, ¿no es impropio? * * * Finalmente, hagamos más clara la cosa, pues es cuestión de nombre. O saber y recordar son lo mismo o no. ¿Qué han de ser lo mismo? ¿Por qué, si lo son, no usamos indiferentemente lo uno por lo otro? No dudo que recuerdan también los perros; pues herí a uno de industria, el cual, cuando después me ve, me ladra, acordándose, sin duda, de las heridas. ¿Y quién dirá que los perros saben? ¿Por ventura no quieres que recuerden los perros, con tal de no desmentir a Aristóteles? Recuerdan, por lo menos, mujeres y niños; y, sin embargo, nada saben; recordamos todos y nada sabemos. * * * Si no significan lo mismo recordar y saber, ¿por qué los confunde? Si lo uno es superior a lo otro, ¿por qué no añadió Platón alguna diferencia que los restringiese? Pues el hombre es animal, pero no sólo animal, porque lo es también el caballo; por lo cual a éste le añadimos _cuadrúpedo_, a aquél _bípedo_. No significan, pues, lo mismo; luego son cosas diversas saber y recordar. * * * ¿Qué es saber? Conocer las cosas por sus causas, dicen. No está del todo bien; es oscura la definición, pues se sigue inmediatamente la cuestión de las causas, más difícil que la primera. ¿Es necesario conocer todas las causas para conocer las cosas? Las eficientes no, pues ¿qué influye mi padre para el conocimiento de mí? Después, si quieres conocer perfectamente el causado, es menester que conozcas también perfectamente las causas. ¿Qué se sigue? Que nada se sabe si quieres tener conocimiento perfecto de la causa eficiente. Venimos, pues, a parar en mi tema. Para el perfecto conocimiento de mí es menester conocer perfectamente a mi padre; para conocer a éste es necesario que conozcas antes a mi abuelo; después de éste a otro, y así infinitamente. De las demás cosas lo mismo. Y así también de la causa final. * * * Dirás que tú no consideras los particulares, que no caen bajo la ciencia, sino los universales: el hombre, el caballo, etc. Está bien; pero antes también lo decías; tu ciencia no es del verdadero hombre, sino del que tú te finges; por tanto, nada vale. Considera, pues, aquel fingido hombre tuyo; no lo conocerás si no conocieres sus causas. ¿La tiene eficiente? No lo negarás. Si quieres conocer ésta, considera su eficiente. No acabarás nunca, y, por tanto, nunca sabrás qué es aquel hombre tuyo, ni siquiera si era _verdadero_; luego nada sabes. * * * Por ventura recurrirás a Dios omnipotente, primera causa de todo y fin último de todo, y dirás que allí hemos de parar y no en el infinito imaginario. De esto, hablaremos después. Pero ahora pregunto: ¿qué de ahí? Nada sabes. Huyes del infinito y caes en el infinito, inmenso, incomprensible, indecible, ininteligible. ¿Lo sabes tu acaso, lo conoces? Pero, según tú, es causa de todo. Luego para el conocimiento de los efectos es necesario su conocimiento, según tu definición. Luego nada sabes. Si para el conocimiento de la cosa no juzgaste necesarias la eficiente ni la final, ¿por qué no distinguiste en tu definición? Pues yo las entendí todas cuando dijiste en absoluto: conocer las cosas por las causas. Pero en otro lugar, Aristóteles las comprende y enumera todas, eficiente, material, formal y final, cuando dijo que entonces pensamos nosotros conocer la cosa, cuando conocemos su primera causa. Pero te concedo (aun cuando no deba concedértelo ni pueda lícitamente) que no son necesarias la eficiente y la final; quedan dos, la material y la formal, las cuales creo entiendes que se han de conocer. Menos aún. Si quieres conocer la forma es necesario que la conozcas por sus causas, según tu definición. No por la eficiente y la final, como antes, sino por la material y la formal. Pero no la tienes. Luego nada sabes. Y si ésta no la sabes, tampoco sabrás aquello de lo cual es forma, pues ignoradas las partes, se ignora el todo. De la materia diré lo mismo, la cual es todavía más simple y menos sustantiva, y de la cual tal vez no hay causa alguna, al menos eficiente, material y formal, según Aristóteles; y de la final también puede dudarse. * * * ¿Qué dices? Basta cualquier conocimiento de las causas para tener ciencia de las cosas, aunque no sea perfecto. Coplas. Es imposible conocer perfectamente el todo sin que conozcas perfectamente las causas. Y si concediera también esto, pregunto: ¿puede tenerse ciencia de la forma y de la materia? Lo concederás tú, que pretendes saberlo todo. Mas vuelvo a preguntar: ¿por sus causas? Si no, tu definición es nula. Y ahora repito lo mismo de estas causas: ¿pueden saberse? Claro que sí; pues, según tú, lo más simple es más manifiesto por naturaleza, y, por tanto, es de suyo más cognoscible. Mas ¿por sus causas? Volvemos a lo infinito. Es, pues, nula la definición. Y, además, nada sabes por las mismas razones. * * * Mas Aristóteles se objetó a sí mismo en otro lugar: si verdaderamente es sólo ciencia aquélla que se tiene por demostración y los primeros principios no pueden demostrarse, no habrá ciencia de éstos y por tanto, no habrá ciencia alguna. Luego rectificó diciendo que no toda ciencia era demostrativa, y que sólo es indemostrable la de aquellas cosas que carecen de medios. Pues de ahí se sigue que aquella sentencia, _saber es conocer las cosas por las causas_, no es absolutamente verdadera, ni aquella otra: la ciencia es hábito adquirido por demostración, si hay alguna que no se tiene por demostración. Mejor habló en otro lugar y podía excusarse si siempre hubiese hablado del mismo modo y hubiese explicado alguna vez la ciencia de modo perfecto. Mas ahora, siendo en todas partes vago, confuso y veleidoso se cierra el camino a la excusa. Pues había dicho que la ciencia de las cosas, de las cuales son los principios, las causas y los elementos, pende del conocimiento de éstos. Lo cual es ridículo como lo entienden sus secuaces, pues reduciendo las cosas a palabras y silogismos (soporificados en el viejo error y pudriéndose en él), interpretan los principios como primeras, manifiestas y supuestas proposiciones de cada ciencia, a las cuales ellos llaman principios y dignidades; y explican como causas las proposiciones medias que se hacen entre aquéllos y la cosa que se ha de probar; y elementos, el sujeto, el predicado, la cópula, el medio, la extremidad mayor y la menor. ¿No es todo esto una sutil ficción o más bien un delirio en cuya comparación, si el Maestro se engaña, los discípulos, no entendiéndole ni siguiéndole, se engañan más aún? ¿Hasta cuándo se despeñarán en tantas vanidades, apartándose así de la clara y libre razón? * * * Pero volvamos a Aristóteles. No puede excusarse. Arriba decía que la de los primeros principios es ciencia, pero indemostrable. En otro lugar llama al conocimiento de los primeros principios entendimiento, no ciencia. Mal dicho, pues, si se tuviera conocimiento de éstos, como de los demás, sería perfecta ciencia. Mas ahora, no teniéndose de ellos, tampoco se tiene de aquellas cosas de las cuales son estos principios. De donde se sigue que nada se sabe. Además, ¿qué es la ciencia sino el entendimiento de las cosas? Sólo decimos que sabemos algo cuando lo entendemos. Pero tampoco es verdad que hay doble ciencia, pues sería una y simple, si alguna hubiese, como es una la visión. Hay, según dicen, dos modos de ciencia: uno simple, cuando conociésemos una cosa simple, como la materia, la forma, el espíritu; otro compuesto, por decirlo así, cuando se ofreciere una cosa compuesta, de la cual hubiera primero que descomponer y conocer cada una de las partes, y luego, finalmente, el todo. Y a este último modo siempre precede el primero; pero a éste no siempre le sigue aquél. En ambos casos, la demostración no sirve de otra cosa sino, tal vez, para mostrar la cosa que se ha de saber. Pero ya hay bastante; pues dijimos ya más de lo que parecía convenir al que nada sabe. Pero no se ha dicho todo esto sin razón. Hasta aquí mostré la ignorancia de los demás, según la definición de la ciencia y, por tanto, según el conocimiento; ahora mostraré la mía (no parezca que sólo yo sé algo) por la cual podrás ver cuán indoctamente sabemos. Pues lo que hasta aquí fué recibido por muchos, a mí me parece falso, como ya probé; y lo que después diré, verdadero. Por ventura juzgarás tú lo contrario, y tendrás por verdadero lo tuyo; de donde se sigue la confirmación de lo propuesto: que nada se sabe. ¿Qué es saber? Veamos, pues, qué es saber, para que de ahí se haga más manifiesto si algo se sabe. _Ciencia es el perfecto conocimiento de la cosa._ He aquí una explicación fácil, pero verdadera, del nombre. Si preguntas el género y la diferencia, no los daré, pues todo esto son palabras más oscuras que lo definido. Y ¿qué es conocimiento? Ciertamente no lo sabría definir y si lo definiese de algún modo, podrías preguntar nuevamente lo mismo de esta definición y de sus partes. Y así nunca se llegaría al fin; habría duda perpetua de los nombres. Por la cual razón, nuestras ciencias son ya infinitas, ya totalmente dudosas. En alguna parte, dices, nos hemos de parar en las cuestiones. Es verdad, porque no podemos otra cosa. * * * Pero no sé lo que es conocimiento; defínemelo. Yo diría la comprensión de la cosa, la perfección, la intelección, y algo más que signifique lo mismo. Si dudas todavía de esto, callaré; pero te exigiré a ti otra cosa; si lo concedieres, dudaré de lo tuyo, y así padeceremos perpetua ignorancia. ¿Qué queda? Un recurso extremo; piensa tú por ti mismo. ¿Pensaste? ¿Por ventura aprehendiste con la mente el conocimiento? Así lo crees. A mi también me parece que comprendí. ¿Qué de ahí? Mientras hablo después contigo del conocimiento, cual lo comprendí tal lo propongo; tú, al contrario, cual lo entendiste tú. Esto afirmo yo que es; tú, afirmas otra cosa. ¿Quién compondrá el pleito? Quien se conozca a sí mismo verdaderamente. Y ¿quién es el tal? Nadie. Cada uno se parece a si doctísimo; a mí, todos ignorantes. Tal vez sea yo solo el ignorante; a lo menos, quisiera saber esto; y ni esto siquiera sé. ¿Qué diré, pues, en adelante que carezca de sospecha de ignorancia? ¿Para qué, pues, escribo? Para decir lo único que sé: lo que yo pienso. Mas lo que pienso es mi verdad, no la tuya, no la de todos. Torno acá. Nada sabemos. Supón la explicación del nombre de ciencia dada por mí, para que proceda el discurso, y de ahí coligamos que nada sabemos, pues suponer no es saber, sino fingir; por lo cual, de los supuestos saldrán ficciones, no ciencia. Ve adónde nos llevó ya el discurso: Toda ciencia es ficción. Evidente. La ciencia se ha por demostración. Esta supone la definición, pues no pueden probarse las definiciones, sino que deben creerse; luego la demostración de supuestos producirá ciencia supositicia, no firme y cierta. Además, según tú, se han de suponer los principios, y no conviene disputar sobre ellos; luego lo que de ellos se sigue será supuesto, no sabido. ¿Hay algo más miserable? Para saber es necesario ignorar. Pues ¿qué otra cosa es suponer sino admitir lo que no sabemos? ¿No sería mejor saber antes los principios? Yo niego los principios de tu arte; pruébalos. No se ha de argüir contra los que niegan los principios, dices. No lo sabes probar. Eres ignorante, no sabio. Mas, corresponde a la ciencia superior o común probar los principios. Lo sabrá, por ventura, todo, quien posea esta ciencia común; tú, nada; pues quien ignora los principios, ignora también la cosa. Pero ¿qué es aquella ciencia común? Es maravilloso cómo estos artífices se parten los oficios, se separan con linderos, del mismo modo que el necio vulgo se adapta y se parte la tierra. Levantan un imperio de las ciencias, cuya reina y supremo juez es la ciencia común, la Lógica, a la cual se llevan los supremos pleitos; ésta da leyes a las demás, leyes que es menester aceptar como buenas; a ninguna de las otras ciencias, es lícito echar impunemente la hoz en su mies, ni a las unas en el campo de las otras; y así toda la vida pleitean del sujeto de cada ciencia, y no hay quien dirima este pleito de ignorancias. De ahí, que si alguno trata de los astros en la física, dicen que lo hace o en cuanto que es físico o en cuanto es astrólogo; y uno compra esto del aritmético, pero otro roba aquello del matemático. ¿Qué es esto? ¿No son entretenimientos de chiquillos? Pues éstos, en un lugar público, en la plaza, en el foro o en el campo, construyen huertas, las cercan con tejas y cada uno cierra a otro la entrada de su huertecillo. Entiendo lo que es eso. No pudiendo cada uno abrazarlo todo, el uno se eligió esta parte, el otro se apartó la otra. De ahí, que nada se sabe. Pues, conspirando todas las cosas que hay en este mundo a la composición de una sola, las unas no pueden subsistir sin las otras, ni éstas ser conservadas con aquéllas; y cada cual ejerce su oficio, diverso, sí, del de la otra, pero todos, no obstante, concurren a uno solo; éstas causan aquéllas, y éstas son hechas por aquellas otras. Es indecible la concatenación de todas. No es, pues, de extrañar, si, ignorada una cosa, se ignora también lo demás. Por causa de lo cual acontece que quien se ocupa de los astros, considerando sus movimientos y las causas de ellos, acepta del físico, como cosa probada, qué es el astro, qué el movimiento; de ahí que sólo contemple la variedad, y la multitud del movimiento. De lo demás, del mismo modo. Mas, esto no es saber. Saber es haber conocido primero la naturaleza de la cosa, en segundo lugar los accidentes, cuando la cosa tiene accidentes. De lo cual se sigue que la demostración no es silogismo científico, más bien, nada es, como que solo demuestra, según tú, que tiene accidente (pues para mí, tanto dista de demostrar algo, que más bien esconde y no hace otra cosa que turbar el ingenio); pero, en cambio, supone la definición de la cosa. Nada, pues, saben los que se fían de demostraciones y esperan de ellas ciencia; quienes condenan también éstas, nada para ti; y como poco ha, lo probaré. Luego nada sabemos. Elementos de la ciencia. En la ciencia, pues, si admites mi definición, hay tres cosas: la que se ha de saber, el ente que conoce y el conocimiento mismo; cada una de las cuales hemos de explicar por separado, para colegir de ahí que nada se sabe. En primer lugar, ¿cuántas son las cosas que se pueden conocer? Tal vez infinitas, no sólo en los individuos, sino también en las especies. Negarás que son infinitas, pero no probarás que son limitadas pues ni siquiera pudiste numerar la más mínima parte de ellas; yo apenas conocí el hombre, el caballo y el perro. Luego de esto ya nada sabemos. Pues ni tú viste el fin de todas las cosas, y, sin embargo, afirmas que son finitas; ni yo tampoco vi su infinidad; pero, no obstante, conjeturo que son infinitas. ¿Qué más cierto te parecerá a ti? A mí nada. Pero dirás: ¿qué puede impedir la infinidad para el conocimiento de una sola cosa? Mucho, según tú, pues es necesario conocer los principios para conocer las cosas; tal vez, la materia y la forma; mas, en el infinito, las materias infinitas son tal vez distintas en especie (por más que tú no quieres distinguir de algo la materia por su especie; de lo cual hablaremos después). De las formas no hay duda; pero del infinito no hay ciencia alguna. Replicarás: puede ser la misma la materia aun de cosas infinitas. Cierto; pero también puede no ser la misma, y, por consiguiente múltiple. Pues, por ventura, hay otras cosas totalmente diversas de las nuestras, que no conoció ninguno de nosotros. Lo cual puede ser y no ser, es dudoso cuál de ambas cosas es. Pero la ciencia es de suyo de lo que es y que no puede ser de otra manera, según tú. Ni es necesario que haya cosas infinitas, para que sea diversa la materia; pues ni siquiera a ti, que las crees infinitas todavía, no consta ni constará jamás (puedo, sin embargo, engañarme) si la materia del cielo es la misma que la de estas cosas inferiores. ¿Que tal vez los espíritus tengan materia propia, aunque se digan simples? Ciertamente. Afirmas tú que son muchos sus géneros y muchas, por consiguiente, las diferencias. Luego convienen en algo común; y esto es, según tú, la materia; y se diferencian en algo, y esto es la forma. ¿Tienen también materia propia los accidentes? Tú llamas al género de ellos materia, y a la diferencia forma. ¿Es la misma que la del cielo la materia de los astros? No lo sabes. Parece que no. Luego tampoco sabes los principios, de los cuales se ignora cuántos son, aunque las cosas sean finitas. Ni se tendrá jamás estabilidad en los principios; pues los principios del hombre son los elementos; de los cuales surgen materia y forma; y de esta materia y esta forma otras más simples. Lo mismo del león, del asno, del oso; y así infinitamente. * * * Y de las formas no hay duda que en el infinito serán infinitas. Mas es necesario preconizar los principios. Dirás que los elementos no son principios, de lo cual se hablará después. Y aun que no habrá principios, pues de lo infinito no hay principio... * * * Pero sean finitas las cosas: no por eso sabrás más. Pues ni siquiera conociste el primer principio necesarísimo de todas las cosas; por lo cual tampoco lo demás que se deriva de él. Nada, pues, sabemos. Después, entre las cosas, unas son de sí como principio, de sí como sustancia, en sí, por sí y únicamente para sí (séame lícito hablar de esta manera), como la que llaman los filósofos primera causa, y los nuestros Dios; y todas las demás de éste, no de sí como principio, no de sí como sustancia, no en sí, no por sí, no para sí solas ni por causa de sí, sino que unas se originan de otras, otras se constituyen de otras, otras están en otras, otras son por otras. Y todas ellas es necesario conocerlas. Mas, a Dios ¿quién le conoció perfectamente? «No me verá el hombre y vivirá». Por consiguiente, sólo fué lícito a Moisés verle por segundas causas; es decir, por sus obras. De donde dijo San Pablo: las cosas invisibles de Dios se ven por lo que ha sido hecho, entendiéndolo. Y así es menester también conocer cuáles son las cosas que causan y el cómo, para que sepamos el qué perfectamente. Y hay tal encadenamiento en todas las cosas, que ninguna es tan ociosa que no aproveche o dañe a otra; y aun una misma tiene por destino dañar a muchas y ayudar a muchas. Luego es necesario conocerlas todas para el perfecto conocimiento de una sola. Mas esto, ¿quién lo puede alcanzar? Jamás lo vi. Y por esta misma razón unas ciencias prestan ayuda a otras, y cada una contribuye al conocimiento de las demás. A tal punto que ninguna puede saberse perfectamente sin las otras; y, por ende, éstas son obligadas a corroborar a aquéllas. Y los sujetos de todas hanse también de tal manera, que el uno depende mutuamente del otro y también cada uno hace mutuamente a los demás. De donde se sigue nuevamente que nada se sabe. Pues ¿quién conoce todas las ciencias? Casos prácticos. Traeré un ejemplo breve para que no quede esto sin prueba. Bastará del hombre. Éste odia al basilisco; pues cuéntase que el basilisco muere por la saliva del hombre ayuno; el basilisco al hombre y a la comadreja, la cual sola dícese que lo mata; la comadreja al basilisco y al ratón; el ratón a la comadreja y al gato; el gato al ratón y al perro; el perro al gato y al conejo; el conejo al perro y al hurón. Y basta de antipatías. Además, el hombre no se mantiene y deleita de cualquier manjar, sino del buey, del carnero, etc. Éstos no de cualquier cosa que se les ofrece, sino de heno, paja, avena, que no se crían en cualquier tierra, sino en una determinada; y esta tierra no lo produce todo, sino un fruto peculiar a lo que contribuye mucho este o el otro cielo. Baste aquí de las simpatías. ¿Cómo sucede todo esto? Es menester conocer la naturaleza de cada una de tales cosas antes de conocer dignamente al hombre. Y además, porque el hombre se nutre, crece, vive, raciocina, engendra, se corrompe, hase de preguntar inmediatamente del alma y de sus facultades. Por igual razón también hay que inquirir de las plantas con qué alma viven; de los animales, de los seres inanimados. ¿No es la misma la ciencia de los contrarios? La generación y la corrupción ¿quién las hace? Las cualidades contrarias. Pues inmediatamente se pregunta de éstas, de los elementos, de los cuerpos superiores, de la introducción del alma, de la introducción de las formas, de la acción y de la pasión; de la cualidad, de la cantidad, de la situación, de la relación; por qué se siente, engendra y calienta. Además, aquello por qué está en descanso; lo otro, por qué es en un instante; esto, por qué es en el tiempo; hase de ver qué es tiempo y espacio e inmediatamente saber de los cielos y de sus movimientos, pues el tiempo es, (dice Aristóteles, aunque mal, como veremos después) número y lugar, según que tiene sucesión y extensión. Puesto que el movimiento se mueve en línea recta y hacia abajo, debe preguntarse qué es hacia arriba y qué hacia abajo; cual es el centro del mundo, cuales los polos, y sus demás partes. Porque vemos, y esto mediante la luz, pregúntase inmediatamente de los colores, de las imágenes, de la luz, del sol y de los astros. Porque existe el cuerpo y es en el lugar, pregúntase del cuerpo, de la sustancia, del espacio y del vacío. Porque el espacio dícese finito, de lo finito y de lo infinito. Porque el cuerpo engendra y es engendrado, inmediatamente de todas las causas basta la primera. Porque el hombre raciocina, del alma intelectiva y de sus facultades, de la ciencia y de lo cognoscible, de la prudencia y de los demás hábitos. Porque mata, porque nunca vive contento, porque expone a la muerte la vida por la patria, porque socorre a enfermos y necesitados, suscítanse las cuestiones del bien y del mal, del último y sumo bien, de la virtud y del vicio, de la inmortalidad del alma. Cualquiera de estas cosas lleva consigo todas las demás, que seguir fuera fastidioso. Y lo mismo la cosa más trivial. Conocerás esto con el ejemplo familiarísimo del reloj común. Pues si quieres saber cómo da las horas, es menester que examines todas las ruedas desde la primera a la última, y qué mueve la primera, y cómo ésta la otra y ésta otras dos, y así llegar hasta la última. Y si, aparte de dar las horas el reloj, las señala también con una aguja en un cuadrante, y muestra, además, los movimientos de la luna, su crecimiento y decrecimiento, y asimismo el curso perfecto del sol por el Zodiaco, de igual tenor que se hace en el cielo (todo lo cual y otras muchas cosas vemos que se nos muestra en el reloj portátil, según el verdadero curso de los astros), ciertamente harás la cosa más difícil, y no podrás percibir cómo se hace la menor de estas cosas sin que desmontes totalmente toda la fábrica, la examines y entiendas cada parte y su oficio. Lo mismo te representará el orbe de cristal construído con admirable artificio por Arquímedes en el cual orbe todas las esferas y planetas eran movidos y observados del mismo modo que en el Universo, haciéndolo todo automáticamente un soplo por ciertos canalillos y conductos. ¿No era menester, si alguno quería conocer esto, penetrar perfectamente toda la máquina y sus partes hasta la más pequeña con sus oficios? Lo mismo se debe entender en este nuestro orbe. Pues ¿qué hallarás en él que no mueva y sea movido, mude y sea mudado o experimente una o ambas cosas? Consecuencias. Ve adónde se ha llegado. Sólo hay o podría haber una ciencia: la de la naturaleza de las cosas; por la cual todas ellas serían perfectamente conocidas: ya que una no puede ser conocida perfectamente sin todas las otras. Las ciencias que tenemos son vanidades, rapsodias, fragmentos de observaciones contradictorias; lo demás, imaginaciones, artificios, fantasías... De donde no del todo ineptamente decía el Rey Sabio: que la sabiduría de los hombres es necedad ante Dios. Pero volvamos allá de donde nos habíamos apartado, y de ahí colige que es una sola la ciencia de todas las cosas. Pues siempre que acontece tratar de alguna cosa, con ocasión de ésta hase de tratar de otra y de otra por ésta, y por tercera vez de otra por ésta; y así iríamos hasta lo infinito, si en medio del camino no volviésemos pie atrás, y no sin detrimento de la sabiduría. De donde surge aquella ley en las ciencias: _Todo está en todo_; pues vemos que todo se sigue de todo. Mas para que no dejara de tener fin su ciencia, se empeñaron los filósofos en poner límites, los cuales, sin embargo, no pueden conservar (pues, ¿cómo conservarán los límites que no tolera la naturaleza?); de donde es necesario repetir lo mismo mil veces en la misma obra y en las diversas obras. Fácilmente lo mostraríamos en cualquier autor, pero sería largo. Pues lo que dijo Aristóteles en los predicamentos ¿no lo repite, por ventura, en la Física y en la Metafísica? ¿y lo que en estas ciencias en otras, frecuentemente? Y nuestro Galeno ¡cuán prolijo es! Apenas hallarás un solo capítulo en que no leas: _Y de esto, aun cuando tratamos más extensamente en otro lugar, no dañará si repetimos brevemente lo que atañe a nuestro propósito. Baste aquí por lo que se refiere al presente tratado; lo demás lo hallarás en tal libro_. Lo cual muestra claramente que para el conocimiento de una sola cosa es también necesario el conocimiento de las demás; cuando también para la producción de una sola cosa, conservación o destrucción, es necesario el concurso de todas las otras, como probaremos más extensamente en el examen de la naturaleza. Confirman también lo mismo los que promueven disputa sobre alguna cosa; pues si pretenden probar que el hombre es animal, distan tanto de lograrlo, que, al revés, discurriendo mediante silogismos, de una cosa en otra llegan por fin o al cielo o al infierno, según los medios de que usa el probante y según lo negado por su rival. Y lo que el inventor de la demostración dice de ella, que por los intermedios hase de llegar a los primeros principios, y que en ellos se ha de parar, es una ficción; como también todo lo otro que dice acerca de la misma cosa. Ni tampoco hay tales medios ciertos, numerados y ordenados, por los cuales podamos proceder libremente; ni principios en los cuales pueda el ánimo posarse quieto y contento. Y si tú tienes tales cosas, me placerá mucho que me las enseñes. Otra prueba de la ignorancia. ¿Y esperas todavía más ancha prueba de nuestra ignorancia? La daré. Viste ya la dificultad en las especies. Mas de los individuos confesarás que no hay ciencia alguna, porque son infinitos. Pero las especies nada son, o al menos son una fantasía; sólo son los individuos, sólo se perciben éstos, sólo de éstos hase de tener ciencia; de ellos se ha de captar. Si no es así muéstrame en la naturaleza aquellos tus universales; los darás en los mismos particulares. Nada veo en ellos universal; todo particular. Y en éstos ¿cuánta variedad se observa? Cosa maravillosa. Este es un ladrón acabado; aquél homicida; aquél sólo nacido para la gramática; el otro totalmente inepto para las ciencias; éste cruel y sanguinario desde la cuna; por ningún arte puede ser aquél apartado del vino, éste del placer venéreo, el otro del juego; uno se derrite a sola la vista u olfato de la hiel; otro no gustó jamás la manzana ni puede ver a otro que la guste; otros la carne, otros el queso, otro el pescado: de todos los cuales nosotros conocimos algunos. Hay quien devora y cuece indiferentemente metales, vidrios, plumas, ladrillos, lana, y, finalmente, todo; otro cae en síncope al olor o vista de una rosa; éste odia a las mujeres; aquél se nutre con cicuta; esotro duerme día y noche. Yo arrojé muchas veces con ira los libros y huí del arte, pero en el foro, en el campo, medito sin cesar, y nunca menos solo que cuando estoy solo, y nunca menos ocioso que cuando estoy ocioso; conmigo tengo el enemigo y no puedo evadirlo, y, como escribió Horacio: _huyo fugitivo de mí mismo, como errabundo, ya preguntando a los caminantes, ya buscando calmar el cuidado con el sueño; pero en vano, porque la negra compañera me atormenta y sigue..._ Finalmente, hay algunos hombres ante los que dudas muy seriamente si los debes llamar racionales o irracionales. Y, al contrario, hay brutos a los que puedes apellidar con mayor justicia racionales que a algunos de entre los hombres. Responderás que una golondrina no hace verano ni un particular destruye lo universal. Yo, al contrario, insisto en que el universal es totalmente falso, a no ser que abrace y afirme cómo es todo lo que se contiene bajo de él. Pues, ¿cómo fuera verdad decir que todo hombre es racional, si muchos o uno solo fuesen irracionales? Si dices que en este hombre el defecto no está en el ánima, sino en el cuerpo su instrumento, dirás, por ventura, verdad, pero en mi favor. Pues, el hombre no es sola el ánima ni sólo el cuerpo, sino los dos juntos; luego, siendo uno de ellos defectuoso, defectuoso será el hombre. De lo cual se sigue que es ridículo el dicho de algunos: que el alma del hombre puede ser redonda o de cualquiera otra figura distinta de como todos somos. Ignoro si ellos la vieron alguna vez; si la vieron, confirman mi tesis; pues nadie creería que tal alma fuese de la misma condición que las nuestras. Si no la vieron, ¿por qué la fingen tal cual la naturaleza no puede, por ventura, producirla? Y si puede, ¿cómo será cierta aquella proposición: el alma es acto del cuerpo físico? He aquí la ciencia de los tales. Y todavía es mucho más absurdo aquello, de que, no existiendo hombre alguno, sería verdadero decir, el hombre es animal. Ello es suponer un imposible para inferir una falsedad. Pues, si hablas en la filosofía, jamás faltarán hombres, porque el mundo es eterno; si hablas en la fe, ¿dejará de ser Cristo nuestro Señor? Ve cómo de ambas maneras es imposible el supuesto. Mas, ¿no sabes por tu preceptor que, puesto lo posible en el ser, no se sigue inconveniente, pero que, admitido lo imposible, se siguen muchos? Pero sea, sea posible: si el hombre _no es_ ¿cómo será el hombre animal? Dicen que el verbo _es_ tómase allí por la esencia, no por la existencia y que es sólo cópula, y que, por tanto, aquella proposición es eterna y en las ciencias siempre se toma así; y que aun antes de la creación del hombre fué verdadera aquella proposición y que en la mente divina estuvieron todas las esencias de las cosas. Y así, escriben cosas maravillosas del ser y de la esencia. ¿Cabe mayor vanidad? De tal manera truecan y cambian las palabras de su propia significación, que su lenguaje es totalmente diverso del paterno, debiendo ser el mismo. Y, acercándose a ellos para aprender algo, cambian de tal manera las significaciones de las palabras, de las que antes habías usado, que ya no designan las cosas mismas y naturales, sino aquellas que ellos se fingieron, para que tú, ávido de saber y totalmente ignorante de estas cosas nuevas, les oigas a ellos disputando y disertando con sutileza, tejiendo sueños de sueños, fantasías aderezadas con maravilloso artificio, y les admires y les tengas y reverencies como agudísimos escudriñadores de la naturaleza. ¡Caso extraño! ¡Cuánta barbarie! ¿Qué cosa más sencilla, más clara, más usada que el verbo es? Sin embargo, ¡cuánta disputa en torno suyo! Los chiquillos son más doctos que los filósofos, pues si preguntas a un niño si el padre está en casa, responde que está, si está; si preguntas si es malo, lo niega. El filósofo, de ningún hombre afirma nada a derechas. Ni es tampoco menos absurdo lo que algunos se empeñan en establecer, que la filosofía no puede ser enseñada en otro idioma que en griego o latín; porque, dicen, no hay palabras con las que puedas traducir muchas que hay en aquellas lenguas, como la _entelequeia_ de Aristóteles (de la cual se ha disputado en vano hasta ahora cómo se debe verter del latín); _esencia_, _quiddidad_, _corporeidad_ y otras parecidas que maquinan los filósofos. Naturalmente, como no significan cosa alguna, tampoco son entendidas por nadie ni pueden ser explicadas ni vertidas en lenguaje vulgar, el cual suele designar con sus nombres propios sólo las cosas verdaderas, no las fingidas. Etimologías. Añade a esto la frívola sentencia de otros que asignan a las palabras no sé qué fuerza propia, para deducir de ahí que los nombres fueron impuestos a las cosas según la naturaleza de ellas. Guiados por lo cual, no menos neciamente empéñanse algunos en traer de algo propio las significaciones de todas las palabras; como _lapis_ (piedra), de que hiere el pie; _humus_ (tierra), de humedad. Y asno, ¿de dónde?: de ti, vano etimologista, porque no tienes _sentido_, pues _a_ en griego y latín significa frecuentemente privación; _sinus_, como _sensus_, sentido; luego _asno_ es lo mismo que _sin sentido_, o sea lo mismo que tú. Pero ¿no es buena la etimología? No, cuando se inquieren las palabras más bien por curiosidad que con verdad o utilidad; así todo lo haces derivativo o compuesto, nada simple o primitivo; ¿cabe mayor insensatez? Si la dicción _lapis_ (piedra) fué impuesta por la naturaleza de la cosa, como dices, ¿es la naturaleza de la piedra que hiera el pie? Pienso que no. Pero sea. ¿Cómo _lædo_ (hiero) representa la naturaleza del daño que significa? ¿Cómo _pes_ (pie) significa la naturaleza del pie? Vamos a lo infinito. _Humus_ tampoco se dice de _humedad_; pues, al contrario, la tierra es, según tú, el más seco de todos los elementos; pero, aunque fuera humidísima y de la humedad se dijera _humus_, ¿de dónde se dirá tal la humedad? Si me das otra palabra preguntaré su abolengo. Y así, otra vez hasta lo infinito. Porque, si cesas en alguna, la obligaré a que muestre la naturaleza de la cosa que significa. Todas las intermedias parecen representar la naturaleza de la cosa, porque se derivan de otras que significan algo hasta la última, que de ninguna otra se deriva, según tú; pues bien, preguntaría lo mismo de la última. ¿Cuántas son las voces simples? Casi todas. Además. Si _pan_ ha sido impuesta, según la naturaleza de la cosa, ¿qué decir de la griega _artos_, o de la británica _bara_, o de la vascuence _ouguia_, cuya diversidad en el sonido, en las letras, en el acento, es tanta, que no tienen nada de común? Si dices que sólo una lengua ha sido impuesta, según la naturaleza de la cosa, ¿por qué no las demás también? Y ¿cuál es ella? Si dices que la primera de Adán, acaso, pues pudo, por haber conocido las naturalezas de las cosas, como atestigua el autor del Pentateuco, darles nombre adecuado, pero entonces ciertamente habría hecho falta que su filosofía o la que tenemos hubiese sido escrita en su idioma. ¡Bella filosofía la que no puede ser enseñada o explicada con otro lenguaje que con el de Adán! Pero tú, varón prudentísimo, te contentas con el griego o el latín, que no han sido impuestos por la naturaleza de las cosas. ¿Y no se corrompen y mudan perpetuamente las voces?; ¿no hay libros franceses y españoles en los que hallarás muchas palabras cuyo significado se ignora totalmente? ¿No hay en latín muchas palabras anticuadas y no se inventan otras muchas todos los días? Lo mismo acontece con el estilo, y con otras cosas, que se varían con el uso continuo y, al fin, tanta mudanza se hace que degenera todo y todo se hace diverso; así pereció el antiguo idioma latino transformado ahora en el vulgar italiano; el griego del mismo modo. Y si algunos libros conservan todavía sobrevivientes ambas lenguas, difieren tanto de aquel antiguo esplendor y sentido, que si nos oyeran hablando su lengua Demóstenes o Cicerón, se reirían. Ni es esto solo, sino que los idiomas toman de los demás muchas dicciones; y así opino que no nos queda ninguna sincera y legítima lengua. No tienen, pues, las voces ninguna facultad de explicar las naturalezas de las cosas, aparte de aquella que tienen por el arbitrio del imponente; y la voz _canis_ la misma fuerza tiene, si te place, de expresar pan que perro. Hay palabras impuestas a las cosas por el efecto o por algún accidente, mas no por la naturaleza. Pues ¿quién conoce las naturalezas de las cosas para que, según ellas, les imponga nombres? O ¿qué comunidad hay entre nombres y cosas? De aquellos los hay propios, como si llamas al hombre risueño o lloroso, en los cuales los primitivos _risa_ o _llanto_ no tienen otra fuerza que la que recibieron de nuestro arbitrio; así las locuciones que parecen más significativas. Hay también palabras que por semejanza imitan los sonidos, las voces de aquellas cosas que significan, y, por ende, llámanse onomatopeicas, como el _cacarear_ de las gallinas, el _graznar_ de los cuervos, el _rugir_ de los leones, el _balar_ de las ovejas, el _ladrar_ de los perros, el _relinchar_ de los caballos, el _mugir_ de los bueyes, el _gruñir_ de los puercos, el _roncar_ de los que duermen, el _susurro_ de las aguas, el _silbido_, el _tañido_, el _clangor_ de las campanas y clarines. (_Baubantem est timidi pertimuisse canem._) _Es del tímido temer al perro que ladra_; y aquello otro: (_Et tuba terribili sonitu taratantara dixit._) _Y la trompeta con terrible sonido dijo taratantara_; y también: (_Quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum._) _Con cuádruple sonido hiere con sus patas el polvoroso campo._ Y tampoco en esto hay alguna demostración de la naturaleza de aquellas cosas que significan, sino semejanza de sonidos. Menos todavía debe buscarse derivación en todas las palabras; pues de otra suerte iríase a lo infinito. Pero fuimos más lejos de lo que había pensado. Vuelvo atrás. Variedades humanas. ¡Cuánta variedad de los hombres aun en la misma especie! En unas partes son de cortísima estatura, los pigmeos; en otras, de gran talla, los gigantes; unos andan totalmente desnudos; otros vellosos y cubiertos de pieles en todo el cuerpo; los hay faltos totalmente de palabra, que viven en las selvas como las fieras, se refugian en cavernas o se establecen en los árboles a modo de aves, y si logran alguna vez arrebatar a nuestros hombres, los devoran con gran placer; los hay que descuidados totalmente de Dios y de la religión lo tienen todo común, inclusos los hijos y las mujeres: vagan y no tienen asiento fijo. Al contrario, otros, esclavos de Dios y de la religión, derraman intrépidamente la sangre por la caridad y la fe. Cada cual quiere tener ciudad propia, casa, mujer y familia, y, habidas, las defienden hasta la muerte; unos, después de la muerte son entregados al fuego o a la tierra con los amigos vivos, las mujeres y el ajuar; otros, no curando de cosa alguna de éstas, quedan insepultos; hay quien permite que le despedacen vivo y le dividan en partes, y lo procura; hay quien cree que a todo trance ha de huir la muerte. No acabaríamos, si quisiéramos narrar todas las costumbres de los hombres. ¿Atribuyes tú a todos ellos la misma condición que a nosotros? A mí no me parece verosímil que sean iguales. Sin embargo, nada sabemos ni tú ni yo. Negarás, por ventura, que algunos de los tales sean hombres. No lo disputaré; así lo acepté de otros; de ellos están llenos los libros de los antiguos y de los modernos, y no parece imposible; y aun, por ventura, los hay más diversos aún de nosotros en alguna parte del mundo no descubierta todavía, o los hubo o los habrá. Pues, ¿quién puede decir algo cierto de todo lo que fué o es o será? Decías ayer con tu perfecta ciencia, y aun desde muchos siglos se dijo, que toda la tierra era rodeada por el océano, y la dividías en tres partes universales: Asia, África, Europa. Ahora, ¿qué dirás? Ha sido hallado un nuevo mundo, nuevas cosas en la nueva España, en las Indias occidentales y orientales. Decías también que las tierras meridionales y puestas debajo del Ecuador eran inhabitables por el calor, y que las situadas debajo de los Polos y en las zonas extremas, por el frío. Ya prueba la experiencia que ambas cosas son falsas. Construye otra ciencia, pues la ciencia de ayer es ya un montón de dislates. ¿Cómo afirmas, pues, que son eternas e incorruptibles, y que no pueden ser de otra manera tus proposiciones, miserable gusano, que apenas sabes qué eres, de dónde vienes ni adónde vas? De las otras especies, ya de animales, ya de plantas, según la diversa situación del orbe, puede decirse lo mismo; pues que, en las diversas tierras y mares del mundo hay tanta muchedumbre de especies, que parecen distintas y lo son. Nada, sin embargo, se sabe, puesto que no conocemos las formas de unas y otras cosas, por las cuales se distinguen. Añade que, para mayor ignorancia nuestra, nos esta vedado el acceso de algunas cosas o por el espacio o por el tiempo, y ellas son la mayor parte. De ahí, que haya gran duda de aquellas cosas que se hacen y son en el mar, en las entrañas de la tierra, en las alturas atmosféricas y, finalmente, en los más elevados cuerpos. Y no sin razón, pues todo conocimiento procede del sentido; por el cual, como no puedan ser percibidas aquellas cosas, tampoco pueden saberse, y mucho menos que las que están con nosotros, pues de éstas no dudamos que sean, mas de muchas de aquéllas hay variedad de opiniones, y ni aun se sabe que existan ni la razón fuerza a ello, antes, a veces, dice lo contrario. Cuestiones indecisas. Corresponde también a este lugar la cuestión de la pluralidad del mundo, de lo que está fuera del cielo y otras parecidas. Y no es esto sólo, sino que en las diversas partes de la tierra (que uno mismo no puede recorrer todas, pero que es necesario), por la multitud de las cosas dichas poco ha, son varias las opiniones de los hombres y ninguna la ciencia. Y de las cosas que sucedieron mucho tiempo antes de nosotros y de las que después sucederán ¿quién puede afirmar algo cierto? Con ocasión de esto es aguda la controversia habida hasta aquí entre los filósofos acerca del principio del mundo, de su eternidad o de su duración y fin; al cual nadie impuso, que sepamos, fin, ni habría de imponérsele por ciencia. Pues ¿cómo lo corruptible podrá mostrar algo con certeza de lo incorruptible, lo finito de lo infinito? ¿Qué sabe de la eternidad quien vive sólo un instante como sí no viviese y aun como si no fuese de lo sempiterno? De todas estas cosas, que son muy nobles y muy necesarias para el conocimiento de todo lo demás, hay dudas en la Filosofía; la ignorancia de ellas trae, como consecuencia, el desconocimiento de todo. Y que nada puede saberse perfectamente, del modo humano, vese claro en que el Peripatético con toda su escuela empéñase en probar con innumerables razones que el mundo es eterno y que no tuvo principio ni tendrá fin; y esto fué persuadido a los filósofos. De donde aquel romano (Plinio) tomó fundamento para su _Historia Natural_. Y ciertamente, si te guías por la razón humana; lo advertirás mejor todavía. Pues viniste al mundo ya hecho, y tu padre también, y tus abuelos; marcharon ellos y marcharás tú, y verás a otros que nacen y mueren, mientras el mundo subsiste. Y no hay nadie que asegure o de palabra o por escrito, que vió el principio del universo o que vió a alguno que lo haya visto, o haya oído de otro que lo vió. Y, como dice el Sabio, «pasa una generación y viene otra generación; pero la tierra se mantiene perpetua; nace el sol y se pone, y vuelve a su lugar y, renaciendo allí, dirige su curso hacia el Mediodía, y declina después hacia el Norte; corre el viento soplando por toda la redondez de la tierra y vuelve a comenzar sus giros. Todos los ríos entran en el mar, y el mar no rebosa; van los ríos a desaguar en el mar, lugar de donde salieron, para volver a correr de nuevo. Todas las cosas del mundo son difíciles; no puede el hombre explicarlas con palabras». Oíste el parecer de los filósofos; sin embargo, ves que lo contrario es totalmente verdadero, según la fe, y que el mundo fué creado, y que ha de tener fin, al menos según las cualidades que ahora tiene. Pues no será aniquilado, según aquello del Rey profeta: «Y como una vestidura los mudarás y serán renovados». Lo cual todo se sabe por divina revelación, no por discurso humano. Y así aquel divino legislador, Moisés, teje divinamente desde la creación del mundo su divina historia, inspirado por el espíritu divino; totalmente al revés de lo que hizo Plinio. Por consiguiente, tiene alguna excusa la opinión de los filósofos; pero ninguna la pertinacia en el descreimiento ni la contumacia contra la fe. Pero volvamos atrás. Otra causa de nuestra ignorancia. Hay también otra causa de nuestra ignorancia: que es tan grande la sustancia de algunas cosas que no puede absolutamente ser percibida por nosotros; en el cual género está el infinito de los filósofos, si hay alguno, y el Dios de los nuestros, que no puede tener medida alguna, ni límite alguno, ni por consiguiente, puede ser de modo alguno comprendido por nuestra mente. Y no sin razón: pues debe haber cierta proporción del que comprende a lo comprendido, de manera que el que ha de comprender sea mayor que lo comprendido o, al menos, igual (aunque esto parece que apenas puede realizarse, que un igual comprenda a otro igual, como veremos en el tratado del espacio; pero ahora concedámoslo); mas, nosotros no tenemos proporción alguna con Dios, ni lo finito con lo infinito, ni lo corruptible con lo eterno. Por esta misma razón El conoce todas las cosas, como que es mayor que todo, superior, más excelente o mejor, y para que no parezca que hago comparación con las criaturas, es máximo, supremo y excelentísimo. Cuanto es más cercano a este Artífice, por la misma razón nos es más desconocido. * * * Hay otro linaje de cosas totalmente contrario a éstas, de las cuales es tan pequeño el ser, que apenas puede ser comprendido por la mente. De esas cosas infinitamente pequeñas hay grande abundancia, y su conocimiento es muy necesario para la ciencia, y, sin embargo, casi ninguno tenemos. Tales son, tal vez, todos los accidentes, que casi son nada; de tal manera, que hasta ahora ninguno hubo que haya podido explicar perfectamente su naturaleza, como tampoco de las demás cosas. Nada sabemos: ¿cómo, pues, lo podríamos explicar? Ni es de extrañar, si algunos juzgaren que los accidentes nada son en sí, sino sólo ciertas cosas que nos aparecen, las cuales nos aparecen varias según nuestra varia condición y disposición; como quien está febril todo lo juzga caliente, quien tiene lengua amarilla empapada de bilis todo lo juzga amargo. * * * Todavía queda en las cosas otra causa de nuestra ignorancia, a saber, la perpetua duración de algunas, la perpetua generación de otras, la perpetua corrupción y la perpetua mudanza. De suerte, que, no viviendo siempre, no puedes darte cuenta de ellas; ni tampoco de éstas últimas que no son jamás las mismas, y que tan pronto son, como no son. De ahí sucede que la disputa acerca de la generación y la corrupción está todavía sin resolver, acerca de la cual diremos en otro lugar lo que sentimos. ¿Cuántos modos hay de generación, cuántos de corrupción? ¿Cuántos de crear, cuántos de destruir? Y entre el nacimiento y la muerte, ¿cuántas mudanzas se hacen? Innumerables. En los vivientes, la perpetua nutrición, el crecimiento temporal, el estado, la decadencia, la generación, la variación de partos, la mudanza, los defectos, las añadiduras, la perfección de las costumbres, las acciones, obras diversas, muchas veces contrarias en el mismo individuo; todo es variación y movimiento. Ni es de extrañar si fué sentencia de algunos, que de un mismo hombre, después de una hora, no puede afirmarse que sea el mismo que antes de ella; no se ha de rechazar totalmente, acaso tal sentencia es verdadera. Pues es tanta la indivisibilidad de la identidad, que si añades o quitas un solo punto de cualquier cosa, ya no es enteramente la misma; pero los accidentes son de esencia del individuo los cuales variando perpetuamente, le imprimen variación. Sé, dices, que mientras permanece la misma forma, es siempre el mismo individuo, pues de ella llámase algo _uno_; y que las minucias de estos accidentes no mudan la identidad. Dije que nada se ha de mudar en la identidad; de lo contrario no sería totalmente lo mismo. Una sola forma hace un _uno_. Por ventura informa siempre la misma, pero no totalmente lo mismo; pues, en esto hay perpetua mudanza, como en mi cuerpo. Soy compuesto de ambas cosas, de alma, principalmente, y de cuerpo menos principalmente; de los cuales, variado alguno, varío también yo; pero de esto se hablará en otro lugar más extensa y oportunamente. * * * Y hasta aquí de los animales en su totalidad. Mas si consideras las partes, es mucho mayor la duda. ¿Por qué son éstos así? ¿Por qué aquéllos? ¿Fuera mejor de otra manera? ¿Fuera peor? ¿Por qué no son más? ¿Por qué tantos? ¿Por qué tan grandes? ¿Por qué tan pequeños? No acabamos jamás. En los seres inanimados, lo mismo. ¿Qué hay, pues, fijo de cosas tan mudables, qué determinado de cosas tan varias, qué cierto de cosas tan inciertas? Nada, absolutamente. De ahí nació, por consiguiente, tan gran disputa acerca de la introducción de las formas y de su principio, que jamás la acabará nadie. Y si quieres añadir los monstruos que se crían a veces, tantos y tan diversos, principalmente en el hombre; los sexos promiscuos en algunas especies y en los individuos de otras; las especies mixtas, como el mulo, del asno y la yegua, o el macho, del caballo y la burra; la licesca, de perra y lobo; el híbrido, de toro y yegua, que son vulgares entre nosotros. En los árboles se observa la misma mezcla, y en otras plantas como en el melocotón-manzano, en el almendro-melocotón y en muchos otros, con los cuales, mediante injerto, adquiérese una naturaleza media entre el pie y el injerto. Si añades, por fin, la mudanza de las especies, cómo del trigo hácese muchas veces cizaña, y de la cizaña trigo alguna vez, y del centeno avena; y las mudanzas de los sexos en algunos seres, harás la cuestión totalmente difícil. Ni sabrás qué es esto, ni cómo, ni de dónde, ni por qué. Y yo menos. En las cosas que carecen de alma hay todavía mayor mudanza, mayor diversidad en la generación, en la corrupción. Igualmente nos confunden los varios y múltiples efectos de la misma causa, y los efectos contrarios; y, al revés, las varias, muchas y contrarias causas de un mismo efecto. Séate como único ejemplo (por no ser demasiado prolijo, comoquiera que en el examen de la naturaleza hanse de discutir estas cosas más extensamente) el calor, el cual engendra y destruye una misma cosa; blanquea y ennegrece, calienta y enfría, esclarece y espesa, disuelve y junta, derrite y solidifica, seca y humedece, enrarece y densifica, dilata y contrae, amplía y coarta, dulcifica y amarga, grava y aligera, reblandece y endurece, atrae y rechaza, mueve y cohibe, alegra y entristece. ¿Qué, finalmente, no hace el calor? Es el numen sublunar, la diestra de la Naturaleza, el agente de los agentes, el motor de los motores, el principio de los principios, la causa de las causas, el instrumento de los instrumentos, el alma del mundo. Y no sin razón, en la primera filosofía muchos antiguos creyeron que el fuego es el primer principio. Con razón llamó Trimegisto al fuego dios. Con gran razón Aristóteles pudo llamar a Dios ardor del cielo, aunque no creyere que el ardor del cielo sea dios, y, por consiguiente, en esto es mal censurado por Cicerón. Pues ¿qué nos sugiere mejor que el fuego la potencia y virtud del Dios máximo y alguna forma de su inefable divinidad? Él mismo insinuó esto, mostrándose primeramente a su siervo en una zarza que ardía y guiando por el desierto a su querido pueblo en ígnea columna y descendiendo en lenguas de fuego sobre el colegio de los elegidos. Ves cuánto calor hace; sin embargo, es simple accidente, cuya razón, como las de las otras cosas, es desconocida. ¿Cómo él solo desempeña tantos oficios? Difícil es de entender, más difícil de decir, dificilísimo, o tal vez imposible de penetrar. Distinguen, sin embargo, los filósofos, lo que es por sí de lo que es por accidente; objetan la variedad de los sujetos. Pero, ¿quién conoce exactamente esta variedad? Nadie. Sólo se tiene noticia de algunas cosas probables; de ninguna con entera certidumbre. Pero de esto hablaremos después. Baste ahora conocer que nosotros nada conocemos claramente. * * * Por la misma razón, el mismo efecto producido por contrarias causas nos engendra máxima ambigüedad. Hácese frialdad con el movimiento, como en la agitación del corazón, del tórax, de las arterias y del agua caliente, y con el descanso, como cuando el hombre, estando caliente, deja de moverse. También el calor prodúcese por el movimiento, como en el salto y la carrera; en la quietud, si descansa el corazón o no se mueve el agua hirviendo. La negrura, proviene del calor, como en los etíopes; del frío, en el muerto o en el miembro tiempo ha paralizado, principalmente si por la compresión se impide la circulación del aliento por las arterias. La putrefacción se produce de todas las cualidades cuanto desaparece la sequedad. Ni es esto sólo; sino que un contrario es producido por otro contrario; el calor por el frío, en la cal fría macerada, en nosotros, en las fuentes, en la tierra, en tiempo de invierno; de donde la sentencia: Los vientres, muy calientes en invierno y en verano. El frío por el calor, en los cuerpos calientes que se queman; en ciertos seres, que son fríos por dentro, y en nosotros también en el estío. Cómo se hace todo esto de ningún modo lo sé. ¿Tampoco los demás? No lo concluyo necesariamente, pero lo parece. Oigo lo que dicen de estas cosas; pero no por ello conozco mejor la cuestión. Lo mismo pensaba yo antes, y no saciaba el ánimo. Pues si algo hubiese conocido perfectamente, no lo hubiera negado, antes lo hubiese aclamado vehementemente, con alegría, pues nada puede ocurrirme de mayor felicidad. Mas ahora me consumo en perpetua tristeza, desesperando que pueda saber perfectamente alguna cosa. Y una de dos: o yo soy el más ignorante de todos los hombres o todos los demás lo son conmigo. Ambas cosas las creo verdaderas. Algo sabría, no obstante, si los demás supieran algo también; tampoco es verosímil que a mí solo me haya sido adversa la fortuna. Mas nada sé. Ni tú tampoco. Muchas otras ocasiones de ignorar tenemos en las cosas; ocasiones que fuera largo e inútil traer aquí, cuando puedes verlas en cada uno de los tratados especiales, y yo mismo te las mostraré dondequiera que se tratare de ellas. Sólo añadiré todavía alguna que otra de las principales. La variedad de las cosas, la forma múltiple, la figura, la cantidad, las acciones y tantos y tan diversos usos, de tal manera atan la mente, o mejor, la distraen, que no puede preferir o sentir algo con seguridad, sin que sea sitiada por otra parte y forzada a abandonar su opinión; y así, variando de aquí y de allí, nunca está quieta. Si afirma que la blancura (y baste traer ejemplo de los colores) la hace el calor, te contradirán la nieve, el hielo, los alemanes; si el frío, la ceniza, la cal, el yeso y los huesos calcinados; si la humedad, estas cosas; si la sequía, aquéllas. Acerca de la negrura ocurren otras tantas dudas. ¿Y de los colores medios? ¿Qué temperatura les señalarás? Y aun las cosas extremas parece que tienen causa manifiesta, como la nieve, el frío, la ceniza, el calor, porque ambas cosas las aprehendemos con los sentidos. Pero ¿qué dirás de los animales manchados, la pantera, el leopardo, el perro y otros semejantes? ¿Qué de las hierbas, el dragoncillo, el cardo plateado, el trébol multicolor? ¿Qué de las flores de la betónica comestible y de las variedades de violetas? ¿Qué de los guisantes turcos? ¿Qué de las aves, del pavo real, del papagayo? ¿Señalarás, por ventura, diversas temperaturas al pavo, a las flores multicolores, al leopardo, en la misma pluma, en la misma flor, en el mismo pelo? Y los colores son permanentes. ¿Qué dirás del iris, de la paloma variada, del vidrio lleno de agua y del otro sin agua, que por la diversa exposición al sol o por la varia posición del observador dan tan varios colores? Con razón te quedarás mudo, como yo también. Y en todas las otras cosas que señalamos arriba, mucho mas. Y cuanto más escudriñamos, más perplejidades se ofrecen, más nos confundimos, más difícilmente hallamos luz. Pues donde hay muchedumbre allí hay confusión. Infortunio del hombre de letras. Así, séanos lícito, no sin razón, comparar nuestra filosofía al laberinto de Creta, entrados en el cual no podemos volver atrás ni desenvolvernos, y si vamos adelante, caemos en el Minotauro, que nos quita la vida. ¡Este es el fin de nuestros estudios, éste el premio del perdido y vano trabajo, de la perpetua vigilia: el esfuerzo, los cuidados la solicitud, la soledad, la privación de todos los deleites, una vida semejante al no ser, habitando, pugnando, hablando y pensando con los muertos, apartándose de los vivos, abandonando el cuidado de las propias cosas, destruyendo el cuerpo por ejercitar el espíritu! De ahí las enfermedades, muchas veces el delirio, siempre la muerte. Ni el trabajo ímprobo vence de otro modo todas las cosas, sino porque quita la vida y acelera la muerte, que libra de todos los males; porque el que muere todo lo vence. Así Horacio retrata la triste condición del hombre de letras cuando dice: _Aunque vengas tú mismo, Homero, acompañado de las musas, si nada trajeres irás fuera_. Y el mismo Horacio dice mejor abajo: _El rey dinero da mujer con dote y crédito y amigos y linaje y fortuna. Y al bien adinerado decoran Suadela y Venus_. Es también verdad ahora lo que también dijo Ovidio en otra parte: _Es cerrada a los pobres la curia; la hacienda da honores, por ella es grave el juez, por ella formal el caballero. Hay ahora precio en el precio, da la hacienda honores, la hacienda da amistades; el pobre en todas partes es abandonado_. Se desprecia la doctrina, y las togas ceden a las armas, las lenguas se subordinan a la gloria. Los pensadores son despreciados. ¿Por qué, pues, nos consumimos? No lo sé; así lo quieren los hados. Dió Dios a los hijos de los hombres esta ocupación pésima para que se ocupasen en ella. Hizo todos los bienes en su tiempo y entregó el mundo a las disputas de ellos para que no halle el hombre la obra que obró Dios desde el principio al fin. No parece tampoco desemejante la misma filosofía (volviendo allá de donde nos habíamos apartado) a la Hidra Lernea, que venció Hércules. Mas a la nuestra no hay quien la venza. Cortada una cabeza, emergen cien otras más feroces. Pues falta el fuego de la mente, que conociendo perfectamente una cosa quite a las demás dificultades la ocasión de pulular. Concluyamos. El conocimiento y los sentidos. Todo conocimiento trae su origen del sentido. Fuera de éste todo es confusión, duda, perplejidad, adivinación; nada cierto. El sentido sólo ve lo exterior, pero no lo conoce. Ahora llamo sentido al ojo. La mente considera las cosas recibidas de los sentidos. Si éstos se engañan, también aquélla; y si no ¿qué se consigue? Sólo considera las imágenes de las cosas, que admitió el ojo; la mente las mira por todas partes, las vuelve, preguntando ¿qué es esto, de qué procede tal cosa, por qué? ¿No significa esto, por ventura, la fábula antigua en que, invitando a comer la grulla a la zorra, ofrecióle una vasija de cristal de boca estrecha llena de puches, a la cual aplicando la zorra lengua y boca, pensaba en vano coger algo de la pitanza que veía? De la misma manera engañó Zeusis a las aves con uvas pintadas, cuando aplicando el pico para comerlas, chocaban el pico contra la tabla. Y Parrasio engañó a un pintor con un velo tan primorosamente dibujado que parecía verdadero; de suerte que el rival, ensoberbecido como si hubiese vencido, y ansioso de ver la pintura que creía cubierta con un velo, aplicó la mano a la tabla para descorrer el velo y tropezó con la tabla. Así nos presenta la Naturaleza las cosas para conocerlas. Y esto decía Aristóteles en otro lugar: que nuestro entendimiento se ha a la naturaleza de las cosas, como el ojo de la lechuza a la luz del sol. Juzgamos las cosas por sus simulacros. ¿Puede ser, por ventura, recto el juicio? Ello aún fuera tolerable si tuviésemos por el sentido los simulacros de todas las cosas que deseamos saber. Pero sucede lo contrario: que no los tenemos de las principales cosas. Sólo los tenemos de los accidentes que nada influyen, como dicen, en la esencia de la cosa, de la cual es la verdadera ciencia; y son los accidentes lo más vil de todas las cosas. Mas por éstos es menester conjeturar de todo lo demás. Lo que es sensual, craso, abyecto (son los accidentes y lo compuesto) nos es conocido por todas partes. Pero lo que es espiritual, tenue, sublime (son los principios de los compuestos y lo celestial) de ningún modo. Sin embargo, esto último es por su naturaleza más conocible, porque es más perfecto, más ente y más simple; cualidades que producen el conocimiento perfecto. Pero para nosotros todavía estas cualidades están más distantes de los sentidos. Lo más cercano a éstos nos es más conocido, no por otra razón sino porque nuestro mejor conocimiento depende del sentido; en cambio por su naturaleza es lo menos cognoscible, porque es imperfectísimo, casi nada. Sólo el ser es el objeto, sujeto y principio de todo conocimiento y aun de todos los actos y movimientos. Ves cuánta ocasión se nos da de ignorar en las cosas del sentido y más aún en las de nuestro ser espiritual. Y lo verás mejor cuando vengamos a la explicación de ellas. Pues lo aquí dicho hase dicho sólo en general. Mas todo ello no demuestra que nada se sabe. Ni me propuse demostrarlo (usando de tu concepto de la palabra _demostrar_) ni podría. Pues nada se sabe. Bástete que te haya objetado dificultades. Si puedes vencerlas, algo sabrás. Pero no podrás, a no ser que, desaparecido ocultamente, renazca en ti un nuevo espíritu... Pobreza del sujeto cognoscente. Toda la lobreguez que hay en las cosas es mínima, si se compara con los obstáculos de parte del cognoscente. El cual, si estuviese dotado de perfecto y agudísimo ingenio y de sentido sin tacha, tal vez podría vencerlo todo (concediéndote esto gratuitamente, pues no podría aunque lo hubiese todo perfectísimo). Pero ahora se ve lo contrario. Dijimos en la definición de la ciencia que la ciencia es _conocimiento_, en el cual se consideran tres cosas. La cosa conocida, de la cual se habló arriba; el cognoscente, de que se hablará abajo, y el mismo conocimiento, que es el acto de éste sobre aquélla. Ahora trátase de éste, del sujeto que conoce. Pero lo más brevemente que podamos; porque su propio lugar es el tratado del alma. Y en efecto: es dificilísima y llena de perplejidad la contemplación del alma, de sus facultades y acciones, principalmente en este conocimiento que buscamos ahora. No habiendo nada más digno que el alma, nada hay tampoco más excelente que este único conocimiento. El cual, si lo tuviera perfecto, fuera semejante a Dios; más bien Dios mismo, Y nadie puede conocer perfectamente lo que no crió. Y ni Dios hubiese podido criar ni regir lo criado si no lo hubiese preconocido perfectamente. Sólo Él, pues, sabiduría, conocimiento, entendimiento perfecto, lo penetra todo, todo lo sabe, todo lo conoce, todo lo entiende; porque Él es todas las cosas y está en todas, y todas son Él y están en Él. Pero el imperfecto y miserable hombrecillo, ¿cómo conocerá otras cosas no pudiéndose conocer a sí mismo que está en sí y consigo? ¿Cómo entenderá lo abstrusísimo de la naturaleza, entre lo cual hállase lo espiritual, como es nuestra alma, cuando no entiende lo clarísimo y manifestísimo que come, que bebe, que toca, que ve, que oye? Ciertamente, lo que pienso ahora, lo que escribo aquí, ni yo lo entiendo ni tú, leído, lo entenderás, Juzgarás, no obstante, por ventura que lo he dicho con verdad y rectitud. Yo estimo lo mismo. Pero ninguno de los dos sabemos nada. Por consiguiente, sin razón llama Escalígero, aunque doctísimo varón, absurdo a Vives porque dice que la perscrutación de la naturaleza, que hace la mente, está llena de obscuridad. Antes yo, si la opinión de Vives es absurda, quiero ser absurdísimo. Pues yo no sólo juzgo semejante perscrutación llena de obscuridad, sino tenebrosa, escabrosa, abstrusa, inaccesible, tentada por muchos y por nadie superada ni superable. Tal vez Escalígero, como era de agudísimo ingenio, la tuvo fácil. Y ciertamente trató del alma muy hermosamente y con mucha sabiduría, como de tantas otras cosas en que se ocupó. Pero no del todo absolutamente, no con orden, no totalmente. Muchas cosas dijo que engañan la mente con la exterior ampulosidad de las palabras e, ingeridas copiosamente, parece que amortiguan el hambre, pero escudriñadas hondamente, por fin dan engaño y dejan la cuestión tan difícil como antes, como mostraremos en su lugar. El conocimiento. Mas ahora sujetémonos al negocio que interesa de presente. ¿Qué es conocimiento? La aprehensión de la cosa. ¿Qué es aprehensión? Apréndetelo de ti, pues yo no puedo ingerírtelo todo en la mente. Y si insistes diré: intelección, perspección, intuición. Si sigues preguntándome de estas últimas cosas, callaré. Distingue, no obstante, la aprehensión de la recepción; pues recibe el perro la imagen del hombre, de la piedra, de la cantidad; pero no conoce. Y aun recíbela nuestro ojo y tampoco conoce. Recíbela el alma muchas veces y no conoce, como cuando admite lo falso, cuando se ofrecen a un ingenio tardo cosas obscuras. Distingue también el conocimiento propiamente dicho que ahora describimos, pero que no conocemos, de otro impropiamente dicho, por el cual dícese que conoce cada cual aquellas cosas que vió en otra ocasión y retiene en la memoria ornadas con las propias señales. Pues con este conocimiento dícese que conoce el niño al padre y al hermano, y el perro al dueño y el camino por donde fué. Divide, después, todo conocimiento en dos: Uno perfecto, por el cual se contempla y entiende la cosa por todas partes, por dentro y por fuera, y ésta es la ciencia que ahora quisiéramos conciliar con los hombres, pero que ella no quiere. Otro imperfecto, por el cual apréndese la cosa de cualquier manera. Y éste nos es familiar. Pero es mayor, menor, más claro, más obscuro y, finalmente, dividido en varios grados, según los varios ingenios de los hombres. Este segundo conocimiento lo hacen doble. Uno externo, que se hace por los sentidos y le llaman, por consiguiente, sensual; otro interno, que es por sola la mente, pero nada menos que eso. De otra manera se han de considerar estas cosas. El hombre es un solo cognoscente. Uno solo el conocimiento en todas estas cosas; pues es una sola la mente que conoce lo externo y lo interno. El sentido nada conoce, nada juzga; sólo recibe lo que ofrezca a la mente que ha de conocer. Del mismo modo que el aire no ve los colores ni la luz, aunque los reciba para ofrecerlos a la vista. * * * Sin embargo, tres son las cosas que son conocidas por la mente de diverso modo. Unas son totalmente externas sin la menor acción de la mente. Otras totalmente internas, de las cuales algunas son sin acción de la mente, y otras no del todo sin esta acción. Otras, en parte externas, en parte internas. Finalmente, aquéllas se dan por los sentidos: las segundas, de ningún modo por éstos, sino inmediatamente por sí; las últimas, por fin, parte por ellos, parte por sí. Expliquemos todo esto. El color, el sonido, el calor, no pueden ofrecerse por sí a la mente, para que los conozca, si no imprimen la imagen de sí (aceptemos ahora que se hace la sensación por la recepción de las especies) a un órgano apto para recibirla, la cual imagen u otra parecida se ofrece a la mente para que la conozca o conozca la cosa de la cual es ella especie, mediante ella. Mas lo que es obra exclusiva del entendimiento, la que es hija suya y está dentro de nosotros, no se muestra al entendimiento por otras especies sino por sí misma. Tales son muchas cosas que él se finge; como también cuando excogita algo nuevo y lo concluye con muchos discursos, cuando entiende él su intelección, y cuando hace conjunciones, divisiones, comparaciones, predicaciones y nociones, y aplicando el ánimo a ellas, las conoce por sí mismas. Y son del segundo género todas las cosas internas idénticas con el entendimiento, las cuales, no obstante, se hacen o son sin su acción; como la voluntad, la memoria, el apetito, la ira, el miedo y las demás pasiones y cuanto hay interno, lo cual es conocido por el mismo entendimiento, inmediatamente por sí. Hay, finalmente, muchas cosas que, en parte, llegan a él por el sentido, en parte son hechas por él. La naturaleza del electro y de la piedra imán, de modo alguno puede ser alcanzada por el sentido. Pero vestida de color, magnitud, figura, es llevada al ánimo por los sentidos. Este la despoja de aquellos accidentes. Lo que queda lo considera, lo vuelve, lo compara; finalmente, fíngese una cierta naturaleza común, como puede. Esos filósofos levántanme a los cielos las inteligencias; yo oigo lo que dicen; pero no lo entiendo aunque finjo algo que me inspira inteligencia. Por todas partes percibo el aire con el tacto; pero no tiene imagen alguna en mi mente, sino cierta que yo me fingí como de un cuerpo incorpóreo, sin saber lo que es. Pienso del mismo modo en el vacío, y aun comprendo el infinito, no comprendiendo jamás el fin; pero, en medio de su pensamiento párome forzado al advertir que es infinito lo que, añadido al infinito, imaginando lo infinito, nunca le pondré términos con la aprensión; y así fingiré una especie ciertamente determinada, pero de la cual ninguna extremidad es determinada y perfecta, sino cuasi defectuosa; una noción, que no es terminada ni terminable; porque se le pueden añadir eternamente partes infinitas por ambos extremos. ¿Qué hacer? Miserable es nuestra condición. En medio de la luz nos cegamos. ¡Cuántas veces pensé en la luz y siempre la dejé impensada, desconocida, incomprendida! Lo mismo es si contemplares la voluntad, el entendimiento y otras cosas que no se perciben por los sentidos. Estoy cierto de que esto que ahora escribo quiero pensarlo, escribirlo y deseo que sea verdadero y sea aprobado por ti; pero no lo procuro con exceso. Mas cuando me empeño en considerar qué es este pensamiento, este querer, este desear, este inquirir, ciertamente desfallece el conocimiento, frústrase la voluntad, crece el deseo y aumenta la angustia. * * * Nada veo que pueda alcanzar o aprehender. Y, ciertamente, en esto, es superado el conocimiento que se hace de las cosas internas sin el sentido por aquel que se tiene de las cosas externas por los sentidos; pues algo alcanza el entendimiento de lo exterior: la figura del hombre, de la piedra, del árbol, que tomó del sentido: y así le parece que comprende las cosas por sus imágenes. Pero en aquel que se hace de las cosas internas, nada halla el entendimiento que pueda comprender; y discurre aquí y allí, palpando como ciego... Y al contrario, es vencido en certidumbre el conocimiento que se tiene por los sentidos de las cosas externas, por aquel que es traído por aquellas cosas que hay en nosotros o son hechas por nosotros. Pues soy más cierto de que yo tengo apetito y voluntad, y que ahora pienso esto, ahora huyo de aquello o lo detesto, que si viese un templo o un hombre. Dije que de aquellas cosas que hay en nosotros o en nosotros se hacen, estamos ciertos que existen en realidad. Y de aquello que, juzgando, opinamos de las cosas por discurso y raciocinio, y colegimos que son en la realidad como nosotros las juzgamos, es inciertísimo el conocimiento. Esme más cierto que este papel en que escribo existe y es blanco, que es compuesto de cuatro elementos y que éstos están en él en acto y que tiene otra forma por ellos. Finalmente, si quitas lo que hay en nosotros o es hecho por nosotros, el más cierto conocimiento es el que se hace por los sentidos, y el más incierto de todos es el que se hace por el discurso; pues éste no es verdaderamente conocimiento, sino tiento, duda, opinión, conjetura. De lo cual síguese que no es ciencia la que se obtiene por silogismos, divisiones, predicaciones y otras parecidas acciones de la mente. Pero si pudiera hacerse que, al modo como percibimos con el sentido, de alguna manera, las externas cualidades de las cosas, así comprendiésemos la interna razón de cualquier cosa, entonces se diría que sabemos verdaderamente. Pero esto nadie lo pudo jamás, que sepamos. De donde nada sabemos. Mas del conocimiento de las cosas internas y del otro que llamo no conocimiento, sino opinión, que se hace por conjunciones, negaciones, comparaciones, divisiones y otras acciones de la mente, se tratará más en su lugar, donde se manifestará la insuficiencia de ambos. Ahora baste con decir algo de aquel que se tiene de las cosas externas mediante los sentidos. En éstos hay dos medios, a veces tres o cuatro: pero siempre dos, por los cuales se produce la sensación, ya se haga ella internamente, ya por transmisión (no nos detenga ahora esto). El uso interno, el ojo; el otro externo, el aire. ¿Conócese por ellos alguna cosa? De ningún modo. Pues lo que debe conocerse perfectamente no debe conocerse por otro, sino por el mismo cognoscente, por sí mismo inmediatamente. Mas ahora la substancia de las cosas se muestra mediante los accidentes que se perciben por los sentidos o, al contrario, escóndese a ellos. La mente infórmase de la substancia de las cosas por los falaces sentidos o, de otra suerte, es engañada. ¿Cómo, pues, podemos saber algo perfectamente? Y la ciencia debe ser de las substancias de las cosas... Pues de los accidentes ¿puede haber perfecto conocimiento? Menos todavía. Por un lado ayudan, a saber, porque son percibidos por los sentidos; por muchos lados perjudican, a saber, porque los mismos accidentes no llegan a nosotros, sino tan sólo sus imágenes y, finalmente, porque engañan muchas veces al sentido. Esto por la variedad del medio, tanto externo como interno, en la substancia, sitio y disposición. Baste hablar de uno de los sentidos. Por ejemplo, de la vista. La cual aunque se haga por órgano perfectísimo y sea el más cierto y nobilísimo de los sentidos, no obstante, muchas veces se engaña. El medio externo suele ser vario; por consiguiente, impresiona al sentido variamente. El aire parece que presenta mejor las cosas comunes, pues aparece exento de todo color; el agua las representa de otra manera. Esto las cosas naturales. Las muchas cosas artificiales, como el vidrio, el cuerno en láminas, el cristal y otras cosas parecidas, de otro modo. ¿A cuál creer? Con la vista no sólo se disciernen los colores, sino también la magnitud, el número, la figura, el movimiento, la distancia, la aspereza, la brillantez, y lo que a esto se refiere, como la igualdad, la semejanza, la velocidad y lo contrario de esto. El agua hace obscuros a los cuerpos, los duplica, los aumenta, los disminuye, los cambia de figura, los hace más crasos, más móviles, más tenues. Y no siempre obra de este modo, sino también de otra suerte. En el aire a veces se tornan los cuerpos ligerísimos; en el viento, obscuros; dobles en el eco, al sol, a la luna; a veces al contrario. En ocasiones lo pintado aparece esculpido y vivo, y lo esculpido también muchas veces palpitante. El vidrio, el cuerno y el cristal, parecen mayores y menores; densos, tenues; del mismo color, de vario color; finalmente, según la voluntad del artífice. De ahí tanta diversidad de espejos y de lentes. ¿Cuál de ellos los expresará mejor y con más verdad? ¿Qué decir del aire? Pues del color hay mucha mayor duda. ¿Cuándo se le ha de creer? Cuando es más próximo a su naturaleza y menos alterado por extraño. Pero ¿quién conoce su naturaleza? ¿Quién lo vió simple? Perpetua mudanza por el sol, la luna y otros cuerpos de arriba y de abajo por la tierra, el agua y los mixtos. Del vidrio y el agua hase de juzgar lo mismo, y aun es más difícil la solución. * * * Esto cuanto a la substancia del medio externo, a la cual refiérense también la densidad o la ligereza, la magnitud o la parvedad, esta o aquella figura del medio por el cual se ve algo y todo ello aunque no se halle todo en el aire; sin embargo, los medios artificiales hacen variar mucho la cosa vista. Pues el vidrio grueso lo muestra de otro modo que el tenue; el cuadrado o redondo de otro modo que el triangular; el grande de otro modo que el pequeño. Muestran esto los cristales de fabricación varia y las normas del vidrio, por las cuales ves las cosas derechas o invertidas de este o de aquel color y figura; finalmente, diversas de lo que son. El agua del mar en gran volumen se ve azul y lo que debajo de ella está se ve del mismo color; pero en pequeña cantidad, blanca. * * * La situación varia de la cosa suele también variar el sentido. Lo mismo del medio. Esto es manifiesto en las lentes; si aplicas el ojo te presentan el objeto de otro modo que si lo apartas algo. En el aire lo mismo. El astro en su perigeo aparece igual, oblongo, quieto, pequeño, rojo; en su apogeo redondo, radiante por doquiera y desigual, destellante y móvil (de donde tomó Aristóteles su demostración para probar que los planetas están cerca de nosotros, porque no destellan), grande, claro y sin color. Los que están lejos aparecen obscuros, pequeños; los demasiado próximos, o no se ven o de otro modo que son. ¿Qué hacer? Atenerse al medio. ¿Dónde está aquel medio? ¿Es a dos pasos o a alguna distancia determinada? El que está lejos de nosotros, aunque corra muy aprisa, sin embargo, parece que se mueve muy lentamente; principalmente si lo miras desde abajo, viniendo de lo alto, o al revés. Lo que se hace muy despacio escapa al sentido; como el movimiento de las agujas en el reloj. ¿Cómo juzgar con certidumbre? De ahí surge perpetua duda de la magnitud de las estrellas, callando lo de la distancia, de la celeridad, del lugar, lo cual todo parece que depende de aquélla. Lo que tenemos a la mano es posible explorarlo de cualquier modo y de tiempo en tiempo y con diversos sensorios, si son comunes, y conocerlo próximamente con mayor certeza. Pero aquéllas ¿quién puede? Y no es esto sólo. Si ves de lejos, lector, un palo medio sumergido en el agua, aparecerá torcido y roto. Dirás que, sin embargo, está entero, porque lo has experimentado de otra manera. Y si está roto, aparecerá, no obstante, roto, pues no vale aquí la razón de los contrarios. Afirmarás que está entero por la anterior razón, y sin embargo, es falso. ¿Qué harás si no puedes sacarlo del agua? Quedarás en duda. Y en los colores cuánto importa la situación lo muestra el iris, un vaso de cristal lleno de agua, la paloma irisada, las telas de seda tejidas de diversos colores, la proximidad de un cuerpo luminoso de otro color (como también si sobrepones perpendicularmente a un plano una lámina de oro o de plata, y mucho más si la inclinas hacia abajo); lo cual, todo, movido acá y allá, presenta muy vario color. ¿En qué posición, dirás, tienen el verdadero color? En la misma parte unas veces aparece rojo, otras amarillo, luego azul. ¿Cuál de estos colores es el más propio? Sólo podemos dudar. * * * Y que el número, la figura, el movimiento y la magnitud varían por la variación del sitio (en cuanto al sentido entendemos, no en sí) no hay por qué lo mostremos prolijamente, porque puedes experimentarlo por el uso cuotidiano. Y baste esto del sitio. * * * Es necesario que la varia disposición del medio varíe aquellas cosas que por él nos son ofrecidas. Ya en parte lo dijimos. En el aire denso todo aparece obscuro, pequeño. En el tenue, al contrario. En el prado todo se hace verde. Cerca de lo rojo y de lo amarillo los cuerpos se tiñen con estos colores. En la mucha luz no se puede ver, principalmente los cuerpos blancos o los muy brillantes. En las tinieblas, menos. Acerca de éstas y de aquélla todo son dudas o errores. ¿Cuál es el medio? Desígnalo tú. Pero también en el aire iluminado por fuegos artificiales vense unos y otros colores y otras figuras, según la variedad de la materia del fuego. Si el medio es el vidrio o el cristal, vese la cosa de una o de otra manera, según los colores de aquéllos y las varias figuras y densidad. Éstos son los medios por cuyo intermedio se ven las cosas. Y unos las muestran por su superficie. En éstos no hay consistencia alguna. ¡Cuántas figuras monstruosas, ridículas, multiplicadas, invertidas, truncadas! ¿Qué no fingen los espejos? ¿Qué juzgarás de éstos? ¿Ves aquella figura? No existe; ¿cómo la ves? Y, no obstante, la ves; ¿cómo es ello? Lo ignoras no sin razón. * * * Pasemos ya al medio interno, en el cual acontecen tantas dificultades. Levantado un ojo o atravesado, se ven dos cosas (aunque sintió lo contrario Aristóteles). De donde es de extrañar que los que padecen estrabismo no vean dobles todas las cosas. Pero daremos la razón en el examen de las cosas. Sucede lo mismo si, acostándote de lado, tienes delante de ti algún cuerpo que tape el ojo inferior; pues entonces el ojo superior verá todo lo que está debajo de aquel cuerpo; pero el otro sólo aquel cuerpo y no distintamente, sino como en nubes; y así, mirando un ojo lo que está detrás del cuerpo y el otro el mismo cuerpo, parece que vemos a la vez dos cuerpos, de los cuales el uno está sobre el otro. Y experimentarás todavía mejor esto si moviendo un ojo hacia el ángulo exterior miras lo que está de lado. Pues entonces, dirigiendo allí el otro ojo, se pone de por medio la nariz y aparece que se sobreponen a modo de sombra las cosas que son vistas por el otro ojo. Del mismo modo, si presentas a los ojos el dedo, pero no lo miras, sino que atiendes a aquellas cosas que están o detrás de él o a sus costados, aparecerá doble. Lo mismo sucederá si converges ambos ojos a la nariz; todo se verá doble. Movido un ojo, lo que se ve parece que se mueve. Y aun de dos cosas aparentes muévese la una estando quieta la otra. Y una se mueve a la derecha, otra a la izquierda si, mirando al libro, mueves continuamente los ojos por sí mismos sin ayuda del dedo, mirando sólo las líneas y no leyendo. * * * Añádese también a estas cosas la posición del ojo, hundido o saltón, por naturaleza o por accidente. De las cuales situaciones hay mucha diversidad en el ver. Y mucho más si uno está hundido y el otro prominente. Y también si el uno mira arriba y el otro abajo; pero aquí hay manifiesto error. Pero cuando ambos están hundidos o ambos saltones, ninguno. A la situación de los ojos refiérese también la mayor o menor abertura u oclusión del párpado. Si miras una luz, guiñando los ojos, aparecerán muchos rayos que se extienden hasta los ojos y se mueven conforme al movimiento de los párpados; si los abres totalmente, se paran y no son tan largos. Baste esto a modo de ejemplo, de lo cual podrás tú conjeturar y experimentar otras muchas cosas. Los colores se mudan por la varia posición de los ojos no menos que por la varia posición del objeto que se ha de ver y del medio; pero ya se dijo. Todo esto tal vez lo tienes tú en poco y no piensas que pueda impedir la ciencia. Pero no es así. Pues estas cosas movieron a muchos para que dudasen también de todo lo que aparece a los sentidos y creyesen que los colores no son permanentes en las cosas, sino que son hechos y variados por la luz. De lo cual se habló por nosotros en otra parte, como verás; pero vayamos ya a la substancia. Medios internos del conocimiento. Cuentan los filósofos cinco medios internos: la vista, el tacto, el gusto, el oído, el olfato. Las substancias de todos ellos son diversas. Por consiguiente, son también percibidas por los sentidos cosas diversas; pero, sin embargo, las hay comunes; las tocamos arriba: la magnitud, el número, la figura, etc. El ojo ve un solo golpe; el oído percibe doble golpe; si no lo hubiese visto el ojo, sin duda juzgaría que había habido dos golpes. Supongamos un ciego; daré dos golpes, o bien uno, pero lejos de mí e inmediatamente otro, como por el eco. Advertido por alguno, si nunca lo viste, dirás que es por el eco, y será falso. Más: supongamos que ves, y mando que otro, oculto, dé un golpe después de darlo yo; dirás que es el eco, y no es. Corriendo un caballo, muchas veces juzga el oído que son dos; o si son dos y marcan el paso a un tiempo, parece que es uno solo. Pues la vista si está a distancia de las cosas, si son muchas las que se mueven, se engaña más todavía. En la magnitud ocurre otro tanto: lo que el ojo ve pequeño, lo aprecia grande el oído, y al revés. En la figura engáñase mucho más la vista que el tacto; como también se engaña éste menos que aquélla en la magnitud. Y en la distancia, ambos sentidos yerran igualmente: lo que está cerca, parece también alguna vez distantísimo al que lo ve o escucha. No menos se engaña el tacto en la distancia; pues al sentir algo muy caliente, aunque sea de lejos, lo juzga, no obstante, como próximo, por la fuerte impresión que recibe. De igual manera ¿cuántas veces no se engaña el olfato? ¿A qué proseguir? Nada más cierto que el sentido, nada más falso que él. * * * Añade ahora a lo anterior las varias disposiciones de todos estos órganos, las cuales no pocas veces nos extravían y confunden. Los diversos colores de los ojos, los varios temperamentos, la capacidad, sustancia, posición, virtud y transparencia de los tejidos y humores que hay en ese aparato complejísimo, ¿no engendran, por ventura, gran diversidad en la visión? Muchas veces por causa externa parece que vemos nubecillas, moscas, telarañas y otras cosas semejantes, cuando en realidad no las hay. Inflamado el ojo, todo aparece bermejo; empapado de bilis, cetrino. Si se adhiere humor a la pupila, todo aparece perforado o cubierto de un velo, grande o sutil, claro u obscuro. Estos achaques son morbosos; pero aun quienes tienen la vista sana, ven mejor ya de lejos, ya de cerca; unos ven más agudamente, otros con menos claridad; éste ve grande, aquél pequeño; éste rojo, aquél amarillo. Finalmente, nadie ve con perfección o del mismo modo que los demás. ¿Qué mucho, pues, que, por el ojo, tan sujeto a mudanzas y aun tan vario en sí y no menos por el aire y todavía más móvil e incierto, veamos nosotros las cosas también confusas e inestables, de muy diversa suerte que ellas son, y que perpetuamente nos engañemos y no podamos alcanzar cosa alguna con certeza y, por consiguiente, nada podamos afirmar? Y cuenta que la vista es el más principal y cierto de todos los sentidos... * * * Pues si te vuelves a las otras cosas, aún hallarás mayores dudas y tinieblas. ¿Cómo lo que es siempre caliente juzgará con igual rectitud de lo caliente y de lo frío? Así acontece que los que están en las termas o baños artificiales, juzgan fría la orina y el agua tibia, lo cual de suyo es falso. ¿Por ventura todo lo que tocamos no está en el aire y es influído por él?, ¿por ventura no somos nosotros afectados perpetuamente por el mismo? Y el aire ¿no lo es por el agua, tierra y astros? ¿Qué obliga, pues, a decir que el agua es fría, ni que el aire es caliente? A los muy ardorosos, lo menos cálido aparece frío. Tales, por ventura, nosotros. En invierno, porque somos harto impresionables al frío exterior, el agua recién sacada del pozo o la fontana se nos antoja caliente porque es menos fría que la que corre al cierzo; en verano, aunque caliente, parece fría, y el aire, si lo mueves con un abanico, parece también más fresco, siendo, no obstante, de suyo caliente, y en el estío más. ¿Qué es, pues, el calor? ¿Qué el frío? Para entender qué cosas son calientes o cuáles frías, nada puede aquí la razón. ¿Quién conoce la íntima razón de las cosas? Nadie. El juicio hase de confiar a los sentidos. Mas, aunque el sentido percibiera muy bien y discerniese aquellas cualidades, no por eso las sabría mejor: las conocería exteriormente, como el rústico distingue su asno del buey del vecino o de su propio rocín. ¿Qué sabemos, pues? Nada. * * * Discurre por otros sentidos. Menos. Y este es el principal conocimiento de los hombres. ¿Qué hará la mente engañada por el sentido? Engañarse más. Supuesta una falsedad, inferirá otras muchas, y de éstas otras (pues error pequeño en los comienzos es grande en el fin). Últimamente, cuando advierte el error (pues la verdad es única y consecuente consigo misma), vuelve atrás la inteligencia; busca el lugar que es causa del defecto. No lo halla; sospecha de éste o de aquél; investiga nuevamente sin acertar a conocerlo, porque la verdad está sobre el sentido y el hombre, engañado por él, cuando no por los errores de la razón, fluctúa entre muchas probabilidades sin llegar a una conclusión definitiva. Lector: experiméntalo en ti mismo. No te impongo mis opiniones; si estuviese contigo, acaso te mostraría fácilmente de palabra que todo es dudoso; pero, lo escrito no permite tan espaciosa libertad. Mas por lo arriba dicho pudiste verlo siquiera en torpe esbozo; después, acaso lo verás mejor. De cómo la imperfección humana excluye un conocimiento perfecto. Sigo mi tesis. Ya hablé de la cosa que ha de ser conocida, primero de los términos que hay que distinguir, como dije, en el problema del conocimiento; hablé también de los sentidos o medios de conocer: hablemos ahora del sujeto que conoce. Mejor dijera del sujeto que ignora. Porque la vida es breve y el arte es largo, es infinito; las ocasiones de conocer son pocas y fugitivas; la experiencia es peligrosa, el juicio harto difícil. ¿Quién habrá, pues, verdadero conocimiento de las cosas? Empecemos por el hombre incipiente; una vez nacido es una mole de cera, capaz de casi todas las figuras, lo mismo en el cuerpo que en el alma; pero más en ésta. De suerte que no es mala comparación la ya sabida de la tabla rasa en la cual nada hay escrito; mas no se afirma bien cuando se afirma que todo puede escribirse en ella. No todos son aptos para las letras, aunque se les suministren todos los elementos precisos. ¿Cómo, pues, podrían pintarse en el alma las naturalezas de todas las cosas? Dos hay en el recién nacido: nada impreso en acto; en potencia poco o mucho, pero nunca todo. Pero esa potencia es sólo pasiva, a la cual se opone otra pasiva impotencia, por la cual cada uno es totalmente inepto para ciertas cosas. En este punto se nos asemejan también los otros animales, puesto que el papagayo con aquella primera potencia puede imitar la palabra humana, la cual el mono no puede imitar por aquella segunda impotencia. Este, al contrario, por la primera potencia ejecuta muchas cosas a imitación del hombre, que no puede ejecutar el papagayo por la segunda impotencia. Así, entre los hombres, éste es totalmente inepto para la gramática; en cambio, es muy apto para la navegación y aquél todo lo contrario. Mas tenemos nosotros una potencia activa de que carecen los brutos y por la cual hállanse las ciencias y las artes. Pero de esto se tratará extensamente cuando se trate del alma. Baste ahora haber traído estas cosas para entender lo que sigue. ¡Cuán pocos, pues, de tantos millones de hombres son capaces para las ciencias, aun para aquellas que hoy profesamos! Apenas alguno que otro; perfectamente, ninguno. Es necesario que sea hombre perfecto el que haya de saber algo perfectamente. ¿Hay alguno así? Tú dices que el alma es en todo igualmente perfecta (ignorando su naturaleza, como mostraremos en otra parte), y que el cuerpo es la causa de que unos sean más doctos, otros menos, y muchos totalmente incapaces. Sea como tú dices. ¿Es, por ventura, nuestra alma bastante perfecta para que sepa el hombre algo perfectamente? No. Mas supongamos que sí: en tal caso quien tenga el cuerpo menos perfecto sabrá imperfectamente las cosas, pero quien tenga mayor perfección corporal habrá de saberlas perfectísimamente. Esto es lo que más racionalmente parece colegirse de tus razones. Mas ¿a quién le fué dado cuerpo perfecto? Yo llamo con Galeno perfectísimo al cuerpo que es templadísimo y hermosísimo y produce todas las operaciones perfectísimas, empezando por las del entendimiento, padre de la Ciencia. Hubo algunos médicos que afirmaron que el médico para que fuese perfecto debía padecer todas las enfermedades antes que pudiese juzgar perfectamente de ellas. Y no parece del todo descabellada la opinión, por más que entonces mejor fuera no ser médico. Pues ¿cómo podrá sentenciar rectamente del dolor el que nunca lo sintió? Los dolores y enfermedades, mejor los conocemos en nosotros mismos y curamos que en los demás. Pues ¿cómo habrá de discernir el ciego de colores, ni el sordo de sonidos, ni el paralítico de las cualidades táctiles? Es necesario, pues, que vea cabalmente quien cabalmente ha de juzgar de colores, y oiga quien juzgue de sonidos, y palpe quien discierna lo tangible, y guste quien hable de lo sabroso, y se mueva quien estudie el movimiento, y sufra quien haga juicio del dolor, e imagine quien haya de saber de fantasías, y entienda quien del entendimiento investigue. De otra suerte, como dijo Galeno, será navegante de libros que, sentado muy seguro en su sillón, describirá muy bien los puertos, los escollos, los piélagos más lejanos y guiará muy bien la nave por la cocina o sobre la mesa; pero si se lanza al mar y le encomiendas el timón de un navío, se meterá en aquellos Escilas y Caribdis que tan lindamente sabía describir a pies enjutos. Y por esta razón dícese también que Cristo Señor nuestro quiso sobrellevar las humanas miserias para que, experimentando nuestras calamidades, se compadeciese más. Pues el que fué alguna vez indigente se compadece mejor del pobre; el que fué preso, del cautivo, y, finalmente, el que se vió desamparado siente mayor lástima del miserable y del triste. El perfectísimo conocimiento requiere, pues, un cuerpo perfectísimo unido a una perfectísima razón, pues todas las cosas perfectas gozan de las cosas perfectas, son hechas por los perfectos y por medios igualmente cabales. ¿Qué cosa más perfecta que la creación? Es hecha por el solo Perfecto, por la perfección misma, que es Dios. ¿Con qué medio? Con su perfectísima potencia, la cual es la sola y única perfectísima, porque sólo ella es infinita, porque es el mismo Dios. Todo lo demás que sea perfecto en su línea es hecho por algo semejante o superior a sí: por ejemplo, lo que hacen los cuerpos celestes no puede ser obrado por cuerpos inferiores. Razón de todo esto: El agente siempre que va al paciente, trasciende; pues todo ser ambiciona transformar a otro en sí. Lo cual no es posible si no se le comunica. Y en comunicándose los dos el uno es término pasivo del otro; empéñase, sin embargo, el paciente en conservarse en su ser (lo cual ha sido grabado en todos); en parte resiste y en parte quiere también convertir al otro en sí, extiende y ejerce cuanto puede su potencia en el agente y le imprime fuerza; mas, porque le es inferior, es vencido en la lucha y es forzado a seguir las huellas del otro, a introducirse en él, despojado de su primer hábito. Si, pues, el agente es perfecto, también debe ser perfecta la acción y los medios para ejecutar la obra y el paciente que recibe la acción, en cuanto la recibe, aunque por otra parte sea imperfecto. Y si no sigue a la acción la conversión del paciente en el agente, al menos la obra que de tal acción se hace es perfecta siendo de agente perfecto, imperfecta si de imperfecto. Pues los partos, dicen los médicos, dan testimonio de sus principios. Lo que se hace bien, es siempre con medios idóneos. Y así, el perfecto agente ayudado por perfectos instrumentos y medios solícitos, obrará en el paciente y ejecutará la obra intentada mejor que con imperfectos. Ve esto en todas las acciones tanto naturales como voluntarias: el sol, que es el más perfecto de todos los cuerpos (de donde los antiguos lo juzgaron Dios), ¿qué acción hace? Perfectísima, parecida a la acción de Dios. Pues éste crea, pero aquél engendra las cosas, que es el segundo grado después de la creación; pero se diferencian en que Dios crea por sí solo, de la nada y sin medio ni instrumento alguno. El sol, teniendo su potencia de Dios, engendra, estimula y mueve por medios naturales y congéneres. * * * Pero objetarás, tal vez, que el sol corrompe también, la cual es pésima acción. Mas, no es así. No corrompe, sino que, mientras engendra, síguese necesariamente la corrupción, como una consecuencia natural. Y que engendra primero, es manifiesto. Pues primero es el ser que el no ser; el acto, que la privación; la vida, que la nada. Ningún ser obra por nada o intenta nada (de donde tampoco el mal por sí, pues el mal es privación del bien, cuasi nada), pues todo es por un fin, y la nada no puede ser fin para un ser. El fin es perfección, la cual entre los seres ocupa el primer lugar. Privación, destrucción, defecto, mera negación del ser; ¿con qué otro nombre llamaré a la nada que con el tenebrosísimo de _nada_? ¡Opuesta y enemiga a toda perfección, a todo ser; finalmente, nada!... ¿Quién la intentará, quién la buscará? Todas las cosas la huyen naturalmente. Nada me aterra, entristece y postra el ánimo como la Nada cuando pienso que alguna vez pudiera yo ver sus abismos, si, acompañada mi alma de la fe, esperanza y caridad, no destruyesen este miedo, y me confirmasen prometiéndome, después de la disolución de este compuesto, de mi carne y mi espíritu, indisoluble nexo con Dios óptimo y máximo. El sol, pues, el más perfecto de todos los cuerpos, ¿intentará la corrupción, la hará? No, pues engendra. ¿Con qué medio? Con el calor, que es la más perfecta, principal y activa de todas las cualidades. * * * Tú añades también la luz; pero yo no lo consiento. La luz, sin embargo, es otro argumento a mi favor. Bellísima cosa es la luz, amicísima y queridísima de los hombres. Dios llámase a sí propio Luz, y a ella se compara la vida como a las tinieblas la muerte. Gracias a su benéfico resplandor gozamos de los colores, de los matices y las formas; sin luz seríamos semejantes a los ciegos, viviríamos como dormidos y absortos en la sombra de lo interior y lo exterior, vagando como las ánimas de los difuntos, sin vernos a nosotros mismos e ignorando la Naturaleza ¡Cuán triste silencio en la noche nublada y tenebrosa! ¿No parece la imagen del caos y de la muerte? Más quisiera morirme que vivir sin luz... Padre el sol de ambos, del calor y la luz, de ellos usa, conforme a tu misma opinión, para fecundar las cosas, mas no para corromperlas. En saliendo el sol todo revive, renace, germina, pulula, se remoza, florece y fructifica. Los animales, entumecidos por el frío, los seres corruptibles y todos aquellos que se corromperían totalmente con la ausencia del astro, así que le ven se levantan de las tinieblas, tórnanse más ágiles y gozosos, corren, saltan, retozan, gallardean y cantan el advenimiento del astro generador y hácense más aptos para generar a su vez, para vivir y trabajar con alegría, singularmente en la primavera y en el verano. Yo, sólo entonces vivo... Mas en apartándose de nosotros el ojo derecho de Dios (séame lícito apellidar al sol de esta manera) todo languidece, todo se arrice y se amustia. ¿Qué son el otoño y el invierno sino imágenes de nuestro fenecer? A la muerte llaman los poetas fría, glacial, pálida, macilenta, y a la vida, en cambio, robusta, floreciente y ardorosa. La muerte viene del frío; la vida, del calor. Por esto el sol es el más perfecto de los cuerpos, porque hace, mediante la más perfecta cualidad, el calor, la más perfecta de todas las acciones naturales. * * * Pues en lo que se refiere a las acciones voluntarias ¿por ventura el pintor, el escultor, el músico, no pintará, no esculpirá, no tañerá más consumadamente si usan de los instrumentos más perfectos? ¿Cantará bien el ronco, saltará el paralítico, escribirá el que tiene la mano torpe o rota? Y ¿qué instrumento más hábil y flexible que la mano del hombre pudo haber escogido la madre naturaleza? Era preciso que el más perfecto de todos los animales, el hombre, hubiese el más perfecto instrumento para hacer con la mayor perfección y elegancia las muchas y difíciles cosas que ejecuta. En resolución: todo lo perfecto produce cosas perfectas y usa de medios idóneos para producirlas. ¿Qué se deduce de ahí? Que el alma humana, la más perfecta de las criaturas de Dios, para la más perfecta de todas sus acciones, el conocimiento perfecto, necesita de un cuerpo perfectísimo. ¡Cómo! --dirás--. Pero la intelección no depende, en modo alguno, del cuerpo, sino exclusivamente del alma, de su facultad intelectual... --Eso es falso --respondo-- y ya te lo probaré en otra parte. Falso es decir que el alma entiende, que el alma oye, pues ambas cosas no son función exclusiva del alma ni del sentido, sino del hombre todo en su unidad de espíritu y de cuerpo, indisoluble en cualquiera de sus actos. Nada hace el alma sin los órganos del cuerpo ni el cuerpo sin la acción y gobierno del alma. ¿Por qué este hombre es menos docto que aquél, si el alma, como tú dices, es igualmente perfecta en ambos? Será por defecto corporal, según decías también. Luego el más docto gozará de un cuerpo privilegiado, capaz de obrar consumadamente las cosas, lo mismo las del sentido que las del entendimiento. Y el hombre que fuere doctísimo, tendrá un cuerpo perfectísimo y será el verdadero sabio... Pero ¿dónde, repito, está ese cuerpo privilegiado y perfectísimo capaz de un perfectísimo conocimiento? Yo, médico y filósofo, no le hallé jamás. Y como no es posible que semejante cuerpo exista, no creo posible tampoco el perfecto conocimiento o, lo que es lo mismo, la Ciencia. Al llegar aquí tal vez me arguyas: --Para entender no necesitamos de los brazos y piernas; por consiguiente, aunque ellos sean defectuosos, mientras tenga bien el cerebro me basta. --No te basta --replico--, pues las cosas físicas influyen no poco en la parte moral y en la función del entendimiento, los órganos se corresponden todos y se influyen mutuamente, aun los más apartados y distintos, por todo lo cual un cerebro sano es incompatible con otros órganos enfermos. Un miembro imperfecto, una deformidad cualquiera, un vicio morboso, pueden ser adquiridos o congénitos: si el cuerpo viene mal conformado desde los orígenes, anduvo el defecto ya en la materia de que se hace, ya en la virtud generadora, y en ambos casos la imperfección es fatal no sólo para el miembro u órgano defectuoso, pero también para muchos o algunos de los demás, tanto en lo exterior como en lo interior. Y si el vicio o deformidad sobreviene después, sea por causa interna o externa, ocurren iguales alteraciones. En suma: un cuerpo cabal y perfecto no existe o duraría un instante. Luego, repito, no habiendo seres de tal perfección, no hay un conocimiento perfecto, no hay un perfecto sabio, nada se puede saber de un modo cabal. Pero dirásme, tal vez, que también el hombre imperfecto, por muy defectuoso que fuere, tiene capacidad para el ejercicio de las ciencias. Yo te lo concedo gustoso, como te concedí otras muchas cosas, pues aquí arguyo sin vanidad ni rigidez. Hay hombres, incluso llenos de estigmas y deformidades, que son idóneos para el cultivo de las ciencias, pero no todos ni cualquiera de ellos. Es necesario que el hombre, dentro de su imperfección, esté dotado de un cierto temperamento para ejercer con eficacia las disciplinas científicas. ¿Cuál será ese temperamento? Lo ignoramos. Pero aunque lo supiésemos ¿cuántas mudanzas del aire, del espacio, del alimento, de la edad, la educación, las opiniones, las doctrinas, de todo cuanto rodea, influye y mueve en este oleaje de la vida humana a nuestro cuerpo y nuestro espíritu, no habrá de padecer el más capaz y atemperado de todos para la investigación de la Verdad? Piénsalo y experiméntalo en ti mismo. Nuevas dificultades para la investigación de la Verdad. Si el hombre es rico, trátase deliciosamente, dase a todos los gustos del sentido, engorda, se enerva, tórnase todo carnal, inepto para la contemplación y el estudio. Como el alma y el cuerpo --según dicen-- solicitan siempre cosas contrarias, el rico tiende a desamparar el espíritu. Desde la niñez los padres no le consienten que se fatigue con el estudio y el trabajo, sino que todo se lo disponen para culto y regalo del cuerpo; únicamente celosos, y no siempre, de las costumbres, de la moral exterior, enseñan a sus hijos (como hacen la mayoría de los hombres por el impulso disculpable de la naturaleza) a cuidar la salud, acrecentar el caudal y todos los demás bienes que suelen hacer felices a las gentes vulgares, sin dejar resquicio ni vagar para el estudio de las letras y ciencias. Mas aunque los padres permitieran y desearan semejante estudio, ya se encargaran los hijos de rechazar aquellas trabajosas disciplinas, pues el cuerpo apetece el ocio y tiene al trabajo por enemigo mortal. Las riquezas distraen el ánimo, los placeres le perturban, el mundo le seduce y engaña. ¡Bienaventurados aquellos y dignos de eterna admiración, que en el disfrute de los bienes del siglo, aciertan a abandonarle y a despreciar sus falsos y vanísimos tesoros para entregarse, pobres y libres, a la contemplación de las cosas! Pero almas de esta sublime condición son aves raras en el mundo. Los hombres abrazan la Ciencia para granjear aplauso, riqueza o dignidad, no por sí misma, por amor desinteresado y puro. Y de esta suerte cada cual trabaja mientras le urge para llegar al fin, no al fin de la ciencia, sino al de su ambición... * * * Los pobres, en cambio, corren a los estudios con triste principio, con medios adversos y también, casi siempre, con bastardo fin. Como es la necesidad la que les impulsa, una vez saciada, suele concluir la ciencia de los pobres, ya que no trabajaron sino para hurtarse a la pobreza. De aquí la frase: «El ingenio vuela, mas la pobreza lo deprime.» Y aquella otra: «La bolsa llena hace al ingenio divino.» Y esotras de un poeta: «Hase primero de buscar el oro, que ya vendrán con él la fuerza y la sabiduría; sin Ceres y sin Baco se enfría Venus y también Minerva...» «Los papagayos charlan y aprenden mejor después de beber vino: tal les sucede a muchos hombres.» Acerca de lo cual también se dijo: «Las copas llenas ¿a quién no hicieron elocuente?» Y añado yo: ¿a qué no obligan la sed y el hambre? No acabaríamos nunca si hubiésemos de contar las desventuradas proezas a que impulsa la triste necesidad... A todo el que estudia no debe moverle otro fin que saber. Al necesitado, en cambio, no le mueve ese fin o sólo le mueve mientras evita su necesidad. Así, quien sólo estudia por el vientre, cuando lo llena cierra los libros y se echa las ciencias a la espalda. El pobre, si no es apto para la contemplación de las cosas, no halla nunca deleite en el estudio; y si es apto, su propia indigencia le impide gustar esos manjares tan sutiles. ¿Hay algo más digno de compasión? * * * Y si todavía insistes en que el rico y el pobre son igualmente capaces para la austera investigación de la Verdad, yo quiero suponer que es así; pero ve cuántas dificultades se siguen. Ambos han de ser instruídos desde los rudimentos, ya que nadie fué tan dichoso que saliera enseñado del vientre de su madre o lograse instruirse por sí mismo, sin necesidad de textos ni de aulas. Y ¡cuántas miserias en la instrucción y enseñanza de los jóvenes! ¡Cuán pocos lograron haber buenos maestros! Unos por la poca retribución o por desidia, por enfermedad o pobreza, otros por envidia, temor o vanidad, por amor o por odio, por ineptitud o ignorancia, por todas estas y otras muchas cosas, esconden o desfiguran la verdad, si la conocieron alguna vez, y enseñan el error. ¿Qué mayor calamidad para un principiante? Bebido el error ya nunca se sacude su ponzoña, sobre todo si se bebió en la niñez y era insigne la autoridad del maestro. De donde se dijo: A la vasija nueva dura el resabio de lo que se echó en ella. Por esta razón Timoteo pactaba retribución sencilla con el principiante; mas a aquel que había aprendido con otro preceptor, pedía retribución doble, pues que era menester doble trabajo, uno para arrancar el error que había ya bebido y otro para sembrar la verdad. De los errores en la enseñanza nacieron las sectas de los filósofos, y aquello de jurar en las palabras del maestro; el pasar los años disputando por cosas ociosas y peregrinas, unos para defenderlas, otros para negarlas; llenar volúmenes sobre entender al profesor; fingir nuevas e infinitas explicaciones, inteligencias y distinciones, las cuales no imaginó él ni aun en sueños. Y aún hay doctores tan sandios que se jactan de poder defender todo lo que ha sido enseñado por éste o por aquel autor; dispónense para ello con argucias y bagatelas, de tal manera cubiertos y armados de enredos, que se parecen a los cazadores que acechan con redes y con falsos silbidos a los tordos. Enredados no pocas veces ellos mismos, no se pueden desenvolver, y así caen en la fosa que preparan a los demás, como el cazador de Esopo, que mientras acechaba a la paloma, fué mordido por la sierpe. Tales también aquellos que usan de las máquinas de guerra (que llaman arcabuces) y mientras a disparar aplican el ojo a la mira para que salga recto el proyectil y ponen fuego a la pólvora, si está obstruída la máquina, experimentan el efecto contrario: que el tiro vuelve atrás y les atraviesa la cabeza. Así estos falsos doctores mientras maquinan falacias, ellos mismos caen en las redes de su propia falsedad. * * * Unos pretenden recoger lo esencial de un asunto y hacen un epítome. Otros recorren tablas, capítulos, libros, que fueron confusamente escritos por otros. Éstos, al contrario, amplían, añaden, extienden, comentan y critican muchas cosas. Aquéllos se empeñan con supersticiosa y fatua piedad en conciliar a los disidentes y reducir a la paz a los beligerantes. Otros, al contrario, hacen enemigos a los que sienten lo mismo, al afirmar que escriben y entienden cosas diversas. Esotros afirman que tal obra es de aquél; sus adversarios pugnan por demostrar que la robó del cercado ajeno. Y en probar tales monsergas, ¿qué de argumentos no usan? ¿Qué no gritan? ¿Qué no claman? ¿Qué no torturan? Si no bastan las pruebas falsas, emplean verdades reprobables, a saber, contumelias, invectivas y libelos. Finalmente, no contentos aún, vienen a las armas, para que lo que la razón no pudo lo pueda la fuerza, a estilo militar. Así, los que se dicen científicos se hacen brutos. Pues, ¿no es todo esto furor y demencia? Los que presumen de investigar la naturaleza nada hacen sino disputar y absorber en minucias y simulacros toda su vida, como el perro, que, viendo en el agua la sombra de la carne que lleva en la boca, suelta la carne para asir la sombra en el agua, y como el toro, que, persiguiendo al lidiador, cogida su capa, se ensaña en el trapo, sin preocuparse del hombre. Así los falsos investigadores de la naturaleza, que, a espaldas de la realidad, no saben sino repetir, como papagayos, lo que en los libros hallaron escrito, ignorantes seguramente de lo que dicen. De tales entes hay una gran multitud en las ciencias; varones sinceros que investiguen la realidad en sí misma, muy pocos, y aun esos pocos varones son juzgados indoctos por los primeros y por el vulgo. * * * Y no es de extrañar. Cada uno juzga a los demás por su propia condición. Así, el docto juzga al docto y lo alaba, porque entiende lo que dice; el ignorante le desprecia, porque no le entiende, y levanta al necio, porque siente en necio; todo semejante goza con el semejante y rechaza al que no lo es. ¡Ay del mozo infeliz que beba en la turbia fuente de tan ruines preceptores! Si estudia siempre bajo el mismo doctor, siempre errará, si erró una vez. Y su error será cada vez más profundo. Error pequeño en un principio es grande en el fin; dado un absurdo, síguense muchos. Y ¿quién hay que no yerre una vez? o ¿quién que yerre una sola vez? ¿no erramos casi siempre? Y si el joven es enseñado por muchos maestros ¿no le será más fácil extraviarse y confundirse? Pocos, a quienes amó el justo Júpiter y levantó el ardiente juicio a lo celestial, pudieron librarse de errores y poseer todos los caminos de la oscura selva. ¿Cómo, pues, no ha de perderse el miserable ingenio del principiante, distraído y desgarrado en las contiendas y tumultos de escuelas y maestros? Este le inculca una doctrina; aquél se empeña en persuadir la contraria. Pues ¿quién ve que convengan dos en todas las cosas? El mayor juicio de certidumbre de una verdad y, por tanto, también de alguna ciencia, es la concordancia de los doctores; pues la verdad es siempre concordante consigo misma. Al contrario, nada arguye más la incertidumbre de una ciencia que la diversidad de opiniones. Basta advertir cuán común es esta diversidad en los doctores de cualquier ciencia, para colegir también cuán poca certidumbre hay en nuestros conocimientos. Y así al débil novicio tráenle contrarios doctores en confusión y ambigüedad. Sin acertar adónde orientarse, inclínase a éste o aquél, según le parece; y con más frecuencia al que le engaña; pues éste es el que más grita, con el desenfado propio de los que sostienen sinrazones. Ahí tienes al sabio. Así, durante mucho tiempo, lucha en los oleajes de esta furiosa tempestad; las más de las veces toda la vida. * * * Y si nos acercamos al método de enseñanza, no habrá aquí menor dificultad, antes mayor, ya atiendas a los que enseñan de viva voz, ya a los que enseñan por escrito. Pues tienen ambos las mismas viciosas maneras. Cabalmente, por este lado, viénele al estudiante, o la mayor utilidad, si emplea buen método el doctor, o el más grave daño, si emplea un método perverso. Pues nada tiene en el enseñar tanta importancia como el método; el cual, por consiguiente, es tan vario para los hombres. Saber usar del método no es menos laborioso que útil, y no menos raro que necesario. ¡Cuán pocos maestros aciertan aquí! Siendo, por ventura, el arte infinito, como ya dijimos, y la vida de todas las cosas harto breve, cuando es necesario medirla para enseñar o aprender, impone grandísimo cuidado. Medir lo infinito con lo finito y, lo que es más, comprenderlo; ¿no parece cosa inaccesible? Así hay preceptor que se empeña en contraer el arte (al cual no le es posible producir la vida) y hace más largo el camino, más oscuro y difícil por la brevedad (pues hágome oscuro cuando me empeño en ser breve). Hay otros que exponen difusamente, y hácense viejos en los primeros principios y nosotros con él. A éstos condenan los impacientes en el trabajo, los de agudo ingenio; porque inculcan con muchas palabras lo que ellos con pocas. En cambio, les alaban los morosos y rudos para quienes nada está jamás bastante explanado. Y si alguno escribe con términos medios, es reprobado por todos, porque no es bastante breve y porque es más breve de lo justo. Pues el medio siempre es contrario a ambos extremos. Sólo es agradable a quienes también se gozan en el término medio, que suelen ser muy pocos y escogidos. Hay quien habla castiza y hermosamente; hay quien de un modo áspero y rudo. Este escritor hurta los trabajos ajenos y los da como propios; repite aqueste íntegras sus páginas, olvidado de sí. Uno lo mezcla y lo confunde todo o lo deja como indiscutido e inédito. Tal otro es parlador y sofista; aquél, severo y grave; éste, agudo inventor de cosas nuevas; esotro, torpe repetidor de lo viejo. ¿Qué más diré? ¿Quién agradó nunca a todos? Ni aun la misma naturaleza. ¿Cuántos no se atrevieron a condenarla e increparla? Tanta es la variedad de las cosas, que parece que la naturaleza juega en ellas y se regocija de nuestra confusión; que buscándola nosotros por aquí y por allí, teniéndola delante de los ojos, se burla y nos escarnece. * * * Y no sólo se advierte variedad en las cosas varias. Un mismo hombre, ora quiere, ora rechaza; ya afirma una cosa, ya condena la misma; hoy profesa esto, de lo cual, si mañana le preguntas, no se acuerda ya ni quiere acordarse; en esta parte del globo florecen ahora las letras, y en el resto, hay omnímoda brutalidad; antes, aquí, lo eran todo las espadas; ahora no tienes otra cosa que libros... Hoy priva una opinión; Fulano es el doctor de moda: mañana será todo lo contrario... * * * Ejemplos de todas estas cosas verás si lees las historias; no obstante, traeré algún ejemplo singular. ¿Qué hubo más esplendoroso en letras que el antiguo Egipto y la antigua Grecia? ¿Qué más fértil en el culto de los dioses? ¿Dónde más ilustres varones, ya en cualesquiera ciencias, ya en las armas? Hogaño no hallarás allí museo ni ídolo ni varón insigne. En Italia, en Francia, en España ni por sueño había entonces un doctor; lo eran todo Mercurio y Júpiter. Ahora siéntanse aquí las Musas, y habita Cristo entre nosotros. Y en las Indias, ¿cuánta ignorancia no reinó hasta hoy? Ya, ahora, hácense poco a poco más religiosos, más agudos, más doctos que nosotros mismos.[9] * * * ¿Qué hará, pues, en tanta variedad de cosas el desdichado mozo? ¿A quién seguirá? ¿A quién creerá? ¿A éste?, ¿a aquél?, ¿a nadie? Si se entrega a un solo maestro, hácese esclavo, no docto; defiende sus dogmas con cualquier razón y con cualquier injuria; hácese soldado que sigue a un capitán dondequiera que le lleve, para combatir por él; no se acuerda más de sí; perece con él. De esta suerte nuestro joven y su ciencia perecen cuando se adhieren con pertinacia a un solo preceptor. Que no sin daño de la verdad puede uno jurar sobre las palabras del maestro. Y si el estudiante cree igualmente a todos, o no cree a nadie, y pretende escoger de todos lo que mejor le parezca, ello es más libre, pero también más arduo, pues ¿qué juicio no necesita quien se empeña en dirimir pleitos de todos? Cada cual tiene en su favor razones y argumentos en apariencia inexpugnables, y no hay aquí sentencia posible sin riesgo de la verdad y del propio juez. Así como en la guerra acontece que el arte y la astucia rinden a quien es superior en armas, en caballos y bríos, así el que busca la verdad y la defiende suele ser arrollado por el error, que es, no pocas veces, más agudo y sutil. ¡Cuántos, armados de su pérfida ciencia silogística, no tiñen de verdad el error y hacen que lo falso parezca verdadero y lo verdadero falso, hasta envolver en sus redes al más valeroso campeón! Y ¡cuántos, muy doctos, caen vencidos en la ingeniosa trampa de un silogismo falaz, más inermes aún que aquel ignorante que en presencia de un sofista charlatán, empeñado en persuadirle de que lo blanco es negro, respondió al sofista: Yo no entiendo tus razones porque no estudié como tú, pero por nada del mundo me harás creer que son iguales lo blanco y lo negro; arguye tú cuanto quisieres, que a mí me sobran para saber de colores estos dos ojos de mi cara! * * * Recuerdo que, al iniciarme en la dialéctica cuando niño, fuí provocado muchas veces a disputa por los más viejos en edad y en estudio para probar mi ingenio; oprimido por engañosos silogismos, cuya falacia yo no conocía, llegaba a conceder lo que encubiertamente era falso, mas apenas advertía la falsedad manifiesta, sentíame atormentado en lo más hondo de mi corazón y ya no descansaba hasta buscar y comprender el defecto del cauteloso silogismo. ¿No hubiera sido harto mejor que el tiempo que perdía en estas sutilezas lo empleara en conocer alguna causa natural? Porque en semejantes lides parece más docto el que charla mejor, el que construye con más ingenio un artificio con que vencer al contrincante y forzarlo a que conceda lo más absurdo y falaz. ¡A este sistema, el más pernicioso para el entendimiento y la lógica, llaman doctrina científica! El propio Aristóteles, cuando escribió su aguda cavilatoria para librarse de los engaños del silogismo, intentó en vano curar con semejante tríaca los efectos de este veneno destructor; pues no hay posible medicina para un veneno tan fuerte. ¿Cuántos remedios, peores que la enfermedad, no se han inventado posteriormente? ¿cuántas otras falacias, cuántos volúmenes de suposiciones, de exponibles y reflexiones de todo jaez? Ya la Dialéctica es otra Circe que convierte en asnos a sus amantes... A punto me vi, como ellos, de beber las aguas circeas, de embriagarme en sus traidoras linfas y rebuznar perpetuamente sus silogismos engañosos, en torno a esa puente de la Ciencia que bien merece llamarse la puente de los asnos. Valiéronme entonces mi natural indócil y los versos de Ulises para hurtarme al yugo de aquella hechicera dama y renegar de sus figuras y embelecos en la artificiosa puente de los silogismos. ¡Qué de tormentos sufren los amadores de tan áspera Circe! ¡Qué modos tienen de honrarla y defenderla, pugnando hogaño por mantener y apuntalar su vieja y desmoronada habitación! ¡Hasta qué punto se rebajan y pierden por amartelar y servir a su despótica Dueña! Así Eneas, el héroe, totalmente ajenado de sí mismo y olvidado de Italia, adonde iba por el mandato de los dioses, vestido de lasciva clámide, envilecido y muelle, entregado por amorosa esclavitud a Dido, no atendía más que a ella, no curaba de otra cosa que de sus torpes embelesos; hasta que avisado por Mercurio, abiertos los ojos, avergonzado de sí mismo, conoció cuán miserablemente vivía, y, despojado al punto de la mujer, vistióse del hombre y con ello se hizo señor de gran parte del mundo, guiándole la virtud y acompañándole la fortuna. ¡Pluguiera al cielo que yo fuese Mercurio para nuestros Eneas cautivos, para que, abandonada la hechicera Dido, la Dialéctica engañadora, volviesen los bríos y la voluntad a la robusta Naturaleza, con lo que muchos se harían, por ventura, dueños y señores del orbe! * * * Pero dirás acaso: ¿Qué? ¿Quieres que, como si fueras un dios, aceptemos por cosa confirmada sin razón y sin prueba, cuanto dijeres, y más en detrimento de cosas que están todavía muy firmes y como en altares en las casas de los doctos? No pretendo tal: sólo aspiro a abrir los ojos y el entendimiento a la incauta juventud y desbrozar los caminos de la libre y ancha Naturaleza. ¿Qué hará, si no, el mozo mal experimentado que al asomarse al campo de la Ciencia sólo ve en él zarzas y ortigas, dificultades y estorbos? Pues enredarse en ellas como les sucedió antes, a su vez, a sus maestros y preceptores, y, a espaldas de la hermosa realidad, amontonar libros y libros, hacer perpetuos los sofismas y eternas las ignorancias... * * * Pero supón a un estudiante de buena fe que apoyado en su solo juicio, luego de haber aprendido largo tiempo en las aulas y visto tanta diversidad de opiniones, quiere sentenciar por sí mismo. ¿En cuánto riesgo no se hallará? ¿Cómo encarecer las dificultades y peligros de considerar escrupulosamente y sin ayuda ajena todas las cosas puestas en pleito en las lides científicas? De aquí nueva multitud de errores, de divergencias y disputas, de interpretaciones falsas, de retrocesos inútiles; de aquí el dar por flamantes novedades las cosas más añejas y sabidas, el oponer un dogma a otro dogma, el sentenciar contra los pareceres ajenos, más por ser ajenos que por ser erróneos, y, finalmente, el alejarse cada vez más de la directa inspección de los objetos en litigio. ¿Qué hacer, pues, si los viciosos métodos de enseñanza, los abusos de la autoridad, el ciego empeño de buscar la ciencia en los libros, la tentación de convertir la especulación intelectual en granjería, el triste espectáculo de las disputas ociosas, de las opiniones apasionadas y hostiles, no se remedian con el solo y libre juicio individual? Conclusión. Los únicos criterios de la Ciencia: el experimento y la crítica. El que quiera saber algo no tiene más camino que contemplar las cosas en sí mismas. Pero ¿ello es fácil? Nada tan penoso, nada tan ambiguo, nada tan lleno de confusión e incertidumbre. Viste ya cuánta diversidad hay en las cosas, qué de mudanzas y vaivenes; cuánto de inaccesible y amargo para el que aspira a la Ciencia. ¿Qué no sucederá cuando pretendamos acercarnos a las cosas mismas? Ni es posible, dados los límites en que se mueve el conocimiento humano, la contemplación directa de las cosas. Con todo: hay dos medios subsidiarios que no suministran ciencia perfecta, pero que, en suma, algo perciben y algo enseñan: son la experiencia y el juicio. Pero no separados jamás, sino en íntimo enlace y unión, como demostraré en otro libro. Los experimentos son muchas veces falaces y siempre difíciles, y hasta cuando llegan a la perfección nunca nos muestran más que los accidentes extrínsecos, jamás las naturalezas de las cosas. El juicio recae sobre los resultados del experimento, y por consiguiente no traspasa los límites de lo exterior, y aun esto lo discierne de una manera incompleta, sin que sobre las causas pueda pasar de una probable conjetura. Se dirá que nada de esto es ciencia. Pues no hay otra. Ni aun tales medios subsidiarios pueden ser perfectos en un joven. Pues, omitiendo las dificultades de toda experimentación para el hombre más apto y maduro, ¿qué experiencia puede tener el mozo de pocos años que empieza a cultivar las ciencias en el aula? Necesario es haber vivido mucho y haber experimentado no pocas cosas para juzgar rectamente, y aun así, como decíamos al principio, pueden estar mal trabados y disconformes los años y las experiencias. De esta suerte, quien hoy opina esto, juzga mañana otra cosa y defiende ahora lo que condenaba ayer. Nadie, antes de conocer el imán, el pez torpedo, el pez rémora, les hubiese atribuído las virtudes que tienen. Decíamos ha poco que toda atracción proviene del calor, de la sequedad, del miedo al vacío. ¿Qué decir ahora de la electricidad? ¿Habríase nunca imaginado que el veneno añadido al veneno lejos de matar al hombre le serviría de tríaca? Ciertamente que no, pues, por ventura, antes de experimentarlo afirmábase que lo que no hace uno lo hacen dos, a pesar de haber demostrado lo contrario la atroz consorte de Ausonio, que empeñada en matar a su marido lo más rápidamente posible, mezcló mercurio al veneno que le tenía preparado, con lo cual escapó Ausonio de la muerte. ¿Quién hubiese creído tampoco que la cicuta añadida al vino matase más prontamente, sobre todo a los temperamentos biliosos, y tantas otras cosas que la experiencia acredita en contra de lo que parece racional? * * * Mucha experiencia, pues, hace al hombre docto y prudente. Así los varones más ancianos son más duchos por razón de la experiencia que tienen, y más a propósito que los jóvenes, para la gestión de los negocios públicos, si les asiste a la par un juicio agudo y sazonado. Y para acrecentar ese tesoro de la experiencia, para conservarle al través de los siglos, imaginaron los hombres la escritura, merced a la cual todo lo que uno experimentó en su vida, lo aprenda otro después en breve espacio. De esta suerte, las generaciones, las experiencias, los hechos, las invenciones de cada época, se van eslabonando y acreciendo sin cesar, por lo que, gráficamente, cada generación que surge a la vida y a la ciencia se ha comparado a un niño jinete en el cuello de un gigante. Utilísimo es para la ciencia y la vida ese caudal inmenso de experiencia acumulado siglo tras siglo en las bibliotecas del mundo. Pero (aun omitiendo que los libros, como todas las cosas humanas, no son perennes, pues los consumen la guerra, el fuego, la incuria, la novedad de otras opiniones y, finalmente, el tiempo y el olvido) sucede que la sugestión de esa riqueza nos ofusca. ¿Cuántos siglos necesitaríamos vivir para leer esas ingentes muchedumbres de libros? ¿Cuántos de ellos no mienten o disimulan la verdad? ¿Cuántos no se escribieron por el único móvil de granjear la gloria o mendigar opinión, cuando no por razones más miserables? ¿Cuántos, en todo caso, son del todo accesibles a nuestro entendimiento? A fuerza de leer y releer, de poner en claro y en concierto nuestras lecturas, se nos pasan los años más preciosos; vivimos entre montañas de papel, sólo atentos a los hombres y a sus obras, de espaldas a la viva Naturaleza. Así, muchas veces, por el afán de saberlo todo, nos convertimos en necios... * * * Mas supongamos que los libros no mienten, que exponen con entera verdad lo experimentado por sus autores. ¿Qué me aprovecha que otro haya experimentado esto o aquello, si yo no experimento lo mismo? Ello no engendrará en mí ciencia, sino fe. De aquí que el mayor número de los escritores modernos sean más fieles que sabios, pues beben de los libros lo que poseen sin experiencia ni juicio propios, sin otro fundamento que lo que hallaron escrito, sin otra novedad que lo que pueda deducirse de los supuestos tradicionales. Dada esta condición, quien pretenda saber algo ha de estudiar perpetuamente, ha de leer todo lo que fué dicho por todos, y, en el caso mejor, comprobar a cada paso, hasta el final de la vida, las experiencias de las cosas con las experiencias de los libros. ¿Hay algo más triste y miserable que ese linaje de vida? Linaje de muerte le llamo yo. Por bien constituído que imaginemos a un mozo sometido a régimen tan inhumano, por cabal que sea la salud de que goce, marchitaráse prontamente, y consumidas las fuerzas corporales en el estudio, afligido por numerosas y terribles dolencias, afectada la mente en su sede principal, el cerebro, morirá sin haber apenas gozado de la vida ni de la ciencia. Pero aunque por excepción se vea libre de tales pesadumbres, no le faltará siquiera la oscura melancolía que acompaña a los excesos mentales. Y ¿cómo ha de juzgar un melancólico de todas las cosas, cuando para juzgar rectamente todo buen juez ha de carecer de toda afección? Y aun suponiendo, que ya es suponer, horro y salvo a nuestro joven de todo achaque y tristeza, ¿sabrá por eso alguna cosa? Nada ciertamente. Pues en él, como en las demás cosas de este mundo, hay continua mudanza. Y la principal de todas es la edad. ¿Cuánto no se diferencia el mozo del varón maduro y éste del anciano? ¿Qué diversidad no hay en ellos de principio, de medio y de fin? El que ahora joven juzga esto y lo cree verdadero, lo revoca y reprueba en la edad viril y torna acaso a defenderlo en el crepúsculo de su vida. En otros casos acaece lo contrario y nadie es, jamás, consecuente consigo mismo. Ni hay quien editando hogaño un libro valeroso pueda decir que mañana no cantará la palinodia, ni quien, errando ayer, no confiese, si es probo, que se engañó entonces. Y los que, por ignorancia o amor propio, no hacen tal y defienden con pertinacia sus errores, causan un grave daño a la verdad, tanto mayor cuanto más agudos sean sus ingenios. Tampoco hay nadie en el mundo que si, en vez de dar a las prensas aceleradamente sus obras, las guarda por muchos años, deje de corregirlas y enmendarlas uno y otro, aunque viviera cien. Y si eternamente viviera, eternamente andaría quitando aquí, mudando allí, rehaciendo acullá. ¿De dónde tanta innovación, tanta variedad e inconstancia? Ciertamente, de la ignorancia humana. Pues, si supiéramos perfectamente lo que una vez escribimos, nada habría de mudarse luego. ¿En qué edad, pues, se juzga mejor? Dirás: en la ancianidad. Pero, más racional parece en el tiempo en que todo está en vigor; en la vejez, todo languidece y por eso se compara a la infancia; de donde la frase: _Malditos los niños de cien años_. * * * Aparte estas mudanzas del cuerpo, impiden también el conocimiento de la verdad las afecciones del ánimo. Lo dijimos ya arriba. El amor, el odio, la envidia y lo demás que allí nombramos, se opone a que se juzgue bien. Y ¿quién es tan equilibrado que no caiga en alguna de esas pasiones? Mas si de todas ellas se viere libre, ¿no caerá en el amor propio? Pues, ¿quién hay que no crea que dijo lo cierto, que halló el nudo de la dificultad y que entiende muy bien las cosas? Omitiendo, finalmente, que cada uno se estime más docto, más agudo, más perspicaz, más prudente, más sabio que los demás. Nadie, dice el vulgo, es juez recto en causa propia. Y cada uno trata su causa cuando afirma algo de palabra o por escrito. Nada, pues, sabemos. * * * Pero, supongamos (cosa imposible) que carece nuestro juez de tales defectos. Aun así, no sabrá más en lo sucesivo, aunque se guíe por la común sentencia de que perpetuamente nos hacemos más doctos, pues sucede lo contrario a todos aquellos que se proponen conocer perfectamente las cosas. Yo, antes que hubiese comenzado a considerarlas, parecíame que era más culto. Pues lo que había recibido de mis preceptores, lo tenía por sobradamente sabido y propio, estimando que el saber consiste en haber visto, oído y retenido muchas cosas. Conforme a lo cual con revolver en el magín los conceptos ajenos parecíame que lo sabía todo, y cada día me aficionaba más a este linaje de ciencia. Mas, tan luego como me convertí a las cosas, abandonada en un todo la fe primera (aquella fe con humos científicos), comencé a examinarlas, como si nadie hubiese dicho jamás cosa alguna; y cuanto más me parecía saber antes, otro tanto vi que ignoraba entonces, y a tal punto llegué que hoy me parece que nada sé ni espero que pueda saberse; cuanto más contemplo las cosas más dudo. Pues ¿cómo no dudar, si no puedo percibir ni conocer las naturalezas de las cosas, fuentes de la verdadera ciencia? Harto fácil es ver el imán; pero ¿qué es el imán en sí? ¿por qué atrae al hierro? Esto sería saber lo que es el imán si pudiéramos conocer las cosas. Con todo, los que se dicen sabios responden que la atracción se debe a una virtud oculta. Y a esto llaman saber, cuando verdaderamente es ignorar. Pues ¿qué diferencia hallaré entre quien me dice que no sabe por qué se hace una cosa y quien me afirma que se hace por una oculta y misteriosa propiedad? Y si a la duda de la atracción del hierro se añaden estas otras que aunque tuvieren satisfactoria respuesta provocarían nuevas interrogaciones sin fin, ¿quién se resiste a la evidencia de nuestra ignorancia? ¿Cómo tocado el hierro por el imán, de aquella parte de la piedra que en su criadero miraba al Norte, se vuelve siempre al Septentrión, y huye del lado contrario, merced a lo cual rodeamos la tierra en pequeña nave y conocemos en medio del océano un punto cualquiera con infalible certidumbre? ¿Cómo el imán no sólo atrae a un solo anillo ni a una sola aguja, sino que difunde también la fuerza transmitida por agujas y anillos a otros muchos hasta suspenderlos todos en el aire? Y si, finalmente, se le unta con ajo, ¿por qué languidece y pierde la fuerza de atraer? Este y otros innumerables ejemplos que podrían ponerse ¿no rinden los bríos de la razón al más docto y experimentado de los hombres? * * * Así ¿qué hará nuestro juez, ese juez imaginario de las cosas, aunque viva cien años en ancha y cabal plenitud? Experimentar algunas de esas cosas; experimentarlas mal y juzgarlas peor. De ninguna de ellas sabrá en absoluto nada. Pero aunque viese y estudiase muchas, no podría, sin embargo, examinarlas todas, que sería el único medio de aprender a conocerlas. A cada paso le asaltaría una duda: ¿habré experimentado bien? Y si consulta a otros diversos autores sobre los mismos objetos en examen, los hallará diversamente experimentados y traducidos: lo que uno dice que probó, asegura otro que es imposible; una experiencia contradice a otra experiencia. ¿Cómo, pues, juzgará rectamente de lo oscuro y recóndito, de lo que en modo alguno puede ser alcanzado por el sentido, quien no está cierto de las cosas que al sentido se nos presentan y que por él han de conocerse? Y si, apartándonos de los doctos, nos arrimamos al vulgo, ¡cuánta variedad, cuánta discordia, qué de ignorancia y confusión! Se me replicará que de los hombres rudos ha de esperarse menos que de los letrados. Mas ¿no se dice comúnmente: _Voz del pueblo voz de Dios_? Y en verdad que es difícil suponer que todo el pueblo se engañe y sólo el filósofo tenga razón, principalmente en las cosas que estriban más en la experiencia que en el juicio. En general ha de creerse al vulgo en lo que se refiera a la agricultura, navegación, arte mercantil y oficios mecánicos, según la profesión de cada cual, pues también es dicho común que más vale el ignorante en su oficio que el sabio en el ajeno. Con todo, si se ha de escoger entre la opinión del pueblo y la opinión de los filósofos, se inclina el ánimo casi siempre a diputar por verdadero lo que el docto afirma. Y aunque parece racional que los que acierten sean pocos, también parece duro creer que se engañe tanta muchedumbre allí donde uno solo dice que dice la verdad. Por otra parte, lo que es tenido y confirmado durante largo tiempo por muchos parece que tiene mayor certidumbre que una novedad enseñada por uno solo. Claro está que hay verdades que viven desconocidas luengos años, pero también hay verdades harto conocidas que al cabo se hunden en el descrédito. ¿Qué decir de tu opinión nueva, filósofo novel, que luchas contra el vulgo? ¿Es una verdad desconocida que ha de triunfar o es en el fondo una antigualla que debe morir? Si dices lo primero, tú y yo lo ignoramos. Y si respondes que tu opinión es una verdad añeja y autorizada (por aquello de que _nada se dice que antes no se haya dicho_) y me pruebas que ya otros hombres afirmaron antaño igual que tú, exactamente lo mismo puede afirmar y probar el que defiende un error, pues no hubo nunca opinión, por necia que fuere, que no hallase en el mundo seguidores. * * * Todo esto pugna, al cabo, contra mí al querer probar que nada se sabe, cuando hoy todo el mundo opina de diversa suerte. Pero, no obstante, algo hay a mi favor en el fondo de ese optimismo universal. ¿No dicen que la ciencia, para merecer tal nombre, ha de ser cierta, infalible y perenne? Pues ¿qué juzgará de la certidumbre, infalibilidad y permanencia del conocimiento científico el miserable anciano, por muy experimentado que fuere, al cerrar las últimas páginas del libro de su vida? Resumen. Quedan, a mi juicio, explanados los tres términos que hay que distinguir en el problema del conocimiento: la cosa que ha de ser conocida, el ente que conoce y el conocimiento mismo. Creo haber mostrado la vanidad e impotencia de nuestro saber por razón de su materia y la incapacidad de nuestras facultades cognoscitivas para alcanzar algo que no sea exterior, mudable y limitado. _Ciencia_, se dijo, _es el conocimiento perfecto de la cosa_; ¿y de qué cosa podemos presumir un conocimiento semejante? ¿Puede darse el nombre de ciencia a un conocimiento cualquiera? Tanto valdría decir que todo el mundo es sabio; el docto lo mismo que el ignorante, los hombres lo mismo que los brutos. Y que la ciencia debe ser conocimiento perfecto nadie lo duda; la incertidumbre está en que sea posible llegar a conocer perfectamente alguna cosa. ¿En dónde y en quién hallar ese puro y perfecto conocimiento? Lo ignoramos también, aunque lo más racional sea decir: en nadie, en parte ninguna de este mundo. Lo dijimos ya: el perfecto conocimiento requiere un ente perfecto, una perfecta adecuación del entendimiento a la cosa que se pretende conocer. Esa perfección del ente, esa _comprehensión_ intelectual nunca las vi. Si tú las viste, lector, escríbemelo. Y dime, también, si viste algo perfecto y cabal en la Naturaleza... * * * Nada me parece necesario añadir en punto a nuestra definición de la ciencia y a la demostración de la tesis: _que nada se sabe_. Si quieres más pruebas de esta cuestión, las hallarás copiosamente en el proceso de mis obras, en todas las cuales me propuse, directa o indirectamente, demostrar lo mismo. Por ahora, demos paz a la pluma y reposo también al pensamiento, que ya este discurso creció harto más de lo que yo deseaba. Viste, pues, lector, las dificultades que nos arrebatan la ciencia. Sé que no te agradarán muchas de las cosas que aquí dije y sospecho también que, al acabar la lectura, me reproches que no he demostrado nada. A lo menos, dije lo que pienso con toda la llaneza, sinceridad y rectitud que pude, ya que no quise cometer la misma falta que en los demás condeno: la de probar mi tesis con razones traídas por la melena, más oscuras y tal vez más dudosas que la cuestión. Es mi propósito fundar, en cuanto me sea posible, una ciencia segura y fácil, basándola no en quimeras y ficciones, ajenas a la realidad de las cosas, y útiles sólo para mostrar la sutileza y el ingenio de quien escribe, sino en los métodos firmes y positivos que puedan conducir a una concepción científica verdaderamente racional y elevada. No me faltaran a mí tampoco agudezas ni ingeniosas invenciones, como al más pintado, si en tales artificios y arrequives hallara yo contentamiento. Mas ¿qué deleite puede hallar un ánimo severo y libre, que sienta la sed de la verdad, en esas ficciones, divorciadas de la naturaleza, que antes engañan que instruyen y acaban por confundir lo falso y lo verdadero? ¿Cómo llamarle ciencia a ese tejer y destejer de sueños, de imposturas y delirios a esa invención de charlatanes y prestidigitadores? Tú, lector, juzgarás de todo ello: lo que aquí te pareciere bien recíbelo con amor; lo que aquí te disguste no lo rechaces con odio, pues fuera cruel hacer daño a quien intenta fustigar errores. Examínate a ti mismo. Si algo sabes, enséñamelo. Te daré las gracias. Yo, en tanto, ciñéndome a examinar las cosas, propondré en otro libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana fragilidad. Vale. * * * _Lo que se enseña no tiene más virtud que la que recibe de quien lo enseña._ * * * QUID? ÍNDICE Páginas. DEDICATORIA. V FRANCISCO SÁNCHEZ, AL LECTOR. XI PRÓLOGO. XXIII Todo es cuestión de nombres. No hay nombre acomodado. 9 La ciencia. 16 Juicios lógicos. 20 La demostración. 21 Poco valor de los silogismos. 25 ¿Qué es saber? 53 Elementos de la ciencia. 59 Casos prácticos. 64 Consecuencias. 68 Otra prueba de la ignorancia. 71 Etimologías. 77 Variedades humanas. 82 Cuestiones indecisas. 85 Otra causa de nuestra ignorancia. 89 Infortunio del hombre de letras. 101 El conocimiento y los sentidos. 103 Pobreza del sujeto cognoscente. 107 El conocimiento. 110 Medios internos del conocimiento. 129 De cómo la imperfección humana excluye un conocimiento perfecto. 135 Nuevas dificultades para la investigación de la Verdad. 149 Conclusión. Los únicos criterios de la Ciencia: el experimento y la crítica. 169 Resumen. 183 NOTAS [1] Un distinguido profesor del Mediodía de Francia, y buen amigo de España, Mr. Henry Pierre Cazac, me ha proporcionado algunos datos biográficos de gran novedad relativos a la persona de Francisco Sánchez, y que rectifican ciertas fechas tenidas hasta ahora por seguras. Consta en el libro de Astruc _Mémoires pour servir à l’histoire de la Faculté de Médecine de Montpellier_ que Francisco Sánchez, español, vino a estudiar medicina a Montpellier, y se inscribió por primera vez en los registros de matrícula en 1573. Es imposible, por tanto, que en esa fecha se hubiese graduado de doctor. Astruc añade que se graduó en años sucesivos; pero no dice una palabra de su profesorado, y en cambio advierte que Sánchez, terminada su carrera, pasó de Montpellier a Tolosa, en cuya Universidad obtuvo una regencia o cargo de regente _dont il s’acquitta avec beaucoup d’honneur_. La dedicatoria del _Carmen de Cometa_ (1578) está datada de Tolosa, donde Sánchez enseñó filosofía veinticinco años, y medicina por espacio de doce. Existe en la sala de Actos de la Universidad de Tolosa el retrato de Francisco Sánchez con la siguiente inscripción, que rectifica la fecha de su muerte admitida por todos los biógrafos, y que también admití yo en la primera edición de este discurso. La inscripción dice así: _«Franciscus Sanchez Lusitanus, antecesor regius saluberrimæ facultatis medicinæ in alma Universitate tolosana, profesor. Obiit anno MDCXXIII ætatis suæ LXX.--Quid? Liberalium artium cathedram prius occupaverat.»_ El _Quid?_ es muy significativo como divisa escéptica, y ninguna otra tan apropiada para ponerse al pie de un retrato de nuestro filósofo. El cambio de 1623 por 1636 se explica fácilmente por un trastrueque de letras, que ha venido pasando de unos a otros escritores. Sánchez dirigió por espacio de treinta años el hospital de Santiago de Tolosa, según la _Biographie Toulousaine_. Describiendo el retrato de Sánchez, conservado en Tolosa (donde también está el de Raimundo Sabunde), me dice el Sr. Cazac que piensa reproducirle al frente de su versión francesa de este discurso: _«Tête longue avec une expression de finesse, qui n’exclut pas une certaine bonhomie.»_ [2] Consta que existieron otros tres, citados en el _Diccionario_ de Moreri: _Método Universal de las Ciencias_, en castellano: _Examen Rerum, Tractatus de Anima_. Gran descubrimiento sería el de estos libros, que quizá existan aún en algunas bibliotecas del Mediodía de Francia. [3] No se saben solamente las cosas que se _demuestran_, sino también las que se _intuyen_. No es el único ni siquiera el principal criterio de verdad la _razón_; lo son también la _inteligencia_ o potencia intuitiva del mundo exterior y la _conciencia_ o potencia intuitiva del mundo interior; ellas, aparte de los sentidos. En este argumento apóyase gran parte del sofisma de los escépticos. Que _yo existo_, que _el mundo existe_, etc., no sólo no se demuestran, sino que no admiten demostración, como ningún axioma ni del mundo empírico ni del mundo ideal. Basta que el objeto se presente debidamente a la facultad suficientemente dispuesta para que el conocimiento se verifique: para saber que existe este libro, que lo estás leyendo, caro lector, te basta tenerlo delante, sin que nadie te lo demuestre. _Nota del Trad._ [4] Es decir, ya sé menos todavía en eso de andar por géneros próximos y diferencias específicas... _N. del T._ [5] Aristóteles. [6] Aristóteles y sus discípulos. [7] No se sabe solamente lo que se prueba. Las más de las cosas las sabemos por intuición. No podrás _probar_ que existe este libro que estás leyendo, lector amable, pero sabes _ciertamente_ que existe por que lo _intuyes_. Obsérvese que ahí estriba todo el sistema escéptico, en ese falso concepto del valor de los criterios de verdad y de certeza. _Nota del Trad._ [8] Recuérdese que _Barbara_ es una palabra bárbara con que los escolásticos exagerados por amaneramiento y extremos de sutileza expresaron uno de los modos del silogismo. [9] Pronto se dejó sentir nuestro colosal esfuerzo colonizador en América.--(_N. del T._) *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK QUE NADA SE SABE *** Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For forty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our website which has the main PG search facility: www.gutenberg.org This website includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.